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Expedición Vilcabamba: romanticismo, ciencia y aventura (página 2)



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En primer lugar, era una región marginal, de frontera; desolada y con ciertas características naturales que la convertían en una "zona refugio" ideal. En ella era posible la protección que brindaban tanto las montañas, los glaciares como la selva; al tiempo que era posible explotar los diferentes pisos ecológicos que existían (existen), con su consiguiente diversificación de productos.

En segundo término, las innumerables quebradas y difíciles caminos de cornisa, constituían sitios perfectos para las emboscadas y la puesta en práctica de una táctica profusamente usada por los incas: la guerra de guerrilla[23]Estas condiciones fueron las que les permitieron a Manco y sus descendientes detener a los europeos en el puente de Choquechaka; haciendo de los valles, de los río Vilcabamba y Pampaconas, sitios prácticamente inexpugnables.

¿Qué otros factores fueron los que los empujaron hacia las selvas del oriente?.

Más allá de los motivos tácticos y estratégicos señalados, cuando se analiza el comportamiento de un pueblo tan diferente al nuestro (y al de los españoles de aquel entonces) se vuelve inevitable tener que considerar variables que, a primera vista, pueden resultarnos fuera de lugar. Estamos tratando con una forma de vida que nos es ajena; con tecnología, organización social, política y económica que, aún después de tantos años de estudios, siguen apareciendo turbias en muchos de sus aspectos. Es que nos encontramos ante una sociedad que no compartió nuestra actual cosmovisión antropocéntrica, y que su "forma de ver el Mundo" (y de verse en el mundo) se hallaba en las antípodas, respecto de la nuestra[24]

Para los incas la religión y el mito eran la forma "natural" de entender los acontecimientos y darle sentido a todos sus actos. Nada quedaba al azar y la ritualización no se excluía de las decisiones militares (como hemos visto en el cerco del Cusco), ni mucho menos del destino de una "huida" que, como la de Manco, estaba tan cargada de significado.

El joven Inca intentaba reeditar, o al menos sostener, lo que quedaba del Tahuantinsuyu. Había abandonado su adorado Cusco, dejado atrás el precioso Coricancha (Templo del Sol), y por más que portaba las momias de los Incas precedentes (consideradas inapreciables objetos de poder sagrado, huacas), no es lógico pensar que se dirigiera hacia una región que careciera de un alto valor mítico – religioso[25]Como bien dijo Mircea Eliade, en su libro El Mito del eterno retorno, "El mundo arcaico ignora las actividades profanas: toda acción dotada de sentido participa de un modo u otro con lo sagrado".

Los numerosos núcleos, construcciones y lugares que están comprendidos por el área de Vilcabamba denotan un singular peso religioso, ya sea por su ubicación, orientación, forma o técnicas usadas en la edificación de los mismos. Los sitios rituales ("mochaderos", según las crónicas españolas) aún pueden observarse, pocas son las corrientes de aguas o cerros que no hayan sido depositarias de un reverencial respeto (que hoy se mantiene).

No cabe duda, pues, de que Vilcabamba tomó parte activa en una geografía sagrada que mucho influyó en la decisión de Manco, al hacerla su residencia permanente. El hecho de que el propio soberano fuera al frente del grupo exiliado, nos está marcando una clara acción ritual: la imposición del "orden" en el espacio que pretendía convertirse en el núcleo originario de un nuevo imperio.

Si atendemos al carácter cíclico de la cosmovisión andina, el repliegue de la elite incaica en esa zona, tras el desastre frente a los españoles, resulta un hecho significativo ya que implicaría sumergirse en el "otro lado del mundo", un lado caótico, informe y poco controlado, requisito indispensable para reanudar ritualmente el "cosmos" y aspirar a un retorno al antiguo orden.

Por otra parte, el mismo nombre de "Vilcabamba" posee una raíz ligada a lo trascendente.

Según Hiram Bingham (descubridor de Machu Picchu), la palabra deviene de la conjunción de dos vocablos quechuas: "huilca" y "pampa". El primero, haría referencia a un árbol subtropical utilizado como medicina purgante del cuál también se preparaba un polvo narcótico de aplicación nasal (cohoba), que producía una especie de intoxicación o estado hipnótico, acompañado con visiones consideradas sobrenaturales[26]El segundo término, "pampa", implicaría un terreno plano. Por consiguiente, para el célebre historiador norteamericano, "Vilcabamba" significaría: "Pampa en que crece la huilca"[27].

Pero el término "huilca" (también willka o villca) tiene otras acepciones más explícitas, para denotar la profunda carga religiosa del mismo.

Luis E. Valcarcel[28]observa que la palabra willka antecedió a Inti, para denominar al sol; que, como es sabido, desde los tiempos de Pachacuti se convirtió en la deidad oficial del Tahuantinsuyu. Incluso el río más sagrado del valle de Yucay, el Urubamba, era conocido antiguamente con el nombre de Willkamayu o Vilcamayo, el Río Sol.

Finalmente, poseemos una última traducción que, a partir de sinónimos en quechua, recrea la acepción que, a nuestro entender, es la más completa y correcta. Ésta sostiene que "villca" es un término de parentesco recíproco que significa "bisabuelo" y "bisnieto", y por extensión "antepasado" y "descendiente". Como los incas practicaron un complicado culto a los antepasados, los mismos eran considerados sacros (ya vimos la importancia que tenían las momias), por lo tanto eran huacas. Si "villca", entonces, es sinónimo de "huaca" estamos frente a una palabra que tiende a designar el genérico concepto de "lo sagrado". En consecuencia, Vilcabamba podría traducirse como "La Pampa Sagrada".

Naturalmente, con la llegada de Manco y su séquito, el prestigio, ya no militar, sino religioso de toda la región se vio ensalzado por la presencia del Inca y las prácticas rituales que se desplegaron en toda la zona. Vilcabamba "La Vieja", la última capital, se convirtió en el centro de las celebraciones religiosas y asiento de las todopoderosas momias o "bultos" de los soberanos (antepasados) fallecidos[29]

Como el propio Juan de Betanzos afirmaba en 1551: "…lo que entienden allí donde están es en hacer toda la vida sacrificios y ayunos y idolatrías gentilicias a sus guacas e ídolos y en hacer todas las demás sus fiestas según que se hacían en el Cuzco en tiempos de los Yngas pasados según que se lo dejó orden Ynga Yupangue…"[30].

Estas prácticas y creencias serían muy difíciles de erradicar después de la victoria española en 1572.

Vilcabamba "La Vieja": resistencia y ocaso

Una vez abandonado Ollantaytambo, Manco guió a sus seguidores por el valle de Amaybamba, región que fortificó para evitar que las tropas españolas, enviadas por Almagro, le dieran un fácil alcance. También procedió a romper puentes y diques con el objeto de retrasar el avance de sus enemigos. Estas tareas no le impidieron enviar un mensajero al Cusco para pedirle a su hermano Paullu (asociado con Almagro y nombrado, por éste, "Inca") que abandonara a los "viracochas" y se le uniera en la lucha. Paullu se negó y Manco, tras cruzar el río Urubamba por el puente de Choquechaka, se internó en la región de Vilcabamba.

Cuando llegó a la fortaleza de Vitcos decidió permanecer en ella, pero las huestes españolas enviadas desde el Cusco, y al mando de Rodrigo Orgoñez, consiguieron rodear el cerro en el que se levantaba el refugio y, en un ataque sorpresa, pudo tomar prisioneros a varios miembros de la familia real (al pequeño hijo de Manco y su esposa, entre otros). El Inca logró evadirse, internándose en los glaciares y dirigiendo sus pasos hacia la zona tropical, en donde se levantaba su capital de la resistencia.

Orgoñez, por su parte, recibió la orden de regresar a Cusco, para poder acompañar a Diego de Almagro a Lima y conferenciar con su ex – socio Francisco Pizarro.

Durante aquel año de 1537, Manco Inca se ocupó de organizar, desde Vilcabamba, una efectiva guerra de guerrillas contra las haciendas y poblados españoles. La seguridad de los peninsulares empezó a tambalear en muchas regiones de la sierra. La "Cuestión Vilcabamba" se volvía un serio problema, en tanto que otros nuevos debilitaban la efectiva ocupación del territorio por parte de los peninsulares. De todos ellos, la guerra civil, desatada entre los mismos españoles, fue algo que, seguramente, llenó de alegría y optimismo al propio Inca.

El triunfalismo de Almagro duró poco. Tras el fallido viaje a Lima, debió regresar huyendo al Cusco y, tiempo más tarde fue vencido por los pizarristas, encarcelado, enjuiciado y sentenciado de muerte el 8 de julio de 1537. Su fiel amigo Paullu cambió de bando sin remordimiento ni culpa.

Gonzalo Pizarro (otro de los hermanos de Francisco) era ahora quien controlaba la antigua capital. Después de tener sendos triunfos sobre varias arremetidas incaicas, decidió organizar una expedición para internarse más allá del puente de Choquechaka y atacar a Manco en sus propios territorios.

En julio de 1539, Gonzalo Pizarro y Paullu entraron en el valle de Vilcabamba y tras sufrir emboscadas terribles, escapando por milagro de los ataques del Inca, debieron regresar sobre sus pasos, sin pena ni gloria. Se dice que el Inca se dio el lujo de desafiarlos, haciéndole burlas y gritando:" Yo soy Manco Inca; yo soy Manco Inca". En represalia, Gonzalo ordenó la muerte de Kura Oqllo, la esposa de Manco, capturada en Vitcos. El odio del Inca por los invasores se agigantó, emprendiendo, entre 1540 y 1541, una feroz campaña contra ellos. La fama de Manco creció y se convirtió en el símbolo mismo de la resistencia.

