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El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 13)



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Era una ingente y polícroma secuencia arquitectónica, jubilosa y flamante, que realzaban múltiples dorados, digna anticipación de la algarabía y la brillantez de las transacciones comerciales del interior; la vista quedaba prendida en ella como en una gigantesca presentación de artículos que refulgiera con los colores más vivos. La planta baja, para no matar el efecto de las telas de los escaparates, lucía el decorado adecuadamente sobrio de un zócalo de mármol verde mar; las columnas maestras y los pilares de esquina iban forrados de un mármol negro, cuya severidad aliviaban unas tarjetas doradas; y el resto eran lunas en marcos de acero, sólo lunas, que parecían abrir paso a la claridad de la calle hasta lo más recóndito de galerías y patios. Pero, a medida que se alzaban los pisos, iba encendiéndose la llama de los tonos deslumbrantes. En el friso de la entreplanta, se desplegaba hasta el infinito, ciñendo al coloso, una faja de mosaicos, una guirnalda de flores rojas y azules, que alternaba con placas de mármol en las que estaban grabados los nombres de mercancías diversas. Más arriba, el zócalo del primer piso, de ladrillo vidriado, servía de soporte a nuevas lunas, amplias cristaleras que subían hasta el friso, compuesto de escudos dorados con las armas de las ciudades de Francia, y de motivos de terracota, en cuyo vidriado se repetían los tonos claros del zócalo. Por fin, de la parte más alta brotaba la cornisa, como si fuera la ardiente floración de toda la fachada: los mosaicos y los azulejos volvían a aparecer en ella, con tonos más cálidos; el dorado cinc de los canalones se adornaba con calados; y, en el frontón, se alineaba una pléyade de estatuas que representaban las ciudades con industrias y manufacturas destacadas, cuyas esbeltas siluetas se recortaban bajo el claro sol. Lo que más maravillados tenía a los curiosos era la puerta central, tan alta como un arco de triunfo y decorada también con profusión de mosaicos, azulejos y terracotas. La remataba un grupo alegórico que relumbraba, recién dorado: una bandada de risueños Amorcillos engalanaba y cubría de besos a la Mujer.

A eso de las dos, un piquete de orden tuvo que despejar la aglomeración y organizar el estacionamiento de los carruajes. Al fin estaba concluido el palacio, el templo dedicado al culto de los locos despilfarros de la moda. Dominaba el barrio, extendía sobre él su sombra. Tan bien había cicatrizado la llaga que dejó en su costado el derribo de la casucha de Bourras que habría sido inútil buscar el emplazamiento de aquella antigua verruga. Las cuatro fachadas enfilaban las cuatro calles, soberbiamente aisladas, sin que se viera en ellas un solo fallo. En la acera de enfrente, El Viejo Elbeuf ya no abría desde que Baudu había ingresado en una casa de retiro; la tienda parecía apresada dentro de una tumba, tras los postigos que ya nunca quitaba nadie; poco a poco, los iban ensuciando las salpicaduras de los coches; y los carteles, la marea creciente de la publicidad, los asfixiaba, adhiriéndolos entre sí, como una última paletada de tierra arrojada sobre el desaparecido establecimiento. En el centro de aquella fachada muerta, que habían manchado los escupitajos de la calle y cubierto la abigarrada capa de harapos del barullo parisino, destacaba, como una bandera enhiesta en lo más alto de un imperio conquistado, un gigantesco cartel amarillo, recién impreso, que anunciaba con letras de dos pies de alto la gran venta de El Paraíso de las Damas. Era como si, tras las sucesivas ampliaciones, el coloso, avergonzándose del renegrido barrio en el que había visto humildemente la luz, para degollarlo más tarde, sintiese repugnancia por él y hubiera decidido, al fin, darle la espalda, relegando a la parte trasera el barro de las estrechas calles y brindando el rostro de nuevo rico a la arteria bullanguera y soleada del París moderno. Ahora era más fornido, como podía apreciarse en el grabado que ilustraba los carteles, a semejanza de un ogro de cuento cuyos hombros amenazasen con horadar las nubes del cielo. Veíase, en el primer plano de dicho grabado, la calle de Le-DixDécembre y las de la Michodiére y de Monsigny, abarrotadas de negras figurillas y estirándose de forma desmesurada como para dar cabida a la clientela del mundo entero. Venían luego los edificios propiamente dichos, exageradísimos, vistos a vuelo de pájaro; los cuerpos de techumbres que remataban las galerías cubiertas; las cristaleras bajo las que se intuían los patios; todo un lago infinito de vidrio y cinc resplandeciendo al sol. Más allá, se extendía París, pero un París empequeñecido, que el monstruo engullía: las casas, modestas como chozas en sus proximidades, se dispersaban luego formando un confuso polvillo de chimeneas. Los monumentos parecían desvanecerse: dos trazos, a la izquierda, para Notre-Dame; un acento circunflejo a la derecha para los Inválidos; al fondo, el Panteón, perdido y vergonzante, más diminuto que una lenteja. El horizonte era una nube polvorienta, nada más que un marco insignificante que abarcaba hasta las alturas de Chátillon, hasta el campo abierto cuya postergación dejaban intuir aquellas difuminadas lejanías.

Desde por la mañana, no había dejado de crecer el barullo. Ningún comercio había conmocionado nunca a la ciudad con tan estruendosa propaganda. El Paraíso gastaba ya casi seiscientos mil francos anuales en carteles, en anuncios, en publicidad de todo tipo; enviaba ya cerca de cuatrocientos mil catálogos; despedazaba más de cien mil francos de tejidos para confeccionar los muestrarios. Había invadido de forma definitiva los periódicos, las paredes, los oídos del público, como una monstruosa trompeta de bronce que sonase sin tregua, enviando a los cuatro puntos cardinales el estruendo de las grandes ventas. Y, a partir de ahora, aquella fachada ante la que se atropellaba el gentío se iba a convertir en un reclamo vivo, con su lujo pinturero y dorado de bazar; sus amplios escaparates, donde cabía entero el poema del atuendo femenino; su prodigalidad de rótulos pintados, grabados y tallados, desde las placas de mármol de la planta baja hasta los redondeadas hojas de chapa, cuyos arcos coronaban los tejados y desplegaban el oro de unos banderines en los que podía leerse el nombre del establecimiento en letras del color del tiempo recortadas sobre la bóveda azul. Para festejar la inauguración, había, además, trofeos y banderas; de cada piso colgaban pendones y estandartes con las armas de las principales ciudades de Francia; y, en lo más alto, los pabellones de las naciones extranjeras palpitaban al viento en la cima de sus mástiles. En la planta baja, por fin, la venta blanca relumbraba, en lo hondo de los escaparates, con cegadora intensidad. Todo blanco, sólo blanco; la cegadora blancura de una canastilla completa y una pila de sábanas a la izquierda, la de una capilla de visillos y pirámides de pañuelos a la derecha. Y, entre las colgaduras de la puerta, las piezas de hilo, de calicó, de muselina, que caían en capas, como aludes de nieve, se erguían unos figurines vestidos, unas hojas de cartulina azulada que representaban a una novia joven y a una señora con traje de baile, ambas de tamaño natural, ataviadas con encajes y sedas auténticos y luciendo una sonrisa en los rostros pintados. Se formaban, uno tras otro, corros de mirones; el pasmo de la muchedumbre rezumaba deseo.

