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El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 10)



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El refectorio de los dependientes era ahora una gigantesca estancia en donde cabían sin apreturas los quinientos comensales de cada uno de los tres turnos. Los cubiertos y los platos se alineaban encima de largas mesas de caoba, que corrían a lo ancho, en líneas paralelas; en ambos extremos de la sala, se hallaban unas mesas semejantes, reservadas para los inspectores y los jefes de departamento; en el centro, había un mostrador para los extras. Unas amplias ventanas, situadas a derecha e izquierda, iluminaban con blanca claridad aquella galería cuyo techo, pese a los cuatro metros de altura, parecía bajo, pues lo achataba lo desmesurado de las otras dimensiones. En las paredes, pintadas al aceite en un tono amarillo claro, no había más adorno que los casilleros para las servilletas. Tras este primer refectorio, venía el de los mozos de almacén y los cocheros en los que se servían las comidas sin hora fija, a medida que lo permitían las necesidades del servicio.

-¡Cómo! ¿También a usted le ha tocado muslo, Mignot? -dijo Favier, tras sentarse a una de las mesas, frente a su colega.

Otros dependientes iban tomando asiento a su alrededor. No había mantel y los platos sonaban contra la caoba como si estuvieran cascados. Todos lanzaban exclamaciones de asombro, pues la cantidad de muslos era realmente prodigiosa.

-¡Otra vez nos las vemos con aves de corral que no tienen más que patas! -comentó Mignot.

A algunos les habían tocado los huesos de la pechuga y protestaban. La comida, empero, había mejorado mucho después de las reformas. Mouret no le daba ya a un contratista una cantidad fija. Se había hecho cargo también de la cocina y la había convertido en un servicio con la misma organización de los departamentos: un jefe, unos subjefes y un inspector. Le salía más caro, pero el personal, mejor alimentado, rendía más. Era éste un cálculo humanitariamente interesado que había tenido consternado a Bourdoncle durante una larga temporada.

-Pues dirán ustedes lo que quieran, pero el muslo que me ha tocado está tierno -añadió Mignot-. ¡A ver ese pan!

La hogaza daba la vuelta a la mesa. Mignot fue el último en cortarse una rebanada, y volvió a clavar el cuchillo en la corteza. Algunos rezagados acudían y se ponían en la cola; de un extremo a otro del refectorio, pasaba por las largas mesas, como una ráfaga de viento, un apetito feroz, que había duplicado la tarea matutina. Iban en aumento el tintineo de los tenedores; el gorgoteo de las botellas, al apurarlas; el choque de los vasos, al posarlos con excesiva fuerza; el ruido de piedra de amolar de quinientas mandíbulas recias masticando con energía. Se cruzaban pocas palabras en aquellos momentos; y casi no se entendían, pues las pronunciaban con la boca llena.

Deloche, que se sentaba entre Baugé y Liénard, se hallaba casi enfrente de Favier, a pocos puestos de distancia. Ambos habían cruzado una mirada de rencor. Los vecinos de mesa, que estaban al tanto de su enfrentamiento de la víspera, andaban de cuchicheos. Provocó, luego, risas la desventura de Deloche, siempre muerto de hambre y con tan mala suerte que le tocaba, inevitablemente, la peor ración de la mesa. Tenía ahora en el plato un trozo de pescuezo y unos pocos huesos. Dejaba correr las burlas, sin decir nada, comiendo grandes bocados de pan y rebañando el pescuezo con el arte infinito de un muchacho que siente por la carne el respeto que ésta se merece.

-¿Por qué no va a protestar? -le preguntó Baugé.

Pero Deloche se encogió de hombros. ¿Para qué? A él, esas cosas nunca le salían bien. Cuando no se resignaba, todo iba mucho peor.

-¿Se han enterado de que los bobineros ya tienen un club? -dijo de pronto Mignard-. Como se lo cuento: el Bobin-Club… Se reúnen en una bodega de la calle de Saint-Honoré. El bodeguero les alquila una sala los sábados.

Se refería a los dependientes de mercería. Cundió por la mesa una regocijada animación. Con voz pastosa, entre dos bocados, cada cual colocó su frase, añadió un detalle; los únicos que no participaban en la conversación eran los lectores empedernidos, que se hallaban absortos en el periódico, con la nariz metida entre las páginas. Todos coincidieron en que, de año en año, los empleados de comercio iban ganando en distinción. Ahora, cerca de la mitad hablaba inglés o alemán. Lo chic no era ya ir a bailar y a armar escándalo en Bullier o andar rodando por los cafés cantantes para pitar a las artistas feas. Lo que se llevaba ahora era reunir a veinte personas y fundar un círculo.

-¿Tienen piano, como los algodoneros? -preguntó Liénard

-¿Que si tienen piano en el Bobin-Club? ¡Ya lo creo! -exclamó Mignot-. Y tocan, y cantan… Y hasta hay un jovencito que se llama Bavoux y lee versos.

El regocijo fue en aumento. Todos se reían de Bavoux, pero, tras las risas, había un gran respeto. Se habló luego de una obra que estaban poniendo en el Vaudeville, en la que desempeñaba un papel no muy airoso un hortera. Varios se mostraban molestos y, mientras, a otros lo que les preocupaba era a qué hora los soltarían por la tarde, pues tenían que asistir a la velada de alguna familia burguesa. Y, por doquier, en el enorme local, se oían conversaciones semejantes, entre el creciente estrépito de platos y cubiertos. Para ventilar la sala y que se fuese el olor a comida, el caliente vaho que subía de quinientos platos desperdigados, habían abierto las ventanas, cuyos toldos bajados recalentaba el ardoroso sol de agosto. Llegaban de la calle calurosas bocanadas de aire; daba en el techo la amarilla claridad de unos reflejos dorados, que envolvían en un resplandor rojizo a los sudorosos comensales.

-¡Debería estar prohibido tener encerrada a la gente en domingo y con un tiempo tan estupendo! -repitió Favier.

Aquel comentario los hizo acordarse del balance. El año había sido espléndido. Y salieron a colación los sueldos, las subidas, el tema eterno, la apasionante cuestión que conmocionaba a todos. Siempre pasaba lo mismo los días en que había pollo para comer; todos acababan sobreexcitados y, al final, el jaleo resultaba insoportable. Cuando llegaron los camareros con las alcachofas en aceite, ya no había quien se entendiera. El inspector de turno tenía órdenes de mostrarse tolerante.

-Por cierto -dijo a voces Favier-. ¿Están enterados ya de la aventura?

Pero otras voces taparon la suya. Mignot estaba preguntando:

-¿A quién no le gustan las alcachofas? Vendo el postre por una ración de alcachofas.

Nadie contestó. A todos les gustaban las alcachofas. Aquel almuerzo estaba en la lista de los buenos, porque habían visto que, de postre, había melocotones.

-La ha invitado a cenar, amigo mío -decía Favier al vecino de la derecha, concluyendo su relato-. ¿Cómo? ¿Que no lo sabía?

Toda la mesa lo sabía. Ya estaban hartos del tema, tras hablar toda la mañana de lo mismo. Volvieron a correr de boca en boca las mismas bromas. Deloche se estremecía y acabó por clavar la vista en Favier, que repetía de forma insistente:

-¿Que aún no había estado con ella? Bueno, pues ahora sí que va a estar… Y no será función de estreno. Desde luego que no será función de estreno.

El también miraba a Deloche. Y añadió con tono provocador:

-Si a alguno le gustan los huesos se los puede permitir por cinco francos.

De pronto, agachó la cabeza. Deloche, cediendo a un impulso irresistible, acababa de tirarle a la cara el vino que le quedaba en el vaso, al tiempo que balbucía:

-¡Toma! ¡Cochino embustero! ¡Te tenía que haber remojado ayer!

Fue un escándalo. A Favier sólo se le había humedecido ligeramente el pelo, pero algunas gotas habían salpicado a sus vecinos de mesa. Deloche le había tirado el vino con excesiva brusquedad y el líquido había saltado por encima de la mesa. Pero todos se enfadaron. ¿Por qué la defendía así? ¿Es que se acostaba con ella? ¡Menudo salvaje! Se merecía un par de bofetadas, a ver si aprendía modales. Los voces se fueron aplacando, no obstante, pues avisaron de que se acercaba el inspector y no era cosa de que la dirección tomara cartas en el enfrentamiento. Favier se limitó a decir:

-¡La que se hubiera armado si llega a mojarme de lleno!

Y la cosa terminó en bromas. Cuando Deloche, tembloroso aún, quiso beber para ocultar la turbación y cogió con mano trémula el vaso vacío, corrieron unas risas. Volvió a dejar el vaso con gesto torpe y empezó a chupar las hojas de alcachofa que ya se había comido antes.

-Deloche tiene sed -dijo Mignot con mucha calma-. Que alguien le pase la jarra.

Las risas fueron en aumento. Los comensales estaban cogiendo platos limpios de las pilas que había, de trecho en trecho, encima de la mesa, en tanto que los camareros circulaban con el postre: unas cestas de melocotones. Y todos se desternillaron cuando Mignot añadió:

-Cada cual tiene sus gustos. Deloche el melocotón lo toma al vino.

El aludido permanecía inmóvil, con la cabeza gacha, como si fuera sordo. No parecía oír las bromas y lo invadía un desesperado arrepentimiento por lo que había hecho. Tenían razón. ¿Quién era él para defenderla? Todo el mundo iba a pensar mil cosas soeces. Se habría dado de bofetadas por haberla comprometido de aquella forma al querer proclamar su inocencia. Siempre tenía mala suerte. Más le habría valido reventar de una vez, ya que ni siquiera podía entregar el corazón sin cometer inconveniencias. Se le iban llenando los ojos de lágrimas. ¿Acaso no era también culpa suya si todos, en los almacenes, comentaban la carta del patrón? Oía sus risotadas sarcásticas al referirse, con crudas palabras, a aquella invitación, de la que sólo había oído hablar confidencialmente Liénard. Y se culpaba; no debería haber consentido que Pauline le contase nada estando el otro delante. Se sentía responsable de la indiscreción.

