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Expedición Vilcabamba: romanticismo, ciencia y aventura (página 6)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Conan Doyle (1859 – 1930), de igual manera que P. H. Fawcett, fue un caballero británico del Imperio, conservador, defensor del sistema colonial y un claro producto de la sociedad inglesa de fines del siglo XIX. Prolífico escritor, publicó un elevado número de cuentos, ensayos y novelas que lo llevaron a la fama y a abandonar su actividad como médico, en la que se iniciara profesionalmente. De todos aquellos escritos el que a nosotros nos interesa es uno titulado, justamente, El Mundo Perdido[162]publicado en 1912 como folletín en el Strand Magazine de Londres, y que se convirtiera en un clásico dentro del género de la novela de aventuras.

En él, Conan Doyle relata la peripecias sufridas por un grupo de científicos en una expedición realizada a una misteriosa y aislada meseta del Matto Grosso, en la que sobrevivían especies prehistóricas, extinguidas desde hacía millones de años. A lo largo de sus páginas se pueden detectar claramente los prejuicios de la época, el imaginario imperante y el atractivo despertado por lo exótico en las mentalidades victorianas. Es, en sí mismo, un compendio inmejorable de todas las expediciones de ficción que se escribirían más tarde y una fuente de inspiración para muchos exploradores de la vida real que, imitando al personaje de la novela (el profesor George E. Challenger), se lanzaron en la búsqueda de cápsulas territoriales, detenidas en el tiempo.

Fawcett fue uno de ellos.

Escribe el malogrado explorador inglés: "Ante nosotros se levantaban las colinas Ricardo Franco, de cumbres lisas y misteriosas, y con sus flancos cortados por profundas quebradas. Ni el tiempo ni el pie del hombre habían desgastado esas cumbres. Estaban allí como un mundo perdido, pobladas de selvas hasta sus cimas, y la imaginación podía concebir allí los últimos vestigios de una Era desaparecida hacía ya mucho tiempo. Aislados de la lucha y de las cambiantes condiciones, los monstruos de la aurora de la existencia humana aún podían habitar esas alturas invariables, aprisionados y protegidos por precipicios inaccesibles"[163].

Creo que no hay mejor ejemplo para reflejar el sentimiento de insularidad que el párrafo anterior; pero por más que Fawcett se esfuerce en decirnos que fueron sus experiencias exploratorias, y sus fotografías, las que inspiraran a Arthur Conan Doyle a escribir su encantadora novela[164]hay ciertas discordancias cronológicas, y paralelismos en las tramas de ambos textos, que nos permiten sospechar que el sentido de la influencia fue exactamente al revés: Conan Doyle fue el que incitó la imaginación de Fawcett

Conan Doyle publicó El Mundo Perdido en 1912 y Fawcett escribió sus aventuras recién en 1924 (casi veinte años después de haber vivido las experiencias de las que habla). Si se comparan ambos textos, se vuelve evidente que el explorador inglés organizó todo su relato a partir del folletín del Strand Magazine, emulando en muchos aspectos al profesor Challenger. Fawcett es Challenger y las estribaciones de la meseta de Ricardo Franco (Bolivia) no son otras que las de la fascinante Tierra de Maple White (nombre con el que Conan Doyle bautizó su mundo perdido).

Basta con comparar el párrafo citado anteriormente (1924) con el siguiente, extraído de la novela de 1912: "[…] Desde aquella altura me encontraba en situación ventajosa para formarme una idea más exacta de la meseta que se alzaba en lo alto de los montes rocosos. Saqué la impresión de que era extensísima; no pude distinguir ni por el Este ni por el Oeste el final del panorama rocoso cubierto de verde.[…] Una zona, quizás de la extensión del condado de Sussex, fue alzada en bloque con todo su contenido viviente y cortada del resto del continente por precipicios perpendiculares de una dureza que los hace resistentes a la erosión que tiene lugar en todo el resto del continente. ¿Qué resultado se derivó de ahí? El de que las leyes naturales quedaran en suspenso. Allí quedaron neutralizados o alterados los distintos impedimentos y trabas que influyeron por la lucha de la existencia en el ancho mundo. Sobreviven seres que de otro modo habrían desaparecido ya[…]. Han sido conservados artificialmente gracias a esas condiciones accidentales y extrañas"[165].

¿Quién es quién? ¿Quién fue primero, Fawcett o Doyle/Challenger?

El coronel Fawcett arribó a Bolivia en 1906, y fue recién en su segunda expedición de 1908 en la que pudo observar las colinas de Ricardo Franco. Sus comentarios a Conan Doyle debieron de haberse realizado entre ese año (ya en el mes de noviembre estaba en Buenos Aires de regreso de la selva) y 1912, año de la publicación de la célebre novela. No negamos (puesto que es un hecho comprobado) que Conan Doyle se haya sentido atraído y motivado por los relatos del explorador, especialmente por sus sugestivas fotos de la meseta, pero no es desatinado suponer que Fawcett reacondicionara, varios años más tarde, sus recuerdos y apuntes, al argumento central de la taquillera novela de aventuras y que, en las expediciones posteriores a 1912, buscara y encontrara los lugares y situaciones que describiera Conan Doyle. Así, la ficción y la realidad se mezclan, se entrecruzan y confunden. La realidad alimentando la imaginación de un escritor, y ésta movilizando a un explorador a seguir buscando imaginarios parajes, civilizaciones y razas[166]Esta interrelación señala un aspecto de interés, al que muchos historiadores de mentalidades le han dedicado largas y debatibles páginas. Me refiero a los mecanismos por los cuales situaciones, generadas en un marco estrictamente literario, se transportan a la realidad histórica y pasan a ser objetos de búsqueda, ya no por personajes de ficción, sino por hombres de carne y hueso que, como P. H. Fawcett, arriesgaron sus vidas en pos de maravillosas quimeras.

Por otro lado, el ejemplo analizado deja claramente al descubierto aquella excelente máxima escrita por Jean Paul Sartre, en su libro La Náusea, en la que dice que "todas las aventuras se viven en el pasado"; revelando (como lo hace Fawcett) que en todo relato de viaje la invención no queda nunca ausente.

Desde los días de Francisco Pizarro (siglo XVI), las inmensidades sudamericanas han venido generando un imaginario movilizador. Una simple palabra o una frase bien armada, que combinen los ingredientes indispensables para la aventura, fueron suficientes para catapultar a una expedición en búsqueda de Dorados fantasmas (sean éstos culturales o biológicos). Ciertos escritores han sabido explotar muy bien la veta y, sin proponérselo, contribuyeron al impulso romántico por explorar lo inexplorado.

"¿Por qué esa región no habría de ocultar alguna cosa nueva y maravillosa? – se pregunta Lord John Roxton, emblemático personaje de ficción salido de las páginas de Conan Doyle -."La gente no la conoce todavía, y no se da cuenta de lo que un día puede llegar a ser. Yo la he recorrido de arriba abajo, de un extremo a otro […]. Pues bien: estando allí, llegaron a mis oídos algunos relatos […], leyendas de los indios y cosas por el estilo, pero que encerraban, sin duda, algo auténtico. Cuanto más conozca usted ese país, más comprenderá que todo es posible, absolutamente todo. Existen algunas estrechas vías acuáticas de comunicación por las que viaja la gente; pero a un lado y otro de ellas todo es misterio" [167]

Pero no sólo el continente Americano ha dado refugio a bestias extrañas. De igual modo que todos los lagos importantes del planeta se dignan en poseer un dinosaurio acuático (por ejemplo el "plesiosaurio" del Loch Ness, en Escocia; el monstruo lacustre del lago Storsjön, en Suecia; el nadador antediluviano del lago Champ, en Estados Unidos; o el Nahuelito, del lago Nahuel Huapi, en Argentina)[168], casi todos los continentes poseen sus "reservas ecológicas" de criaturas prehistóricas y gigantescas. El tamaño sigue constituyendo el principal signo de alteridad, desde la época en que los gigantes y los enanos poblaban la Tierra.

A fines del siglo pasado, y sin que la industria cinematográfica desplegara sus millones de dólares y tecnología de animación por computadora para revivir a las bestias de la época Jurásica, mucha gente consideraba posible la existencia de animales prehistóricos en remotos lugares del mapa; sean éstos mamuts lanudos, pájaros gigantes o brontosaurios africanos escondidos en pantanos del Congo. En cada uno de estos casos se organizaron expediciones para certificar la existencia de los mismos; y en todos los casos, también, se terminó por no encontrar nada.

De todos los animales desaparecidos, el mamut lanudo (extinguido hace aproximadamente unos 10.000 años) es el que mayor falsa certeza ha despertado. Quizás se deba a que hace relativamente poco tiempo que desapareció, si lo comparamos con los grandes saurios del Mesozoico, borrados de la faz de la Tierra hace más de 60 millones de años. De todas formas, sea el margen cronológico que sea, lo cierto es que hacia 1899 mucha gente creía posible encontrar en las frías estepas asiática, o en las heladas planicies de Alaska, a estos enormes elefantes con pelo pastando tranquilamente. Se organizaron expediciones para cazarlos. Se siguieron historias ficticias publicadas por diarios sensacionalistas; e incluso, en 1918, un cazador ruso informó al cónsul francés de Vladivostok sobre cierto mamut, que dijo haber perseguido por el cinturón boscoso del Asia Rusa. El descubrimiento de restos congelados de mamut, en excelente estado de conservación, reavivaron la fantasía y aún hoy en día se sigue especulando sobre la existencia de los mismos en la Taiga[169]

Hubo una época en que hasta las aves eran gigantescas. El Didornis o Moa, por ejemplo, llegó a medir unos 3,7 metros de alto, y solía pasear su esbelta figura por la espesura de Nueva Zelanda. No se sabe con exactitud cuando se extinguió; pero todo hace suponer que los aborígenes de las islas cazaron a este enorme pájaro (semejante al avestruz actual), indiscriminadamente, hasta el año 1300 d. C.; momento en que el último Moa cayó muerto. Pero, en la década de 1830, un traficante llamado J. S. Polack, brindó algunos informes sobre el animal. Dijo haber visto sus huevos y escuchado que aún vivían "en lo alto de las montañas". Otro ejemplar de un Mundo Perdido resucitaba; y los testimonios sobre su existencia, y las búsquedas que se desencadenaron, se sostuvieron hasta 1878.

