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El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 12)



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Denise, por lo demás, no se conformaba con curar las llagas abiertas que ella había padecido; algunas delicadas ocurrencias femeninas que le insinuó a Mouret fueron muy del agrado de la clientela. Hizo también dichoso a Lhomme al prestar su apoyo a un proyecto que éste albergaba desde hacía mucho, el de crear una orquesta en la que sólo participasen miembros del personal. Tres meses después, Lhomme tenía bajo su dirección a ciento veinte músicos y se había cumplido el sueño de su vida. Para presentar a la clientela y al mundo entero la música de El Paraíso, dieron en las almacenes una gran fiesta, con concierto y baile. El acontecimiento salió en los periódicos; y el propio Bourdoncle, al que alteraban tremendamente aquellas novedades, tuvo que admitir que constituían una enorme propaganda. Instalaron luego una sala de juego para los dependientes: dos billares, y mesas de chaquete y de ajedrez. Se organizaron clases nocturnas dentro de la casa: de inglés y de alemán; de gramática; de aritmética; de geografía. Llegó incluso a haber clases de equitación y de esgrima. Se creó una biblioteca: diez mil volúmenes a disposición de los empleados. Y también hubo un médico permanente, que pasaba consulta gratis; baños; bufés; un salón de peluquería. Cuanto era necesario para la vida cotidiana se encontraba allí; no hacía falta salir a la calle para tener de todo: estudios, manutención, alojamiento, ropa. El Paraíso de las Damas se autoabastecía en ocios y necesidades, en el meollo del aquel París grande y bullicioso, de aquella ciudad del trabajo que brotaba con tal pujanza del estiércol de las calles viejas, abiertas por fin a la luz del sol.

Las opiniones se pusieron entonces a favor de Denise. Como Bourdoncle, vencido, repetía a sus íntimos, con tono de desesperación, que habría dado cualquier cosa por meterla en persona en la cama de Mouret, quedó establecido que no había cedido y que su onmipotencia le venía de ese rechazo. Desde ese mismo instante, se hizo popular. Todos estaban al tanto de las gratas mejoras que le debían y la admiraban por su fuerza de voluntad. ¡Había una, por lo menos, que tenía un pie en la yugular del jefe, que los vengaba a todos y sabía sacarle algo más que promesas! ¡Al fin había llegado la que conseguía que respetasen un poco a los pobres diablos! Cuando pasaba por las secciones, con aquel rostro frágil y tozudo, aquella expresión tierna e invencible, los dependientes le sonreían, estaban orgullosos de ella, con gusto la habrían señalado con el dedo para que la gente la conociese. Denise, dichosa, se dejaba arrastrar por el flujo de aquella creciente simpatía. ¡Dios mío!. ¿Sería posible? Se veía a sí misma cuando entró en la casa, con su mísero vestido, asustada, perdida entre los engranajes de la terrible máquina; durante mucho tiempo, había experimentado la sensación de no ser nada, apenas un grano de mijo entre las piedras de amolar que trituraban todo un universo; y, ahora, era el alma de aquel universo; sólo ella importaba; podía, con una sola palabra, acelerar o frenar al coloso, rendido ante sus pies menudos. Y, no obstante, ella no había aspirado a nada; se había limitado a llegar, sin cálculo alguno, con el único encanto de la dulzura. Su poder soberano le inspiraba a veces una inquieta sorpresa. ¿A santo de qué la obedecían todos? No era bonita; no perjudicaba a nadie. Luego, sonreía, con el corazón apaciguado, pues no había en ella sino bondad y sensatez, un amor por la verdad y la lógica, que era toda su fuerza.

Una de las grandes alegrías que deparó a Denise su privilegiada posición fue la de poder serle útil a Pauline. Esta estaba encinta y no le llegaba la camisa al cuerpo, pues, en los últimos quince días, habían despedido a dos empleadas en el séptimo mes de embarazo. La dirección no toleraba accidentes de esa categoría; la maternidad quedaba suprimida por indecente y engorrosa. Se toleraba, si no quedaba más remedio, el matrimonio, pero los hijos estaban prohibidos. Era cierto que el marido de Pauline trabajaba en la casa, pero, pese a ello, ésta no estaba tranquila: no por ello se hallaba en condiciones de mostrarse al público en su departamento. Y, con la intención de demorar un probable despido, se oprimía hasta la asfixia, resuelta a disimular su estado mientras fuera posible. Una de las dos dependientes despedidas acababa precisamente de dar a luz un niño muerto por haber impuesto tan duro trato a su cintura, y se temía por su vida. En tanto, Bourdoncle se fijaba en el rostro de Pauline, cada vez más plomizo; y le parecía que caminaba con penosa rigidez. Estaba una mañana cerca de ella, en las canastillas, cuando un mozo, al alzar un paquete, le dio un golpe tal que la joven se llevó las manos al vientre y lanzó un grito. Se la llevaron de allí en el acto, la hicieron confesar y se trató en el consejo la cuestión de si sería conveniente despedirla, so pretexto de, que le hacía mucha falta el saludable aire del campo: la historia del golpe correría de boca en boca, causando una desastrosa impresión entre el público en el supuesto de que Pauline llegase a abortar, como ya había sucedido el año anterior en la sección de ropa de recién nacido. Mouret, que no asistió al consejo, no pudo opinar hasta la tarde. Pero Denise ya había tenido tiempo de intervenir; y le cerró la boca a Bourdoncle alegando los propios intereses de la casa. ¿Es que acaso pretendían indignar a las madres, molestar a las jóvenes clientes recién paridas? Se adoptó, pomposamente, la decisión de que toda dependiente casada que quedase encinta pasaría a manos de una comadrona especial en cuanto su presencia en el departamento resultase ofensiva para el decoro.

A la mañana siguiente, cuando Denise subió a la enfermería a visitar a Pauline, que había tenido que meterse en cama tras el golpe, ésta la besó con vehemencia en ambas mejillas.

-¡Qué buena eres! Si no llega a ser por ti, me ponen en la calle… Y no te preocupes, que el médico dice que no será nada.

Baugé, que se había escapado de su departamento, también estaba presente, al otro lado de la cama. También balbucía palabras de agradecimiento, turbado ante Denise, a la que trataba ahora como a alguien de clase superior y que ha triunfado. ¡Ay, como volviera él a oír que aludían a ella con cualquier comentario soez, bien que les cerraría el pico a los envidiosos! Pero Pauline lo despachó, encogiéndose cariñosamente de hombros.

-¡Queridito, sólo dices bobadas! ¡Anda, déjanos charlar!

La enfermería era una estancia larga y clara en la que se alineaban doce camas de cortinas blancas. Atendían allí a los dependientes que vivían en los almacenes, cuando éstos no manifestaban el deseo de regresar a casa de su familia. Pero aquel día sólo estaba allí Pauline, acostada junto a una de las ventanas que daban a la calle Neuve-Saint-Augustin. Y en seguida, entre aquellos cándidos lienzos, en aquel aire adormecido que perfumaba un tenue aroma de espliego, llegaron ambas jóvenes a las confidencias, a los cuchicheos afectuosos.

-¿Así que es verdad que hace lo que tú quieres? ¡Qué dura eres al darle tantas penas! A ver, explícamelo, ya que me he atrevido a sacar el tema. ¿Lo aborreces?

No le había soltado la mano a Denise, que se hallaba sentada al lado de la cama, acodada en la almohada. Y ésta, presa de súbita emoción, con las mejillas arreboladas, perdió las fuerzas ante aquella pregunta directa e inesperada. Se le escapó el secreto y escondió la cabeza en la almohada, susurrando:

-¡Lo quiero!

Pauline se había quedado estupefacta:

-¿Cómo que lo quieres? Pues es bien sencillo: dile que sí.

Denise, sin dejar de ocultar el rostro, decía que no con un enérgico movimiento de la cabeza. Y decía que no precisamente porque lo quería, sin llegar a explicarlo. Desde luego que podía parecer ridículo; pero así era como pensaba ella, no podía ir en contra de su forma de ser. La sorpresa de su amiga iba en aumento y, al fin, le preguntó:

-Entonces, ¿todo lo que haces es para conseguir que se case contigo?

Al oír tales palabras, la joven se irguió, trastornada:

-¡Casarse él conmigo! ¡Ah, no! ¡No! Te juro que nunca he pretendido semejante cosa… No, nunca hubo ese cálculo en mi cabeza. ¡Y bien sabes que me horroriza mentir!

-Pues la verdad, querida -siguió diciendo con suavidad Pauline-, es que si tuvieras el empeño de hacer que se casara contigo no obrarías de otra manera… En algo tendrá que acabar esto, y sólo queda el matrimonio, ya que no quieres saber nada de lo otro… Mira, tengo que avisarte de que todo el mundo anda pensando lo mismo. Sí, todos están convencidos de que si te haces desear es para llevarlo ante el señor alcalde… ¡Dios mío, qué mujer tan peculiar eres!

Y tuvo que consolar a Denise, que había vuelto a apoyar la cabeza en la almohada y repetía, entre sollozos, que acabaría por irse, ya que le atribuían continuamente las más diversas intenciones, que a ella ni siquiera se le habrían podido pasar por la cabeza. Claro está que cuando un hombre quería a una mujer debía casarse con ella. Pero no pedía nada, no hacía cálculo alguno, sólo rogaba encarecidamente que la dejasen vivir en paz, con sus penas y sus alegrías, como los demás. Sí, se iría.