En 1541, un grupo de almagristas tomó venganza asesinado al mismísimo Francisco Pizarro, pero debieron huir a la selva. Manco, entendiendo las ventajas que obtendría recibiendo a los fugitivos, les dio asilo en sus propias tierras. Se dice que los siete españoles le enseñaron al Inca el uso de las armas de fuego, la equitación y el juego de bolos, ajedrez y damas, entablando con él lazos interesada amistad.

En tanto, el poder de los conquistadores en el Perú entraba en su fase final. La Corona, deseosa de controlar directamente sus posesiones, sin tener que lidiar con esa nueva aristocracia guerrera nacida de la conquista, colocaba al licenciado Vaca de Castro como nuevo gobernador del Perú. Éste inició tratativas diplomáticas con el Inca pudiendo evitar nuevos ataques a las propiedades españolas, así como encausar las negociaciones hacia lo que el funcionario llamaba la "paz".

Pero muy poco duró esa situación. Dos años más tarde, en 1544, el rey de España enviaba a su más alto representante hacia América: el primer Virrey del Perú, Blasco Nuñez Vela, cuya misión consistía en aplicar las Nuevas Leyes de Indias (promulgadas en 1542), por las cuales se pretendía acabar de una vez y para siempre con el abuso de encomenderos y conquistadores. La respuesta no se dejó esperar: éstos se levantaron en armas e intentaron echarlo del Perú.

Mientras los peninsulares luchaban entre sí, en las cordilleras de Vilcabamba se estaba gestando una traición. Los siete soldados almagristas, que vivían en la corte del inca, decidieron tenderle una trampa y a fines de 1544, o principios de 1545, tras un juego de bolos en la plaza de la fortaleza de Vitcos, lo asesinaron a sangre fría.

La muerte de Manco Inca Yupanqui fue rápidamente vengada (los asesinos fueron decapitados), pero la pérdida de tan insigne líder debió crear confusión y temor en la "zona refugio"; situación que sólo se estabilizó tras la elección del nuevo soberano: su hijo mayor, Sayri Túpac.

Entre 1545 y 1555, Sayri Túpac, que contrariamente a su padre era poco afecto a la guerra, se mantuvo en Vilcabamba sin molestar a los peninsulares, aunque sosteniendo la tradicional actitud de resistencia ante el poder español.

Cuando el conflicto entre los conquistadores y la corona terminó en 1548 con el ajusticiamiento de Gonzalo Pizarro, las autoridades reales decidieron inaugurar un período de diplomacia con los incas rebeldes. El nuevo virrey del perú (desde 1557), Marqués de Cañete, se propuso sacar pacíficamente a Sayri Túpac de las selvas en donde residía, prometiéndole una renta, una encomienda de indios y tierras en el valle de Yucay. Para ello envió una comisión, encabezada por Juan de Betanzos, hasta el puente de Choquechaka. Ésta regresó con una buena noticia: habían logrado convencer al inca.

En octubre de 1557 Sayri Túpac, contrariando las opiniones de sus capitanes y sacerdotes, abandonaba Vilcabamba y con la escolta de trescientos indios se dirigió a Lima, para conferenciar con el virrey. En enero de 1558, después de un "amoroso" recibimiento, obtuvo de éste todo lo prometido y se instaló en su nueva hacienda en Yucay. Pero sólo un año después, el Marqués de Cañete supo, por una carta remitida desde Vilcabamba, que Sayri Túpac no era Inca y que sus hermanos continuaban manteniendo una férrea resistencia armada contra España.

El virrey falleció a mediados de 1561, y pocos meses después Sayri Túpac también moría en su hacienda, probablemente envenenado.

¿Qué había sucedido? ¿Qué rol jugó el segundo Inca de Vilcabamba?.

Según indica el historiador y explorador Edmundo Guillén, varias probanzas y documentos de la época indican que Sayri Túpac no fue el real sucesor de Manco y que había decidido arriesgar su vida, y conferenciar con el enemigo, al sólo efecto de ganar tiempo y mantener al margen de una invasión a la región de Vilcabamba[31]

Hacia 1560, un nuevo soberano dominaba la resistencia desde la selva. Su nombre: Titu Cusi Yupanqui, y desde las cordilleras de Vilcabamba implementaría una mayor ofensiva contra los españoles, reiniciando la guerra de guerrilla y organizando un gran alzamiento religioso/militar conocido como el Taqui Ongoy[32]Éste, era una insurrección general destinada a expulsar a los españoles del Perú que unía los aspectos religiosos y militares de un modo muy particular. El objetivo era restablecer el poder del inca y restaurar el culto a las huacas, enviando "mensajeros" a todos los pueblos y anunciando que la venganza de las huacas se acercaba y que se debía renunciar al cristianismo y al control peninsular. Como se puede observar, los aspectos religiosos no se desechaban jamás. "Si la conquista había sido explicada en términos religiosos (Dios venció a las huacas), consecuentemente la salida se piensa en término proporcionales: serán las huacas las liberadoras y constructoras del nuevo orden"[33].

Si bien su aspecto militar fue rápidamente desbaratado, el aspecto ideológico/religiosos (anticatólico) se difundió a gran velocidad, debiéndose implementar "Campañas de extirpación de idolatrías" para que las almas descarriadas de los pobres indios se encausaran hacia el Paraíso. Así lo creyó la Iglesia colonial, y se así se hizo[34]

Para 1564 el Taqui Ongoy había sido desactivado y los temores de un levantamiento armado contra España, que involucrara a los pueblos aborígenes desde Ecuador al norte de Argentina, se había desvanecido. Por ese entonces el Perú esperaba a un nuevo virrey y era el gobernador Lope García de Castro el encargado provisional de guiar los destinos de la colonia; y como consideraba muy peligrosa la existencia de un Estado dentro del Estado, entró en nuevas tratativas diplomáticas con Titu Cusi.

En 1565 se envía a Vilcabamba a un nuevo mediador, Diego Rodríguez de Figueroa, cuya misión consistía en intentar convertir al cristianismo al Inca y convencerlo de que saliera de la región. En mayo de ese año, Rodríguez de Figueroa consigue atravesar el puente de Choquechaka, con autorización del Inca, y reunirse con éste en el poblado de Pampaconas, tras pasar por Vitcos. Su crónica constituye uno de los mejores documentos para identificar hoy los sitios arqueológicos de la zona.

Después de varios de días de charlas, marchas y contramarchas, Titu Cusi accedió a conversar con el oidor Juan de Matienzo en el famoso puente, y el 18 de junio de 1565, a orillas del río Urubamba, se celebró la importante reunión.

Durante la entrevista, Titu Cusi pidió ser reconocido oficialmente como Inca y conservar el derecho a dejar sucesión en el mando. También reclamó ampliar sus territorios hacia la margen izquierda del río Apurímac y la derecha del Urubamba; amén de una renta vitalicia y heredable a sus descendientes. El funcionario español regateó durante un tiempo, pero finalmente accedió a las propuestas, solicitando a cambio que se le permitiera el ingreso a miembros del clero, para caquetizar Vilcabamba; dejando abierta, para más adelante, la posible salida del Inca de sus protegidas selvas. Acordado estos puntos, Matienzo regresó al Cusco. Había hecho un buen negocio. Tras tantos años de insistencia, España tendría ahora una quinta columna dentro del territorio rebelde.

En 1568, dos frailes agustinos, Fray Marcos García y Fray Diego de Ortiz, entraron en la región.

Según consta en las crónicas del Padre Calancha, fueron bien recibidos por el Inca, pudiendo edificar dos iglesias: una en la localidad de Puquiura (o Pucyura), en la base misma del cerro donde se levantaba la fortaleza de Vitcos (y a "tres largos días de distancia de la ciudad de Vilcabamba"); la otra, en el pueblo de Guarancalla, a varios días de camino de la primera.

La labor misionera tuvo éxitos iniciales bastante significativos. El mismo Inca terminó por bautizarse, aunque esto puede ser interpretado más como una maniobra política que como una sincera conversión a la nueva fe. De hecho, el culto a las huacas no desapareció en Vilcabamba, situación ésta que enardeció el celo evangelizador de los agustinos, quienes asumieron una actitud predicativa que rozaba con la violencia.

Después de una buena convivencia con Titu Cusi (tanto es así que en febrero de 1570 el Inca le dictó a Fray Marcos un Memorial en el que contaba la vida de su padre y la propia), las relaciones empezaron a deteriorarse, especialmente después de que los sacerdotes quemaran el adoratorio más reverenciado del valle: la gran piedra blanca de Yurac Rumi (también conocida como Ñustahispana).

Enterado de tal sacrilegio el Inca, que estaba en la capital de Vilcabamba, viajó hasta Vitcos y expulsó a Fray Marcos (principal instigador del hecho). Su compañero permaneció con Titu Cusi, muy a pesar del odio que por él sentían todos los sacerdotes incaicos.

La suerte de Fray Diego estaba echada.

Muy poco tiempo después el Inca cayó enfermo y murió (entre fines de 1570 y principios de 1571). El misionero católico fue acusado de haberlo envenenado y tras recibir un terrible tormento, fue ultimado en la localidad de Marcananay (o Marcanay) con un golpe en la cabeza. La historia colonial del Perú poseía ya su primer mártir.

Muerto Titu Cusi asumió en Vilcabamba su hermano Túpac Amaru, quien según las crónicas estaba residiendo en el pueblo de Picchu (probable Machu Picchu), de donde fue sacado por los partidarios de una guerra total contra los españoles.

El nuevo Inca cumplió con su cometido, cerrando el ingreso a la región y reactivando los ataques en contra de los peninsulares. Pero la situación política del Virreinato del Perú estaba cambiando a principios de la década de 1570.

Francisco de Toledo, el flamante virrey, tenía en mente reorganizar todos los territorios bajo su administración. El Perú debía asumir el rol de colonia y por eso no era admisible que un grupo de incas rebeldes pusieran en jaque el prestigio y capacidades militares del gran Imperio español. Había que erradicar, de una vez y para siempre, la idolatría que persistía, como así también una insurrección que tenía casi treinta y cinco años de vida.

