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Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 9)



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¡Ah!, estas aguas mansas esconden tempestades; bajo el aparente decoro y la reserva del luto, ¿en qué tormenta interna no se estaría debatiendo doña Flor, mujer joven y sana? El doctor Aluisio recordaba otras que tenían la misma modesta apariencia, sumidas en la oscuridad de sus casas, encadenadas por un código de honor medieval, pero que en cuanto surgía una ocasión propicia dejaban a un lado, con incomparable ingenio, las objeciones y los temores, revelándose verdaderas expertas en la tarea de ponerles cuernos a los terribles guardianes. Y de cuando en cuando algún esposo traicionado debía imponer su ley con unos tiros o unas puñaladas.

En sus horas de ocio – la mayor parte del tiempo, pues el escritorio le daba poco trabajo– el notario se dedicaba a las mujeres, a su estudio y conocimiento «cuando era posible, íntimo», hasta el punto de que el juez de Piláo Arcado, el doctor Vival Pitongo, lo clasificó como «sicólogo emérito, sutil confidente del alma femenina y erudito lector de los clásicos». Las lecturas clásicas de Aluisio se reducían a traducciones nacionales o portuguesas de la mitología griega y a aspectos, en general licenciosos, de la vida en el Imperio Romano. Con referencia a las mujeres, tenía un ojo clínico, lo que le había facilitado algunas aventuras y una amplia fama de seductor irresistible, terror de los maridos. A pesar de la calva y de la narizota, algunas mujeres enfrentaron por él el pecado, el código feudal, las leyes de la venganza.

Pues bien, esa mirada de lince del Casanova del Río Sao Francisco captó de entrada lo más mínimo de doña Flor, el contenido de sus pensamientos, apoderándose de sus secretos después de haberla desvestido de ropas y adornos. Su descarado modo de mirar no tenía otro sentido: don Aluisio la desnudaba por fuera y por dentro, y acabó por concluir que le gustaba, que la encontraba conquistable e incluso fácil.

Para él doña Flor no era la viuda más recta y honesta de Bahía, título concedido por los bebedores del bar de Cabeca, aquélla por la cual hasta las más malignas de las comadres ponían la mano en el fuego en la seguridad de que podían retirarla sin quemarse.

Y hablando de mano, el rábula seguía reteniendo en la suya la de doña Flor, apretándola suavemente, en una caricia casi imperceptible. Doña Flor se dio cuenta a la vez de cómo el tipo la desvestía, del concepto que le merecía y de la mano tomada como un anticipo de posesión. Palurdo atrevido, lleno de petulancia y seguro de sí mismo: si ella no reaccionaba de inmediato, si no le cortaba en seguida las alas, más adelante sería capaz de cualquier intolerable osadía. Bruscamente, poniéndose ceñuda, le retiró la mano. No se dio por avisado el seductor de Catundas:

– Permítame una confesión, estimada amiga…, aunque tengo que resolver unos asuntos en la capital – de la repartición que dirijo- , y parientes a quienes visitar, antes que todo fue el deseo de conocerla lo que me trajo a Salvador… Enaide, en sus cartas

Pero doña Flor, viendo entrar en la sala a doña Dagmar, alumna suya y amiga de los Sampaios, dejó plantado al maestro Aluisio:

– Con su permiso…, tengo que hablar con aquella amiga… Doña Dagmar, una desbocada sin inhibiciones, le preguntó de inmediato:

– ¿Quién es ese papagayo pelado? ¿Un pretendiente?. .

– Déjeme en paz, mujer…, es el cuñado de Enaide, un doctor Aluisio, jefe político de no sé dónde…

– ¡Ah!…, es ése… Oí hablar de él… Dicen que es un mandamás en el Sao Francisco…, nena, déjame comer algo…

En el comedor, los invitados asaltaban las mesas en medio del estrépito de platos, cubiertos y bandejas, antes repletas de comida, que volvían vacías a la cocina.

La cena de cumpleaños de don Sampaio fue todo un éxito. La casa abarrotada por gente del comercio, colegas del Clube dos Lojistas, parientes, vecinos y amigos de doña Norma, formando grupos en las salas y en el balcón; también la cocina estaba llena de los ahijados y comadres de doña Norma y los pobres del alrededor. En un rincón de la sala, junto a la mesa principal, el festejado, don Zé Sampaio, comía con avidez y a prisa, lanzando miradas de reojo a la mesa con el absurdo temor de que se acabara la comida antes de que él pudiera repetir el plato. Medio escondido, para que no viniesen a trabar conversación con él, perturbándolo. Pero el argentino Bernabó, con los labios amarillos por el dendé, eructando de puro harto, felicitaba al dueño de casa:

– Macanudo, amigo. La comida, deliciosa… 3

Durante un rato, doña Flor estuvo ayudando a doña Norma y a las empleadas (todas las de la vecindad), pero, al disminuir el movimiento, consiguió una silla en un rincón del balcón, desde donde observaba las peripecias de la cena: don Vivaldo, el de la funeraria, ya iba por el cuarto plato; el doctor Ives se atragantaba de postres, don Aluisio, con un palillo de dientes en la boca, se fue acercando como quien no quiere la cosa hasta apoyarse en la balaustrada del balcón junto a doña Flor:

– Un festín romano… – sentenció.

Doña Flor, por un instante, estuvo a punto de no responder, pero finalmente lo hizo; no tenía motivos para ser desconsiderada.

– Cuando Normita da una cena no escatima la comida…

Don Aluisio miraba hacia los lados interrumpiendo la conversación, dejándola languidecer. Doña Flor se volvió para observar el movimiento de la sala. Fue entonces cuando oyó la susurrante voz del notario que le decía, en un murmullo:

– Dígame una cosa, preciosa…

– ¿Cómo? – dijo ella sobresaltada.

– ¿Qué le parece si salimos de aquí y vamos a ver la luna en la Lagoa de Abaeté? Usted va saliendo y me espera en el Largo…

Pero doña Flor ya estaba de pie, con un nudo en la garganta:

– ¿Por quién me toma?

El doctor Aluisio sonrió tranquilamente, como si él supiese muy bien lo poco que significaba esa indignación; estaba acostumbrado a esas primeras y bruscas reacciones.

– Un paseo, nada más…

Doña Flor ni siquiera pudo responder; la angustia le hacía arder el rostro, le oprimía el pecho. ¿Estaba tan a la vista su necesidad de un hombre, su desatinado deseo? Casi corriendo, entró en la sala.

– ¿Qué te pasa, Flor? – le preguntó Marilda, al verla tan nerviosa, con las manos temblando.

– No sé, tengo palpitaciones… No es nada…

– Siéntate aquí…, voy a buscarte un vaso de agua

– No es necesario…, voy a conversar con tu madre…

En el círculo de las amigas, oyendo burlas y comentarios sobre la gula de algunos invitados, doña Flor se fue reponiendo del lance, olvidando la sonrisa cazurra y las palabras ofensivas del atrevido. Un cínico… ¡Invitarla a ver la luna en una noche cerrada como aquélla, que parecía de alquitrán! Al rato comenzó a participar en la conversación, divirtiéndose con las observaciones que hacían doña Amelia y doña Emina. Doña María del Carmen nunca había visto antes a don Sampaio en plena acción, durante un almuerzo o una cena: estaba apabullada. En un momento dado, cuando la conversación era más ruidosa y alegre, he aquí que el insistente galán sanfranciscano, del brazo de su cuñada doña Enaide, se entremetía preguntando:

– ¿No hay lugar para dos? ¿O se habla de algo prohibido para hombres?

– Siéntese…

Doña Flor no se dio por enterada de la presencia del notario, el cual, poco después, ya estaba leyéndole la mano a doña Amelia, haciéndola reír con sus picardías. El tipo era ingenioso, la misma doña Flor se rió una o dos veces con sus dichos. Le anunció a doña Amelia viajes y riquezas. Después le tocó el turno a doña Emina. Muy serio, le anunció un hijo más, para muy pronto.

– Renegado sea el diablo…, ¿no basta con Anita, que llegó tan fuera de tiempo?… ¿Otra vez la mala suerte?…

– Esta vez va a ser un chico…, no fallo nunca…

Después de leerle la mano a doña Emina miró a doña Flor como si antes no hubiera pasado nada entre ellos; sus ojos la desvestían de nuevo, mientras se pasaba la lengua por los labios, en un gesto tan descarado que ella sintió que el corazón dejaba de latirle; ¿hasta dónde pensaba llegar ese tipo? Felizmente, las otras no se dieron cuenta. Extendiendo la mano para tomar la de doña Flor, dijo:

– Le llegó su turno…

– No quiero saber nada con eso. Puras tonteras…

Pero las otras lo exigieron entre carcajadas. ¿Qué iban a pensar ellas si se seguía negando? Sería peor. Y sin más aceptó. El doctor Aluisio se sonrió, victorioso; el especialista en almas femeninas no se equivocaba nunca.

Puso sobre su mano la mano izquierda de doña Flor con la palma hacia arriba. Con uno de los muy cuidados dedos suyos iba marcando las líneas reveladoras, con un roce muy suave y sutil. Doña Flor estaba rígida y tensa.

– Tiene una excelente línea de la vida…, va a vivir más de ochenta años… – se quedó callado un instante, como examinando atentamente la mano de la viuda- . Veo grandes novedades…

– ¿Novedades? ¿Cuáles? – preguntaron, excitadas, las amigas.

– En la línea del amor… veo un nuevo amor…, un caso, toda una pasión…

– Disculpe… – dijo doña Flor, queriendo apartar su mano. Pero don Aluisio la retuvo entre las suyas:

– Espere…, todavía no acabé…, oiga lo que falta.., un señor del interior…

Bruscamente, doña Flor se levantó, arrancando violentamente su mano de entre las del rábula.

– Yo no le di motivos para su atrevimiento… Y salió de la sala como una tromba, dejando a las amigas aterradas y a doña Enaide sumamente ofendida:

– Qué manteca derretida… Díganme, ¿acaso Aluisio se propasó? ¿Estuvo grosero? Si era sólo una broma para divertirse…, yo no tolero esa clase de gente, que hace esas estupideces. Porque, en fin, ¿quién se cree que es?, ¿una princesa?