-¿Por qué lo ha ido diciendo? -le preguntó al fin, en un susurro, con voz dolida-. Ha estado muy mal.

-¿Yo? -repuso Liénard-. Pero si sólo se lo he comentado a una o dos personas, y eso exigiéndoles que guardaran el secreto… ¡Nunca se sabe cómo van corriendo estas cosas!

Cuando Deloche se decidió a beber un vaso de agua, los comensales volvieron a soltar la carcajada. Se estaba acabando el almuerzo; los empleados, recostados en las sillas, esperaban a que sonase la campana, se llamaban a voces, con la confianza que les daba la intimidad del comedor. En el amplio mostrador central se habían servido pocos extras, tanto más cuanto que aquel día era la casa la que invitaba a café. Humeaban las tazas y los rostros sudorosos relucían entre los livianos vapores, que flotaban como azuladas humaredas de cigarrillo. Ante las ventanas, colgaban los toldos, quietos, sin un latido. Al alzarse uno de ellos, cruzó la sala una oleada de luz, que incendió el techo. El guirigay de voces rebotaba en las paredes con tal fuerza que, al principio, sólo oyeron la campana las mesas próximas a la puerta. Todo el mundo se levantó y la desbandada de la salida abarrotó durante un buen rato los corredores.

Deloche, no obstante, se rezagó para librarse de los chistes, que aún seguían. Incluso Baugé salió antes que él; y eso que Baugé solía irse el último, para poder dar un rodeo y encontrarse con Pauline, cuando ésta iba al refectorio de señoras. Habían concertado esa maniobra, pues era la única forma de verse unos minutos durante las horas de trabajo. Pero aquel día, cuando se estaban besando ávidamente en un recodo del corredor, los sorprendió Denise, que iba también a almorzar. Caminaba con dificultad, debido a la torcedura.

-¡Ay, por Dios! -balbució Pauline, muy azorada-. No dirás nada, ¿verdad?

Baugé, tan robusto, alto y cuadrado como un gigante, temblaba como un niño. Y susurró:

-Es que serían capaces de ponernos en la calle… Por mucho que se sepa que vamos a casarnos, esos mastuerzos no entienden que la gente se bese.

Denise, muy nerviosa, fingió no haberlos visto. Y ya se iba Baugé a toda prisa cuando se presentó Deloche, que había tomado el camino más largo. Quiso disculparse y pronunció, tartamudeando, unas cuantas frases que la joven no entendió al principio. Luego empezó a reprocharle a Pauline que hubiera hablado delante de Liénard y, al dejar ésta traslucir su apuro, la joven supo al fin el porqué de las palabras que todo el mundo cuchicheaba a su espalda desde por la mañana. Lo que andaba de boca en boca era la historia de la carta. Volvió a apoderarse de ella el escalofrío que la había turbado al recibirla. Era como si todos aquellos hombres la estuvieran desnudando.

-Fue sin querer -repetía Pauline-. Y además no es nada malo… ¡Que hablen! ¡Menuda rabia tienen todos!

-Querida, no te guardo rencor -dijo por fin Denise, con su tono sensato-. No has contado sino la verdad. He recibido una carta y tendré que dar una contestación.

Deloche se fue, consternado; había creído comprender que la joven aceptaba la situación y acudiría esa noche a la cita. Cuando las dos dependientes hubieron almorzado en una sala pequeña y más cómoda, que estaba al lado de la grande, y en donde servían a las mujeres, Pauline tuvo que ayudar a Denise a bajar, pues el pie se le iba resintiendo.

Abajo, roncaban los motores del balance con más brío que por la mañana. Era el momento de la tarde en que se ponía toda la carne en el asador al ver que la tarea había avanzado poco durante la mañana, y todas las fuerzas estaban en tensión para poder acabar por la noche. Las voces iban subiendo de tono; no se veía sino un gesticular de brazos, que seguían vaciando casilleros y arrojando al suelo la mercancía; ya no se podía pasar por ningún sitio, y las crecidas aguas que inundaban el entarimado con bultos y montones de artículos llegaban ya al ras de los mostradores. Un oleaje de cabezas, de puños enarbolados, de brazos que parecían volar, se difuminaba hasta el fondo de los departamentos, simulando un confuso horizonte de algarada. Era el febril colofón del zafarrancho, la maquinaria a punto de explotar. Y mientras, junto a los almacenes cerrados, siguiendo las transparentes lunas de los escaparates, pasaban todavía algunos transeúntes, con las caras macilentas y hastiadas del agobio dominical. En la acera de la calle Neuve-Saint-Augustin, se habían plantado tres muchachas sin sombrero y muy desastradas, que pegaban desvergonzadamente la cara a los cristales para ver las tareas tan peculiares con que andaban azacanados allí dentro.

Cuando regresó Denise al departamento de confección, la señora Aurélie dejó que Marguerite acabase de cantar las prendas. Quedaba por hacer una tarea de comprobación; y, como quería realizarla sin las molestias del alboroto, se retiró a la sala del servicio de muestras, llevándose consigo a la joven.

-Venga conmigo y cotejaremos… Luego, hará usted las sumas.

Pero, como no consintió en cerrar la puerta, para poder vigilar así a las señoritas, entraba todo el vocerío y, aunque estuvieran al fondo de la estancia, apenas si se oía un poco mejor. Era aquélla una sala cuadrada y espaciosa, amueblada sólo con unas cuantas sillas y tres mesas alargadas. En una esquina, se hallaban las grandes guillotinas para cortar los retales de los muestrarios, que se tragaban piezas completas de tela. Los almacenes enviaban cada año más de sesenta mil francos de tejidos hechos tiras. Desde por la mañana hasta por la noche, las guillotinas, con ruido de guadaña, tajaban la seda, la lana, el hilo. Luego, había que componer los cuadernillos, pegarlos o coserlos. Y había también, entre las dos ventanas, una imprentilla para las etiquetas.

-¡Pero hablen más bajo! -voceaba de vez en cuando la señora Aurélie, que no oía a Denise leer la relación de artículos.

Cuando estuvieron cotejadas las primeras listas, dejó sola a la joven, sentada ante una de las mesas y absorta en las sumas. Volvió casi en seguida para acomodar en la sala a la señorita De Fontenailles, un préstamo de las canastillas, que ya no la necesitaban. Si ella también se ponía a sumar, ganarían tiempo. Pero la aparición de la marquesa, como la llamaba Clara con maldad, causó un revuelo en el departamento. Todas reían y gastaban bromas a Joseph; se colaban por la puerta gracias de malintencionada ferocidad.

-No se aparte, que no me estorba en absoluto -dijo Denise, presa de gran compasión-. Mire, con mi tintero bastará; moje usted también la pluma en él.

La señorita De Fontenailles, cuya condición de venida a menos mantenía en estado de pasmo, no fue capaz de dar con palabra alguna de agradecimiento. Debía de beber; el cutis del flaco rostro mostraba un tono plomizo y sólo las manos, blancas y finas, daban fe aún de su noble cuna.

Cesaron entonces, de repente, las risas y se pudo oír el ronroneo regular de la reanudada tarea. Había entrado Mouret, que estaba haciendo otra ronda por los departamentos. Se detuvo, buscando a Denise, sorprendido de no verla. Llamó, con una seña, a la señora Aurélie; y cuchichearon ambos, en un breve aparte. Debía él de estarle preguntando algo; y ella indicó con la mirada la sala del servicio de muestras; a continuación, pareció que le estaba rindiendo cuentas. Lo más probable era que le estuviera notificando que la joven había llorado por la mañana.

-¡Muy bien! -dijo en voz alta Mouret, reanudando la marcha-. Enséñeme las listas.

-Por aquí, señor Mouret -respondió la encargada-. Hemos salido huyendo de este jaleo.

El la siguió hasta la estancia contigua. El pretexto no engañó a Clara, que dijo por lo bajo que más valdría que alguien trajese una cama sin más demora. Pero Marguerite le lanzaba las prendas de ropa cada vez más deprisa, para tenerla ocupada y cerrarle la boca. ¿No era acaso buena compañera la segunda encargada? No tenía nadie por qué meterse en sus asuntos. Crecía la complicidad en el departamento; las dependientes se mostraban más activas; Lhomme y Joseph inclinaban cada vez más sobre su tarea su discreta espalda. Y el inspector Jouve, que se había fijado desde lejos en la táctica de la señora Aurélie, acudió y se puso a dar paseos por delante de la puerta del servicio de muestras con el ritmo regular de quien monta guardia, custodiando los caprichos de un superior.

-Déle las listas al señor Mouret -dijo la encargada, al entrar.

Denise se las entregó y no volvió a bajar la vista. Se había sobresaltado levemente, para dominarse luego; y permanecía noblemente serena, con las mejillas pálidas. Por unos momentos, Mouret pareció absorto en la relación de artículos; no había mirado a la joven ni una sola vez. Reinaba el silencio. Entonces, la señora Aurélie, tras acercarse a la señorita De Fontenailles, que ni siquiera había vuelto la cabeza, fingió descontento al ver las sumas de ésta y le dijo a media voz:

-Vale más que vaya a ayudar con los montones de ropa… No tiene usted costumbre de andar con números.

Ella se puso de pie y volvió al departamento, donde la recibieron con cuchicheos. Los maliciosos ojos de las señoritas hacían que Joseph se trabucase al escribir. Clara, aunque encantada de contar con ayuda, la trató sin miramientos, dejándose llevar por el odio que le infundían todas las mujeres que pasaban por aquellos almacenes. ¡Tenía gracia que una marquesa se rebajara hasta consentir en que se enamorase de ella un mozo de carga! Y le envidiaba a la otra aquel amor.

-¡Muy bien! ¡Muy bien! -repetía Mouret, que seguía haciendo como si leyera.