Cansado y contrariado, Toledo decidió poner punto final al problema y organizó el más poderoso ejército de su tiempo para destruir "a sangre y fuego" a los "salvajes" incas.

A fines de mayo de 1572, una de las tres ramas en que se había dividido el ejército español, inició la invasión de Vilcabamba por el puente de Choquechaka (o Chuquichaca). Avanzaron con rapidez rompiendo toda resistencia por el valle de Vitcos (hoy valle de Vilcabamba) y, tras cruzar el abra de Qollpaqasa, entraron en el valle del río Pampaconas, controlando los diversos fuertes que en zona se levantaban (por ejemplo, el famoso Wayna Pucara, hoy perdido en la selva).

Finalmente, en la mañana del 24 de junio de 1572, los españoles entraron triunfalmente en la ciudad de Vilcabamba, que los esperaba abandonada y en silencio, mostrando sus residencias y templos destruidos por el fuego. Túpac Amaru había escapado[35]

Después de tomar formalmente posesión de la ciudad, el capitán general de la expedición punitiva, Martín Hurtado de Arbieto, mandó a que se persiguiera al Inca, ofreciendo una suculenta recompensa en honres y dinero para aquel soldado que lo aprendiera.

Martín García de Loyola y un grupo de hombres partió inmediatamente en su búsqueda, y a unas cincuenta leguas de Vilcabamba consiguió atrapar a Túpac Amaru, antes de que éste se perdiera en las profundidades de la selva amazónica.

Trasladado al Cusco, encadenado y vejado, el Inca fue ejecutado en la Plaza de Armas, junto con familiares y seguidores. La resistencia aborigen había terminado, y con ella lo que podía haber quedado del Estado incaico. La ciudad de Vilcabamba, tras una corta ocupación, fue olvidada. La selva la cubrió y su existencia histórica se convirtió desde entonces en leyenda.

***

EXPEDICIÓN VILCABAMBA

ROMANTICISMO, CIENCIA Y AVENTURA

El diario de viaje

POR

FERNANDO J. SOTO ROLAND

PROFESOR EN HISTORIA

DIRECTOR DE LA EXPEDICIÓN VILCABAMBA "98

Tras nueve largos meses de organización, estábamos cruzando la cordillera de los Andes rumbo a Lima. Quedaban atrás las idas y venidas, las reuniones y reportajes, las promesas y las decepciones. La agotadora fase preparatoria de la Expedición Vilcabamba había terminado y sentados en las incómodas butacas (clase turista) del boing 737 en el que viajábamos, no hacíamos otra cosa que recordar los primeros e inconsistentes pasos de ese proyecto, que nos había demandado tanta atención y trabajo. Estábamos ansiosos por llegar.

El avión se sacudía a causa de las corrientes de aire frío que provenían del océano Pacífico, obligándonos a permanecer con los cinturones de seguridad abrochados y sin poder disfrutar de la insulsa comida plástica que nos ofreció la azafata. En un ejercicio de masoquismo, trataba de imaginar los picos nevados que tenía justo debajo de mis pies y no en pocas oportunidades me vino a la memoria el tan mentado accidente aéreo de los "70, ése en el que los sobrevivientes debieron practicar el canibalismo para poder resistir el frío y el paso de los días. Intenté sacar de mi mente esas ideas macabras, pero cada sacudida del fuselaje repercutía tanto en mis vísceras como en los nudillos de mis manos, blancos de tanto aferrarse al posabrazos de la butaca. A mis treinta y cinco años de edad, debía reconocer que detestaba volar.

El 17 de julio de 1998 amaneció muy húmedo y con una densa niebla que había demorado todos los vuelos al exterior. No era un buen día para viajar, y a los reclamos y quejas de los cientos de turistas que iniciaban sus vacaciones de invierno, se les sumaba la noticia de un avión accidentado y la posibilidad de tener que suspender el viaje por veinticuatro horas. Todos estos contratiempos nos retuvieron en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza (Buenos Aires) más de lo previsto, con sus consiguientes gastos en café y cigarrillos que, como en toda terminal aérea, son mucho más caros que en cualquier otra parte.

Afortunadamente esos inconvenientes iniciales fueron superados; pero durante un buen tiempo me encontré sentado en un aséptico ataúd volante, suspendido por encima de unas montañas que la noche impedía que viera y con una bandeja de acero inoxidable sobre mis rodillas, en la que la se movían de un lado a otro los paquetes de celofán que envolvían la cena. El único aliciente que calmaba mi angustia eran esas ruinas incas que nos esperaban semiperdidas en la selva. Pero ellas estaban todavía muy lejos.

Aterrizamos en Lima muy de madrugada, tras cuatro horas y media de tortura psicológica. Recogimos nuestras mochilas y nos dispusimos a seguir soportando una espera de ocho horas más, en los impersonales pasillos del aeropuerto de la capital peruana. Debíamos hacer la combinación aérea hacia el Cusco. Fue una noche larga y aburrida. El cansancio nos impedía hacer algo productivo, como leer o escribir. Sólo atinamos a comer algo y a intentar dormir sobre el frío mármol de una mesa, siempre atentos a nuestro equipaje, que para entonces parecía pesar el doble.

Arribamos, finalmente, a la antigua capital inca hacia el mediodía del 18 de julio, justo cuando el sol (el adorado Inti) iluminaba las rojizas tejas de la achaparrada capital departamental. A la admiración, por una estética urbana diferente de la que estamos acostumbrados, se le sumaban los recuerdos de mis viajes anteriores por tierras incas. ¡Cuántas imágenes queridas volvían a mi memoria!, ¡Cuántos momentos cruciales de mi vida personal se reeditaban, mientras sobrevolábamos aquel Ombligo del Mundo!

Habíamos llegado y la expedición estaba a punto de comenzar.

Permanecimos en el Cusco durante cinco días organizando el equipo, contratando al guía y, por supuesto, adaptándonos a la altura.

Queríamos partir cuanto antes pero debíamos recibir una autorización del Instituto Nacional de Cultura (INC) y una aprobación oficial de nuestro proyecto por parte de las autoridades cusqueñas. No queríamos pasar por encima de nadie, por lo que demoramos nuestra salida más de lo previsto. Esto nos permitió recorrer la ciudad y recabar cierta información adicional sobre las ruinas de Vilcabamba.

Pocas de las personas que consultamos (fuera del ámbito académico) sabían algo al respecto. Nadie viajaba a Vilcabamba por aquellos días y las historias que nos llegaban tenían más que ver con el terrorismo, y los supuestos focos guerrilleros, que con la historia de los últimos incas. Por otra parte, la gente suele confundir los lugares como consecuencia de una vieja costumbre, heredada de la conquista española: nombrar una misma localidad con nombres diferentes. Lo que nosotros denominábamos Vilcabamba ellos lo llaman Espíritu Pampa (la Pampa de los Espíritus), y la Vilcabamba de ellos es para nosotros el pueblo colonial de San Francisco de la Victoria. De todas formas, cada vez que nos explayábamos en nuestro proyecto de exploración, la sorpresa y las advertencias hacían acto de presencia. Nos decían que íbamos a meternos "muy adentro" en la selva y que la empresa no estaba exenta de peligros. Que debíamos darle un pago a la tierra, a la Pachamama, para que nos devolviera sanos y salvos; que contratáramos guías confiables, porque era bastante común que los inexpertos gringos se pusieran en manos de sinvergüenzas que terminaban dejándolos desnudos en plena caminata. No faltaron aquellos que se ofrecieran a llevarnos o los que se negaban a meterse en la antigua comarca/refugio, por seguir considerándola una "zona roja", bajo control del grupo terrorista Sendero Luminoso.

Pero aquellos días previos en el Cusco no fueron todos tan pesimistas ni cargados de malos augürios. La bellísima ciudad invita a soñar, trasladando a todo espíritu sensible a un lugar fuera del tiempo, retrotrayéndonos a los días en que los españoles invadieron la capital imperial, o incluso a los días mismos del Imperio Incaico. Allí se respira historia. Se experimenta el orgullo que el cusqueño siente por su pasado y el cariño con el que se recrean los hechos pretéritos. Hay mucho de nostalgia por un Paraíso Perdido (que la historia muestra que no fue tal) y de furia contendida contra una invasión europea que terminó dándoles la lengua con la que la critican. Cusco es indescriptible, un sitió al que se suele regresar más de una vez. Atrae, envuelve, encanta a sus visitantes, quienes desde el momento mismo de pisar sus callejuelas y trabar conversación con su gente, empiezan a sentirse parte de su historia; y saben que al marcharse un pedazo de ellos quedará para siempre en esos muros de pulidas piedras, hechos por los incas. Cusco aún conserva ese místico magnetismo sagrado que la convirtiera en la capital político/religiosa del imperio más descollado de la América precolombina.

Queríamos disfrutarla y no dejamos momento libre del día para recorrerla de arriba abajo. Visitamos sus locales de artesanías, que incitaban al gasto; y en los que una fauna políglota y cosmopolita se arremolinaba alrededor de los preciosos ponchos de vicuña o alpaca que se exhibían. Los trabajos de platería, tan conocidos en el mundo a partir de los famosos tumis (hachas ceremoniales convertidas hoy en aros y brazaletes) fascinaban a europeos y yanquis, quienes sin percibir la dura realidad social que se escondía detrás de cada pequeña obra de arte, regateaban las ofertas, sintiéndose consumados compradores cuando lograban rebajar el precio inicial un veinte o treinta por ciento (sólo unos pocos dólares). Y es que en Cusco, como en tantas otras partes de Sudamérica, no hace falta que uno salga a buscar productos tradicionales. Ellos van a uno, guiados por ejércitos de vendedores ambulantes; que sorprenden al turista a cada paso, en cada esquina, insistiendo hasta el cansancio y cambiando el costo del producto ofrecido a medida que se avanza por la calle. La ley de la oferta y la demanda funciona bien Cusco.