Sólo el notario conservaba la calma, disculpando a doña Flor:

– Pobre…, lo comprendo, está tan nerviosa…, es una enfermedad que yo conozco: la que afecta a todas las viudas jóvenes que no se han vuelto a casar. Es el camino hacia la histeria…, las ciudades chicas están llenas de casos así…, solteronas y viudas que se ofenden por cualquier cosa, que lloran, que viven entre desmayos y arrebatos. Cuando llegan a viejas se convierten en locas, pero no peligrosas…

Doña María del Carmen lo interrumpió:

– Mire que yo también soy viuda, doctor, y me voy a ofender…

El rábula la estudió con ojos de entendido: era una mulata con los cascos aún en buen estado, bien conformada, compacta, que podía aguantar unos trotes. El doctor Aluisio no era hombre que perdiese el tiempo; borrando a doña Flor, le dijo:

– Muéstreme su mano izquierda, por favor, quiero aclarar algo…

Tomó la mano de doña María del Carmen entre las suyas, la miró en los ojos, con aquella su mirada de pícaro rústico y le preguntó:

– ¿Puedo decirle la verdad o prefiere que le mienta?

Doña Flor se había ido, y Marilda y doña Norma fueron a verla a la casa; allí estaba, bañada en llanto, en un estado tal de nerviosidad que doña Norma le dijo, repitiendo al maestro Aluisio, de Piláo Arcado:

– ¿Qué es eso, Flor, te estás volviendo histérica?

9

Llamado de doña Flor, en clase y divagando

Déjenme en paz con mi luto y mi soledad. No me hablen de esas cosas, respeten mi condición de viuda. Vamos al fogón: el batapá de pescado (o de gallina) es un plato delicado, fino, el más famoso de toda la cocina de Bahía. No me digan que soy joven; soy viuda; estoy muerta para esas cosas. Batapá para servir a diez personas. (Y para que sobre, como es debido.)

Traigan dos cabezas de garoupa fresca; puede ser también de otro pescado, pero no sale tan bien. Tomen sal, cilantro, ajo, cebolla, algunos tomates y el jugo de un limón. Cuatro cucharadas soperas del mejor aceite suave, tanto sirve el portugués como el español; oí decir que el gallego es todavía mejor, pero no lo sé. Nunca lo usé porque no lo he visto en los comercios. Y si encontrase un novio, ¿qué haré? ¿Si viene alguien que avive de nuevo mi muerto deseo, enterrado con la pesadumbre del difunto? ¿Qué saben ustedes, nenas, de la intimidad de las viudas? Deseo de viuda es deseo de libertinaje y de pecado; la viuda que es seria no habla de esas cosas, no piensa en esas cosas, no conversa sobre esas cosas. Déjenme en paz, en mi fogón. Rehoguen el pescado con todos esos condimentos y pónganlo a hervir con muy poca agua, sólo un poquito, casi nada. Después, se filtra y se lo deja aparte. Y continuamos.

Aunque mi lecho sea sólo una triste cama para dormir, sin otra utilidad, ¿qué importa? Todo en el mundo tiene sus compensaciones. Nada mejor que vivir tranquila, sin sueños, sin deseos, sin consumirse en llamaradas, con el sexo abrasado por el fuego. No puede haber vida mejor que la de la viuda seria y recatada, una vida pacata, libre de ambiciones y deseos. Pero ¿y si mi lecho no fuera sólo una cama para dormir, sino un desierto sin salida, al que hay que cruzar sobre las ardientes arenas del deseo? ¿Qué saben ustedes de la intimidad de las viudas, de su cama solitaria, de la pesadumbre dejada por el difunto? Aquí vinieron a aprender a cocinar, no a saber el precio de la renuncia, el precio que se paga, en ansia y soledad, para ser una viuda honesta y recatada. Continuemos la lección.

Tomen el rallador, elijan los cocos y rállenlos. Rallen con ganas, vamos, rallen, a nadie le hizo nunca mal un poco de ejercicio (dicen que el ejercicio aparta los malos pensamientos, no lo creo). Junten la masa blanca bien rallada y caliéntenla antes de exprimirla: así la leche será más gorda, leche pura de coco sin ninguna mezcla. Déjenla aparte.

Una vez conseguida esa leche primera, la gorda, no tiren la masa, no sean despilfarradoras, que los tiempos no están para derrochar. Tomen la misma masa y denle un hervor en un litro de agua. Después exprímanla para obtener la leche floja. Ahora sí, tiren la masa sobrante, pues ya es sólo bagazo.

La viuda es sólo bagazo, limitación e hipocresía. ¿En qué país entierran a la viuda junto con el marido? ¿En qué país queman su cuerpo junto con el cuerpo del difunto? Es mejor así, ser quemada de una vez, reducida a cenizas, y no consumirse en fuego lento y prohibido, quemarse por dentro en la ansiedad y el deseo: por fuera hipocresía, el recato de las ropas negras, los velos que cubren una penosa geografía de miedo y de pecado. La viuda es sólo bagazo y pena.

Descortecen ese pan duro y una vez descortezado pónganlo a ablandar en la leche. En la máquina de picar carne (bien lavada), pongan a picar el pan así ablandado en coco, picando también almendras, langostinos secos, castañas de cajú, jengibre, y no olviden la pimienta rabiosa a gusto del paladar (a unos íes gusta un batapá cargado de pimienta, otros lo prefieren con sólo una pizca, una sombra de picante).

Una vez molidos y mezclados estos condimentos, pónganlos con el ya hervido jugo de garoupa, uniendo condimento con condimento, el jengibre con el coco, la sal con la pimienta, el ajo con la castaña, y pongan todo al fuego hasta que se espese el caldo.

¿No influirá el batapá sobre la gente? La fuerza del jengibre, la pimienta, las almendras, el poder de estos lascivos condimentos ¿no dará calor a sus sueños? ¿Qué sé yo de tales necesidades? Jamás necesité ni jengibre ni almendras: eran su mano, su lengua, su palabra, sus labios, su perfil, su gracia…, ¡era él quien me descubría apartando las sábanas, apartando el pudor, para dar lugar a la loca astronomía de sus besos, para encenderme en estrellas, en su miel nocturna! ¿Quién me desvestirá ahora, apartando los velos del pudor, en mis sueños de viuda solitaria en la cama? ¿De dónde me viene este deseo que me quema el pecho y el vientre si faltan su mano, sus labios, su perfil de luna, su risa agreste, si falta él? ¿Por qué este deseo que nace dentro de mí? ¿Por qué tanta pregunta, por qué este interés por saber lo que pasa en lo más íntimo de una viuda? ¿Por qué no dejan que los negros velos del luto cubran mi rostro; velos de prejuicio, que ocultan mi faz, mi vida dividida entre el pudor y el deseo? Soy una viuda, y no está bien que hable de tales cosas; ni siquiera hablar de ellas condice con mi estado. Una viuda cocinando en el fogón al batapá, midiendo el jengibre, las almendras, la pimienta. Y sólo eso.

A continuación agreguen leche de coco, de la gruesa y de la floja, y finalmente el aceite de palma, dos tazas bien medidas: flor de aceite de dendé, color oro viejo, el color del batapá. Dejen cocer todo bastante tiempo, a fuego lento, y revuélvanlo constantemente con una cuchara de madera, siempre hacia el mismo lado; no dejen de remover porque si no el batapá se agruma. Muevan, remuevan, vamos, sin parar, hasta llegar exactamente al punto justo.

Mis sueños me consumen a fuego lento; no tengo culpa, soy sólo una viuda partida por la mitad: por un lado una viuda honesta y recatada, por el otro una viuda lasciva, casi histérica, que se deshace entre desmayos y arrebatos. Este manto de pudor me asfixia, y de noche recorro las calles en busca de marido, de un marido a quien servir el batapá dorado de mi cuerpo cobrizo, de jengibre y miel.

Ya está a punto el batapá. ¡Vean qué belleza! Para servirlo sólo falta verter un poco de aceite de dendé en la cima, crudo. Sírvanlo acompañado de acaca y los maridos y los novios se chuparán los dedos.

Y hablando de novio, avisen a todos, para que todos lo sepan: hay una viuda joven, con cierta gracia suave y cierta hermosura, la piel de color mate, hecha de oro y cobre, gran cocinera, tan trabajadora, honesta y bien hablada como no hay otra igual en toda la ciudad y en el Recóncavo, una viuda de primera con una cama de hierro, un pudor de virgen y un fuego que le abrasa el vientre.

Si supieran de alguien interesado, mándenselo corriendo, a cualquier hora, de mañana, de tarde, a medianoche, por la madrugada, con sol o con lluvia, pero mándenlo con el juez y el cura, con papeles de matrimonio. Mándenlo con urgencia, con la máxima urgencia.

Lanzo este llamado a los cuatro vientos, al capricho de las corrientes submarinas, de las fases de la luna y la marea, en la estela de cualquier navegación de altura o de cabotaje, pues soy un puerto difícil de descubrir, un golfo recóndito, un fondeadero de naufragios. Quienes sepan de un soltero en busca de viuda para casarse, díganle que aquí está doña Flor al fogón, junto al batapá de pescado, consumida en el fuego y la maldición.

10

Un día no pudo más y se desahogó con doña Norma: «Por fuera honesta continencia, por dentro un pozo de excrementos.» El deseo nacía de ella, de su pecho, del silencio, de la divagación, de la soledad, del sueño. Sin motivo, sin punto de partida, sin semilla ni raíz. Nacía de ella – «de mi misma maldad, Normita»- , de su cuerpo afiebrado, creciendo en aquella carne abonada de ausencia, de penuria, de maldiciones; un ansia plantada en el estiércol de su condenación:

– Estoy condenada, Normita; no quiero pensar en eso, y pienso; no quiero ver y veo; no quiero soñar y sueño toda la noche. Todo en contra de mi voluntad, todo sin querer. Mi cuerpo, el maldito no me obedece, Normita.