Las islas del Pacífico sur, con su poco convencional fauna, ayudaron al respecto.

Como hemos dicho anteriormente, África fue el Continente Misterioso preferido del siglo XIX. Aventureros, funcionarios, cazadores de fortuna y exploradores se fascinaron con las extensiones africanas, con sus gentes tan distintas, con sus selvas y lugares olvidados de la mano de Dios (del Dios cristiano, se entiende). Allí también los grandes reptiles resurgieron de sus fósiles y volvieron a caminar sobre el planeta.

Durante más de dos centurias se ha venido difundiendo la noticia de que en África Central existe un animal enorme, con fuertes garras, extensa cola, largo pescuezo y nariz prominente, habitando los inexplorados pantanos del Congo. Se cuentan de él historias increíbles, esas que congregan a la gente y excitan la imaginación. Los viajeros europeos del siglo pasado conocían de estas preferencias y le dieron al público lo que el público pedía: un reptil gigantesco, conocido por los congoleños como el Mokele-Mbembe[170]

Un relato temprano y popular de fines de la época victoriana fue divulgado por el viajero y narrador de exageraciones Alfred Aloysius Horn, quien siguiendo el estilo tradicional escribió que "Más allá de Camerún viven cosas sobre las que no sabemos nada […]. Dicen que Jago-Nini todavía se encuentra en los pantanos y los ríos. Significa "zambullidor gigante". Sale del agua para devorar a la gente. Los ancianos te dirán que lo vieron sus abuelos, pero aún creen que está allí"[171].

Este relato congolés fue y es creído todavía por toda una legión de exploradores, autodefinidos con el pomposo título (no oficial) de criptozoólogos (buscadores de animales extintos o desconocidos) que, desde hace décadas, se siguen lanzando tras la elusiva bestia de los pantanos.

A principios de siglos, y partiendo del supuesto de que el animal era un dinosaurio, se financiaron expediciones que fracasaron a causa de las fiebres, los ríos y lo inaccesible de los lugares en los que el rumor ubicaba al monstruo. Pero ese mismo fracaso era el que mantenía viva la llama de la esperanza, de la posibilidad futura de encontrarlo y seguir conservando el convencimiento de su existencia.

Según relata Daniel Cohen en Enciclopedia de los Monstruos, el criptozoólogo inglés Ivan Sanderson, en 1932, aseguró haber visto huellas grandes y oído ruidos aterradores salir de las cuevas localizadas a orillas de un río en el Congo. Esta experiencia se enlaza con la historia relatada por los miembros de la expedición alemana del capitán Freiherr von Stein Lausnitz, quienes, antes de 1914, también juraron escuchar hablar del dinosaurio conocido como Mokele-Mbembe, en la región central de África.

En cada una de estas expediciones el rumor cumplió un rol protagónico destacado. Suscitando atracción y repulsión, rechazó constantemente la verificación de los hechos. Se alimentó de todo y no dudó en pasar del estatuto del "se dice" al de la certeza. Si el monstruo existía desde el comienzo no había más que buscar sus rastros. Y se siguieron encontrando hasta entrada la década de 1980. En esa oportunidad, el bioquímico norteamericano Roy P. Mackal, recorrió con sus colegas, James Powell y Richard Greenwell (todos reconocidos "cazadores de monstruos"), las traicioneras extensiones de los pantanos de Likouala, en la República Popular del Congo, recogiendo informes sobre el enigma biológico en cuestión. Ninguno pudo ver al Mokele-Mbembe. Nadie jamás fotografió a uno o descubrió los restos de un ejemplar muerto, pero todos saben que llega a medir más de nueve metros de largo y que su comida favorita es el fruto de la landolfia, de sabor agridulce y semejante a una bergamota[172]

La lista de monstruos es infinita. Los podemos catalogar por tamaño, por comportamiento o por lugar (terrestres, lacustres, fluviales y marinos). Podemos dar descripciones ambiguas o pormenorizadas de cada uno de ellos. Podemos reírnos, asustarnos o descreer, pero nunca obviarlos. Han estado y seguirán estando con nosotros, sobreviviéndonos. Son parte de la "arquitectura fantástica del universo" [173]y caracterizan "el viejo culto al misterio, que llegó a ser en muchos casi una embriaguez"[174].

Los monstruos son imprevisibles, anómalos, y por lo tanto símbolos perfectos del peligro y el terror. Abren un agujero de sentido; rompen las leyes; representan la materialidad pura y lo orgánico. Carecen de moral y encarnan el más arcaico de los temores humanos: la fantasía de devoración.

Han desaparecido de muchos continentes explorados, pero se niegan a abandonar la imaginación del hombre. Siguen exigiendo su derecho a estar.

CIUDADES Y TESOROS PERDIDOS

La ciudad ha sido considerada, desde los tiempos clásicos, foco de civilización, humanidad e ímpetu antropocéntrico. Ideal mismo de elevación intelectual y moral, la ciudad occidental es protagonista de un proceso secular, iniciado aproximadamente en el siglo XIII d.C., y en el que se concretizó, durante los siglos XV y XVI, una nueva mentalidad que generalizamos con el nombre de burguesa[175]Ésta, más fáctica, materialista y profana que la medieval, toma cuerpo y preponderancia en una Europa que se abría al mundo, después de centurias de encierro y repliegue en sí misma. Así todo, los descubrimientos geográficos inaugurados por Cristóbal Colón en 1492, revivieron antiguas fantasías, profecías, leyendas y mitos, mostrando que las viejas estructuras clásicas y medievales aún permanecían ocultas, pero vigentes, detrás de los novedosos comportamientos modernos. Y esto es comprensible; ya que, como escribió Johan Huizinga[176]los cambios en historia nunca son verticales (abruptos), sino que se dan transversalmente, permitiendo que lo viejo conviva con lo nuevo; especialmente en el campo del imaginario colectivo.

La inmensidad del continente americano, sus espacios incultos (según la óptica eurocéntrica), sus selvas, montañas e inimaginables sociedades aborígenes, conformaron el escenario de maravillas en donde todos los sueños mediterráneos eran posibles. Antiguos mitos y leyendas resurgieron; esos que el historiador Juan Gil[177]llama "mitos áureos de la frontera". Y fueron en esas fronteras (entre lo urbano y lo rural; entre la civilización y la barbarie) desde donde se proyectaron, a zonas desconocidas, todo aquello que Europa no había logrado dar.

Un sentimiento milenarista los embarcó a todos, y el delirio aumentó ante lo ignoto, imposibilitando el dejar de soñar. La riqueza fácil, el honor, el prestigio, como también el hecho concreto de poder encontrar las míticas localidades, aludidas en la bibliografía teológica y profana de la Edad media, se exacerbó en suelo americano. Posteriormente, y pasados unos siglos, cuando nuevas porciones de tierra se abrieron a los intereses de Occidente, esos mismos mitos, aunque acondicionados a los nuevos tiempos, volvieron a aparecer. Y tanto el oro, como las ciudades perdidas fueron (y siguen siendo) una constante interesante de analizar.

Desde el mítico El Dorado (nombrado y perseguido por los conquistadores españoles del siglo XVI) a la legendaria ciudad perdida de Zinj, que la tradición ubica en las selvas tropicales de África Central (y que el novelista Michael Crichton rescatara del olvido para colocarla como centro de su novela Congo[178]las ciudades perdidas han venido enriqueciendo a la literatura y a la exploración. Su atractivo se mantiene vigente y, temporada tras temporada, los románticos que quedan en el mundo alistan sus mochilas y siguen partiendo en su búsqueda. Las hay de todos los metales y tipos. Están las habitadas y las deshabitadas; las ubicadas en lo alto de las montañas, en las impenetrables marañas selváticas o, incluso, las construidas bajo tierra. Pueden ser de oro, plata o marfil. Puede que estén encantadas, o simplemente protegidas por mil peligros, para impedir el acceso de extraños. Pero el encanto que todas las ciudades perdidas encierran es que, precisamente, están perdidas.

No nos vamos a detener aquí a analizar las infinitas expediciones españolas de la época de la conquista, que salieron tras las huellas de El Dorado; para ello remitimos al lector al capítulo de este libro, titulado "La Noticia Rica del Paititi", en el que intentamos una aproximación al mito más duradero y fascinante de los Andes peruanos. En este apartado, que por supuesto se complementa con el capítulo mencionado, trataremos de mostrar aquellas ideas fuerza que se siguen asociando con la temática de las ciudades perdidas, refiriéndonos específicamente a las búsquedas practicadas durante los siglos XIX y XX, en territorio americano.

Como hemos sostenido anteriormente, las exploraciones estuvieron siempre incentivadas por el misterio de ciertas regiones y sociedades. Lo legendario y lo prohibido, lo mítico o lo perdido, aparecen con frecuencia como los más profundos movilizadores de hombres, y estructuran un componente indispensable del ser romántico. De todas las cosas que pueden haberse extraviado a lo largo de la historia no existe nada más atractivo que una ciudad.

