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Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 8)



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Desde el sexto mes hasta la aparición del «Príncipe», en diciembre, sus actividades sociales aumentaron mucho. En septiembre alivió el luto, en las vísperas del primer domingo, fecha sagrada del carurú anual de Cosme y Damián, los gemelos, devoción del finado; en vida de él, los festejos comenzaban de mañanita, con alborada de cohetería, terminando, ya alta la noche, en una farra rumbosa, con la casa abierta tanto para los amigos como para los extraños.

Manteniendo el precepto de los Ibejes, doña Flor cocinó el carurú y lo repartió reservadamente entre algunos vecinos y amigos, cumpliendo así la promesa del difunto. Mirandao fue con la esposa y los hijos, Dionisia de Oxóssi sólo con el chico, pues el tocayo andaba tragando polvo por los caminos, llevando carga a Aracaju, Penedo y Maceió. Las amigas la arrastraban, la llevaban de compras o a pasear, al cine, a hacer visitas; asistió a dos espectáculos de Procopio cuando el intérprete se presentó con su compañía en el teatro Guaraní. Al primero fue con doña Norma y don Sampaio, y al segundo con el doctor Ives y doña Emina, riéndose sin parar, tanto en uno como en otro.

A veces se quedaba en casa, rechazando insistentes invitaciones, pues tantas solicitudes la fatigaban; y esta fatiga, pensaba, era la causa de cierta desagradable sensación difícil de definir: como si el movimiento, el trabajo y la risa no bastasen para llenar su vida, se sentía súbitamente desanimada, como si todo eso fuese extremadamente cansador. No se trataba de un cansancio físico, que siempre sería útil y bienhechor, pues la haría dormir la noche entera con un sueño profundo y reparador, sin pesadillas. No. Se trataba de cierto agotamiento interior, de cierta insatisfacción.

No se debía a ninguna pena y tampoco era una melancolía permanente; su vida era alegre y agradable como jamás lo fuera. Salía, paseaba, estaba ocupada en mil cosas, sin olvidar la escuela, que era para ella una divertida responsabilidad. Era un desánimo que la dominaba de cuando en cuando, como una nube pasajera, en sus días claros y de jovial agitación. Tenía las amigas, los tíos queridos, y la constante compañía de Marilda, una especie de hermana menor, casi una hija, que le confiaba sus sueños y su ambición de cantar en la radio; tenía los paseos y los programas radiales con música y novelas y audiciones humorísticas; tenía las novelas para señoritas en cuya lectura la había iniciado la normalista, los dimes y diretes de las comadres, las adivinaciones de doña Dinorá, montones de candidatos a su mano en las palabras y en el deseo de las vecinas. ¿Qué dirían los seudopretendientes si llegaran a enterarse de la existencia de ese nuevo mercado de esclavos, de esa farsa reidera en que se los ofrecía a la elección de doña Flor, con una exhibición ruidosa y un análisis pertinaz de sus virtudes y defectos, entre comentarios y bromas, en un fluir de carcajadas? Unos candidatos sin saberlo ni desearlo, y que además eran sistemáticamente rechazados:

– Don Raimundo de Olivera… ¿Cuál? ¿Ese ayudante de santero que trabaja con don Alfredo? Perdone, Jasy, es una buena persona, pero con esa cara triste y esa manía de vivir en la iglesia… Busque otro, por favor…

Tampoco le gustaban los otros; los que reunían a la vez las dotes de belleza masculina y las cualidades del ciudadano, ¡ah!, ésos eran todos casados, no había uno solo libre ni para un remedio: el profesor Henrique Oswald, de la Escuela de Bellas Artes, pariente de una familia del Areal; el arquitecto Chaves, un figurín que hacía una obra por allí cerca; don Carlitos Maia, con una precaria agencia de turismo; el español Méndez; don Vivaldo, el de la funeraria; y aquel por quien suspiraban las mozas en secreto, pues doña Nair no admitía coqueteos con su marido ni en pensamiento, Genaro de Carvalho, más buen mozo que cualquier artista de cine, si ha de creerse a la opinión del mujerío.

Doña Flor tomaba esa historia de su nuevo casamiento tan de broma, que al poco tiempo el juego fue declinando y se abandonaron los proyectos y los candidatos.

Así iba transcurriendo su vida, con serenidad y, al mismo tiempo, llena de interés, cuando al llegar el verano, en un cálido día de diciembre, llegó también el «Príncipe», plantado al pie del farol como si hubiese echado raíces.

A partir de la gira de compras con doña Norma por la calle Chile, ninguna duda quedó con respecto a cuál era la musa que le inspiraba al pálido mozo sus profundos suspiros y lánguidas miradas. Doña Flor sintió que ardía, de tan ruborizada, como si el interés de él significase una grave ofensa a su estado o como si ella no hubiera sabido mantenerse en las fronteras de la modestia y de la prudencia exigidas a una viuda. ¿Sería ella una viuda tan risueña y con tanta desenvoltura que cualquier atrevido podía sentirse con derecho a rondar su puerta y pasarse horas con los ojos clavados en sus ventanas? Era un insulto, una vergüenza… Además, ¿con qué intenciones?

Con las peores, seguramente, se lamentaba doña Flor, trancando puertas y ventanas, mientras doña Norma le aconsejaba que no obrase con precipitación. Ella, doña Norma, no simpatizaba con el citado elemento, es cierto, pareciéndole sospechosa su lívida lindeza, su cara de niño y cierto aire de ladino. Pero ¿quién garantizaba que no estuviesen equivocadas las dos y los propósitos del tipo fuesen los mejores y más puros, y que se tratase de un hombre de bien, correcto, merecedor del aprecio y hasta de la mano y del cariño de doña Flor?

Merecedor o no, la viuda estaba contenta con su vida y no tenía intenciones de casarse de nuevo, y mucho menos estaba dispuesta a mantener un aspirante frente a sus ventanas, y a dejarse cortejar como si fuese una de esas viudas livianas que cubrían de vergüenza la sepultura del marido, desprendiéndose del luto en los cuartos de los hoteles.

Doña Norma procuraba calmarla. ¿Por qué esa reacción violenta, ese rencor contra un joven que por lo menos hasta ahora era respetuoso, y no salía de los límites de las miradas y del seguimiento a distancia? Al fin y al cabo doña Flor no era una niña ingenua, no podía imaginarse que estaba al margen de los galanteos, de los deseos, de los designios, decentes o deshonestos, de los hombres. Joven, bonita, sólita, ¿por qué no habían de desearla e intentar obtener sus favores? En cierto modo era un homenaje a su hermosura, una prueba de sus dotes y de sus encantos. Pero doña Flor era irreductible en su decisión de mantenerse viuda. Muy bien; pero doña Norma no estaba de acuerdo con semejante idiotez, aunque no iba a discutirla ahora. Mas ¿qué motivo tenía para maltratar a quien se acercaba a ella con respetables propósitos de matrimonio? ¿Por qué no rechazarlo gentilmente?: «Me siento muy honrada, pero soy una cretina, mi cuerpo ya no funciona, sólo sirve para hacer pipí, no quiero saber nada de casamiento.»

Se reía doña Flor de la lengua desatada de su amiga, pero al principio, llevada por su indignación, al regresar de las compras, siempre con el suplicante detrás, le cerró las ventanas violentamente en la cara. Humillado y desconsolado, luego de unos momentos de indecisión mirando para uno y otro lado, el muchacho emprendió la retirada.

Apostadas tras las rendijas de sus ventanas, las comadres presenciaban la escena, todas en desacuerdo con el gesto de doña Flor. Incluso doña Gisa, testigo de lo acontecido; doña Gisa, tan sabida, por la lectura de los libros y el estudio de los textos, y tan ingenua y hasta tonta en cuanto se trataba de personas. «¡Oh!», murmuró retándola, al ver cómo las manos de doña Flor realizaban un acto tan enérgico, y su exclamación era como un bálsamo destinado al injuriado don Juan. «Pobre mozo, víctima del hábito feudal, del prejuicio y del atraso.»

El pobre mozo no deseaba otra cosa; allí mismo, en la calle, en lacrimosa y vehemente confidencia, abrió su corazón a la gringa y depositó en manos de ella sus honestas pretensiones, su arrebatado amor y su terrible pena. Se presentó: Otoniel López, su servidor, a sus órdenes, comerciante en Itabuna, con negocio de haciendas y crédito en los bancos, teniendo en plantación, como complemento, unas tierras destinadas a cacao. Soltero pero ansiando casarse, pues, en fin, ya había llegado a los treinta años. En visita a la capital, más de paseo que de negocios, vio por casualidad a doña Flor y desde entonces su espíritu ya no volvió a tener paz ni descanso; andaba como loco, desvariaba, estaba tan apasionado que la vida le parecía inútil si ella no escuchaba sus súplicas. Sabía que era viuda y seria, con eso le bastaba: lo demás no tenía importancia. Si fuese pobre, mejor todavía: los bienes de él, Otoniel, alcanzaban y sobraban para que los dos pudieran vivir confortablemente.

