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Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 7)



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Vadinho se sonrió: «Es verdad…», dijo, mientras ocupaban la mesa reservada, sobre la pista, justo enfrente de la arcada que unía los dos salones, el de baile y el de juego. Desde allí, sentadas, doña Flor y doña Gisa podían observar todo lo que ocurría, las evoluciones de los bailarines y la animación de los jugadores. Todavía de pie, Vadinho examinó la pista, ocupada sólo por dos parejas, pero dos parejas de tangueros tan sobresalientes que nadie se atrevía a competir con ellos. Las damas eran dos de las hermanas Catunda.

La negra, la mayor, tenía como caballero a un tipo alto y romántico, vestido a la última moda, con aire de galán de cine sudamericano, aire de gigoló. Vadinho supo después, cuando se lo presentaron, que se trataba de un paulista de paseo por Bahía, llamado Barros Martins, honesto editor de libros, y, como es obvio tratándose de un editor, riquísimo. Un endiablado en el tango, con aire y competencia de profesional, que, como se acostumbra a decir, dibujaba en el piso, ejecutando impecablemente los complicados pasos del baile.

La blanca, la más joven, estaba en brazos de Zéquito Mirabeau, el mismo «Hermoso Mirabeau» de los burdeles y del enredo con Zé Sampaio. El bahiano no le iba en zaga: los ojos mirando hacia lo alto, mordiéndose los labios, pasándose de vez en cuando la mano nerviosa por el pelo suelto, se quebraba en el tango con la mayor suavidad, retando al paulista con floreos y refinamientos de tango barroco.

Vadinho contempló la escena y, todavía sonriendo, tendió la mano hacia doña Flor y le propuso, ayudándola a levantarse de la silla:

– Querida, ¿vamos a darles una lección a esos papanatas? ¿Vamos a enseñarles cómo se debe bailar el tango?

– ¿Sabré todavía? Hace tanto tiempo que no bailo, tengo duras las articulaciones

Hacía más de seis meses que no bailaba. La última vez fue cuando Vadinho, milagrosamente, la llevó a una fiesta en casa de doña Emina, una farra de cumpleaños. Vadinho era un eximio bailarín y doña Flor bailaba bien, y le gustaba bailar. Uno de sus motivos permanentes de disgusto consistía en el hecho de que nunca bailase con ella, debido a que sólo muy de vez en cuando la acompañaba Vadinho a las fiestitas en casa de las amigas. Y ella, sin el marido, se limitaba a participar en los animados comentarios, los chismes, las incursiones a las mesas de dulces; ni siquiera le pasaba por la cabeza la subversiva idea de bailar con otro caballero, cosa que una mujer casada sólo puede hacer con el expreso consentimiento de su señor esposo y en su presencia.

Vadinho sí que se esparcía a su gusto, sin control, por ese mundo de Dios, en cabarets y bailongos, en salas de meta y ponga y en cubiles, en el Pálace, en el Tabaris, en el Flozó, con perendangas y pellejos.

En las casas de los vecinos habían hecho juntos verdaderas exhibiciones de sambas y foxtrots, rancheras y marchas. El doctor Ives y doña Emina intentaron acompañarlos – las pretensiones y el agua bendita son de todo el mundo- , pero en seguida desistieron: movían bien los pies, pero eran demasiado tiesos para poder competir con doña Flor y con Vadinho.

Es que una cosa es bailar en una fiestita de cumpleaños y otra muy diferente en el salón del Pálace, y con las complicaciones de un tango arrabalero. ¡Y tan luego ése! Todo había comenzado cuando, hacía siete años, él la sacó a bailar ese mismo tango en casa del mayor Pergentino. ¿Sabría bailarlo todavía, después de tanto tiempo, y, además, en esta noche casi mágica en la que por primera vez estaba en el Pálace? No sospechaba que esa primera vez sería la última, que no habría segunda vez, que era una noche que no iba a repetirse.

Sólo ahora, a solas con su memoria y su deseo, se daba cuenta ella de la importancia que tenía cada detalle, por más ínfimo que fuese, de aquella noche quimérica: desde la entrada al salón de baile hasta el último minuto de placer infinito, de desvergonzada lubricidad en la cama de hierro, donde él le había cobrado, en la raíz de su cuerpo, el regalo de cumpleaños, la invitación al Pálace.

Dos gestos de Vadinho, ambos igualmente tiernos e imperiosos, marcan para doña Flor el comienzo y el fin de aquella noche de sortilegio. El primero cuando, al invitarla a bailar, sonriendo, le dio la mano y la llevó a la pista de baile. El otro, en la cama deshecha, cuando, en plena tempestad, él la dio vuelta, poniéndola de espaldas… Pero eso quiere recordarlo después: ese gesto tremendo quiere recordarlo a su debido tiempo, en el curso de esta recorrida con Vadinho a través de la noche de aquel cumpleaños. Porque quiere ir despacio, paso a paso, detalle por detalle, demorándose en cada peldaño; ya irá arribando a cada puerto de alegría, de miedo o de lujuria. Ahora, en la pista de baile, el brazo de Vadinho la envuelve y ella siente su cuerpo leve en la cadencia de la música. Busca entonces, dentro de sí, a aquella muchachita de vacaciones en Río Vermelho, calladita, sin festejante, tímida, como la presentaba el retrato del pintor sergipano, recogiendo flores en el jardín de tía Lita y floreciendo ella misma súbitamente en las noches de kermesse, cuando la mano de Vadinho le encendía los senos y los muslos, y su boca la quemaba para siempre.

En el salón del Pálace los dos iban a bailar un tango dulce y voluptuoso, tan de jóvenes e inocentes enamorados y a la vez tan de lúbricos amantes. Era como si hubiesen retornado a la fascinante noche en la casa del mayor, al impacto del primer encuentro, de la primera mirada, de la risa, del embeleso inicial; y al mismo tiempo siendo los maduros amantes de siete años después: un tiempo largo para padecer y amar. Doña Flor, de casta doncella, de candida mocita, había pasado a ser desflorada mujer y hembra ardiente a manos de Vadinho, su marido. Jamás se había bailado un tango como éste, tan transparente de ternura, tan oscuro de sensualidad. Hasta la gente del salón de juego se acercó a mirar.

El paulista de los libros, a pesar de sus experiencias en los cabarets de San Pablo, Río y Buenos Aires, y Zéquito Mirabeau pese a su presunción, se dieron por vencidos y abandonaron la pista dejándola libre para doña Flor y Vadinho en su apasionada noche.

¿Quién era la dama de Vadinho?, se preguntaban los habitúes. Algunos lo sabían, y la información se difundió con celeridad: «Es su esposa, y es la primera vez que viene aquí…» La más graciosa de las hermanas Catunda, la del medio, hizo una mueca de desprecio, mordida por los celos.

Terminado el tango volvieron a la mesa, en donde Vadinho, una vez encargadas la cena y las bebidas, respondió a las preguntas de doña Gisa, informándola sobre cosas y personas mientras en el salón persistía la curiosidad en torno a doña Flor, flotando en el aire, corno si un halo de miradas furtivas y apagados cuchicheos la rodease, como si ella no tuviese cabida en la atmósfera de la sala, hecha a la medida de las señoras de la flor y nata de la sociedad, las baronesas de la Graca, y las no me toques de la Barra, y las cortesanas más caras y a las que menos se les notaba la profesión.

Doña Flor sentía una especie de vértigo lejano, sentada allí, en el salón. Se encontraba un poco sonsa, pasando de la alegría al miedo, insegura en cuanto al significado de aquellas miradas de reojo, de aquellos gestos esquivos; esas sonrisas, ¿eran de simpatía o de burla? Apenas si escuchaba las informaciones que iba dando Vadinho:

– Tiene más de sesenta años…, no juega más que al bacará y sólo pone fichas de cinco contos. Hubo noches en que perdió más de doscientos… Una vez vinieron los hijos – dos ordinarios y una pelandruna, acompañada del marido- y quisieron llevárselo por la fuerza, armando una de todos los diablos. La hija era la peor, una víbora, atizando a los hermanos y al cornudo del marido… Ahora están haciendo un juicio para probar que el viejo está chocho, reblandecido, que ya no sirve para administrar su dinero

Doña Gisa alarga el cuello para atisbar mejor al anciano de finos cabellos blancos, casi sólo piel y hueso, pero de piernas firmes, apoyado en un bastón de bambú, tenso el rostro, y con una última luz ávida en los ojos, como si solamente la inspiración del juego lo mantuviese vivo.

– Finalmente, ¿no fue él quien trabajó y ganó todo el dinero? – preguntaba Vadinho, furioso contra la familia del viejo- . ¿Qué hicieron los hijos, aparte de gastar?, Son unos vividores, nunca sirvieron para nada. Y ahora quieren darle diploma de demente a su propio padre, quieren encerrar al infeliz en su casa o en el hospicio… Yo metería en la cárcel a todos esos canallas, comenzando por la vaca de la hija, y con orden de darles una paliza de padre y señor mío.

Doña Gisa disentía: ese asunto del dinero tenía serias implicaciones. El viejo, en su opinión, no era tan dueño como parecía de dilapidar su fortuna en el juego, pues la familia poseía derechos legales…

La lección de economía política de doña Gisa fue interrumpida al acercarse el paulista para saludar a Vadinho y a doña Flor.

– Vadinho, este amigo mío quiere conocerlo; oyó hablar mucho de usted y lo vio bailar…, es un personajón de San Pablo… – Zéquito Mirabeau los presentó, y, dirigiéndose al forastero- : Usted sabe, Vadinho es… – la presencia de doña Flor hizo que se contuviera…- , bien, es un amigazo…

Vadinho, con voz casi solemne, presentó a las señoras:

– Mi esposa y una amiga, doña Gisa, norteamericana, un pozo de sabiduría…

Doña Flor ofreció la punta de los dedos, sintiéndose de repente como una rústica cualquiera.