Del enorme catálogo de ciudades perdidas que existen, sólo un pequeño porcentaje de ellas ha sido efectivamente encontrado. Sucede que, en su gran mayoría, aquellas que se han buscado por décadas, jamás tuvieron una realidad concreta. Como en el caso de los monstruos, estas elusivas urbes se niegan a revelar fácilmente sus secretos; razón por la cual son difíciles de olvidar y fáciles de convertirse en obsesión. Paradójicamente, los lugares que nunca existieron han sido los depositarios de una inversión de capital y de sacrificio humano enorme.

Pero el mito rara vez desaparece y los descubrimientos que se realizan no hacen otra cosa que transformarlos y aumentarlos. "Si tal ciudad que se creía perdida para siempre ha sido hallada, ¿por qué no puede suceder lo mismo con tal otra?". Este sencillo argumento ha sido encontrado en boca de grandes exploradores que, con mayor o menor fortuna, se lanzaron en la búsqueda.

En 1839, un joven abogado norteamericano, llamado John L. Stephens, ingresó en Honduras con los manuscritos de un cierto coronel Garlindo en la mano. El militar hacía mención de extraños monumentos perdidos en la selva de Yucatán y América Central; y refería que, en un documento del año 1700, se hablaba de antiguas edificaciones a orillas del río Copán, en Honduras. Stephens se entusiasmó con la idea y, junto al magnífico dibujante Frederic Catherwood, decidió partir para descubrir el misterio.

Tras innumerables contratiempos (entre los que se encontraron la cárcel misma), el abogado contrató algunos guías nativos y se internó en la selva tropical. Luego de largos días de caminatas, martirizados por los insectos, la humedad y las lianas, los exploradores alcanzaron una pequeña aldea india a orillas del tan buscado río. Nadie conocía nada sobre las ruinas que referían los documentos que habían leído los gringos. Desalentados, decidieron hacer una visita final por los alrededores y, como en las novelas, a último momento, después de despejar una cortina de ramas, Catherwood se topó con una estela de tres metros de alto, cuadrangular y completamente esculpida en sus cuatro caras. Era una muestra de arte completamente desconocida en las Américas. Entusiasmados con el hallazgo siguieron explorando y sacaron a la luz otras trece estelas; más tarde escaleras, pirámides y palacios. Una nueva civilización acababa de salir del olvido: la maya.

Stephens y Catherwood registraron y dibujaron todo lo que pudieron, y cuando la oportunidad se presentó (bajo la figura de un indio llamado José María, que poseía un arrugado título de propiedad sobre los terrenos), compraron las tierras, con ruinas incluidas, al exorbitante precio de cincuenta dólares. Ya de regreso a los Estados Unidos, Stephens escribió y publicó el relato de su viaje, enriquecido con los dibujos de su compañero, logrando un éxito enorme.

Otro afortunado explorador de fines del siglo pasado fue el arqueólogo americano Edward Herbert Thompson, quien, en las soledades de la retorcida selva al norte de Yucatán, descubrió, junto con su guía indio, las monumentales ruinas de la ciudad más famosa del nuevo imperio maya: Chichén Itzá. Al igual que Stephens, Thompson había sido conducido por una crónica; la del primer obispo de Yucatán, Diego de Landa, quien en 1566 escribiera su Relación de las cosas de Yucatán.

Bastante más al sur, en territorio peruano, el historiador norteamericano Hiram Bingham, experimentaba, en 1911, la inmensa sorpresa de encontrar, tapada por el follaje, la majestuosa ciudadela de Machu Picchu, centro ceremonial inca que permanecía "perdido" desde hacía más de cuatrocientos años. También Bingham, respetando la tradición de todo explorador, había sido conducido por los manuscritos de un cronista español del siglo XVII, Fernando de Montesinos.

En estos, y en muchos otros casos, ciertas variables se repiten. Variables que la literatura de ficción hizo propias y que consiguen todavía captar el interés de miles de lectores contemporáneos. Cuando uno se mete en la piel de cualquier explorador reconocido, y accede a sus propios relatos de viaje, se detectan una serie de pasos que parecieran ser obligatorios.

En primer lugar, la fuente documental encontrada al azar, en alguna polvorienta biblioteca, y a la que nunca nadie antes le prestara atención. La interpretación original del futuro descubridor es ahí la protagonista principal, y luchando contra viento y marea trata de imponer su alocada hipótesis (a un ambiente académico que se presenta escéptico) de que la ruta señalada por el olvidado documento puede llevar a los muros de una ciudad, aún más perdida que el manuscrito que la nombra. Es el momento de la soledad; de la exploración intelectual sobre mapas inseguros; de la incomprensión de los colegas; de la burla. Ya vendrá la época de la revancha; pero, antes de ello, tendrá que soportar largas horas de conflicto entre la razón, la duda y la fe.

En segundo término ubicamos a la expedición propiamente dicha, con sus sacrificios, sinsabores y peligros. El explorador queda en un segundo plano y el paisaje, los insectos y el clima pasan a ocupar la escena. Tomemos como ejemplo las descripciones hechas por el escritor francés André Malraux, en su novela La Vía Real, en la que puntillosamente hace referencia e este paso del que hablamos:

"Desde hacía cuatro días, la selva.

Desde hacía cuatro días, campamentos cerca de los poblados nacidos de ella […], del suelo blando, semejantes a monstruosos insectos; descomposición del espíritu en esa luz de acuario, de un espesor de agua. Habían encontrado ya pequeños monumentos derruidos, con las piedras apretadas por las raíces que las fijaban al suelo como patas que ya no parecían haber sido erigidos por los hombres, sino por seres desaparecidos, habituados a esa vida sin horizontes, a esas tinieblas marinas. Descompuesta por los siglos, la Vía solo mostraba su presencia por esas masas minerales podridas, con los dos ojos de algún sapo inmóvil en un ángulo de las piedras. ¿Eran promesas o rechazos aquellos monumentos abandonados por la selva como esqueletos? ¿La caravana alcanzaría por fin el templo esculpido hacia el que los guiaba el adolescente que fumaba sin cesar[…]? Deberían de haber llegado hacía ya tres horas… Sin embargo, la selva y el calor eran más fuertes que la inquietud […]. Las sombras se hinchaban, se alargaban, se pudrían fuera del mundo en que el hombre cuenta, que le separaba de sí mismo con la fuerza de la oscuridad. Y por todas partes, los insectos" [179]

El investigador, pues, se agazapa; toma impulso, para poder hacer su entrada triunfal a último momento. Se llega así al instante crucial del relato: el del descubrimiento mismo, en el que pasado y presente se funden en frases de admiración y sorpresa. La ciudad ha sido encontrada. La leyenda se ha vuelto realidad. El ciclo tradicional ha sido cubierto y la iniciación concluida.

Pero no todos los buscadores de ciudades perdidas han tenido la suerte de Stephens, Thompson o Bingham. Ellos son algunos de los pocos afortunados que alcanzaron el éxito. Constituyen una pequeña legión de tenaces soñadores que, comparados con los infinitos fracasos que se registran, son una minoría casi insignificante. Y se los recuerda sólo por haber tenido suerte. Detrás de ellos se aglomeran anónimos exploradores que, sin tanta fortuna, invirtieron tiempo y dinero buscando irreales reinos, pletóricos de riquezas. Un precio que la mayoría jamás lamentó de haber pagado; puesto que fue lo que les dio sentido a sus vidas.

En casi todos los continentes existieron esos imanes poderosos. Muchas selvas y montañas del mundo conservan leyendas sobre ciudades extraviadas, pero el continente americano es el más privilegiado al respecto. En él muchos productos de la fantasía literaria cobraron una existencia supuestamente real. "De los libros, y más de la poesía, salieron una muchedumbre de fantasmas, encaminados a rellenar los vacíos del hemisferio que nadie había visitado" [180]y a pesar de los cinco siglos transcurridos, muchos de ellos continúan tan vigentes como al principio. La lista de estos lugares es larguísima y han arrastrado a más gente, por más tiempo, que ningún otro mito.

Como escribió Arturo Uslar Pietri, "El mito de El Dorado ha sido la concreción más tenaz de la noción mágica de la riqueza que caracterizó a los pueblos de Occidente. La riqueza era algo que se encontraba por azar y fortuna. Fortuna y azar eran la misma cosa, aquella deidad que rodaba insegura sobre una alada rueda. La riqueza era el tesoro oculto que se topaba por suerte o por revelación sobrenatural. Desde el tesoro del Rey Salomón y la cueva de Alí Babá hasta las hadas amigas que regalaban palacios, ciudades y reinos […], el descubrimiento de América (o el de cualquier zona inexplorada, FJSR) le dio, a esas viejas creencias en la riqueza prodigiosa, un asiento y una posibilidad ciertos" [181]

Sorprende, pues, observar cómo detrás de toda ciudad perdida brilla siempre el oro. Son pocas las referencias que aluden a ellas que no consignen de alguna forma la existencia de grandes tesoros; y ya sea que se los busque por un interés puramente artístico o arqueológico (estatuillas, platería, adornos de orfebrería, ajuares funerarios etc.), o por una fiebre de prestigio y riqueza puramente material, el oro ha sido, es y será, el más extraordinario símbolo de la ambición occidental. Tras él se disfrazaron proyectos, intentando legitimar su búsqueda anteponiendo argumentos científicos o políticos que, a la postre, resultaron ser sólo excusas. La fiebre del oro (a la que todavía no se le ha encontrado una vacuna) reavivó la hipocresía, la traición y la muerte. Conjugó los sueños de poder y de riqueza en una danza que resultó siendo macabra por sus resultados en sacrificios y pérdidas humanas. El imaginario de muchas regiones de América conserva historias prototípicas de esas traiciones y nos hablan de hombres (amigos y hermanos) que se han dado muerte al encontrar esos recursos de poder. Historias moralizantes, casi infantiles, que revelan los siniestros resultados que producen los reflejos metálicos y confirman que, siendo "[…] por esencia el mito áureo propio de la frontera, la frontera es de suyo violenta" [182]

Buscado en oscuros laboratorios, que la imaginación oscurece aún más, el oro fue perseguido, sin partir, por los primeros alquimistas del siglo III d.C.. En América, varias centurias más tarde, los alquimistas vistieron como soldados, almirantes y adelantados, siempre en pos del codiciado metal; que las rebuscadas fórmulas de los gabinetes de experimentación no habían logrado conseguir. Se había desechado la idea de producirlo, por lo que se intentó hallarlo en su estado natural y en un Nuevo Mundo que prometía darlo a mansalva. Primero se filtraron los ríos, más tarde se saquearon los templos aborígenes y, sólo después, se explotaron los socavones de las minas. Pero siempre quedaba la esperanza de que, sin gran esfuerzo ni inversiones, era posible toparse con un nuevo templo escondido en las inmensidades americanas. Este sueño se mantuvo, persistió largamente; y, aún hoy, en países como el Perú, es imposible no pasar un día sin escuchar hablar de tesoros o "tapados" perdidos.