Entretanto, la señora Aurélie no sabía cómo hacer mutis y conservar, a un tiempo, las apariencias. Andaba dando vueltas, se acercaba a las guillotinas para examinarlas, rabiosa de que su marido no cayese en la cuenta de llamarla con cualquier pretexto. Pero aquel hombre nunca estaba en lo que se celebraba; se habría muerto de sed a la orilla de una charca. Fue Marguerite la que tuvo la buena ocurrencia de solicitarle una información.

-¡Voy ahora mismo! -dijo la encargada.

Y, con su dignidad a salvo, contando con una justificación ante las dependientes, que la acechaban, dejó por fin a solas a Mouret y a Denise, tras haberlos reunido. Salió con andares majestuosos y tan noble expresión en el rostro que las señoritas no se atrevieron a permitirse ni una mala sonrisa.

Mouret había dejado con mucha calma las listas encima de la mesa. Miraba a la joven, que seguía sentada y sin soltar la pluma. Ésta no desvió los ojos; pero se puso aún más pálida.

-¿Vendrá usted esta noche? -preguntó él a media voz.

-No, señor Mouret -respondió ella-. Me es imposible. Mis hermanos van a casa de mi tío y les he prometido cenar con ellos.

-Pero ¿y su pie? Si le cuesta a usted mucho andar…

-No está tan lejos. Me siento mucho mejor desde esta mañana.

Ahora era él quien se había puesto pálido al oír aquella sosegada negativa. Le temblaban los labios en un nervioso arrebato de rebeldía. No obstante, se contuvo y volvió a poner cara de jefe benevolente que se interesa, sin más, por el bienestar de una de sus empleadas.

-Vamos a ver… ¿Y si se lo pido por favor? Ya sabe cuánto la estimo.

Denise perseveró en su respetuosa actitud.

-Valoro en mucho lo bondadoso que es conmigo, señor Mouret, y le agradezco la invitación. Pero le repito que no puede ser. Esta noche, me están esperando mis hermanos.

Se obstinaba en hacer como si no entendiera. Pero la puerta seguía abierta y ella sentía como si los almacenes se volcasen al completo para forzar su decisión. Pauline le había dicho amistosamente que no se podía ser más tonta; los demás se reirían de ella si rechazaba la invitación. La señora Aurélie, que los había dejado solos; Marguerite, cuya voz estaba oyendo la espalda de Lhomme, que veía desde allí, quieta y sigilosa: todos querían que cayese, todos la arrojaban en brazos del dueño. Y el remoto zumbido del balance, todos esos millones de mercancías que las bocas nombraban según se iban presentando, que los brazos alzados cambiaban de sitio, eran como un viento ardiente que llevaba hasta ella ráfagas de pasión.

Hubo un silencio. De vez en cuando, el ruido cubría las palabras de Mouret y les prestaba la música de fondo del formidable escándalo de una fortuna regia ganada en el campo de batalla.

-Y, entonces, ¿cuándo vendrá usted? -siguió preguntando él-. ¿Mañana?

Aquella pregunta tan sencilla turbó a Denise. Perdió la calma por un momento y tartamudeó:

-Yo no sé… Yo no puedo…

Él sonrió e intentó cogerle una mano, que ella retiró.

-¿De qué tiene miedo?

Pero ella ya había alzado la cabeza para mirarlo cara a cara; y dijo, sonriente, con su expresión dulce y valerosa:

-No tengo miedo de nada, señor Mouret… Cada cual hace lo que quiere hacer, ¿verdad? Yo no quiero. Y no hay más.

Calló, tras decir esto; pero la sorprendió oír un crujido. Se volvió y vio que la puerta se estaba cerrando despacio. La iniciativa había partido del inspector Jouve. Las puertas eran de su competencia y no debían estar abiertas. Siguió, luego, montando guardia, muy serio. Nadie pareció fijarse en aquella puerta, cerrada con tanta sencillez. Clara fue la única en decirle al oído una palabra cruda a la señorita De Fontenailles, que siguió con la misma cara lívida y muerta.

Pero Denise se había levantado. Mouret le decía, en voz baja y temblorosa:

-Escúcheme; yo la quiero… Hace mucho que lo sabe. No juegue el juego cruel de fingir que no me entiende… Y no tema nada. Veinte veces he sentido tentaciones de hacerla venir a mi despacho. Habríamos estado a solas y me habría bastado con correr el cerrojo. Pero no quise hacerlo; ya ve que estoy hablando con usted aquí, donde cualquiera puede entrar… La quiero, Denise…

Ella seguía de pie, y, con el rostro blanco, lo escuchaba, lo seguía mirando cara a cara.

-Dígame por qué me rechaza… ¿Es que acaso no necesita nada? Sus hermanos son una carga muy pesada. Todo cuanto usted me pidiese, todo cuanto exigiese de mí…

Ella lo detuvo con una palabra.

-Gracias. Ahora gano más de lo que necesito.

-Pero si es que lo que le estoy ofreciendo es la libertad, una existencia de placeres y lujo… Le pondré una casa, le proporcionaré una pequeña fortuna.

-No, gracias, me aburriría sin nada que hacer… Antes de cumplir los diez años, ya me ganaba la vida.

Él hizo un ademán como si se volviera loco. Era la primera vez que alguien se le resistía. Para tener a las demás, le había bastado con un ademán; todas estaban a la espera de su capricho como sumisas sirvientas; y ésta le decía que no, sin alegar siquiera un pretexto sensato. Aquel deseo que llevaba mucho conteniendo se le exasperaba cada vez más al atizarlo la resistencia. A lo mejor es que se estaba quedando corto en lo que ofrecía. Y dobló las ofertas, se mostró más y más acuciante.

-No, no, gracias -respondía la joven a todas ellas, sin desfallecer nunca.

Entonces, a él le salió un grito del alma:

-¿Pero es que no ve lo que estoy sufriendo?… Qué estupidez, ¿verdad? ¡Sufro como un niño!

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Otro silencio. Volvió a oírse, más apagado tras la puerta cerrada, el zumbido del balance. Era como un moribundo rumor de triunfo; el acompañamiento se tornaba discreto ante aquella derrota del amo.

-¡Y pensar que si yo quisiera…! -dijo con voz ardiente, tomándole las manos.

Ella no las apartó; se le nublaba la vista y las fuerzas la abandonaban. La invadía la calidez de las manos tibias de aquel hombre y una deliciosa cobardía se apoderaba de ella. ¡Cuánto lo amaba, Señor, y qué dulce le habría parecido colgársele del cuello y descansar sobre su pecho!

-Y es que quiero que venga, lo quiero -repetía él, desalentado-. La espero esta noche; y, si no viene, tomaré medidas…

Ahora se había vuelto brutal. Ella lanzó un leve grito; y el dolor que notó en las muñecas le devolvió el coraje. Se soltó, con una sacudida. Luego, muy erguida, creciéndose en su debilidad, dijo:

-No; déjeme… Yo no soy una Clara cualquiera, a la que se puede dejar plantada al día siguiente. Y, además, señor Mouret, usted está enamorado de otra persona, de una señora que viene por aquí… Quédese con ella. Yo no soy de las que comparten.

La sorpresa dejó parado a Mouret. Pero ¿qué estaba diciendo? ¿Qué era lo que quería? Las muchachas que había ido recogiendo por los departamentos nunca habían pretendido que se enamorase de ellas. Habría debido tomarlo a broma; y aquella actitud tiernamente orgullosa le trastornaba por completo el corazón.

Vuelva a abrir la puerta, señor Mouret -añadió ella-. No es decoroso que estemos aquí juntos.

Mouret obedeció y, zumbándole las sienes, no sabiendo cómo disimular la angustia, volvió a llamar a la señora Aurélie, se enfadó por el remanente de tapados, dijo que habría que rebajarlos y seguir rebajándolos hasta dar salida a todos. Era la norma de la casa: había que liquidarlo todo cada año; valía más vender con un sesenta por ciento de pérdidas que quedarse con un modelo antiguo o una tela ajada. Precisamente, Bourdoncle, tras haber estado buscando al director, llevaba un rato esperándolo ante la puerta que había cerrado Jouve; éste le había dicho algo al oído con cara de circunstancias. Se le estaba agotando la paciencia, pero, aun así, no tenía atrevimiento para interrumpir aquella entrevista a solas. ¿Sería posible? ¡En un día así! ¡Y con aquella poquita cosa! Y, cuando por fin volvió a abrirse la puerta, Bourdoncle sacó a colación el tema de las sedas de fantasía, de las que iba a quedar una remesa enorme Fueron aquellas palabras un alivio para Mouret, que pudo dar rienda suelta al enfado. Pero ¿dónde tenía la cabeza Bouthemont? Se alejó, tras declarar que no admitía que a un comprador le fallase el olfato hasta el punto de adquirir género en cantidades superiores a las necesidades de la venta.

-¿Qué le pasa? -susurró la señora Aurélie, inmutándose ante aquellos reproches.

Y las señoritas se miraban, sorprendidas. A las seis, había concluido el balance. Aún lucía el sol, un rubio sol de verano, cuyo dorado reflejo entraba por las cristaleras de los patios. Ya regresaban de los suburbios, por las calles bochornosas, familias cansadas cargadas de ramos de flores y con los niños a rastras. Los departamentos habían callado, uno a uno. Ya no se oía, al fondo de las galerías, más que las voces rezagadas de algunos dependientes que vaciaban el último casillero. Luego, incluso esas voces callaron, y del clamor que había durado todo el día sólo quedó un temblor flotando por encima del gigantesco desorden de los géneros. Ahora, no quedaba nada en los casilleros, los armarios y las cajas: ni un metro de tela, ni el menor objeto habían permanecido en su sitio. El anchuroso recinto no era ya sino un esqueleto, una armazón. Los estantes estaban tan vacíos como el día en que los instalaron los carpinteros. Tal desnudez era la prueba visible de la completa y exacta consumación del balance. Y, en el suelo, se apilaban dieciséis millones en artículos, una marea creciente que había acabado por tragarse mesas y mostradores. Los dependientes, hundidos en ella hasta los hombros, estaban empezando a colocar cada cosa en su sitio. Se contaba con que acabasen alrededor de las diez.