En aquel mismo instante, Mouret cruzaba la planta baja de los almacenes. Quería visitar una vez más las obras para distraerse de su preocupación. Habían transcurrido varios meses y la fachada alzaba ahora sus contornos monumentales tras el enorme revestimiento de tablones que la ocultaba a los ojos del público. Todo un ejército de decoradores había puesto manos a la obra: marmolistas; artesanos del azulejo y el mosaico. Estaban dorando el grupo central, que remataba la puerta, en tanto que, en el frontón, ya estaban sellando los pedestales sobre los que se alzarían las estatuas de las ciudades manufactureras de Francia. Desde por la mañana hasta por la noche, a lo largo de la calle de Le-Dix-Décembre, abierta al paso desde hacía poco, permanecía a pie firme una muchedumbre de mirones, con las cabezas levantadas, sin ver nada, pero pendientes de las maravillas que corrían de boca en boca acerca de aquella fachada que iba a revolucionar París. Y era entre aquel trabajo febril, rodeado de artistas que ponían los últimos toques a su sueño, ese sueño que habían iniciado los albañiles, donde acababa de notar Mouret con mayor crudeza cuán vana era su venturosa suerte. El recuerdo de Denise le había oprimido repentinamente el pecho; era un recuerdo que llevaba siempre clavado, como una llama, como la dolorosa punzada de un mal incurable. Y había salido huyendo, sin dar con una sola palabra de aprobación, temiendo que lo viesen llorar, dejando tras de sí una repugnancia por el triunfo. Aquella fachada, al fin construida, le parecía pequeña, semejante a una de esas murallas de arena que alzan los niños. Y, aunque la hubiesen prolongado de un arrabal de la ciudad a otro y alzado hasta las estrellas, no habría conseguido llenar el vacío de su corazón, que sólo podía colmar el «sí» de una chiquilla.

Cuando Mouret regresó a su despacho, lo ahogaban los sollozos contenidos. ¿Qué era lo que quería Denise? No se atrevía a ofrecerle dinero. La confusa idea de una boda iba tomando cuerpo, entre sublevados respingos de viudo joven. Nervioso y exhausto ante su impotencia, dejó correr las lágrimas. No era feliz.

XIII

Una mañana de noviembre, estaba Denise dando las primeras órdenes en su departamento cuando vino a decirle la criada de los Baudu que la señorita Geneviéve había pasado una noche muy mala y quería ver a su prima sin tardanza. Desde hacía una temporada, la joven se iba debilitando de día en día y, la antevíspera, no había podido ya levantarse.

-Diga que voy ahora mismo -le respondió Denise, muy preocupada.

El golpe que estaba rematando a Geneviéve era la repentina desaparición de Colomban. Al principio, para que Clara no se riera de él, no iba a dormir a casa de Baudu; luego, cediendo a ese enloquecedor arrebato de deseo de los jóvenes solapados y castos, convertido ya en el sumiso perro de aquella mujer, un lunes no había regresado, contentándose con enviar a si, patrón una carta de despedida escrita con las sopesadas frases de un hombre a punto de suicidarse. No había que descartar que, tras aquel ataque de pasión, no pudiera hallarse también el astuto cálculo de un muchacho satisfechísimo de librarse de una boda desastrosa; la salud del comercio de paños era tan mala como la de su prometida y había llegado la hora de dar la campanada para poder romper el compromiso. Pero todo el mundo se refería a él como si fuese la víctima de un amor fatal.

Cuando Denise llegó a El Viejo Elbeuf, la señora Baudu estaba sola en la tienda. Permanecía inmóvil tras la caja, con su cara menuda y blanca consumida de anemia, custodiando el silencio y el vacío del local. Ya no quedaba ningún dependiente. Era la criada quien pasaba el plumero por los estantes, pero se estaba hablando de sustituirla por una asistenta. Un negro frío bajaba desde el techo; transcurrían horas sin que entrase una cliente que perturbara aquella oscuridad. El salitre de las paredes iba invadiendo cada vez más los géneros, que ya nadie movía del sitio.

-¿Qué sucede? -preguntó, vehementemente, Denise-. ¿Corre peligro la vida de Geneviéve?

La señora Baudu tardó en responder. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Luego, balbució:

-No sé nada; nadie me dice nada… ¡Ay, esto se ha acabado, esto se ha acabado!

Y con los anegados ojos recorría toda la tienda oscura, como si hubiera sentido que la hija y la casa se iban juntas. Los setenta mil francos de la venta de la finca de Rambouillet se los había tragado en menos de dos años el pozo de la competencia. Para luchar contra El Paraíso, que ahora vendía paños para caballero, panas para cazadores, libreas, el pañero había realizado considerables sacrificios. Y, al fin, acababa de sucumbir de forma definitiva, aplastada bajo los muletones y las franelas de su rival, un surtido sin igual en toda la ciudad. Poco a poco, al ver cómo aumentaban las deudas, habían decidido, como último recurso, hipotecar la vieja finca de la calle de la Michodiére, en la que su antepasado, el viejo Finet, había fundado la casa. Y ya sólo era cuestión de días; ya estaba todo a punto de desbaratarse; incluso los techos iban a desplomarse y a salir volando en torbellinos de polvo, como si pertenecieran a una edificación bárbara y decrépita que se llevase el viento.

-El padre está arriba -añadió la señora Baudu con voz quebrada-. Nos turnamos cada dos horas para hacerle compañía; alguien tiene que quedarse al cuidado de esto. Bueno, sólo por precaución, porque la verdad es que…

Remató la frase con un ademán. Si su proverbial orgullo de comerciantes no los hubiese obligado a mantener la cabeza alta ante el barrio, habrían puesto los postigos y cerrado la tienda.

-Pues entonces subo, tía -dijo Denise, con el corazón oprimido por aquella resignada desesperación que rezumaba incluso de las piezas de paño.

-Sí, sube, sube en seguida, hija… Te está esperando; te ha llamado toda la noche. Eso es que quiere decirte algo.

Pero precisamente entonces bajó Baudu. La bilis revuelta teñía de verde su rostro amarillento, en el que resaltaban los ojos, inyectados en sangre. Avanzaba con los mismos pasos sigilosos con que acababa de salir del dormitorio. Y susurró, como si se le pudiese oír desde arriba:

-Se ha dormido

Las piernas no lo sostenían y se sentó en una silla. Se enjugaba la frente con gesto maquinal, jadeando como quien acaba de realizar una ruda tarea. Reinó el silencio. Al fin, le dijo a Denise:

-Ya la verás dentro de un rato… Cuando duerme, nos parece que está curada.

Volvió el silencio. El padre y la madre, frente a frente, se miraban. Luego, a media voz, Baudu empezó a rumiar sus penas, sin nombrar a nadie, sin dirigirse a nadie:

-Y yo que habría puesto por él la cabeza en el tajo… Era el último que quedaba, lo había criado como a un hijo. Si alguien hubiera venido a decirme: «También a él te lo quitarán; verás cómo se pasa al enemigo», le habría contestado: «¡Pues entonces es que ya no hay Dios! ». ¡Y se ha pasado al enemigo!… ¡Ay, pobre infeliz! ¡Tan ducho en el comercio de toda la vida; tan de acuerdo con todas mis teorías! ¡Por una monicaca, por uno de esos maniquíes que se exhiben en los escaparates de las casas de mala fama!… ¡Si es que, la verdad, es para volverse loco!

Movía la cabeza; había bajado los desorientados ojos y miraba las baldosas húmedas, que habían desgastado generaciones de clientes.

-¿Sabéis lo que pienso? -siguió diciendo, más bajo-. Pues hay momentos en los que siento que soy el que más culpa tiene de nuestras desgracias. Sí, yo soy el causante de que nuestra pobre hija esté ahí arriba, devorada de fiebre. ¿Acaso no habría debido casarlos en seguida, sin ceder a mi estúpido orgullo, a mi cabezonería de no dejarles la casa menos próspera? Ahora, ella tendría al hombre al que quiere y quizá la juventud de ambos estaría realizando aquí el milagro que yo no he sabido conseguir… Pero soy un viejo loco que no entendió nada; yo no creía que alguien pudiera enfermar por un motivo así… ¡De verdad que ese muchacho era extraordinario: unas dotes para la venta, y una probidad, y una sencillez de costumbres, un orden en todas las cosas! Como discípulo mío que era, vamos…

Erguía la cabeza, defendiendo aún sus ideas en la persona de aquel dependiente que lo había traicionado. Denise no pudo soportar oír cómo se acusaba y se lo contó todo, arrebatada de emoción al verlo tan humilde, con los ojos llenos de lágrimas, a él que, antes, reinaba en la casa como amo y señor tonante y absoluto.

-Tío, no lo disculpe, se lo ruego… Nunca quiso a Geneviéve y antes se habría escapado si hubiera querido usted apresurar la boda. Yo misma hablé con él; y estaba bien enterado de lo que mi pobre prima padecía por su culpa. Ya ve que saberlo no le ha impedido irse… Pregúntele a mi tía.

Sin despegar los labios, la señora Baudu confirmó sus palabras con una inclinación de cabeza. Entonces, el pañero se puso aún más lívido, mientras las lágrimas acababan de cegarlo. Dijo, tartamudeando:

-Debía de llevarlo en la sangre. Su padre se murió el verano pasado de tanto andar siempre con mujerzuelas.

Y, maquinalmente, recorrió con la vista todos los rincones oscuros, desde los mostradores hasta los casilleros rebosantes de género; volvió a clavarla, luego, en su mujer, que seguía sentada, muy tiesa, tras la caja, esperando en vano a la desaparecida clientela.

-Bueno, pues esto es el fin -siguió diciendo-. Nos mataron nuestro comercio y resulta que, ahora, una de sus golfas nos mata a nuestra hija.

Nadie volvió a despegar los labios. El rodar de los carruajes, que estremecía de vez en cuando las baldosas, pasaba como una fúnebre batería de tambores por el aire quieto, que ahogaba el techo bajo. Y, entre aquella mortecina tristeza de la agonía de las tiendas viejas, se oyeron de pronto unos golpes sordos que alguien daba en algún lugar de la casa. Era Geneviéve, que acababa de despertarse y golpeaba con un palo que tenía a mano.

-Subamos en seguida -dijo Baudu, poniéndose en pie con sobresalto-Intenta poner cara risueña; Geneviéve no debe saber qué está pasando.