Y esta curiosidad que rodeaba El Paraíso de las Damas era aún más acuciante por causa de un siniestro que todo París comentaba: el incendio de Las Cuatro Estaciones, los grandes almacenes que Bouthemont había abierto cerca de la ópera hacía apenas tres semanas. Los periódicos rebosaban de detalles: el fuego, debido a una explosión nocturna de gas; la aterrada huida de las dependientes en camisón; el heroico comportamiento de Bouthemont, que había salvado a cinco de ellas echándoselas a la espalda. Por lo demás, las enormes pérdidas estaban cubiertas y el público empezaba ya a encogerse de hombros, diciendo que el suceso se estaba convirtiendo en una estupenda propaganda. Pero, por el momento, la atención se centraba una vez más en El Paraíso; todo el mundo acogía con febril interés las anécdotas que iban de boca en boca y se interesaba hasta la obsesión por aquellos bazares que tan importante papel desempeñaban en la vida pública. ¡Menuda suerte tenía el hombre aquel! París aclamaba su buena estrella, acudía para ver su firme asentamiento, pues hasta el fuego estaba de su parte y se encargaba de librarlo de la competencia; y ya había quien calculaba las ganancias de la temporada; y quien evaluaba el crecido oleaje de clientes que el obligado cierre de la casa rival haría pasar bajo el dintel de su puerta. Mouret había sentido, por breve tiempo, cierta inquietud, inmutándose al sentir que una mujer se alzaba en contra de él, esa misma señora Desforges a la que debía hasta cierto punto su suerte. Y también lo irritaba el diletantismo financiero del barón Hartmann, que invertía dinero en ambos negocios. Y, más que nada, lo exasperaba que no se le hubiera ocurrido a él la idea genial que había tenido Bouthemont: el párroco de La Madeleine, con todos sus curas a la zaga, acababa de bendecir los almacenes de aquel hombre tan apegado a los placeres terrenales. Una ceremonia pasmosa, toda la pompa de la religión paseándose de la seda a los guantes; Dios bajando entre los pantalones de mujer y los corsés. Bendiciones tales no habían impedido que todo ardiera; pero, no obstante, habían sido más provechosas que un millón de anuncios, pues la clientela de la buena sociedad había quedado muy impresionada. Desde ese momento, había empezado a soñar Mouret con traer a sus almacenes al arzobispo.

Daban ya las tres en el reloj que coronaba la puerta. Era la hora de los agobiantes empujones vespertinos: cerca de cien mil clientes se arremolinaban hasta la asfixia en las galerías y los patios. Fuera, toda la calle de Le-Dix-Décembre estaba llena, de punta a punta, de coches estacionados. Y, yendo hacia la ópera, otra aglomeración llegaba hasta el fondo del callejón sin salida del que iba arrancar la futura avenida. Los simples coches de punto se mezclaban con los cupés de casas ricas; los cocheros esperaban entre las ruedas; las hileras de caballos relinchaban y sacudían las chispas que el sol prendía en las cadenillas de las barbadas. Se sucedían continuamente las filas de espera, entre las voces de los mozos y los avances de las bestias, que se arrimaban espontáneamente, aproximando los vehículos, en tanto que otros venían a sumarse sin tregua a los anteriores. Los peatones, en medrosas bandadas, se apresuraban a subirse a las aceras, abarrotadas de gente en la huidiza perspectiva de la arteria ancha y recta. Subía un clamor entre los blancos edificios y el caudal de aquel río humano fluía bajo la desfogada alma de París con un hálito gigantesco y manso cuya desmesurada caricia notaban todos.

Parada delante de uno de los escaparates, la señora De Boves, a la que acompañaba su hija Blanche, contemplaba, junto con la señora Guibal, una presentación de vestidos a medio confeccionar.

-¡Ay, fíjese! -dijo-. ¡Mire qué vestidos de hilo a diecinueve francos con setenta y cinco!

Dichos vestidos, presentados en unas cajas de cartón cuadradas que cerraba un lazo, estaban doblados de forma tal que sólo se veían los bordados rojos y azules de la guarnición; cada una de las cajas tenía un grabado en la esquina, en el que una joven con aires de princesa lucía la prenda ya acabada.

-No vaya a creer que valen mucho más -dijo a media voz la señora Guibal-. En cuanto los toque se dará cuenta de que tienen poquísimo cuerpo.

Desde que el señor De Boves no se podía mover del sillón donde lo tenían clavado sus ataques de gota, ambas señoras eran íntimas. La mujer toleraba a la amante, pues prefería, pese a todo, que los asuntos de esa índole transcurriesen dentro de casa, ya que de esta forma conseguía, para sus gastos, algún dinero, que el marido consentía en dejarse sustraer, ya que también necesitaba que hicieran con él la vista gorda.

-¡Entremos, pues! -añadió la señora Guibal-. Vamos a ver qué tienen. ¿No están citadas dentro con su yerno de usted?

La señora De Boves no respondió; tenía la mirada perdida y parecía absorta en la contemplación de la hilera de coches, cuyas portezuelas iban abriéndose, una tras otra, para dar paso sin cesar a nuevas clientes.

-Sí -dijo Blanche, con su voz cansina-. Paul ha quedado en recogernos en la sala de lectura a eso de las cuatro, cuando salga del ministerio.

Llevaban casados un mes y Vallagnosc, tras un permiso de tres semanas, que había pasado con su mujer en el sur de Francia, acababa de reincorporarse al trabajo. La joven tenía ya la complexión de su madre; era como si el matrimonio la hubiera inflado, tornándola más corpulenta.

-¡Pero si allí está la señora Desforges! -exclamó la condesa, clavando la vista en un cupé que se detenía en aquel momento.

-¿Qué le parece? -susurró la señora Guibal-. ¡Después de todo lo que ha pasado! Todavía debe de estar lamentándose del incendio de Las Cuatro Estaciones.

Era, efectivamente y pese a todo, Henriette. Divisó a ambas señoras y se dirigió hacia ellas con expresión risueña, ocultando la derrota bajo la soltura mundana de sus modales.

-Pues sí, he querido ver lo que había por aquí. Siempre vale más enterarse personalmente, ¿verdad? El señor Mouret y yo no hemos perdido las amistades; aunque dicen que está furioso desde que tengo participación en la casa rival… Lo único que no puedo perdonarle es que haya visto con buenos ojos la boda… ya saben… la de ese: muchacho, Joseph, con mi protegida, la señorita De Fontenailles.

-¿Cómo? ¿Ya es cosa hecha? -la interrumpió la señora De Boves-. ¡Qué espanto!

-Pues sí, querida, y sólo para ponernos el pie en la nuca. Lo conozco bien; ha querido dejar patente que las jóvenes de nuestro mundo sólo valen para casarse con mozos de almacén.

Se iba mostrando cada vez más locuaz. Las cuatro seguían en la acera, en medio de los empujones de la entrada. Poco a poco, no obstante, se fue apoderando de ellas la corriente y, sólo con dejarse llevar, cruzaron la puerta como en volandas, sin darse cuenta, levantando el tono de voz para poder seguir con la charla. Ahora, se preguntaban unas a otras qué sabían de la señora Marty. Corría el rumor de que el pobre señor Marty, tras una serie de violentas broncas familiares, acababa de enfermar de un delirio de grandeza: hundía los brazos hasta el codo en las riquezas de la tierra, agotaba minas de oro, llenaba a rebosar volquetes con brillantes y piedras preciosas.

-¡Pobre infeliz! -dijo la señora Guibal-. El siempre tan raído, con su modestia de profesor particular… ¿Y la mujer?

-Ahora anda ordeñando a uno de sus tíos -repuso Henriette-. Un buenazo que se fue a vivir con ella cuando se quedó viudo… Por cierto, que por aquí debe de andar; ya nos la encontraremos.

Pero la sorpresa clavó en el sitio a las señoras. Ante ellas se extendían los almacenes más grandes del mundo, como decía la propaganda. Ahora, la gran galería central, que daba, por un lado, a ja calle de Le-Dix-Décembre y, por el otro, a la calle Neuve-Saint-Augustin, los cruzaba de punta a punta. Y, al tiempo, a derecha e izquierda, semejantes a las naves laterales de una iglesia, la galería Monsigny y la galería Michodiére bordeaban también, sin interrupciones, estas dos calles. De trecho en trecho, entre las armazones metálicas de las escaleras voladas y las pasarelas, se abrían las anchurosas encrucijadas de los patios. La disposición interior había cambiado por completo: ahora, a las oportunidades se entraba por la calle de Le-DixDécembre; la seda estaba en el centro; los guantes se hallaban al fondo, en el patio Saint-Augustin; y, cuando se alzaba la vista desde el nuevo patio central, seguía viéndose la ropa de cama, que habían trasladado de un extremo a otro de la segunda planta. Los departamentos sumaban ya la enorme cifra de cincuenta; algunos, recién creados, se inauguraban ese mismo día; otros habían crecido en exceso, por lo que había sido necesario desdoblarlos, sin más, para facilitar la venta. Y, debido a este continuo crecimiento del negocio, había habido también que aumentar, al dar comienzo la nueva temporada, el personal, que alcanzaba ya la cifra de tres mil cuarenta y cinco empleados.