Doña Gisa se embarcó encantada en el cuento del tío. El «Príncipe» era mañoso, estaba lleno de tretas y fue sonsacándola hasta que doña Gisa agotó sus informaciones. Doña Flor era pobre, es un modo de decirlo; no era ninguna millonaria pero tampoco una miserable mendiga. Con la escuela y sin el marido, que antes le sacaba las ganancias, tenía su alcancía, algún dinero ahorrado que ella, como sucedía con tantas hormiguitas, prefería guardar en casa en vez de invertirlo o de ponerlo a interés en el banco. Gente de mentalidad atrasada, sentenció doña Gisa, incapaz de esconder su pensamiento y contener su crítica ante los errores y los disparates. «Un día algún ladrón se enterará de la existencia de ese dinero y va a venir a robárselo, y hará muy bien.» Sólo un canalla repugnante pensaría en robarle a doña Flor, respondió el «Príncipe», expresando que el modo de obrar de la viuda era una prueba de su buen carácter, de su desinterés por los bienes materiales, de su falta de ambición. El buscaba para esposa y compañera exactamente una mujer así, recta y sencilla. Poco a poco, en el regusto de la conversación, doña Gisa le fue dando al cuentero la ficha completa de doña Flor, mencionando inclusive su pequeño ajuar; el collar de turquesas europeas; los pendientes de oro con brillantes verdaderos, una pieza antigua, el único bien que había poseído doña Lita, además de los gatos, del jardín y de las acuarelas del marido. Como jamás se los ponía y pensaba dejarlos de herencia a la sobrina, los puso en sus manos pidiéndole que los guardase, así doña Flor los podía usar cuando quisiera. No se los regalaba ya, por ser esos pendientes la única prenda de garantía que tenían los dos viejos para un caso de necesidad, tal como una enfermedad prolongada, con hospital y cirugía, o el incendio de la casa, en fin, algún desastre, pues ¿quién está libre en el mundo de una necesidad inesperada?

Doña Gisa terminó por ser procuradora y abogada del farsante. Ella iba a poner todo su empeño en que doña Flor recibiese y escuchase al seudoitabunense, aunque sólo lo hiciera para dar una rotunda negativa a sus proposiciones de noviazgo y matrimonio. El «Príncipe» sólo pedía ser recibido: en su soberbia se tenía una total confianza; estaba seguro de su experiencia en lisonjas y del gran estilo de sus intrigas; jamás le habían fallado. Si conseguía hacerse oír, podía considerar que era pájaro en mano el noviazgo y suyo el dinero de la viuda, pues hasta ahora ninguna pudo resistir su elocuencia.

Al llegar la noche, después de las clases, Marilda encendió la luz de la sala de recibo en casa de doña Flor, puso la radio y abrió la ventana, pero no vio junto a la columna del alumbrado al infaltable galán. Entonces llamó a su amiga: el paisaje estaba libre de pretendientes.

Doña Flor le contó los últimos sucesos: el tipo se había ido expulsado, ella le cerró la ventana en las narices. Mientras hablaba, doña Flor miraba subrepticiamente hacia la calle. Un tanto desilusionada: bien frágil el interés del muchacho, viniéndose abajo al primer obstáculo. Cosas mucho peores le hizo doña Flor a Pedro Borges, en sus tiempos de soltera. El paraense había sufrido en sus manos: cartas devueltas, obsequios rechazados, verdaderas insolencias, y él, firme con la alianza en el bolsillo. Aquello sí que era una pasión verdadera. Este de ahora se iba con un simple ventanazo… A medida que pasaba el tiempo y como quien no quiere la cosa, doña Flor se acercó a la ventana unas tres o cuatro veces, constatando la eficacia de su gesto: el individuo había desaparecido para siempre.

Al acostarse, doña Flor se encogió de hombros, en señal de indiferencia: mejor así. Si realmente no deseaba casarse de nuevo, ¿por qué, entonces, se preocupaba por la frágil condición del tipo, por la debilidad de sus sentimientos? Era una vanidad impropia de su estado de viudez. Por vez primera en todos esos meses no se durmió de inmediato, no cayó en un sueño reparador. Se quedó pensando, con los ojos abiertos. ¿Sería en verdad tan firme como se imaginó su decisión de no volver a casarse, de vivir su vida en paz, sin emprender una nueva aventura matrimonial? Lo decidió y basta: se acabó. Ni siquiera quiso prolongar aquella discusión consigo misma, ya que por lo demás no tenía ninguna duda o divergencia que aclarar. Estaba tan dispuesta a cumplir su resolución que se reía libremente con las amigas y bromeaba con las comadres cuando unas y otras le proponían candidatos, o cuando doña Dinorá trazaba la silueta del «soberbio cuarentón». ¿Cómo, entonces, perdía el sueño a causa de la simple presencia de un tonto de esquina?

Al día siguiente, siendo aún muy temprano, entró doña Gisa en la casa, llena de novedades, relatando con detalles y entusiasmo su conversación con el seudocomerciante grapiúna. No había podido venir el día anterior, como era su deseo, ya que también por la noche tenía alumnos de inglés, tres veces por semana, en un curso intensivo, matador.

Doliéndole la cabeza, por haber dormido mal, doña Flor escuchó el relato. ¿Recibirlo y oír sus proposiciones? Pero eso no tenía sentido: si estaba resuelta a no casarse ¿para qué perder tiempo con pretendientes? Doña Gisa se deshizo en argumentos y alegatos, obteniendo por fin que aplazase la negativa. En atención a la amiga, doña Flor prometió reflexionar sobre la respuesta, y no despachar al individuo con un mensaje brusco. Al final de la conversación llegó doña Norma en busca de levadura para una torta y entró de lleno en la conspiración. ¿Comerciante próspero en Itabuna? Miren cómo se engaña una… Doña Norma no hubiera dado nada por ese amarillento tipo que ahora resultaba ser serio y establecido, bien provisto, un partido de primera. ¡Quién lo hubiera dicho! También, con aquella cara color de mierda…

– Disculpe, Flor, si la ofendí… Pero ¿no le parece? Mierda de niño chiquito…

Por la tarde el «Príncipe» volvió a ocupar, firme, su puesto de vigía, sonriente, mirando hacia las ventanas. Una, dos o tres veces avistó a doña Flor, con un lazo coqueto en el pelo, una buena señal. Ese día las alumnas encontraron extraña cierta nerviosidad de la profesora, habitualmente risueña y serena. Había pasado una noche pésima, con insomnio, dolor de cabeza, palpitaciones, una jaqueca de las peores. Doña Dagmar, una alumna bonita y revoltosa, sin pelos en la lengua, deslenguada, comentó con malicia:

– Querida la jaquecas de las viudas se deben a que necesitan un hombre a la hora de dormir. Tiene fácil remedio, se compra con el casamiento…

– ¿Casamiento? Dios me libre y guarde…

– Tampoco es obligatorio…, puede tomar el remedio sin casarse. Lo que menos falta por ahí son hombres, querida.

Y se reía, la tonta. Se reía también toda la clase. Doña Flor sintió que se le subía a la cara el mismo rubor de la víspera, como si fuera una ladrona pescada en flagrante o una mentirosa a quien acaban de desenmascarar. ¿Será que, mientras creía conducirse con la decencia y el recato de una viuda, mostraba en realidad tener deseos de hombre, apuro por conseguir un novio, como una mujer de la calle, una buscona de las que andan ofreciéndose por ahí? ¿Acaso porque bromeaba, riéndose con las comadres, burlándose de los candidatos, de las adivinaciones, de los chismes, imaginaban que estaba loca por meterse en la cama con un marido o con un amante? ¡Qué injusticia!… Ninguna viuda era más honesta, más totalmente exenta de culpa que ella.

Pasó un día inquieto, evitando aproximarse a las ventanas, a las que ya no se asomaba espontáneamente para dar un grito, llamando a doña Norma o a Manida, pues ahora sabía que era ella misma el motivo de la presencia del sujeto, y además porque nunca se había sentido tan atraída por las ventanas, como si de repente la calle estuviese llena de novedades excitantes. ¡Qué confusión!

De modo que cuando doña Amelia vino a invitarla para que fuese con ella y con don Ruas a ver una película francesa muy picante y realista, y por eso mismo de gran éxito polémico, aceptó alborozada, temerosa de pasar otra larga noche de insomnio. Siempre que volvía del cine se caía rendida de sueño, ya venía adormeciéndose en el tranvía. Los buenos vecinos no podían haber elegido una ocasión mejor para la invitación, sin hablar de la película, que era objeto de controversias y comentarios en los diarios y en la vecindad. A doña Emina le parecía adorable, al doctor Ives detestable…, ¡pura pornografía! Doña Norma daba chasquidos con la lengua al recordar algunas partes:, «… hay unas escenas, nena, junto al lago, en que él le arranca el vestido a ella y deja a la vista los senos de la bichita y los dos se agarran y hacen de todo, por así decir, a la vista de la gente. Ahí estaban ellos, enroscados, ella sin ropa, mostrando las tetitas duras y la muchachada gritando cada cosa…». Marilda, rabiosa porque la censura no le permitía (ni tampoco doña María del Carmen) ver la película, prohibida para menores de dieciocho años. Era una medida fascista contra la juventud.

Como sucedía siempre que iban a cualquier parte con don Ruas, llegaron muy retrasados. Ya se estaba dando el noticiero y la sala estaba repleta. Consiguieron sitio con mucha dificultad, sentándose los tres en filas diferentes y distantes. Doña Flor muy al fondo de la sala en una butaca del extremo, al lado de una pareja, probablemente novios, pues tenían las manos entrelazadas y las cabezas juntas. El griterío de los estudiantes comenzó de inmediato, con las primeras escenas de la película francesa, cuya acción transcurría en un cabaret de Pigalle, lleno de mujeres semidesnudas. Doña Flor, intentando no hacer caso de los besos, los suspiros y las caricias de la pareja vecina, se esforzaba por seguir la compleja trama de la película. De repente sintió en el cuello el calor de un aliento de hombre, y una voz que era toda delicadeza, que se imponía sobre los gritos como un dulce susurro junto a su oído, le decía frases como versos, unas declaraciones de amor como nunca le habían hecho cuando estuviera enamorada, con loas a sus ojos, a sus cabellos, a su hermosura. No necesitó darse la vuelta para saber a quién pertenecía esa voz acariciadora y esos lindos piropos. La respiración del hombre, su tibio aliento, le hacían cosquillas en la nuca. Aquella voz con sus alabanzas y súplicas era como un tierno arrullo junto a sus oídos.

Doña Flor se echó hacia adelante en su butaca, para poner distancia entre ella y la fila en que el «Príncipe» había conseguido asiento; sólo logró perturbar a los enamorados: el tipo avanzó también su busto, insistiendo en su ardiente declaración. Doña Flor no lo quería oír, ni tampoco quería ver el lascivo espectáculo de la pareja, indiferente al público que la rodeaba; sólo ansiaba seguir el desarrollo de la película y entender el argumento, una difícil trama de sexo y violencia.