Y él, por las escaleras, se iba frotando con rudeza los ojos para borrar las huellas de lágrimas. Nada más abrir la puerta del primer piso, se oyó una voz débil, una voz despavorida que gritaba:

-¡Ay, no quiero estar sola! ¡Ay, no me dejéis sola! Me da miedo estar sola…

Luego, al ver a Denise, Geneviéve se calmó y sonrió con alegría:

-Has venido… ¡Cuánto te he esperado desde ayer! Ya creía que tú también me habías abandonado.

El espectáculo movía a compasión. El dormitorio de la joven daba al patio y era un cuarto pequeño en el que entraba una claridad lívida. Los padres habían instalado a la enferma, al principio, en su propia habitación, que daba a la calle, pero la vista de El Paraíso de las Damas la alteraba tanto que habían tenido que volver a llevarla a la suya. Y allí estaba, tendida en la cama, tan liviana bajo las mantas, que apenas si se notaban ya la forma y la presencia de un cuerpo. Movía sin cesar los brazos flacos, que se consumían con la fiebre abrasadora de los tísicos, como en una ansiosa e inconsciente búsqueda. Y, en tanto, los cabellos negros, grávidos de pasión, parecían aún más abundantes, y su voraz vitalidad se tragaba aquel pobre rostro en el que agonizaba la degeneración última de una prolongada estirpe crecida a la sombra, en aquel sótano de un antiguo comercio parisino.

Denise se había quedado mirándola, con el corazón reventando de lástima. No hablaba, por temor a no poder contener las lágrimas. Por fin, susurró:

-He venido en seguida… Si puedo serte de ayuda… Me has mandado llamar… ¿Quieres que me quede contigo?

Geneviéve, perdido el resuello, con las manos siempre errabundas por los pliegues de la colcha, no apartaba los ojos de ella.

-No, gracias, no necesito nada… Sólo quería darte un beso.

El llanto le henchía los párpados. Entonces, Denise se inclinó con gesto rápido, la besó en las mejillas, estremeciéndose al sentir en los labios la llama de aquellas mejillas chupadas. Pero la enferma se había aferrado a ella y la estrechaba, no la soltaba, reteniéndola en un desesperado abrazo. Volvió, luego, la mirada hacia su padre:

-¿Quiere que me quede con ella? -volvió a decir Denise-. Si tiene algo que hacer…

-No, no.

Geneviéve seguía mirando fijamente a su padre, que permanecía de pie, con aspecto aturdido y un nudo en la garganta. Acabó éste por comprender aquella mirada y se retiró, sin decir palabra. Oyeron cómo sus pesados pasos bajaban por la escalera.

-¡Dime si está con esa mujer! -exclamó la enferma en seguida, asiendo la mano de su prima, a la que hizo sentar al filo de la cama-. Sí, quería verte, sólo tú me puedes decir… Viven juntos, ¿verdad?

Denise, a la que esas preguntas cogían por sorpresa, balbució y tuvo que confesar la verdad, los rumores que corrían por los almacenes. Clara, harta de cargar con aquel muchacho, le había cerrado ya su puerta; y Colomban, desconsolado, la perseguía por doquier, intentando, con una humildad de perro apaleado, que se aviniera, de vez en cuando, a algún encuentro. Decían que iba a entrar en El Louvre.

-Si tanto lo quieres, aún puede volver a ti -siguió diciendo la joven, para adormecer a la moribunda con aquella última esperanza-. Ponte buena pronto y él reconocerá su culpa y se casará contigo.

Geneviéve la interrumpió. Había estado escuchando con todo su ser, con una pasión muda que la incorporaba en la cama. Pero volvió a desplomarse, en el acto:

-No, déjalo, bien sé que todo ha acabado… No digo nada, porque oigo llorar a papá y no quiero que mamá se ponga peor. Pero me estoy muriendo, ¿sabes?, y si te llamaba esta noche era porque temía irme antes de que fuera de día… ¡Dios mío! ¡Y pensar que ni siquiera es feliz!

Y como Denise ponía el grito en el cielo y le aseguraba que no estaba tan grave, Geneviéve la interrumpió otra vez y echó hacia atrás de pronto las mantas, con un gesto casto de virgen que nada tiene ya que ocultar ante la muerte. Destapada hasta el vientre, susurró:

-¡Mírame! ¿Dirás que esto no es el final?

Denise, temblorosa, se levantó del borde de la cama como si hubiera temido destruir con el aliento aquella mísera desnudez. Era el fin de la carne, un cuerpo de novia consumido de espera, vuelto a la infancia escuálida de los primeros años. Geneviéve volvió a taparse, despacio:

-Ya ves que he dejado de ser una mujer… No estaría bien seguir queriendo que sea mío.

Ambas callaron. Seguían mirándose, sin dar con ninguna frase. Fue Geneviéve la que volvió a hablar:

-Anda, no te quedes aquí, tienes tus obligaciones. Y gracias; me atormentaba el deseo de saber; ahora estoy contenta. Si vuelves a verlo, dile que lo perdono… Adiós, mi buena Denise. Dame un beso muy fuerte; es el último.

La joven la besó, mientras protestaba:

-No, no; no te obsesiones. Tienes que cuidarte, y nada más.

Pero la enferma movió la cabeza con gesto obstinado. Sonreía; estaba segura de tener razón. Y, al ver que su prima se dirigía por fin hacia la puerta, le dijo:

-Espera. Pega con el palo para que suba papá… Tengo demasiado miedo cuando estoy sola.

Luego, tras regresar Baudu al triste cuartito, en el que se pasaba las horas sentado en una silla, puso cara alegre y le gritó a Denise:

-No vengas mañana, no merece la pena. Pero te espero el domingo; pasarás la tarde conmigo.

A las seis de la madrugada siguiente, expiró Geneviéve, tras cuatro horas de un horroroso estertor. El entierro cayó en sábado, con tiempo nublado, un cielo de hollín que agobiaba la vibrante ciudad. La mancha clara de El Viejo Elbeuf, con sus colgaduras de paño blanco, iluminaba la calle. Y los cirios ardían en la mermada luz, como estrellas que velase el crepúsculo. Varias coronas de cuentas y un gran ramo de rosas blancas cubrían la caja, una estrecha caja de niña, depositada en el sombrío callejón, a ras de la acera, tan cerca del arroyo que los coches habían salpicado ya los lienzos que lo envolvían. Todo el viejo barrio rezumaba humedad, exhalaba su mohoso olor a sótano, y los transeúntes pasaban continuamente, entre empujones, por los adoquines embarrados.

Denise había acudido nada más dar las nueve; para quedarse con su tía. Pero cuando iba a arrancar la comitiva, la señora Baudu, que había dejado de llorar aunque tenía los ojos abrasados de las lágrimas, le rogó que se incorporase al acompañamiento que caminaba tras el cuerpo y velase por su tío, cuya muda postración, cuyo doloroso estado de pasmo, tenían preocupada a la familia. Al bajar, la joven encontró la calle repleta de gente. Los pequeños comerciantes del barrio querían testimoniar a los Baudu su simpatía; y aquella afanosa presencia tenía también su parte de manifestación en contra de El Paraíso de las Damas, al que acusaban de la lenta agonía de Geneviéve. Estaban allí todas las víctimas del monstruo: Bédoré Hermanos, los calceteros de la calle de Gaillon; los peleteros Vanpouille; y Desligniéres, el dueño del bazar; y Piot y Rivoire, los de la tienda de muebles; incluso la señorita Tatin, la lencera, v el guantero Quinette, que la quiebra había barrido ya hacía mucho, se habían sentido obligados a acudir, una desde Les Batignolles, el otro desde La Bastilla, donde no les había quedado más remedio que ponerse a trabajar por cuenta ajena. En tanto esperaban que llegase la carroza mortuoria, que se retrasaba por algún malentendido, toda aquella muchedumbre enlutada, a pie firme en el barro, lanzaba miradas de odio a El Paraíso, cuyos luminosos escaparates, cuyos tenderetes rebosantes de animación, les parecían un insulto a El Viejo Elbeuf, que entristecía con su duelo la acera de enfrente. Algunas cabezas de dependientes curiosos se arrimaban a las lunas, pero el coloso conservaba su indiferencia de máquina lanzada a todo vapor, inconsciente de las muertes que puede ir dejando a su paso.

Denise buscaba con los ojos a su hermano Jean. Lo divisó, al fin, delante de la tienda de Bourras y se reunió allí con él para recomendarle que caminase al lado de su tío y lo ayudase si le costaba trabajo andar. Jean llevaba varias semanas muy serio, como si lo atormentase una preocupación. Aquel día, vestía una levita negra; era ya un hombre hecho y derecho, que ganaba un jornal de veinte francos, y parecía tan digno y tan triste que a su hermana le extrañó, pues no se lo imaginaba tan encariñado con su prima. Denise había dejado a Pépé en casa de la señora Gras, para ahorrarle un mal rato innecesario, y se prometía ir a recogerlo esa misma tarde y llevarlo a casa de los tíos para que les diera un beso.

La carroza mortuoria, entre tanto, seguía sin llegar y Denise, muy conmovida, miraba cómo ardían los cirios, cuando la sobresaltó una voz conocida que sonaba detrás de ella. Era Bourras, que había llamado con una seña a un castañero que tenía enfrente el puesto, una angosta garita que ocupaba parte del local de un tabernero, y le estaba diciendo:

-Hágame el favor, Vigouroux, si no le importa… Mire, quito el pomo de la puerta… Si viene alguien, dígale que vuelva dentro de un rato. No le darán mucha guerra; no creo que venga nadie.

Luego permaneció de pie, al borde de la acera, esperando, como los demás. Denise, violenta, había lanzado una ojeada a la tienda. Su dueño la tenía ahora muy abandonada; ya no se veía, en la acera, más que un lastimoso revoltillo de paraguas comidos por la intemperie y bastones renegridos por el gas. Las mejoras que había hecho Bourras, la pintura verde claro, los espejos, la muestra dorada, todo estaba ya perdiéndose, ensuciándose, y se apreciaba en ellos esa decrepitud veloz y lamentable del lujo de pacotilla aplicado con brocha gorda sobre las ruinas. No obstante, aunque las antiguas grietas asomaban de nuevo, aunque las manchas de humedad habían vuelto a aflorar bajo los dorados, la casa seguía en pie, terca, pegada al costado de El Paraíso de las Damas como una deshonrosa verruga que, aunque resquebrajada y podrida, se negaba a separarse de él.