Como es común en esa hermosa ciudad colonial, nuestro centro de operaciones, de reunión y debate era la Plaza de Armas, que no es otra cosa que el corazón mismo del Cusco y el antiguo centro del Imperio del Sol. Se dice que la Plaza era la síntesis de todo el Tahuantinsuyu, y que ella reflejaba el orden del Estado, el aparato administrativo y la jerarquía social. Era el altar de todos los dioses del Imperio y el punto de partida hacia los cuatro "suyus", o rumbos, en que los incas habían dividido el inmenso territorio que controlaban. Su nombre original era Haucaypata (del quechua, "la plaza o lugar del llanto y la tristeza"), y mucho antes de que llegaran los españoles, estaba unida a otro gran espacio abierto, de profundo significado religioso, conocido como el Cusipata (o "la plaza de la alegría). En ellas se practicaban todos los rituales políticos y sagrados del Estado. Configuraba un enorme espacio rectangular, dividido en dos por el río Saphi (hoy canalizado de manera subterránea) y tenía funciones diferentes a la moderna Plaza de Armas. Por allí no se paseaban meditabundos turistas, ni extraviados buscadores de ciudades perdidas. Era un lugar reverenciado, en donde los incas adoraban al Sol con muestras de dolor y llanto. Estaba rodeado de seis palacios y en el centro se alzaba, en una de las rocas, el Usno Ceremonial, el trono del Inca, del que partían las calzadas hacia los cuatro lados de la plaza. Sobre uno de ellos, en lo que actualmente es el Templo de la Compañía de Jesús, se erigía el palacio llamado Amaru Cancha, que perteneciera al Inca Huayna Cápac, ése que a su muerte dejara al Tahuantinsuyu en plena guerra civil. Un poco más allá, se levantaba la Piedra de la Guerra, una roca considerada huaca y adornada de ídolos de oro, tomados como trofeos en las hazañas guerreras. Frente al palacio de Qora Qora, hoy calle Procuradores, estaba una bella fuente, adorada como huaca principal; y en lo que actualmente se denomina Portal de Panes, se alzaba el palacio de Q"asana, propiedad del célebre Inca Pachacuti. Incluso los terrenos ocupados hoy en día por la imponente Catedral servían de base al Suntur Huasi o Casa de las Armas, verdadero museo de emblemas e insignias, escudos y armas, que llevaron los Incas en sus conquistas.

Pero en la actualidad ninguna de estas construcciones se mantiene completamente en pie. Sólo con los ojos de la imaginación puede uno tratar de reconstruir ese otro Cusco, el puramente incaico.

Sea como fuere, allí, en el Haucaypata, descansábamos todas las noches antes de retirarnos al hostal en donde nos alojábamos, disfrutando de las pequeñas luces de las casas, titilando en las laderas de las montañas que circundan el valle. Era un espectáculo fabuloso, que ningún comerciante ambulante podía vendernos.

Sin pensarlo, estábamos en el sitio en donde todo comenzó y en el cuál todo terminó. Allí, bajo ese mismo espacio cercado (hoy por restaurantes, bares y negocios), el último de los Incas de Vilcabamba, Túpac Amaru, había sido ajusticiado por las duras leyes de Castilla en 1572. Caminábamos por el sitio que deberíamos haber recorrido hacia el final de la expedición, y no al principio. El ciclo del eterno retorno nos envolvía.

Aquellos primeros días en Cusco estuvieron en gran parte ocupados por trámites burocráticos y entrevistas. Los papeles sellados iban y venían, y en cada dependencia oficial debíamos defender nuestra iniciativa, presentándonos como los Embajadores Turísticos, que efectivamente éramos (gracias al interés puesto en nosotros por la Municipalidad de Mar del Plata), para que los funcionarios nos prestaran su valiosa atención. Eugenio Rosalini, el "enemigo número uno de la burocracia", protestaba a cada rato, haciéndonos ver que el papeleo sólo terminaría cuando estuviéramos aislados en las montañas.

Las horas pasaban deprisa; nuestro tiempo se acotaba y los planes de abandonar Cusco lo más pronto posible habían quedado únicamente en la carpeta donde guardábamos nuestro proyecto.

Según se dice, cuando alguien emprende una expedición por regiones inexploradas, o muy poco transitadas (como lo era la nuestra), debe confiar su vida y seguridad en un buen guía. El éxito de la empresa depende por completo del baquiano, de su sinceridad, conocimientos y lealtad. En ese aspecto, nosotros fuimos sumamente afortunados al encontrar a un personaje nativo de la región de Vilcabamba y gran conocedor del área y sus costumbres. Seguramente su nombre nos acompañará de por vida, puesto que a él le debemos la posibilidad de escribir estas líneas.

Cuando hacia el mediodía del 20 de julio nos dirigimos a la calle Fierro 571, a sólo unas diez cuadras de la Plaza de Armas, jamás supusimos que en ese patio cuadrangular, embaldosado y con casi cien años de antigüedad, se iba a formalizar uno de los tratos más importante de todo el viaje. Habíamos acudido a esa dirección guiados por el buen consejo de un gran amigo, Enrique Palomino Díaz, orgulloso qosqoruna (nativo del Qosqo, o Cusco) y valioso informante de la expedición. Gracias a sus conocimientos de la historia incaica, y a los contactos que nos ofreciera, es que pudimos retro-alimentar nuestros espíritus románticos y aventureros escuchando leyendas, mitos y rumores sobre sitios que la mayoría considera puramente imaginarios. Su tono gentil y acompasado, respetuoso y lleno de generosidad, fue el que nos sumergió en una realidad de la que no habíamos tomado cabal conciencia: aquella que nos decía que estábamos a punto de salir en expedición hacia la selva.

La reunión estaba prefijada para las diez de la mañana. Arribamos al lugar de la cita cinco minutos antes y advertimos con sorpresa que el sitio en cuestión llevaba un nombre que veníamos repitiendo a diario, desde hacía meses: Hostal Vilcabamba. Descendimos del taxi que nos llevara (cuya tarifa siempre se pacta antes de subir en él) y entramos a la antigua casona.

Ya en patio central, la estampa de un hombre joven, y más parecido a John Travolta que al estereotipo del baquiano andino, nos recibió con amabilidad y respeto. Su nombre era Francisco Cobos Umeres. Nuestro futuro guía.

No fue difícil arreglar con él los términos del contrato. "Pancho", como lo conocían sus allegados, se despachó con maestría, explicándonos las posibles rutas de penetración, los lugares en donde acamparíamos y las obligaciones y precauciones que cada miembro del grupo debía cumplir y tener en cuenta. Nos preguntó si estábamos en buen estado físico y dispuestos a soportar ascensos y descensos, que se anunciaban penosos. En nuestra ignorancia, le contestamos que no se preocupara y que intentaríamos llevar un ritmo parejo a lo largo de toda la travesía. Por ese entonces, sólo conocíamos el camino a partir de las dos dimensiones que nos venía dando un viejo mapa, sacado de un perimido libro de arqueología de la década de los "60. No podíamos imaginar el inmenso sacrificio físico que teníamos en puerta.

Pancho era nativo de Puquiura (o Pucyura), uno de los pocos pueblos que se levantan sobre el valle del río Vilcabamba; y a pesar de que habitaba en Cusco desde hacía unos diez años, mantenía férreas conexiones con los parientes que vivían en su región natal.

Era un hombre abierto y simpático, capaz de conseguir lo imposible en el momento menos indicado y con una capacidad nata para abrir aquellas puertas que a otros, seguramente, se les hubieran cerrado. Según la tradición oral de su familia, era descendiente de un gran cronista español del siglo XVII, el Padre Bernabé Cobo; y sus tíos y primos habían servido como guías de dos grandes exploradores de mediados de siglo: Gene Savoy y Edmundo Guillén. Inclusive su tío/abuelo, Julio Cobos, había sido el propietario de un fundo en la zona de Espíritu Pampa (hoy Vilcabamba "La Vieja"), por lo que las ruinas a las que nos dirigíamos habían estado dentro de los territorios de su familia, mucho antes de que se identificaran definitivamente como la última capital de los Incas.

No podíamos haber dado con mejor colaborador.

Nos apuramos a cerrar el trato y fijamos la partida para el 23 de julio. Celebramos la "sociedad" con cerveza negra cusqueña ("al tiempo", es decir templada) y, a instancias de Pancho, le agradecimos a la Pachamama la suerte tenida. Le rogamos su protección y ayuda "tincando" con los dedos un poco de bebida sobre el suelo, manteniendo viva la costumbre incaica de dar algo en reciprocidad a la Madre Tierra. Por su parte, Enrique Palomino se despachó con un ceremonioso discurso, rindiendo loas al gran dios Viracocha y enalteciendo, por demás, nuestra iniciativa de seguir los pasos de Manco Inca hacia la sagrada planicie de Vilcabamba "La Vieja".

Teníamos todavía que comprar las provisiones, alquilar las carpas y contratar los arrieros y porteadores. Faltaban aún muchas cosas por resolver y temimos no poder concretarlas en el tiempo estipulado. Pero Pancho, fiel a una vieja tradición cusqueña, y motivado por el salario que acabábamos de pagarle, cumplió con lo prometido, permitiéndonos dedicar los dos últimos días en el Cusco a realizar una caminata preparatoria por las ruinas vecinas a la ciudad y visitar las tan famosas "picanterias" o rincones de peruanidad.