Lo que asombraba a las señoras era el prodigioso espectáculo de la gran venta blanca. Se hallaron, nada más entrar, en el centro del vestíbulo, un patio con claras lunas y suelo de mosaico, en el que se exponían artículos baratos ante los que se detenía, cautivado, el voraz gentío. Las galerías corrían, luego, hacia el fondo en medio de una deslumbrante blancura, una perspectiva boreal, toda una comarca nevada que mostraba una infinita extensión de estepas tapizadas de armiño, una acumulación de glaciares que encendía el sol. Se repetía allí el color blanco de los escaparates, pero más vivo, colosal, ardiendo de un extremo a otro del inmenso bajel con la llama blanca de un incendio en su apogeo. Sólo blanco; todos los artículos blancos de cada departamento; una orgía de tonos blancos; un astro blanco cuya radiación inmóvil cegaba al principio, sin que fuera posible distinguir los detalles entre aquella blancura única. Mas no tardaban los ojos en hacerse a ella: a la izquierda, la galería Monsigny albergaba hileras de promontorios blancos de hilo y calicó, blancos peñones de sábanas, toallas y pañuelos; al tiempo, en la galería Michodiére, a la derecha, que ocupaban la mercería, la calcetería y los géneros de lana, se exponían blancas estructuras construidas con botones de nácar; un gran telón de fondo formado con calcetines blancos; toda una sala tapizada de muletón blanco que iluminaba una lejana ráfaga de luz. Pero el foco de claridad irradiaba sobre todo desde la galería central, desde las cintas y las pañoletas, los guantes y las sedas. Los mostradores habían desaparecido bajo la blancura de sedas y cintas, de guantes y pañoletas. Alrededor de las delgadas columnas, se enroscaban bullones de muselina blanca, que ceñían, de trecho en trecho, las lazadas de blancos pañuelos de cuello. Unos drapeados blancos, en los que se alternaban el piqué y el bombasí, adornaban las escaleras, trepaban por las barandillas y rodeaban los patios hasta la altura del segundo piso; ascendía lo blanco, como alas que se fueran elevando, para agolparse y perderse, luego, en las alturas, como un vuelo de cisnes. Caía después desde las bóvedas en una nevada de plumón, una cortina de grandes copos: colchas blancas y cubrepiés blancos colgaban de ellas, ondeando al aire, como banderas en una iglesia; cruzaban de un lado a otro surtidores de guipur, que eran como suspendidos enjambres de mariposas blancas, de estático zumbido; por todas partes había un temblor de encajes, que flotaban como hilos de araña en una mañana estival, colmando el espacio con su blanco hálito. Y lo más maravilloso, el altar de aquella religión de lo blanco, era, encima del mostrador de las sedas, en el patio principal, una tienda de campaña hecha con visillos blancos que caían desde la cristalera. Las muselinas, las gasas, los guipures artísticos manaban en livianas ondas, en tanto que unos tules bordados, de esmeradísimo trabajo, y unas piezas de seda de Oriente de lamé de plata servían de telón de fondo a aquel gigantesco decorado, que era a un tiempo tabernáculo y alcoba. Habríase dicho un enorme lecho blanco, cuyos virginales volúmenes aguardaban, como en las leyendas, a la cándida princesa, esa que había de llegar un día, todopoderosa, tocada con el velo blanco de las novias.

-¡Ah! ¡Qué extraordinario! -repetían las señoras-. ¡Es inaudito!

No se cansaban de aquella canción blanca que entonaban los tejidos de la casa entera. Era lo más grande que había hecho nunca Mouret, la mayor muestra de su genialidad de escaparatista. Bajo tanta blancura desplomada, entre el aparente desorden de las telas, que caían como al desgaire de los casilleros desfondados, corría una frase armónica, una desarrollada secuencia de blanco en todas sus tonalidades, que nacía, crecía y florecía con la misma complejidad orquestal que una fuga magistral, cuya progresiva organización arrastrase consigo a las almas en un vuelo cada vez más amplio. Solo blanco, pero nunca el mismo blanco; todos los blancos, superponiéndose unos a otros, oponiéndose, completándose, alcanzando el resplandor de la luz misma. Abrían la marcha los blancos mates del calicó y el hilo, los blancos apagados de la franela y el paño; seguían los terciopelos, las sedas, los rasos, una gama in crescendo, el blanco cada vez más luminoso, más ardiente, que remataban minúsculas llamas en los quiebros de los pliegues; y el blanco alzaba el vuelo en la transparencia de los visillos, hasta convertirse en claridad sin trabas en las muselinas, los guipures, los encajes, y, sobre todo, en los tules, tan livianos que eran como la nota más aguda, perdida; y, en tanto, la plata de las piezas de seda oriental alzaba la potente voz en lo hondo de la gigantesca alcoba.

Los almacenes palpitaban de vida; el gentío tomaba al asalto los ascensores; en el ambigú no cabía un alfiler, ni tampoco en el salón de lectura; todo un pueblo viajaba por aquellos espacios nevados, una muchedumbre oscura. Parecían patinadores en un lago de Polonia, en pleno mes de diciembre. En la planta baja, iba y venía el reflujo de un sombrío oleaje en el que sólo se podían distinguir la expresión arrobada de los delicados rostros femeninos. En los vanos de la armazón de hierro, por las escaleras, por las pasarelas, iba ascendiendo luego una infinita procesión de diminutas siluetas, que parecían extraviadas entre aquellas nevadas cumbres. Al contemplar los helados promontorios, sorprendía el sofocante calor de invernadero. El zumbido de las voces retumbaba con la fuerza de un río crecido. En el techo, la profusión de dorados, las vidrieras con incrustaciones de oro, los rosetones de oro, semejaban rayos de sol brillando sobre los Alpes de la gran venta blanca

-Vamos a ver -dijo la señora De Boves-. ¿Y si avanzáramos? No podemos quedarnos aquí.

Desde que había entrado, el inspector Jouve, de plantón cerca de la puerta, no le había quitado la vista de encima. Cuando la señora De Boves se volvió, se cruzaron sus miradas. Luego, al seguir caminando ella, el inspector dejó que le tomase cierta delantera y la fue siguiendo, a distancia, como si no le hiciese caso.

-¡Anda! -dijo la señora Guibal, deteniéndose de nuevo delante de la primera caja, entre empellones-. ¡Qué detalle tan bonito, este de las violetas!

Se refería al nuevo obsequio de El Paraíso, una ocurrencia de Mouret, que había aireado en todos los periódicos: unos ramilletes de violetas blancas, que compraba a miles en Niza y regalaba a todas las clientes que hiciesen una compra, por pequeña que fuera. Al lado de cada caja, unos mozos de librea los repartían, bajo la supervisión de un inspector. Al cabo de un rato, no hubo cliente sin flores; aquella blanca boda colmaba los almacenes, todas las mujeres paseaban consigo un penetrante perfume de flor.

-Es verdad -dijo a media voz la señora Desforges con tono de envidia-. ¡Qué idea tan buena!

Pero, en el preciso instante en que las señoras iban a reanudar la marcha, oyeron a dos dependientes que bromeaban acerca de las violetas. Uno, flaco y alto, parecía atónito: ¿así que por fin era cosa hecha la boda del dueño con la encargada de la ropa de confección? Y otro, bajo y grueso, le contestaba que nunca había estado muy claro, pero que, por si acaso, ya estaban compradas las flores.

-¿Cómo? -dijo la señora De Boves-. ¿Que el señor Mouret se casa?

-Primera noticia -respondió Henriette, haciéndose la indiferente-. Y, además, todos acaban siempre por casarse.