-¡Ah, los muy miserables! -gruñó Bourras-. ¡Ni siquiera dejan que se la lleven!

Uno de los carruajes de El Paraíso, cuyos acharolados paneles pasaban velozmente, al trote rápido de dos soberbios caballos, relumbrando como un astro entre la niebla, acababa de tener un encontronazo con la carroza mortuoria, que al fin llegaba. Y el viejo comerciante clavaba en Denise el rabillo del ojo, con las pupilas relucientes entre la maraña de las cejas.

El duelo echó a andar despacio, chapoteando en los charcos, entre el silencio de los coches de punto y los ómnibus, que se habían detenido de pronto. Cuando el cuerpo, envuelto en lienzos blancos, cruzó por la plaza de Gaillon, las sombrías miradas del cortejo se hundieron una vez más tras las lunas de los grandes almacenes, a las que sólo habían acudido a fisgar dos de las dependientes, alegrándose de la distracción. Baudu caminaba tras la carroza pesadamente, de forma maquinal; había rechazado con un ademán el brazo de Jean, que iba a su lado. Cerrando el desfile, tras la hilera de acompañantes, venían tres coches de duelo. Al tomar la comitiva el atajo de la calle Neuve-des-Petits-Champs, se unió a ella Robineau, muy pálido y con aspecto envejecido.

En Saint-Roch, estaban esperando muchas mujeres, las comerciantes del barrio que no habían acudido a la casa mortuoria para evitar aglomeraciones. La manifestación iba tomando cariz de motín; y, cuando, tras los responsos, el convoy arrancó de nuevo, todos los hombres siguieron en él, aunque había una larga caminata desde la calle de Saint-Honoré al cementerio de Montparnasse. Tuvieron que subir por la calle de Saint-Roch y volver a pasar ante El Paraíso de las Damas. Era como una obsesión; paseaban aquel pobre cuerpo de muchacha alrededor de los grandes almacenes como si fuera el de la primera víctima de un tiroteo, en tiempos de revolución. En la puerta, unas franelas rojas ondeaban al viento como banderas y un tenderete de alfombras mostraba el estallido de su sangrienta floración de rosas enormes y peonías abiertas.

Denise, en tanto, se había subido a un coche, tan desasosegada por el escozor de las dudas, con tanta tristeza oprimiéndole el pecho, que no tenía ya fuerzas para caminar. Hizo un alto el cortejo precisamente en la calle de Le Dix-Décembre, delante de los andamios de la fachada nueva, que seguían entorpeciendo la circulación. Y la joven se fijó en que el anciano Bourras se había quedado rezagado y caminaba con dificultad junto a las ruedas de aquel coche que sólo ocupaba ella. Nunca conseguiría llegar al cementerio. Había alzado la vista y la miraba. Luego, subió al carruaje.

-Son estas malditas rodillas -mascullaba-. ¡No hace falta que se aparte! ¿O se cree que es a usted a quien aborrecemos?

Lo notó amistoso y enfurecido, como en otros tiempos. Refunfuñaba, decía que había que ver aquel Baudu de los demonios qué aguante tenía para seguir adelante pese a todo, después de haber recibido más palos que una estera. La comitiva había vuelto a arrancar, despacio, y, si Denise se asomaba a la ventanilla, podía ver, efectivamente, el empecinado avance de su tío detrás del coche fúnebre, con aquel paso torpe que parecía marcar la pauta al sordo y penoso progreso de la comitiva.

-No estaría de: más que la policía despejase la vía pública… Llevamos más de dieciocho meses empantanados con su dichosa fachada; y hace nada se mato otro hombre en las obras. Pero ¡qué más da! En adelante, si quieren seguir con las ampliaciones, tendrán que tender pasarelas por encima de las calles. Se dice que son ustedes dos mil setecientos empleados y que la recaudación va a llegar este año a los cien millones… ¡Cien millones, santo cielo, cien millones!

A Denise no se le ocurría respuesta alguna. La comitiva acababa de entrar por la calle de La Chaussée-d'Antin, donde la retrasaban los atascos de vehículos. Bourras continuaba hablando, con la mirada perdida, como si estuviese ahora soñando en voz alta. Seguía sin entender el triunfo de El Paraíso de las Damas, pero reconocía la derrota del comercio tradicional.

-El pobre Robineau no tiene nada que hacer; se le ha puesto una cara como si se estuviera ahogando… Y los Bédoré y los Vanpouille ya no aguantan más, les pasa lo que a mí, les fallan las piernas. Desligniéres acabará por reventar de una apoplejía. A Piot y Rivoire les ha dado una ictericia. ¡Ay, bonitas trazas tenemos todos! ¡Menuda procesión de ruinas para acompañar a la pobre niña! Esta fila de despojos debe de resultarles cómica a los mirones… Y, además, la limpieza no ha concluido, al parecer. Los muy bribones están poniendo departamentos de flores, de modas, de perfumería, de calzado y a saber de qué más. Grognet, el perfumista de la calle de Grammont, ya puede irse mudando. Y no daría yo diez francos por la zapatería de Naud, la de la calle de Antin. La epidemia de cólera está llegando ya hasta la calle de Sainte-Anne, donde no van a tardar ni dos años en salir danzando Lacassagne, el de la tienda de plumas y flores, y la señora Chadeuil, y eso que sus sombreros tienen mucha fama… ¡Y después de ésos, otros, y otros más! Todos los establecimientos del barrio caerán. ¡A unos horteras que se meten a vender jabón y zapatos se les puede ocurrir el día menos pensado vender patatas fritas! ¡La verdad es que el mundo se ha vuelto loco!

La carroza funeraria estaba cruzando en esos momentos la plaza de la Trinité y Denise, desde el rincón del oscuro coche en el que escuchaba las plañideras reflexiones del anciano, mientras la acunaba el fúnebre avance del cortejo, pudo ver, al salir éste de la calle de La Chaussée-d'Antin, que el cuerpo iba subiendo ya la cuesta de la calle Blanche. Le parecía oír, pisándole los talones a su tío, que caminaba ciego y mudo como un buey acogotado, el tropel de pasos de un rebaño conducido al matadero, la completa derrota de las tiendas de todo un barrio, el pequeño comercio arrastrando su ruina en pos de sí, entre el negro barro de París, con un roce de humildes zapatos mojados. Bourras, en tanto, había empezado a hablar con tono más sordo, como si la cuesta de la calle Blanche le frenase la voz.

-Yo ya estoy acabado… Pero, pese a todo, los tengo cogidos y no pienso aflojar. El hombre ese ha vuelto a perder en segunda instancia. ¡Ay, lo que me ha costado! ¡Cerca de dos años de pleitos, y venga procuradores, y abogados! Pero da lo mismo. No pasará por debajo de mi tienda. Los jueces han decidido que a una obra así no se la puede considerar de restauración. Cuando pienso que lo que pretendía poner ahí debajo era un salón en donde calibrar el color de los tejidos a la luz del gas, un local subterráneo que uniese la calcetería y los paños…Todavía le dura la rabieta; no consigue tragarse que un viejo desfondado como yo le estorbe el paso, cuando todo el mundo está de rodillas ante su dinero… ¡Nunca! ¡No voy a consentirlo, está dicho! Es posible que acabe en el arroyo. Desde que tengo que pelear con agentes judiciales, el bribón anda husmeando mis deudas, seguramente para jugarme una mala pasada. Pero qué más da. Él dice que sí y yo digo que no. Y siempre seguiré diciendo que no, voto al chápiro, incluso metido en una caja de pino, como la chiquilla que va ahí delante.

Al llegar al bulevar de Clichy, el coche avanzó más deprisa y se oyó cómo jadeaba la gente, cómo el cortejo apretaba el paso inconscientemente, deseando acabar de una vez. Lo que Bourras no decía a las claras era la negra miseria en que había caído, ni cómo lo estaban volviendo loco todos los quebraderos de cabeza del pequeño tendero que se hunde y se obstina en no ceder mientras le cae encima la granizada de los protestos. Denise, que estaba al tanto de su situación, rompió al fin el silencio para susurrar con voz implorante:

-Señor Bourras, deje ya de ser tan tozudo… Permítame que arregle las cosas.

El la interrumpió, con ademán violento:

-Cállese. Lo que a mí me pase, no le importa a nadie… Es usted una buena niña; ya sé que no le está poniendo las cosas en bandeja a ese hombre, que creía que estaba en venta, igual que mi casa. Pero, vamos a ver, qué me contestaría si yo le aconsejara que le dijese que sí? Me diría que me metiera en mis cosas… Bueno, pues cuando yo digo que no, no se meta usted en camisa de once varas.

Y como el coche se había detenido ya a la puerta del cementerio, bajó junto con la joven. El panteón de los Baudu estaba en el primer paseo, a la izquierda. La ceremonia concluyó en pocos minutos. Jean había apartado a su tío del hoyo, que éste miraba con la boca abierta. Se deshizo la fila y el cortejo se fue repartiendo entre las tumbas vecinas. Todos aquellos rostros de tenderos, de sangre empobrecida en lo hondo de sus insalubres plantas bajas, adquirían una enfermiza fealdad bajo el cielo de color de barro. Cuando la caja bajó despacio, palidecieron las rojas venillas que surcaban las caras, se inclinaron hacia el suelo las narices que afilaba la anemia, se desviaron los párpados de bilioso tono amarillo, ajados de tanto hacer cuentas.

-Deberíamos tirarnos todos a ese agujero -dijo Bourras a Denise, que estaba junto a él-. Con esta niña, entierran al barrio entero… ¡Yo me entiendo! Lo que tiene que hacer el comercio de siempre es meterse en el hoyo al mismo tiempo que las rosas blancas que están bajando con el cuerpo.