El folleto de yoga, leído y releído, le había informado que se trataba de la «batalla crucial entre la inmunda materia y el espíritu puro», que luchaban en su intimidad, cosa temible. La aborrecible materia de su cuerpo abalanzándose con una furia maldita contra el pudor de su espíritu, quebrando la placidez de su vida, de su equilibrio. Ya no había ninguna clase de armonía entre su voluntad y sus instintos. Todo era confuso: de un lado una viuda que era ejemplo de dignidad, del otro lado una hembra joven y necesitada. Caso grave, que exigía, de acuerdo a la receta del folleto, «una fuerte concentración de pensamiento y ejercicios diarios».

Ningún resultado le dieron ni la mística literatura ni los penosos ejercicios; todavía más penosos para doña Flor, que era gordita y aun algo rechoncha. Para ver si lograba el elegiaco equilibrio prometido, realizó durante unas dos semanas las contorsiones más absurdas. Doña Dagmar, a pedido suyo, dio algunas lecciones y doña Flor se sometió a sus instrucciones llena de paciencia y esperanza. Doña Dagmar no regateaba elogios a los métodos yogas, ¡formidables!, ella logró adelgazar cuatro kilos. Pero con doña Flor fue un fracaso total: ni siquiera adelgazó. En vez de calma y equilibrio, lo único que consiguió fue cansarse, quedar con el cuerpo dolorido y no por eso menos ávido y audaz, menos urgido por su necesidad.

Tampoco quedó satisfecha con los brillantes análisis científicos de doña Gisa, abarrotada de nombres ininteligibles, un embrollo para doctores: complejos, libido, subconsciente, represiones, tabúes.

– Para usted, Flor, viuda llena de represiones y complejos, el sexo es tabú.

Tabú o no tabú, consciente, inconsciente o subconsciente, a causa de la represión y del complejo o por simple deseo de mujer, lo cierto es que esto era una desesperación que duraba la noche entera, con sueños eróticos que la arrastraban a la bacanal, y la conversación de la gringa no le servía para nada. Pues si resolviera seguir las indicaciones que expresaban sus latines, lo que debería hacer es salir por las calles a fornicar con el primer macho que encontrase, destruyendo sin más toda clase de represiones y complejos, estrangulando en la cama de hierro al miserable tabú, deshonrándose ella y deshonrando la memoria del difunto para siempre.

Doña Norma, en cambio, tenía la buena sabiduría popular, la experiencia viva, la comprensión humana. Fue directamente al asunto:

– Eso quiere decir que necesitas un hombre, mi santa. Eres joven, no tienes ninguna enfermedad grave, y que yo sepa no estás castrada, ¿qué quieres? Hasta las monjas se casan para poder soportar la castidad – se casan con Cristo- y aun así hay algunas que le ponen cuernos a Jesús – y, sonriendo al acordarse- : ¿Recuerdas aquella monja del Desterro que quedó embarazada del panadero y terminó siendo artista de teatro? Hace tiempo, ¿te acuerdas? No se hablaba de otra cosa…

Ni siquiera la imagen de la monja en un escenario de teatro divertía a doña Flor, que, dramáticamente obsesionada por su problema, no prestaba atención a las digresiones de su amiga:

– Pero, Normita, yo soy una viuda…

– ¿Y eso qué? ¿O tú crees que las viudas no son mujeres? Una viuda, que yo sepa, también piensa en los hombres, sueña con los hombres, mira a los hombres…, por ejemplo ésa…

– Bien sabes que yo no soy de esas que viven empeñadas en casarse. Una vez hasta me criticaste, calificándome de grosera…

– Así fue. Sé que tú no eres ninguna casquivana…, pero te voy a hablar claro: tú eres una viuda calentona y te estás poniendo insoportable. Ya has cumplido un año de viuda y en vez de mejorar estás empeorando, como si hubieras enviudado ayer. Antes todavía te reías si uno te hablaba de noviazgo y casamiento. Pero desde hace un tiempo no quieres ni escuchar una broma, te da por enojarte…

– Tú sabes bien por qué… Hasta que apareció el timador…

– ¿Y sólo porque el tal «Duque» – «Duque» o «Príncipe»- anduvo rondando por aquí te volviste peor que una monja? Si a él le dio por buscarte es porque le pareciste un buen bocado. Ahora bien, sólo porque don Aluisio te haya hecho un avance, un tanteo, te trancas en casa, casi no sales, no enfrentas a ningún hombre, como si los hombres fuesen animales feroces… Después de todo, don Aluisio sólo quería…

– Yo sé lo que él quería…

– Quería dormir contigo, querida… Está claro… Son muchos los que quisieran, los que andan por ahí probando cualquier cosa… Tú eres una viuda despampanante… y hay muchos gavilanes en acecho…

– Será que yo tengo cara de sinvergüenza para que esos atrevidos se animen a…

– ¿Y quién dice que ellos necesiten que una mujer sea descarada para querer acostarse con ella? A pesar de tu cara de verdugo…

– Pero, Normita, ¿qué puedo hacer yo?

– Mujer, tú necesitas apagar ese fuego… Si no duermes bien, si no descansas, si no tienes sosiego, es porque te está ardiendo el rabo en un fuego infernal…

– Cálmate, Normita, renegado sea el diablo…

– Pero ¿no es eso mismo? ¿No es verdad?

– ¿Y qué quieres que haga? ¿Que me desgracie y me convierta en una indecente? No soy ninguna desvergonzada, no nací para tener amante. Para mí esas cosas sólo con mi marido…, sólo porque sueño con esas tonterías ya me dan ganas de morir… Debo parecer una mujer de la vida, para que tú me digas eso…

– No seas tonta, ¿qué te dije yo para que te ofendas?…

– ¿Tú no dijiste…?

– Dije y repito que te está ardiendo el rabo, o, como le decía una hija de una amiga a la madre: «Mamá, mi cosa se convirtió en una hoguera, está ardiendo.» Tú estás más o menos así. Pero eso no quiere decir que no seas seria…, al contrario…, eres seria y mucho, si no, con todo ese fuego, ya habrías abierto las piernas… Eres seria y hasta demasiado, pareces una fiera…, no te das cuenta de la cara que pones cuando un hombre te mira…

– ¿Debo sonreír y decir: «Venga a dormir conmigo…»? Prefiero morirme. Sólo fui a la cama con mi marido…

– Y sólo debes ir con tu marido…

– Mi marido murió…

– Murió el primero… Nada impide que tengas otro. Eres joven, Flor, no llegaste a los treinta…

– Los voy a cumplir a fin de año…

– Una chica todavía… Hija mía, para lo que tú tienes, que no es enfermedad ni locura, sólo hay dos remedios: o el casamiento o la desvergüenza. O si no entrar de monja en un convento. En ese caso hay que tener cuidado con los panaderos, los lecheros, los jardineros y los curas, para no ponerle los cuernos a Dios Nuestro Señor.

– No bromees, Normita.

– No estoy bromeando, Flor. Si fueras una descarada podías continuar viuda, vestida de luto, yendo por ahí, de uno en otro, divirtiéndote, desahogándote. Pero como no eres nada de eso, como eres realmente seria, entonces tienes que casarte, no puedes hacer otra cosa…

– El deseo de una viuda, Normita, se entierra con el difunto; la viuda no tiene derecho ni siquiera a los recuerdos cameros, a recordar las noches en que yogaban, cuanto más las ilusiones de noviazgo y casamiento, de otro marido. Todo eso no pasa de ser un insulto a la memoria y a la honra del finado.

El deseo de una viuda es tan vivo como el de una doncella o el de una casada si no más, loca; de este modo le respondía, enérgicamente, doña Norma. Casarse de nuevo no es ningún insulto a la honra del difunto; cualquier mujer puede reverenciar la memoria del marido muerto y al mismo tiempo ser feliz en compañía de un segundo esposo. Sobre todo ella, doña Flor, cuyo primer casamiento había sido tan inusitado y no siempre alegre, para no decir lo peor.

Fue una conversación larga y beneficiosa, a solas las dos amigas, con esa intimidad que sólo es posible cuando hay verdadera estimación. Dos hermanas no se entenderían tan bien. Y doña Flor quedó finalmente convencida. Quizá ya lo estuviese antes, tras el cruel debate consigo misma. Pero no lo hubiera confesado jamás, sin embargo, si doña Norma no le arrancase los velos del prejuicio, de un falso luto podrido de deseo…

– Pero, Normita, ¿qué adelanto con estar de acuerdo? ¿Quién me va a querer de novia? Nadie quiere ser el que come las sobras del muerto, y yo no voy a salir a ofrecerme…, me voy a morir consumiéndome…

– Quítate el cartel y apuesto a que antes de seis meses…

– ¿Qué cartel?

– Ese que llevas en la cara: «Soy viuda para siempre, no existo para la vida y para el casamiento.» Decídete, vuelve a reír, a ser igual a todo el mundo y te juro que en menos de seis meses…

Esta conversación tuvo lugar unos días después del carnaval, que aquel año cayó muy tarde, siendo ya marzo, más o menos un mes después del primer aniversario de viuda de doña Flor.

En la mañana de aquel fúnebre aniversario, doña Flor estuvo en el cementerio con lágrimas y flores, demorándose junto al túmulo largo tiempo, como si allí encontrase alivio y calma. Fue uno de los días más tranquilos entre todos los de su confusa época de viuda; sólo se sentía triste por el recuerdo del difunto, con una nostalgia profunda y sedante. Los días de carnaval le resultaron más penosos. La música y las canciones, muchas de las cuales eran las mismas del carnaval anterior, le traían recuerdos de aquel terrible domingo. Al acodarse en la ventana para presenciar el paso de una comparsa, una murga, un conjunto, una agrupación, recordaba a Va- dinho, muerto en el suelo del Largo Dois de Julho, entre serpentinas y confetis, vestido de bahiana. Cuando el Afoxé de los Hijos del Mar, desfilando en todo su esplendor, se detuvo frente a la Escuela de Cocina: Sabor y Arte, obedeciendo al silbato de Camafeu, y la negra Andreza de Oxum alzó el estandarte de la reina de las aguas y danzó un paso deslumbrante – las ventanas llenas de gente, la calle abarrotada, los aplausos entusiastas- , doña Flor se deshizo en llanto, y todo el dolor, toda la ausencia se derribaron de golpe sobre ella. Hacía un año, con el cuerpo del finado extendido sobre la cama de hierro, todavía tuvo ánimos para espiar el paso del Afoxé sobre los hombros de doña Norma y doña Gisa, con el pecho lleno de vida y de muerte a la vez.