La condesa lanzó una rápida mirada a su nueva amiga. Ahora entendían las dos el porqué de la presencia de la señora Desforges en El Paraíso de las Damas, pese a las enemistades de la ruptura. No cabía duda de que había sucumbido a una invencible necesidad de enterarse y de padecer.

-Me quedo con usted -dijo la señora Guibal, a quien se le había despertado la curiosidad-. Ya nos reuniremos con la señora De Boves en el salón de lectura.

-Me parece muy bien -dijo ésta-. Yo quiero pasar por la primera planta. ¿Vienes, Blanche?

Y subió, con su hija pisándole los talones, en tanto que el inspector Jouve, que no había dejado de seguirla, lo hacía por una escalera próxima, para que no se fijara en él. Las otras dos señoras se perdieron entre la muchedumbre compacta de la planta baja.

En todos los mostradores, entre el barullo de la venta, sólo se hablaba, una vez más, de los amores del dueño. La aventura, que llevaba meses dando tema de conversación a los dependientes, satisfechísimos de la prolongada resistencia de Denise, acababa de desembocar, de repente, en una crisis; había corrido la voz, la víspera, de que la joven se iba de El Paraíso, pese a las súplicas de Mouret, pretextando una gran necesidad de tomarse un descanso. Y el debate estaba abierto: ¿se iría o no se iría? De departamento en departamento, se hacían apuestas de cinco francos para el siguiente domingo. Los más avispados se jugaban un almuerzo a que al final habría boda. Los otros, empero, los que estaban convencidos de que Denise se marchaba, tampoco arriesgaban el dinero a la ligera. Era cierto que la empleada tenía la fuerza de una mujer adorada y que se resiste; pero el patrón, por su parte, tenía la fuerza de la riqueza, de una feliz viudedad, de un orgullo que una última exigencia podía irritar. Por lo demás, todos estaban de acuerdo en que aquella dependiente, tan poquita cosa, había llevado el asunto con la ciencia de una lagartona genial y estaba jugando la baza definitiva al ponerlo entre la espada y la pared. O te casas conmigo o me marcho.

Nada más lejos, no obstante, de los pensamientos de Denise. Nunca había formulado exigencia alguna ni elaborado ningún cálculo. Y si había adoptado la decisión de irse era como consecuencia de los juicios que, para mayor sorpresa suya, corrían acerca de su conducta. ¿Acaso había querido ella cuanto estaba sucediendo? ¿Acaso se mostraba taimada, coqueta o ambiciosa? Se había limitado a estar allí. Y era la primera sorprendida de que alguien pudiera quererla tanto. Incluso ahora, ¿por qué interpretaban como una hábil maniobra su decisión de irse de El Paraíso? ¡Pero si era de lo más lógico! Había terminado por padecer un nervioso malestar, unos intolerables ataques de angustia, al notar que la cercaban aquellos comadreos, que nacían una y otra vez en el establecimiento, y también las ardientes obsesiones de Mouret, a las que se sumaba la lucha que tenía que mantener consigo misma; y prefería alejarse, pues la embargaba el temor de ceder un día y lamentarlo luego durante toda la vida. Ignoraba si había en ello alguna astuta táctica; se preguntaba con desesperación qué hacer para que no pareciese que andaba a la caza de marido. Ahora la irritaba la idea de una boda; estaba decidida a seguir diciendo que no, a decir siempre que no, en el caso de que Mouret llevase la locura hasta tales extremos. Nadie más que ella tenía que sufrir. La necesidad de aquella separación la hacía llorar; pero se repetía a sí misma, con su enorme coraje, que era inevitable, que no volvería a sentir ni sosiego ni dicha si se comportaba de otra forma.

Cuando Mouret recibió su dimisión, permaneció mudo, pareció frío en su esfuerzo por contenerse. Luego manifestó, con tono seco, que le daba ocho días para que lo meditase antes de consentir que cometiera semejante equivocación. Cuando, transcurridos los ocho días, ella volvió a la carga y manifestó la voluntad formal de irse tras la gran venta, Mouret tampoco se dejó llevar, en esta ocasión, por la ira, e intentó convencerla con razones: iba a renunciar a la suerte, nunca volvería a encontrar en ningún sitio el puesto que desempeñaba en su establecimiento. ¿Tenía acaso otra oportunidad a la vista? Estaba dispuesto a ofrecerle las mismas ventajas que tuviese la esperanza de conseguir en otra casa. Y, al contestarle la joven que no había buscado trabajo, que su intención era empezar por descansar un mes en Valognes, aprovechando los ahorros que tenía, le preguntó qué inconveniente había en que regresara luego a El Paraíso si lo único que la obligaba a dejarlo era su estado de salud. Denise callaba ante el tormento de aquel interrogatorio. Pensó él entonces que se iba para reunirse con un amante, o quizá con un marido. ¿Acaso no le había confesado hacía un año que estaba enamorada de un hombre? Desde entonces llevaba en pleno corazón, clavada como un cuchillo, aquella confesión que le había arrancado en un momento de turbada debilidad. Por eso lo abandonaba todo Denise, para seguir a aquel hombre, para casarse con él. Así se explicaba su obstinación. Todo había acabado. Mouret se limitó, pues, a añadir, con el mismo tono helado, que, puesto que no quería decirle las verdaderas causas de su marcha, no la retenía más. Aquella charla tan seca, sin ira alguna, trastornó más a Denise que la escena violenta que había temido.

Durante la semana que Denise tenía aún que pasar en los almacenes, Mouret conservó la misma palidez hierática. Cuando cruzaba por los departamentos, fingía no verla. Nunca había parecido más indiferente a todo, más absorto en el trabajo. Y las apuestas se reanudaron. Sólo los muy valientes se atrevían a correr el riesgo de perder un almuerzo jugando la carta de la boda. No obstante, bajo aquella frialdad, tan poco usual en él, ocultaba Mouret un pavoroso ataque de indecisión y sufrimiento. Furiosos arrebatos le subían la sangre a la cabeza: lo veía todo rojo, soñaba con abrazar estrechamente a Denise y no volver a soltarla, al tiempo que sofocaba sus gritos. Luego, quería razonar, buscaba medios prácticos para impedirle que cruzase la puerta; pero topaba sin cesar con su impotencia, con la rabia de saber que su fuerza y su fortuna eran inútiles. Una idea, empero, iba creciendo entre aquellos proyectos locos y se iba imponiendo poco a poco, aunque lo sublevaba. Tras la muerte de la señora Hédouin, había jurado no volver a casarse; una mujer le había dado su primera oportunidad y ahora estaba resuelto a sacar su fortuna de todas las mujeres. Tanto él como Bourdoncle tenían la supersticiosa creencia de que el director de unos grandes almacenes de novedades tenía que ser soltero si aspiraba a conservar su regio dominio de varón sobre los deseos desfogados de sus clientes y súbditas: la interposición de una mujer modificaba el entorno y su aroma expulsaba a las demás. No se resignaba a la invencible lógica de los hechos; prefería morir antes que ceder y caía en súbitas cóleras contra Denise, dándose cuenta con claridad de que en la joven se encarnaba la revancha, temiendo, si se casaba con ella, desplomarse, vencido, sobre sus millones y que el eterno femenino lo doblegara como a una brizna de hierba seca. Luego, poco a poco, volvía a sentirse cobarde y se rebatía a sí mismo esos reparos: ¿de qué tenía miedo? Denise era tan dulce y sensata que podía ponerse en sus manos sin temor. Veinte veces por hora se reanudaba el combate en su asolado espíritu. El orgullo enconaba la herida y Mouret, a la postre, casi desvariaba al pensar que, incluso tras este sometimiento definitivo, podría ella decirle que no, siempre que no, si estaba enamorada de otro. La mañana de la inauguración de la gran venta, aún no había tomado decisión alguna. Y Denise se iba al día siguiente.