Las "picanterias" del Ombligo del Mundo son espacios propios de los cusqueños. Es raro encontrar en ellas a extranjeros, puesto que no ofrecen la apariencia "for export" que suelen buscar los gringos adinerados que caminan la América Latina. Por lo general carecen de un cartel identificatorio y se levantan en barrios a los que muy de vez en cuando, los no nativos, dirigen sus pasos. Constituyen lugares típicos, semejantes a los "bodegones" o "almacenes" expendedores de vino y ginebra de nuestro país. La gran diferencia es que en estos rincones mestizos se mezcla el quechua con el español, la chicha (bebida alcohólica hecha a base de maíz fermentado) con la cerveza y la "frutillada". Si alguien desea observar la simbiosis de las dos culturas que chocaron hace 500 años, debería visitar las "picanterias" del Cusco. Allí el sincretismo se manifiesta a primera vista: en las estampas de los santos católicos (que no faltan en ningún rincón) y el permanente agradecimiento que se le tributa a la Madre Tierra; en el juego de barajas españolas y la espumosa chicha incaica; en las comidas y en la música. Allí el habitante del Qosqo se siente realmente qosqoruna y el extranjero… en un mundo exótico.

Alguien escribió una vez que el comer es una experiencia que posee una dimensión sociológica e histórica que pocos tienen en cuenta. El sentido del gusto ha sido una constante en los relatos de viajes, y existen cientos de miles de ejemplos que permiten asegurar que a través del paladar juzgamos al "otro" y nos identificamos más con nosotros mismos. Cuando nos llevamos a la boca algo que jamás hemos probado estaremos, seguramente, emitiendo un juicio de valor, que excede la crítica o el halago que le hagamos al cocinero.

Lo extraño puede estar en un simple menú, en un nombre impronunciable o en la combinación de ciertos alimentos. La comida (de la que ningún viajero puede prescindir) se transforma así en un método de conocimiento que implica, muchas veces, tanto arrojo como saltar una grieta que da al abismo. Colores, consistencias, olores, pueden ser también barreras infranqueables.

A lo largo de mis travesías por Perú tuve el privilegio de comer de todo. Desde el popular caldo de pollo (con patas y uñas incluidas), pasando por la cabeza de cordero con chuño (que no es otra cosa que una papa deshidratada), mono, serpiente y cuy.

Es bien sabido que los antiguos incas no poseían vacas, ovejas ni cerdos; todos ellos fueron herencia de España. Pero los viejos dueños del Cusco sí sabían degustar un plato que, hasta la fecha, sigue siendo el símbolo identificatorio de la buena cocina andina: el cuy chaktado. ¿En qué consiste? Simple. Tome un roedor, semejante a los conejillos de Indias; despelléjelo; póngalo en aceite hirviendo, bien condimentado; aplástelo luego con dos piedras al rojo vivo y sírvalo en su mesa, acompañado con papas. Es una delicia, y cuando está bien cocido, hasta pueden comerse los huesillos del animal. Es un majar que justificaría un viaje al Qosqo. Obviamente, no dejamos de devorar unos cuantos antes de salir hacia la selva.

Pero no todos los sabores agradan tanto al paladar. Los peruanos, de igual forma que los bolivianos, son muy afectos al "picante" (de ahí el nombre de "picantería") y suelen combinar este explosivo ingrediente con cualquier comida, inclusive con los tallarines. De todos los ajíes que utilizan para condimentar el peor y más potente es el rocoto. De apariencia parecida a un morrón, este silencioso enemigo del aparato digestivo y la tráquea, es capaz de quitarle la respiración a la persona que no esté habituada a su sabor. Sus semillas son literalmente volcánicas y, según me comentaron, no han faltado los ingenuos que, en demostraciones de viril voracidad, debieron ser intervenidos quirúrgicamente al sufrir un espasmo de glotis. Demás está decir que no llevamos rocoto entre las provisiones.

LA EXPEDICIÓN VILCABAMBA "98

Durante el período republicano (siglo XIX) existió en el Perú un profundo interés por encontrar la ciudad perdida de Vilcabamba. Era un símbolo de la resistencia frente a España y los criollos de entonces consideraron oportuno buscarla con el fin de insuflar el novedoso sentimiento nacionalista en la joven república sudamericana. Eran los días en que los propios americanos empezaban a escribir su historia y Vilcabamba podía llegar a cumplir el mismo rol que las ruinas de Masada cumplieron para Israel, o los restos del Gran Zimbabwe para los negros de la ex – Rhodesia (África oriental): mostrar al mundo que existían antecedentes suficientes para declarar la independencia y la capacidad técnica para rechazar al imperialismo extracontinental.

Según hemos podido averiguar en el Cusco, desde principios del siglo XIX a la fecha, se han registrado únicamente once expediciones a Vilcabamba; y casi todas ellas con un mero espíritu exploratorio. Se han practicado escasas excavaciones en el sitio y la selva sigue siendo la única vencedora.

En 1834, el Conde de Sartigi viajó a las ruinas de Choquekirao (una imponente fortificación incaica, cercana al valle del río Apurimac) y las identificó con la mítica ciudad.

En 1865, Antonio Raimondi penetró en la región de Vilcabamba hasta llegar al poblado de San Francisco de la Victoria. De allí se desvió siguiendo el camino de su predecesor (Sartigi) y alcanzó, nuevamente, los restos arqueológicos nombrados (Choquekirao), cometiendo el mismo error al re-confirmar la identidad dada por el primero.

En 1911, Hiram Bingham descubre Vitcos; cruza el abra de Qolpacasa (o Qollpaqasa) y llega a Espíritu Pampa. Tras un breve recorrido, dedujo, erróneamente, que no era la Vilcabamba de Manco Inca Yupanqui y se marchó. Su descubrimiento de las ruinas de Machu Picchu, pocos días antes, lo habían llevado a creer que esa ciudad recién encontrada correspondía a la capital incaica de la resistencia.

En 1943, el cusqueño Luis Ángel Aragón, intenta identificar la ciudad, sin demasiado éxito.

En 1963, Carlos Neuenschwander Landa, un inquieto explorador arequipeño, sobrevoló en helicóptero la región sin agregar ni quitar nada al debate.

En 1966, Antonio Santander Castelli y Gustavo Alencastre, insinúan, por primera vez, que Espíritu Pampa podría ser Vilcabamba "La Vieja".

En el mismo año, el explorador norteamericano Gene Savoy llega a las ruinas, descubre nuevos complejos habitacionales y certifica, públicamente, que Espíritu Pampa correspondía, en efecto, a la ciudad inca de Vilcabamba.

En 1971, Víctor Angles Vargas recorrió parte del camino que conduce a la Pampa de los Espíritus y ofreció datos sobre distintos lugares citados por las crónicas e importantes referencia sobre otros sitios arqueológicos relacionados con Vilcabamba.

En junio de 1976, Edmundo Guillén llega a la zona y revalida, con documentos y observaciones in situ, la hipótesis de Savoy. Para Guillén Espíritu Pampa es, sin duda alguna, Vilcabamba "La Vieja".

También en 1976,el cabo Andrés Ojeda Enriquez comandó una expedición/patrulla que recorrió y cartografió todo el valle del río Pampaconas, cuyas orillas conducen a la capital selvática de Manco Inca y sus hijos.

Finalmente, en julio/agosto de 1997, la Expedición Juan de Betanzos, a cargo de la Dra. María del Carmen Martín Rubio, también logra llegar a Vilcabamba, declarando que en el trayecto había descubierto dos de las ciudades perdidas que nombraban las crónicas del siglo XVI: Pampaconas y Rangalla. Descubrimientos que en el Perú están seriamente cuestionados.

Cuando aquel 23 de julio de 1998 amaneció, estábamos a punto de iniciar la expedición número doce.

DIA 1

Cargados como mulas, abandonamos el hostal de la calle Fierro y trasladamos nuestro equipaje hasta las oficinas de la empresa de transporte que nos conduciría a la ciudad de Quillabamba, levantada hace ciento cuarenta y un años al norte de Machu Picchu y en el borde mismo de la selva.

Teníamos por delante doce largas horas de viaje en colectivo (bus, como los llaman en Perú) por caminos a medio hacer y, en su mayor parte, de cornisa. No habíamos tenido elección. El fenómeno climatológico del Niño había destruido por completo el ramal de vías férreas que comunicaban las ruinas de Machu Picchu con Quillabamba, y un viaje de seis o siete horas en tren se convertía en un deambular, por cerros y nevados, de casi un día entero. Aunque, de alguna manera, fuimos afortunados: el desvío, por el valle de Amaybamba, coincidía perfectamente con la ruta seguida por Manco Inca, hacía cuatrocientos once años.

Mientras despachábamos el equipaje, y observaba cómo se amontonaban unas sobre otras las seis mochilas, la filmadora y otra media docena de grandes bolsas repletas de provisiones, me preguntaba de qué manera íbamos a poder manejar tanto equipaje. Acostumbrado a moverme sólo con un portafolios, me parecía increíble poder maniobrar tantos bultos; y lo que es más: poder identificarlos correctamente en medio de la maraña de cajas, bolsas y valijas con las que eran mezclados, dentro del depósito del colectivo.

El trayecto a cubrir posee una vida comercial muy fluida. Los campesinos de Quillabamba, tras recoger sus productos tropicales del campo, viajan al Cusco para venderlos o intercambiarlos. Los antiguos nexos entre nichos ecológicos aún se mantienen vivos, por más que las inclemencias meteorológicas intenten romperlos. Por lo tanto, ya sea en tren o en bus, la gente se traslada, de un extremo a otro de la ruta, cargando un promedio de cuatro a cinco bolsas por persona. Una verdadera orgía de equipajes.

Por suerte, para nuestras espaldas, el colectivo era amplio, cómodo y sin "intermedios", es decir, sin pasajeros que viajen parados (quienes, en viajes largos, suelen convertirse en una verdadera pesadilla, especialmente cuando deciden hacer sus negocios en pleno trayecto). Finalmente nos pusimos en movimiento y tras recorrer el barrio próximo al Hospital General (curiosamente rodeado de funerarias), dejamos la ciudad, escalando los cerros que la aprisionaban en el valle.