Al volver del refectorio la señora Aurélie, que cenaba en el Primer turno, trajo consigo la información de la recaudación anual, que podía saberse en el acto tras sumar las de los diferentes departamentos. El total era de ochenta millones, diez millones más que el año anterior. Sólo habían bajado las sedas de fantasía.

-Si el señor Mouret no está satisfecho, pues ya no sé qué más quiere -añadió la encargada-. ¡Fíjense! Ahí lo tienen, en lo alto de la escalera principal, con cara de pocos amigos.

Las señoritas fueron a mirar. Estaba solo, de pie, con expresión sombría, dominando los millones desplomados a sus pies.

-Señora Aurélie -dijo en ese momento Denise, que se había acercado-, ¿tendrá la bondad de dejar que me retiré? La torcedura no me permite ya hacer nada de provecho, y como ceno en casa de mi tío, con mis hermanos…

Cundió el pasmo. ¿Así que no había cedido? La señora Aurélie vaciló, pareció estar a punto de prohibirle que saliera. Se le puso un tono de voz imperativo y enfurruñado. Entretanto, Clara se encogía de hombros, rebosante de incredulidad. ¡No le den más vueltas! ¡Es muy sencillo! ¡Lo que pasa es que él ha cambiado de opinión! Pauline estaba con Deloche en las canastillas de recién nacido cuando se enteró de aquel desenlace. El repentino júbilo del joven la indignó. ¿Qué ganaba él con aquello, a ver? A lo mejor es que se alegraba de que su amiga fuera lo bastante boba para dejar que se le escapase la suerte. Y Bourdoncle, que no se atrevía a interrumpir el hosco aislamiento de Mouret, se paseaba entre los rumores, desconsolado también él, presa de inquietud.

Entretanto, Denise se dirigía a la planta baja. Llegó despacio a los últimos peldaños de la escalera pequeña de la izquierda, apoyándose en la barandilla, y se topó con un grupo de dependientes, que reían con sorna. Sonó su nombre, se dio cuenta de que seguían comentando su aventura. Nadie se percató de su presencia.

-¡Hay qué ver! ¡ Qué remilgada! -decía Favier-. No será por falta de vicio… Si conozco yo a uno que tuvo que defenderse de sus ardores.

Y miraba a Hutin que para mantener su dignidad de segundo encargado, permanecía a unos cuantos pasos de distancia, sin intervenir en las bromas. Pero lo halagó tanto la cara de envidia con que lo miraban los demás que se dignó decir a media voz:

-¡La lata que me dio la mujer esa!

Denise, herida en lo más hondo, se aferró a la barandilla. Debieron de verla, pues el grupo se deshizo entre risas. Tenía razón Hutin; y ella, al acordarse de él, se reprochaba sus ignorancias de antaño. ¡Pero qué cobarde era y cómo lo despreciaba ahora! Sintió una inmensa turbación. ¿No era extraño, acaso, que hubiera tenido fuerzas, poco antes, para rechazar a un hombre al que adoraba y que, no obstante, se hubiera sentido tan débil tiempo atrás, ante aquel miserable cuyo amor eran sólo ensueños suyos? Su sentido común y su coraje naufragaban en aquellas contradicciones de su corazón, que ya no conseguía interpretar con claridad. Se apresuró a cruzar el vestíbulo.

La llamada del instinto le hizo alzar la cabeza mientras un inspector le abría la puerta, cerrada desde por la mañana. Y divisó a Mouret. Seguía en la parte superior de la escalera, en el amplio rellano central que dominaba la galería. Pero no se acordaba ya del balance, no veía su imperio, aquellos almacenes repletos de riquezas. Todo había desaparecido, las ruidosas victorias de ayer, la colosal fortuna de mañana. Sus ojos desesperados iban siguiendo a Denise; y cuando ésta hubo cruzado el umbral de la puerta, todo desapareció y el recinto se sumió en la oscuridad.

Bouthemont fue el primero en llegar aquel día al té de las cuatro, en casa de la señora Desforges. Esta, sola aún en el gran salón Luis XVI, al que tan alegre claridad prestaban los herrajes de cobre y los brocateles, se puso en pie con expresión impaciente, al tiempo que decía:

-¿Qué hay?

-Pues hay -repuso el joven- que cuando le he dicho que lo más probable era que subiera a saludarla a usted, me ha prometido formalmente que vendría.

-¿Le ha insinuado usted que esperaba hoy al barón?

-Desde luego… Eso es lo que, al parecer, ha hecho que se decidiera.

Se referían a Mouret. El año anterior, éste había comenzado a sentir un repentino afecto por Bouthemont, hasta el punto de admitirlo como compañero de diversiones. Había llegado incluso a presentarlo en casa de Henriette, satisfecho de encontrar siempre allí a un devoto suyo que añadiese cierta animación a aquellos amores que ya empezaban a hastiarlo. Y, de esta forma, el encargado de la seda había acabado por convertirse en confidente de su jefe y de la linda viuda: les hacía los recados, charlaba con cada uno de ellos del otro y, a veces, terciaba en sus enfados. Henriette, cuando sufría ataques de celos, se mostraba con él de una intimidad que lo sorprendía y le causaba cierto embarazo, pues perdía ella su prudencia de mujer de mundo ducha en mantener las apariencias.

Exclamó ahora con tono airado:

-Tenía que haberlo traído con usted. Así habría tenido la seguridad de que venía.

-¡Qué le vamos a hacer! -dijo él con su campechana risa-. No tengo yo la culpa de que esta temporada esté tan escurridizo. Pero la verdad es que me aprecia. Sin él, tendría yo las cosas feas.

Ya que, en efecto, desde el último balance, no tenía seguridad alguna de conservar el puesto en El Paraíso de las Damas. Por mucho que había alegado que la estación había sido muy lluviosa, no le perdonaban las considerables remesas sobrantes de sedas de fantasía. Y, como Hutin sacaba partido a la circunstancia y le iba minando el terreno ante los jefes con creciente y solapado tesón, Bouthemont se daba perfecta cuenta de que el suelo se le iba abriendo bajo los pies. Mouret lo tenía condenado, pues ahora, probablemente, le resultaba fastidioso aquel testigo, que podía suponer una traba a la hora de romper, y se había cansado de un trato familiar del que no sacaba ya nada en limpio. Pero, fiel a su táctica habitual, colocaba a Bourdoncle en primera línea: eran Bourdoncle y los demás partícipes los que exigían, en todos los consejos, el despido. Y él se resistía, mientras tanto, o al menos eso decía, defendiendo a su amigo con gran brío, aun a riesgo de graves contrariedades.

-En fin, esperaremos -dijo la señora Desforges-. Ya sabe que esa muchacha estará aquí a las cinco… Quiero provocar un encuentro. Es menester que sepa lo que me ocultan.

Repasó aquel plan que tanto había meditado; repitió, febrilmente, que había rogado a la señora Aurélie que enviase a Denise para el arreglo de un abrigo que le sentaba mal. Cuando hubiera conseguido meter a la joven en su cuarto, no dejaría de dar con el medio de hacer entrar a Mouret. Y, luego, pasaría a la acción.

Bouthemont, sentado frente a ella, la miraba con sus hermosos ojos risueños, a los que intentaba infundir seriedad. Aquel individuo bienhumorado, de barba negra como el carbón, aquel juerguista bullanguero, a cuyo rostro asomaba la ardiente sangre gascona, estaba pensando que no podía decirse que las mujeres de mundo fueran buenas y que, cuando se atrevían a mostrar lo que llevaban dentro, dejaban al aire muchas miserias. Por descontado que las amantes de sus amigos, empleadas de comercio, no se permitían confidencias tan completas.

-Vamos a ver -se atrevió a decir, por fin-, ¿por qué anda tan pendiente de ese asunto? ¿No le he jurado ya que no hay nada en absoluto entre ellos?

-¡Precisamente por eso! -exclamó ella-. De ésta se ha enamorado.., Me importan un comino las demás, que son simples encuentros, azar de un día.

Citó desdeñosamente a Clara Le habían contado, desde luego, que Mouret, tras rechazarlo Denise, había vuelto a los brazos de aquella pelirroja alta y con cara de caballo, sin duda por deliberado cálculo, ya que la conservaba en el departamento y la colmaba de regalos para dejar patente la relación que mantenía con ella. Por lo demás, desde hacía casi tres meses, llevaba una vida de desaforados placeres, despilfarrando el dinero con una prodigalidad que daba que hablar. Le había comprado un palacete a una perdida que había conocido entre bastidores y se estaba dejando desplumar, a un tiempo, por dos o tres golfas, que parecían rivalizar en costosos y necios caprichos.

-La culpa la tiene esa mujer -repetía Henriette-. Sé que si se gasta una fortuna con otras, es porque ella lo ha rechazado. ¡Y, además, a mí qué me importa su dinero! Más me habría gustado que fuera pobre. Bien sabe usted, ahora que es amigo nuestro, cómo lo quiero.

Calló, al quebrársele la voz, a punto de dar rienda suelta a las lágrimas; y, con confiado ademán, tendió a Bouthemont ambas manos. Adoraba a Mouret, era muy cierto, porque era joven y triunfaba; nunca se había apoderado de ella tan por completo un hombre, haciendo vibrar a un tiempo su carne y su orgullo; pero, cuando pensaba que podía perderlo, oía también doblar las campanas que anunciaban cuarenta años, y se preguntaba, aterrada, cómo podría hallar un sustituto para aquel gran amor.

-¡Pero me vengaré! -murmuró- ¡Si se porta mal, me vengaré! Bouthemont seguía teniéndole cogidas las manos. Aún era hermosa. Pero sería una amante incómoda lo que le parecía muy poco conveniente. No obstante, valía la pena tomar el asunto en consideración. Quizá mereciera la pena arriesgarse a padecer algunas complicaciones.

-¿Por qué no se establece usted por su cuenta? -dijo ella de repente, al tiempo que se soltaba.