El público gritaba cada vez más, pues comenzaba la excitante escena del lago: la estrella, sensual y casi desnuda, con los senos a la vista, y el actor, un gigante con cara de tarado, echado sobre ella como un furioso macho cabrío; una desvergüenza casi tan grande como la de la pareja vecina. Doña Flor nunca había visto otra con menos vergüenza y decencia.

Y la voz del tipo atrás, hablándole de amor, proponiéndole el noviazgo, suplicándole la limosna de una sola visita para informarla sobre su posición, sus cualidades, sus propósitos, y poniendo a sus pies, pequeños y adorados, la surtida tienda itabunense y un corazón fiel que se consumía en el fuego de la pasión.

El suave aliento del hombre en su nuca, el rumor de su voz, las frases que parecían estrofas de un poema, las palabras que eran como caricias… ¡Ah!, ¡qué espectáculo imposible! El público a los gritos, los artistas unos desvergonzados, esa descarada y gozosa pareja que se estaba abrazando, y la invisible presencia perturbadora a sus espaldas: doña Flor se sentía cercada, mareada, sin salida. ¡Ay!, ella era una viuda honesta y recatada.

Apenas si lo entrevió a la salida, en la puerta, acechándola, suplicante. Con la cabeza baja, doña Flor salió en compañía de los Ruas. Doña Amelia estaba indignada con la película y el marido apoyaba sus objeciones, pero sin convicción; sólo lo habían indignado las chiquilladas de los jóvenes estudiantes, unos mequetrefes. ¿Qué opinaba doña Flor? Ojalá no hubiese venido, todos esos gritos y risotadas la habían atontado, dejándola casi enferma; apenas si pudo seguir el hilo de la película, y, además, esos dos sinvergüenzas sentados a su lado – una mujer madura y un muchachito, los vio al encenderse la luz comportándose como unos desvergonzados…Llegó cansada del cine – y de la noche anterior sin dormir, larga e insomne- y tomó un sedante para adormecerse. Pero ni en sueños logró verse libre del galán, de su aliento, de su voz y sus insinuaciones, así como de los problemas relacionados con los hombres y con el casamiento, soñando con ese tema toda la noche. ¡Sueño más disparatado, sin pies ni cabeza!

5

Se veía doña Flor en una plaza, en el centro de una ronda como la del juego infantil; pero la rueda estaba formada por adultos, por los múltiples candidatos a su mano, sugeridos por las

amigas y las comadres. Estaban todos: desde el sudoroso y castizo profesor Epaminondas Souza Pinto hasta Mamede, el árabe de las antigüedades; desde el santero Raimundo Oliveira hasta el picapleitos Aluisio, cuñado de doña Enaide – éste, con dos caras: en un momento la de un tipazo bien entrazado, y al siguiente la de un torpe paleto. En primer plano estaba el citado comerciante de Itabuna, el bien provisto Otoniel López, o sea, nuestro querido «Príncipe de Tal», «Eduardo de las Viudas», que iba abriéndose infatigablemente, como se ve, un camino hacia el solitario corazón de doña Flor y hacia el toco de dinero (él lo entreveía abultado y recubierto de joyas); un dinero que ella, en buena hora, inspirada por loable prudencia, prefería guardar en la seguridad de la casa en vez de tenerlo, peligrosamente, rindiendo intereses en alguna empresa o banco.

Todo transcurría dentro de una gigantesca bola de cristal; del lado de afuera estaba doña Dinorá, mostrando su dentadura y sus anteojos, observando la escena y dirigiendo el espectáculo. La ronda giraba lentamente y los propios pretendientes marcaban el ritmo, cantando y danzando en torno a doña Flor:

Ay Florcita, ay, Florcita,

entrarás en la rueda

y quedarás sólita…

Desde el Centro de la ronda, examinando a los pretendientes uno por uno, doña Flor respondía:

Sola no me quedo

ni me he de quedar,

pues ya tengo el profesor

que será mi par…

Con un fuerte ombligazo eligió al profesor Epaminondas Souza Pinto como un compañero y él, intempestivamente, salió a danzar frente a ella, desarticulado, cantando torpemente:

Yo fui al Tororó

a beber agua y no la hallé,

hallé una bella morena

que en el Tororó dejé.

Le ofrecía en dote sus bienes: una gramática expositiva, un ejemplar de Los Lusíadas con anotaciones hechas a lápiz, el Dois de Julho y la Batalla del Riachuelo. A más de eso todavía poseía de reserva algunos feriados nacionales, un general en buen uso y un barco dentro de una botella («En él saldremos a navegar, señora doña Flor»). Pero se enredó en sus propias polainas color hielo y allá se fueron su elegancia de bailarín y su paraguas, mientras doña Flor se hacía pis de tanto reír al verlo trastabillar. Y es que resultaba ridículo por demás: verdaderamente, sólo la gringa, que no tenía el menor tacto, ni el respeto debido al grave y solemne profesor, era capaz de proponerlo como candidato.

En cuanto a doña Flor, no parecía la misma; se reía sin control ni piedad por el viejo farsante que andaba a tropezones en la ronda, intentando robarle a la novia el velo y las virginales flores de naranjo. Como una hermosa morena en medio del mayor libertinaje, le dio otro barrigazo, terminando de una vez y para siempre con las pretensiones del profesor a su virgo. Pues había recuperado su virginidad, al tiempo que perdía el recato y el pudor. Toda de blanco, llena de encajes, tules y terciopelos, con la pureza del velo y la guirnalda, ella, con la larga cola del flotante vestido nupcial envolvía a toda la ronda, haciendo que los candidatos quedasen prendidos en su rastro de mujer que se ofrece, en el olor de su doncellez.

Con ansiedad y premura les proponía casamiento a todos y a cada uno de ellos, exhibiéndose como si fuera una doncellona en las convulsiones de la ansiedad, sin esperanza de casorio. Iba de un talludo en otro, invitándoles a danzar con ella en la rueda de la zaranda, zarandeándose a su vez, en desafío y reto:

A ver, ¿cuál de ellos era capaz de arrebatarle las flores de naranjo y la virginidad, deshojando a la guirnalda y a doña Flor? Con certificado matrimonial, naturalmente: una joven doncella no anda por ahí dando así como así su tesoro.

Los desafiaba a la vez con su canción de oferta y con su danza de meretriz, meneando las caderas, las nalgas y el busto con lascivos contoneos de ramera, y los traía con sus ombligazos, uno por uno, al centro de la rueda, como la más incitadora de las mujeres fáciles. Una cínica, una libertina, ofreciéndose como una puta que de tanto insistir causa enfado y pena.

Ella restregaba contra la panza de Mamede ya su ombligo, ya su trasero y se lo llevaba como pareja y caballero, y él bailaba, zarandeándose en pleno disloque, algo inesperado en un señor tan serio. Llevaba en una de las manos un viejo candelabro y en la otra un orinal de porcelana de Macao, con un paisaje inglés en azul y una casi invisible rajadura, una pieza perfecta (y el candelabro era de plata verdadera). Ofrecía las dos a cambio de la virginidad en venta, reclamando tan sólo un pequeño vuelto, algunos mil- réis, unos cuatrocientos cincuenta. ¿Pero cómo podría tomar las flores si tenía las manos ocupadas con sus anteriores posesiones? Doña Flor danzaba a su alrededor, arrimándosele, rozando su barriga de anticuario, sacudiéndole el polvo secular…, una doña Flor entregada a la risa y a la burla.

Don Raimundo de Oliveira también tenía habilidad y gracia para bailar. La dote que aportaba era: un cortejo de profetas, la Biblia, santos viejos y modernos, además de los animales sagrados, el jumento y los peces, y, a modo de bonificación las once mil vírgenes; pero en eso había cierto desfalco: faltaban unas tres o cuatro que había regalado a don Alfredo, santero en el Cabeca y patrón suyo. Don Raimundo no quiso vender las otras, todas intactas y perfectas, a pesar de las altas ofertas en metal contante y sonante, que le hicieran Mario Cravio, el arquitecto Lev y el ingeniero Adauto Lima, todos ellos en busca de buenas secretarias. Si don Raimundo poseía tantas vírgenes, ¿por qué diablos quería otra más? ¿Era un apetito desmedido o lo movía un oculto interés? ¿Era tan grande su garfonniére y con tanta clientela?

«Mi garfonniére es el cielo, ¡oh doña Flor!, y yo sólo quiero depositar un ósculo en su boca de pitanga: soy un pecador antiguo, vengo del Antiguo Testamento y voy derecho al Apocalipsis.» Pues vaya corriendo, contestó ella.

Vino luego don Aluisio, un bien trajeado rústico del interior, hombre honrado del sertón, muy correcto en su modo de bailar y en su elocuencia; un cazurro que pedía su mano con buenos modos, que casi se apodera de la guirnalda, y que casi toma la flor agreste de doña Flor. Pero doña Flor, que no era tonta, que, muy al contrario, era una expertísima malandra, no se dejaba atrapar y marear por la conversación del notario picapleitos, una conversación graciosa y comedida.

– Señora mía, vamos a la iglesia, ya he preparado todo: las amonestaciones y la bendición episcopal, y hasta me confesé y fui absuelto de mis pecados.

– Señor mío, no me enrede, si quiere gozar la peladita venga con el juez y el sacerdote.

– ¿No bastará sólo con el sacerdote, con la bendición de Dios y de la religión? ¿De qué sirve la ley de los hombres cuando está Dios a nuestro alcance?

– Señor doctor, guárdese su bendición, su sacerdote y su confesión. Sin la licencia del juez, discúlpeme su señoría, no gozará mi peladita, no deshojará la flor de la viudita.