Tan brusca y reciente fuera la muerte que aún contenía cierta ilusión de vida. Sólo con el correr del tiempo habría de darse cuenta doña Flor, definitivamente, del vacío irremediable, de la ausencia definitiva.

En el carnaval anterior, con el muerto allí, pudo, sin embargo, ver el Afoxé por lo menos subrepticiamente.

Pero en este carnaval no podía soportar la gloriosa visión de los Hijos del Mar, marchando al ritmo de los atabales. Aun ignorando que esa detención del conjunto frente a su casa, esa interrupción del desfile, y la danza, las ondulaciones de Andreza cual un barco sobre las olas, eran el homenaje del Afoxé al siempre recordado socio y amigo, fallecido hacía un año, aun así, doña Flor no pudo contenerse: sólo veía su cuerpo desnudo y exangüe, muerto para siempre.

Le resultó difícil aquel carnaval, toda su vida era cada vez más difícil. Era como si el difunto aprovechase esa estruendosa alegría para mezclarse con la angustia de su deseo insatisfecho; y su sufrimiento fue aumentando hasta ser tanto y tan grande que doña Flor ya no pudo soportarlo más en silencio y soledad. No le fue posible seguir guardando su secreto por más tiempo, el pecho desgarrado, la cabeza embotada, exhausta. Doña Flor era un desecho. Y fue entonces cuando se confió a doña Norma.

Doña Norma le garantizó noviazgo y casamiento a breve plazo si de verdad estaba dispuesta a ello, sin máscara ni tapujos. Buscaron la aquiescencia de doña Gisa, pero la gringa le daba muy poca importancia al noviazgo y al casamiento, ridículas exigencias legales e inhumanas; había estado leyendo al príncipe Kropotkine y terminó mezclando el anarquismo con el psicoanálisis.

Con matrimonio o sin matrimonio, en opinión de la profesora de inglés, doña Flor tenía un «complejo de culpa» que la estaba torturando, y del cual se liberaría sólo cuando rompiese los tabús, «realizándose de cualquier modo». ¡Qué consejo más absurdo!: practicar el amor libre, arrimarse, tener un enamoramiento, una aventura, en fin, pero inmediata. Ni que doña Flor fuese una loca de atar o la más cínica y deschavetada de todas las viudas.

Doña Norma sí servía de ayuda y de consuelo: que doña Flor dejara de confundir el recato con el odio al mundo, la honestidad con el prejuicio, y doña Norma era capaz de apostar dinero a que en menos de seis meses verían a la viuda con un nuevo anillo en el dedo, por lo menos de novia.

Doña Gisa no apostaba: ¿por qué tenía doña Flor que esperar seis meses, soportando horrores? ¿Para qué esa tontería habiendo tanto hombre suelto por el mundo? Pero, de haber apostado, hubiese perdido: casi siempre, entre la sabiduría de los libros y la sabiduría de la vida, quien acierta es la vida.

Ya fuese que doña Flor se humanizó, yendo más allá de la seca urbanidad en su trato cortés, volviendo a sonreír y a conversar con uno y otro, gentil y atenta aunque siempre discreta, o fuese por simple casualidad (como es más probable), un mes después de su conversación con doña Norma y de la discusión con doña Gisa, se hicieron evidentes, y constituyeron un motivo de público debate, la proba inclinación y las honestas intenciones que ella despertó en el doctor Teodoro Madureira, socio de la Droguería Científica, de la esquina de Cabeca. Vibrante y victoriosa, doña Dinorá exigía reconocimiento:

– Lo adiviné hace muchos meses, lo vi en la bola de cristal y se lo dije a todo el mundo: un señor distinguido, hombre de bien, doctor y con dinero. ¿No salió verdad? ¡Mis albricias, señora doña Flor!

– Un gran partido, ¡qué suerte la tuya! – sentenció unánimemente el coro de amigas y comadres en medio de un delirio de bisbiseos.

11

Nadie sabe en qué momento comenzó a interesarse el farmacéutico. No es fácil determinar la hora y el minuto exactos en que comienza el amor, sobre todo ése que es el definitivo amor de un hombre, el amor de su vida, lacerante y fatal, independiente del reloj y del almanaque. Tiempo después, en un instante de mutuas confidencias, el doctor Teodoro le confesó a doña Flor, con cierto risueño estiramiento, que la venía mirando hacía mucho, desde antes que enviudara. Desde el pequeño laboratorio situado en los fondos de la farmacia la veía cruzar el Largo, siguiendo sus pasos por Cabeca, contemplándola absorto. «Si alguna vez decidiera casarme lo haría con una mujer así, bonita y seria», monologaba junto a los tubos de ensayo, junto a los frascos de drogas. Un sentimiento puro y platónico, naturalmente, no era hombre de inquietarse por una mujer casada y dedicarle otros pensamientos menos nobles, poniéndole ojos golosos, o, mejor dicho (para repetir la misma expresión utilizada por el farmacéutico, exacta y elegante, adornando con sus galas estas letras vulgares y populacheras), con «los culpables ojos de la concupiscencia».

La que primero notó la inclinación del farmacéutico fue doña Emina, señora que por lo demás se preocupaba poco por la vida ajena: estaba enterada estrictamente de los chismes necesarios para no quedar atrasada con respecto a los sucesos que ocurrían a su alrededor. Al lado de las otras, ávidas por cualquier rumor, doña Emina era discreta y timorata.

Ocurrió el día del «trote», en que los principiantes de las facultades, a comienzos de abril, se desbandan por las calles y avenidas conmemorando la iniciación del curso lectivo. En larga procesión, bajo la batuta de los veteranos, los novatos – con la cabeza afeitada a navaja, envueltos en sábanas, amarrados unos a otros por una cuerda, como una hilera de esclavos- llevaban pancartas criticando al Gobierno y a la Administración, con ironías sobre la carestía de la vida y la incapacidad de los políticos.

Procedente de la Facultad de Medicina, en el Terreiro de Jesús, el desfile cruzó la ciudad en dirección a la Barra, deteniéndose en ciertos lugares, tales como la plaza Castro Alvés, Sao Pedro y Campo Grande. En esos puntos de máxima concentración de curiosos, los veteranos hacían la delicia de los asistentes con disparatados discursos, pronunciados desde el lomo de los burros.

Los moradores de las adyacencias del Largo Dois de Julho y de Cabeca, en cuanto oyeron las cornetas y los clarines anunciadores, que sonaban por la Ladeira de Sao Bento, se encaminaron a Sao Pedro. Iban juntas en alegre grupo doña Norma, doña Amelia, doña María del Carmen, doña Gisela, doña Emina, doña Flor.

Según la información de doña Emina, precisa y concreta, el doctor Teodoro estaba muy en lo suyo, junto al mostrador de la farmacia (indiferente a los clarines y al trote de los asnos, vestidos de profesores y de hombres públicos), conversando con el empleado y la muchacha de la caja, cuando las avistó. Se puso tan nervioso que doña Emina, pareciéndole raros los visajes del doctor, estuvo observándolo, pudiendo seguir paso a paso sus sospechosas andanzas. El farmacéutico, un señor de ánimo pacato y maneras comedidas, apenas vio a las amigas abandonó aprisa la cómoda postura, la actitud pachorrienta en que estaba, y se apartó del mostrador poniéndose casi rígido para saludarlas, con un buenos días sonoro y cordial. Un detalle importante: extrajo un peine del bolsillo del chaleco y lo pasó por sus negros cabellos, por otra parte sin necesidad, pues el peinado resplandecía inalterable bajo capas de brillantina. Desapareciendo su cortedad, el boticario comenzó a agitarse como un adolescente. «Pensé que se iba a poner la chaqueta sólo para saludarnos», dijo doña Emina, preguntándose por la causa de tanto afán y tanto celo.

De inmaculada camisa blanca y chaleco ceniza; con gruesa cadena de oro formando una curva pronunciada desde un bolsillo al otro, de la que pendía un sólido patacón también de oro, herencia paterna; perfecta la raya del pantalón, los zapatos en el colmo del brillo, el anillo de graduado: todo un tipazo, alto y simpático. Se inclinó, saludando al grupo.

Las amigas respondieron amablemente; el farmacéutico era una personalidad notable en los alrededores, bien visto y estimado. Siempre según el testimonio de doña Emina – rico en minucias, como se ve- , los ojos del doctor Teodoro sólo miraban a doña Flor, ciego para las otras; una mirada que si no era de concupiscencia, por lo menos era de codicia. «Te comía, te devoraba con los ojos», así es como la hábil observadora le describía a doña Flor la exacta expresión de aquella mirada.

Cuando ya no las podía ver desde atrás del mostrador, se puso delante; después fue a la vereda del establecimiento, y finalmente, luego de una breve indecisión y haciendo una advertencia a los empleados, salió calle adelante tras el alegre grupo. Se situó cerca de las amigas, en las inmediaciones del gran reloj de Sao Pedro, disimuladamente. Tomando la cadena de oro, sacó el reloj y se sonrió, satisfecho de la precisión suiza de su cronómetro. Doña Norma y doña Amelia, para no perder detalle del «trote», se subieron a un banco del pequeño jardín; las otras se situaron alrededor de ellas, alzándose sobre la punta de los pies. Desde donde estaba, medio escondido por la base del reloj, el doctor Teodoro seguía con devoción cada movimiento de doña Flor. Dona Emina, que lo controlaba, manifestó que el farmacéutico no había visto nada del divertido «trote»: los novatos, pintados de anaranjado, bailando una danza macabra; los veteranos reclamando cerveza y gaseosas en los bares y almacenes. Si el doctor Teodoro se sonreía, era acompañando la sonrisa de doña Flor, y sus aplausos eran copia de los de la viuda, mirándola embobado. Doña Emina le tiró de la falda a doña Norma que estaba aplaudiendo, de pie en el banco, los disparates que decía un estudiante montado en un burro (el animal aprovechaba la parada para mordisquear restos de basura entre la suciedad de la calle). Al principio doña Norma no comprendía el palpitante mensaje que le enviaba su amiga con los ojos y los dedos. Pero finalmente, localizando al farmacéutico en mangas de camisa y en éxtasis, compartió, pasmada, su alborozo.