La riqueza fácil sigue siendo un sueño compartido por muchos, máxime si la época es de crisis. Loterías, bingos y demás juegos de azar encierran una raíz semejante a la búsqueda de ciudades perdidas y sus tesoros. Y aunque haya más posibilidades de ganar la lotería que de encontrar el mítico Dorado, todo explorador prefiere dar con la ciudad que tener el billete ganador en sus manos. Y en parte esto se debe a que todo el mundo sabe que nadie, que sea acreedor de un premio moderno, recibirá lingotes o estatuillas de oro. Los billetes no guardan el encanto que se mantiene en las llamadas "lágrimas del sol". Por otro lado, el prestigio del pasado se encarna de manera muy especial en todo objeto antiguo y su posible hallazgo no sólo da riqueza, sino también historia. Una historia que absorbe al descubridor y lo hace parte de ella. Nadie recuerda hoy al ganador de la lotería de 1911, pero sí el apellido Bingham.

El oro ha estado siempre ligado a aspectos sobrenaturales. Acceder a un filón de semejante metal implica, en casi todas las leyendas y rumores, superar obstáculos terribles, probarse a sí mismo. Con frecuencia el tesoro se encuentra en un lugar difícil de alcanzar y las penalidades y trabajos sufridos para llegar a él pueden ser equiparados, según J. G. Cirlot, con un proceso de iniciación[183]Todo lo bueno o todo lo malo se condensa en el oro. Metal ambivalente que al tiempo de despertar codicias se transforma en emblema de superación y perfeccionamiento. Luz condensada que ilumina, pero que también encandila y pierde.

América, lejos de desechar los viejos mitos, los alimentó y ofreció nuevas fuerzas. Sus regiones, aún inexploradas a fines del siglo XIX, especialmente en la zona amazónica, continuaron conservando la posibilidad de encontrar en ellas los restos de civilizaciones perdidas. Una de ellas, citada por Platón en el siglo IV a. C., y revivida, con enorme éxito, por la Teosofía y la prédica de místicos y charlatanes, pareció ponerse de moda. Estamos haciendo referencia a la misteriosa Atlántida; esa que se hundiera en una sola noche, llevándose sus avances y conocimientos al fondo del mar, pero dándole tiempo a sus últimos y precavidos habitantes a viajar hacia América y dar origen a las sorprendentes culturas precolombinas.

Esta "teoría", refutada por los miles de estudios arqueológicos que se han practicado desde hace casi doscientos años, tuvo un enorme éxito y una difundida prédica en distintos sectores de la intelectualidad europea, a fines del siglo pasado y principios del actual. Pero, aún así, casi todos los océanos del planeta siguieron teniendo sus respectivos continentes perdidos. El Pacífico, generó al Continente de Mu, inventado en 1931 por el coronel James Churchward; quien sostuvo haber recibido de un sacerdote de la India unas misteriosas tablillas en las que descubrió (tras una laboriosa traducción) la historia de los orígenes de la civilización y del continente en cuestión (el tema de las tablillas misteriosas se repetirá una y otra vez en excéntricos trabajos de exploración, pasando a formar parte del imaginario de muchos relatos de viajes). Por su parte, el océano Índico es depositario de la legendaria Lemuria, otra porción de tierra hundida que arrastró a más de uno en su búsqueda. Pero la Atlántida es la que mayor cantidad de tinta ha demandado por parte de escritores y viajeros.

Según cuenta Platón en su diálogo entre Timeo y Critias, hace casi doce mil años existía en el corazón del océano Atlántico una gran isla y que "[…]en aquel tiempo podía atravesarse dicho mar. […]Esa isla era más grande que Asia y Libia reunidas. Y los viajeros de aquel tiempo podían pasar de dicha isla a otras islas y desde aquellas alcanzar todo el continente, en la ribera opuesta de ese mar que merecía verdaderamente su nombre"(Platón, Timeo, 24, 25).

Este relato, que el filósofo griego puso en boca de su personaje (y que por supuesto es mucho más extenso), es el único, primer y último documento de la antigüedad que hace referencia a la Atlántida. Todos los que hablaron del tema posteriormente no hicieron otra cosa que tomar como base ese texto. Como ha probado el arqueólogo francés Jean Pierre Adam, la leyenda de la Atlántida no es más que una parábola del pensador heleno para dar una enseñanza moral e histórica de su propio país[184]La Atlántida nunca existió, más que en su imaginación. Pero los incontenibles deseos por encontrarla realmente se fueron acumulando a lo largo de los siglos. Incluso en nuestros días una expedición británica intenta rescatar el pasado atlante en el Altiplano boliviano (!).

Con fecha 23 de marzo de 1998, una agencia noticiosa lanzó al mundo la primicia de que el explorador John Blashford-Snell, junto con un equipo de arqueólogos bolivianos, había localizado a orillas del río Desaguadero (que desemboca en el lago Titicaca) un gran pedestal y dos estatuas correspondientes a la civilización preincaica de Tiahuanaco y que, según el explorador inglés, podrían indicar que están bien encaminados en la búsqueda de los restos de la mítica ciudad de Atlántida, que él ubica en el sitio del lago Poopó[185]Pero Blashford-Snell no es, ni ha sido el único, en buscar la imaginaria tierra de Platón en suelo americano. Tuvo un antecesor más audaz y soñador. Ya hemos hecho referencia a él, y volvemos a hacerla porque quizás sea el último gran romántico que invirtió toda su vida tras una quimera. Nos referimos, pues, al coronel Percy Harrison Fawcett.

Las ciudades perdidas fueron su gran debilidad y es, con seguridad, el explorador que mejor supo captar la emoción que despiertan los rumores y las leyendas de la selva, respecto de ellas. Todo su peregrinar por Bolivia, Perú y Brasil estuvo, de algún modo, motivado por esos cuentos, que lo guiaron e hicieron ver aquello que, efectivamente, deseaba ver. En Fawcett se condensan, como en pocos, los más exóticos delirios exploratorios; esos que van desde monstruos prehistóricos, hasta ruinosos restos, cubiertos de moho, pertenecientes a la legendaria Atlántis. En él, el rumor fue una fuente fidedigna de información. Indios, caucheros, bribones y poco confiables funcionarios públicos, se transformaron en las catapultas que lo impulsaron a recorrer miles de kilómetros de insumisa selva, tras comentarios que raras veces trataba de confirmar. Pospuso toda su vida la "gran expedición", en la que encontraría la ciudad que él denominaba con la letra "Z"; y quiso el destino que en ese proyecto, celebrado en 1925, perdiera su vida.

En su crónica de exploraciones, Fawcett relata las circunstancias prototípicas de un encuentro casual con ruinas perdidas (circunstancias que todavía en la actualidad son posibles escuchar cuando uno se interna en la selva amazónica). En cierta oportunidad cuenta que "Se habían descubierto aquí (Matto Grosso) inscripciones en las rocas y […] cerca del pueblo de Conquista un anciano que regresaba de Ilheos una noche perdió un buey, y siguiendo sus huellas por el matto, se encontró en la plaza de una antigua ciudad. Pasó debajo de los arcos, encontró calles de piedra y vio, en el centro de la plaza, la estatua de un hombre. Aterrorizado, huyó de las ruinas.[…]Esto me hizo pensar que quizá este anciano había tropezado con la ciudad de 1753 (ciudad que Fawcett buscaba, y de la que había leído por primera vez en una antigua crónica portuguesa, con la fecha en cuestión)[186].

La obsesión del coronel inglés por encontrar la ciudad "Z" se sostuvo firme durante toda su vida. La desaparición que sufriera en la jungla brasileña (1925) y la publicación postmortem de su libro, desataron las ansias reprimidas de muchos por imitarlo y, detrás de sus esquivos pasos, siguieron desapareciendo exploradores. El misterio de la ciudad se agigantó con el misterio de su muerte y, aún después de haber transcurrido setenta y tres años desde que se tuviera la última noticia de Fawcett, la leyenda sigue atrayendo al público, y el Times de Londres manteniendo vigente la recompensa por tener noticias fidedignas del explorador.

El ejemplo de Percy H. Fawcett es paradigmático. Su relato condensa el espíritu de muchas de las crónicas, españolas y portuguesas, de la época de la conquista de América; sus comentarios y actitudes (que creemos recreadas y adornadas, varios años después de haber vivido sus experiencias en la selva) recibieron también el innegable aporte de la literatura de ficción y aventura de su época. Las referencias que el propio autor hace de Arthur Conan Doyle ya han sido analizadas; pero hay otro ejemplo que permite intuir que Fawcett escribió en realidad una novela de su propia vida.