Aquel día precisamente, cuando entró Bourdoncle en el despacho de Mouret a eso de las tres, según solía, lo sorprendió de codos en la mesa, tapándose los ojos con los puños y tan ensimismado que tuvo que darle un golpecito en el hombro. Mouret alzó un rostro cubierto de lágrimas; se miraron ambos, extendieron las manos, y aquellos dos hombres, que en tantas batallas comerciales habían combatido juntos, se las estrecharon de repente. Desde hacía un mes, por lo demás, Bourdoncle había cambiado por completo de opinión. Se doblegaba ante Denise e, incluso, animaba solapadamente al jefe a que se casara. No cabía duda de que se trataba de una maniobra para que no lo barriese una fuerza de cuya superioridad se percataba al fin. Pero, además, habría sido posible hallar, en lo hondo de aquel cambio, el despertar de una ambición antigua, la medrosa esperanza, que, poco a poco se iba haciendo mayor, de que le hubiera llegado el turno de acabar con Mouret, ante el que tanto tiempo había doblado el espinazo. Era éste un pensamiento siempre presente en la casa, en aquel combate por la existencia cuyas continuas hecatombes enardecían la venta. Iba a la par del funcionamiento de la máquina y se contagiaba del apetito de los demás, de la voracidad que, desde lo más bajo hasta lo más alto, empujaba a los chicos a comerse a los grandes. Hasta entonces, sólo un temor religioso, el culto a la suerte, había impedido que Bourdoncle abriera la boca para morder. Y ahora el dueño parecía estar perdiendo facultades, caía en la tentación de una boda estúpida, iba a matar su suerte, a menguar el hechizo que ejercía sobre las clientes. ¿Por qué iba él a llevarle la contraria si luego le iba a ser tan fácil hacerse con la sucesión de aquel hombre acabado, caído en brazos de una mujer? Era, por tanto, con la emoción de un adiós, con la compasión de una antigua camaradería, como le estrechaba las manos a su jefe, al tiempo que repetía:

-Vamos, valor, qué demonios. Cásese con ella y acabemos de una vez.

Pero Mouret ya se avergonzaba de aquel minuto de entregada debilidad. Se puso de pie, protestando:

-No, no; esto es absurdo… Venga, vamos a hacer la ronda por los almacenes… Todo marcha a pedir de boca, ¿no? Creo que el día va a ser soberbio.

Salieron y comenzaron la inspección de la tarde, recorriendo los departamentos abarrotados. Bourdoncle lo miraba de reojo; lo preocupaba aquel reciente brote de energía y le miraba los labios, para sorprender en ellos los menores fruncimientos de dolor.

La venta, en efecto, iba a todo vapor, a infernal velocidad, y el impulso de aquel enorme barco lanzado a toda máquina hacía vibrar el edificio. En la sección de Denise, se apiñaba una asfixiante aglomeración de madres, tras haber conducido hasta allí a duras penas a bandadas de chiquillas y muchachitos, que desaparecían ahora bajo las ropas que les iban probando. El departamento había sacado toda las prendas blancas y había en él, como en el resto de los almacenes, una orgía de blanco, ropa suficiente para vestir de blanco a toda una tropa de Amorcillos frioleros: paletós de paño blanco, vestidos de piqué, de nansú, de casimir blanco; trajes de marinero blancos e, incluso, uniformes de zuavo blancos. En el centro, como oportuno adorno, aunque aún no hubiese llegado la temporada, se exponían trajes de primera comunión, vestidos y velos de muselina blanca, zapatos de raso, un brote florido y liviano que se erguía allí como un enorme ramo de inocencia y cándido embeleso. La señora Bourdelais miraba a sus tres hijos, sentados por orden de estatura: Madeleine, Edmond y Lucien, y reñía a este último porque no se estaba quieto mientras Denise se esforzaba en ponerle una chaqueta de lana fina.

-Pero deja ya de moverte… Señorita, ¿no le parece que le está un poco estrecha?

Y con sus claros ojos de mujer que no se deja engañar examinaba el tejido, calibraba la hechura, miraba las costuras, poniendo la prenda del revés.

-No, le sienta bien -añadió-. Hay que ver lo caro que me sale vestir a toda mi gente menuda… Ahora, querría un abrigo para esta jovencita.

Denise había tenido que ponerse a atender al público, pues éste había tomado por asalto el departamento. Estaba buscando el abrigo solicitado cuando lanzó un leve grito de sorpresa.

-¿Cómo? ¿Eres tú? ¿Pasa algo?

Tenía ante sí a su hermano Jean, cargado con un paquete. Llevaba casado ocho días y, el sábado anterior, su mujer, una morenita de rostro irregular y encantador, había pasado un buen rato haciendo compras en El Paraíso de las Damas. La joven pareja iba a ir con Denise a Valognes: un auténtico viaje de bodas, un mes de vacaciones entre los recuerdos de antaño.

-Figúrate que a Thérése se le olvidaron un montón de cosas -respondió Jean-. Quiere cambiar unos artículos y comprar otros… Y como anda con muchas prisas, me ha mandado a mí con este paquete… Ahora te explico…

Pero ella lo interrumpió, al ver a Pépé.

-¡Anda! ¡También viene Pépé! ¿Y las clases?

-La verdad es que ayer domingo, después de cenar, no tuve valor para volver a llevarlo al internado. Ya volverá esta noche… Bastante triste está el pobre de quedarse en París, entre cuatro paredes, mientras nosotros vamos a andar de paseo por allá.

Denise les sonreía, a pesar de la tristeza que la atormentaba. Puso a la señora Bourdelais en manos de una de sus dependientes y se reunió con ellos en un rincón del departamento que, afortunadamente, se iba vaciando. Los niños, como ella los seguía llamando, eran ahora unos mozos hechos y derechos. Pépé, con doce años, abultaba ya más que ella; aún era callado y vivía de caricias; aunque lucía ya un uniforme de colegial seguía mostrando una mimosa dulzura. En cuanto a Jean, ancho de espaldas, le sacaba a su hermana la cabeza y conservaba su femenina belleza y su rubia cabellera, que despeinaban esas arrebatadas ráfagas de los obreros artistas. Denise, siempre tan menuda, un alfeñique, como decía ella, no había prescindido de su inquieta autoridad de madre; los trataba como a unos chiquillos de los que hay que estar pendiente; le abrochaba la levita a Jean, para que fuese arreglado, y comprobaba que Pépé llevaba pañuelo limpio. Y, ahora, al verlo con los ojos húmedos, le echó una suave reprimenda:

-Tienes que ser razonable, niño mío. No puedes interrumpir tus estudios. Vendrás conmigo en vacaciones… Dime, ¿hay algo que te apetezca? ¿O prefieres que te dé dinero?

Luego, se volvió hacia su otro hermano:

-Es que tú, hijito, lo malmetes, le haces creer que vamos a divertirnos… A ver si sois un poco sensatos.

Le había dado al mayor cuatro mil francos, la mitad de sus ahorros, para que pudiera poner casa. El internado del pequeño le salía caro; cuanto ganaba era para ellos, como antes. Eran su única razón de vivir y de trabajar, y se había jurado una vez más que no se casaría nunca.

-Bueno, pues mira -siguió diciendo Jean-, para empezar, en este paquete traigo el paletó color tabaco que Thérése…

Pero se interrumpió y Denise, al darse la vuelta para saber qué lo intimidaba, vio a Mouret, de pie detrás de ellos. Llevaba un rato mirándola hacer de madrecita con sus dos mocetones, riñéndolos y besándolos, dándoles vueltas como quien muda de ropa a un niño de pecho. Bourdoncle había permanecido apartado, haciendo como que se interesaba por la venta, pero no perdía de vista la escena.

-Son sus hermanos, ¿verdad? -preguntó Mouret, tras un silencio.

Tenía la voz helada y la actitud hierática que adoptaba ahora con ella. También Denise se esforzaba en mantener la frialdad. Se le borró la sonrisa y respondió:

-Sí, señor Mouret… He casado al mayor y su mujer me lo envía para unos encargos.

Mouret seguía mirando a los tres. Al fin, añadió:

-El pequeño ha crecido mucho. Me acuerdo de él; estaba con usted en las Tullerías aquella noche.

Y la voz, que se le iba haciendo más despaciosa, tembló levemente. Ella, azorada, se agachó so pretexto de ponerle bien el cinturón a Pépé. Los dos hermanos, algo ruborizados, sonreían al jefe de su hermana.