– Chica… – le dijo- . ¡Qué cosa…!

Doña Amelia y doña María del Carmen fueron advertidas de inmediato acerca de la sorprendente actitud del doctor Teodoro: medio escondido detrás del reloj, con la mirada prendida en doña Flor. Sólo doña Gisa se mantenía distante, entregada a la lectura de los carteles estudiantiles; según ella, las manifestaciones de los estudiantes contenían un precioso material para el estudio del alma colectiva. Doña Gisa no perdía ocasión de estudiar, había nacido con el destino de saberlo y explicarlo todo (a través de la ciencia más moderna). Pero para las otras el material más precioso e ilustrativo era el extraño comportamiento del boticario.

– Chicas…, hay que ver para creer…

El desfile continuó hacia la Piedade y ellas lo siguieron. Pero doña Norma, pretextando tener que transmitir un recado, se quedó atrás, dando una vuelta a la manzana: «Vamos a poner esto en limpio y ahora mismo.» Por un instante el doctor Teodoro permaneció indeciso, a los pies del monumental reloj, pero terminó por irse tras ellas, caminando despreocupadamente como quien va sin prisa y al azar, por placer.

Doña Norma y las demás amigas, excepto doña Flor – totalmente ajena a lo que sucedía- , y doña Gisa, que divagaba sobre la «vocación de los jóvenes para la causa pública», estaban tentadas por la risa. De pronto detuvieron su marcha, y doña Norma fue a dar el mencionado recado, a la puerta de una casa particular. Tomado de sorpresa, a pocos metros de distancia, el doctor Teodoro se vio obligado a proseguir. Pasó junto a las amigas evitando mirarlas, fingiendo que no las veía, pero tenía tan poca experiencia en esas cosas que daba pena: estaba sobresaltado, imaginaba ser objeto de risa y miradas de burla, sin saber dónde meter las manos, un desastre. Hasta que perdió la cabeza y se lanzó hacia la primera esquina, que dobló casi corriendo. A su paso, doña María del Carmen no se contuvo y dejó escapar una risa apagada.

– ¡Chiss…! – indicó doña Norma.

– ¿Adonde va con tanta prisa el doctor Teodoro? – preguntó doña Flor, al verlo desaparecer por la callejuela.

– ¿Quiere decir que no se enteró, tontita? ¿Qué es lo que pasa? ¿Lo va a mantener en secreto o lo va a contar a sus amigas? ¿O es que no tiene confianza?

– ¿De qué se trata, mujer? Ustedes viven inventando cosas… ¿Qué es esta vez?

– No me diga que aún no se dio cuenta…

– ¿De qué, por el amor de Dios?

– De que el doctor Teodoro está chocho por usted…

– ¿Quién? ¿El farmacéutico? Ustedes tienen el meollo reblandecido, son una banda de locas…, dónde se habrá visto…, el doctor Teodoro, el hombre más ceremonioso…, es un disparate…

– ¿Disparate? Ya perdió todas sus ceremonias, querida, anda deschavetado…

Continuaron tras el desfile, broma tras broma, mofándose, riéndose, y la pobre doña Flor sintiéndose en el potro del tormento. Pero cuando regresaron, doña Norma se encontró a solas con ella en la casa de la viuda y le habló en serio. Había estado observando el comportamiento del farmacéutico, una persona que, como decía con razón doña Flor, estaba llena de etiqueta y de formalidades: nunca se oyera decir que mirase intencionadamente a las dientas y mucho menos que hubiese seguido a alguna por la calle, en mangas de camisa, pasándose antes el peine y escabulléndose detrás del reloj público como un turbado adolescente. No apartó los ojos de doña Flor, no la perdió de vista un momento. Y esto no eran charlas de comadres ni invenciones; doña Norma incluso se había negado a participar en las chanzas, pues, tratándose de un hombre de bien y tan circunspecto, no se debía tomar a la ligera un asunto tan serio, entre burlas y mofas. Un partido así, hija mía, se encuentra muy raramente: un ciudadano maduro, en buena edad para doña Flor, licenciado, un doctor con título y anillo, dueño de una farmacia, rebosante de salud, no lo harían mejor si lo inventasen.

– ¿Tú crees, Normita, que él tiene algún interés? Yo no creo de ningún modo que esté interesado: ¿quién va a querer comer pan de ayer, carne masticada, sobras de difunto? Nadie quiere eso…

Doña Norma la miró de arriba abajo:

– Dios te bendiga… – dijo con una mueca de aprobación.

En aquel momento, doña Flor, un tanto excitada por la novedad, entre curiosa y azorada, lo que menos parecía era pan viejo, pan de la víspera con gusto ácido, y menos aún carne con aspecto de podrida; muy por el contrario: una tez suave de cabo verde, de un cobre antiguo y perfecto, sobre una faz lozana y fresca; carne perfumada y joven, con aroma de pitanga, un espléndido pedazo de mujer. Usada, sin duda; tuvo marido, se acostó y yogó con él en la cama de hierro; sin embargo, era más apetecible que muchas doncellas de alfeñique, pues el virgo no lo es todo, ni mucho menos, aunque goce de tanta estimación y tanta fama. En el fondo no es casi nada, una frágil película, una gota de sangre, un ¡ay!, y sobre todo un viejo prejuicio; si alcanza un valor tan alto es porque se beneficia con una publicidad milenaria y cuenta con el ejército y el clero, la policía y la prostitución, todos dedicados a convertir el tapón de la mujer en el rey del mundo. Pero ¿qué es una doncella, con su deseo bobo, ignorante, comparada con una viuda, cuya ansiedad está formada por el conocimiento y la ausencia, la contención y la penuria, el hambre y el ayuno, lúcida y atrevida en su deseo? «Déjame decírtelo, Flor: por sobras así no sólo suspira el doctor Teodoro, sino, ciertamente, además de él, muchos otros que no sabemos.» Lo que doña Norma quería saber era otra cosa:

– ¿Y tú qué dices? ¿Qué te parece? ¿Serás capaz de amarlo?

Al principio ni siquiera quiso considerar el problema de sus sentimientos antes de tener la certeza de que por parte del farmacéutico existía tal inclinación, y de que todo aquello no era más que una burla o un equívoco, pues no estaba dispuesta a cometer errores otra vez y a ser humillada nuevamente, como sucedió antes con el asunto del «Príncipe» y con la actitud de don Aluisio. Pero ante la presión de doña Norma, que le exigía con amable impertinencia una rápida respuesta, doña Flor confesó que no le disgustaba el boticario. Caballero de finos modales, un primor de distinción, y hombre de buen ver, que daba gusto mirarlo, le recordaba a un artista de cine muy en boga; era un parecido ligero pero lo suficiente para que le resultara simpático. En fin, si realmente fuera verdad todo eso, era posible, e incluso probable, que doña Flor llegara a sentir por él… ¿lo que había sentido por el finado? Eso no, era distinto…, ella era otra, no era la misma de ocho años antes, casi nueve, cuando conoció al tarambana en la fiesta del mayor y repentinamente, sin sopesarlo ni reflexionar, le dio su corazón. (Y de inmediato, alegremente, su senos y sus muslos, en el fragor del Largo y en la oscuridad de la playa.) Loca por él, perdida hasta el punto de entregarse, de darse por entero y sin garantía cuando él lo pidió, refregando en la cara de doña Rozilda, que se había convertido en enemiga del enamoramiento y prohibido el matrimonio, la perdida virginidad.

Ahora era una viuda reposada y reflexiva, incapaz de desenfrenos, de sentimientos y acciones precipitados, perdonables en una jovencita que está en edad de noviar, pero inadmisibles en una señora que anda por los treinta y lleva velos de luto (aunque por dentro la está quemando una hoguera). Si algo de todo eso fuese cierto, ya verían cómo con el tiempo brotaría en ella un sentimiento amoroso, con la tranquila mesura de la ternura y la comprensión, sin las violencias juveniles del delirio en los rincones oscuros o en el pasillo de la escalera. Quizá llegara a surgir un sentimiento así, un amor maduro y apacible, a partir de un idilio discreto. A doña Flor incluso le parecía posible que así fuese, pues, como ya había dicho, el doctor Teodoro no era antipático ni feo, y no le tenía aversión, pareciéndole atrayente, cosa que ahora percibía. Y hete a doña Norma viendo ya el noviazgo y el casamiento, previendo una doña Flor feliz, como siempre había merecido y nunca fuera.

– ¡Ah, mi santa, qué lindo va a ser! Ahora no seas estúpida, no te atranques en la casa, no frunzas el ceño…

Pues doña Flor, si bien confesaba su interés por el boticario, en seguida agregaba su decisión de no salir a demostrarlo, a ofrecerse, a contonearse frente a la droguería, exhibiendo sus necesidades, sus ojeras de cuaresma, de dura abstinencia, de ayuno forzoso. Eso jamás, Normita.