«Viudita mía, viudita mía», susurraba galantemente, pasando al centro de la ronda, el muchacho lindo, pálido y delgado, lánguido y suplicante, envolviéndola en su aliento suave, adormeciéndola con su canción de amor:

Retira tu pie chiquito

y ponlo aquí, junto al mío,

y no me digas después

que te has arrepentido.

Y bailaba que ni un artista de cabaret; era un baile conocido, ¿cuál sería? Girando en torno a doña Flor, decía con su voz seductora:

Aprovecha bella viuda

que una noche no es nada

que si no duermes

ahora dormirás de madrugada.

De madrugada, virgen o viuda. Súbitamente, he aquí que doña Flor está sin velo de novia, sin el blanco vestido de doncella casta y casadera, sin las flores virginales de naranjo. Ahora viste de viuda, de luto cerrado; sólo las medias son de color humo, el resto todo negro, el velo cubriéndole el rostro, la mantilla en la cabeza: tristeza y cenizas. Llevaba sólo una flor, una rosa tan roja que era casi negra.

Tan encariñada como estaba con su vestido blanco, su traje de novia; no lo pudo usar a su debido tiempo, pues cuando firmó el acta matrimonial ya había perdido el virgo, flor deshojada en la brisa de Itapoá. Con los candidatos de las amigas y las comadres, con las adivinanzas de doña Dinorá, podía jugar, bromear, presentándose como virgen sin mácula, sin deterioro, sin marca, sin señal de hombre, pues todo eso no pasaba de ser chirigota para divertirse. Pero no sucedía lo mismo con el galante joven de la esquina, un Príncipe, un hidalgo, que parecía tan mocito y era ya tan rico, y que a pesar de que había tantas muchachas gimiendo y suspirando por él, sin embargo gemía y suspiraba por doña Flor, viuda y pobre. Del próspero comerciante de Itabuna, buen partido para cualquier doncella, cuanto más para una viuda, no era posible mofarse, burlarse: su respiración ardiente le había penetrado en la carne, y su calor había desterrado su indiferencia, disuelto su hielo, resucitándola cuando ya se creía muerta para siempre con respecto a tales cosas. Su aliento había reverdecido su deseo marchite y seco, perdiendo doña Flor su paz. De él no se podía reír, ni podía ignorar su presencia: no era un candidato en broma, como los demás, ficción de sus amigas, intriga de comadres, sino una realidad clavada al pie del farol, entrando en su sala con los ojos: bastaba un paso más para instalarse en la casa de la viuda y en sus brazos. La seguía por la calle, la encendía con su aliento y sus palabras en el cine, firme en su resolución de avivar en ella la brasa del deseo. Ahora sabe doña Flor por qué a pesar de tanta agitación, tanto trabajo y pasatiempo, se siente inútil y vacía, deprimida. El pretendiente danza a su alrededor…, «dormirás de madrugada». Es una danza que ella conoce bien, una danza de bailongo y cabaret, y no de ronda ingenua. Pero, Dios santo, ¿qué danza es ésa, de dónde la conoce doña Flor? No importa cuál sea la música ni la danza, la hora ni el lugar: doña Flor se arranca el velo de un tirón, extiende su mano al novio y se rompe la bola de cristal: «Soy una morena hermosa, no seguiré sola, ven, joven pálido, casémonos pronto, pronto, hidalgo mío, mi Príncipe encantado.»

Y de repente se acuerda, sí, ya sabe: esa música es la del tango arrabalero que ella bailó de jovencita en casa del mayor y siete años después en el Pálace Hotel, y el que está delante de ella no es un muchacho pálido, suplicante, un pretendiente. Ése se desvaneció en el aire, desapareció junto con la bola de cristal y con doña Dinorá. Quien está delante de ella es el finado, cuya memoria no está siendo honrada por ella. Ante ella, de pie, su marido: alza la mano, indignado, y la abofetea. Doña Flor cae sobre el lecho de hierro y él le arranca sus ropas de viuda y le deshoja la guirnalda y el velo de novia; él, el finado de su marido. Él la quiere desnuda, en pelo, la peladita. «¿En dónde se vio yogar sin desvestirse?» ¡Ah! ¡Qué déspota! ¡Qué déspota sin remedio! Desesperada, doña Flor hace un esfuerzo y logra despertar, rodeada por la noche, llena de pánico. (Maullidos de gato en celo por los techos y las quintas.) ¡Ay! ¡Sueño sin pies ni cabeza! ¡Ay, su paz perdida!

6

Toda la noche pensando: pesas y medidas, soledad y risas, la cumbre del deseo y una lágrima al nacer el día. Muy temprano todavía, con la aurora rompiendo los contrafuertes de su duda, doña Flor se sentó ante el espejo para vestirse y peinarse. Fue a buscar los perfumes, trajo los pendientes de tía Lita y se los puso, probándose adornos, blusas y faldas, otra vez coqueta como en los tiempos de la Ladeira do Alvo, cuando salía con pilchas de ricacha. De mañanita y ya acicalada, la coqueta: más de una vez había sucedido que el pálido muchacho apareciese antes del almuerzo. Además era domingo, día de misa con sermón de don Clemente. El que apareció antes del almuerzo y se quedó a comer, visita poco frecuente, fue Mirandáo, con la esposa y los hijos, uno de los cuales, el ahijado de doña Flor, le ofrecía zapotes y cajas, además de una gargantilla de croché, fino trabajo de la comadre. ¿A qué venía todo esto, por qué tantos regalos? Pero, comadre, piense, ¡no va a decirnos que no se acuerda! ¿No es acaso el diecinueve de diciembre, día de su cumpleaños? Pero, compadres, ¡cuánta bondad y amabilidad! Se había olvidado de la fecha, ya había dejado de pensar en los aniversarios. La esposa de Mirandáo no lo podía creer:

– ¿No se acordaba? Pero, entonces, ¿por qué está la comadre tan chic, vestida de fiesta desde la mañana…? Mirandáo recordaba, con un toque de nostalgia:

– ¿Se acuerda, comadre? Hoy hace un año de aquella noche en el Pálace, no me voy a olvidar nunca de la fecha de su cumpleaños…

Hacía un año, justo un año. Y allí estaba doña Flor, muy elegante, peinada, un lazo en el pelo, pendientes de diamantes en las orejas y un perfume de aroma intenso en el pecho, sin que al menos pudiera atribuir tanto capricho al cumpleaños, pues lo había olvidado. Pero no lo olvidaron los tíos, ni tampoco doña Norma, doña Gisa, doña Amelia, doña Emina, doña Jacy, doña María del Carmen; fueron llegando todos con presentes, cajas de jabón, frasquitos de agua de colonia, sandalias, un corte de tela.

– Flor, estás hecha una hermosura… ¡Qué elegante! – comentó doña Amelia.

– El año pasado sí que estaba linda… – dijo doña Norma, recordando ella también la ida al Pálace- . Incluso se ganó un regalo…

– Este año también se está ganando un buen regalo… – se oyó decir a la chismosa de doña María del Carmen.

– ¿Qué regalo? – preguntó la esposa de Mirandáo. Entre risas, doña Emina y doña Amelia le bisbisearon el secreto.

– No me diga…

– Un hombre recto – sentenció doña Gisa- , un hombre de bien.

Mirandáo había ido hasta el bar de Cabeca, en donde se formaba una rueda dominical de ilhenses ricos, que bebían whisky bajo el comando del hacendado Moysés Alves. En la sala, las amigas hacían comentarios y se reían, mientras doña Flor vigilaba el almuerzo en la cocina, con un delantal que protegía su elegancia, ayudada por Marilda. El «Príncipe» no vino hasta el atardecer a recoger el fruto de la amplia siembra de la víspera: la intervención de doña Gisa y la declaración en la oscuridad del cine. Era un esplendor de vestimenta y de palidez, de pasión incontenible y de impaciente esperanza. Nunca fuera tan semejante en el martirio al Señor del Calvario.

La noche pasada le decía a Lu, un enamoramiento reciente en cuya compañía loca y divertida gastó los últimos centavos de la viuda anterior, doña Ambrosina Aruda, un histérico mastodonte:

– Mimosa, hoy asalto la fortaleza, entro en la sala y no paro hasta estar en la cama con la viuda.

Lu acomodó su cabeza sobre el tísico pecho del «Señor del «Calvario»:

– ¿Es tan fea como la otra?.. ¿O es bonita?

Celosa, no comprendía el rígido código, la ética del «Príncipe»; no estaba a la altura necesaria para convivir con un profesional tan competente y estricto en sus principios.

– Fea o linda, ya te lo dije, tonta, es lo mismo. ¿No ves que es un negocio, una operación financiera y nada más? Lo que me interesa no es el rabo de la viuda, burrita mía, es que ella tiene algún dinero y algunos abalorios…

Fue doña Emina quien lo vio primero, al pie de la columna. Y corrió a avisar a los demás, ahogada por la risa:

– Ya llegó…

Tanto ruido, tanta excitación y movimiento de las mujeres, perturbaron la feliz modorra de Mirandáo, después de un almuerzo abundante, con fritangas y gallina de parturienta. Despertándose, se dirigió también a las ventanas, en donde las vecinas se sucedían en un va y viene. Y entonces vio en la acera de enfrente, en su puesto de guardia, al otro lado de la calle, en la vereda de don Bernabó, con su lánguida apostura, al bellaco Eduardo de Tal, el «Príncipe», que se limpiaba las uñas con un palito de fósforo y sonreía muy galante.

– ¿Qué es lo que el «Señor del Calvario» anda haciendo por aquí?

– ¿Quién es el «Señor del Calvario?» – preguntó curiosa doña Norma.

– ^Quiero decir el «Príncipe», conocido estafador, un ladrón de siete suelas…

Iba a agregar: «El rey de las viudas», pero observando el pesado silencio de las comadres, lo comprendió todo. Sin embargo, como si no se hubiera dado cuenta de nada, prosiguió risueñamente, con aquella delicadeza suya de bahiano:

– Ese embaucador es un cuentista del tío, vive de engañar a los bobos con el cuento del billete premiado, del dinero para entregar a un hospital, en fin, todas esas estafas que se publican en los diarios…

– Ese sujeto no me engañó nunca…, me bastó verle la cara… – dijo doña Norma.