El paulista se inclinó y le besó la mano:

– José de Barros Martins, para servirla. Mis felicitaciones, señora, pocas veces he visto bailar tan bien un tango… ¡Admirable!

A continuación besó la mano de doña Gisa y, como la orquesta comenzase una samba de éxito, le preguntó:

– ¿Baila la samba? ¿O como norteamericana prefiere un blue…?

Vadinho echó a perder toda la finura del paulista:

– ¿Cómo?.., esta gringa se contonea que es una maravilla…

– Vadinho, qué es eso…, compórtate – lo reprendió doña Flor, sonriendo burlonamente.

Doña Gisa no lo dudó; en vez de enojarse, salió del brazo del industrial, requebrando las delgadas caderas y confirmando las palabras del zafado. En eso, el rostro de Vadinho se ensombreció y doña Flor descubrió en seguida la causa: una de las tres mulatas de la mesa de Zéquito Mirabeau, una lindeza que daba gusto verla, se había acercado a la mesa. Medía a doña Flor de arriba abajo, como en desafío, mientras interpelaba a Mirabeau, ofreciéndose, insinuante.

– ¿Qué pasa, querido, es nuestra samba? Te estoy esperando, ven en seguida…

Una mirada de desdén a doña Flor, una de furia hacia el lado de Vadinho, la sonrisa más angelical y tentadora para Zéquito:

– Vamos, negrito…

Doña Flor evitó mirar a Vadinho. Entre ellos se alzaba un silencio incómodo; ella, vuelta hacia la pista de baile con los ojos cerrados, él, mirando fijamente hacia la sala de juego. ¿Por qué se empeñó ella en venir?, se preguntaba Vadinho. Por cosas como ésa siempre se negó él a traerla. Y ahora, tan luego en la fiesta de su cumpleaños, en vez de estar alegre, la pobre mordía los labios para no llorar. La burra de Zilda se lo iba a pagar caro. Vadinho acercó su silla a la de ella y tomando la mano de doña Flor con una ternura que ella sintió que era verdadera, le dijo:

– Mi bien, no estés así. Tú quisiste venir, éste no es un lugar para ti, mi bichito loco… ¿Será que ahora te vas a poner a enfrentarte con estas atorrantas, preocuparte por ellas? Tú viniste para estar alegre conmigo, hazte cuenta que aquí sólo estamos nosotros dos y nadie más… Olvídate de esa zorra, que yo no tengo nada que ver con ella…

Doña Flor se dejó convencer fácilmente, quería creerle, y mientras le saltaban las lágrimas dijo con voz quejumbrosa:

– ¿No tienes nada que ver con ella, de verdad?

– Es ella quien anda detrás de mí, ¿no ves? Olvídate de eso, querida, esta noche es nuestra, sólo de nosotros dos, ya vas a ver cuando lleguemos a casa… Hoy ni siquiera voy a jugar, sólo para estar junto a ti…

La mulatita pasaba cimbreándose, ceñida al «Hermoso Mirabeau», él casi en trance, mordiéndose el labio, mirando al techo. Doña Flor pidió:

– ¿Vamos a bailar también nosotros?

Bailaron la samba, y luego un pasodoble. Después ella quiso conocer la sala de juego y Vadinho la llevó, dispuesto a satisfacer sus caprichos. Doña Gisa fue con ellos, dando saltitos y queriendo informarse de todo, ¡infernal! No conocía ni el valor de las cartas y nunca había visto un dado en su vida.

Doña Flor iba silenciosa, con ese recogimiento de quien penetra en un templo secreto, prohibido a los no iniciados. Finalmente había conseguido llegar y entrar al misterioso territorio en el que Vadinho era millonario y mendigo, rey y esclavo. Sabía bien que eso era sólo una franja de la zona nocturna, una orilla de ese mar plomizo: eso era el comienzo de las etapas de sueño y de aflicción. Las salas del Pálace eran la rica y luminosa capital de ese mundo, de esa secta, de esa casta. Más allá, en los senderos nocturnos de la noche, ese territorio de juergas y angustias, de fichas y mujeres, de alcohol y estupefacientes (cocaína, morfina, heroína, opio, marihuana, doña Flor se estremecía sólo al recordar los nombres), se prolongaba en los cabarets, en las casas de juego, en los prostíbulos, en las pensiones de mujeres, en los antros ilegales, en la zona inmunda y pululante como un mosquerío, en los sombríos escondrijos de los fumadores de marihuana. Por esos vericuetos se movía a sus anchas Vadinho. Doña Flor, ante la mesa de la ruleta, tocaba con humildad la orilla de ese mundo.

Más allá del Pálace, con su ambiente «estrictamente familian», como decían los avisos, con sus luces y sus sombras – un velador en cada mesa- , las arañas de cristal, la orquesta de primera, las señoras de la alta sociedad, las fulanas de lujo, las mantenidas y las independientes, los coroneles del cacao, los mozos bohemios y los estafadores: allá, mucho más allá del Pálace, hasta las encrucijadas de la noche pobre y desnuda de oropeles, llegaba el misterio de Vadinho, su última verdad. Doña Flor, en rápida transición, auscultó esa loca geometría, mar de sus lágrimas, valles y montañas de su tensa espera, de su sufrido amor. Doña Gisa, por el contrario, se demoraba, fascinada por los semblantes de los jugadores, por sus gestos. Uno de ellos hablaba solo, evidentemente furioso consigo mismo. Si fuera por su gusto, la profesora no se iría más. Pero el mozo, por deferencia a Vadinho, compinche suyo, vino a avisarles que la cena estaba servida y que iban a comenzar las atracciones.

Volvieron al salón de baile y se encontraron con Mirandáo, que acababa de llegar. ¿Qué milagro era ése, su comadre en el Pálace? ¿Venía para hacer saltar la banca?

¿Que era su cumpleaños? ¡Dios mío! ¿Cómo había podido olvidarlo? Al día siguiente le pediría a la patrona que fuese a verla con el ahijado y un regalo. «Basta con la comadre y el chico», le dijo doña Flor, para librarlo del compromiso, y además porque en ese aniversario ya había tenido su regalo y no quería ningún otro: allí estaba con Vadinho, no quería nada más.

La comida no era gran cosa, arroz sin sal, carne sin gusto, pero ¡con qué delicadeza la servía Vadinho, alcanzándole a la boca los mejores trozos de su pollo! Doña Flor ya no sentía miedo, ni estaba tiesa.

Las luces se apagaron totalmente para de inmediato volverse a encender de nuevo, y Julio Moreno, el maestro de ceremonias, anunció los números. Primero fueron las Hermanas Catunda – lástima de voz- con sabia exhibición de senos y caderas:

Voy a bailar la noche entera,

Ranchera…

Ranchera…

La atrevida era la más bien conformada y graciosa de las tres, doña Flor no podía dejar de reconocerlo, no podía negar aquella verdad casi desnuda. Pero Vadinho ni siquiera miraba a las mulatas, más interesado en saborear los postres. Ahora era doña Flor quien miraba con desdén; tomó la mano del marido y los dos estuvieron conversando y riéndose mientras las gentiles hermanas se desplegaban entre el juego de luces, senos en azul, caderas en rojo.

Venían después las «The Honolulú Sisters», con un canto poderoso y triste, un lamento de negros encadenados, oración de esclavos, dolor y rebelión de hombres humillados. Hasta el sexo era triste, hasta aquellos cuerpos tan bellos, pensó doña Flor. Las mulatitas Catunda, desafinadas y modestas, parecían un repiquetear de castañuelas, un trino de pájaro, un rayo de sol, unos cuerpos exuberantes de salud, en comparación con Jó y Mó, con su lamento sin esperanza. Las Catundas bailaban en ofrenda a los orixás, los alegres e íntimos dioses negros procedentes de África y cada vez más vivos en Bahía. Las negras norteamericanas, en cambio, dirigían su súplica a los austeros y distantes dioses blancos de los señores, impuestos a los esclavos a latigazos. Unas eran la risa desatada, las otras el llanto desolado.

– Fíjense en ellas…, son amantes – informó Vadinho.

Doña Flor ya había oído hablar sobre la existencia de mujeres así, pero nunca lo creyó; y aun entonces pensó que se trataba de una broma de Vadinho, invenciones absurdas, pavadas.

– ¿No hay hombres invertidos, querida? Pues también hay mujeres a las que sólo les gustan las mujeres…

– Una pena – dijo Mirandáo- , dos hembras como ésas y no querer trato con los hombres.

Doña Gisa lo confirmaba: Se trataba de casos «bastante frecuentes en los países más civilizados». «Vaya uno a saber, quizá no sean más que muchachas serias…», intentaba defenderlas doña Flor. Quería oír el canto puro y doloroso, sin mezclar su grandeza a la tara de las mujeres, a su enfermiza condición, a su destino. Música de sangre derramada por un látigo de fuego.

– Querida, voy hasta ahí, vuelvo ya, sólo un minuto…

Vadinho cruzó rápidamente hacia la sala de juego, dejando a doña Flor sólita con el desgarrado canto de los esclavos.

Se encendieron las luces, se oyeron los aplausos y doña Flor vio cómo Mó le daba la mano a Jó y juntas se retiraban hacia su amor maldito. El paulista volvió a bailar y Zéquito Mirabeau se unió a los jugadores.