– Pues yo no voy a admitir que pierdas una ocasión así…

Mucho tiempo le costó a doña Norma persuadir a la viuda: que no fuese tonta ni se las diera de indiferente. Quien, como doña Flor, estaba ardiendo en brasas vivas, con necesidad de casarse, y casarse pronto para no terminar histérica o loca, o para no salir por ahí y entregarse a cualquiera, haciendo vida de burdel, de viuda a quien le costaba poco llenar de cuernos la calavera del difunto, poniendo una selvática y viciosa plantación de guampas en su honrada sepultura. ¡Ah!, estando como estaba tan declaradamente ansiosa por el calor de un hombre, de un meneo de cama, no podía presumir de viuda fiel hasta la muerte, con luto eterno y amurada hendija, con la concha enterrada con el vínculo del fallecido, como una mustia flor a los pies del muerto, inútil y marchita:

– Sirviendo sólo para hacer pipí…

Era mejor resolverse de una vez a aceptar un nuevo marido y vivir con él una vida decente y honesta, renovada por el amor y la alegría, manteniendo honrada, limpia y tranquila la tumba, la memoria y el esperpento del primero. Sin hablar mucho de él, para no ofender al sucesor. Además, en los últimos meses doña Flor parecía haber olvidado el nombre y el apellido del finado. Antes, por llevarles la contraria a las comadres, que maldecían y cubrían de insultos su recuerdo, doña Flor andaba con él en los labios el día entero. Después lo encerró dentro de sí, como una joya preciosa y rara, cuando las amigas y las vecinas lo dejaron en paz en su sepultura (si se acordaban de él no lo decían). Entonces, sólo se trataba de continuar así, retirando de la sala, de un modo natural, el retrato del granuja, con su sonrisa de cínica desfachatez (y también, ¿a qué negarlo?, con su gracia irresistible), y guardarlo en el fondo de un baúl y en el corazón. En la pared de la sala (y en el sexo) la presencia del segundo… ¡Y qué segundo, hija mía!, una belleza de hombre en la fuerza de la edad y ¡qué distinguido!

Casarse pronto, tener marido, vivir con él una vida decente y honesta como era propio de su carácter y como era su obligación, en vez de quemarse en sueños solitarios, mordiéndose los labios, crujiendo los dientes, conteniéndose solamente por miedo y prejuicio. Ella, doña Norma, no permitiría que doña Flor perdiese tan magnífica oportunidad; una oportunidad única, imposible otra mejor, ¡y que la perdiese por falso recato, por tontería, por estupidez! ¡No, tres veces no!

Así pues, al terminar la clase vespertina, durante la cual doña Flor enseñó a las alumnas la receta de un dulce de gelatina y coco llamado «Crema del Hombre» (nombre que provocaba chistes – «¡Ay!, ¡qué crema tan sabrosa!»), doña Norma vino a buscarla y la arrastró al Cabeca, con el pretexto de ir a comprar más flores. Una compra bien difícil: una docena de angélicas de «dificultosa» elección. Doña Norma no se apuraba a componer el ramo, siempre insatisfecha – ante el asombro del vendedor, el viejo negro Cosme de Omulu- ; demora que se debía al doctor Teodoro, pues éste, sumido en las profundidades de la farmacia, no se hacía visible. A las flores siguieron los acarajés de Vitorina… y nada…, el farmacéutico no aparecía en el mostrador. Pero doña Norma no era de las que se dan por vencidas: entró embistiendo farmacia adentro, arrastrando a una doña Flor desconcertada, y pidió al empleado un paquete de algodón. Doña Norma le preguntaba casi a los gritos, furiosa, si es que quería meterse bajo tierra. «¿En dónde se vieron tantos escrúpulos?»

En el pequeño laboratorio del fondo, por detrás de los grandes frascos azules y rojos, como en un grabado de libro de alquimia, vieron al doctor Teodoro moliendo sales y venenos en un mortero de piedra; llevaba puestos los lentes y pesaba con mucha atención lo ya molido – cantidades mínimas de polvos y sales- en una pequeña balanza de juguete. Concentrado en el misterio de la preparación de la receta no se dio cuenta de la presencia de las señoras en el establecimiento, como si no llegara hasta él la voz de doña Norma contando un suceso publicado en los diarios.

Dejando la balanza, el boticario puso en un tubo de ensayo el polvo de los minerales molidos, en ínfimas porciones, agregándole veinte gotas exactas de un líquido incoloro, después de lo cual todo quedó envuelto en una humareda anaranjada que circundaba de ciencia y de magia la cabeza morena y fuerte del doctor.

Doña Norma no perdió la oportunidad y su voz resonó, aduladora:

– Fíjate, Flor, querida, si el doctor Teodoro no parece un brujo, todo rodeado de azufre…, ¡renegado sea el diablo!

Estremecióse el doctor al oír el nombre, no el suyo, el de doña Flor: mirando por encima de los lentes (útiles tan sólo para distinguir algo de cerca), constató la presencia de la poesía entre los remedios y sintió conmoverse sus cimientos más profundos, con un escalofrío en el bajo vientre. Quiso levantarse, pero estaba tan atolondrado y entontecido que hizo un mal movimiento y fue a parar al suelo, partiéndose el tubo de ensayo en mil pedazos. Y el remedio casi terminado (una medicina para calmar la tos de doña Zezé Pedreira, una viejita de cristal, de la calle de la Forca) se convirtió en una mancha oscura extendida por el suelo, mientras la humareda color sangre persistía en tomo al austero rostro del doctor.

– ¡Ay!, Dios mío… – exclamó doña Flor.

Y nada más sucedió ni se dijo una palabra más. Doña Norma pagó la cuenta del algodón, riéndose, pues la figura del droguista no podía ser más cómica, semierguido en la silla, la mano en el aire como si todavía sostuviese el tubo de vidrio, los anteojos resbalándole por la nariz, mudo y estupefacto.

Toda confundida, muerta de vergüenza, salió doña Flor puerta afuera mientras doña Norma lanzaba una mirada de complicidad al romántico boticario, como quien echa una cuerda a un náufrago. El doctor Teodoro intentó articular una palabra, pero no pudo.

Doña Norma alcanzó a doña Flor en la esquina: ¿le quedaba todavía alguna duda sobre el estado de ánimo del farmacéutico? ¿O acaso quería – exigencia absurda en una viuda carcomida por el deseo, gimiendo en la cárcel del luto- un candidato de mejor estirpe, clase y complexión? Imposible un partido mejor, mi santa: doctor con diploma y con anillo de amatista verdadera, propietario establecido, buen mozote, muy compuesto con su chaleco y su oro, de salud robusta, de hábitos morigerados, un señor de bien, un soberbio cuarentón.

12

Un soberbio cuarentón: iba saliendo punto por punto, sin faltar detalle, todo cuanto la bola de cristal y las grasientas cartas le revelaran a doña Dinorá aquella tarde la profecía; así hubieron de reconocerlo las amigas y comadres en la figura del doctor Teodoro. El dinero y el título universitario, la complexión y el talle, la silueta, el porte digno, los buenos modales, todo; y sin embargo, cuando en su momento buscaron por las calles y las plazas, entre afanosas carcajadas, un rostro que correspondiese a la descripción de la vidente, nadie pensó en el farmacéutico. ¿Cómo explicar semejante absurdo, si estaba a la vista, si bastaba mirar para verlo? ¿Ceguera de las comadres y amigas o simulación de este pormenorizado relato, error fatal para más jolgorio de la crítica adversa? Ni error ni engaño; sí, en cambio, una especie de obcecamiento colectivo que impidió a las comadres y amigas descubrirlo en los discretos fondos de la farmacia, las lentes sobre la nariz, la cadena de oro, inclinado sobre las drogas, mezclando venenos para transformarlos en remedios, y distribuir salud a domicilio y a precios módicos.

El cronista de los casamientos de doña Flor, de sus penas y alegrías no hizo más que ser fiel a la verdad al no incluir al doctor Teodoro en la lista de los pretendientes cuyas candidaturas proponían las comadres, pues ninguna de ellas se acordó del boticario, no apareciendo su nombre en el baile, al son de las sabrosas habladurías en torno a la viudez de doña Flor, cuando todas querían distraerla. Por lo demás, poco perdió el doctor con tal olvido; en el mejor de los casos sólo habría logrado participar en aquel sueño de doña Flor cuando ella se vio en la ronda, rodeada de palurdos que aspiraban a su mano. Mejor para él: ni en sueños le tocó hacer un papel ridículo, y de este modo no se desgastó en la estimación de la viuda.

Pero ¿por qué tal ceguera, por qué lo olvidaron, por qué no lo descubrieron en el mostrador de la farmacia, junto a los vidrios azules y rojos, envuelto en olor a medicinas, con la aguja de la inyección pronta para pinchar los brazos y las nalgas de todas las vejanconas dientas suyas? Viéndolo y tratándolo tanto, ¿por qué no se habían fijado en él?

Por considerarlo irremediablemente opuesto al casamiento. Por esa razón, al hacer la lista de los solteros de la calle no pusieron en la cuenta al boticario, como si fuera casado, con mujer e hijos. Ni siquiera doña Norma, en su meticulosa búsqueda de novio para la desvaída María, su vecina y ahijada, se acordó de él en ningún momento. ¿El doctor Teodoro? Ese no se casó ni se casará, no vale la pena fijarse en él, es perder el tiempo, aunque quisiera construir un hogar, no podría, ¡qué lástima, pobre!

Y como se trataba de una verdad tan sabida y aceptada, se explica que no haya sido blanco de las burlas y los chismes, como lo fueron los otros célibes conocidos, en toda esta historia de la viudez de doña Flor.

Doña Dinorá, emperatriz de las intrigantes y adivinas, pasaba diariamente frente a la Droguería Científica, y dos veces por semana mostraba allí su fláccido trasero. ¡Ah!, ¡qué fugaces son las vanidades y las grandezas humanas!: ese mismo trasero ahora flojo había sido loado por los versos de rimas satánicas de Mestre Robato, cuando era un adolescente vate de la escuela demoníaca; por entonces, verlo y tocarlo costaba cheques y fajos de billetes a los ricos señores del comercio; hoy lo descubría ante el farmacéutico para que le pusiera la dolorosa inyección contra el reuma. Pero ni así fueron sus ojos de vidente capaces de prever el futuro, de adivinar que el moreno señor que agarraba su piel fláccida era el soberbio cuarentón de la profecía. Porque ella sabía, y mejor que nadie, hasta qué punto le era imposible tomar esposa.