Al regreso, Denise hizo subir a su hermano y a su tío a uno de los coches de duelo. El día fue para ella de sombría tristeza. En primer lugar, estaba empezando a preocuparla la palidez de Jean. Y cuando hubo comprendido que se trataba, una vez más, de un asunto de faldas, quiso hacerlo callar abriéndole su bolsa. Pero él negaba con la cabeza; rechazaba el dinero; esta vez iba en serio: se trataba de la sobrina de un pastelero muy rico, que ni siquiera le aceptaba un ramo de violetas. Luego, por la tarde, cuando Denise fue a buscar a Pépé a casa de la señora Gras, ésta le dijo que estaba ya demasiado crecido para poder seguir con ella. Otro quebradero de cabeza; habría que buscar un internado; separarse del niño, quizá. Y, por fin, cuando llevó a Pépé a dar un beso a los Baudu, le desgarró el alma el apagado dolor de El Viejo Elbeuf. La tienda estaba cerrada; encontraron a sus tíos sentados al fondo de la salita. Pese a lo oscuro que estaba el día de invierno, no se habían acordado de encender la luz de gas. Ya se habían quedado solos; estaban uno frente a otro, en aquella casa que la ruina había ido vaciando despacio. Y la muerte de la hija volvía aún más hondos los tenebrosos rincones; era como el crujido postrero que iba a quebrar las antiguas vigas comidas de humedad. En la agobiante habitación, el tío seguía caminando en torno a la mesa, ciego y mudo, sin poder detenerse, con el mismo paso del entierro; y, mientras, la tía, que tampoco decía nada, se había desplomado en una silla, con el rostro pálido de un herido que se desangra gota a gota. Ni siquiera lloraron cuando Pépé los besó con fuerza en las frías mejillas. A Denise la ahogaban las lágrimas.

Esa noche, precisamente, mandó llamar Mouret a la joven para comentar con ella una prenda infantil que pensaba lanzar, un cruce de escocés y de zuavo. Y, vibrante de compasión, rebelada ante tanto sufrimiento, no pudo contenerse; se atrevió, primero, a hablarle de Bourras, de aquel pobre hombre derribado en tierra al que ahora iban a degollar. Pero, nada más oír nombrar al anciano vendedor de paraguas, Mouret se indignó. El viejo chiflado, como lo llamaba él, le daba mil disgustos, le amargaba el triunfo con aquel estúpido empecinamiento en no salir de su casa, esa inmunda choza cuyas escayolas eran un desdoro para El Paraíso de las Damas, el único rincón de la amplia manzana que no se dejaba conquistar. El problema se estaba convirtiendo en pesadilla; cualquiera que no hubiera sido la joven y se hubiese atrevido a hablar en favor de Bourras habría corrido el riesgo de verse en la calle, pues a Mouret lo atormentaba hasta lo indecible la enfermiza necesidad de echar abajo la casucha a puntapiés. ¿Qué quería que hiciera, vamos a ver? ¿Podía consentir que aquel montón de escombros siguiera pegado a El Paraíso? Tenía que desaparecer, no quedaba más remedio, los almacenes debían seguir adelante. ¡Tanto peor para el viejo loco! Y volvía a enumerar las ofertas que le había hecho; había llegado a proponerle cien mil francos. ¿No era acaso una oferta razonable? El no se andaba con regateos, desde luego; pagaba el dinero que le pedían. Pero que la gente, al menos, fuese un poco lista, que le dejase rematar su obra. ¿Se le ocurría a alguien detener las locomotoras cuando iban rodando por sus raíles? Denise lo escuchaba, con la vista baja, y no se le ocurrían más razones que las del sentimiento. El pobre hombre era ya viejo; quizá fuera posible esperar a que muriese; una quiebra lo mataría. Mouret declaró entonces que ya ni siquiera estaba en su mano impedir los acontecimientos. Le había encomendado el asunto a Bourdoncle, pues el consejo había resuelto zanjarlo de una vez. Y Denise no supo qué añadir, aunque sentía una tierna y dolorosa compasión.

Tras un penoso silencio, fue el propio Mouret el que mencionó a los Baudu. Empezó por compadecerlos mucho por la muerte de la hija. Eran muy buenas personas, muy honradas; y la mala suerte se había cebado en ellos. Luego, volvió a los argumentos de costumbre. En el fondo, se habían buscado su desdicha; no hay que empecinarse así en no querer salir del chamizo podrido del comercio tradicional; nada tenía de extraño que la casa se les hubiese venido encima. Ya lo había predicho él cien veces; y Denise se acordaría seguramente de que él le había encargado que pusiese a su tío sobre aviso del fatal desastre que se avecinaba si se quedaba anclado en ridiculeces pasadas de moda. Así había llegado la catástrofe; nadie en el mundo podría pararla ya. ¿Cómo iba a poder exigirle nadie que estuviera en sus cabales que se arruinase para salvar la vida del barrio? Por lo demás, aunque cometiera la locura de cerrar El Paraíso, otros grandes almacenes crecerían espontáneamente allí al lado, pues la idea cundía, como en alas del viento, por los cuatro puntos cardinales. El vendaval del siglo iba sembrando el triunfo de las ciudades obreras e industriales y llevándose el ruinoso edificio de las edades antiguas. Mouret se entusiasmaba poco a poco, hallaba palabras de emocionada elocuencia para defenderse contra el odio de sus víctimas involuntarias, contra el clamor de las tiendecitas moribundas, que oía alzarse a su alrededor. Nadie conservaba a sus muertos; no quedaba más remedio que enterrarlos. Y, con un ademán, derribaba, barría y arrojaba a la fosa común el cadáver del comercio pretérito, cuyos pestilentes y verdosos restos eran la vergüenza de las soleadas calles del nuevo París. No, no, no sentía remordimiento alguno; se limitaba a cumplir con el cometido de su época; y Denise lo sabía muy bien, porque amaba la vida, y tenía pasión por los negocios de alcance, rematados a plena luz, bajo el brillante resplandor de la publicidad. No le quedó más remedio que callarse; estuvo mucho rato escuchándolo y se retiró con el alma turbada.

Aquella noche, apenas durmió. Daba vueltas bajo las mantas, en un insomnio por el que cruzaban pesadillas. Le parecía que era muy niña y estallaba en sollozos al fondo de su jardín de Valognes, al ver cómo las currucas se comían las arañas, que, a su vez, se comían las moscas. ¿Era, pues, cierto que el mundo medraba mediante aquella necesidad de muerte, aquella lucha por la vida que invitaba a arrojar a los seres al osario de la destrucción eterna? Volvía a verse luego ante la fosa a la que bajaban a Geneviéve; vislumbraba a sus tíos, solos en lo hondo del tenebroso comedor. Entre el profundo silencio, un sordo ruido de derrumbe cruzaba el aire muerto: era la casa de Bourras, que se desplomaba como si la hubiese minado una crecida. Volvía el silencio, más siniestro aún, y retumbaba otro hundimiento, y luego otro, y otro más: los Robineau, los Bédoré Hermanos, los Vanpouille crujían y se venían abajo, uno tras otro; el pequeño comercio del barrio de Saint-Roch desaparecía bajo una piqueta invisible, entre bruscos truenos de carretas descargadas. Y entonces una tremenda pena la despertaba, sobresaltada. ¡Dios mío, cuántos tormentos! ¡Familias que lloran, ancianos que se ven en el arroyo, todos los dolientes dramas de la ruina! Y ella no podía salvar a nadie; y era consciente de que se trataba de algo beneficioso, la salud del París del mañana precisaba de aquel estiércol de desdichas. Se calmó al amanecer; se apoderó de ella una honda tristeza resignada mientras clavaba los ojos en la ventana, cuyos cristales se iban aclarando. Sí, era el tributo de la sangre; toda revolución exigía mártires; sólo se podía avanzar pisando cadáveres. Su temor de ser un alma perversa, de haber colaborado en el asesinato de sus seres queridos se iba convirtiendo en una consternada compasión ante aquellos males irremediables, que son los dolores de parto de todas y cada una de las generaciones. Acabó por ponerse a pensar en los posibles alivios; su bondad estuvo mucho tiempo soñando con los medios que habría que adoptar para salvar al menos a los suyos del aplastamiento final.

Ahora veía frente a sí a Mouret, con su apasionado rostro y sus ojos acariciadores. Cierto era que no le negaba nada; estaba segura de que accedería a todas las compensaciones sensatas. Y se le extraviaba el pensamiento al intentar juzgarlo. Estaba al tanto de su vida, no ignoraba el cálculo que se encerraba en sus antiguos afectos, su continua explotación de la mujer; sabía que había elegido a sus amantes para poder seguir progresando; que su relación con la señora Desforges no tenía más meta que llegar hasta el barón Hartmann; estaba enterada de todos los demás amoríos, de las Claras pasajeras, del placer comprado, pagado, devuelto al arroyo. Pero aquellos comienzos de aventurero del amor, acerca de los que corrían bromas por los almacenes, se diluían, a la postre, en la poderosa genialidad de aquel hombre, en su victorioso encanto. Era la seducción personificada. Lo que nunca le habría perdonado Denise habría sido su fingimiento de antaño, su frialdad de amante tras la galante comedia de los miramientos. Pero ya no sentía rencor alguno, ahora que lo veía sufrir por ella. Aquel sufrimiento lo había ennoblecido. Al saberlo atormentado, expiando tan duramente su desdén por la mujer, le parecía que se había redimido de sus culpas.

Esa misma mañana, le prometió Mouret a Denise cuantas compensaciones le pareciesen a ella legítimas para el día en que sucumbieran los Baudu y el anciano Bourras. Transcurrieron las semanas; la joven iba a ver a su tío casi todas las tardes; se escapaba unos pocos minutos para llevarle su risa, su coraje de muchacha buena, para alegrar la tienda sombría. La que más preocupación le inspiraba era su tía, que no había salido de un lívido estupor desde la muerte de Geneviéve. Era como si la vida se le fuese un poco con cada hora que pasaba y, cuando le preguntaban cómo estaba, respondía, con expresión de asombro, que no le dolía nada, que, sencillamente, se sentía como amodorrada. En el barrio, la gente asentía con la cabeza: la pobre señora no iba a echar mucho tiempo de menos a su hija.