Ya le gustaría a Mirandáo ir con Vadinho y Mirabeau, pero el compadre lo había dejado haciéndole compañía a las señoras y no podía abandonarlas, y esa profesora seguía con sus preguntas idiotas; ¿cómo diablos iba a saber él si el juego era o no factor de impotencia sexual? Oiga, querida señora… Mirandáo había nacido prácticamente en una mesa de juego y lo único que podía decirle es que le aseguraba que él era hombre y muy hombre y nunca había oído decir que el juego convirtiese en flojo a nadie. Doña Flor observaba a Vadinho, en la otra sala, moviéndose ante la mesa de la ruleta, apostando, rodeado de hombres y mujeres. La mulatita se le había puesto al lado, y en cierto momento dejó una mano sobre el hombro de él, manteniéndola allí mientras Vadinho, tenso, seguía el rodar de la bolilla en la hora solemne y decisiva. Casi se levanta de la silla, indignada. Esa noche se sentía capaz de todo, del escándalo y la violencia, de actuar, si fuese necesario, como la más rea y perdida prostituta callejera. Pero de inmediato se sonrió, porque Vadinho, después que el croupier cantó el número fatal, se dio cuenta del gesto insolente de Zilda Catunda y retiró el hombro. Y algo desagradable debió decirle a la descarada porque desapareció como si la hubieran llevado los diablos. Vadinho, después de mirar a doña Flor, vino caminando en su dirección con las manos llenas de fichas. En la mesa, Mirandáo, enredado en las preguntas socio- económico- sexuales de doña Gisa, se consolaba de su ignorancia con los restos de un vermut dulce…, ¡un asco! Vadinho se inclinó, hablándole al oído a doña Flor:

– Escucha, querida, sólo dos o tres puestas más y nos vamos. No tardo nada, ya le mandé decir a Cígano que espere con el coche. Prepárate, que hoy te voy a dar una paliza en la cama… Y, acercando todavía más su boca, le dio un mordisco y un lengüetazo en la oreja, brisa y llamarada.

Doña Flor sintió que le corría el cuerpo un húmedo escalofrío y exhaló un suspiro. ¡Aha! ¡Qué Vadinho éste, tan irreflexivo, tan sin arreglo!

– No te demores…

El volvió a instalarse en su lugar, en la mesa de ruleta, frente al croupier, las manos apretando las fichas. Algo curvado, los cabellos rubios, el atrevido bigote, la sonrisa insolente. Compadrito.

Doña Flor, ahora en el recuerdo, se quedó mirando largo rato a su Vadinho. Después fue repasando cada detalle de aquella noche y cada instante de su vida con él, sin que faltara ninguno, tanto los dolorosos como los alegres.

Desde la ruleta, Vadinho le hizo una señal: era la última puesta; el taxi, de Cígano estaba ya esperando…, sólo unos minutos. «No, querido, ya no volveré más contigo a la fiesta de aquella noche, cuando la gota de hiel se deshizo en miel, y todo fue un darse a mares el uno al otro.» Doña Flor grabó para siempre la imagen de Vadinho ante la mesa de juego, la ficha puesta al 17. Y entonces juntó toda su pesadilla y la enterró en su corazón. Se dio vuelta, y, de bruces en la cama de hierro, durmió al fin con sueño sosegado.

23

Al cumplirse un mes de la muerte de Vadinho, luego de asistir a la misa, doña Flor se encaminó al Mercadito de las Flores, en Cabeca. Salía de su casa por segunda vez desde aquel singular domingo de carnaval en que recibió el golpe de la muerte. La primera fue con motivo de la misa del séptimo día.

Volvió caminando desde la iglesia, entre la curiosidad de la gente. Al pasar frente al bar, Méndez la saludó desde el mostrador, y don Moreira, el portugués del restaurante, llamó a gritos a su mujer, que estaba ocupada en la cocina: «Rápido, María, ven a ver a la viuda.» En la calle, tres o cuatro hombres, entre los cuales se encontraba el elegante argentino Barnabó, la saludaron quitándose el sombrero.

En la carnicería de la esquina, la negra Vitorina se puso de pie detrás de su puesto de abarás y acarajés.. «¡Salve, mi iaia, atótó, atótó.!. En la puerta de la Droguería Científica, el doctor Teodoro Madureira, el farmacéutico, se inclinó en grave reverencia, con el ademán exacto del pesar y la aflicción. El profesor Epaminondas Souza Pinto, presuroso y aéreo como siempre, con los libros y cuadernos junto al sudor del sobaco, le extendió la mano:

– Mi querida señora…, la vida…, lo inevitable…

Los bebedores de la taberna, que tomaban el aperitivo matinal, los clientes del almacén – el hacendado Moysés Alves, que estaba eligiendo especias para sus insignes almuerzos- salían a verla y se inclinaban en silencio. El santero Alfredo, un amigo del tío Thales, establecido cerca de allí con su portal de imágenes, abandonó la madera que estaba tallando y se puso a su disposición:

– Buenos días, Flor. ¿Puedo serle útil?

Acudieron los vendedores con la mercadería. Compró rosas y claveles, palmas y violetas, dalias y nomeolvides.

Un negro alto y flaco, de perfil agudo y rostro enigmático, relativamente joven todavía, a quien estaban escuchando con atención y respeto los mecánicos y choferes de la parada de taxis, al conocer la identidad de doña Flor y el destino de las flores que adquirió, se aproximó a ella y le pidió algunas, «sólo por un momento». Un poco sorprendida, doña Flor se las dio, ofreciéndole el colorido ramillete en el que él mismo eligió, con cuidadoso ritual, tres claveles amarillos y cuatro nomeolvides rojas. ¿Quién sería este hombre y por qué le pedía esas flores?

El negro sacó del bolsillo de la chaqueta un cordón de paja de la costa, trenzada, un mokan, y ató con él los claveles y nomeolvides en un pequeño ramito.

– Desátelo cuando baje a la tumba de Vadinho. Es para que su egun se apacigüe. – Y agregó en nagó, bajando la voz- : ¡Aku abó!

Era el babalaó Didi, guardián de la casa de Ossain, mago de Ifá; sólo mucho tiempo después iba doña Flor a saber su nombre y conocer sus poderes, su fama de adivino, su cargo de Koriacoé Ulukótum en el altar de los eguns, en Amoreira.

Doña Flor estaba vestida de negro, de la cabeza a los pies, de luto cerrado, pues sólo había transcurrido un mes desde la muerte del esposo. Pero ya no cubría su cara el pequeño velo que antes llevaban sus retintos cabellos casi azules y ya no marcaba su rostro una expresión de angustia suicida. Aún seguía triste, pero no desesperada y ausente. Circundada por el aire leve de aquella mañana transparente, de luz tan hermosa y tan a la medida humana que era un privilegio vivirla, doña Flor, alzando la vista del suelo, volvió a mirar y a ver el espectáculo de la calle y el color del día. A su paso los hombres se descubrían o se inclinaban, e iba recogiendo gestos y palabras de consuelo y simpatía, en medio del bullicio de la ciudad, de la gente que pasaba, conversando, riendo, mientras ella caminaba con su ramo de flores destinadas al sepulcro de Vadinho. Caminaba en dirección al cementerio, pero en realidad estaba entrando de nuevo en la vida. Estaba de regreso, aunque todavía convaleciente.

No era la misma doña Flor de antes, desde luego. Había enterrado algunas emociones y ciertos sentimientos, el deseo, el amor, los asuntos de la cama y del corazón, pues era viuda y respetable. Pero vivía, era capaz de sentir la luz del sol y la dulzura de la brisa, reconciliada con la risa y la alegría, resignada.

III. Del tiempo de medio luto,

de la intimidad de la vida en su recato

y en su vigilia de mujer joven

y necesitada; y de cómo llegó a su

segundo matrimonio honesta

y apaciguada, cuando la carga

del difunto ya se le hacía pesada

sobre los hombros

ESCUELA DE COCINA

«SABOR Y ARTE»

GUISO DE TORTUGA

Y OTROS PLATOS DESUSADOS

Hace unos días alguien preguntó (pienso que debe haber sido doña Nair Carvalho, pues a ella le gusta ofrecer lo mejor de lo mejor), qué se podía servir a un huésped refinado, de paladar snob, muy exigente, en fin, un artista que requiere delicadezas, manjares raros, algo fuera de lo corriente. Pues bien, aconsejo que en ese caso se sirva una delicia: guiso de tortuga; para lo cual daré una receta que me enseñó mi maestra de salsas y condimentos, doña Carmen Dias, receta que hasta ahora fue mantenida en secreto. Pueden copiarla del cuaderno. Debo agregar que, si recuerdo bien, la tortuga es una comida de orixá en el candomblé, habiéndome dicho mi comadre Dionisia, hija de Oxóssi, que la tortuga es el plato predilecto de Xangó.

Además de la tortuga, recomienda la caza en general, y, en particular, un guisado de carne de lagartija tierna, perfumada con cilantro y romero. De ser posible, presentar, envuelto en hojas aromáticas, un cerdo montes asado entero, ¡ah, el rey de los grandes platos!, el chancho salvaje, carne con sabor a selva y libertad.

Pero si vuestro huésped quiere alguna caza más despampanante y fina, si busca el non- plus- ultra, la cumbre de lo superior, ¿por qué no le sirven entonces una viuda joven y bonita, cocinada en sus lágrimas de duelo y soledad, en la salsa de su recato y de su luto, en los ayes de su carencia, en el fuego de su deseo prohibido que le da gusto a culpa y a pecado?

¡Ay! Yo conozco a una viuda así, de miel y pimienta, cocinada a fuego lento cada noche y a punto para ser servida.

GUISO DE TORTUGA

(Receta de doña Carmen Dias, tal como ella se la dio a doña Flor,

habiendo ésta permitido a sus alumnos copiarla y probarla.)

«Se toma una tortuga, después de muerta por el procedimiento (bárbaro) de aserrarla por los lados, cuidando de que no se dañe la caparazón. Colgar al bicho por las patas traseras, cortarle la cabeza y dejarlo así durante una hora para que se desangre. Después, poner el animal con el vientre para arriba y cercenarle los pies, cuidando de conservar las piernas (o «botas») y separando de ellas la piel gruesa que las recubre. Entonces se le extrae la carne, los menudos (hígado y corazón) y los huevos (si los hubiera), tirando las tripas, operación que requiere especiales cuidados, debiendo hacerse cada cosa por separado. Lavar todo, carne y vísceras, que, una vez maceradas con los condimentos que se indicarán habrán de ponerse a fuego bajo hasta que tomen un color de oro oscuro y exhalen un aroma particular. Los condimentos: sal, limón, ajo, cebolla, tomate, pimienta y aceite, aceite suave a voluntad.