-Se parecen a usted -añadió éste.

-¡Ay, no! -exclamó Denise-. ¡Son mucho más guapos que vo!

Mouret, por un momento, pareció comparar los tres rostros. Pero ya no le quedaban fuerzas. ¡Cuánto los quería Denise! Se alejó unos pasos; luego, regresó para decirle al oído:

-Suba a mi despacho después de la venta. Quiero hablar con usted antes de que se marche.

Y se fue, para seguir la ronda. Se reanudaba en su fuero interno el combate, pues aquella cita que había dado a Denise lo llenaba de irritación. ¿A qué impulso había cedido al verla con sus hermanos? Era una insensatez, porque ya se sentía sin fuerzas, incapaz de firmeza. En fin, saldría del paso con unas palabras de despedida. Bourdoncle, que se había reunido con él, parecía menos preocupado, aunque lo seguía examinando, con breves ojeadas.

Entre tanto, Denise había regresado junto a la señora Bourdelais.

-¿Qué tal el abrigo?

-Muy bien, muy bien. Por hoy, ya basta. ¡Estos chiquillos son una ruina!

Entonces Denise pudo hacer una escapada, atender a las explicaciones de Jean y, luego, acompañarlo por las secciones, en las que, de dejarlo solo, era más que probable que perdiera la cabeza. Antes que nada, había que ocuparse del paletó color tabaco, que Thérése, tras pensárselo, quería cambiar por un paletó de paño blanco de la misma hechura y la misma talla. La joven tomó el paquete y fue a confección, llevando en pos a sus dos hermanos.

El departamento exponía sus prendas de colores claros: chaquetas entalladas y mantillas de verano, sedas ligeras, lanas de fantasía. Pero no era aquél el lugar de más venta y las clientes eran relativamente escasas. Casi todas las dependientes eran nuevas. Clara se había esfumado hacía un mes; unos decían que la había secuestrado el marido de una cliente; otros, que había sucumbido al vicio de la calle. En cuanto a Marguerite, iba, al fin, a ponerse al frente de la pequeña tienda de Grenoble, en donde la esperaba su primo. Sólo quedaba ya, inmutable tras la combada coraza del vestido de seda, la señora Aurélie, con su facies imperial que conservaba el empastamiento amarillo de un mármol de la antigüedad. No obstante, el mal comportamiento de su hijo Albert la tenía desconsolada; y se habría retirado al campo de no haber sido por las brechas que había abierto en los ahorros de la familia aquel sinvergüenza, cuyas terribles dentelladas amenazaban incluso con llevarse por delante, trozo a trozo, la finca de Les Rigolles. Era como si el desbaratado hogar se tomase una revancha, mientras la madre había vuelto a sus refinadas distracciones entre amigas y el padre seguía tocando la trompa. Bourdoncle empezaba ya a mirar con cara de desagrado a la señora Aurélie, sorprendido de que no tuviera el tacto de pedir el retiro. No iba a tardar mucho en sonar este toque de difuntos: ¡demasiado vieja para atender al público!, que acabaría con la dinastía de los Lhomme.

-¡Vaya! ¡Es usted! -le dijo a Denise con extremosa amabilidad-. Quiere cambiar este paletó, ¿verdad? Ahora mismo… ¡Ah! ¡Aquí están sus hermanos! Están hechos unos hombres.

Pese a su orgullo, se habría arrodillado para adularla. En la confección, como en los otros departamentos, sólo se hablaba de la marcha de Denise; y la encargada se sentía desfallecer, pues contaba con la protección de su ex dependiente. Bajó la voz:

-Dicen que nos deja usted… No es posible, vamos.

-Pues es la verdad -respondió la joven.

Marguerite estaba escuchándolas. Desde que tenía fecha para la boda, iba de un lado para otro con muecas aún más despectivas en el rostro de leche cortada. Se acercó, diciendo:

-Hace usted muy bien. La propia estima ante todo, ¿a que sí? Me despido de usted, querida.

Llegaban unas clientes. La señora Aurélie le rogó con tono rudo que atendiese a la venta. Luego, al coger Denise el paletó para hacer personalmente la devolución, puso el grito en el cielo y llamó a una auxiliar. Se trataba, precisamente, de una novedad que le había sugerido la joven a Mouret: unas ayudantes que se hacían cargo de las compras, lo que suponía un alivio para las cansadas dependientes.

-Acompañe a la señorita-dijo la encargada, entregándole el paletó.

Y, volviéndose hacia Denise:

-Le ruego que lo piense mejor… No sabe usted lo que sentimos todos que se vaya.

Jean y Pépé, que esperaban, sonrientes, entre aquel desbordado flujo de mujeres, volvieron a caminar tras su hermana. Ahora, había que ir a las canastillas de novia, para coger seis camisas más, iguales a la media decena que Thérése había comprado el sábado. Pero los mostradores de lencería, en los que la venta blanca dejaba caer su nieve desde todos los casilleros, eran un agobio y resultaba muy difícil avanzar.

A la entrada de la sección de corsés, una pequeña algarada atraía a la muchedumbre. La señora Boutarel, que se había presentado en los almacenes nada más llegar de su ciudad del sur, trayendo consigo a su marido y a su hija, llevaba desde por la mañana recorriendo las galerías para componer el ajuar de ésta, que estaba a punto de casarse. Se le pedía opinión al padre, y aquello era el cuento de nunca acabar. La familia acababa de aparecer, al fin, por los mostradores de lencería. Y, en tanto que la novia se ensimismaba en un detallado estudio de los pantalones, la madre había desaparecido, pues se le acababa de antojar un corsé. Cuando el señor Boutarel, un hombre grueso de temperamento sanguíneo, dejó a su hija, aturullado, para buscar a su mujer, acabó por encontrarla en un salón de pruebas, a cuya puerta le ofrecieron, cortésmente, un asiento. Los tales salones eran angostas celdas, que cerraban unas lunas esmeriladas, y a las que los hombres no podían pasar, ni siquiera los maridos, por un prurito de decencia de la dirección. Las dependientes entraban y salían con prisas, y, en cada ocasión, dejaban intuir, en el rápido vaivén de la puerta, visiones de mujeres en camisa y enaguas, con el cuello y los brazos al aire, unas gruesas, de carnes blancas; otras flacas, con piel de marfil antiguo. Una hilera de hombres, acomodados en unas sillas, esperaban con cara de aburrimiento. Y cuando el señor Boutarel comprendió lo que estaba pasando, se enfadó de pronto, voceando que quería ver a su mujer, que pretendía enterarse de qué le estaban haciendo y que, desde luego, no pensaba consentir en que se desnudase sin estar él delante. Intentaron calmarlo en vano. Parecía convencido de que allí dentro sucedían cosas indecentes. La señora Boutarel tuvo que salir, mientras la gente comentaba y se reía.