Salía un día Denise de casa de los Baudu cuando, al doblar la esquina de la plaza de Gaillon, oyó un grito tremendo. La muchedumbre corría; pasaba una ráfaga de pánico, ese viento de temor y compasión que trastorna de repente una calle. Las ruedas de un ómnibus de carrocería parda, uno de los vehículos que cubría el trayecto de La Bastilla a Les Batignolles, acababan de pasar por encima de un hombre, al salir de la calle Neuve-Saint-Augustin, delante de la fuente. Erguido en el pescante, el cochero sujetaba con rabioso ademán los caballos negros, que se encabritaban; y se deshacía en reniegos, en arrebatadas palabrotas:

-¡Voto a Cristo! ¡Voto a Cristo! ¡Pero mire por dónde va, maldito torpe

El ómnibus, ahora, se había detenido. La muchedumbre rodeaba al herido y, por casualidad, había por allí un guardia. El cochero seguía de pie, recabando el testimonio de los viajeros de la imperial, que se habían incorporado también para inclinarse y ver la sangre, y daba explicaciones con ademanes exasperados, mientras una ira creciente le agarrotaba la garganta.

-¡A quién se le ocurre! ¡Pero qué he hecho yo para toparme con un individuo así! ¡Le doy una voz y se me planta debajo de las ruedas!

Entonces un obrero, un pintor que había acudido, brocha en mano, desde la fachada de una tienda próxima, dijo con voz chillona, en medio del barullo:

-¡No te pongas así, que tú no tienes la culpa! ¡Si es que se te ha metido debajo, carape, que yo lo he visto! Te digo que se ha tirado de cabeza, así… Otro que no andaba muy satisfecho de la vida, por lo visto.

Se alzaron más voces y fue cundiendo la hipótesis del suicidio, mientras el guardia redactaba el atestado. Unas señoras se bajaron, muy pálidas, y se fueron, sin volverse, llevándose dentro el espanto de la blanda sacudida con la que el ómnibus les había revuelto las entrañas al pasar por encima del cuerpo. Denise, en cambio, se acercó, impulsada por esa activa compasión que la llevaba a acudir a todos los accidentes: perros atropellados, caballos desplomados, tejadores caídos de los tejados. Y reconoció, tendido en los adoquines, al desventurado que vacía desvanecido, con la levita sucia de barro.

-¡Si es el señor Robineau! -exclamó, con dolorosa sorpresa.

El guardia interrogó en el acto a aquella joven. Ella dio el nombre, la profesión y la dirección de la víctima. Gracias al enérgico cochero, el ómnibus se había desviado y las ruedas sólo habían tocado las piernas de Robineau. Pero era de temer que tuviera rotas las dos. Cuatro hombres de buena voluntad transportaron al herido hasta una botica de la calle de Gaillon, mientras el ómnibus reanudaba despacio la marcha.

-¡Voto a Cristo! -dijo el cochero, arreando a los caballos con un amplio latigazo-. ¡Vaya día! ¡Para qué quiero más!

Denise había entrado en la botica en pos de Robineau. En espera de que llegase un médico, que no acababan de localizar, el boticario dijo que no había ningún peligro inmediato y que lo mejor era llevar al herido a su domicilio, ya que vivía cerca. Un hombre había ido al puesto de policía en busca de unas parihuelas. Tuvo entonces la joven la buena idea de adelantarse, para ir preparando a la señora Robineau para aquel espantoso golpe. Pero le costó un trabajo infinito salir a la calle, cruzando entre el gentío que se apelotonaba ante la puerta. Aquella muchedumbre ávida de muerte crecía por momentos; unos cuantos niños y mujeres, de puntillas, aguantaban los brutales empujones. Y cada recién llegado inventaba un accidente de su cosecha: ahora corría la versión de un marido que el amante de su mujer había tirado por la ventana.

Al llegar a la calle Neuve-des-Petits-Champs, Denise divisó de lejos a la señora Robineau en la puerta de la sedería. Esto le dio pretexto para detenerse y charlar un instante, mientras buscaba la forma de amortiguar la tremenda noticia. Veíase en la tienda el desorden y el descuido de las luchas postreras de un comercio agonizante. Había llegado el previsto desenlace de la gran batalla de las dos sedas rivales: la París-Paraíso había aplastado a su competidora tras una nueva rebaja de cinco céntimos. Ya sólo costaba cuatro noventa y cinco; la seda de Gaujean había topado con su Waterloo. Desde hacía dos meses, Robineau andaba trampeando y pasando por un infierno para evitar una declaración de quiebra.

-He visto a su marido al pasar por la plaza de Gaillon -dijo en un susurro Denise, que había acabado por entrar en el local.

La señora Robineau, presa de un sordo desasosiego que no le permitía perder de vista la calle, dijo con vehemencia:

-¡Ah sí!, hace un rato, ¿verdad?… Lo estoy esperando, ya debería estar aquí. Esta mañana vino el señor Gaujean y salieron los dos juntos.

Seguía tan encantadora, frágil y alegre como de costumbre, pero el avanzado embarazo le resultaba ya fatigoso. Y se la notaba cada vez más asustada y ajena a aquellos asuntos de negocios a los que no acababa de hacerse y que iban de mal en peor. Como solía repetir con frecuencia: ¿no sería más agradable vivir tranquilo, metido en una casita humilde y comiendo sólo pan?

-No tenemos nada que ocultarle, hijita -añadió con una sonrisa que se iba volviendo triste-. Las cosas no andan nada bien. Mi pobrecito marido ha perdido el sueño. Hoy ha vuelto el Gaujean ese a atormentarlo con unos pagarés vencidos… Me estaba muriendo de preocupación, aquí sola…

Y ya se iba de nuevo hacia la puerta cuando Denise la detuvo. A lo lejos, acababa de oír el rumor de un gentío en marcha. Intuyó las parihuelas que llegaban, el cúmulo de curiosos, que no se apartaban del accidentado. Y entonces no le quedó más remedio que hablar, con la garganta seca y sin dar con las palabras de consuelo que habría deseado:

-No se preocupe, que, de momento, no hay nada que temer… Sí, he visto al señor Robineau; le ha pasado una desgracia… Tranquilícese, se lo ruego, aquí lo traen.

La joven la escuchaba, muy pálida y sin acabar de entender qué le estaba diciendo. La calle se había llenado de gente; los cocheros renegaban en los coches de punto detenidos; unos hombres habían dejado las parihuelas delante de la tienda para abrir de par en par las puertas acristaladas.

-Ha sido un accidente -seguía diciendo Denise, resuelta a ocultar el intento de suicidio-. Estaba en la acera y resbaló bajo las ruedas de un ómnibus… Han sido sólo los pies… Ya han ido a buscar a un médico. No se preocupe.

La señora Robineau temblaba toda ella. Lanzó dos o tres gritos inarticulados; luego, no dijo nada más. Se dejó caer junto a las parihuelas y apartó los lienzos con temblorosas manos. Los hombres que las habían transportado esperaban, en la acera, a que apareciese por fin un médico, antes de volver a llevárselas. Nadie se atrevía a tocar a Robineau, que había recuperado el conocimiento y sufría cada vez más, al menor movimiento. Al ver a su mujer, le corrieron dos gruesas lágrimas por las mejillas. Ella lloraba, abrazada a él y sin dejar de mirarlo. En la calle, seguía el barullo. Se agolpaban los rostros de ojos relucientes, como ante un escenario; unas operarias, que se habían escapado de un taller, estaban a punto, para ver mejor, de echar abajo las lunas de los escaparates. A Denise se le ocurrió bajar el cierre metálico para librarse de tan febril curiosidad, opinando, por otra parte, que no convenía que la tienda siguiese abierta. Fue en persona a girar la manivela; el mecanismo chirriaba lastimeramente; las hojas de chapa bajaban despacio, como si fuesen un pesado telón al final del quinto acto. Y cuando volvió a entrar, cerrando tras de sí la puertecilla redonda, vio que la señora Robineau seguía ciñendo a su marido con un desesperado abrazo bajo la turbia claridad que entraba por las dos estrellas recortadas en la chapa. La arruinada tienda parecía desvanecerse en la nada, y el fulgor de las dos estrellas iluminaba aquella breve y brutal tragedia del París popular. La señora Robineau recuperó al fin el uso de la palabra:

-Querido mío… querido mío… ¡Ay, querido mío!

Sólo eso acertaba a decir; y él, atragantándose, lo confesó todo, presa de un ataque de remordimientos, al verla arrodillada de aquella forma, volcada sobre el vientre de madre, que se aplastaba contra las parihuelas. Si no se movía, sólo notaba el ardiente plomo de las piernas.

-Perdóname, he debido de volverme loco… Cuando el procurador me dijo en presencia de Gaujean que mañana se declaraba la quiebra, me pareció ver bailar unas llamas, como si se hubieran incendiado las paredes… Y ya no me acuerdo de qué sucedió después: iba calle de la Michodiére abajo, me dio la impresión de que los de El Paraíso de las Damas se reían de mí, de que el condenado edificio me aplastaba… Y, entonces, al dar la vuelta el ómnibus, me acordé de Lhomme y de su brazo, y me tiré bajo las ruedas…

La señora Robineau, ante tan aterradoras confesiones, se iba dejando caer, sentándose en el suelo poco a poco. ¡Dios santo! ¡Había querido matarse! Le cogió la mano a Denise, que se inclinaba hacia ella, trastornada por la escena. El herido, al que agotaban sus propias emociones, había vuelto a perder el conocimiento. ¡Y el médico que no llegaba! Ya habían recorrido todo el barrio dos hombres; y ahora el portero había puesto manos a la obra.

-No se preocupe -repetía Denise maquinalmente. Y ella también sollozaba.

Entonces la señora Robineau, sentada en el entarimado, con la cabeza a la altura de las parihuelas donde yacía su marido, apoyando la mejilla en las correas, le abrió el corazón.