Este plato debe servirse con patatas del reino cocidas en agua y sal, o con harina de mandioca blanca recubierta de cilantro.»

1

Al cumplirse los seis meses de viuda, doña Flor alivió el luto, hasta entonces cerrado, que la obligó a llevar, tanto en la calle como en la casa, negros vestidos sin escote. Un único matiz en tanta negritud: las medias color humo. Por eso aquella mañana las alumnas (una nueva promoción, numerosa y simpática), al verla con una blusa clara con guirnaldas oscuras, un collar de perlas falsas al cuello y un leve toque de color en los labios, prorrumpieron en aplausos entusiastas a la «traviesa profesora». Todavía tenía que esperar seis meses más para poder usar el verde y el rosa, el amarillo y el azul, el rojo y el habano, así como los nuevos y sensacionales colores de moda: azul rey, azul pervanche, hortensia, verde mar.

La «traviesa profesora», sí. Como en el verso de doña Magá Paternostro, la ricacha. Porque, en verdad, doña Flor había aligerado también el luto interior, se había desprendido de los velos de la muerte, desde que, en la víspera de la misa del primer mes, enterró dentro de sí toda la pesadumbre del difunto. Por respeto a las costumbres y a los vecinos mantuvo el rigor del negro, pero volviendo a ostentar, sin embargo, su risa serena, su atenta cordialidad, su interés por las circunstancias diarias, su condición de esmerada dueña de casa. Todavía cierta sombra melancólica le daba de vez en cuando un aire pensativo que agregaba una nueva calidad a su doméstica hermosura, con un cierto encanto nostálgico; pero al mismo tiempo se la veía llena de curiosidad por la vida que transcurría en torno suyo e imprimiendo vigoroso aliento a la «Escuela de Cocina», cuyo prestigio había descuidado durante el primer mes.

No volvió a aparecer en su boca el nombre del finado; parecía haberlo olvidado por completo, como si después de la crisis y la obsesión pensara, igual que doña Dinorá y sus comparsas, que la muerte del granuja era para ella una carta de emancipación, habiendo llegado por fin a un acuerdo la viuda y las beatas. Al menos eso parecía.

En ocasión de la misa de aniversario, al regreso de la visita a la tumba, en la que había depositado las flores y el mandato del adivino, el mokan de Ossain, abrió las ventanas de la sala de recibo, permitiendo, finalmente, que la luz del sol iluminara la casa y barriera las sombras y los espectros. Tomó la escoba, el plumero, los trapos y los cepillos y se entregó al trabajo. Doña Rozilda se disponía a ayudarla, pero la limpieza fue total: también ella hubo de salir de la casa, de regreso a Nazareth das Farinhas, cuando el hijo y la nuera ya comenzaban a alimentar las clásicas esperanzas de mejores días. Pues se había ido a la casa de la hija viuda, ya que, en fin, ¿quién estaba más necesitada de su compañía permanente, del afecto y la ayuda de la madre, sino la hija, viuda reciente e inconsolable? Doña Flor estaba sólita, indefensa, expuesta a los múltiples peligros de su ingrata situación… Era justo que doña Rozilda, madre experimentada e intrépida, fuese a vivir con la hija desamparada, para ayudarla en las tareas de la casa y en la solución de innumerables problemas. A lo mejor, quién sabe, sucedía un maravilloso milagro y la pareja y la ciudad de Nazareth se verían libres de la madre y de la suegra, tanto más suegra que madre. Con tal fin, Celeste, nuera y esclava, hizo una valiosa promesa a la Virgen de las Angustias. Pero sus ruegos no tuvieron eco: el santo de doña Flor fue más fuerte, defendida como estaba, sin siquiera saberlo, por los axé y pejis de los candomblés, por la fuerza del Rey de Ketu, Oxóssi, orixá de su comadre Dionisia (¡Oké!). Así que fue la viuda quien se vio libre de doña Rozilda, la cual, por lo demás, no se marchó antes sólo por mala educación, por cascarrabias, de pura tirria a los vecinos, pues a éstos les había dado por querer dominarla, por imponerle condiciones de convivencia.

En la capital, por otra parte, vivía sin comodidades, en una casa pequeña, sin cuarto para ella sola, durmiendo sobre un catre en la sala en que doña Flor daba las clases teóricas, sin armario propio para sus pertenencias, mientras que la casa del hijo era tan amplia y con tanta sobra de comodidad. Además en Nazareth – y esto era lo más importante- , ella, doña Rozilda, era alguien. Lo era no sólo por ser la madre de Héctor, funcionario de categoría del ferrocarril (a quien obsesionaba el dibujo: era capaz de copiar el rostro de cualquier ser viviente y reproducía a lápiz los cromos de las publicaciones) y segundo secretario del Club Social Farinhense, que tenía una de las mejores salas de la ciudad para jugar a las damas y al chaquete, en la que había surgido la frustrada vocación del finado don Gil. Pues bien, allí, en Nazareth, ella era importante por sí misma, siendo ornamento y ejemplo de la mejor sociedad, en la que hacía ostentación de sus relaciones metropolitanas: la familia Marinho Falcáo, el doctor Zitelmann Oliva y doña Ligia, el periodista Nacife, doña Magá, el industrial Nilson Costa con sus posesiones en el Matatu, y, antes que nadie, su compadre el doctor Luis Henrique, el «cabecita de oro», orgullo de la tierra.

En cambio en la capital, ni siquiera en el mundo de aquella pequeña burguesía de tan sólo un buen pasar, circunscrito a unas pocas calles entre el Largo 2 de Julho y Santa Teresa – ni siquiera allí- , le prestaban atención y le daban importancia; por el contrario, le habían tomado aversión. Las amigas más íntimas de su hija, doña Norma, doña Gisa, doña Emina, doña Amelia Ruas, doña Jacy, no tuvieron escrúpulos en responsabilizarla con el desalentador estado de la viuda, echándole la culpa a su mal de hígado, a sus recriminaciones e insultos, a su absurda querella con el muerto. O cambiaba de actitud, dejándose de habladurías y maldiciones al muerto, o que se fuera de una vez. Todo un ultimátum.

Y por eso mismo, como reacción a tan indecible mala intención, doña Rozilda prolongó su visita, a pesar de las incomodidades de la casa y la inquina de la vecindad. (Doña Jacy incluso había buscado una criada para doña Flor, Sofía, una mugrienta ahijada suya.) Pero después de la misa de aniversario se apresuró a hacer el viaje, al tener noticias, por su compadre el doctor, de que había sido designada por el reverendo Walfrido Moraes para el alto cargo de tesorera de la Campaña en Beneficio de las Nuevas Obras de la Catedral de Nazareth, en cuyo Consejo Directivo brillaban la esposa del juez (presidenta), del intendente (primera vicepresidenta), del delegado (segunda vice) y otras eminencias sociales del lugar. Hacía mucho que doña Rozilda deseaba pertenecer a la Comisión de Damas, aunque fuera como la última vocal de la lista; y de pronto era designada nada menos que tesorera. Sin duda el Divino Espíritu Santo iluminó al padre Walfrido, antes tan impermeable a sus embestidas.

Muchas vacilaciones y dudas le había costado al sacerdote semejante decisión, pero el influyente coterráneo al que había recurrido para obtener el pago de importantes partidas estatales puso como condición a su ayuda decisiva el nombramiento de doña Rozilda para un cargo codiciable en la piadosa congregación de las beatas. Miserable chantaje, pensó el vicario, inclinándose ante él, sin embargo, pues necesitaba con urgencia la cantidad y sin la intervención del doctor Luis Henrique, ¿cómo apresurar el engranaje burocrático?

En la antevíspera, doña Gisela, con quien a veces el doctor discutía sobre los destinos del mundo y las imperfecciones del ser humano, le comunicó:

– Si doña Rozilda no se marcha, la pobre Flor no va a tener descanso ni para olvidar…, y ella necesita olvidar, está acomplejada; es un curioso caso de morbosidad, querido doctor, que sólo el psicoanálisis puede explicar. Por lo demás, Freud da un ejemplo…

Doña Norma, que había ido con ella, la interrumpió:

– Haría usted una obra de bien, doctor.., eche lejos de aquí a esa peste, mándela a Nazareth, que ya nadie aguanta más…,

«Pobre Héctor, pobre Celeste, pobres criaturas…», se condolió el doctor y padrino. Pero entre doña Flor, viuda y freudiana, y la pareja, que ya había embarcado con doña Rozilda hacía años, no tuvo ninguna vacilación: sacrificó al ahijado y a su gentil esposa, en cuya casa almorzaba, y siempre bien, en sus frecuentes viajes al Recóncavo.

«Cada cual con su cruz», decidió; doña Flor cargó con la suya siete años seguidos: aquel marido, aquel pesado madero. No era justo que ahora, en la senda de la viudez, se le echase encima a doña Rozilda, un calvario completo: cruz, corona de espinas, vinagre y hiel.