Atravesamos El Arco, que es la parte más alta de Cusco (3.500 m.s.n.m.) y descendimos hasta el poblado de Poroy, que fue en donde Pizarro hizo su último descanso antes de entrar en la capital incaica, allá por 1533. Seguimos bajando hasta Cachimayo (3.300 m.s.n.m.), famoso centro urbano por sus fertilizantes, y volvimos a subir hasta los 3.650 m.s.n.m., que es en donde se levanta el pueblo de Chinchero, situado a 20 Km al noroeste del Cusco, y en donde existen varios grupos arqueológicos de factura incaica de reconocida fama. Allí una de las gomas del colectivo, literalmente estalló, y tras una compleja maniobra del chofer (un excelente conductor), nos debimos detener a la vera del camino, durante casi una hora. De haber sucedido ese inconveniente pocos kilómetros más adelante, hubiéramos corrido el riesgo de despeñarnos por un precipicio.

Desde las planicies de Chinchero podíamos divisar, a la distancia, la cordillera de Machu Picchu, como así también, los picos nevados del Valle Sagrado de los Incas; y sólo un poco más al fondo, casi desdibujadas en un horizonte nuboso, las estribaciones del macizo de Vilcabamba.

Después de solucionado el inconveniente técnico, el colectivo prosiguió hasta llegar al pueblo de Urubamba (2.850 m.s.n.m.), en donde es posible degustar uno de los choclos más ricos del mundo (los parakay), cuyos granos, tiernos como la manteca, alcanzan a tener dimensiones fuera de lo común (1 a 2 cm.) en su época de cosecha (diciembre/enero). Por ser el mes de julio, debimos abandonar esta ciudad sin poder probarlos y dirigir nuestra atención hacia las ruinas que se levantaban en el próximo destino: Ollantaytambo, a 2.800 m.s.n.m.

La población actual de Ollantaytambo, ubicada a 75 Km. del Cusco, se asienta sobre los trazos de una llacta (ciudad) incaica, en la que se distinguen sus viejas calles con muros de cantería antigua, sus portadas de pulida piedra y los canales que, como ayer, siguen transportando agua fresca y cristalina desde las montañas. Pero lo que hace famoso a Ollantaytambo es la fortaleza del mismo nombre. En ella realizó Manco Inca su último mitin momentos previos a internarse en la selva e iniciar la resistencia; pero mucho antes de que este soberano cusqueño instalara fugazmente allí sus cuarteles, Ollantaytambo (o simplemente Tampu o Tambo) había sido el asiento de señoríos independientes hasta que el Inca Pachacuti ocupó la región, en uno de sus primeros pasos de expansión territorial. Según el análisis de los arqueólogos, los edificios del lugar muestran evidencias de haber quedado inconclusos y de que Ollantaytambo surgió como "el conciso discurso lítico final del Imperio"[36]. Todavía se discuten las funciones específicas del sitio, pero lo más probable es que hayan tenido, además de las funciones militares, una connotación sagrada orientada al culto solar. De todas formas, el estilo, prolijidad y técnica, aplicadas en la construcción de esta imponente obra de cantería incaica, señalan a las claras su alto valor simbólico y una magnífica capacidad para tornar expresiva a la piedra.

Al dejar atrás estas monumentales construcciones, también perdimos de vista a las vías del tren, que nos acompañaban desde el Cusco. Ellas seguirían su camino, internándose por el valle del Urubamba, hasta alcanzar Puente Ruinas, en Machu Picchu. Nosotros iniciaríamos una ascensión, hasta los 4.200 m.s.n.m., para llegar al Abra Málaga, o paso de Panticalla; un paraje frío y desolado, por encima del nivel de las nubes. Aquel punto fue nuestro "techo", y a partir de entonces, el altímetro que portábamos, empezó a registrar un descenso paulatino. Desde el Abra pudimos divisar, en todo su esplendor, el valle del Amaybamba; y no pude dejar de imaginar el enorme sacrificio de Manco y los suyos, al atravesar esas alturas gélidas mientras huían de los españoles. También fue posible registrar fotográficamente los restos de pucarás y fortalezas que los incas levantaran, con el fin de frenar la persecución europea. Los cronistas no se equivocaron ni exageraron al respecto. Ahí estaban los restos.

A medida que bajábamos, la temperatura y el paisaje empezaron a cambiar. Los cerros se fueron despojando de sus glaciares y, paulatinamente, el color blanco empezó a ser suplantado por el marrón de la puna y, más tarde, por el verde de la ceja de selva.

Pasamos por las localidades de Carrizales (3.600 m.s.n.m.) y de Alfamayo (3.4000 m.s.n.m.) a toda velocidad. Estábamos retrasados un par de horas, y no deseaba que se hiciera de noche por dos motivos: en primer lugar, porque me sería imposible disfrutar del impactante paisaje en el que nos estábamos sumergiendo; y en segundo término, porque los angostos caminos de cornisa, por los que corría el colectivo, no eran lo suficientemente seguros como para relajarse, imaginando las ruedas del mismo a milímetros del abismo.

Para las cinco de la tarde arribamos a Huyro (3.000 m.s.n.m.), un valle cálido y agradable que hacía las veces de "puerta" a la zona tropical. Su riqueza es esencialmente agrícola, siendo su principal fuente de ingresos las frutas y el té, que venden a otras regiones del país. Aquí nos vimos obligados a bajar del bus para presentar en un centro de sanidad nuestros certificados de vacunación contra la fiebre amarilla. Ingresábamos en una zona endémica, que cobra cientos de vidas por año. Pero nosotros no teníamos por qué temer. Estábamos cubiertos. Nuestros organismos habían sido protegidos, por inyecciones y comprimidos, desde el momento mismo de abandonar Argentina; y, teóricamente, podíamos soportar tanto una epidemia de malaria como de paludismo. De todas maneras, el trámite sanitario nos intranquilizó un poco. Por primera vez sentimos que nos internábamos en la selva.

Seguimos bajando por el valle de Huayopata (2.800 m.s.n.m.) y a la altura del pueblo de Santa María (2.500 m.s.n.m.) nos reencontramos con lo que quedaba de la línea férrea y el río Urubamba. En este punto del camino nos retrasamos muchísimo. La dantesca catástrofe que asolara la región en febrero de 1998 (un alud de barro y rocas, producto de las lluvias producidas por el Niño), había borrado del mapa las vías, varios pueblos pequeños y parte de la carretera de tierra que comunicaba con Quillabamba.

Por lo menos cinco camiones, atestados de personas en sus cajas, esperaban delante de nosotros que los operarios de Vialidad terminaran de rellenar con tierra el fragmento de ruta que faltaba (¡únicamente ayudados por picos y palas!).

Fue entonces cuando Pancho me llamó y señaló el curso del Urubamba, que corría unos doscientos metros por debajo de nosotros. "Mire, Jefe, – dijo, apuntando con el dedo índice – allá tiene el caserío de Chaullay".

Me quedé helado por la emoción. Una sensación de satisfacción recorrió todo mi cuerpo. Después de tanto años de lecturas, y viajes con la imaginación, estaba observando los techos de paja y chapas del mísero pueblo de Chaullay (1.500 m.s.n.m.), aquel en el que se levantaba antiguamente el famoso puente de Choquechaka (o Chukichaka): la puerta misma a la región de Vilcabamba.

Un par de horas después reiniciamos la marcha; y para las diez de la noche cruzábamos, por una enclenque planchada hecha con tablones, hacia la margen izquierda del Urubamba. "La Ciudad del Eterno Verano", Quillabamba (1.050 m.s.n.m.), fiel a su slogan, nos recibió con una nube de mosquitos y 33º C. de temperatura.

Nuestra primera jornada había terminado.

DIA 2

Cuando me desperté, temprano por la mañana, sentí todo mi cuerpo pegajoso y transpirado. La modesta habitación del Hostal Alto Urubamba, en la que habíamos pasado la noche, carecía de la ventilación suficiente y, por más que hubiera dormido en calzoncillos, el pesado calor tropical de Quillabamba afectaba cada uno de los poros de mi epidermis.

El lugar en el que nos alojábamos era pintoresco. Un patio rectangular; un árbol que luchaba por vivir en un cantero, constantemente regado por una manguera; y dos pisos con habitaciones, dando a ese espacio abierto. Me sorprendí al ver el sol tan alto siendo las 06:30 horas, y sin más dirigí el apetito hacia el bar del hostal. Dos tostadas, un fortísimo extracto de café y un jugo de papaya fueron mi frugal desayuno. Una hora más tarde, Eugenio, Juan y Pancho se incorporaron a la mesa.

Quillabamba es una ciudad que podría definir "como al ras del suelo". Sus edificios más altos (por lo general sucursales de instituciones bancarias) no exceden los cuatro pisos y la mayoría de sus casas son chatas y con techos de tejas. Por otra parte, esta sensación se ve agudizada por la perspectiva que dan las altas montañas que rodean todo el casco urbano. Es un típico pueblo de provincia a orillas del Urubamba y, según me dijeron, con una elite campesina poderosa y pudiente.

Igual que en Cusco, la Plaza Principal, es su centro neurálgico. En ella se arremolinan vendedores y paseantes, policías y mendigos; también se concretan negocios y romances. Allí fue en donde Francisco, nuestro guía, consiguió alquilar una camioneta 4X4, con chofer incorporado.

Para las diez de la mañana la temperatura había subido hasta los 36º C. y se podían ver volar, por entre las calles, nubes compactas de polvo, anunciando que estábamos en la época de seca, y que durante el mes de julio rara vez llueve en Quillabamba. Era un calor seco, soportable, pero bastaba quedarse unos minutos bajo los rayos del sol para sentir que las sienes estallaban.