Entonces pudo pasar Denise, con sus hermanos. Toda la ropa íntima de la mujer, esas prendas interiores blancas que quedan ocultas a la vista, se mostraba a sus anchas en una serie de estancias consecutivas, repartida por categorías en varios departamentos. Los corsés y los polisones estaban en un mostrador: corsés con costuras, corsés de talle bajo, corsés con refuerzo, y, sobre todo, los corsés de seda blanca, con cuchillos de color, que se exponían aquel día de forma especial, un ejército de maniquíes sin piernas ni cabeza, una hilera de torsos, de pechos de muñeca que, aplastados bajo la seda, brindaban una mutilación turbadoramente lúbrica; y, junto a ellos, en otros soportes, los polisones de lustrina y crin añadían a aquellos palos de escoba unas posaderas enormes y turgentes que, vistas de perfil, eran de una caricaturesca falta de recato. Comenzaba luego una pícara siembra de prendas por las anchas galerías, como si un grupo de lindas jóvenes se hubiese ido desvistiendo, de departamento en departamento, hasta desnudar por completo el raso de la piel. Estaban aquí los artículos de lencería fina, los puños y las corbatas blancas, las pañoletas y los cuellos blancos, una infinita variedad de livianas frivolidades, una espuma blanca que surgía de las cajas y se esponjaba como una clara a punto de nieve. Más allá, las camisolas y los jubones, los vestidos de casa, las batas: hilo, nansú, encajes, largas vestimentas blancas, sueltas y sutiles, que evocaban el desperezamiento de las mañanas soñolientas y ociosas, tras una noche de ternura. Venía luego la ropa interior, desgranándose pieza a pieza: las enaguas blancas, de diferentes largos, las que traban las rodillas y las de cola, cuyos volantes barren el suelo, una marea creciente de enaguas, que cubría las piernas. Y pantalones de percal, de hilo, de piqué, esos amplios pantalones blancos que vendrían anchos a cinturas masculinas. Las camisas, por fin: las de dormir, abotonadas hasta el cuello; las de día, que dejan al aire el seno y se sujetan sólo con dos finos tirantes, de sencillo calicó, de hilo de Irlanda, de batista, el último velo blanco que resbala por el pecho y las caderas. Las canastillas eran una indiscreta exposición que volvía del revés a la mujer y la mostraba de abajo arriba, desde la pequeña burguesa de tejidos lisos hasta la dama acaudalada, acurrucada entre puntillas; una alcoba abierta al público, cuyo escondido lujo, cuyos plisados y bordados, cuyos encajes de Valenciennes se iban transformando en una a modo de depravación sensual a medida que iban en aumento sus desbordantes y costosos caprichos. Y la mujer volvía a vestirse; el blanco oleaje de aquel chaparrón de lencería tornaba a desaparecer bajo la caída de las faldas. La camisa, tensada por los dedos de la costurera; el pantalón frío, aún con los dobleces de la caja; todo aquel percal, toda aquella batista, muertos y desparramados por los mostradores, arrojados, apilados, cobrarían un día vida con el palpitar de la carne, perfumados y tibios del aroma del amor, convertidos en una blanca bandada de nubes investida de carácter sagrado, inundada de nocturna oscuridad, cuyo menor resquicio, con el sonrosado relámpago de la rodilla asomando brevemente en lo hondo de aquellas blancuras, hacía estragos en la tierra. Había un último salón para las canastillas de recién nacido, en el que el blanco voluptuoso de la mujer desembocaba en la cándida blancura del niño: inocencia y dicha; la amante que se descubre madre; camisetas de afelpado piqué; capotitas de franela; camisas y gorros de juguete; y faldones de cristianar; y abrigos de casimir. La blanca pelusa del nacimiento, semejante a una llovizna de plumas blancas.

-Son camisas de jareta, ¿sabes? -dijo Jean, al que deleitaban aquellas intimidades, aquel río crecido de ropa liviana en el que se iba hundiendo.

En las canastillas, Pauline acudió en el acto al ver a Denise. Y antes, incluso, de saber qué quería, empezó a hablarle en voz baja, muy impresionada por los rumores que corrían por los almacenes. En su departamento, dos de las dependientes habían llegado a reñir, pues una aseguraba que Denise se iba y la otra lo negaba.

-No puedes dejarnos, me he apostado la cabeza… ¿Qué iba a ser de mí?

Y añadió, al responder Denise que se marchaba al día siguiente:

-No, no; eso es lo que tú crees, pero yo sé que no te vas a ir… ¡Vaya! Ahora que tengo un niño pequeño, me tienes que dar un puesto de segunda encargada. Has de saber, querida, que Baugé ya cuenta con ello.

Pauline sonreía con expresión convencida. Le dio, luego, las seis camisas y, como, Jean dijo que iban a los pañuelos, llamó también a una auxiliar para que se hiciese cargo de ellas y del paletó que había dejado allí la auxiliar de confección. La empleada que acudió era la señorita De Fontenailles, que se había casado hacía poco con Joseph. Acababa de conseguir, por recomendación, aquel cometido servil y vestía una amplia bata negra, con un número marcado en el hombro con puntadas de lana amarilla.

-Acompañe a la señorita dijo Pauline.

Luego, volvió y, bajando la voz de nuevo, dijo:

-Así que quedamos en que soy segunda encargada, ¿no?

Denise se lo prometió entre risas, para seguir con la broma. Y se fue; bajó con Pépé y Jean, llevando en pos a la auxiliar. En la planta baja, desembocaron en el departamento de géneros de lana, situado en la esquina de una de las galerías, completamente tapizada de muletón blanco y franela blanca. Liénard, que seguía sin atender a las llamadas que su padre le lanzaba en vano desde Angers, estaba charlando con el lindo Mignot, que ahora era corredor y tenía el descaro de atreverse a aparecer por El Paraíso de las Damas. Debían de estar hablando de Denise, pues ambos callaron para saludarla luego, muy obsequiosos. Por lo demás, según cruzaba por los departamentos, los empleados se inmutaban y le hacían una inclinación, pensando en lo que podría llegar a ser el día de mañana. Cundían los cuchicheos; le veían expresión de triunfo. Las apuestas tomaron un nuevo curso y hubo quien volvió a jugarse, a su favor, botellas de vino de Argenteuil y fritadas. La joven había entrado en la galería de ropa de mesa para llegar a los pañuelos, que estaban al final. Había allí un desfile de blancos: el blanco del algodón, los madapolanes, los bombasíes, los piqués, los calicós; el blanco del hilo, los nansús, las muselinas, las tarlatanas; venía luego el lienzo, en gigantescas pilas, que formaban piezas contrapeadas como si fueran sillares: el lienzo grueso, el lienzo fino, de todos los anchos, blanco o crudo, de puro lino, blanqueado en la hierba; y empezaba de nuevo la sucesión de departamentos, uno para cada categoría de ropa: la ropa de casa, la ropa de mesa, la ropa de office, un alud ininterrumpido de blanco, sábanas, fundas de almohada, incontables modelos de servilletas, de manteles, de delantales y paños de cocina. Y seguían los saludos; al ver a Denise, todos le abrían paso. Baugé había llegado a todo correr para sonreírle, como a la reina buena de la casa. Por fin, tras haber cruzado por las mantas y las colchas, una sala empavesada con banderas blancas, llegaron a los pañuelos. Allí, la ingeniosa decoración tenía embelesado al gentío: no se veían sino columnas blancas, pirámides blancas, castillos blancos, una compleja arquitectura construida nada más que con pañuelos de linón, de batista de Cambrai, de hilo de Irlanda, de seda de la China, con monogramas, con bordados de realce, guarnecidos de encaje, con vainicas y viñetas tejidas, toda una ciudad de blancos ladrillos de infinita variedad, que se recortaba, como un espejismo, sobre un cielo oriental, blanco de calor.

-¿Dices que quieres otra docena? -le preguntó Denise a su hermano-. De lienzo de Cholet, ¿verdad?

-Sí, creo que sí, como éstos -respondió él, enseñando un pañuelo que llevaba en el paquete.

Jean y Pépé no se habían despegado de las faldas de su hermana; seguían acurrucándose contra ella igual que el día en que llegaron a París derrengados del viaje. Aquellos enormes almacenes, por los que ella andaba como por su casa, los desasosegaban a la postre; y la infancia se despertaba en ellos instintivamente y los hacía regresar al amparo de la madrecita. Los empleados los seguían con la vista, sonreían a esos mocetones que caminaban pegados a aquella joven delgada y seria. Jean, barbudo y azorado; Pépé, de uniforme, sin saber dónde meterse; los tres del mismo rubio ahora, de un rubio que alzaba cuchicheos a su paso, de un extremo a otro de los mostradores:

-Son sus hermanos… Son sus hermanos…

Pero, mientras Denise buscaba a un dependiente, tuvieron un encuentro. Mouret y Bourdoncle acababan de entrar en la galería. En el preciso instante en que aquél se detenía de nuevo frente a la joven, aunque sin dirigirle la palabra, pasaron la señora Desforges y la señora Guibal. Henriette contuvo el sobresaltado estremecimiento que le recorría todo el cuerpo. Miró a Mouret, miró a Denise. Ellos también la miraron; y tal fue el mudo desenlace, el vulgar fin de todos los dolorosos dramas sentimentales, un intercambio de miradas entre los empellones de la muchedumbre. Mouret ya se alejaba; Denise, que seguía buscando a un dependiente libre, se perdía de vista al fondo del departamento, en compañía de sus hermanos. Henriette, entonces, al darse cuenta de que la auxiliar que los seguía, con su número amarillo en el hombro y su abultada y terrosa faz de sirvienta, era la señorita De Fontenailles, se desahogó diciéndole con tono irritado a la señora Guibal:

-Fíjese en lo que ha convertido a esa desdichada… ¿No es insultante? Una marquesa… ¡Y la obliga a que siga como un perro a las mujerzuelas que saca él del arroyo!