En el capítulo I de A Través de la Selva Amazónica, tras contarnos los esfuerzos de un anónimo cronista del siglo XVIII, que él bautiza antojadizamente con el nombre de Francisco Raposo, Fawcett hace pública una historia que define como "fascinante". Cuenta del hallazgo de un documento portugués, "que aún se conserva en Río de Janeiro" [187]en el que se especifican los pasos seguidos por un grupo de aventureros, encabezados por el tal Raposo, y las circunstancias fortuitas del encuentro con una ciudad perdida.

Dejemos que Fawcett nos las relate:

"Buscando leña para el fuego en el monte bajo, divisaron […] un ciervo […] al otro lado del riachuelo. Preparando sus arcabuces, […] lo siguieron tan rápidamente como pudieron ya que con él tendrían carne suficiente para varios días. El ciervo se había esfumado, pero más allá de picacho se encontraron con una profunda hendidura frente al precipicio y vieron que era posible llegar a la cumbre de la montaña escalándola.

[…]Penetraron en fila india por la hendidura para descubrir que se ensanchaba a medida que se adentraba en la montaña; se hacía difícil caminar, pero aquí y allá existían rastros de antiguo pavimento y en algunos lugares las escarpadas paredes de la hendidura mostraron borrosas marcas de herramientas.

El ascenso era tan difícil que transcurrieron tres horas antes que surgieran […] en una ladera mucho más alta. Desde allí hasta la cumbre existía un terreno limpio, y pronto se encontraron en lo alto […] contemplando, alelados, el asombroso espectáculo que se extendía a sus pies.

Allí abajo, a cuatro millas de distancia, se alzaba una gran ciudad.

[…] No divisaron signo alguno de vida, no se alzaba humo en el aire quieto, ni un rumor venía a quebrar el silencio total[…]. El lugar estaba desierto […]. descendieron hasta llegar a una entrada bajo tres arcos formados de enormes losas. Quedaron tan impresionados con esta estructura ciclópea – semejante a las que todavía pueden admirarse en Perú -, que ningún hombre se atrevió a pronunciar una sola palabra y se deslizaron […] por la senda de piedra ennegrecida.

En lo alto del arco se veían caracteres grabados profundamente en la piedra gastada por el tiempo […]. Los arcos estaban todavía en buen estado de conservación pero uno o dos de los colosales soportes se habían retorcido ligeramente en sus bases. Los hombres avanzaron […] en lo que un vez fuera amplia calle […]. A ambos lados había casas de dos pisos, construidas de grandes bloques unidos por junturas sin mezcla, de una perfección increíble; los pórticos […] estaban decorados con esculturas elaboradas que a ellos les parecieron figuras demoníacas.

[…] Por todas partes existían ruinas, pero muchos edificios estaban techados con grandes losas que aún se mantenían en su sitio. […] Los hombres continuaron calle abajo hasta llegar a una vasta plaza. En el centro se alzaba una columna colosal de piedra negra y sobre ella la efigie de un hombre en perfecto estado de conservación con la mano descansando en la cadera y la otra apuntando al norte. […] Obeliscos esculpidos de la misma piedra negra […] se levantaban en cada esquina de la plaza, mientras en uno de sus costados se alzaba un edificio tan magnífico por su diseño y decorado que probablemente era un palacio […]. Sus grandes columnas cuadradas aún se conservaban intactas. Una amplia escalera […] conducía a un gran vestíbulo que aún conservaba rastros de pintura en sus frescos y esculturas.

[…] La figura de un adolescente estaba esculpida sobre lo que parecía ser la entrada principal. Representaba a un hombre sin barba, desnudo de la cintura para arriba, con un escudo en la mano y una banda atravesada sobre un hombro. La cabeza adornada con […] una corona de laureles y […] al pie una inscripción escrita con caracteres parecidos a los de la antigua Grecia […]. Más allá de la plaza y de la calle principal, la ciudad yacía completamente en ruinas. […]Casi no existía duda de la catástrofe que había desbastado el lugar.

[…] Joâo Antonio – el único miembro de la partida a quien se lo anuncia por su nombre en el documento – encontró una pequeña moneda de oro […]. En una de sus caras mostraba la efigie de un joven arrodillado y en la otra un arco, una corona y un instrumento musical no identificado. […] El documento sugiere el descubrimiento del tesoro, pero no da detalles.

Francisco Raposo […] decidió seguir la corriente de un río, esperando que los indios recordarían las señales cuando regresasen con una expedición mejor equipada […].

Los aventureros […]se pusieron de acuerdo en no revelar una palabra a nadie, con excepción del virrey […].Volverían tan pronto como les fuera posible a tomar posesión de todos los tesoros de la ciudad.

Después de algunos meses de dura travesía […] alcanzaron Bahía. Desde allí envió el documento, cuya historia acabo de contar, al virrey, don Luiz Peregrino de Carvalho Menezes de Athayde.

Nada hizo el virrey, y tampoco se puede decir si Raposo regresó o no al lugar donde hiciera su descubrimiento. En todo caso, no se volvió a saber nada de él" [188]

Fue este relato sobre una ciudad incierta, basado en un cronista anónimo y plasmado en un documento sospechosamente real 71a, lo que movió a Fawcett durante varias décadas. La historia mezcla los ingredientes tradicionales del azar, del valle perdido, de los tesoros irrecuperables y de los restos de una cultura que, por las descripciones, no corresponden a ninguna civilización americana conocida.

No cabe duda que los métodos victorianos del coronel inglés fueron poco convencionales, máxime si, tras leer el capítulo II de su libro, advertimos que llegó a consultar a un espiritista (!) para certificar el origen de otro "misterio": el ídolo de piedra.

Inscripciones esotéricas (adjudicadas, indistintamente, a fenicios, hebreos, romanos, egipcios o vikingos) han venido siendo encontradas en América por un sin fin de exploradores desde hace tiempo. Nunca ninguno pudo certificar la autenticidad de esas escrituras ni entregar, a un cuerpo de técnicos especialistas, un ejemplar material de ellas. Sólo comentarios, rumores, pruebas perdidas en accidentes, pero jamás un dato seguro, una datación comprobable o un sitio específico en donde encontrarlas. Siempre un imaginario desaforado que devora cualquier resto de sentido común y cientos de investigaciones, responsables y serias. Así todo, la perdurabilidad del culto al misterio (tan atrayente, por cierto) se mantiene; y se mantuvo en Fawcett cuando anunció al mundo haber tenido en su poder una imagen de basalto negro en la que se representaba una figura humana, sonriente, con una corta barba y sosteniendo sobre su pecho una plancha con un gran número de caracteres jeroglíficos no identificados.

¿De dónde sacó Fawcett esa estatuilla? Él mismo responde la pregunta: "Me la dio Sir H. Rider Haggard, quien la obtuvo en Brasil, y yo creo que procede de una de las ciudades perdidas"[189].

Cuestión de fe. Pero también influencia de la literatura. Rider Haggard no es otro que el escritor de una de las más famosas novelas de aventura de fines del siglo XIX, Las Minas del Rey Salomón (1885), en la que relata el hallazgo de un reino perdido en el centro de África, rebosante de riquezas y producto de una antigua civilización blanca olvidada[190]

Otro mundo perdido vuelto a la realidad por la imaginación del excéntrico coronel británico.

Otro ejemplo de la débil frontera existente entre la novela y la exploración.

A partir del relato de Raposo, del de la estatuilla, y de un sin fin de leyendas recogidas en las selvas sudamericanas, Fawcett resucitó a la Atlántida en América; sosteniendo su heterodoxa postura teórica en los dichos de psíquicos y novelistas. Platón tenía razón y el imaginario se organizó para avalar los dichos del filósofo griego.

De todos los organizadores, P. H. Fawcett, fue el más consecuente.

"Sobre esta parte del mundo cayó la maldición de un gran cataclismo, recordado en las tradiciones de todos los pueblos[…]. Puede haber sido una serie de catástrofes locales […], o también un desastre repentino y arrollador. Su resultado fue cambiar la faz del océano Pacífico y levantar Sudamérica en algo semejante a su forma actual.[…] No requiere mucho esfuerzo de imaginación comprender la desintegración y degeneración gradual de los sobrevivientes, después del cataclismo, con espantosas pérdidas de vida.[…] Sabemos que tanto los nahuas como los incas fundaron sus imperios sobre las ruinas de una civilización más antigua" [191]

La ciudad que buscó pertenecía a esa gran civilización.

Y la fuerza del imaginario lo arrastró.

TRIBUS Y EXPLORADORES PERDIDOS

Las inquietudes y especulaciones que han despertado, y despiertan, las expediciones perdidas son otras de las constantes que se repiten dentro del imaginario de Occidente. Un sentimiento recurrente que, no excento de morbo, moviliza a la opinión pública y facilita, al ocasional escritor, captar la atención de sus lectores a través de la romantización del drama, y su posterior conversión en aventura. Y es que, generalmente, el escenario de la "atrayente" pérdida no está en el ajetreado mundo urbano, en el que la mayoría vivimos. Las expediciones no se pierden en las grandes metrópolis, sino en un marco natural que suele tener como telón de fondo a la selva y la montaña; sitios no controlados y en los que toda nuestra tecnología suele convertirse en un adorno inoperante que, si bien ayuda, en muchos de los casos (reales o literarios) termina convirtiéndose en el ajuar funerario de los audaces e inconscientes exploradores.

Ya desde la época de la conquista de América se vienen registrando historias sobre náufragos o huestes perdidas en las selvas, que han alimentado las tramas de inolvidables novelas y películas. La narración de las penalidades y sufrimientos de exploradores desaparecidos han dejado flotar mil y una interpretación sobre la suerte corrida; y en torno a ellos se tejieron rumores y leyendas que terminaron haciendo, de muchos incautos, verdaderos héroes. Así, aquel que buscaba lo exótico, al desaparecer, se volvía, él mismo, en objeto exótico de otros.