No por afeminado, por impotente o por doncel a quien repugnasen las mujeres. Por Dios, ni pensar que pueda surgir una sospecha de esa especie, pues el doctor Teodoro, hombre pacífico, amable, de buen vivir, sería muy capaz de salirse de su habitual comedimiento y dar sobradas pruebas de su masculinidad rompiéndole las narices al canalla que lo injuriase al poner en duda su condición de hombre entero.

De hombre con mucho servicio de macho, aunque discreto. Si alguien exigiera sobre este asunto un testimonio preciso e indiscutible bastaría entrevistar en el Beco do Sapoti a la pujante y pulcra pardusca Otaviana das Dores (o Tavita Languidez) y romper con unas monedas la reserva debida a su selecta clientela: dos magistrados de segunda instancia, tres comerciantes de la Cidade Baixa, un padre secular, un profesor de medicina y nuestro excelente farmacéutico.

Por sus manifiestas cualidades de limpieza, de discreción y de seriedad – parecía más bien una señora que recibía acogedoramente a sus amistades en su casa- , Otaviana mereció ser elegida y frecuentada por el doctor Teodoro, infaltable los jueves después de la cena. Los clientes de Tavita, una élite preclara y sigilosa, tenían día fijo (o noche marcada), cada uno con sus hábitos y gustos distintos, con sus preferencias – a veces muy exquisitas, como las del magistrado Lameira, casi coprófilo- , y ella los atendía a todos con competencia y soltura, dándoles total satisfacción. A unos y a otros, a los varones normales y sin problemas, como el doctor Teodoro, y a los viejos sátiros reblandecidos, come- boñigas y chupa- ombligos, dejando a todos contentos y regalados.

A las veinte horas en punto, todos los jueves, el doctor Teodoro cruzaba el umbral de la puerta, siendo recibido con especial estimación y cortesía. Instalado en una mecedora, frente a Otaviana, que tejía escarpines de nene, bebiendo algún licor de fruta, una especialidad de las hermanitas del convento de Lapa, el doctor Teodoro y la mundana mantenían un provechoso diálogo, pasando revista a los acontecimientos de la semana, a las noticias de los diarios. Acostumbrada a convivir con señores ilustrados, Tavita había adquirido cierto barniz de erudición, era de agradable conversación, toda una intelectual, y en el Beco do Sapoti la consultaban con cualquier motivo. Además era muy moralista, criticaba las costumbres actuales, esos disparates que se ven por el mundo, esa juventud incrédula y desenfrenada.

Así pasaba el farmacéutico la hora de la digestión, escuchando y compartiendo los edificantes conceptos de la mulata… «Este mundo está perdido, señor doctor, no hay santo que lo arregle.» Iban después al dormitorio, oloroso a hojas aromáticas, y el doctor Teodoro entraba con Otaviana – en una cama de sábanas blanquísimas- con derecho a bis. ¿Y cómo seguir dudando de su machismo si sabemos que él hacía casi siempre uso de tal derecho y repetía gallardamente el buen jolgorio?

Sin aumento de precio, digámoslo, pues Tavita Languidez no cobraba por vez sino por noches; por la noche entera, incluso cuando el cliente, limitado en su libertad por el control familiar, salía apurado, utilizando sólo el breve margen de tiempo que puede justificarse con una mentira cualquiera. Precio salado, tarifa alta, placer caro; pero el refinamiento en el trato y tanta gentileza y competencia valían el derroche.

El doctor Teodoro permanecía algunas veces hasta la medianoche, echando de cuando en cuando un sueñecito en aquella cama con colchón de parturienta, blando y cálido, mientras la gentil Otaviana velaba su reposo. Antes de irse todavía le ofrecía un mungunzá, o un dulce de arroz, o maíz tostado, o una nueva copa de licor para «restaurar las fuerzas», como le decía susurrando, con una sonrisa mimosa, la parda y digna fulana.

Las comadres no lo inscribieron en sus listas ni lo tuvieron en cuenta en sus bromas matrimoniales porque sabían que sólo se dedicaba a la madre, una anciana paralítica para quien el hijo lo era todo. La anciana había tenido un derrame, y en esa circunstancia el doctor Teodoro, recién licenciado, le prometió mantenerse soltero mientras ella viviese. Era lo menos que podía hacer para probarle su gratitud. Perdió el padre cuando tenía dieciocho años y se preparaba para el examen preliminar en la Facultad de Medicina.

Quiso interrumpir los estudios y residir para siempre en la ciudad de Jequié, donde vivía, y hacerse cargo del pequeño negocio de haciendas, único bien legado por el padre además de montones de deudas y una amplia fama de hombre bueno. Pero la viuda, mujer resuelta, aunque de frágil apariencia, no admitió el sacrificio: la única ambición que tuvo el finado era que el hijo se licenciase, y el joven Teodoro demostraba ser un óptimo estudiante al que los profesores pronosticaban grandes éxitos. Que se presentara a los exámenes y siguiese la carrera, que ya la madre se encargaría del negocito. Sólo hubo un cambio: en lugar de medicina siguió farmacia, que duraba tres años menos.

Sólita, trabajando noche y día, permanentemente fatigada, la viuda administró la casa y el negocio, pagando las deudas y garantizando la mensualidad al hijo universitario. Más de una vez intentó él emplearse, pero la madre se opuso: su tiempo para los estudios era sagrado, tenía que dejar el trabajo para después de licenciarse.

Cuando lo vio hecho un doctor, de anillo y diploma, envuelto en la toga negra y en la solemnidad de la colación de grados, no soportó tanta alegría: esa misma noche, de regreso al hotel, tuvo el derrame. Se salvó por milagro, pero quedó paralítica para siempre.

El joven farmacéutico, viéndola al borde de la muerte, en un gesto de héroe de dramón, aunque sincero, le juró que estaría siempre a su lado y que seguiría soltero mientras ella viviese. Al día siguiente lo primero que hizo fue romper su compromiso con Violeta Sá y no volvió a tener otra novia. Como única alegría y diversión le quedó el fagot, instrumento que aprendió a tocar cuando todavía era un alumno de secundaria, en la Lira Municipal.

Al licenciarse, vendió el negocio de Jequié, y adquirió, en sociedad con otros, una parte de una decadente farmacia de Itapajipe, propiedad de un médico que tuvo triste fin: víctima de una celebridad prematura cometió los mayores desatinos, obligando a la familia a internarlo. El doctor Teodoro alquiló casa cerca de allí y vivió exclusivamente dedicado al trabajo y a la madre tullida, inmovilizada en una silla de ruedas, la mirada perdida, la voz ronca y dificultosa, celosa del hijo. Por las noches se sentaba junto a ella y ensayaba solos de fagot para aliviar la terrible soledad de la enferma. Así permaneció durante años y años, saliendo muy poco del barrio, en el que era popular y estimado. Cuando conoció al músico Agenor Gómez, ingresó con su fagot en la orquesta de aficionados que reunía, en torno al competente maestro, a unos cuantos médicos, ingenieros, abogados, un juez, un dependiente y dos comerciantes. Todos los domingos se juntaban para tocar en casa de uno de ellos, felices con sus instrumentos y sus composiciones. Bajo la dirección del joven titular, la farmacia volvió a su antigua prosperidad y la fama del doctor Teodoro, como hombre recto y bueno, fue imponiéndose y creciendo con el tiempo. Fueron muchas las pretensiones que surgieron en torno al fagot del joven farmacéutico, pero éste, serio e incapaz de hacerle perder el tiempo a una joven casadera, no entretuvo ni dio esperanzas a ninguna. Todas las finezas propias del noviazgo las reservó para la paralítica: flores, cajas de bombones, delicados regalos y hasta una sonata compuesta por el maestro en homenaje a esa devoción filial, titulada «Tardes de Itapajipe con el amor materno». El médico trastornado se murió y el doctor Teodoro atendió los problemas de la sucesión, resolviéndolos como si se tratara de los bienes de su familia. Tal vez por eso la viuda concibió la idea de casarlo con la hija más joven, una atorranta que daba miedo. Por suerte para el doctor Teodoro la promesa no se lo permitía, porque de lo contrario podría haberse visto de pronto casado con la pelandusca (hasta tal punto era dominadora la viuda, que ya había llegado a tratarlo como si fuera su suegra, disponiendo de su vida). Alarmado, el doctor Teodoro sólo tuvo un recurso: traspasar su parte de la sociedad, retirándose de la farmacia y de la amenaza de noviazgo.

Cuando estaba preguntándose qué hacer con el dinero recibido se encontró con un conocido suyo (suyo y nuestro, pues ya lo hemos visto en otra ocasión, al volante de su auto en la calle Chile, casi atropellando a doña Rozilda, y encima soltándole regios exabruptos), el experto representante de productos farmacéuticos Rosalvo Medeiros, quien le dio un dato de primera: un próspero establecimiento, la Droguería Científica, situado en un punto formidable, era causa de una de esas sórdidas luchas entre herederos de una sucesión en litigio, una torpe pelea familiar. Excelente oportunidad para quien tuviese dinero; podía hacer una compra estupenda.

Y así lo hizo el doctor Teodoro, adquiriendo las partes de dos de los cinco herederos, abonando algo al contado y el resto a plazos. Emprendía de este modo algo grande, adquiría un patrimonio. En los comienzos pasó momentos de apuro, rescatando documentos que pagaban elevados intereses. En aquellos primeros tiempos le fue muy útil su relación con el banquero Celestino, a quien lo recomendara otro miembro de la orquesta de aficionados, el doctor Venceslau Pires da Veiga, que era casi tan buen violín como famoso bisturí. El portugués percibió en seguida que se trataba de un hombre serio: tenía vista y olfato, no se engañaba nunca. Y le facilitó la renovación de los pagarés, aliviando así su situación.

Hombre de pocos gastos (sus lujos se reducían a una enfermera competente para la madre, el fagot y la visita semanal a Tavita Languidez), el farmacéutico, gracias al apoyo del banquero, cruzó sin mayores riesgos aquellos primeros tiempos en Cabeca, cuando aún estaba endeudado. Un año antes de sentirse atraído por doña Flor había pagado, con un suspiro de alivio, el último vencimiento.