Por aquellos días, la ciudad estaba festejando su 141º aniversario y toda la población se preparaba a disfrutar de los desfiles cívicos, paradas militares, música y bebidas, que la alcaldía había organizado para esa misma noche. Las fiestas en el Perú siguen teniendo una importancia que nosotros hemos perdido; conservando además una característica que no les envidio: su "militarización". Si algo nos llamó la atención fueron las prácticas que los estudiantes y maestros realizaban por la avenida principal, guiados por elementos armados del Ejercito Peruano y marchando marcialmente con "paso de ganso". Se los veía orgullosos, manteniendo en alto los portaestandartes que identificaban a cada colegio; y fueron sus mandíbulas apretadas y ceños fruncidos los que nos hicieron comprender cuánto le falta a Latinoamérica para incorporar una conciencia, o cultura política, plenamente democrática.

Pero nosotros no seríamos parte de la fiesta. Para cuando ésta comenzara ya estaríamos internándonos por el histórico valle del río Vilcabamba (antes Vitcos).

Para el mediodía, ya teníamos todo el equipaje cargado en la caja de la camioneta. Apenas había espacio para nosotros, pero de igual modo insistimos en viajar en la parte trasera, al aire libre, para poder disfrutar mejor del paisaje.

Antes de dejar Quillabamba, debimos realizar nuestro último trámite protocolar: visitar al alcalde y dejar una copia del proyecto. Para ello recibimos el apoyo de las oficinas del P.I.D. (Proyecto Integral de Desarrollo) y de dos de sus funcionarios, los gentiles ingenieros Fredy Guillén Pacheco y Fernando Loayza Venero, quienes se vieron sumamente interesados por la expedición y nos dieron un excelente croquis de la zona a la que marchábamos.

No sé por qué extraña causa, un periodista/locutor de Radio Quillabamba nos estaba esperando en la puerta de la hermosa casona colonial que hacía las veces de alcaldía. A los saludos de compromiso vinieron las gracias por visitar esas tierras, y por "los nobles propósitos que guardábamos hacia ella". Poco después apareció el regidor del municipio y, tras una corta entrevista, nos comprometió a dar una conferencia a nuestro regreso.

Era hora de partir. Nos despedimos de esos afables interlocutores. Subimos a la caja de la 4X4 y "pusimos proa" hacia las márgenes del río Urubamba. Nuestro próximo destino: el puente Choquechaka.

Dejar Quillabamba fue, de alguna forma, dejar la civilización tal cual nosotros la concebimos. Ya no tendríamos por delante centros urbanos tan grandes, a lo sumo reducidos caseríos de barro y paja, carentes de gas, agua corriente y electricidad. El ansiado sueño de "cortar amarras" estaba apunto de concretarse

Nos alejamos de la ciudad serpenteando el camino de ripio que corría junto a la orilla izquierda del sagrado Urubamba, y durante la primera hora de viaje, sacudidos de un lado a otro por el traqueteo de la camioneta, pudimos apreciar, mejor que nunca, las terribles consecuencias de las fuerzas naturales. Allí, delante de nosotros, la montaña había sido cortada por la furia del alud del mes de febrero. El cauce del río se había ensanchado y la selva colindante se precipitaba al vacío, como buscando las raíces que el aluvión se había llevado. La moderna estación ferroviaria de Quillabamba ya no existía y desde lejos podíamos observar los restos de las vías, que parecían escalerillas, colgando de altos acantilados.

Para cuando llegamos a la localidad de Chaullay, el panorama era el mismo: desolación, tristeza y destrucción. Más de la mitad del pueblo había sido arrasado y del viejo puente Choquechaka (o Chukichaka) sólo quedaba el recuerdo.

Descendimos de la camioneta y nos quedamos mirando en silencio el único pilar de cemento que, en pleno río, seguía luchando contra la corriente. Constituía la única prueba material de que, hasta hacía muy poco, en ese sitio se levantaba una pasarela que unía ambas orillas.

Estábamos en un lugar histórico. Por allí mismo había pasado, a mediados del siglo XV, el gran Pachacuti, persiguiendo a los Chancas y, un siglo más tarde, los incas que se refugiaron en Vilcabamba. También fue el escenario de las tensas conversaciones diplomáticas entre el oidor Matienzo y Titu Cusi, el 14 de mayo 1565; y el punto por el que habían ingresado las huestes españolas, en su ultima y exitosa campaña de destrucción de 1572. Era el acceso, tan celosamente custodiado, a la región de la resistencia.

Diego Rodríguez de Figueroa dice que en 1565, y mientras encabezaba una comitiva de paz para conferenciar con el Inca, debió cruzar el río Willkamayo (Urubamba) por una "oroya" (soga extendida) metido en una canasta de mimbre. El destino quiso que nosotros experimentáramos una sensación parecida cuando, no pudiendo resistir la curiosidad, atravesamos el mismo río y por el mismo lugar, colgados de unas plataformas de madera suspendidas por cables de acero. La necesidad de mantener unidas las márgenes del Urubamba había obligado a los escasos pobladores de Chaullay a tender ese ingenioso y antiguo método de vadeo.

Fuimos y venimos, impulsados por las fuerzas de los brazos, de una orilla a otra; y en determinado momento, cuando nos detuvimos exactamente a mitad de camino, por encima de la corriente, el cauce del río se convirtió en la antigua línea divisoria que había sido cuatro siglos atrás: la frontera entre "la tierra de paz" (zona controlada por los españoles) y "la tierra de guerra" (territorios controlados por el Inca y su gente).

Regresamos a la camioneta y, desviándonos hacia la derecha, tomamos un camino muy angosto que ascendía la montaña. Nos alejábamos del valle del Urubamba y trepábamos el cerro con el objeto de alcanzar el imponente corredor del valle del río Vilcabamba. Pocos minutos después, el panorama que tanto había ansiado conocer se desplegaba majestuoso ante mi mirada. Recuerdo haber escrito en mi diario personal que "si el Paraíso existe realmente, me lo imaginaba como ese sitio".

Árboles de plátanos, eucaliptos, follaje cerrado, cataratas y riachos frescos que bajaban de la montaña, caseríos de barro y un camino intransitado, hacían de aquella ciclópea obra de la Naturaleza un lugar indescriptible. Un lugar propicio para esconderse, para aislarse del mundo y escapar de la globalización.

Fueron cinco horas de experiencias inolvidables. La camioneta subía y bajaba forzando la marcha para remontar las cuestas y corcoveaba cuando el chofer pisaba el freno, evitando caer al abismo, en aquellas curvas que venían en descenso. Nos sentíamos libres, con el aire fresco dándonos en la cara e intentando identificar con Pancho aquellos lugares que las crónicas españolas del siglo XVI describían.

Pasamos por Kukipata, Machaniyoq, Ipal, Andaray y Paltaybamba. En este último lugar almorzamos en la casa de una sobrina de nuestro guía y pudimos recorrer un poco el caserío. En realidad, todas estas localidades más que pueblos son grupos familiares, uno o dos, que viven de las chacras que le ganan a la montaña y a la selva. El tiempo parece haberse detenido en estos sitios y hablar allí de Internet, computación o electricidad es prácticamente de ciencia-ficción. Por eso, cuando escucho ese discurso autista sobre la globalización, el mundo interconectado y el año 2000, me pregunto si estos valles perdidos, con sus miles de kilómetros cuadrados, sus medios de subsistencia y la gente que los habita, son realmente el mundo. ¿Quiénes se acuerdan de ellos? ¿Qué funcionario se ocupa, sinceramente, de sus necesidades? ¿Qué se hace para mejorar sus niveles sanitarios y educativos? Muy poco o nada… como en todas partes.

Continuamos el camino, ascendiendo más y más con cada curva que tomábamos, dejando atrás muchas otras localidades: Aqorqona, Tajamar, Choquellusca (desfiladero famoso por haber sido testigo de un exitoso ataque emprendido por Manco Inca contra Gonzalo Pizarro, en 1539), Marayniyoq, Sigitay, Puramute y la Hoyara.

Sin dejar nunca de perder de vista (varios cientos de metros por debajo) al río Vilcabamba, pasamos por Quellomayo, Oyo, Cheqosqa, Yupanca y Lucma, que es la capital del distrito de la región. Finalmente, siendo las seis de la tarde, y cuando el sol prácticamente se ponía detrás de las montañas, llegamos a Puquiura (3.000 m.s.n.m.), nuestro centro de operaciones durante los siguientes dos días.

Nos acomodamos en la casa de una familia apellidada Quintanilla y mientras Pancho iniciaba, cerveza de por medio, las negociaciones para el contrato de caballos y arrieros, Eugenio Rosalini, Juan Gasques y yo, salimos a recorrer la calle principal; que no era otra cosa que la prolongación del camino por el que habíamos llegado, y que atravesaba a Puquiura de punta a punta.

En 1865, el arqueólogo y explorador Antonio Raimondi había hecho noche en ese pueblo y lo describió como "una aldea miserable". No podíamos, ahora, concordar con esas apreciaciones. La "moderna" Puquiura (o Pucyura), humilde pero digna, levantaba sus modestas casas nuevas con cierto orgullo, junto a la única calle asfaltada en leguas. Una calle de sólo cinco cuadras, que unía el destacamento de la P.N.P. (Policía Nacional del Perú), en un extremo, con el almacén de ramos generales, en el otro. A medio camino, y justo frente a la casa en donde nos alojábamos, se extendía una plaza rectangular, grande, y con una media docena de chicos jugando al fútbol. Sobre uno de los costados de la explanada, se erigía una capilla de color blanco y con techo de chapas. Estaba en plena remodelación, con montones de escombros a su lado y completamente cerrada.

Nos acercamos a ella comprendiendo que estábamos en otro lugar significativo del camino: esa humilde iglesia hundía sus cimientos en el mismo sitio en donde los padres agustinos, García y Ortíz, levantaran en 1568 la primera (y trágica) doctrina católica de Vilcabamba, bajo la vigilante autorización de Titu Cusi Yupanqui. Muy cerca de allí debería alzarse la legendaria Vitcos, fortaleza incaica asediada por los españoles en 1537 y escenario del asesinato de Manco Inca en 1545.