El se quedó atónito. Luego, respondió:

-Es que harían falta unos fondos considerables… El año pasado, anduve dándole vueltas. Estoy convencido de que en París puede haber clientela para un par de grandes almacenes más. Sólo que habría que escoger bien el barrio. La orilla izquierda es de El Económico, y el centro, de El Louvre; nosotros, con El Paraíso, acaparamos los barrios acomodados del oeste. Queda el norte, en donde se podría hacer la competencia a La Plaza de Clichy. Y yo había dado con un emplazamiento espléndido, cerca de la ópera.

-¿Y bien?

Él soltó una ruidosa carcajada:

-Figúrese que cometí la estupidez de hablarle de ello a mi padre… Sí, fui lo bastante ingenuo para pedirle que buscase accionistas en Toulouse.

Y le refirió jovialmente el enfado del buen hombre, rabiando contra los grandes bazares parisinos en su tiendecita de provincias. Bouthemont padre, que tenía atragantados los treinta mil francos que ganaba su hijo, le había respondido que prefería donar su dinero y el de sus amigos al hospicio antes que participar, aunque sólo fuera con un céntimo, en

uno de esos grandes almacenes que eran los prostíbulos del comercio.

-Y, además -concluyó el joven-, se necesitarían millones.

-¿Y si los encontrásemos? -dijo sencillamente la señora Desforges.

El se puso serio de pronto y la miró. ¿Era sólo una frase de mujer celosa? Pero ella, sin darle tiempo para que le preguntase nada, añadió:

-Bien está, ya sabe cuánto me intereso por usted… Volveremos a hablar de esto.

Había sonado el timbre en el recibidor y ella se levantó. Bouthemont, por su parte, apartó instintivamente la silla, como si hubiera entrado ya alguien y pudiera sorprenderlos. Reinó el silencio en el salón de risueñas tapicerías, tan bien surtido de plantas de interior que, entre las dos ventanas, parecía crecer un bosquecillo. La señora Desforges permanecía a la expectativa, atenta a lo que se oía tras la puerta.

-Es él -susurró.

El lacayo anunció:

-El señor Mouret; el señor De Vallagnosc.

Henriette no pudo reprimir un ademán airado. ¿Por qué venía acompañado? Debía de haber ido a buscar a su amigo por temor a un posible encuentro a solas. Luego, sonrió al tender la mano a ambos hombres.

-¡Qué poco se prodiga últimamente, señor Mouret! Y también va esto por usted, señor De Vallagnosc.

Desesperaba a Henriette darse cuenta de que iba engordando. Y se embutía en ceñidos vestidos de seda negra para disimular que estaba cada vez más metida en carnes. No obstante, el bonito rostro, que coronaba la negra cabellera, conservaba una grata delicadeza. Y Mouret pudo, pues, decirle, abarcándola con una mirada:

-No merece la pena preguntarle qué tal está… Tan rozagante como una rosa.

-Huy, demasiada buena salud tengo -repuso ella-. Aunque, si me hubiera muerto, usted ni se habría enterado.

También ella lo sometía a un examen. Y lo encontraba nervioso y cansado, con ojeras y la tez plomiza.

-Pues yo no pienso devolverle el halago -añadió, intentando que el tono fuera festivo-. Esta tarde no tiene usted muy buen aspecto que digamos.

El trabajo! -dijo Vallagnosc.

Mouret hizo un gesto impreciso y no respondió. Acababa de ver a Bouthemont y le estaba dirigiendo una amistosa inclinación de cabeza. En la época en que eran íntimos, iba a recogerlo en persona al departamento y se lo llevaba a casa de Henriette durante las horas de más trabajo de la tarde. Pero ya habían pasado aquellos tiempos; y le dijo a media voz.

-Muy pronto ha salido usted hoy… Sabrá que hay quien se ha fijado en que se iba; los tiene a todos muy enfadados.

Se refería a Bourdoncle y a los demás partícipes, como si él no fuera el amo.

-¿Ah, sí? -susurró Bouthemont, preocupado.

-Sí, tengo que hablar con usted… Espéreme y nos iremos juntos.

Entre tanto, Henriette se había vuelto a sentar; mientras escuchaba a Vallagnosc, que le estaba anunciando la probable visita de la señora De Boves, no apartaba los ojos de Mouret. Éste había vuelto a quedarse callado; miraba los muebles parecía estar inspeccionando el techo. Mas, al quejarse ella, bromeando, de que ya sólo viniesen hombres a su té de las cuatro, se le escapó, en un descuido:

-Creía que iba a estar aquí el barón Hartmann.

Henriette se puso pálida. Sabía, por cierto, que sólo había venido a su casa para coincidir allí con el barón; pero podría haber evitado el arrojarle así su indiferencia a la cara. Precisamente entonces se abrió la puerta y el lacayo se quedó de pie, tras ella. Cuando la señora Desforges le preguntó qué quería con un gesto de la cabeza, éste le dijo en voz muy baja, inclinándose:

-Es por el abrigo. La señora me dijo que la avisase… Está aquí la señorita.

Ella, entonces, alzó el tono de voz para que todo el mundo la oyera. Sus dolorosos celos hallaron desahogo en estas palabras, despectivamente secas:

-¡Que espere!

-¿La paso al tocador de la señora? -No, no, que se quede en el recibidor.

Y, tras irse el lacayo, siguió charlando tranquilamente con Vallagnosc. Mouret, absorto de nuevo en su cansancio, había atendido distraídamente, sin percatarse de lo que sucedía. Bouthemont, al que preocupaba la aventura, estaba pensativo. Pero la puerta volvió a abrirse casi en seguida, e introdujeron a dos señoras.

-Figúrense que estaba bajando del coche cuando vi que venía la señora De Boves por los soportales -dijo la señora Marty

-Sí -explicó ésta-; hace muy bueno. Y como el médico me dice siempre que ande…

Tras una ronda de apretones de manos, le preguntó a Henriette:

-¿Está usted buscando doncella nueva?

-No -respondió ella, asombrada-. ¿Por qué?

-Es que acabo de ver a una joven en el recibidor… Henriette la interrumpió entre risas:

-¿A que todas esas chicas del comercio tienen traza de criadas? Sí, es una dependiente que ha venido para retocarme un abrigo.

Mouret la miró fijamente, con una leve sospecha. Ella seguía hablando con forzada jovialidad y contaba que se había comprado un abrigo de confección en El Paraíso de las Damas la semana anterior.

-¡Anda! -dijo la señora Marty-. ¿Ya no la viste Sauveur?

-Claro que sí, querida. Pero quise hacer un experimento. Y, además, había quedado bastante satisfecha con una primera compra, un abrigo de viaje… Pero esta vez ha sido un fracaso. Huy, no me ando por las ramas, lo digo aunque esté delante el señor Mouret… Nunca podrán ustedes vestir a una dama a poco distinguida que sea.

En vez de romper una lanza en favor de su establecimiento, Mouret seguía mirando fijamente a Henriette, diciéndose en su fuero interno, para tranquilizarse, que no podía haberse atrevido a tanto. Y fue Bouthemont el que tuvo que salir en defensa de El Paraíso.

-Si todas las mujeres de buena sociedad que se visten en nuestra tienda lo fueran pregonando -replicó con tono alegre-, se quedaría usted muy asombrada al enterarse de con qué clientes contamos… Encárguenos una prenda a medida: no desmerecerá de las de Sauveur y le costará la mitad. Pero, claro está, siempre habrá a quien le parezca peor precisamente por ser más barata.

-¿Así que el abrigo de confección no le sienta bien? -siguió diciendo la señora De Boyes-. Ahora me suena la dependiente… Su recibidor está un poco oscuro.

-Sí -añadió la señora Marty-; me estaba preguntando dónde había visto antes esa cara… Pues atiéndala, amiga mía, por nosotras no se preocupe.

Henriette hizo un gesto de desdeñosa despreocupación.

-Tiempo habrá. No corre prisa.

Las señoras siguieron hablando de la ropa de los grandes almacenes. Luego, la señora De Boves sacó a colación a su marido, que, al parecer, acababa de irse de gira de inspección al depósito de sementales de Saint-Lô. Y, como por casualidad, Henriette comentó que la señora Guibal había tenido que salir la víspera hacia el Franco Condado para atender a una tía enferma. Por lo demás, tampoco esperaba esa tarde a la señora Bourdelais, que, todos los fines de mes, se encerraba con una costurera para pasar revista a la ropa blanca de su gente menuda. En tanto, a la señora Marty parecía tenerla soliviantada una sorda preocupación. El señor Marty estaba a punto de perder el puesto en el Liceo Bonaparte, pues el infeliz había estado impartiendo clases en centros de dudosa reputación, que traficaban con los títulos de bachiller; se dedicaba febrilmente a sacar dinero de donde fuera para hacer frente a los rabiosos despilfarros que asolaban su hogar. Y a su mujer, al verlo llorar una noche, temiendo que lo despidiesen, se le había ocurrido la idea de recurrir a su amiga Henriette para que intercediese ante un director del Ministerio de Instrucción Pública, conocido suyo. Henriette la tranquilizó, al fin, en pocas palabras. Por lo demás, el señor Marty iba a venir luego a enterarse de qué suerte iba a ser la suya y a dar las gracias.

-Parece usted indispuesto, señor Mouret -comentó la señora De Boves.

-¡El trabajo! -repitió Vallagnosc, con su flemática ironía.

Mouret se puso en pie en seguida, como un hombre que lamenta haber bajado la guardia. Ocupó su sitio de costumbre, entre las señoras, y recobró por completo su habitual encanto. Andaba preparando las novedades de invierno; dijo que había llegado una gran remesa de encajes. Y la señora De Boves le preguntó por el precio del punto de Alenzón. Quizá comprase unos cuantos metros. Había llegado al extremo de tener que ahorrar el franco y medio que costaba un coche, y volvía a casa descompuesta, tras haberse detenido ante tenderetes y escaparates. Envuelta en un abrigo que tenía ya dos años, soñaba que colocaba en sus hombros de reina cuantas telas caras veía; y, al despertar y verse con aquellas ropas remozadas, sin esperanza alguna de poder satisfacer nunca su pasión, sentía como si le arrancasen aquellas telas de la piel a tirones.