-Ay, si yo le contase… Si ha querido matarse, ha sido por mí. Me decía continuamente: te he robado. El dinero era tuyo. Y, de noche, soñaba con esos sesenta mil francos, se despertaba sudando, se llamaba inútil. Decía que cuando no se tiene cabeza, no arriesga uno el dinero ajeno… Ya sabe que siempre ha sido nervioso y le ha dado mucha importancia a todo. Se imaginaba cosas que a mí me asustaban: me veía en la calle, vestida de harapos, pidiendo limosna, a mí, a quien tanto quiere, a la que tanto le habría gustado ver rica y dichosa…

Pero, al volver la cabeza, se dio cuenta de que su marido había abierto los ojos; y siguió hablando, entre balbuceos:

-Ay, querido mío, ¿por qué has hecho esto? ¿Por tan mala me tienes? Qué me importa a mí que nos hayamos arruinado. Mientras estemos juntos, nunca seremos desgraciados… Deja que se lo lleven todo. Vámonos a algún sitio en el que no oigamos nunca más hablar de ellos. En algo trabajarás, pese a todo, y verás qué felices podemos ser todavía.

Había apoyado la frente junto al pálido rostro del marido; y ahora callaban ambos, con enternecida angustia. Hubo un silencio. La tienda parecía dormitar, entumecida en el ceniciento crepúsculo que la bañaba; y, en tanto, tras la delgada chapa del cierre, se oía el estrépito de la calle, la actividad de la vida diurna, que pasaba junto con el retumbar de los coches v los empellones en las aceras. Al fin, Denise, que se acercaba a cada minuto a la estrecha puerta que daba al portal para echar una ojeada, regresó, exclamando:

-¡El médico!

Era un hombre joven de ojos vivos, que venía con el portero. Prefirió reconocer al herido antes de que lo metiesen en la cama. Sólo tenía rota una pierna, la izquierda, por encima del tobillo. Era una fractura limpia y, al parecer, no había que temer complicación alguna. Y ya se disponían a llevar las parihuelas al fondo, al dormitorio, cuando se presentó Gaujean. Venía a informar de una última gestión, en la que, por cierto, había fracasado. La declaración de quiebra era un hecho.

-¿Qué es esto? ;Qué ha sucedido?

Denise se lo contó en pocas palabras. Gaujean, entonces. pareció muy violento. Robineau le dijo con voz débil:

-No es que le guarde rencor, pero algo de culpa tiene usted en todo esto.

-Pardiez, querido amigo, había que tener más aguante que nosotros… Debe saber que no salgo yo mucho mejor parado que usted.

Ya estaban alzando las parihuelas. El herido halló aún fuerzas para decir:

-No; también otros con más aguante habrían tenido que ceder… Comprendo que unos viejos tozudos como Bourras y Baudu se hayan dejado el pellejo; pero nosotros… que éramos jóvenes, que aceptábamos la nueva marcha de las cosas… No, no, Gaujean, esto es el fin de un mundo, ¿sabe?

Se lo llevaron. La señora Robineau besó a Denise en un arrebato casi jubiloso, al verse al fin libre de aquellos quebraderos de cabeza de los negocios. Y Gaujean, que se retiraba junto con la joven, le confesó que el pobre Robineau estaba en lo cierto, que era una estupidez pretender luchar contra El Paraíso de las Damas. El, personalmente, sabía que si no podía volver al redil estaba perdido. Ya había hecho una gestión secreta la víspera: había hablado con Hutin, que iba precisamente a salir para Lyón. Pero no tenía esperanza alguna; e intentó que se interesase por sus asuntos Denise, de cuyo poder debía de estar al tanto.

-¡Peor para los fabricantes, qué quiere que le diga! -repetía-. Bien que se iba a reír todo el mundo de mí si me arruinase por seguir en la brecha defendiendo el interés de los demás, mientras los más fuertes se pelean por ver quién fabrica más barato… La verdad es que, como decía usted hace tiempo, lo que tienen que hacer los fabricantes es amoldarse al progreso organizándose mejor y recurriendo a procedimientos nuevos. Todo se solucionará; lo que hace falta es que el público esté contento.

Denise, sonriente, le respondió:

-Vaya a decirle todo eso al señor Mouret en persona… Le agradará que vaya usted a verlo y no es hombre capaz de guardarle rencor si le ofrece aunque no sea más que una ganancia de un céntimo por metro.

Una clara y soleada tarde del mes de enero murió la señora Baudu. Desde hacía quince días, no podía ya bajar a la tienda, que atendía una asistenta. Permanecía sentada en el centro de la cama, enderezada sobre unas almohadas. Lo único que aún vivía en el rostro blanco eran los ojos. Y, con la cabeza muy tiesa, los volvía obstinadamente hacia El Paraíso de las Damas, que divisaba enfrente, a través de los visillos. Baudu, al que hacía padecer aquella obsesión que era también la suya, aquella mirada de desesperante fijeza, intentaba a veces correr los cortinones. Pero ella lo detenía con ademán suplicante; se empecinaba en seguir mirando, hasta el último aliento. El monstruo ya se lo había quitado todo: su casa, a su hija. Y ella también se había ido muriendo poco a poco, junto con El Viejo Elbeuf, perdiendo la vida a medida que el comercio perdía la clientela. Los estertores de agonía de éste la dejaban sin resuello. Al sentirse morir, tuvo aún fuerzas para exigirle a su marido que abriese ambas ventanas. Hacía bueno; una capa de jubiloso sol doraba El Paraíso, mientras que el dormitorio de la antigua casa tiritaba a la sombra. La señora Baudu seguía con los ojos fijos, repletos de aquella visión que era como un monumento triunfal, de aquellas transparentes lunas tras las cuales pasaban al galope los millones. Las pupilas le fueron palideciendo despacio, se le fueron llenando de tinieblas, y cuando la muerte le extinguió la mirada, los ojos siguieron abiertos de par en par, sin dejar de mirar, anegados en gruesas lágrimas.

Todo el pequeño comercio arruinado del barrio volvió a desfilar en su comitiva fúnebre. Allí estaban los hermanos Vanpouille, con muy mala cara tras los vencimientos de diciembre, que habían conseguido atender con un supremo esfuerzo que no podrían volver a repetir. Bédoré, de Bédoré Hermanos, iba apoyado en un bastón, tan agobiado por las preocupaciones que se le había agravado la dolencia del estómago. A Desligniéres le había dado un ataque; Piot y Rivoire caminaban en silencio, mirando al suelo, como hombres acabados. Y nadie se atrevía a preguntar por los ausentes: Quinette, la señorita Tatin, y tantos otros que, de la noche a la mañana, naufragaban; a los que arrastraba el oleaje de los desastres. Por no hablar de Robineau, encamado, con la pierna rota. Pero los que más interés despertaban eran los nuevos comerciantes a los que iba alcanzando la peste: el perfumista Grognet; la señora Chadeuil, la sombrerera; y Lacassagne, el florista; y Naud, el zapatero, que aún se mantenían firmes, a los que sólo aquejaba aún la angustia ante aquella enfermedad que también acabaría por barrerlos a ellos. Detrás del coche mortuorio, caminaba Baudu, con el mismo paso de buey acogotado con el que había acompasado a su hija; y, en lo hondo del primer coche de duelo, podían verse los relucientes ojos de Bourras, bajo la maraña de las cejas, y su nevada melena.

Denise sintió una pena inmensa. Estaba exhausta, tras quince días de preocupaciones y agobios. Había tenido que llevar a un internado a Pépé; y Jean no la dejaba vivir, tan prendado de la sobrina del pastelero que había rogado a su hermana que pidiese su mano. Y la muerte de su tía, aquellas reiteradas desdichas, acababan de desesperarla. Mouret había vuelto a ponerse a su disposición; todo cuanto ella hiciese por su tío y por los demás, bien hecho estaría. Una mañana, volvieron a hablar de aquellos asuntos, al cundir las noticias de que Bourras se había quedado en la calle y de que Baudu iba a cerrar la tienda. Salió después del almuerzo, con la esperanza de poder ayudar a esos dos al menos.

Bourras estaba en la calle de la Michodiére, a pie firme en la acera, enfrente de su casa, de la que lo habían expulsado la víspera, tras una mala jugarreta, un hallazgo del procurador: como Mouret era su acreedor, éste acababa de obtener sin dificultad la declaración de quiebra del vendedor de paraguas; había adquirido, luego, por quinientos francos, en la venta del síndico, el arrendamiento; de forma tal que el obstinado anciano se había dejado arrebatar por quinientos francos lo que no había querido soltar por cien mil. Por lo demás, cuando se presentó el arquitecto con la cuadrilla de demolición, tuvo que recurrir al comisario para que lo expulsara. El género estaba ya vendido, los cuartos vacíos; y él se empecinaba en no salir del rincón en el que dormía y del que nadie se atrevía a echarlo por una postrera compasión. E incluso la cuadrilla de demolición empezó a derribar el tejado sin que él saliera. Quitaron las tejas podridas. Los techos se desplomaban; las paredes crujían; y él seguía allí, bajo las viejas vigas desnudas, rodeado de escombros. Al fin se fue, al llegar la policía. Pero, a la mañana siguiente, volvió a aposentarse en la acera de enfrente, tras haber pasado la noche en una pensión de la vecindad.

-Señor Bourras -dijo a media voz Denise.

Él no la oía; se comía con los ojos llameantes a los obreros de la demolición, que ya estaban empezando a derribar con los picos la fachada de la casucha. Ahora podía verse el interior por las ventanas vacías: los miserables cuartos, la escalera negra, a la que no le había dado el sol desde hacía doscientos años.

-¡Ah, es usted! -respondió al fin, cuando la hubo reconocido-. ¿Ha visto qué bien trabajan estos ladrones?

Denise no se atrevía a decir nada; la trastornaba la lamentable tristeza de la vieja casa y tampoco ella podía apartar la vista de las mohosas piedras que iban cayendo. Arriba, en una esquina del techo de su antigua habitación, divisaba aún el nombre, escrito con letras negras y temblonas: Ernestine, trazado con la llama de una vela. Y le volvían al recuerdo los días de miseria, la enternecían todas aquellas penas. Entre tanto, a los obreros se les había ocurrido, para derribar de una vez un muro entero, atacarlo por abajo. Ya se estaba tambaleando.