Enrique de Gandía, el brillante historiador argentino que analizara con detenimiento los mitos y leyendas de la conquista americana, escribe: "En verdad ninguna fantasía humana podrá superar en belleza y en misterio el hechizo que rodea el recuerdo de aquellos náufragos y conquistadores [exploradores, FJSR] olvidados, cuyas voces parecerían llegar desde el fondo de las selvas sombrías y las costas heladas, hasta los oídos de sus hermanos que los buscaban empeñosamente sin poderlos hallar" [192]

Hombres perdidos en tierras desconocidas. Una conjunción ideal para el imaginario. Una oportunidad más para recrear emocionalmente la tragedia y transformarla en objeto de indagación, especulación y búsqueda. Una constante que adquirió mil rostros y personajes a lo largo del tiempo. Un incentivo extraño a la curiosidad que nace del dolor.

El tópico del explorador perdido despierta una singular atracción debido a las múltiples posibilidades que se encierran en el acto mismo de desaparecer. Quien desaparece no termina de morir del todo, y la agónica esperanza de volver a encontrarlo con vida facilita el despliegue de toda una serie de especulaciones que prolongan la presencia del desafortunado viajero más allá de los límites normales del duelo.

Ante la dificultad de resolver el misterio, el explorador desaparecido abre una ventana a "otro mundo", de lleno imaginario. Un mundo caracterizado, fundamentalmente, por la distancia y el aislamiento, en el cual es posible construir las más fantásticas o realistas hipótesis; esas que van de la pura y sencilla muerte en manos de aborígenes y animales salvajes, hasta la irresistible fantasía de imaginarlo siendo el rey de un nuevo país en el que ejerce su fuerte personalidad de "hombre blanco".

En el Amazonas y en el Orinoco subsistió largo tiempo la creencia de que por aquellas regiones había españoles perdidos desde hacía muchos años. Esta creencia se viene arrastrando aproximadamente a partir de 1528, cuando, desde Venezuela empezó a divulgarse el rumor de que en lo profundo de las selvas había cristianos perdidos. De igual modo, los naufragios en costas americanas generaron comentarios semejantes, y la imaginación, que nunca olvidó a aquellos desafortunados viajeros, los supuso con vida pero apartados del mundo, lejos de la civilización y "barbarizados" por el entorno que los devorara.

Se oyó decir también que estaban rodeados de riquezas en maravillosas ciudades perdidas, reconstruyendo sociedades ideales y conservando los secretos que tanto habían deseado desvelar. Irónico destino para un explorador y clara mezcla de impotencia y de crítica al mundo del que provenían. Ambivalencia de una situación límite que conserva en sí misma dos posibilidades, repetidas una y otra vez en cientos de mitos y leyendas: la de recuperar el Paraíso Perdido o la de ser prisionero en un infierno terrestre, húmedo, selvático y controlado por celosos salvajes pertenecientes a razas desconocidas.

El explorador perdido pega, así, un salto y sale del tiempo. Adquiere, de algún modo, cierto halo de eternidad y su no presencia, producto de un fracaso, se convierte en ejemplo, símbolo y modelo de futuros exploradores. ¿Pulsión de muerte? Es posible, ya que parece no existir mayor impulso para un aventurero que el fracaso de una expedición anterior. Deseo de una muerte romántica; ansias de perdurabilidad, que se sostuvieron activas hasta bien entrado el siglo XX y que todavía se detectan en los marginales exploradores que recorren las selvas en nuestros días.

Pero hay un aspecto que las expediciones y exploradores perdidos revelan: la permanente existencia de fronteras abiertas hacia Terras Incógnitas.

Una y otra vez, los mismos argumentos se repiten en diarios de viajes y novelas. Como en los viejos cuentos infantiles, que reiteran constantemente hasta el cansancio idénticas situaciones (que no son lícitas modificar, a menos que se pretenda quitarles el efecto emocional que éstas encierran), cuando se hace referencia a personas desaparecidas en regiones alejadas de la civilización, suele caerse en argumentaciones de este tipo: "Imagine la superficie de la Tierra, reste los océanos, los desiertos, las montañas y las regiones árticas. ¿Qué queda? Un 20 % aproximadamente. Habitamos una quinta parte del planeta y creemos que estamos en todas partes, que no hay espacio para nadie más o que todo está completamente explorado y conocido".

Suena emocionante, atrayente; el mundo inacabado perdura de algún modo. Los espacios en blanco de los mapas picanean la curiosidad y hacia ellos continúan marchando expediciones, de las que, en muchos casos, jamás recibiremos noticias. Los espacios en blanco (que existen) se transforman, así, en verdaderos agujeros negros.

Una selva inmóvil y en movimiento a la vez; insumisa, barnizada de musgos húmedos y con senderos desconocidos. Árboles gigantescos cubiertos de lianas y espesura. Un universo nacido de las crónicas. Un lugar al cual sólo los suicidas pueden desear encaminar sus botas; pero, como dijo André Malraux, "nadie se mata sino para existir".

Esa fue la suerte que corrieron muchos exploradores que hoy engrandecen los libros de geografía. Ese es el sendero que transforma a un hombre en leyenda.

Mato Grosso, Brasil. Mayo de 1925. Desde el campamento bautizado "Caballo Muerto", localizado a 11º 43" Sur y 54º 35" Oeste, tres hombres envían las últimas cartas a sus familiares y se internan en plena jungla. A partir de entonces: silencio. Jamás se supo de ellos. Desaparecieron mientras iban tras una supuesta ciudad perdida. El coronel Percy H. Fawcett, su hijo Jack y un amigo de éste, Raleigh Rimmell, entraron a formar parte de las estadísticas.

A partir de ese momento se desató desde Inglaterra, y otros países, una verdadera fiebre por encontrar a Fawcett y los suyos. A la misteriosa desaparición se le sumó un nuevo incentivo, casi deportivo: el de la búsqueda. Hallar al militar británico podría significar encontrar también la evanescente ciudad "Z", y en pos de ambos se organizaron, a lo largo de casi veintiséis años, costosas expediciones de rescate (muchas de ellas financiadas por periódicos, que supieron detectar la enorme veta comercial que despertaba la estampa del explorador perdido).

En 1927, comenzaron a circular rumores sobre un anciano blanco, y aparentemente loco, que deambulaba solo por las selvas amazónicas. La bola de nieve no dejó jamás de crecer y la imagen del europeo asalvajado por la jungla impactó fuertemente en la imaginación de lectores y viajeros.

Personas respetables contaban historias fantásticas sobre el malogrado explorador. Por ejemplo, un ingeniero francés dijo haber visto a Fawcett en la región Minas Gerais, dos años después de su desaparición. Era como si la antigua aventura de Henry Stanley, en su búsqueda de Livingstone[193]volviera a reeditarse. En 1928, la North American Newspaper Alliance (NANA) colocó al comandante George Dyott al frente de una expedición en la que se pretendía averiguar la suerte corrida por Fawcett. Tras internarse en la selva y alcanzar una aldea de indios anaqua, Dyott llegó a la penosa conclusión de que el coronel británico y su hijo habían sido asesinados por una tribu vecina, los kalapalos.

Como era de prever, la familia del militar se negó a aceptar tal contundente y pesimista hipótesis. Rechazaron las conclusiones de Dyott y continuaron proponiendo las más románticas explicaciones acerca de la suerte corrida por su esfumado pariente. Según éstas, Fawcett aún conservaba la vida en alguna parte de la selva, sugiriendo posibilidades que iban más allá de todo sentido común.

En 1930, el periodista Albert de Winton siguió los pasos de Dyott hasta alcanzar la propia aldea de los kalapalos. En el sitio, Winton reconfirmó la opinión de su predecesor, quedando convencido de que Fawcett había sido muerto por los aborígenes de la región. Por desgracia, jamás pudo debatir con los testarudos familiares del coronel inglés: Winton no volvió a aparecer con vida. También a él la selva se lo tragó para siempre.

Dos años más tarde, en 1932, un suizo llamado Stefan Rattin regresó del Matto Grosso diciendo que había encontrado a Fawcett prisionero de una tribu, al norte del río Bamfin. Juró haber hablado con él y, para poder probar que sus dichos eran ciertos, organizó una expedición a fin de ubicar definitivamente al inglés perdido. Ingresó en la selva y nunca más volvió a salir de ella.

Las desapariciones se acumulaban (Fawcett, Dyott, Rattin…) y junto con ellas la fascinación por la región aumentó. El Matto Grosso se tragaba a la gente. Eso era noticia. Y los periódicos colaboraron en hacer más grande el misterio, o directamente en construirlo.

Se llegó a sostener que los tres exploradores estaban prisioneros de ciertas tribus amazónicas pero impedidos de abandonar esas aldeas. Brian Fawcett, hijo sobreviviente del coronel, escribió: "He oído decir que los indios salvajes gustan de mantener cautivo a un hombre blanco. Esto aumenta su prestigio ante los ojos de las tribus vecinas y el prisionero, generalmente bien tratado pero estrechamente vigilado, ocupa una posición similar a la de una mascota" [194]

El mundo al revés. Así era conceptualizada la selva. En ella, hasta el más insigne representante del Imperio Británico podía llegar a convertirse en un simple trofeo de guerra o un objeto de diversión de seres humanos que encarnaban el salvajismo más primitivo. Occidente creaba un nuevo mártir, un héroe detrás de las "líneas enemigas"; un símbolo de fortaleza y no-resignación que, aún diez años después de su desaparición, seguía siendo imaginado con vida y enviando crípticos mensajes desde la espesura. Mensajes que sólo podían ser descifrados por la "inteligencia blanca" y en los que se indicaban los caminos a seguir para el descubrimiento de la civilización perdida que lo retenía. Así, cualquier objeto que se encontrara pudriéndose en la humedad de la jungla era una pista. Brújulas, valijas o teodolitos oxidados abrían puertas inesperadas tras los pasos de Fawcett.