– Debe tener el propósito de robar a alguien de por aquí, quizá al argentino u otro cualquiera – concluyó Mirandao.

– Seguramente al argentino, yo los vi a los dos conversando… – mintió con fervor doña Norma, tan bahiana ella también, con la mayor finura para todo lo que requiere comprensión y sentimiento.

Dejándolas que siguieran mascullando en torno a las desilusiones de la vida, doña Flor se sumió en el silencio, escondiendo una lágrima, una sola, más no valía esa humillación, aquella porquería. Mirandao, como quien no quiere la cosa, cruzó la calle en dirección al cuentero. Desde las rendijas de las ventanas cerradas con violencia, las comadres lo vieron hablar con el embaucador. El «Príncipe» no dejó de sonreír en ningún momento, ni siquiera cuando se perdió en confusas explicaciones.

Mirandao, con un gesto enérgico, señaló la pendiente de la ladera, que descendía hacia la ciudad baja. Las comadres vieron desde los resquicios de la ventana una escena de cine mudo. El «Príncipe» sabía aceptar una derrota, no era hombre de perder la cabeza y de insistir como un cretino ante el riesgo de la cárcel o de una paliza. ¡Qué mala suerte de todos los diablos!: había ido a meterse con la comadre del maestro Mirandao, y se sintió feliz de poder escabullirse con los huesos íntegros, incólume. Era sincero cuando afirmó su ignorancia: si él lo hubiera sabido, incluso habría evitado pasar por la calle, y mucho menos…

Y se encaminó hacia el mar, sin siquiera alzar los ojos hacia la casa de doña Flor, descendiendo a prisa por la Ladera de la Pereza. Aún no llegara a la Ciudad Baja cuando divisó a lo lejos una viuda, caminando devotamente hacia la iglesia de la Conceicáo da Praia, toda de negro y envuelta en velos. Aceleró en seguida el paso rumbo al cercano puerto nuevo, lánguida la sonrisa, suplicante la mirada…, el «Príncipe de Tal» se disponía a seguir ejerciendo su laborioso oficio.

7

Junto con el «Príncipe», al que nunca se volvió a ver por aquellos lados, se fueron también los comentarios, los rumores, las risotadas, los candidatos de la videncia y del chismorreo, de la broma y la burla en torno a las nuevas bodas de doña Flor. Si antes se había reído de todo eso, que la divertía y alegraba, ahora rehusaba cualquier conversación sobre el asunto, sin esconder su disgusto y desagrado cuando oía la más ligera referencia a la viudez y a su casamiento, tomándolo como insulto y grosería. Durante cierto tiempo no se volvió a tocar ese tema, como si las amigas y las comadres hubiesen firmado un tácito protocolo, pareciendo estar todos de acuerdo con la viuda en su terminante veto al novio y al matrimonio. Cuando alguna de las viejas más chismosas sentía que le cosquilleaba la lengua con las ganas de discutir el gran tema, bastaba el recuerdo de la imagen del «Príncipe» al pie del poste para que su boca se cerrase como con candado: como si el cuentero siguiese ahí, riéndose de toda la calle. Sin hablar de la violenta prohibición impuesta por doña Norma, presidente vitalicia del barrio, quien en general ejercía un gobierno liberal y democrático, pero cuando era necesario imponía una dictadura sin entrañas. Las semanas que siguieron a aquel confuso aniversario fueron quizá las más agitadas de su existencia: doña Flor no tuvo en ellas ni un segundo de descanso. Sucedíanse las invitaciones, y todos querían distraerla y mostrarse amables con ella. Vio una serie de películas seguidas, una tras otra; hizo visitas a medio mundo, y recorrió las tiendas de compras con las amigas. Por la tarde, finalizado su horario de clases, ella misma se buscaba un compromiso:

– Normita, mi negra, ¿por qué se vistió así, tan paqueta? ¿Por qué se va así tan calladita, sin decir nada?

– Un entierrito inesperado, mi santa. Acaba de llegar el aviso, con un atraso tremendo. Estiró la pata don Lucas de Almeida, un conocido que incluso es algo pariente de Sampaio, de un ataque al corazón. Sampaio no va, tú sabes, es una vergüenza. No te llamé porque no conocías al muerto. Pero si quieres, vale la pena ir, va a ser flor de entierro, de los buenos…

Fue con doña Norma a velar muertos, y la acompañó a cumpleaños y bautismos. Tanto en la tristeza como en la alegría, la amiga tenía siempre la misma eficacia, los mismos ánimos, asegurando el éxito de cualquier fiesta o funeral a que asistiera. Se apoderaba del timón, trazaba la ruta, era comandante de las risas y de las lágrimas: consolando, ayudando, conversando, comiendo con ganas, bebiendo con gusto (y con mesura), riendo casi siempre, llorando si era necesario. Nadie era igual a doña Norma, nadie tan ecléctica y tan dispuesta para reuniones de cualquier tipo, incluso para los latazos de las conferencias. «Es un coloso», decía de ella doña Enaide; «Un monumento», según Mirandao, admirador suyo; «Una santa», en opinión de doña Amelia; «La mejor amiga», para doña Emina y para muchas otras.

– Un huracán… – gemía Zé Sampaio, contrario a tanto movimiento.

– Usted se casó con la mejor mujer del mundo, don Sampaio; Normita es la madre del barrio… – replicaba doña Flor.

– Pero es que yo no aguanto a tanto hijo, doña Flor, y tantas molestias… – decía con pesimismo don Sampaio. Escoltando a doña Gisa, fue con frecuencia al Templo Presbiteriano en Campo Grande – donde la gringa cantaba himnos en inglés con la misma enfática convicción con que leía a Freud y a Adler, discutía los problemas socioeconómicos o danzaba la samba, lo cual le valió una reprimenda de don Clemente, una afectuosa reconvención:

– Me dijeron que usted cambió de creencia, Flor, ¿es verdad?

– ¿Cambiar? ¡Qué absurdo! No hice más que acompañar a la amiga dos o tres veces, por simple curiosidad y para matar el tiempo; es tan largo y vacío el tiempo de las viudas, capellán.

Se fue de excursión con los Ruas en un divertido viaje por tren, pasando un fin de semana en Alagoinhas, de donde provenían los vecinos. Asistió con doña Dagmar a una clase de yoga dada por una graciosa mujercita, un frágil bibelot que contorsionaba su cuerpo como si fuese la mujer– rana del circo. Como el horario coincidía con el de la Escuela de Cocina, doña Flor no pudo, a pesar de lo mucho que le hubiera gustado, inscribirse en el curso y aprender los difíciles ejercicios que según la seductora propaganda impresa mantenían el «cuerpo ágil y esbelto y la mente limpia y sana», proporcionando un «exacto equilibrio físico y mental, un perfecto acuerdo entre la materia y el espíritu». Equilibrio y acuerdo sin los cuales la vida no pasaba de ser un «repugnante pozo de excrementos», según decía la literatura del folleto y tal como últimamente venía constatando doña Flor: cuando luchan el espíritu y la materia, la vida se convierte «en un infierno dantesco».

Junto con doña María del Carmen acompañó a Marilda cuando se inscribió en secreto como concursante en el programa para aspirantes «Se Buscan Nuevos Talentos», en el que los domingos, durante tres meses, los muchachos y muchachas podían participar en el concurso por el título: «Revelación de Radio Sociedad», con opción a un contrato. La bella normalista cantó con mucho sentimiento y mala pronunciación una guarania paraguaya, saliendo, por lo demás, bastante bien, con un segundo puesto consolador y prometedor. Tenía la ambición de hacer un programa propio y ver su retrato en las revistas. Lo malo era la oposición de doña María del Carmen, que no veía con buena cara tales proyectos ni tampoco los estudios y auditorios radiales. Sólo después de mucho insistir y mucho rogar consintió en que participase aquella vez, y eso porque conocía al doctor Claudio Tuiuti, jefe de la emisora. No había sido fácil convencerla, derrotar sus arraigados prejuicios, contra los cuales de nada valían los argumentos lógicos de doña Gisa ni las razones sentimentales de doña Flor. Sin embargo, al ver a su hija ante el micrófono, tan graciosa, con su voz en el aire, sobre la ciudad, se le cayeron las lágrimas de orgullo y emoción. Le indignó la decisión del jurado, y casi llegó a agredir al animador del popular programa, el locutor Silvio Lamenha – o simplemente Silvito- , pues a juicio suyo Marilda había merecido el primer premio, que perdió sólo por la protección injusta de que disfrutaba un tal Joáo Gilberto, un desafinado sin ninguna categoría.

Doña Flor se puso de acuerdo con su comadre Dionisia para asistir a la fiesta de Oxóssi, en el candomblé del Axé Opó Afonjá, y llevar consigo a doña Norma y a la gringa (llena de curiosidad), pero no pudo ir a causa de un fuerte resfriado y de cierto recelo; recelo que transformó el resfriado en peligrosa gripe. En estos misterios de la macumba y del candomblé lo mejor es no moverse, pues las calles están llenas de hechizos y despachos, evós de mucha potencia, mandingas peligrosos, como es sabido; el que quiera creer que crea, el que no quiera que no crea…, doña Flor prefería no intervenir. Dionisia le dijo un día:

– Comadre, su ángel de la guarda es Oxum.

– ¿Y cómo es Oxum, comadre Dionisia?

– Pues le diré que es el orixá de los ríos; es una señora de semblante muy sereno y vive en una casa muy lejana; en apariencia es la misma mansedumbre. Pero hay que tener cuidado, es una casquivana llena de dengues y de melindres; por fuera es agua remansada, por dentro un remolino. Bastará que le diga, comadre, que esa hipócrita estuvo ya casada con Oxóssi y con Xangó, y que, aunque su ámbito es el agua, vive consumida por el fuego.