Ausente doña Rozilda, las arpías de la vecindad sólo muy de cuando en cuando mencionaban el nombre del maldito, de acuerdo con las exigencias de doña Gisa, y además porque doña Flor retomó el curso normal de la vida después de atravesar las infinitas arenas de la ausencia. No era una vida como la anterior, sino un vivir sosegado, pues ahora no estaba presente el esposo, con sus implicaciones: los sustos, los disgustos, las peleas, la desesperación. Todo eso había acabado, y doña Flor se acostumbró a dormir la noche entera de un tirón. Se acostaba relativamente temprano, después de la charla habitual con doña Norma en la rueda de amigas, sentadas a la puerta de calle, comentando sucesos, programas de radiotelefonía y películas. A veces iba al cine con doña Norma y don Sampaio, con doña Amelia y con Ruas, con doña Emina y el doctor Ives, aficionado entusiasta a las películas del Far West. Los domingos iba a almorzar a Río Vermelho, con los tíos; tío Porto con su eterna manía de los paisajes; tía Lita comenzando a envejecer, pero manteniendo el jardín y los gatos en todo su esplendor. No quiso doña Flor adherirse a la animadísima rueda de brisca y trés- setes en casa de doña Amelia (hasta doña Enaide venía desde Xame- Xame a pasar la tarde carteando); las fanáticas de la brisca, las devotas del trés- setes, hicieron lo posible para conquistarla, pero sin resultado, como si el finado hubiese gastado toda la cuota de juego de la familia, no quedándole nada a ella. Sólo se conocía un enemigo de la timba más grande que ella: el porteño de la cerámica, don Bernabó. Su mujer, doña Nancy, se volvía loca por una manita de brisca, pero el déspota era irreductible: a lo sumo, y como una gran concesión, permitía los pacientes juegos solitarios y nada más. Así transcurría la vida de doña Flor, tranquila, entre las clases de cocina, con sus dos turnos cada vez más concurridos, y las actividades sociales que la prudencia permitía a su estado. No eran pocos compromisos, como puede parecer a primera vista; le ocupaban todo el tiempo, no sobrándole ocio para pensamientos tristes. Sin hablar de los encargos que le hacían – imposibles de rechazar- , preparación de almuerzos para fiestas, cenas elegantes, banquetes y recepciones que la obligaban a estar en la cocina trabajando hasta la madrugada. Y, como era muy exigente en cuanto a la calidad de sus platos, al cansancio se sumaba la preocupación. La ayudaba una muchacha, una adolescente, ya moza de diecisiete años, hija de otra viuda, doña María del Carmen, heredera de tierras y plantaciones de cacao, que vivía en el Areal de Cima desde que finalizaron los pasados carnavales y que se incorporó de inmediato a la tertulia de doña Norma. La morenita Marilda – una esperanza en salsas y condimentos- le había tomado afecto a doña Flor y no se separaba de ella, aprendiendo platos y postres en las horas que le dejaban libres sus estudios. Doña Flor sonreía al verla andar por la casa, cantarina, la cabellera alborotada, con su rostro de adolescente tropical que se desmayaba en quiebros y mimos; de tan bonita, una pintura. Si el bandido viviese, todos los cuidados serían pocos, pues él no tenía prejuicios con respecto a la edad. Como queda visto y demostrado, no le faltaban quehaceres en su vida de viuda, y era tan corto el tiempo de que disponía que a veces no alcanzaba a cumplir con los compromisos. Tanto trabajo, un mundo de cosas, todo el día atareada: a veces, por la noche, al vestirse y echarse en la cama a dormir, estaba realmente cansada, sentía que necesitaba un sueño reparador. Se dormía de inmediato, apenas ponía la cabeza sobre la almohada. Si estaba tan llena su vida, ¿cómo explicar su constante sensación de vacío, como si todo aquello, toda esa actividad que la tomaba, la dominaba y la ponía en movimiento fuese inútil y vana? Si dentro de su modestia y parquedad tenía lo suficiente para vivir con decoro e incluso para esconder, siguiendo su hábito antiguo, algunos ahorros, si su vida era tranquila e incluso alegre, ¿por qué, entonces, esa sensación de vacío, de inanidad?

2

En las calles de los alrededores sobraban las chismosas, viejas y jóvenes, pues para ejercer tal oficio no se exige una edad determinada. Doña Dinorá era la primera de esas correveidiles; obtuvo tales éxitos en su actividad que se le atribuyó fama de vidente. En esta crónica ya hemos visto en acción a doña Dinorá, a través de quejas, denuncias y enredos, pero, no obstante, no se habló de ella misma con la debida extensión, permaneciendo hasta ahora casi en el anonimato, como si fuese tan sólo una intrigante común en la especie de las beatas. Quizá porque la insólita presencia de doña Rozilda – al fin, y felizmente, exiliada en el Recóncavo- , no le daba una oportunidad a las rivales. Pero siempre se está a tiempo para corregir un error y reparar una injusticia. Para muchos, doña Dinorá pasaba por ser la viuda del comendador Pedro Ortega, rico comerciante español, desencarnado hacía unos diez años. En realidad, no se había casado nunca; tampoco conservó la doncellez durante mucho tiempo; apenas llegada a la pubertad se fue de su casa para dar comienzo a su movida y, en cierto modo, brillante existencia…, toda una crónica picante. Sin embargo – ¡alabado sea Dios!- , nadie más moralista y celoso de las buenas costumbres que ella a partir de su feliz encuentro con el gallego, cuando, habiendo pasado los cuarenta y cinco, doña Dinorá miraba el futuro con aprensión: con un miedo pánico a la pobreza, con una necesidad imprescindible de bienestar. Sin haber sido jamás realmente bonita, poseía cierta gracia obscena, responsable de su éxito con los hombres, que se fue apagando con los años y las arrugas. Tuvo entonces la increíble suerte de dar con el comendador, «un billete premiado con el gordo», según dijera en aquella oportunidad doña Dinorá, confidencialmente, a las amigas. El español le brindó respetabilidad y seguridad, sin hablar de la casita en las vecindades del Largo 2 de Julho en que la instaló.

Quizá a causa del miedo que había sentido a verse vieja y pobre, con la amenaza de tener que dedicarse abiertamente a la prostitución, doña Dinorá, al amparo del comerciante, se convirtió rápidamente en todo lo opuesto a lo que fuera hasta entonces: en una respetable matrona, guardiana de la moral. Tendencia que se acentuó cada vez más después de la muerte de Pedro Ortega. Cuando él se fue, entre oraciones y coronas fúnebres, la antigua aventurera pasaba de los cincuenta años – cincuenta y tres para ser más exactos- , y, en los ocho de amancebamiento, se aficionó a la virtud y a la vida hogareña.

El marido, probo baluarte de las clases conservadoras, agradecido a la amante por la fidelidad y por la revelación de un mundo de ignorados placeres (¡qué idiota había sido al perder los mejores años de su vida en el mostrador de la pastelería y en el cuerpo insustancial de la santa y acre esposa!), le dejó en testamento – además de la casa propia, nido de los pecaminosos amores- algunas acciones y obligaciones del Estado y una módica renta; lo bastante, sin embargo, para asegurarle una vejez sin sobresaltos, dedicada por entero al servicio de la difamación y la intriga. Y hete aquí a doña Dinorá, con más de sesenta años: de voz estridente, enervante carcajada, constante agitación. En apariencia, la más solidaria y comprensiva viejecita; en realidad, «un frasco de veneno, una cascabel adornada con plumas de pájaros», según la casi poética frase de Mirandáo, víctima eterna de esta clase de comadres. Esa fue la definición que de ella le dio el periodista Giovanni Guimaráes cierta vez que vieron pasar a la sesentona, muy viuda ella y columna de la moral, en ocasión de almorzar en casa de doña Flor durante la visita de Silvio Caldas. Y la completó, con tono de filósofo moralista:

– Cuanto más puta de joven, más seria de vieja. Una mezcla de virgen y yiranta…

– ¿Ese desecho? ¿Quién es?

– No es de nuestro tiempo, pero fue muy conocida. El que habla mucho de ella es Anacreon, que bebió en ese pellejo. Tú ya oíste hablar de ella, seguro. Se la conocía por Dinorá Sublime Culo.

– ¿Eso? ¿Ése es el tan recordado Sublime Culo? ¡Dios mío! Prueba de la vanidad de las cosas de este mundo, reflexionaron ambos humildemente, ante tal exhibición de virtudes y tan triste físico de acarreo: retacona, de tronco fuerte, piernas cortas, vientre bajo, cabezota desastrada. Vestía de luto, como una viuda de verdad, al cuello el medallón con la fotografía del comendador, como si hubiera sido realmente su esposa y él el único hombre de su casta vida. Y ahora los tipos como Anacreon – vergüenza del género humano- eran como si no existieran para ella: simplemente los ignoraba.

Era ladina, nunca iba directamente al grano, no acusaba de frente; por el contrario, ponía en la picota a los demás con la máxima suavidad, fingiendo comprenderlo y disculparlo todo, elogiando a unos, compadeciendo a otros. De ahí su fama de bondadosa y simpática y las alabanzas cosechadas en su camino de maledicencias: «¡Qué buena persona es ésa…!» Cuando por azar era sorprendida en flagrante intriga, se hacía la víctima. Ella quiso hacer un favor y en recompensa recibía la más negra ingratitud.

Zé Sampaio, un hombre timorato, que se iba a la cama temprano, con sus achaques imaginarios y los diarios del día y viejas revistas (adoraba leer revistas y almanaques antiguos), al oír el vocerío de doña Dinorá se llevó con pánico las manos a los oídos, diciéndole a doña Norma con la voz vencida, pero no resignada, de quien renuncia a discutir:

– Esa mujer es una hija de puta, la mayor hija de puta que haya por aquí…

– Eso es tenerle demasiada antipatía… Pero si es una buenaza…

Esto demuestra la habilidad de doña Dinorá: había conseguido que se olvidara aquella intriga acerca del hijo de Dionisia, cuando su prestigio bajó a cero, volviendo a obtener el favor de doña Norma. Pero no el de don Sampaio.

– Una buena hija de puta… Por favor, a ver si consigues que no meta la nariz aquí, en el dormitorio. Dile que estoy durmiendo, que estoy descansando… Dile que me he muerto…

'Mas ¿quién era doña Norma para impedirle a doña Dinorá que metiese la nariz donde se le antojara? Entraba sin más, como una íntima de la casa, de todas las casas de gente respetable y de dinero… Con los pobres era bondadosa, con una bondad altiva y distante, muy de protectora con los desamparados, pero manteniéndolos en el lugar (inferior) que les correspondía, sin darles alas. Ya se metía por el pasillo, ya entraba en el cuarto:

– ¿Me permite, don Sampaio? – Don Sampaio odiaba aquella oxigenada cabezota, «cabeza de elefante, la más grande de Bahía», su dentadura de caballo, su voz, su modosidad- . ¿Siempre enfermito, don Sampaio? Yo siempre digo: don Sampaio, con todo ese corpachón, es muy delicado de salud. Por cualquier cosita ya está temblando en la cama, rodeado de remedios. Y siempre pienso: «si don Sampaio no se cuidara tanto, un día de éstos estiraba la pata…».