En 1933 ya se hablaba de indios blancos descendientes de Jack; y en 1935 se pusieron en marcha dos fracasadas expediciones que terminaron divulgando informes sobre esqueletos y cabezas reducidas. Pero ninguna de estas exóticas noticias fueron nunca confirmadas. Recién en 1951 un tal Orlando Vila Boas sostuvo haber escuchado de boca de un cacique kalapalo que él había asesinado a Fawcett y sus compañeros. Incluso encontró los que podían llegar a ser sus huesos. Pero guiados por un esperanzado romanticismo, la esposa del coronel y su hijo, siguieron negando los hechos.

Brian Fawcett (que escribiera el epílogo del libro de su padre) supuso en aquella oportunidad que sus amados familiares "Pueden haber penetrado la barrera de tribus salvajes y haber alcanzado su objetivo [la ciudad perdida de "Z", FJSR]. Si esto hubiese pasado realmente, y si es verdad que los últimos sobrevivientes de las razas antiguas han protegido el refugio, rodeándose a sí mismos de fieras salvajes ¿Qué esperanza habían tenido de regresar, divulgando con ello el secreto conservado tal fielmente durante miles de años?" [195]

La leyenda de Fawcett estaba firme y resistió por décadas los embates del racionalismo más derrotista; tanto así que, en 1996, se organizó otra expedición para recabar los datos que se pudieran sobre el elusivo explorador inglés. Por supuesto que no se esperaba encontrarlo con vida, pero aún así, sus huesos continuaron atrayendo a curiosos y estimulando el imaginario de fines del siglo XX[196]

Más o menos por la misma fecha en que Brian Fawcett lanzaba la esperanzada prórroga de encontrar con vida a su padre, un joven explorador francés llamado Raymond Maufrais desaparecía en las selvas de la Guayana Francesa..

Corría el mes de noviembre de 1950 cuando este ex – soldado y deportista se internó solo en lo más desconocido de la selva septentrional de América del Sur. Tenía como único acompañante a su perro, Bobby; y según el escritor Barros Prado (que describe la desastrosa experiencia de Maufrais en su libro) "[…] el joven galo, de 24 años de edad, había decidido lanzarse en busca de las civilizaciones prehistóricas seguro (como todos los que lo hicieron antes que él) de hallar la tan codiciada Atlántida de Platón y las famosas minas de Los Martirios y Araés, en cuya existencia mucha gente de reconocida intelectualidad insiste en creer" [197]

Es posible que Maufrais se halla sentido atraído por la leyenda de Fawcett y de su inalcanzable ciudad "Z", pero lo cierto es que, contrariando todo buen juicio se internó sin más guía que sus fantasías en una de las regiones más duras del continente.

Meses más tarde, un indio encontró, en la zona de los ríos Tamaurí y Onaguy, las pertenencias del francés. Una cámara de fotos, un saco, un sombrero y un revelador diario de viajes en el que estaban consignadas las penurias que sufriera. Éstas iban desde el cansancio físico y las durezas del ambiente, hasta el hambre más terrible (Maufrais terminó por comerse a su propio perro). La última anotación tenía fecha 13 de enero de 1950. Desde entonces la jungla no devolvió nunca al inexperto explorador, aunque sí atrajo un buen número de expediciones de rescate. La primera (de las ocho que organizara) fue la de su padre, Edgar Maufrais, quien repitiendo el guión de la familia Fawcett, creía que Raymond se encontraba prisionero de alguna tribu, en la zona fronteriza entre Guayana y Brasil. Recién en 1955 regresó solo a Francia, sin éxito, pero manteniendo la convicción de que su hijo aún estaba con los indios.

Pero, la pregunta es: ¿con qué indios?

Toda exploración en regiones consideradas vírgenes posee distintos momentos de dramatismo, pero no existe instante más sobrecogedor que aquel en el que el expedicionario se topa con alguna sociedad desconocida. Entonces, el "Otro" toma forma concreta, se materializa señalando diferencias, indicando también similitudes y despertando, siempre, sentimientos contradictorios que van de la admiración al desprecio. Todo un arsenal contenido de adjetivos calificativos se desploma sobre la "nueva raza" y, como hemos dicho antes, el imaginario cumple allí una función inevitable. Hombres distintos, creencias incomprendidas, rituales extraños y morfologías condimentadas con mil suposiciones fantásticas, llevan al "indio" a recorrer una escala ontológica que va de lo monstruoso a lo angelical; del caníbal agresivo al "buen salvaje". Una vieja costumbre que, en América, se arrastra desde los días de Cristóbal Colón.

Aquella persona que estuvo alguna vez en las selvas sudamericanas podrá reconocer que cientos de leyendas, referidas a tribus misteriosas, tienen clara vigencia aún hoy en día. En las selvas de Perú, Bolivia o Brasil se comenta a diario sobre la aparición (siempre esporádica) de "indios blancos, rubios y con ojos claros", miembros de una perdida tribu no catalogada, que buscan constantemente mantenerse aislados de la civilización. Los rumores se acumulan, se difunden en las tertulias celebradas alrededor de las cervezas nocturnas y, en esas condiciones, los "indios blancos" cobran una realidad muy difícil de ser negada. Se les adjudican poderes fuera de lo común; vestimentas que no concuerdan con el estereotipo del selvícola tradicional y, últimamente, un elevadísimo grado de espiritualidad que los acerca más a los iluminados gurúes de la New Age, que los degenerados politeístas de las crónicas españolas del siglo XVII[198]

Cuando los europeos se desplazaron por el mundo, en momentos de la última gran expansión imperialista (fines del siglo pasado y principios del XX), creando colonias y explorando regiones hasta entonces intransitadas por occidentales, supieron recopilar extraños informes sobre aborígenes de piel muy clara, habitando rincones que el sentido común jamás hubiera considerado propicios para el desarrollo de comunidades blancas. El mito del indio rubio se propagó como una mancha de aceite por los cinco continentes y no tardaron en ser considerados los responsables de las más magníficas obras arquitectónicas de la antigüedad. Ya sea en África, Asia o América, la raza blanca se endosó todo aquel pasado que, a ojos de un explorador europeo, resultaba admirable.

Las selvas sudamericanas conservaron ese arraigado mito.

Cuenta Eduardo Barros Prado que hacia 1951 le llegaron noticias, provenientes de cazadores, que habían sido avistados indios extraños, con todo el aspecto de hombres blancos, en la cuenca del río Alto Sucundurí (Brasil). Intrigado y con el deseo vehemente de comprobar la realidad de tal extraño hallazgo decidió consultar al célebre Mariscal Rondón, el gran explorador brasileño fundador del Servicio de Protección a los Indios (S.P.I.) de Brasil. En la oportunidad Rondón le dijo: "Mire, mi amigo, solamente en el estado de Amazonas habrá todavía unas cincuenta tribus sin clasificar, además de las doscientas treinta y cinco que mis ayudantes y yo hemos catalogado. Pero, lamentablemente el SPI no puede respaldar un compromiso tan grande [asegurar o negar la existencia de los indios blancos] por la carencia absoluta de recursos para la investigación[199]

Han tenido que pasar cuarenta y siete años para reconocer, junto con Rondón, que las partidas presupuestarias siguieron siendo exiguas. Esto lo prueba una noticia publicada por el diario Clarín de Buenos Aires, con fecha 9 de junio de 1998, y titulada: "Encuentran en la Amazonia una tribu desconocida". El artículo, difundido por EFE y France Press, refiere que "Entre las plantas gigantescas, hundidas en la humedad caliente de la selva, están las casas de una tribu que los blancos vieron por primera vez la semana pasada.[…]En la frontera entre Brasil y Perú, un grupo de antropólogos brasileños vio una docena de construcciones de 15 metros de largo y personas que corrían. Habían encontrado un grupo aislado".

La noticia no elude el lenguaje emocional. Repite adjetivos y describe situaciones que podemos encontrar en cualquier novela o diario de viaje. Y si lo hace es porque llama la atención de la gente. Se pretende rescatar la alteridad cuando se describen a las plantas como "gigantes", o cuando se dice que las "casas están hundidas en la humedad caliente de la selva". Lo desmesurado, lo perdido, lo aislado, lo desconocido…¿Cuántos futuros exploradores saldrán la próxima temporada en busca de esas "extrañas" gentes?

Pero esto no es todo, ya que repitiendo casi las mismas palabras de Rondón en 1951, la Fundación Nacional del Indio de Brasil (Funai) "[…] considera que existen en el país 55 grupos indígenas aislados, y que todos están en la Amazonia sin haber hecho contacto con la civilización blanca""[200].

Las tribus perdidas, las sociedades aisladas, parece que todavía son posibles de encontrar y de seguir adornando desde la distancia, dejando abierto el mito de los indios blancos, que durante tanto tiempo ha venido difundiéndose de boca en boca por los senderos de las selvas; aunque hallarlos haya implicado siempre emprender actos temerarios y contar con una indispensable cuota de suerte. Pero volvamos a los testimonios recogidos por Eduardo Barros Prado a mediados del siglo y tratemos de entrever qué características poseían (¿poseen?) los miembros de la elusiva comunidad de indios rubios del Alto Sucundurí.