-El señor barón Hartmann -anunció el lacayo.

Henriette se lijó en el gozoso apretón de manos con que recibía Mouret al recién llegado. Este saludó a las señoras y miró al joven con la expresión sutil que iluminaba a ratos su tosco rostro de alsaciano.

-Seguimos a vueltas con los trapos -susurró, sonriente.

Luego, como persona de la casa, se permitió añadir:

-¿Quién es esa jovencita tan encantadora que he visto en el recibidor?

-¡Bah! ¡Nadie! -respondió la señora Desforges con su acento más cruel-. Una dependiente que está esperando.

Pero la puerta había quedado entreabierta, pues el lacayo estaba sirviendo el té. Salía, volvía a entrar, colocaba en el velador el juego de porcelana china, luego, unas fuentes con emparedados y pastas. En el amplio salón, una luz radiante, que suavizaban las plantas, encendía los cobres, inundaba de tierno júbilo la seda de los muebles; y, cada vez que se abría la puerta, se vislumbraba una esquina oscura del recibidor, que sólo iluminaban unos cristales esmerilados. Allí, en la sombra, se perfilaba una silueta inmóvil y paciente. Denise permanecía de pie; cierto era que había allí un asiento corrido tapizado de cuero. Pero un sentimiento de orgullo la apartaba de él. Era consciente del feo que le hacían. Llevaba allí media hora, sin hacer un gesto, sin decir una palabra. Las señoras y el barón se habían quedado mirándola al pasar; ahora, llegaban hasta ella las voces del salón, en ráfagas ligeras; la indiferencia de todo aquel confortable lujo era como una bofetada. Y seguía sin moverse. De pronto, por la rendija de la puerta, reconoció a Mouret. El acababa, al fin, de intuirla.

-¿Es una de sus empleadas? -le preguntó el barón.

Mouret había conseguido disimular cuán turbado se hallaba. Sólo la voz le tembló de emoción.

-Lo más probable; pero no sé de quién se trata.

-Es la rubita de confección -se apresuró a contestar la señora Marty-; la segunda encargada, me parece.

Ahora era Henriette la que lo miraba.

-¡Ah! -dijo él, sin más.

E intentó orientar la conversación hacia los festejos que se estaban organizado en honor del rey de Prusia, que había llegado la víspera a París. Pero el barón, malicioso, volvió a sacar el tema de las dependientes de los grandes almacenes. Fingía que quería informarse y hacía preguntas: ¿de dónde solían proceder? ¿Eran tan desvergonzadas como se decía? Y se entabló una animada charla.

-¿De verdad opina usted que son muchachas decentes? -repetía el barón

Mouret las defendía, proclamando que eran jóvenes virtuosas, con una convicción que despertaba la hilaridad de Vallagnosc. Entonces intervino Bouthemont, para sacar del apuro a su jefe. El caso es que había de todo: viciosas y buenas chicas. Y, además, iban teniendo cada vez mejores costumbres. Al principio, nada más se presentaban para esos puestos las desclasadas del comercio; sólo las muchachas débiles y pobres iban a dar a los establecimientos de novedades. Mientras que ahora, por ejemplo, era un hecho que las familias de la calle de Sévres criaban a sus hijas, desde pequeñas, para colocarlas en El Económico. En resumidas cuentas, si querían ser decentes, podían serlo, pues se Hallaban libres de la carga de tener que buscarse alojamiento y manutención, como les sucedía a las operarias humildes de París. Estaban mantenidas y alojadas; tenían la vida asegurada; una vida muy dura, eso sí. Lo peor era su situación intermedia, poco clara, entre la tendera y la señora. Arrojadas de esta forma a un mundo de lujos, sin poseer las más de las veces, la instrucción más elemental, formaban una clase aparte, que aún no sabía nombrar nadie. De ahí nacían sus miserias y sus vicios.

-Pues yo no he visto nunca criaturas más desagradables -dijo la señora De Boves-. A veces entran ganas de abofetearlas.

Y las señoras no ocultaron ya su rencor. Ante los mostradores, había enfrentamientos sangrantes; las mujeres se devoraban entre sí en cruentas luchas por el dinero y la belleza. Las dependientes sentían una hosca envidia hacia las clientes bien vestidas, aquellas señoras cuyo aspecto y comportamiento se esforzaban en remedar; y más agria aún era la envidia de las clientes modestas, de las pequeñas burguesas, ante las dependientes, aquellas muchachas vestidas de seda, de las que, sólo por una compra de cincuenta céntimos, pretendían obtener una humildad de sirvientas.

-Para qué seguir -zanjó Henriette-. Son todas unas desdichadas, tan en venta como lo que despachan.

Mouret tuvo fuerzas para sonreír. El barón lo miraba atentamente, admirando su elegante forma de contenerse. Desvió, por tanto, la conversación, llevándola de nuevo a los festejos en honor del rey de Prusia Iban a ser espléndidos, todo el comercio parisino pensaba beneficiarse con ellos. Henriette callaba Y parecía pensativa, dividida entre el deseo de seguir dejando a Denise olvidada en el recibidor y el miedo a que Mouret, que ya estaba al tanto, decidiera marcharse. Acabó, pues, por levantarse del sillón.

-Con su permiso…

-¡Faltaría más, querida! -dijo la señora Marty-. Ande, ande, que yo haré los honores.

Se levantó, cogió la tetera y llenó las tazas. Henriette se había vuelto hacia el barón Hartmann.

-¿No se irá usted en seguida?

-No, tengo que hablar con el señor Mouret. Vamos a invadirle a usted el saloncito.

Salió ella entonces; y el vestido de seda negra rozó la puerta como una culebra que se escurriese entre la maleza.

Acto seguido, el barón se las ingenió para llevarse a Mouret, dejando a las señoras a cargo de Bouthemont y Vallagnosc. Se pusieron, luego, a charlar, bajando la voz, ante la ventana del salón contiguo. Tenían entre manos un asunto completamente nuevo. Hacía mucho que Mouret acariciaba el sueño de realizar su antiguo proyecto: que El Paraíso de las Damas ocupase la manzana entera, desde la calle de Monsigny a la calle de la Michodiére, y desde la calle Neuve-Saint-Augustin hasta la calle de Le-Dix-Décembre. Quedaba todavía, en esta última arteria, un ancha franja de terreno que aún no le pertenecía. Y ello bastaba para amargarle el triunfo. Lo atormentaba el deseo de rematar la conquista, de edificar en ella, a modo de apoteosis, una fachada monumental. Mientras la entrada principal se hallase en la calle Neuve-Saint-Augustin, una calle renegrida del París antiguo, su obra estaría tullida y carecería de lógica.

Quería, para exhibirla ante el nuevo París, que se hallase de cara a una de esas avenidas jóvenes por las que pasaba, a pleno sol, el barullo de finales de siglo. Ya se la imaginaba, dominándolo todo, imponiéndose como el gigantesco palacio del comerció, cubriendo la ciudad con una sombra mayor que la del viejo palacio del Louvre Pero, hasta la fecha, se había topado con la obstinación del Banco de Crédito Inmobiliario, que se aferraba a su primitiva idea de competir, en aquel terreno de primera línea, con el Gran Hotel. Los planos estaban concluidos; y, para excavar los cimientos, sólo se esperaba ya a que la calle de Le-Dix-Décembre quedase expedita. En un último esfuerzo, Mouret había conseguido, al fin, convencer casi por completo al barón Hartmann.

-¡Bueno! -empezó a decir éste-. Hubo ayer una reunión del Consejo y he venido, pensando que lo encontraría aquí y deseoso de tenerlo informado. No hay forma de que cedan.

Al joven se le escapó un gesto nervioso.

-Qué insensatez… Pero ¿qué alegan?

-Hombre, pues lo mismo que le he dicho yo, lo mismo que sigo opinando hasta cierto punto… La fachada que usted quiere no es más que un adorno; las nuevas construcciones sólo incrementan en un diez por ciento la superficie de los almacenes; y es mucho dinero para una simple propaganda.

Al oír esto, Mouret estalló:

-¡Conque propaganda! ¡Propaganda! Pues será una propaganda de piedra que vivirá más que todos nosotros. Comprenda que supone duplicar el rendimiento del negocio. En dos años, recuperamos el dinero. ¡Qué más da que se desperdicie terreno, como usted dice, si ese terreno nos aporta un interés enorme! Ya verá qué gentío, cuando nuestra clientela no se quede atascada en la calle Neuve-Saint-Augustin y le demos la facilidad de acudir libremente por una arteria ancha, en la que puedan rodar de frente con holgura seis carruajes.

-No me cabe duda -respondió el barón, riendo-. Pero le repito que usted, en lo suyo, es un poeta. Y los señores del Consejo estiman que sería peligroso que su negocio siguiera creciendo. Quieren tener la prudencia que usted no tiene.

-¿Cómo que prudencia? Ya no entiendo nada… ¿Acaso no están ahí los números? ¿Y acaso no demuestran que nuestras ventas progresan constantemente? Al principio, con un capital de quinientos mil francos conseguía un volumen de negocio de dos millones. El capital circulaba cuatro veces. Luego, fue de cuatro millones, circuló diez veces y produjo cuarenta millones. Y, ahora, tras varios incrementos sucesivos, acabo de comprobar, tras el último balance, que hemos alcanzado una recaudación total de ochenta millones. Y eso que el capital no ha crecido casi, pues nada más es de seis millones, lo cual quiere decir que ha circulado por nuestros mostradores en forma de mercancías más de doce veces.

Subía el tono de voz v contaba los millones como si cascase avellanas, golpeando con los dedos de la manó derecha en la palma de la mano izquierda. El barón lo inte rrumpió:

-Lo sé, lo sé… Pero no esperará usted seguir progresando siempre así.