Levantamos la vista intentando buscar indicios de construcciones incas en las montañas colindantes, pero no tuvimos suerte. De existir, estaban bien escondidas y protegidas por la sombra del Apu Wiracochán (la montaña protectora de Puquiura) y las elevaciones de un cerro, que los lugareños llaman Rosaspata ("El Lugar de las Rosas").

Escribió el padre Calancha, en su Crónica Moralizadora del Perú (1636), que la Provincia de Vilcabamba (como era conocida entonces) "Es un país ardiente de los Andes montañosos e incluye partes que son muy frías, elevados yermos intemperados […]. Una tierra de comodidades moderadas, de largos ríos y lluvias corrientes". Allí el padre Fray Marcos García "abandonó toda precaución y enarboló el estandarte de la cruz, construyendo una iglesia en Puquiura, a dos largos días de la ciudad de Vilcabamba. Y en Puquiura el rey [Inca]mantenía sus ejércitos".

Pero en julio de 1998 no había en el pueblo sacerdote, ni reyes o ejércitos incaicos. Puquiura semejaba una villa fantasma, devorada poco a poco por la oscuridad de la noche.

La temperatura bajó rápidamente (¡Cuán lejos parecían estar los 36º C. de esa mañana en Quillabamba!). A casi 3.000 m.s.n.m. las condiciones nocturnas eran distintas y debimos concordar con el Padre Calancha de que estábamos "en un país con partes que son muy frías".

Para cuando regresamos a la propiedad de los Quintanilla (familia que hunde sus raíces en la región desde hace generaciones), Pancho acababa de cerrar el trato con el anfitrión y dueño de casa. Ya teníamos a nuestra disposición los dos arrieros y los seis caballos necesarios para emprender la etapa más dura de la expedición; ésa que, por supuesto, todavía no había comenzado.

Hacia las 20:00 horas cenamos unos fideos muy condimentados y, dado que la excitación era superior al cansancio, decidimos colocarnos nuestras linternas/vinchas y salir a recorrer los alrededores del pueblo. No había luna y la oscuridad era total.

Caminamos rumbo a unos "puquios" (manantiales)[37] que bajaban de los cerros y permanecimos largos minutos observándolos. En ellos se bañaba Pancho cuando era un niño y, varios siglos antes, seguramente los incas practicaban allí su culto al agua. Proseguimos la caminata hasta que los haces lumínicos de las linternas iluminaron el patio de una escuelita, tan cerrada y en penumbras como la capilla.

Nos sentamos sobre las gradas de cemento de una cancha de "baloncesto" y apagamos nuestras luces. Nos costó acostumbrarnos a lo negro de la noche, pero cuando las pupilas se dilataron lo suficiente fuimos testigos del cielo más límpido, y tachonado de constelaciones y estrellas aisladas, que jamás hubiéramos visto. Un manto estrellado sobre el que se contorneaban los picos azules de las montañas.

Y allí, cigarrillos de por medio, nuestro guía nos sumergió en un mundo de leyendas y misterio, por el que deambularon "gallos gigantes" y fantasmas.

"En estos pueblos se mantienen muchas tradiciones y creencias. Ustedes saben, la selva y las montañas ayudan… Por ejemplo aquí, en Puquiura, se ha hablado siempre de un Gallo Encantador que hacía asustar en las noches. Por entonces, cuando todavía no teníamos la carretera, había un camino peatonal entre Puquiura y Huancacalle, que uno camina en treinta minutos, y tenemos una quebrada, muy montañosa y oscura, en la que cada noche, pasadas las siete o las ocho de la noche, la gente tenía miedo de pasar por ahí; porque, apenas se aproximaba algún peatón, salía un gallo. Pero una gallo inmenso, de por lo menos un metro de altura. Entonces no dejaba pasar a la gente, que de tanto miedo se ponía nerviosa, se les encrespaban los cabellos y pasaban tantos escalofríos que tenían que regresar. El gallo no dejaba pasar, porque se ponía en el medio del camino. Y aquí, toda la gente, todo el mundo, comentaba eso. Incluso los mismos peatones, los mismos jinetes que pasaban a caballo, tenían todo el temor. El mismo caballo al pasar comenzaba a relinchar y no quería pasar. Tenía que ponerse fuerte, porque era tanta la insistencia del jinete que debía pasar a una velocidad tremenda. Entonces todo el mundo temía pasar solo… Te estoy contando de hace veinte años atrás, cuando no había carretera. Pero desde que vino la carretera, hace ocho años, pasó esa historia"[38].

"Como todos sabemos, el perro es un fiel compañero del hombre. Entonces, muchas personas, por tradición, mantienen tener un perro negro, porque la tradición dice que el perro negro es servicial al hombre hasta en la muerte. El perro blanco, no. Tal es el caso de una persona, que tenía un animal que es el perro, y, murió. Y al morir, siempre según las historias, dicen que sale nuestro espíritu y camina de noche. Entonces, al salir el espíritu de noche no puede cruzar un riachuelo de agua. Es decir, los fantasmas, los espíritus, no pueden cruzar el río de agua. Entonces, ¿qué pasa? Empieza a dar vueltas el fantasma. En eso venía un hombre, un peatón, en sentido contrario, y desde muy lejos ve a una persona que iba para arriba, que iba para abajo; que no podía cruzar el riachuelo. En ese momento aparece el perrito negro, desde atrás del fantasma. Y se para un rato el perrito negro, como si el espíritu conversara con el perrito (esto está observando el peatón, del frente). Y de un momento a otro, el fantasma aparece al frente. Esto quiere decir que el perro negro lo hizo pasar por el lomo al espíritu. Esta leyenda es general a nivel de todos los pueblos, y la gente sigue viviendo esas tradiciones. Se comenta mucho acá en Puquiura. Por eso cuando en todos los riachuelos se ve un hombre que no puede cruzar un río, es porque es un fantasma, un espíritu. De ahí que importe el perro negro, porque es fiel hasta en la muerte. El perro blanco, por no ensuciarse, no lo ayuda. Todas las familias tienen un perro negro, hasta ahorita"[39]

Era sumamente atractivo sentir esa sensación de "risueño temor" al escuchar las historias tradicionales en plena oscuridad de las montañas. Pero fue una pregunta de Eugenio Rosalini la que hizo que la conversación derivara hacia otro tema, tan misterioso y romántico como el primero.

A continuación transcribo un fragmento la grabación, que pude captar en esa oportunidad.

(Pregunta: ¿Hay por acá lugares que no estén explorados?).

En cuanto a lugares incas, mucha gente no conoce. Sólo aquellos peatones que caminan buscando animales, ganados que se han perdido, se chocan con esos lugares incas. Acá detrás, en el Wiracochán, tenemos caseríos; dos o tres caseríos. Yo fui cuando tenía diez o doce años, cuando trabajaba con los animales y los llevábamos para que pasteen, y nos topamos con caseríos.

(Pregunta: ¿Y eso está catalogado por en INC?).

No, no, no… El Instituto Nacional de Cultura no conoce muchos lugares. Ha venido un arqueólogo sólo a ver, así nomás. Incluso al encargado de las ruinas de aquí, algunos arqueólogos le han pedido fotografías: "Tráeme fotografías", le dicen. "De Espíritu Pampa, tráeme fotografías". Pero nunca han ido ha Espíritu Pampa. Puede que hayan ido uno o dos, pero no muchos más.

(Pregunta: Pero, escuchame, Pancho, esos caseríos que están aquí arriba, en el Wiracochán, ¿No se podría ir al INC y declararlos?).

¡Pero si existen caseríos más importantes, allá en el Idma Colla [señaló un cerro que se observaba a la distancia, camino de Lucma] y el INC no los conoce!…Aquello, fue descubierto hace dos o tres años y hay un palacio, una casa de dos pisos, en perfectas condiciones. Solamente le falta el techo. Fue seguramente una casa del Inca principal, y hay además caseríos, como tres o cuatro caseríos más…

(Pregunta: ¿Y están sin catalogar?).

No los conoce el Instituto Nacional de Cultura.

(Pregunta: Pero, ¿Saben que existen?).

Han llevado información de acá, algún profesor de Lucma. Pero, lo dejan en mesa de entrada y se acabó. Lo único que conoce el INC es Rosaspata, Ñusta Ispana y un pequeño comentario de Espíritu Pampa. Así es no más, y ahí queda todo.

Cuando esa noche me acosté di vueltas sobre mí mismo más que de costumbre. Un flujo casi permanente de adrenalina me mantuvo despierto hasta muy tarde.

DIA 3

Hacia las siete y media de la mañana, puse mis notas en la mochila, me calé el sombrero e iniciamos la marcha a pie. Según Pancho, la exploración de ese día iba a ser nuestra prueba de fuego, porque nos esperaban unas doce horas de caminata, por cerros y senderos, a más de 3.000 m.s.n.m.

Salimos de Puquiura, bordeando el río Vilcabamba por su margen izquierda, y caminamos por la carretera de tierra hasta el poblado de Huancacalle (o Wancacalle), a sólo dos kilómetros de distancia. Allí compramos unas naranjas y tras registrarnos en las oficinas de la Policía (según parece para certificar nuestro ingreso en la región y acelerar la identificación de personas, en caso de que éstas no regresen), cruzamos un viejo puente de piedras y troncos, hacia la orilla opuesta.

A medida que ascendíamos por la ladera de un cerro, observábamos cómo las montañas vecinas se delimitaban en parcelas color amarillo, divididas entre sí por muros de pirca. El color verde del bosque sólo salpicaba de tanto en tanto el paisaje que nos rodeaba, como en un cuadro impresionista; anunciándonos que la presencia del hombre era muy activa en esa zona. En tanto, Huancacalle se hacía cada vez más pequeña a nuestros pies.

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