Impresionable como era, a don Sampaio le entraban ganas de echarla a patadas:

– Tengo una salud de hierro, doña Dinorá…

– ¿Y entonces por qué se queda en cama, don Sampaio, por qué no viene a ilustrar a la gente con su conversación? Un nombre de tantas letras…, todo el mundo dice que usted no se licenció porque… Bueno, usted sabe…, la gente dice tantas tonterías… Si uno fuera a hacerles caso… Yo no presto atención…, lo que andan diciendo por ahí me entra por un oído y me sale por otro…

Don Sampaio sabía adonde quería llegar ella: a su disoluta juventud de hijo de papá, disipador y malandra. El padre, disgustado, le había cortado la mesada, retirándole de los estudios y poniéndolo a trabajar en la tienda, de empleado.

– Déjelos hablar, doña Dinorá, no les haga caso…

 

– ¿Usted cree que no nos debe importar lo que dicen de nosotros los demás? ¿Realmente? – Y abría sus ojos enormes de buey, muy atenta, como si don Sampaio fuese el oráculo de los nuevos tiempos.

– Yo, por lo menos… – y, harto ya, de repente- : ¿Quiere saber una cosa, doña Dinorá? Lo que yo quiero es paz, tranquilidad… Y para tener un poco de paz, vivo dándoles la razón a los que no la tienen. Y ni así consigo… No venga a molestarme aquí… Con su permiso…

Y tomando el diario o la revista le dio la espalda a la visita.

«Sampaio es más bruto que un caballo – reflexionaba, avergonzada, doña Norma- ; ¡y con doña Dinorá, tan bonachona…!»

Por lo demás era inútil la acritud, pues doña Dinorá no se consideraba expulsada, y persistió, socarrona:

– ¿No supo lo que le pasó a don Vivaldo?

¡Ah, qué mujer más diabólica, la desgraciada! ¿No estaba consiguiendo despertar su interés? Y don Sampaio dejaba el diario, derrotado:

– ¿A Vivaldo? No sé nada. ¿Qué pasó?

– Ahora le digo… Don Vivaldo, un hombre recto, buen mozote, ¡hum…!, parece un gringo, todo colorado…

Según ella, don Vivaldo, el de la funeraria, sin el menor respeto por las lápidas y los ataúdes, los sábados por la tarde reunía, tras las cortinas rojas con adornos color plata, un grupo de herejes para jugar al maldito póker, con elevadas apuestas y gran dispendio de coñac y de ginebra.

– ¿No le parece que es una falta de respeto? Podían encontrar otro lugar, los viciosos… – una ligera pausa- . ¿Usted no piensa, don Sampaio, que el juego es el peor de los vicios?

Zé Sampaio no pensaba nada y nada quería pensar… no quería más que algún sosiego. Pero doña Dinorá ya había disparado el chorro: resulta que don Vivaldo, sin duda honesto contribuyente, excelente esposo e inmejorable padre de familia, estaba poniendo todo eso en peligro, pues el que es jugador, si no es un día es otro, pierde el control y apuesta hasta la mujer y los hijos. Y cuando no los apuesta, los deja a la buena de Dios, en el abandono, con cruel indiferencia. ¿Qué mejor ejemplo que el de doña Flor? Mientras vivió el marido, un esclavo de la timba, pasó las de Caín, maltratada, abandonada, sufriendo horrores… Hoy, en cambio, qué diferencia: al fin liberada, puede gozar de la vida sin sobresaltos, sin angustias,

Y hablando de doña Flor, don Sampaio, y usted, Normita querida, ¿qué opinan? Tan joven y hermosa, ¿no es una injusticia que continúe viuda, y de un difunto tan poco recomendable? ¿No les parece? ¿Por qué doña Norma, su amiga del alma, no la aconsejaba? Mientras tanto, ella, doña Diñará, iba a estudiar el caso en la conjunción de los astros, a través de la bola de cristal y también con los naipes de su baraja de echadora de cartas aficionada.

Aficionada en el sentido de que no cobraba dinero, leyendo el futuro gratis, por amistad, o por hacer un favor, porque en lo demás muy pocas profesionales poseían sus dotes de adivina. Por lo menos para descubrir vilezas de cualquier especie tenía una intuición, un sexto sentido, un olfato único. Un don adivinatorio que alcanzaba el refinamiento de la profecía.

¿No era ella quien pronosticara, con más de un año de anticipación, el tremendo escándalo de la familia Leite, gente de mucho dinero y de más orgullo, retirada tras los muros de una noble mansión sobre el mar, en la Ladeira da Preguica? ¿Lo leyó en los grasientos naipes, lo vio en la bola de falso cristal o simplemente lo había presentido su sádico instinto?

En cuanto la angelical Astrud, con su cándido aire de interna del Sacré- Coeur, llegó de Río para vivir con la hermana, ella previo el drama, sin ninguna razón aparente:

– Eso va a acabar mal…

Lo profetizó nada más ver a la moza pasar en automóvil con su cuñado, el doctor Francolino Leite – el «sátiro Franco», para el restringido círculo de los íntimos- , abogado de las grandes firmas nacionales y extranjeras, bebedor de whisky, hacendado del sertáo y miembro del Consejo de Administración de prósperas empresas, señor muy hidalgo y arrogante. Al volante de su gran coche sport norteamericano, con pipa y bufanda, el causídico no notaba los movimientos de la gente simple del Sodré, del Areal, de la calle de la Forca, del Cabeca, del Largo Dois de Julho. Pero doña Dinorá sí se fijaba en el abogado, no lo perdía de vista: estaba al tanto de los menores detalles de la vida en la mansión señorial, era íntima de las cocineras, las mucamas, las niñeras, el jardinero y el chófer, y así seguía los pasos del cuñado y de la cuñada con mirada cargada de presentimientos:

– Eso va a acabar mal, vaya si va… Pólvora junto al fuego… No la conmovía el aspecto inocente de la colegiala:

– Moza que mira bajito es una descarada en espera de ocasión…

Parecía tan injusta y absurda que hasta fue mal tratada, con ásperas palabras y gestos de repulsa, por un muchacho vecino, Carlos Bastos, poco amigo de dimes y diretes y acaso un tanto hechizado por la dulce Astrud:

– No manche la pureza de la joven con la baba de la calumnia…

Cuando estalló el escándalo, casi dos años después (Astrud, con su aire ingenuo y la barriga preñada de cinco meses, fue expulsada del techo familiar por la furiosa hermana, después que el sátiro Franco se había dado el gusto), fue un plato suculento para toda la ciudad. Y doña Dinorá se vengó del romántico Carlos Bastos (quizá enamorado todavía):

– ¿Vio, bobalicón? A mí nadie me engaña… La baba de la calumnia no le hace un hijo a un moza, lo que le hace el hijo es la desvergüenza…

Tenía ojos para ver y para prever, y un olfato de perdiguero; nadie escapaba de la vigilancia de sus sentidos. Además, los mismos vecinos se encargaban de contarle los detalles más íntimos de su vida sin darse cuenta, cuando pedían a la adivina que les echase las cartas, o consultase la cristalina bola de las evidencias. Para ella, pasado, presente y futuro eran cartas a la vista, de fácil lectura.

Poseyese o no reales y profundos conocimientos de magia, fuese o no una falsa diletante sin mayor intimidad con los astros o verdadera maestra en las ciencias ocultas de Oriente, debe reconocerse, en honor a la verdad, que fue la primera en anunciar el nuevo casamiento de doña Flor, cuando la viuda apenas había aliviado el luto y reiniciado su vida normal, sin sobresaltos ni problemas, una vida recatada, lejos de cualquier idea o pensamiento relacionado con el matrimonio.

Anunció las bodas y dio señas del novio mucho antes de que se hablara de noviazgo; antes, ciertamente, de que se percibiera cualquier síntoma o interés. Y, en caso de existir de parte del individuo un remota inclinación por doña Flor, nunca lo había sospechado nadie y quizá ni él mismo se lo confesara. Pues bien, créase o no, doña Dinorá lo describió meticulosamente: un señor moreno, de mediana edad, alto, robusto, distinguido, un soberbio cuarentón de modales serios y afables, que llevaba en su mano derecha, por el tallo, un capullo de rosa color vino. Así lo atisbo ella en la bola de cristal. Las damas y los reyes, las sotas, los ases de espada, los bastos y copas le habían confirmado los rasgos fisonómicos y la honesta disposición al casamiento, agregando el as de oros la posesión de dinero, la estabilidad económica y el título de doctor.

3

Bien que moreno, el «Príncipe» no era de mediana edad y mucho menos un señor robusto y alto, un soberbio cuarentón. A su modo, era un distinguido y guapo mozo, pero de un modo muy extravagante. En consecuencia, es difícil enmarcarlo, aun con la mejor buena voluntad, como coincidiendo con el retrato del futuro novio que doña Dinorá viera en la bola de cristal y que ella revelara a las masas populares del Largo Dois de Julho, provocando un clima de excitación, casi de subversión, en el combativo sindicato de las correveidiles.

Delicado, pálido, con la palidez de los poetas románticos y de los gigolós, de cabellos negros y lisos, con brillantina y perfume a todo pasto, una sonrisa entre melancólica y persuasiva, sugiriendo un mundo de sueños, elegante en el cuerpo y en el vestir, de grandes ojos suplicantes, las palabras justas para describir al «Príncipe» tendrían que ser ampulosas: «marmóreo», «lívido», «meditabundo», «pulcro», «la frente de alabastro y los ojos de ónix». Pasaba de los treinta años pero aparentaba poco más de veinte, y la tristeza que ponía sombras en su rostro formaba parte de sus instrumentos de trabajo, así como la palabra fácil y la mirada subrepticia, siendo un profesional competente y de éxito en su curiosa y rara especialización. Apresurémonos a informar que se especializaba en viudas, habiendo seguido todos los cursos y poseyendo una larga práctica.