Tanto corretear, tanto movimiento… Todo se debía a que con el «Príncipe» se había ido también su paz, su tranquilidad, aquella vida amena y sin problemas, aquel dormir sin pesadillas todas las noches, de un tirón, con un sueño reparador. Desde el absurdo sueño de la ronda, no volvió a tener sosiego. Poco a poco, día a día, la inquietud de doña Flor fue en aumento, hasta convertirse en una ansiedad permanente que iba creciendo a medida que transcurría su tiempo de viudez. Nunca más, a partir de aquella noche en el cine y de ese sueño, volvió del todo a la tranquila indiferencia de antes, a la plena sensación de vida. Tal vez vacía, pero plácida. Nunca más a los días en que doña Flor se sentía llena de paz en un rincón, en su trabajo. Aunque su vida era en apariencia reposada y agradable – un agua quieta- , ya no volvió a tener un día entero de descanso: el fuego consumía su pecho.

Era una viuda honesta, pero ahora tenía que esforzarse para defender su recato. No contra la insolencia de una propuesta indecorosa; ¿quién, conociéndola, se atrevería siquiera a un piropo? En cuanto a los desconocidos, a los osados postulantes, a los galanes de esquina, ésos, en general, enmudecían al verla tan discreta y seria. Pero si aun así arriesgaban alguna frase al verla pasar, con elogios a su modo de caminar («¡Qué contoneo de nalgas!»), y a detalles de su cuerpo («¡Ay, qué tetitas tan duras!»), o le hacían descaradas invitaciones («¿Vamos a hacer un nene, preciosa?»), perdían su inspiración, su gracia o su indecencia, así como su tiempo: doña Flor seguía adelante como si fuera ciega, sorda y muda, con su modestia y su orgullo, obligada a defender su recato contra sí misma, contra los errantes pensamientos, los viles sueños, contra el vivo y ardiente deseo de su carne aguijoneada. Había perdido el «perfecto equilibrio entre la mente y el cuerpo» necesario a toda vida sana, según la erudita expresión del folleto de yoga, «la justa armonía entre el espíritu y la materia». Y en ella la materia y el espíritu estaban en guerra sin cuartel: por fuera, viuda ejemplar y honrada; por dentro, toda fuego, ardiendo y consumiéndose.

Al principio, sólo de cuando en cuando, y nada más que de noche, soñaba con imágenes lascivas; eran sueños que la conducían a un mundo prohibido a las vírgenes y las viudas, y que hacía temblar sus cimientos de mujer, avivando sus instintos y su ansiedad. Se esforzaba por despertarse hasta conseguirlo, la mano en el pecho, seca la boca. Tenía miedo a dormir.

Durante el día se distraía con tantas ocupaciones, con las tareas de la escuela, la lectura de novelas y la radio, y era más o menos fácil apartar los malos pensamientos, ahogar los latidos de su pecho. Pero ¿cómo contenerse y refrenarse en las noches, cuando quedaba indefensa, sujeta a la voluntad de los sueños incontrolables?

Con el correr del tiempo comenzó doña Flor, también durante el día, a entregarse a extrañas fantasías, viéndosela pensativa y melancólica, suspirando desconsoladamente. Lo más peligroso era cuando se quedaba sola: de inmediato la invadía una cohorte de recuerdos, e incluso los más líricos e inocentes parecían empujarla hacia la cama de hierro y fuego, ansiosa por ofrecerse. ¿Y su pudor de viuda?

Últimamente se había dado a imaginar escenas enteras, mezclando fragmentos de novelas con sucesos leídos en los periódicos o con las historias de las comadres y los recuerdos de su vida de casada. Desde que sintió el aliento del «Príncipe» en el cine, como un hálito abrasador sobre su cuello, le entró en el cuerpo el soplo del deseo; se le había metido en la sangre y la exponía a la tortura de ansiar lo imposible, mucho peor que la del «infierno dantesco» de la literatura yoga.

A partir de cierta época tuvo que abandonar, por excitante, la lectura de todas las novelas para muchachas, alimento espiritual de la joven Marilda, que suspiraba con las condesas y los duques en la languidez tropical de la hamaca. Pues bien, doña Flor descubría malicias en las páginas más ingenuas, y veía el impulso sexual en ese barato y bajo sentimentalismo, dándole una nueva dimensión a tan sosas, a tan insípidas naderías.

Pervertía el argumento, transformando dramones y personajes, transformando a las vírgenes pastoras en lúbricas cortesanas; a su vez, los afeminados mancebos, casi eunucos, se convertían en brutales garañones. Y en vez de la «Colección para Niñas y Jóvenes», lectura para adolescentes, surgían novelas pornográficas, literatura de alcoba.

Lo mismo ocurría con la excitante crónica de la ciudad, ya fuese en el comentario de las comadres o en las páginas de los diarios. Sentadas a la puerta de calle, en la tertulia nocturna, las amigas relataban y discutían el último crimen pasional, el de la mucamita desflorada por el patrón; ella de quince años y con once hermanos, él de cincuenta y tres y con cinco hijos, dos doctores y tres jóvenes ya casadas, para no hablar de la esposa y de varios nietos. El padre, carpintero, empuñando un arma para vengar su honra: tres tiros en el corazón del baluarte de la sociedad, del puntal del civismo y de la moral, del líder de los conservadores; una herida de muerte, el criminal preso, metido en la gayola, después de una paliza para calmarle los nervios; la honra quedó lavada con sangre, y el pueblo exigía justicia, la libertad del vengador. Todas, amigas y comadres, daban razón al padre, que se encegueció al ver a la hija embarazada y su honra perdida entre copas de champán. Todas menos doña Dinorá, siempre a favor de los ricos: «esas negritas se meten en la cama de los patrones para después chantajear». Pero doña Flor sólo conservaba en la memoria los detalles escabrosos, sólo retenía en su pecho y en su degradado pensamiento la visión de la muchachita en los brazos del infame, gimiendo de gozo, satisfecha. El resto, el amplio panorama de los horrores, en el fondo le era indiferente por más que se declarase solidaria con la cólera de las comadres.

De este modo cada día eran menos las horas en que su recato íntimo se mantenía incontaminado. Mientras tanto, quien la viese moviéndose en las clases, en el fogón o con las amigas, andando de un lado para otro, de compras, de visitas (pero sin ir jamás a las fiestas, que le estaban prohibidas por su condición de viuda), no podría imaginar la batalla que tenía lugar en su intimidad, la loca bacanal en que se consumía por la noche. Porque nadie parecía más respetable y honesta, y sus labios jamás pronunciaban el nombre de un hombre con interés, ni siquiera al hacer referencia casual a sus atributos y virtudes. Si antes se había burlado de los supuestos candidatos, bromeando con las comadres, ahora no toleraba que se pronunciaran sus nombres, como si de verdad hubiera muerto en ella la posibilidad de realizar un nuevo matrimonio. Viuda como ella, discreta y recatada, no la había ni en su barrio ni en toda la ciudad, y si en el mundo hubiese alguna no sería más discreta y honesta que ella. Modelo de viudas, doña Flor. Por fuera, era el recato en persona. Su rostro sereno y distante parecía la misma mansedumbre; por dentro, ardía en deseos, «consumida por el fuego». Como Oxum, su orixá. ¡Ah, Dionisia, si supieses cómo el fuego de Oxum abrasa las noches de tu comadre, su cuerpo moreno, su vientre pelado, le harías darse un baño de hierbas o le traerías un marido! Doña Flor estaba cada vez más inquieta en sus noches de sueño y de soledad. Cuando conseguía dormir tranquila una noche entera, ¡ah, eso era una bendición de Dios! Su reposo casi nunca iba más allá de un principio de sueño apacible: pronto surgían las pesadillas, con sus degradantes obscenidades, y doña Flor pasaba la noche dando vueltas en el colchón, el pecho oprimido, dolorido el sexo. Cada vez era menos el tiempo en que lograba dormir y descansar, aumentando cada noche el de los sueños y el deseo, el tiempo de crujir de dientes. «Es la materia, que está predominando sobre el espíritu», según le informaba la culta propaganda yoga.

Impúdica, licenciosa, ¿dónde estaba en los sueños su recato de viuda? Nunca le había sucedido eso: incluso de casada y en la cama con el marido, jamás se entregara fácilmente, viéndose él obligado a vencer su pudor cada vez, a quebrar cada vez el decoro de su casta idiosincrasia. Pues bien, ahora, en los sueños, ella salía a la calle a ofrecerse a unos y otros, y a veces ni siquiera era una viuda, sino una mujer de la vida que se vendía por dinero. ¡Ay!, ¡qué vergüenza! Ya le había sucedido despertarse en mitad de la noche y deshacerse en lágrimas sobre las ruinas de su antiguo ser, de aquella doña Flor púdica, envuelta en su pudor, cubriéndose con la sábana incluso en las noches de amor con el marido. Y ahora, llena de lujuria, en la desfachatez de sus sueños, era una voraz y cínica ramera, una loba ululante, gata en celo, puta. A veces, de tan cansada del trajín del día se quedaba dormida en el cine o cabeceaba mientras hablaban las amigas, muerta de sueño. Pero le bastaba ponerse el camisón para perder todas las ganas de dormir: se le iba el sueño y su pensamiento errabundo ya no podía contenerse en los límites de la decencia y de lo cotidiano, en, por ejemplo, los detalles de las clases, una compra, un paseo, la enfermedad del vecino o el conocido, o el asma de tía Lita, que le causaba tantas molestias. La pobre vieja pasaba, como ella, las noches sin cerrar un ojo, amenazada de asfixia por la implacable enfermedad. Doña Flor también se ahogaba, carcomida por el deseo. Su mente ya no le obedecía: cuando quería pensar en los problemas de Marilda y en su obstinación por cantar en la radio, con sus invencibles obstáculos…, de pronto veía ante sí al lívido «Príncipe», repitiéndole aquellas frases sonoras como versos, aquellas palabras de amor en la oscuridad del cine. ¿Dónde estaban Marilda y su problema, su canto prohibido, su voz de pajarito?