-¿Y por qué no? -dijo Mouret candorosamente No hay razón para que ese crecimiento se detenga. Hace ya mucho que vengo augurando que el capital puede circular quince veces. E, incluso, en algunos departamentos lo hará veinticinco o treinta… Y más adelante… bueno, pues más adelante ya se nos ocurrirá algo para que circule aún más.

-¿Y entonces se beberá usted todo el dinero de París como quien se bebe un vaso de agua?

-Por descontado. ¿Es que acaso no pertenece París a las mujeres; y las mujeres, a nosotros?

El barón le puso ambas manos en los hombros y lo miró con expresión paternal.

-¿Sabe que es usted un muchacho encantador y que me agrada muchísimo? No hay quien se le resista. Vamos a profundizar en serio en esa idea y tengo la esperanza de conseguir que se avengan a razones. Hasta ahora, sólo nos ha dado usted motivos de satisfacción. Los dividendos son el pasmo de la Bolsa. Debe de estar usted en lo cierto: es preferible meter más dinero en su invento que arriesgarse a esa competencia con el Gran Hotel, que es un tanto arriesgada.

Mouret se calmó y dio las gracias al barón, pero no puso en este agradecimiento el impulsivo entusiasmo de costumbre. Y éste se fijó en que volvía las miradas hacia la puerta de la estancia colindante, presa de nuevo de la sorda inquietud que se esforzaba en no demostrar. En éstas, se acercó Vallagnosc, que se había dado cuenta de que ya no estaban hablando de negocios. Se quedó de pie, a su lado, y oyó que el barón susurraba, con su expresión pícara de viejo vividor:

-Oiga, me parece que se están vengando.

-¿Quiénes? -preguntó Mouret, azarado.

-Pues las mujeres… Se están cansando de pertenecerle y, en justa correspondencia, ahora es usted el que les pertenece, querido amigo.

Y bromeó acerca de los sonados amores del joven, de los que estaba enterado; le divertía que hubiera comprado un palacete a una actriz de poca monta y dudosa reputación, que dilapidase enormes sumas con mujerzuelas que había conocido en los reservados de los restaurantes, como si con todo aquello quedasen disculpadas las locuras que había cometido él antaño. Se regocijaba como un entendido ya veterano.

-Le aseguro que no sé de qué me habla -repetía Mouret.

-Lo sabe usted muy bien. Las mujeres tienen siempre, a la postre, la última palabra… No, si ya me decía yo: no puede ser; son faroles; es imposible que sea tan hábil. ¡Y al fin ha caído! Usted le saca el jugo a la mujer, la explota como un filón de hulla; ¡y todo para que acabe ella por explotarlo a usted y lo someta por completo…! ¡Ándese con ojo, porque le sacará más sangre y más dinero de los que usted le ha chupado a ella!

Cada vez se reía con más ganas. Y Vallagnosc, a su lado, sonreía con sorna, sin decir palabra.

-Pues el caso es que no queda más remedio que probarlo todo -reconoció, al fin, Mouret, fingiendo que él también se hallaba de talante alegre-. El dinero es tan soso cuando no se gasta.„

-En eso le doy la razón -respondió el barón-. Páselo bien, amigo mío. No seré yo quien le venga con razones morales ni se preocupe por los elevados intereses que fiemos puesto en sus manos. Los jóvenes deben correrla; así tienen luego la cabeza más despejada. Y, además, a un hombre capaz de rehacer su fortuna no le puede desagradar arruinarse… Pero, si bien es cierto que el dinero no tiene importancia, existen padecimientos que…

Se interrumpió y se le entristeció la risa. Por su irónico escepticismo cruzaban penas antiguas. Había ido siguiendo el duelo entre Henriette y Mouret como un curioso al que las batallas del corazón ajenas apasionaban todavía. Y se daba cuenta claramente de que había llegado el momento de la crisis. Intuía el drama y estaba al tanto de la historia de aquella Denise a la que había visto en el recibidor.

-Bah, no soy yo un especialista en sufrimientos -dijo Mouret, con acento desafiante-. Bastante hago con soltar el dinero.

El barón se quedó mirándolo unos instantes, en silencio. No quiso insistir y añadió, despacio:

-No quiera aparentar que es peor de lo que es en realidad. Algo más que el dinero se dejará usted en esto. Sí, amigo mío, se dejará jirones de carne.

Se interrumpió para preguntar, volviendo al tono guasón:

-¿Verdad que son cosas que suelen pasar, señor De Vallagnosc?

-Eso dicen, señor barón -se limitó a responder éste.

Y en ese instante preciso se abrió la puerta de la habitación. Mouret, que iba a responder, se sobresaltó levemente. Los tres hombres se volvieron. Era la señora Desforges, muy risueña, que asomaba nada más la cabeza para llamar con voz apremian te:

-¡Señor Mouret! ¡Señor Mouret!

Luego, al ver a los otros, dijo:

-Señores, ¿me permiten que les robe por unos minutos al señor Mouret? Ya que me ha vendido un abrigo espantoso, lo menos que puede hacer es aportarme sus luces. Esa muchacha es una boba y no se le ocurre ni una sola idea… ¡Vamos! ¡Lo estoy esperando!

Mouret titubeaba, entre la espada y la pared, retrocediendo ante la escena que presentía. Pero no le quedó más remedio que obedecer. El barón le estaba diciendo con su aire entre paternal y burlón:

-Vaya con la señora, querido amigo, vaya, que lo necesita.

Y entonces Mouret salió tras la señora Desforges. Al cerrarse la puerta, le pareció oír la risa sarcástica de Vallagnosc, que ahogaban los cortinajes. Desde que Henriette había salido del salón, desde que sabía que Denise estaba, en algún lugar apartado de la vivienda, en manos de una mujer celosa, se había ido apoderando de él una creciente ansiedad, un atormentado nerviosismo que lo forzaba a permanecer oído avizor, como si lo sobresaltase un lejano rumor de llanto. ¿Qué se le estaría ocurriendo a aquella mujer para atormentar a Denise? Y todo su amor, un amor que lo sorprendía aún, volaba hacia la joven como para servirle de apoyo y consuelo. Nunca había amado así, consciente del poderoso encanto que se encerraba en el sufrimiento. Sus amoríos de hombre atareado, e incluso la propia Henriette, tan exquisita, tan linda, cuya posesión halagaba su amor propio, no eran sino un grato pasatiempo y, en ocasiones, un cálculo, de los que solo pretendía obtener una provechosa satisfacción. Salía tan tranquilo de casa de sus amantes y se iba a la suya, a meterse en la cama, disfrutando de su libertad de hombre soltero, sin echar nada en falta, con el corazón libre de preocupaciones. Mientras que ahora, palpitaba en él la angustia, su vida no le pertenecía y, en su cama, tan ancha y solitaria, no hallaba ya olvido en el sueño. Denise lo tenía continuamente poseído. Incluso ahora, sólo le importaba ella; y mientras seguía a la otra mujer, temiéndose alguna engorrosa escena, pensaba que más valía que estuviera presente para proteger a la joven.

Cruzaron, primero, el dormitorio, silencioso y vacío. Luego, la señora Desforges empujó una puerta y entró en el tocador. Mouret la siguió. Era un habitación bastante amplia, tapizada de seda roja, que amueblaban un lavabo con mesa de mármol y un armario de tres cuerpos con grandes lunas. Estaba ya oscura, porque la ventana daba al patio, y habían encendido dos lámparas de gas, que tendían los finos brazos niquelados a derecha e izquierda del armario.

-Veamos si es posible que ahora vayan mejor las cosas -dijo Henriette.

Al entrar, Mouret había visto, entre el brillante resplandor, a Denise, muy erguida. Estaba palidísima; iba modestamente vestida con una chaqueta entallada de casimir y tocada con un sombrero negro. Tenía, echado al brazo, el abrigo que Henriette había comprado en El Paraíso. Al ver al joven, le temblaron un poco las manos.

-Quiero saber la opinión del señor -siguió diciendo Henriette-. Ayúdeme, señorita.

Denise se acercó y tuvo que volver a ponerle el abrigo.

Durante la primera prueba, había prendido con alfileres los hombros, pues a Henriette le sentaba mal la espalda. Esta se contemplaba, dando vueltas ante el armario.

-¿Se puede admitir esto? Dígamelo sinceramente.

-Tiene usted razón, señora. Este abrigo está mal cortado -dijo Mouret, para zanjar la cuestión-. Hay una solución muy sencilla: la señorita va a tomarle medidas y le haremos otro.

-No, yo quiero éste. Lo necesito ahora mismo -respondió Henriette con vivacidad-. Lo único que pasa es que, por delante, me aprieta el pecho y, en cambio, por detrás, me hace una bolsa entre los hombros.

Añadió luego, con su tono más seco:

-No se va a solucionar el problema porque se me quede usted mirando, señorita. Piense, dé con una solución. Para eso está usted.

Denise, sin despegar los labios, siguió poniendo alfileres. Tardó mucho; tenía que pasar de un hombro a otro, e, incluso, en una ocasión, tuvo que agacharse, que arrodillarse casi, para tirar del abrigo por delante; la señora Desforges, de pie, la dominaba y se dejaba atender con la expresión dura de un ama difícil de contentar. Disfrutaba al rebajar a la joven a aquella tarea de sirvienta y le daba breves órdenes, al tiempo que acechaba en el espejo las más imperceptibles contracciones nerviosas del rostro de Mouret.

-Póngame un alfiler ahí. No, ahí no, aquí, cerca de la manga. ¿Es que no entiende lo que le digo? No, no hemos hecho nada, otra vez se ahueca la espalda… Y tenga cuidado, que me está pinchando.