Generalmente conocido por el apodo de «Príncipe» en el ambiente de los estafadores y en los medios policiales (¿y dónde están los límites, si existen, que separan esos dos mundos, opuestos en apariencia, idénticos en realidad?), se ganó el mote por sus buenos modales, su llaneza de trato, su prosapia, su altivez. En la afectuosa intimidad de los burdeles, en los círculos restringidos de las damas de la vida, lo denominaban, sin embargo, con el místico apodo de «Señor del Calvario», alusión a su rostro macerado y a su flacura. En realidad se llamaba Eduardo y era uno de los más eficaces y simpáticos malandrines de la ciudad. Un eximio realizador del cuento del tío. No citaremos aquí su apellido por no ser necesario para la buena marcha de la historia de doña Flor y de sus dos maridos, para su enredo y desenredo.

El «Príncipe» ocultaba su apellido. La policía tampoco lo divulgó cuando tuvo un trato más cercano con el extraño mozo, y los diarios, al promoverlo en sus columnas dando noticias de su paso (en general rápido) por la gayola, tampoco imprimían su patronímico, sustituyéndolo por la vaga expresión «De Tal»:

«Fue detenido ayer, en la Praca da Sé, el delincuente Eduardo De Tal, conocido en el bajo mundo del crimen por el alias de «Príncipe», bajo la acusación de haber abusado de la buena fe de la viuda Julieta Filliol, con residencia en el Barballo, engañándola mediante el noviazgo y las promesas de casamiento para así frecuentar su casa y hacer desaparecer de ella las joyas y dos contos de réis de la crédula enamorada.»

Todos eran discretos en homenaje a la familia del gatuno, un hogar tradicional y renombrado de la Feira de Sant' Ana. Si de tal modo obraban las autoridades, la prensa oral y escrita y el mismo papa- resto- de- defunto, ¿por qué han de ser estas discretas letras excepción sensacionalista? ¿Por qué atraer con la denuncia tanto el público desprecio como la perrada del chismerío y del escándalo sobre la honra y el nombre del egregio clan que merece de los demás tanto respeto? Imagínese lo horrible que sería si doña Dinorá y su ejército de beatas se enterasen de quién formaba la parentela del cuentero; ni los biznietos conseguirían en ese caso limpiar el nombre de los abuelos, para siempre «envuelto en lodo, hundido en el pantano de la infamia» (como diría enfáticamente el profesor Epaminondas Souza Pinto).

Pero las beatas fueron cautivadas por los modales del «Príncipe» y por su languidez. La misma doña Dinorá ¿no intentó en cierto momento modificar los rasgos dibujados en su profecía para hacerlos coincidir con las características físicas del embaucador? Las otras quedaron sumidas en la tristeza cuando Miran- dáo, habiendo aparecido con la esposa y dos o tres hijos para visitar a su comadre doña Flor, suministró la ficha completa del individuo: «Ese de gente sólo tiene el aspecto…»

Toda la historia del «Príncipe» y su patrullaje por el barrio, con su elegante truhanería, fue confusa y embrollada desde el principio al fin. Por lo demás, ésa era su atmósfera habitual, la atmósfera que prefería para moverse y actuar.

Las amigas y las chismosas aún comentaban con risas y excitación la descripción que del futuro novio había hecho en trance doña Dinorá, siendo transmitida luego de boca en boca entre el indócil comadraje, cuando el «Príncipe» apareció por la calle dando pasos y suspiros de enamorado.

Se reían entre bromas doña Norma, doña Gisa, doña Amelia Ruas y doña Emina; y las beatas murmuraban, buscando infatigablemente al galán descrito por la adivina. Debe hacerse constar que no fueron sólo las comadres quienes se entregaron a la infructuosa búsqueda. La misma doña Gisa lanzó su mirada psicológica sobre la humanidad masculina de los alrededores para descubrir al «soberbio cuarentón»; en cuanto a doña Norma, no será necesario decir que después de un velorio seguido de un entierro de primera, nada apreciaba tanto como un folletín de noviazgo y casamiento. Era incontable el número de muchachas y muchachos cuyo matrimonio había empollado ella, llevándolos al juez y al cura, venciendo dificultades, superando escollos, malos entendidos, recias oposiciones familiares. En realidad, sólo fracasó con Valdeloir Rego, un indeciso sin igual, y con una gentil vecina, María, apagada por demás. Pero ni así perdió la esperanza de colocar a María, acaso, ¿quién sabe?, con el mismo Valdeloir.

Beatas y amigas buscaban con afán al culto pretendiente que coincidiese con la amplia descripción de virtudes físicas y morales dada por doña Dinorá, que no era una vidente avara, de ésas que hacen profecías parciales. Cuando describía al futuro novio no escatimaba pormenores, y con tanto placer como abundancia de detalles trazaba un vasto panorama de cualidades y rasgos fisonómicos. Tal vez por eso mismo, por ser tan completo y fiel el retrato del caballero, era difícil descubrirlo. ¿A quién atribuir tan numeroso conjunto de particularidades?

Examinaban las beatas a cada ciudadano, por la vecindad y más allá, sin encontrar quien coincidiera con todos los términos de la incógnita. Unos eran universitarios y poseían algún dinero, pero no tenían la edad exacta que se requería, y otros, en cambio, la tenían, pero carecían del color moreno y el anillo de graduado, además de otros detalles secundarios. Aun así, aparecieron numerosos candidatos, pues cada comadre presentaba el suyo, cuando no más de uno para mayor seguridad.

Doña Flor se burlaba de tanta locura, sonriendo apaciblemente: sólo en la cabeza de doña Dinorá, que no tenía en qué pasar el tiempo, sólo en su cabeza, verdaderamente, podían surgir esas ideas tontas del noviazgo y del casamiento. No en la de doña Flor, aunque sólo fuese por no haber transcurrido siquiera un año del fallecimiento del marido, plazo mínimo para que una viuda lamente y honre la ausencia.

Por lo demás, si alguna decisión firme resolvió tomar, al cumplirse los ocho meses de luto, era la de no casarse de nuevo. ¿Para qué, si tenía lo necesario, si con las clases de cocina ganaba para comer y para vestirse; si las amigas, tantas y tan buenas, le daban el consuelo de su fino trato y de su grata compañía; si no sentía la necesidad del calor de un hombre – esas eran cosas ya muertas para siempre- , por qué casarse?

Con la sonrisa un tanto melancólica y con firmeza de tan irrevocable propósito, enfrentaba las cordiales provocaciones, las embestidas de doña Norma y de doña Gisa, que le presentaban – ellas también- , en la bandeja de la amistad, las cabezas de los posibles candidatos.

El de doña Gisa era el culto profesor Epaminondas Souza Pinto, solterón empedernido, maestro de chiquillos en institutos particulares e historiador en las horas libres. Siempre apurado y sudoroso, incómodo en su temo blanco, con chaleco y polainas, un tanto aéreo, ido, debía andar por los sesenta años. Doña Flor lo conocía y lo estimaba, pero si tuviese que romper su firme determinación de permanecer viuda no sería ciertamente para dar su mano como esposa al profesor, demasiado castizo y retórico para su gusto sencillo (sin hablar, por discreción y elegancia, de lo destartalado que estaba el gramático). Doña Flor se reía y bromeaba: aunque viuda y pobre, todavía no estaba tan deteriorada.

Se reían las amigas: doña Norma, indecisa entre tantos como conocía; doña Amelia, alrededor de otros tantos; doña Emina luchaba por Mamede, un compatriota sirio, anticuario y colega en viudez, vecino de presencia poco continua, pues se demoraba en el interior del Estado comprando santos carcomidos, sillas cojas, cristales rotos y hasta orinales viejos. ¿Mamede? Era feo como una desgracia; todavía peor que el profesor Epaminondas, según doña Flor.

Hasta doña Enaide vino desde Xame- Xame con un pretendiente en el bolsillo, un cuñado suyo, notario en un lugar perdido del río Sao Francisco, moreno, de cuarenta y cinco años, calvo y un tanto narigudo, pero alegre y divertido, que había juntado un dineral…, todo un partidazo, llamado Aluisio. De todos ellos, era el más parecido al descrito por doña Dinorá, por lo menos si se creía en la palabra de doña Enaide. Incluso casi poseía el título de doctor, ya que fue picapleitos con clientela antes de meterse en política.

Un único defecto: sólo era soltero por la Iglesia; por lo civil era casado. Se llevaba mal con la esposa y se separó de ella hacía más de diez años. Cuando mozo era masón y anticlerical, y desdeñó el casamiento por la Iglesia, pero ahora estaba dispuesto a aceptarlo si la novia no se opusiera. ¿Por qué no se iba a dar por satisfecha doña Flor con que los casara un cura, que por lo demás para mucha gente era el único casamiento válido, pues contaba con la bendición de Dios, mientras que el acto civil no pasaba de ser un simple contrato firmado ante el juez, casi un negocio? Doña Enaide hasta llegó a escribir una carta al pariente, llena de loas a la belleza y a la bondad de doña Flor. «¡Qué mujer loca!»; si no me quiero casar, menos voy a querer arrimarme, con o sin la bendición de Dios.» Y todavía encima teniendo que ir a vivir donde el diablo perdió el poncho, en las márgenes del río Sao Francisco y de la selva. Doña Flor fingía indignación: en suma, doña Enaide, que se decía su amiga, venía del Xame- Xame a proponerle algo vergonzoso y degradante. Todo eso no era más que una broma, algo para reír y nada más.

Cada candidato poseía algunas de las características que lo asemejaban al modelo de doña Dinorá. El «Príncipe», sin embargo, era el que menos parecido tenía: ni el dinero, ni el título de doctor, ni la edad, ni la robustez y la altura. Cuando se hizo presente en la calle, midiendo con inquietos pasos la acera de la casa del argentino, frente a las ventanas de la Escuela de Cocina: Sabor y Arte, doña Flor pensó que la poética aparición era un festejante de alguna de sus jóvenes alumnas o una aventura de alguna casada sin vergüenza.