-¡Ojalá los aplaste a todos! -murmuró Bourras con salvaje voz.

Se oyó un tremendo crujido. Los obreros, espantados, salieron corriendo a la calle. El muro, al caer, desaplomaba y arrastraba consigo toda la ruinosa choza, que, sin duda, entre nivelaciones y grietas, casi no se tenía ya de pie; un empujón había bastado para abrirla de arriba abajo. Fue un derrumbamiento que llegaba al alma, el desplome absoluto de una casa de barro empapada de agua de lluvia. Ni un tabique permaneció en pie; sólo quedó en el suelo un montón de desechos, el estiércol de un pasado caído en el arroyo.

-¡Ay, Dios! -había gritado el anciano, como si el golpe le hubiese retumbado en las entrañas.

Se había quedado con la boca abierta; nunca hubiera pensado que todo acabaría tan deprisa. Y miraba la brecha abierta, el hueco, libre al fin, en el costado de El Paraíso de las Damas, libre ya de la verruga que lo deshonraba. Era el moscardón aplastado, la victoria definitiva sobre la irritante cabezonería de lo infinitamente pequeño, la invasión y la conquista de la manzana entera. Algunos transeúntes, que se habían congregado allí, hablaban a voces con los obreros, que se quejaban de aquellas edificaciones viejas que eran capaces de matar a cualquiera.

-Señor Bourras -repitió Denise, intentando apartarlo de aquel sitio-; ya sabe que no se queda abandonado. Se atenderán todas sus necesidades…

El se puso muy tieso.

-No tengo necesidades… La envían ellos, ¿verdad? Pues dígales que al tío Bourras no se le ha olvidado trabajar y que encontrará un jornal donde quiera… Sería muy cómodo, la verdad, dar limosna a las personas a las que se asesina.

Ella, entonces, se lo pidió por favor.

-Acepte, se lo ruego. No me deje con esta pena.

Pero él negaba con la canosa cabeza.

-No, no; se acabó. Muy buenas noches… Viva feliz, usted que es joven, y no impida que los viejos se vayan con sus ideas.

Lanzó una última ojeada al montón de escombros y, luego, se marchó con trabajoso paso. Ella siguió mirando aquella espalda, que se alejaba entre el tumulto de la acera. La espalda dobló la esquina de la calle de Gaillon, y ya no hubo nada más.

Denise permaneció quieta unos instantes, con la mirada ausente. Después, entró en la tienda de su tío. El pañero estaba sentado en el oscuro local de El Viejo Elbeuf. La asistenta sólo venía por la mañana y a última hora de la tarde, para guisar un poco y ayudarlo a quitar y colocar los postigos. Se pasaba las horas muertas sumido en aquella soledad, sin que, las más de las veces, lo molestara nadie durante todo el día. Y si alguna cliente se arriesgaba aún a entrar, se aturullaba y no sabía ya dónde estaba el género. Entre el silencio y la media luz, paseaba sin tregua, con el pesado caminar de los entierros de sus deudos, cediendo a una necesidad enfermiza, cayendo en auténticos ataques de marchas forzadas, como si pretendiese acunar y adormecer el dolor.

-¿Está mejor, tío? -preguntó Denise.

El se detuvo sólo un momento, y siguió andando luego desde la caja hasta un rincón oscuro.

-Sí, sí, muy bien… Gracias.

Denise buscaba algún tema reconfortante, algunas palabras alegres, y no se le ocurría nada.

-¿Ha oído qué ruido? Ya han tirado la casa.

-¡Anda! ¡Es verdad! -murmuró con expresión de asombro-. Ha debido de ser la casa… He notado que temblaba el suelo. Esta mañana, cuando los vi en el tejado, cerré la puerta.

E hizo un vago ademán para indicar que aquellas cosas ya habían dejado de interesarlo. Cada vez que volvía ante la caja, miraba el banco vacío, aquel banco de raído terciopelo en el que habían crecido su mujer y su hija. Luego, cuando el perpetuo paseo lo llevaba al extremo opuesto, miraba los casilleros perdidos en la sombra, en los que acababan de enmohecerse unas cuantas piezas de paño. Se enfrentaba a la casa viuda, la desaparición de los seres queridos, el vergonzoso fin de su negocio, y a sí mismo, paseando su corazón muerto y su abatido orgullo entre todas aquellas catástrofes. Alzaba los ojos hacia el techo negro, escuchaba el silencio que brotaba de las tinieblas del reducido comedor, aquel familiar rincón del que antes le gustaba incluso el olor a cerrado. Nada alentaba ya en la antigua vivienda; su paso, regular y pesado, retumbaba en las viejas paredes como si estuviera hollando el sepulcro de sus afectos.

Por fin abordó Denise el tema que la había traído.

-Tío, no puede seguir así. Habría que tomar una determinación.

Él repuso, sin detenerse:

-Sí, claro. Pero ¿qué quieres que haga? He intentado vender el negocio y no ha venido nadie… Así que una mañana de éstas, cerraré la tienda y me marcharé.

Denise sabía que no había que temer ya una quiebra. Los acreedores habían preferido llegar a un acuerdo, al ver cómo se encarnizaba con él el destino. Todo estaba pagado y su tío sencillamente, se quedaba en la calle.

-¿Y luego qué hará usted?-susurró ella, una transición que le permitiera llegar ¡ti ofrec miento que se no atrevía a formular.

-No lo sé -repuso él-. Alguien me recogerá.

Había variado el itinerario. Ahora iba del comedor a los escaparates de la fachada. Y, cada vez que llegaba ante ellos, miraba con expresión lúgubre aquellos lastimosos escaparates, con sus artículos olvidados. Ni siquiera alzaba ya la vista hacia la triunfante fachada de El Paraíso de las Damas, cuyo trazado arquitectónico se perdía a derecha e izquierda, a ambos lados de la calle. Había llegado al anonadamiento y ya ni siquiera tenía fuerzas para indignarse.

-Oiga, tío -acabó por decir Denise, muy apurada-, es posible que hubiera un puesto para usted…

Rectificó, entre balbuceos:

-Sí, me han encargado que le ofrezca un puesto de inspector.

-¿Dónde? -preguntó Baudu.

-Pues enfrente… Con nosotros… Seis mil francos, un trabajo descansado.

Baudu se detuvo de repente frente a Denise. Pero en vez de montar en cólera, como temía ella, se puso muy pálido, sucumbiendo a una emoción dolorosa, a una amarga resignación.

-Enfrente, enfrente -tartamudeó varias veces-. ¿Quieres que trabaje enfrente?

Denise se contagiaba de aquella conmoción. Volvía a ver la prolongada lucha de ambos comercios, asistía a los entierros de Geneviéve y de la señora Baudu, tenía ante los ojos El Viejo Elbeuf derrotado, caído en tierra, contemplaba cómo lo degollaba El Paraíso de las Damas. Y al pensar en su tío trabajando enfrente, paseándose por los almacenes con corbata blanca, el corazón le daba saltos de lástima y rebeldía.

-Vamos a ver, Denise, hija mía, ¿cómo se te ocurre? -se limitó a decir Baudu, mientras cruzaba las pobres manos temblorosas.

-¡No, no, tío! -exclamó ella, con un arrebato de todo su ser, recto y bondadoso-. No estaría bien… Perdóneme, se lo ruego.

Él había reanudado la caminata y sus pasos turbaban de nuevo el sepulcral vacío de la casa. Y cuando Denise lo dejó, seguía andando, andando sin parar, con ese caminar tozudo de las grandes desesperaciones que dan vueltas sobre sí mismas sin poder salir nunca de ese círculo.

Denise volvió a padecer de insomnio aquella noche. Acababa de tocar fondo en su impotencia. No hallaba forma de remediar siquiera el sufrimiento de los suyos. Tenía que presenciar hasta sus últimas consecuencias la invencible obra de la vida, que no quiere otra simiente continua que no sea la muerte. Ya no se revolvía; aceptaba la ley de aquella lucha. Pero al acordarse de la humanidad sufriente, su alma femenina rebosaba de apenada bondad, de fraternal ternura. Ella también llevaba años aprisionada en los engranajes de la máquina. ¿Acaso no había sangrado entre ellos? ¿Acaso no la habían herido los demás? ¿No la habían rechazado, mancillado e injuriado? Incluso ahora se espantaba a veces cuando se daba cuenta de que la lógica de los acontecimientos la había escogido. ¿Por qué a ella, que era tan poca cosa? ¿Por qué su mano menuda tenía de repente tanto poder sobre la labor del monstruo? Y aquella fuerza, que barría con todo, la arrastraba a ella también, a ella, cuyo advenimiento tenía que haber sido una revancha. Mouret había ideado aquella maquinaria que lo aplastaba todo, cuyo brutal funcionamiento la indignaba; había sembrado de ruinas el barrio, había despojado a unos y matado a otros. Y, pese a todo, ella lo amaba porque su obra era grande; lo amaba más y más a cada uno de los excesos de su poder, pese al caudal de lágrimas que la arrollaba al presenciar la sagrada miseria de los vencidos.

Bajo un limpio sol de febrero, bordeaban la calle de Le-DixDécembre, recién acabada, una hilera de casas, blancas como la tiza, y la fila de los últimos andamios que aún quedaban en algunos edificios algo atrasados. Por aquella brecha de luz, que dividía en dos la húmeda oscuridad del barrio de Saint-Rock, transitaban, con desahogado paso de conquista, oleadas de carruajes. Y, entre la calle de la Michodiére y la calle de Choiseul, se atropellaba, como en un motín, un gentío soliviantado por la propaganda de un mes entero, que alzaba la vista para contemplar, con la boca abierta, la monumental fachada de El Paraíso de las Damas, que se inauguraba aquel lunes, coincidiendo con la gran venta blanca.

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