Cuenta un serengueiro (cauchero), llamado Deodoro Cavalcanti, que hacia 1918 llegar a territorios de los extraños indios implicaba sortear penalidades de distinto tipo. En principio, ríos tempestuosos y traicioneros durante 16 días de navegación; después, sortear rápidos y saltos que ponían en peligro a la embarcación y los tripulantes; y, por último, atravesar las comarcas controladas por tribus de reconocida agresividad. Toda una iniciación que culminaba al alcanzar el rancherío de los indios blancos, "que poseían todo el aspecto de los europeos, pero que andaban completamente desnudos". También dijo que se convenció de que eran indios por su "promiscuidad y modales primitivos"[201]. El serengueiro creyó que se había topado con los descendientes de los primeros caucheros blancos que, desde hacía tres o cuatro generaciones, se habían perdido y adaptado a la selva…"degenerándose"[202].

No hablaban portugués ni holandés, sólo un dialecto selvático desconocido. Vivían de la caza y de la agricultura; y habían mantenido una actitud de total apatía frente a la comitiva de los caucheros recién llegados. Su nudismo los acercaba a las bestias y la promiscuidad (que no detalla) era un claro signo de salvajismo. Esa tribu sólo compartía un rasgo propio de lo humano: era blanca. Pero eso no bastaba.

Deodoro regresó sano y salvo a la civilización y transmitió la historia cuarenta (!) años después de vivida. Barros Prado, que fue quien la recogió, trata de darle una explicación lógica sosteniendo que la hipótesis de los europeos perdidos no termina de convencerlo ya que el lapso de 1877 (fecha de ingreso de los primeros caucheros blancos a la zona del río Sucundurí) a 1918 (fecha del supuesto encuentro) es extremadamente corto para que "[…] aquella gente hubiese sufrido tan grande transformación" [203]Pero, si los indios blancos no son descendientes de europeos extraviados, ¿de dónde provenían? Es aquí cuando el autor se deja llevar por la moda mística de su tiempo y entreabre la posibilidad de acordar con Raymond Maufrais y Percy H. Fawcett; quienes sostuvieron que los miembros de la extraña tribu serían los restos de una raza blanca antiquísima que había poblado la Atlántida.

Este argumento, del que ya hemos hecho referencia en páginas anteriores, posee una dosis peligrosamente oculta de racismo. Expliquemos, brevemente, por qué.

Cuando, en el siglo pasado, el auge de la arqueología, y el interés por las antiguas civilizaciones orientales o precolombinas, empujaron a los estudiosos europeos a abandonar sus ciudades y trasladarse a los rincones más extraños del planeta, para practicar in situ sus investigaciones, se llevaron la gran sorpresa de toparse con testimonios culturales que jamás habían imaginado. El régimen colonial les abría las puertas a nuevos mercados, a más y variadas materias primas, pero también a un pasado totalmente ignorado y que no encajaba con los prejuicios del hombre culto, burgués y europeo de entonces.

Las ruinas egipcias, mayas e incaicas que salían a la superficie, tras siglos de olvido, no parecían concordar con la situación social de los países en las que se levantaban. Regiones pobres, dependientes, con un sistema educativo deficiente o inexistente, como así también una tecnología por completo importada de Europa, habían poseído en el pasado antecesores maravillosamente creativos y con una disposición técnica que sus descendientes contemporáneos habían perdido u olvidado. ¿Cómo era posible que "simples indios o negros" pudieran haber construido obras de arquitectura e ingeniería tan fabulosas? ¿Cómo adjudicarles a sociedades semisalvajes logros tan magníficos en el campo de las artes? No cabía otra explicación que ésta: sus constructores eran miembros de una raza desaparecida, superior y, por supuesto, blanca.

Así, pues, fenicios y romanos, cartagineses y griegos, vikingos o atlantes, habrían difundido sus legados culturales por todo el mundo, enseñando, a los pobres salvajes, métodos y técnicas que luego éstos olvidarían para siempre. Estas teorías difusionistas fueron muy convenientes para los colonizadores europeos de los siglos XIX y XX, puesto que con ellas creaban un precedente histórico para la ocupación y explotación imperialista. Si se fijaba un origen extranjero ("blanco") a los monumentos arqueológicos que se encontraban, se legitimaba y justificaba la apropiación de ricas regiones del planeta. "Nosotros, los blancos, hemos estado primero aquí. Les hemos enseñado todo y ustedes lo perdieron. Aquí estamos, nuevamente, para civilizarlos". Ninguna sociedad cobriza o negra era considerada capaz, por sí misma, de alcanzar un nivel de civilización y progreso propio del hombre blanco. Racismo puro.

Por lo tanto, los rumores sobre "indios rubios" en las selvas amazónicas venían a confirmar los postulados del imaginario racista que analizamos ( por más que los mismos exploradores o arqueólogos no fueran conscientes del arraigado prejuicio que cargaban).

Misioneros y censistas; cazadores y exploradores; aventureros y contrabandistas, sean del grupo étnico que sean (indios, blancos, mestizos, mulatos, negros), continúan (actualmente) denunciando avistamientos de indios rubios que, como las sombras de la selva, pasan y desaparecen, sin saberse nunca a dónde van.

Pero no todas las tribus perdidas son blancas y rubias. Están también las negras y enanas (el otro extremo de la escala imaginaria de la alteridad) o aquellas que conservan el más atávico de los primitivismos por ser caníbales, violentas y completamente peludas. Seres a mitad de camino entre la bestia y el hombre. El verdadero, y tan buscado, "eslabón perdido".

Las historias sobre hombres salvajes se proyectan en el imaginario desde los más remotos tiempos. Su presencia en la antigua Epopeya de Gilgamesh, bajo la figura de Enkkidu (un semihumano que vive entre las bestias), y datada en el segundo milenio antes de Cristo, es bastante sugerente. Por su parte, la Edad Media tampoco olvidó al hombre salvaje de los bosques y lo representó de cientos de formas distintas haciendo resaltar, en todos los casos, las características paradigmáticas de la bestia con el objeto de confrontarla con el civilizado habitante de la ciudad.

El salvaje es la otra cara de lo urbano, el lado negativo del hombre, lo primitivo, lo instintivo. Su estampa, esculpida en las catedrales europeas desde el siglo XIII, ha podido perdurar hasta nuestros días en leyendas contemporáneas, como las del Yeti o Pie Grande. Su hirsuta figura y sus hábitos, muchas veces nocturnos, lo convierten en un negativo de lo que nosotros somos. Marca contrastes y evidencia, así mismo, el prejuicio racial que se derivó (renovado) de la teoría evolucionista del siglo XIX.

Para el hombre salvaje su ámbito es el bosque, la montaña o la selva, y mantiene con la naturaleza una relación que en mucho se diferencia a la que el occidental tiene desde los tiempos clásicos de Grecia y Roma. Él conservó un íntimo contacto con el reino animal (cuyo destronamiento se inicia en el período Neolítico) sin dejar del todo de pertenecer al universo de lo humano. Representa lo inculto y, por ello, se lo suele ubicar en regiones poco conocidas o exploradas. Simboliza el aspecto bestial del ser humano, su faceta irracional e indomable, motivo por la cual lo transferimos fuera, con el objeto de poder combatirlo con mayor facilidad.

El hombre salvaje del que hablamos (el del imaginario), es, al mismo tiempo, objeto de curiosidad y de legitimación para la tarea "civilizadora" del hombre blanco y su ciencia.

Compleja y confusa, la imagen del salvaje de los bosques, es encontrada en casi todos los continentes, y a pesar de ser un producto típico de la imaginación humana, aguijoneó búsquedas verdaderas hasta la actualidad. Como las ciudades perdidas, los monstruos o los tesoros ocultos, el hombre salvaje encarna la fuerza, la rareza, lo misterioso y lo secreto. Es otro claro ejemplo de que la imaginación y la conducta se prestan mutuo apoyo, ejerciendo una acción conjunta que arrastra a la vivencia de sucesos y lances extraños; en otras palabras, a la aventura.

La explicación más popular sobre el origen de la creencia en los hombres salvajes es que fue un vestigio de los tiempos paganos, el recuerdo distante y distorsionado de una creencia anterior en tales dioses de la selva; deidades que se ubicaban más allá de los límites cultivados.

Otra teoría afirma que estos seres son en realidad las personificaciones del anhelo del hombre civilizado por liberarse de las restricciones del mundo moderno.

Finalmente, la última postura teórica sostiene que las leyendas se inspiraron por el encuentro con un ser bípedo, peludo y semihumano real, pero aún no identificado por la ciencia [204]Es ésta la que a nosotros más nos interesa puesto que constituye la materia prima indispensable del gran número de historias que extravagantes novelistas y exploradores han difundido con gran éxito.

"Los salvajes […] no se conocen todavía; hay tribus cuya existencia ni se sospecha. Tribus que […]no viven cerca de los ríos navegables, sino que se retiran más allá del alcance del hombre civilizado. En todo caso, cuando se presume su existencia son temidos y evitados (por mi parte, yo siempre los he buscado). Tal vez por esto, la etnología del continente (Americano)ha sido basada sobre un concepto erróneo que trataré de rectificar[…]"[205].

Con estas presuntuosas palabras, Percy H. Fawcett nos introduce en otra de sus extravagantes exploraciones por el Amazonas, mezclando, una vez más, realidad y fantasía; y tomando, como base para su relato, la novela que al parecer tanto le impactara: El Mundo Perdido, de Arthur Conan Doyle.

Cuenta que hacia 1913, mientras recorría las Sierras de Parecis, en Bolivia, se topó, junto con su grupo, con un camino ancho que les condujo hasta unas grandes cabañas, semejantes a colmenas. La tribu que las habitaba era la de los Maxubis (aparentemente un pueblo sumiso y pacífico, que Fawcett lo hace "descender" de una civilización elevada -y perdida- por el solo hecho de advertir en ellos un color de piel más claro que el normal en los indios). Fueron los maxubis quienes les hablaron de otro grupo aborigen, caníbal y violento, denominados los Maricoxis, y que habitaban "en una selva sin huellas" a pocos días de camino.

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