La fama que tenía el galán entre las prostitutas había llegado a doña Flor. Dionisia, que nada sabía de la ridícula aventura, creyendo que su comadre conocía al cuentero a través de las noticias de los diarios, se divertía contándole anécdotas del lánguido «Señor del Calvario». Cuando Dionisia se inició como ramera, el estafador gozaba de un gran prestigio entre las mujeres de la vida. Por su lindeza pálida, su voz romántica, su mirada lánguida y su notable actuación en la cama. Un cachondo de verdad, un mico rijoso, al decir de las expertas. Había despertado dramáticas pasiones y cierta vez dos fulanas se trenzaron por su culpa a los golpes y a los mordiscos, yendo una a parar al hospital, herida por un navajazo, y la otra a la cárcel como autora de heridas leves.

En el sueño, doña Flor era la segunda, borracha y agresiva, alzada la navaja contra Dionisia, entre groseros insultos: «Ven si eres mujer, inmunda, que te voy a rajar la cara y la concha.» Pero Dionisia se dislocaba de risa y todas las rameras se reían de doña Flor, de la viuda loca. ¿No le habían dicho ya que el hermoso mozo, el «Príncipe de las Viudas», sólo quería de ellas el dinero y las joyas? Ni casamiento, ni desvergüenzas en la cama. Sabiéndolo, ¿por qué venía doña Flor hecha una furia desmandada, desenfrenada, a ofrecerle desnuda su cuerpo pelado? Era una vergüenza, ¿dónde había dejado su pudor de viuda?

Recurrió a las píldoras soporíferas, que prometían hacerla dormir toda la noche. En la Droguería Científica, en la esquina de Cabeca, consultó al farmacéutico, el doctor Teodoro Madureira. El doctor Teodoro, aunque era sólo farmacéutico, podía dar más de una lección – según decía doña Amelia con la aprobación general- a muchos médicos; competente en su profesión, nadie mejor que él para achaques corrientes: sus recetas daban siempre en el blanco, eran garantía de curación. ¿Insomnio, nerviosidad, sueño agitado? Seguro que se debía a un exceso de preocupaciones: nada grave; diagnosticó el amable boticario, aconsejándole que tomase ciertas grageas, inmejorables para combatir los efectos de la fatiga; hacían descansar el cerebro, equilibraban los nervios y proporcionaban un dormir tranquilo. Doña Flor podía tomarlas sin temor; no le iban a hacer mal, no contenían estupefacientes ni excitantes como algunas drogas caras y modernas, muy de moda. «Peligrosísimas, señora mía, tanto como la morfina y la cocaína, si no más.» Era una enciclopedia el farmacéutico, y atento, un tanto ceremonioso, con muchas zalamerías al despedirse. Sobre todo, que no se olvidase doña Flor de comunicarle el resultado.

Ningún resultado, doctor Teodoro. Durmió de un tirón toda la noche, es cierto, despertándose sólo cuando la criada, asustada, llamó a la puerta, casi a la hora de comenzar las clases del turno matutino. Un largo sueño, sí, pero igual que los otros: la misma obsesión, el delirio sensual, la fiebre nocturna, la orgía desenfrenada; era peor que antes, pues no podía despertarse e interrumpir la pesadilla, crucificándose en ella la noche entera, en un sueño sin fin con el sexo atormentado por el hambre y la sed, como una herida dolorosa, una llaga abierta. Por la mañana se caía a pedazos, de cansancio. Con píldoras o sin píldoras el sueño encendía en ella la hoguera del deseo. Estaba obsesionada. Alucinada. Alucinada, debatiéndose en la locura. Durante el día, con todo el tiempo ocupado, era ciega y sorda al llamado del sexo que andaba suelto por la ciudad: a las palabras, a las miradas cargadas de deseo, a las frases galantes o indecentes, al libidinoso deseo del macho que la desnudaba, que se la comía con los ojos en un suspiro al cruzar la calle. Viuda honesta, ejemplo de viudas en el trabajo, en el paseo, en el teatro. Pero durante la noche se arrastraba por el suelo y la basura buscando la voz de los hombres, la mirada posesiva, el suspiro cínico, el indecoroso susurro, el silbido soez, la palabrota grosera, la invitación a la cama. Cuando no era ella la que invitaba, la que se ofrecía impúdicamente a los machos, vagando por la zona de las mujeres de la vida y siendo ella la más puta, la más barata y fácil. Un sucio pozo de excrementos. Sin embargo, ningún macho la alcanzó ni la poseyó. Cuando estaba a punto de poseerla, ya en las orillas de su sexo abrasado, entonces doña Flor lo rechazaba, despertando súbitamente, llena de ansiedad y desesperación.

Nadie se daba cuenta de la maldita confusión en que vivía. Todos creían que su vida transcurría en calma, sin problemas, llena de atractivos, incluso alegre. Antes había sufrido mucho con el marido, un mal sujeto, un jugador. Ahora era una viuda conforme con su estado, contenta con su vida, y que sentía la mayor indiferencia hacia todo posible nuevo matrimonio, y el mayor desprecio por los hombres. Tan poco inquieta que causaba admiración y provocaba comentarios. Cuando aparecía por la calle Cabeca, altiva y seria, los parroquianos del bar discutían sobre ella:

– Ésa sí que es una viuda derecha. A pesar de ser joven y bonita, nunca mira a un hombre…

– Honesta por demás. Tal vez no lo sea por virtud…

– ¿Entonces por qué?

– Honesta por naturaleza, por ser de naturaleza fría. Fría como el hielo, inmune al deseo. Hay mujeres así, que son como bellas estatuas, para ellas no existe el deseo. En su castidad, no hay virtud, sino frialdad. Son icebergs. Ella es una de ésas, seguramente.

– ¿Será o no, quién sabe? De cualquier modo, por virtud o por lo que sea, es la viuda más recta de la ciudad…

El otro insistía, escéptico y declamatorio, un pseudoliterato atroz:

– Fría como un témpano, puede estar seguro. Marmórea. Álgida. Glacial.

Y doña Flor seguía con paso prudente, vestida con elegancia y discreción, con su sencilla y modesta hermosura, sin desviar la mirada hacia los lados, respondiendo al alegre saludo del santero Alfredo, a las sonoras buenas tardes de Méndez, el español; al respetuoso saludo del farmacéutico, a la sonrisa acogedora de la negra Vitorina desde su puesto de abarás y acarajés. Le costaba mucho esfuerzo esa decencia tranquila, ese ambiente sereno, estando como estaba nerviosa, cansada de haber dormido mal durante la noche y de la lucha sin gloria contra el deseo que la abrasaba Por fuera agua remansada, por dentro una hoguera encendida.

8

– Fuiste demasiado ruda… Fue una grosería… – le dijo doña Norma, con sinceridad- . Enaide está enojada y con razón…

En la mañana soleada y perezosa del domingo que siguió a aquella tumultuosa y festiva noche del sábado en que se celebró el cumpleaños de Zé Sampaio, las amigas rodeaban a doña Flor, que todavía mostraba restos de irritación.

– No tolero atrevimientos…

– Él bromeaba nada más…, tú lo tomaste a mal…Doña Amelia no vio nada malo en el comportamiento del doctor Aluisio.

– Una broma de mal gusto..

Con energía, doña Norma expresó el pensamiento de las amigas:

– Disculpa, Flor, que te lo diga, pero estás hecha una no- me- toques. Por cualquier cosa te enfadas, te sientes herida…, tú nunca fuiste así, tan engreída… Yo no estaba presente, pero incluso aunque él haya exagerado un poco, era jugando, no tenías que exaltarte por eso…

Doña Gisa desarrolló toda una tesis científica para explicar la personalidad y las actitudes del notario de Piláo Arcado:

– Don Aluisio es un típico hombre del sertón, patriarcal, acostumbrado a tratar a las mujeres como si fuesen propiedad suya, como una cosa, un animal, una vaca…

– Eso es… – interrumpía doña Flor- . Una vaca.. Para él todas las mujeres no son más que eso…, y él es un caballo…

– Usted, Flor, no me entiende y tampoco entiende a don Aluisio. Hay que comprenderlo en función del medio en que vive. Un medio agropecuario… Es un señor feudal…

– Es un descarado, eso es lo que es…, un mal educado…, toma confianza con una y abusa de ella…

– Norma tiene razón, Flor, usted está muy quisquillosa…

– El doctor Aluisio lo único que hizo es tomarle la mano… – opinó doña Jacy.

– Para leer su destino… – confirmaba doña María del Carmen- . ¿Por qué será que todos los tipos malandras vienen con esa historia de leer la mano?

– ¿A usted también le parece que él es un sinvergüenza?

– ¿Ese tal de…, de… doctor Aluisio? Vaya si lo es… – Y planteando otro problema:

– En fin, ¿es o no doctor?

¿Don Aluisio o doctor Aluisio? Doña María del Carmen planteaba sin querer un grave problema de tratamiento y protocolo.

En la región del Sao Francisco, desde Juazeiro a Junuaria, de Lapa hasta Remanso y Sentó Sé – zona en donde había ejercido la abogacía con retórica oratoria, en calidad de rábula autorizado- era doctor a todos los efectos. Pero en la capital, por carecer de diploma universitario, le sustraían el impropio título. En el deseo de que este relato sea equidistante entre la ciudad y el sertón, usaremos indistintamente los dos tratamientos, teniendo así en cuenta a los rígidos formalistas y a los indiferentes liberales. En cuanto a las amigas reunidas en la sala de doña Flor, a ninguna le interesaba el problema:

– Doctor o no doctor, es un pico de oro, sabe hablar, tiene miel en la lengua…, es astuto… – resumía doña Emina, que había permanecido callada.