Era frecuente que alguna de las muchachas llegara a la escuela en compañía del cortejante y el enamorado volvía a aparecer en la esquina antes de que terminara la clase, esperando a la pizpireta. Otras, casadas, utilizaban la escuela como una pantalla para su descaro, y tras ella atornillaban un par de cuernos en la cabeza de los maridos, utilizando el conveniente horario de la clase para divertirse con menos riesgos. Asistían a una de las clases y saltaban la siguiente, o si no, asistían apenas al comienzo de las lecciones, tomando notas del dictado de doña Flor sobre los ingredientes de los manjares, para de ese modo probar en la casa su asistencia y aplicación. En realidad, estaban media hora en la escuela y una hora y media en el hotel.

Por lo tanto, cuando lo vio parado junto al farol, melancólico, fumando sin cesar, en actitud de espera, doña Flor imaginó que se trataba del pololo de cualquiera de las muchachas, de una de las más jóvenes probablemente, pues su propia cara era de mozalbete.

Al ir pasando los días sin haberlo sorprendido en compañía de ninguna alumna y verlo siempre allí, en las horas más diversas e incluso por la noche, mirando hacia sus ventanas, ante esos absurdos horarios, sacó la conclusión de que no había nada que relacionase la insistencia del bobo con las estudiantes del horno y del fogón. Si sus pasos no estaban dictados por alguna alumna de la escuela, entonces ¿cuál era el objetivo de sus miradas y suspiros?

Marilda, con seguridad; no podía ser otra la causa de su presencia.

Como la muchacha pasaba más tiempo en casa de la profesora que en la suya propia, el fulano habría imaginado que era una hermana o una sobrina de doña Flor: las dos tenían el mismo pelo suave, de un negro incomparable, y un color rosa té, un tono de piel mate, delicado, resultado de la mezcla de sangre indígena con negra y blanca, que había creado ese primor de mestizaje.

¿Le daba Marilda cuerda al suspirante, o lo despreciaba? Estaba ya en la maravillosa edad del enamoramiento; dentro de dos años terminaría sus estudios y estaría apta para el noviazgo y el casamiento. Por su parte, ya había advertido el interés del individuo, pero lo atribuía a otra cualquiera; a la desconfiada María, a las bonitas hijas del doctor Ives, acaso a la maestrita Balbina, ¿quién sabe? Pero ninguna de ellas vivía frente al farol, desde el cual no podían verse sus ventanas y sí, en cambio, las de la sala de recibo de doña Flor, en donde únicamente se quedaba Marilda, oyendo la radio o leyendo novelitas de la colección «Para niñas y jóvenes». ¿Sería ella la causa de la vigilia y de la melancólica pinta del lánguido empecinado?

Las dos espiaron los movimientos del tipo por una rendija de la ventana: «Es buen mozo», suspiró Marilda, cuyo inconstante corazón estaba ya dispuesto a sacrificar su enamoramiento con Mecenas, un compañero de estudios, un gallito de su misma edad. Doña Flor estaba de acuerdo: «Una preciosura de muchacho»; muy joven todavía, no tendría más de veintitrés o veinticuatro años, lo adecuado para la futura maestra. Era necesario informarse, saber si ejercía alguna profesión liberal y rendidora, o si tenía un buen empleo en algún banco u oficina. Quizá fuese rico, como lo hacía parecer el hecho de no tener horario para aparecer en la calle, apoyándose contra el farol, frente a la casa de doña Flor.

Fue inútil que Marilda derrochara sonrisas. No fue correspondida. Salía por la puerta en dirección al Largo o bien iba a sentarse, pensativa, en la balaustrada del patio de la iglesia de Santa Teresa; jamás hubo ni habrá un sitio tan ideal para las declaraciones y juramentos de amor, un sitio tan idílico: arriba, el cielo, cercano y azul, y abajo el mar verde oscuro y las paredes seculares del templo, y, además, con toda seguridad, la comprensiva bendición de don Clemente a cualquier furtivo beso herético.

Pero el «Príncipe» no fue tras ella, ni al tumulto del Largo ni a la paz y el silencio del mirador sobre las aguas. No abandonaba el farol, como si estuviera atado a él, fijos los ojos en las persianas de la Escuela. Entonces, si tampoco era Marilda el objeto de sus suspiros, ¿a quién atribuirlos sino a la propia doña Flor? Eso concluyeron las comadres y amigas, e incluso Marilda, a pesar de su poca edad y experiencia:

– Creo que es a usted a quien le ha echado el ojo, Flor.

– ¿A mí? ¿Estás loca?..

Días después, yendo de compras con doña Norma a las tiendas de la calle Chile, él las siguió, tomando el mismo tranvía, fumando un cigarrillo tras otro y siempre sonriendo tiernamente, como pidiendo cariño. Doña Norma casi se enfada al darse cuenta, sospechando que doña Flor tenía secretos para ella.

– Muy bonito…, tienes un pretendiente y no me dices nada…

– Ni sé quién es…, vive plantado enfrente de casa desde hace unos días, nunca vi antes a nadie más pesado. Pensé que se trataba de alguna alumna, pero no. Me dije, y así lo parecía, que iba con Marilda la cosa, pero tampoco. La pobre incluso se quedó triste. No sé qué decir…

Sumamente excitada, doña Norma examinó al petimetre con largas y ostensibles miradas que ella creía discretísimas miradas casuales:

– Es guapo el tonto…, sólo que parece un poco demasiado joven… – Y después de observarlo nuevamente rectificó- : No es tan joven como parece y a decir verdad es demasiado lindo para mi gusto…

– Lindo o feo, no me interesa…

Bajaron del tranvía y el tipo las siguió. En un segundo, doña Norma improvisó un complicado itinerario para comprobar si el relamido venía o no siguiéndoles el rastro. No tardó en ser algo patente y claro. No intentó aproximarse ni dirigirles la palabra, manteniéndose a prudente distancia con su sonrisa insinuante y sus ojos suplicantes, no perdiéndolas de vista un solo momento. Si entraban en una tienda, él las esperaba a la puerta; si doblaban una esquina, él las seguía; si se detenían ante una vidriera, él las observaba situándose frente a la vidriera más cercana. ¿Cómo seguir dudando?

Las comadres venían, sólitas o en grupo, para verlo desde allí, instalado al pie del farol. Como era lindo y parecía desdichado – parecía suplicar ternura, pedir la limosna de una mirada, de una sonrisa, de una esperanza- , todas se ponían de su lado, a su favor, intentando incluso adaptarlo a la visión que del novio había revelado la bola de cristal. ¿Acaso no era él moreno y distinguido, tal vez doctor y adinerado? En cuanto a la edad y otros atributos físicos, quizá la diferencia se debiera a la miopía de doña Dinorá, encontrando madurez en donde debiera ver juventud, un tronco fuerte en donde había un talle delgado, una salud de hierro en lugar de la pálida languidez. Lo mejor, en opinión de todas las comadres, era que la vidente consultase de nuevo el cristal y los naipes, poniendo fin a todas aquellas oscuras contradicciones. Así lo hizo doña Dinorá, ante la expectación del barrio en ascuas, mientras una onda de creciente simpatía y solidaridad rodeaba a Eduardo, el «Príncipe de las Viudas», anclado en la columna de la luz eléctrica, la mirada fija en la casa de doña Flor, su próxima escala, puerto de aguada y abastecimiento. Sucedió, sin embargo, que la bola de cristal y la lectura de los naipes volvió a repetir el perfil enérgico del soberbio cuarentón, con su anillo de graduado y su rosa color vino. Debido a que la visión se presentaba envuelta en niebla, como sucede siempre en el misterio de las revelaciones, doña Dinorá no podía precisar la calidad de la piedra del doctor, para aclarar así de una vez su profesión. Pero podía, con absoluta seguridad y con cierta lástima por el pálido y suspirante joven de la esquina, garantizar que el verdadero pretendiente, el futuro novio que aún no había aparecido, no tenía nada en común con él. Por más que se esforzó, inclinada sobre el límpido cristal o sobre los vistosos naipes, concentrándose en los efluvios hindúes del Ganges, en las secretas leyendas de los templos del Tíbet, nada obtuvo: las fuerzas ocultas de la magia oriental persistían en la firme decisión de negarle paso al Príncipe Eduardo

(De Tal). Lo mismo sucedía en los ebós de los candomblés, con sacrificios de conquerís, palomos, gallos, y un chivo negro, despachos encomendados por Dionisia de Oxóssi para defender a su comadre doña Flor de los maleficios y de los malvados; Exu cerraba los caminos, ponía obstáculos en sus encrucijadas al galante seductor, especialista sin rival en dar consuelo a las viudas robándoles sus solitarios corazones, y, de paso, sus pertenencias y ahorros, cobres y platas, anillos y joyas.

4

Los ocho meses de viudez siguientes al primero, tan lleno de aflicción, doña Flor los pasó en un remolino de quehaceres y de inocentes pasatiempos. Hasta que no alivió el luto salió muy poco – algunas visitas a los tíos en Río Vermelho, o a las amigas más íntimas- , ocupando el tiempo con la escuela, los encargos, los vecinos. En junio hizo sus frascos de canjica, sus bandejas de pamonha, sus manués, y filtró los licores de frutas, su famoso licor de genipa. No pudo abrir sus salas en las noches de San Antonio y San Juan, y ni siquiera en la de San Pedro, patrono de las viudas, pues sólo había guardado luto tres meses. Los chicos del barrio encendieron una fogata frente a su puerta y ella los invitó con maíz tostado; la acompañaban doña Norma, doña Gisa y otras tres o cuatro amigas, en la intimidad, sin ninguna fiesta. Todos esos platos de canjicas, las bandejas de pamonha, las botellas de licor, los preparó para hacer regalos a los tíos, los amigos y las alumnas en las celebraciones de junio, mes de la fiesta del maíz.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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