Ahora ya no era más el socio de una pequeña farmacia en Itapajipe, sino de una droguería en el centro de la ciudad. Y, aunque socio menor, poseía las dos quintas partes del capital y hacía y deshacía en el negocio, pues los tres hermanos no se entendían y era muy raro que pusieran los pies en la Científica (a no ser para pedir un adelanto a cuenta de los dividendos).

Además, como farmacéutico titular del establecimiento y por la atención diaria del mismo, le correspondía una participación mayor en las ganancias. Esperando que más pronto o más tarde podría comprar las otras partes, cuando los hermanos, una caterva de inútiles haraganes, acabasen por tirar en la buena vida el resto de la herencia, el doctor Teodoro fue ganando paulatinamente el respeto y la estimación del barrio; incluso de las comadres.

Cuando llegó a Cabeca, irreprochable en su traje oscuro, serio y competente, un solterón rondando los cuarenta, las comadres, apenas verlo, se pusieron en campaña. Escudriñaron su vida íntima, evaluaron su ciencia – «qué mano más delicada para las inyecciones», «receta mejor que muchos médicos»- , pasaron por un peine fino los menores detalles de su biografía, desde los estudios costeados con el trabajo de la madre, al frente del negocito de Jequié, hasta los solos de fagot – arte y placer del célibe- y las lágrimas del capítulo dramático del derrame, cuando el doctor Teodoro jurara no amar a ninguna mujer para atender mejor a la paralítica.

Doña Dinorá, escrupulosa y exacta, obstinada en la averiguación de los menores detalles, amplió su campo de investigaciones hasta Itapajipe, en donde entrevistó a la enfermera que había cuidado a la viejecita en su sillón de lisiada. Su dedicación de hijo merecedor de una sonata – melodía y poema- se impuso a la maledicencia de las comadres, quienes dejaron al boticario en paz con sus austeros hábitos y su madre enferma.

Estaban tan acostumbradas a verlo a través de su solemne compromiso filial que ni se dieron cuenta del profundo cambio cualitativo ocurrido meses antes, cuando la madre del doctor Teodoro murió en su sillón de ruedas, en el que había vivido durante más de veinte años, quedando el hijo libre de su fatal promesa. Libre para casarse. Pero es que para las comadres el farmacéutico no existía como tema de chismes y rumores. Chismorreaban sobre todo el mundo menos sobre él, «el doctor Teodoro es un hombre recto».

Cuál no sería su asombro, pues, cuál no sería su estupefacción – el fin del mundo– cuando estalló la noticia del interés que tenía el droguista por la profesora de cocina. ¡Ah, traidor! Las comadres, en formación de combate, ocuparon todas las posiciones estratégicas entre la Droguería Científica y la Escuela de Cocina: Sabor y Arte. El doctor Teodoro tenía que cruzar, con su paso mesurado, su saco gris- ceniza o azul, y su austera compostura, por entre las miradas y las sonrisas de las vecinas, cuando pasaba ante la ventana desde la que doña Flor respondía con una sonrisa breve y amable al respetuoso pero apasionado saludo del pretendiente. ¡Ah, traidor!, ¡cazurro!, ¡simulador…! – se decían con las miradas y los gestos las intrigantes- . Continuaba viviendo en la misma lejana casa de Itapajipe, pero ya no se apresuraba a tomar el tranvía primero y el elevador luego apenas cerraba las puertas de la Droguería: ya no lo esperaba más, con nerviosa impaciencia, la madre entenada. Tomó la costumbre de almorzar y cenar en el restaurante del portugués Moreira, y rondaba por Cabeca, Maciel, Sodré, como si no pudiera abandonar las cercanías de la viuda. La cortejaba de lejos, discreto, sin imponerle su presencia. Pero ¿cómo actuar con discreción, en los límites de la reserva, con tanto comadrerío en torno, tropezando a cada paso con una de las beatas, escuchando las insinuaciones de doña Dinorá?

El doctor Teodoro, hombre de actitudes francas, enemigo de fraudes y embaucamientos, se sentía incómodo. La situación se le fue haciendo insoportable. Doña Norma se dio cuenta:

– Me da pena…

Doña Flor se sonreía con simpatía:

– Pobrecito…

– Esto no puede continuar así…, voy a dar un paso…

Doña Norma decidió tener una sincera conversación con el apasionado farmacéutico para resolver aquello de una vez. La misma doña Flor tampoco podía ya ocultar que también estaba interesada, refiriéndose a él con afecto, firme en la ventana a la hora en que el doctor pasaba por la calle.

– Voy a hablar con él…

– ¿Estás loca, criatura? Va a pensar que yo te mandé, que soy una perdida, una que se anda ofreciendo por ahí…

– No seas tonta…, déjame a mí…

Pero doña Norma no llegó a tomar la iniciativa, pues aquella misma tarde doña Flor se presentó en la casa de ella casi sin aliento, llevando en la mano las hojas y el sobre de una carta. Papel azul con orlas de oro y perfume de sándalo, un primor.

Declaración en regla, frases de galanteo en selecto portugués, relación de bienes y de cualidades, puestos unos y otros a los pies de la dama; honestas intenciones, nobles palabras y el soplo de una pasión verdadera que trasponía los rectilíneos límites de la reserva dándole a ese documento – en el que se revelaba todo un carácter- el tono de un alegato de amor, tembloroso y vivo. – ¡Fabuloso…! – dijo doña Norma, leyendo con avidez y entusiasmo- . ¡Es un coloso!

13

Así como el primer casamiento de doña Flor hubo de realizarse a toda prisa, en rápida y restringida ceremonia, en el segundo todo sucedió como debe ser, muy ordenadamente y hasta con cierto brillo. El primero no fue precedido por el noviazgo, yéndose derechamente desde el cortejo (impúdico) al matrimonio, pasando por la cama (antes de hora). Porque se había celebrado en aquella desagradable y embarazosa situación de urgencia debido a la necesidad de cubrir con el aval del Estado y de la Iglesia el virgo destapado anticipadamente por el festejante, y de este modo restaurar, si no el preciado pellejo, por lo menos el buen nombre de la familia.

Esta vez el casamiento se hizo con participaciones e invitaciones impresas, con noticia en la columna de «Sociales» de A Tarde – con una elogiosa referencia al doctor Teodoro, «nuestro estimado y conspicuo suscriptor»- , música, y gran iluminación, y gente, mucha gente en la iglesia de Sao Bento, donde el celebrante, don Jerónimo, pronunció uno de sus más elocuentes sermones; a su vez, en la ceremonia civil, el juez, doctor Pinho Pedreira, con los elegantes conceptos que lo caracterizan, vaticinó a la nueva pareja, en un breve y amable discurso, una vida de paz y armonía «bajo el signo de la música, voz de los dioses». El enjuto y preclaro juez era colega del novio en la orquesta de aficionados reunida bajo la batuta del maestro Agenor Gómez, siendo distinguido clarinete de la misma.

Tuvo así el segundo casamiento de doña Flor cuanto le faltó al primero. Organizado con escrupulosa eficacia por doña Norma a pedido de los novios, cada cosa estuvo en su lugar a la hora prevista, todo de muy buena calidad y a precio accesible, habiendo contribuido al éxito la ayuda entusiasta de toda la vecindad.

¿Qué es lo que no podía conseguir doña Norma? Incluso logró la presencia de doña Rozilda y su total reconciliación con la hija. Vinieron también, de Nazareth, el hermano y la cuñada de doña Flor, registrándose sólo la ausencia de Rosalía y Antonio Moráis, pues el mecánico mantuvo su resolución de no volver a Bahía hasta que la suegra se hubiese ido a tomar «vacaciones permanentes en el infierno».

Esta vez doña Rozilda no encontró nada que criticar: era un casamiento a su gusto, tanto la ceremonia como el yerno. Al fin un yerno que se acercaba al modelo soñado en los lejanos días de la Ladeira do Alvo; no del todo, naturalmente, no era el príncipe perfecto, el ideal casi alcanzado con el estudiante Pedro Borges. Pero, en fin, era un doctor, con recursos, socio de una farmacia bien surtida y situada. Hombre probo y de mundo, alguien en la vida, no un pobre diablo que ganaba el pan rastreando bajo los automóviles de los otros, lleno de grasa, como el marido de Rosalía; y mucho menos un vago atorrante, un charlatán como el primer esposo de Florípedes. A este doctor Teodoro ella podía exhibirlo sin menoscabo ante sus relaciones de élite, era un hombre de pro, un yerno con solidez, con recursos.

En el segundo casamiento lo único que faltó fue el período de festejo, y con razón, pues no queda bien que una viuda se deje cortejar en una esquina o en el escondido rincón de un portal, con abrazos y desenfrenos: besitos, apreturas, toca- aquí- toca- allá, las manos de él en sus pechos o recorriendo sus muslos. Descaros y desvergüenzas tolerables en el noviazgo de una doncella siempre que sean serias las instituciones del cortejante, lo cual le da derecho a algunos anticipos, pero insoportables e inmorales cuando se trata de una viuda.

He ahí por qué al declararse el doctor Teodoro a través de tan noble epístola, se resolvió entre las partes – con el consejo y la aprobación de parientes y amigos- un respetuoso y breve período de compromiso durante el cual podrían doña Flor y el doctor Teodoro conocerse mejor y apreciar mutuamente sus cualidades y defectos, para decidir o no casarse. La amarga experiencia de doña Flor – al decir de Sampio, embajador plenipotenciario- no le permitía dar un paso tan serio sin amplias garantías de éxito.

Un paso tan serio: ni siquiera doña Norma, con toda su buena voluntad y su no menor capacidad, se animó a dar por su cuenta un consejo a la amiga sobre el tenor de la respuesta a las hojas azul y oro que trascendían a perfume de sándalo y a pasión. Para ella, íntima y fraternal amiga de doña Flor, al tanto de sus secretos, de su necesitada situación de joven hembra presa en las redes de la viudez, no cabía duda que ese casamiento era la solución perfecta para todos los problemas de la amiga. Pero la respuesta a la ardiente y cortés declaración no podía reducirse a una palabra: «Acepto.» ¿Y después?

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