Mouret intentó en vano intervenir en dos ocasiones más, para terminar con la escena. Al ver cómo humillaban su amor, el corazón le brincaba en el pecho. Y quería a Denise más y más, con emocionada ternura, al ver con cuánta dignidad callaba. Cierto era que a la joven le seguían temblando un poco las manos, al ver cómo la trataban en su presencia; pero aceptaba las imposiciones del oficio con la orgullosa resignación de una muchacha valiente. Cuando la señora Desforges comprendió que ninguno de los dos se traicionaría, decidió cambiar de táctica; se le ocurrió sonreírle a Mouret, alardear de que era su amante. Como se habían acabado los alfileres, le dijo:

-A ver, querido Octave, busque en la caja de marfil de encima del tocador… ¿Que está vacía? ¿En serio?… Pues tenga la bondad de ir a mirar en la repisa de la chimenea del dormitorio. Ya sabe dónde le digo, en la esquina del espejo.

Y daba a entender que el joven estaba en su casa; le hablaba como a un hombre que ha dormido en ese cuarto, que sabe dónde encontrar los peines y los cepillos. Cuando él le trajo un puñado de alfileres, los fue tomando de uno en uno para obligarlo a quedarse de pie a su lado, para mirarlo y poder hablarle en voz baja:

-No irá a decirme que soy cargada de hombros… A ver, ponga aquí la mano, pásemela por la espalda, para mayor seguridad… ¿La tengo contrahecha?

Denise había alzado los ojos poco a poco, cada vez más palida, y había seguido prendiendo alfileres en silencio. Mouret sólo veía la abundante cabellera rubia, sujeta sobre la frágil nuca; pero, al fijarse en el temblor que la estremecía, creía estar contemplando la turbación y la vergüenza del rostro. Ahora lo rechazaría, le diría que volviera con esa mujer que ni siquiera ante extraños ocultaba sus relaciones. Y sentía brutales impulsos en las muñecas; le habría gustado golpear a Henriette. ¿Cómo hacerla callar? ¿Cómo decirle a Denise que la adoraba, que ahora sólo existía ella, que le sacrificaba todos sus antiguos amoríos de un día? Una mujerzuela no habría caído en las equívocas confianzas de aquella burguesa. Retiró la mano y repitió:

-Hace usted mal en obstinarse, señora; si ya le estoy diciendo yo que el abrigo está mal cortado.

Una de las luces de gas silbaba y, en el ambiente ahogado y húmedo de la habitación, sólo se oía ya ese ardiente soplo. Las lunas del armario proyectaban anchas franjas de brillante claridad, en las que danzaban las sombras de ambas mujeres sobre el telón de fondo de los cortinajes de seda roja. De un frasco de verbena, que se había quedado destapado por olvido, brotaba un tenue y remoto aroma de ramo marchito.

-No puedo hacer nada más, señora -dijo, al fin, Denise, incorporándose.

Se sentía exhausta. Se había pinchado dos veces las manos con los alfileres, como si algo la cegase, con la vista turbia. ¿Tenía Mouret arte y parte en el complot? ¿La había hecho venir para vengarse de su rechazo, mostrándole que había otras mujeres que lo amaban? Ese pensamiento la helaba; no recordaba que en ninguna otra ocasión, durante aquellas terribles horas de su existencia en que había carecido de pan, hubiera necesitado tanto valor como ahora. Que la humillasen así no tenía gran importancia. ¡Pero verlo casi en brazos de otra mujer, como si ella no estuviera presente…!

Henriette se contemplaba en el espejo. Y volvió a estallar en duras palabras:

-¿Se está riendo de mí, señorita? Me queda peor que antes… Mire cómo me aprieta el pecho. Parezco un ama de cría.

Entonces, Denise, al límite de su resistencia, cometió una torpeza:

-La señora es algo corpulenta… Lo que no está en nuestra mano es que la señora sea menos corpulenta.

-¡Corpulenta! ¡Corpulenta! -repitió Henriette, palideciendo a su vez-. Y ahora se pone usted insolente, señorita… ¡Pues sí que es usted la más indicada para juzgar a las demás!

Ambas se miraban de frente, cara a cara, vibrantes. Ya no había ni señora ni dependiente. No eran ya sino dos mujeres, como si la rivalidad las igualase. Una se había quitado con violencia el abrigo y lo había arrojado encima de una silla; la otra, en tanto, tiraba encima del tocador los escasos alfileres que tenía aún en la mano.

-Lo que me tiene asombrada -siguió diciendo Henriette- es que el señor Mouret tolere semejante insolencia… Yo creía, caballero, que era usted más exigente con su personal.

Denise había recuperado su sereno coraje. Y contestó, sin alzar la voz:

-Si el señor Mouret no me despide es porque no tiene nada que reprocharme… Si me lo ordena, estoy dispuesta a presentar mis disculpas a la señora.

Mouret escuchaba, sobrecogido ante aquel enfrentamiento, y no encontraba la frase precisa para darlo por concluido. Lo horrorizaban los ajustes de cuentas entre mujeres, cuya saña resultaba hiriente para su continua necesidad de armoniosa gracia. Henriette pretendía arrancarle una palabra de condena hacia la joven. Y, al ver que permanecía mudo, dividido entre ambas aún, lo fustigó con un último insulto:

-Bien está, señor mío; por lo visto, no me queda más remedio que soportar en mi propia casa las insolencias de sus amantes… Una mujer que habrá usted recogido de cualquier arroyo…

Dos gruesas lágrimas asomaron a los ojos de Denise. Llevaba mucho conteniéndolas, pero, ante el insulto, la invadía un desfallecimiento de todo el ser. No vaciló más Mouret, al verla llorar de aquella forma, sin responder con alguna frase violenta, tan muda y desalentadamente digna; una inmensa ternura arrastraba su corazón hacia ella. Le tomó las manos, al tiempo que balbucía:

-Váyase en seguida, pequeña; olvídese de esta casa.

Henriette, estupefacta, lo miraba, ahogándose de indignación.

-Espere -añadió Mouret, doblando personalmente el abrigo-; llévese esta prenda. Ya se comprará la señora un abrigo en otra parte. Y no llore más, se lo ruego. Bien sabe en cuánta estima la tengo a usted.

La acompañó hasta la puerta, que cerró luego Denise no había pronunciado ni una palabra; sólo le había subido a las mejillas una llamarada de color de rosa, mientras le humedecían los ojos nuevas lágrimas, deliciosamente dulces.

Henriette, tras quedarse sin respiración, había sacado el pañuelo y se lo estrujaba contra los labios. Todos los planes le habían salido al revés y se veía atrapada en su propia trampa. Sentía el desconsuelo de haber llevado las cosas demasiado lejos y el tormento de los celos. ¡Que la abandonasen por una mujerzuela como ésa! ¡Verse desdeñada en su presencia! Padecía más en ella el orgullo que el amor.

-¿De modo que es de una mujer así de quien está usted enamorado? -dijo, con esfuerzo, cuando se quedaron solos.

Mouret tardó en responder; caminaba de la ventana a la puerta, probando a dominar su violenta emoción. Se detuvo al fin y, con tono cortés y voz que intentaba tornar fría, dijo sin más:

-Eso es, señora.

La luz de gas seguía silbando en el recoleto aire del tocador. Ahora que ningún baile de sombras cruzaba ya las lunas, reflejándose en ellas, era como si la habitación estuviese desnuda y sumida en una agobiante tristeza. Henriette se desplomó entonces, con abandono, en una silla, retorciendo el pañuelo con dedos febriles y repitiendo entre sollozos:

-¡Dios mío! ¡Qué desgraciada soy!

Mouret la estuvo mirando unos segundos, sin moverse. Luego se fue, sin mostrar emoción alguna. Henriette se había quedado sola y lloraba en medio del silencio, ante los alfileres desparramados por el tocador y caídos sobre el entarimado.

Cuando Mouret entró en el saloncito, sólo encontró en él a Vallagnosc. El barón había ido a reunirse con las señoras. Como estaba conmocionado aún, fue a sentarse en un sofá, al fondo de la estancia. Su amigo, al verlo tan alterado, se le acercó, caritativamente, para ocultarlo, interponiéndose entre él y los ojos curiosos. Se miraron, primero, sin cruzar ni una palabra. Luego, Vallagnosc, que parecía sentir un regocijo interno ante la turbación de su amigo, acabó por preguntarle con su usual tono guasón:

-¿Qué? ¿Te diviertes?

Mouret, en apariencia, no entendió al pronto a qué se refería. Pero, al acordarse de sus antiguas charlas acerca del estúpido vacío y el inútil tormento de la existencia, respondió:

-Desde luego. Nunca he vivido con tanta intensidad… Mira, querido, no te burles. Cuando está uno muriéndose de dolor es cuando se le hacen más cortas las horas.

Bajó la voz y siguió hablando jovialmente, pese a que aún no se le habían secado del todo las lágrimas.

-Estás al tanto de todo, ¿verdad? Pues sí, acaban de desgarrarme el corazón entre las dos. Pero también las heridas que ellas nos hacen sientan bien, ¿sabes?, casi tan bien como las caricias… Estoy rendido, no puedo más. Pero ¡qué más da! No te puedes hacer idea de cuánto me gusta la vida… ¡Y esta chiquilla que no quiere ser mía, acabará por serlo!

Vallagnosc dijo, sencillamente:

-¿Y después?

-¿Después?… ¡Anda! ¡pues que la tendré! ¿Es que no basta? Si te crees que eres fuerte porque te niegas a portarte como un tonto y a sufrir… Lo que haces es engañarte. ¡Ni más ni menos! ¿Por qué no pruebas a desear a una mujer y a conseguirla al fin? Es algo que, en un instante, compensa de todos los malos ratos.

Pero Vallagnosc exageraba su pesimismo. ¿Para qué trabajar tanto, si con el dinero no se conseguía todo? El, en su lugar, estaba seguro de que habría echado el cierre el día en que se hubiera dado cuenta de que los millones no valían siquiera para comprar a la mujer deseada, y se habría quedado tumbado mirando al techo, sin mover ya ni un dedo. Mouret se iba poniendo serio mientras lo escuchaba. Luego, rompió a hablar con vehemencia. El estaba convencido de que su voluntad lo podía todo.

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