Estaban comentando los acontecimientos – casi un pequeño escándalo- ocurridos en la noche del cumpleaños de don Sampaio. Como el dueño de la zapatería era opuesto a toda fiesta y conmemoración, doña Norma se limitó, contra su voluntad, a preparar una comida abundante e invitar a los amigos y vecinos. Don Sampaio, que aunque parsimonioso era glotón, discutió la idea (como lo hacía todos los años) proponiendo a la esposa que no hiciera nada en casa, y que en cambio salieran a comer, los dos y el hijo, a un restaurante. Comerían bien, sin mucho gasto y sin barullo ni confusión. Y, como sucedía también todos los años, desde el casamiento, doña Norma reaccionó frente a tan prudente y parca sugestión: lo menos que podían hacer sin desdoro era ofrecer una comida americana «al vasto círculo de sus amistades». Desde la cama, con el dedo gordo metido en la boca, don Zé Sampaio agotó los últimos argumentos, haciendo un alegato que a su juicio era indiscutible:

– Estoy en contra por varias razones, todas ellas válidas.

– Vengan esas razones, pero no me salgas con la vieja historia de que están bajando las ventas de zapatos, porque yo vi las estadísticas

– No se trata de eso…, escucha sin interrumpir. Primero que no me gusta ese asunto de la comida americana, con todo el mundo de pie. Me gusta comer sentado a la mesa. Con ese intríngulis americano que ustedes inventaron ahora, todo el mundo se queda alrededor de la mesa, y yo, como soy tímido, acabo comiendo las sobras; cuando me voy a servir ya acabaron con todos los fritos, ya no hay más pechuga de pavo, sólo quedan las alas. Tercero: esto peor por ser mi casa; como dueño de casa tengo que servirme el último, y cuando lo hago no encuentro nada, me quedo con las manos vacías, como poco y mal… Cuarto: en el restaurante no sucede eso; uno se sienta, elige los platos… Y como se celebra el cumpleaños, cada uno puede elegir dos…

Esos dos platos eran su conmovedora concesión a la familia y a la gula. A doña Norma le costaba aguantar hasta que terminara su razonamiento:

– Sampaio, hazme el favor, no seas ridículo. Primero: todos nos invitan a las fiestas de sus cumpleaños…

– Pero yo nunca voy…

– Algunas veces vas… y cuando vas comes por cinco… Segundo: no me vengas con eso de que en la comida americana te sirves poco y de que eres tímido. En el cumpleaños de don Bernabó», al que fuiste sólo porque el hombre es extranjero, te serviste en el plato casi la mitad del soufflé de langostinos, sin hablar de las empanadas…, un atracón…

– ¡Ah! – suspiró don Sampaio- , la comida de doña Nancy es una maravilla…

– La mía también…, no tiene nada que envidiarle. Tercero: aquí en casa nunca te sirves el último, eres el primero en servirte, un mal educado, nunca vi otro igual. Una grosería…, el dueño de casa… Cuarto: en una cena mía nunca falta comida, alabado sea Dios. Quinto: la comida de restaurante…

– Basta… – suplicó el comerciante cubriéndose totalmente con las sábanas- . No puedo discutir, tengo la presión alta…

Una comida de doña Norma era un banquete; si tenía veinte invitados, hacía comida para cincuenta; con razón, pues todos los pobres de los alrededores venían a limpiar los sobrantes de las bandejas y a beber lo que quedaba en las botellas. En esa ocasión, para el cumpleaños de don Sampaio, trajo toda la vecindad a su casa, incluso a los Bernabós (doña Nancy procurando engranar en la rueda de las amigas y don Héctor hablando de negocios y haciendo alardes sobre el progreso de la Argentina). Era un terrible patriota porteño este señor Bernabó, que estaba permanentemente haciendo comparaciones entre la Argentina y el Brasil, y siempre, claro, con ventaja para su patria, destacando en las conversaciones y las discusiones el desarrollo argentino, las riquezas, el clima – con las cuatro estaciones bien definidas, y no este calorazo que hay aquí todo el año- , con ferrocarriles ejemplares, y no este embrollo de aquí con trenes sin horario; con frutas finas, europeas, vinos, pan de trigo puro y carne abundante y jugosa, de ganado de raza. Doña Nancy, que se alarmaba cuando el marido se desbocaba en argumentos cívicos, rompió su silencio para contenerlo:

– Pero, Bobó, acá también hay cosas buenas…, mirá los ananases, por ejemplo…, buenísimos 2 -le volvía loca el ananá y además temía ver al marido en un conflicto, andando a los sopapos con algún patriota brasileño de los bravos, algún militante del «orgullosismo» nacional, cosa que por otra parte ocurrió más de una vez. En cierta ocasión, en uno de esos debates geo-económicos, don Chalub, el del mercado (hijo de sirios, brasileño de primera generación y por eso mismo un chauvinista exaltado), perdió los estribos:

– Si la industria de ustedes es mucho mejor, si allí la vida es tan formidable, ¿por qué entonces vino usted a montar aquí su horno de ladrillos? – De esta manera, el brasileño rebajaba de categoría la fábrica de cerámica del argentino.

También el pintor Carybé (el que hizo el retrato de Dionisia de Oxóssi vestida de reina, empuñando el ofá y el erukeré), una vez que fue a consultar con el argentino la posibilidad de cocer en su horno unas piezas folklóricas, se vio envuelto con él en una polémica en torno al tango y la samba, y acabó por explotar:

– Nada…, una tierra en donde no hay mulatas, en donde no hay más que puras blancuchas, es un lugar en donde no se puede vivir… ¡Hágame el favor!

En el cumpleaños de don Sampaio, el temerario defensor de la grandeza argentina estuvo cordialísimo. Si bien es cierto que exaltó a su tierra, no lo hizo en detrimento de las cosas brasileñas. Por el contrario, tejió un verdadero himno al pueblo de Bahía, a su modo de ser, su amabilidad, su bondad. Así que la fiesta del tendero fue un éxito social, sólo empañado por el incidente entre doña Flor y don Aluisio (cuya repercusión, por otra parte, quedó limitada al círculo de las amigas y las comadres).

Doña Flor tuvo sus dudas acerca de si podía o no asistir a la celebración de su cumpleaños. Tratándose de una comida con tantos invitados, ¿no adquiría carácter de fiesta, algo incompatible con su luto? Todavía no había pasado un año de la muerte del marido. En realidad faltaban sólo unos días, pero una viuda debe ser rígida en sus principios, ya que la ideología de la viudez es sectaria y dogmática, y al menor desvarío, la jauría de las comadres se abalanza sobre la transgresora, condenándola y vituperándola.

Doña Norma se rió de sus escrúpulos: ¿desde cuando una cena, una simple cena de cumpleaños, era algo prohibido a las viudas? No se trataba de un baile, ni siquiera de «un asalto»; y aunque Artur y sus amigos, muchachos y muchachas estudiantes, pusieran algún disco y bailasen una samba, eso no pasaría de ser diversión de jóvenes, un inocente pasatiempo que no estaba en contra del rigor de los plazos en la etiqueta del luto, en el ceremonial de la viudez, y que no iba a escandalizar al difunto en su fosa. Por lo demás, doña Flor pasó el día prácticamente dedicada al aniversario de don Sampaio. En su cocina, y con la ayuda de Marilda, hizo el vatapá – una caldera- y la mokeka de pescado, una delicia, mientras doña Norma preparaba los otros manjares. Convencida, doña Flor asistió a la reunión. Ojalá no hubiera ido, se habría evitado el disgusto. Cuando estaba ya la casa llena de gente y se estaba sirviendo la mesa, llegó doña Enaide desde el Xame- Xame, trayendo en una bandeja de quindins, una corbata para don Sampaio y las disculpas del marido, que los sábados por la noche era un infalible asistente a una rueda de póker, y siempre rechazaba ese día cualquier otro compromiso. En compensación trajo con ella a don Aluisio, para muchos el doctor Aluisio, el ya citado rábula y notario de las márgenes del río Sao Francisco, aquel que era soltero a medias y al que su parienta proponía como candidato a la mano de doña Flor. Llegó enfundado en un traje flamante, de tono oscuro y cálido, pimpante, con su nariz ganchuda y fuerte, la calva reluciente, los ojos vivaces y escrutadores, y saturado de agua de colonia y talco. Un maniquí. Doña Enaide puso énfasis en las presentaciones, orgullosa del cuñado influyente en el sertón:

– Aluisio, quiero presentarte a doña Flor Guimaráes, la viuda más bonita de Bahía…

– Enaide, no haga bromas…

El doctor Aluisio se inclinó para besarle la mano y una ola de perfume quedó en el aire cubriendo a doña Flor:

– Señora mía, éste es un momento emocionante de mi vida. Mi cuñada me escribió sobre usted, contando maravillas…, pero veo que se quedó corta; sólo un poeta podría describirla, señora…

Al mismo tiempo desnudaba a Flor con una mirada lenta y ávida, arrancándole el vestido y la combinación, el corpiño y la bombacha. Doña Flor nunca se sintió tan desnuda; aquella mirada le medía las curvas de las nalgas, la dureza de los senos, la rosa del vientre. Su mirada fue transformándose y pasó del análisis a la aprobación, y la sonrisa amable y cortés se desplegó en una risa de satisfacción.

Todo ello sin soltar su mano, aprisionándola en la suya mientras la desvestía y la juzgaba; la juzgaba, sí: iba valorando a un tiempo su cuerpo y su espíritu, concluyendo que estaba ante una presa fácil y segura. Con su experiencia de Don Juan del interior, calificó a doña Flor como una mujer que fingía, y mucho. Él conocía esas mujeres de apariencia tranquila: casi todas unas impostoras, unas hipócritas que en la cama eran un demonio suelto, unas desenfrenadas.

En las pequeñas ciudades del Sertón, donde las mujeres carecían de derechos y eran siervas dependientes de la voluntad del marido, su señor, y su vida estaba limitada por las fronteras del hogar, don Aluisio había sorprendido más de una vez en el fondo de unos ojos humildes y detrás de un discreto comportamiento la ardiente respuesta a su impúdica invitación.

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