Se esforzó en tranquilizarse y tuvo a gala añadir, con cara de indiferencia:

-Vamos a la seda, a ver qué tienen.

El departamento de la seda era como un gran dormitorio, pensado para el amor, que el capricho de una enamorada de nívea desnudez hubiera tapizado de blanco para rivalizar con él en blancura. Veíanse allí todas las lechosas palideces de un cuerpo adorado, desde el terciopelo de la cintura hasta la fina seda de los muslos y el brillante raso del seno. De columna a columna, corrían desplegadas piezas de terciopelo; sobre aquel fondo, de un blanco cremoso, destacaban los drapeados de sedas y rasos, de un blanco de metal o porcelana; y también había, en colgantes arcos, pul de seda y seda siciliana de grano grueso, fular y surá finos, que iban del grávido blanco de una noruega rubia al blanco transparente, caldeado de sol, de una pelirroja de Italia o de España.

En aquel preciso momento, Favier estaba midiendo fular blanco para la «belleza», aquella elegante rubia, parroquiana del departamento, que los dependientes llamaban siempre así. Llevaba años comprando allí y seguían sin saber nada de ella ni de su vida, ni tampoco su dirección, ni siquiera cómo se llamaba. Y nadie, por lo demás, intentaba averiguarlo, aunque todos, cada vez que se presentaba, se arriesgaban a hacer hipótesis, sólo por el gusto de charlar. Había adelgazado o había engordado; había dormido bien o debía de haber trasnochado la víspera; y todos y cada uno de los hechos de su desconocida existencia, acontecimientos externos, dramas internos, desencadenaban, así, de rechazo, prolongados comentarios. Aquel día, parecía muy alegre y, por lo tanto, al volver Favier de la caja, hasta la que la había acompañado, hizo a Hutin partícipe de sus reflexiones.

-A lo mejor es que se vuelve a casar.

-¿Es que está viuda -preguntó éste.

-No lo sé… Pero se acordará usted de aquella vez que iba de luto… A menos que haya ganado en Bolsa.

Reinó el silencio. Y Favier dio por zanjada la cuestión diciendo:

-¡Allá ella!… Si fuéramos a tener amistades con todas las mujeres que pasan por aquí…

Pero Hutin no se hallaba de humor comunicativo. Había tenido, hacía dos días, una borrascosa entrevista con la dirección y sentía que estaba condenado. Era seguro que lo despedirían tras la gran venta. Su situación se iba deteriorando desde hacía mucho. En el último balance, le habían echado en cara que no hubiera alcanzado la recaudación fijada de antemano. Y todo ello se debía esencialmente, una vez más, al lento acoso de esos apetitos que ahora lo estaban devorando a él, a la solapada guerra del departamento que, aprovechando el propio tráfago de la máquina, lo iba expulsando poco a poco. Podía oírse la subterránea labor de Favier, un ruidoso masticar que amortiguaba la tierra. Ya le habían prometido a éste el puesto de encargado. Hutin estaba enterado y, en vez de abofetear a su antiguo compañero, opinaba ahora que era muy hábil. Aquel muchacho tan frío, que parecía tan sumiso, que él había utilizado para debilitar a Robineau y a Bouthemont, lo había dejado tan sorprendido que había en esa sorpresa cierta dosis de respeto.

-Por cierto -dijo Favier-, sabrá usted que no se va. Acaban de ver al jefe echándole miraditas… Me va a costar una botella de champaña.

Se refería a Denise. De un mostrador a otro, los comadreos circulaban cada vez con mayor brío, cruzando las oleadas cada vez más densas de clientes. La seda, sobre todo, andaba revolucionada, porque en aquel departamento se habían apostado cosas caras.

-¡Cristo, qué tonto fui no acostándome con ella! -soltó Hutin, como si despertara de un sueño-. Con lo bien que me vendría ahora.

Luego, al ver cómo se reía Favier, se ruborizó de que se le hubiera escapado aquella confesión. E hizo como si también se riera, añadiendo, para enmendar lo dicho, que era aquella mujerzuela la que lo había perjudicado ante la dirección. Y, en tanto, se iba apoderando de él un ansia de violencia; acabó riñendo a los dependientes, que iban a la desbandada ante el asalto de la clientela. Pero, de pronto, recuperó la sonrisa; acababa de divisar a la señora Desforges, quien, en compañía de la señora Guibal, cruzaba despacio por el departamento.

-¿Hoy no necesita nada la señora

-No, gracias -respondió Henriette-. Ya ve que ando de paseo; sólo he venido a fisgar.

Hutin consiguió que se detuviera y bajó la voz. Se le estaba ocurriendo un plan. Y empezó a halagarla, a hallar mal de la casa: él ya estaba harto; prefería irse antes que tener que seguir presenciando aquel desbarajuste. La señora Desforges lo escuchaba, encantada. Creyendo que se lo arrebataba a El Paraíso, salió de ella el ofrecimiento de conseguir que lo contratase Bouthemont como encargado de la seda cuando volvieran a abrirse Las Cuatro Estaciones. Cerraron el trato; ambos cuchicheaban, en voz muy baja, mientras la señora Guibal miraba el género expuesto.

-¿Me permite que le ofrezca unas violetas? -añadió Hutin en voz alta, señalando dos o tres de los ramilletes de regalo, que había encima de una mesa y había cogido en una caja para sus compromisos personales.

-¡Ni se le ocurra! -exclamó Henriette, retrocediendo-. No soy yo de esa boda.

Se comprendieron y se despidieron con nuevas risas, cruzándose miradas de complicidad.

Comenzó la señora Desforges a buscar a la señora Guibal y lanzó una exclamación al ver a la señora Marty. Ésta, con su hija Valentine a la zaga, llevaba dos horas recorriendo los almacenes, presa de uno de esos ataques de despilfarro de los que salía rendida y desorientada. Había explorado a fondo el departamento de mobiliario, que una exposición de muebles lacados en blanco convertía en una enorme habitación de joven casadera; las cintas y las pañoletas, que se alzaban en blancas columnatas entre las que habían tendido toldos blancos; la mercería y la pasamanería cuyos flecos blancos enmarcaban ingeniosos trofeos pacientemente compuestos con planchas de botones y paquetes de agujas; la calcetería, en donde, aquel año, se arracimaba la gente para admirar un gigantesco decorado: el relumbrante nombre de El Paraíso de las Damas escrito en letras de tres metros de alto, hechas con calcetines blancos, sobre un fondo de calcetines rojos. Pero los departamentos que más atizaban la fiebre de la señora Marty eran los recientes; no se creaba departamento alguno sin que ella acudiese a inaugurarlo. Llegaba a toda prisa y compraba lo que fuera. Acababa de pasar una hora en la sombrerería, instalada en un salón nuevo de la primera planta, haciendo que vaciasen los armarios, cogiendo los sombreros de las perchas de palisandro que había encima de dos mesas, probándoselos todos, haciendo que se los probase su hija: sombreros blancos, capotas blancas, tocas blancas. Luego, había ido a la zapatería, que estaba al fondo de una galería de la planta baja, detrás de las corbatas, una sección que abría aquel día por primera vez, y había revuelto las vitrinas presa de enfermizo deseo por las chinelas de seda blanca con vueltas de cisne, por los zapatos y las botinas de raso blanco encaramadas en altísimos tacones Luis XV.

-¡Ay, amiga mía! -exclamaba, balbuceando-. ¡No se puede usted hacer idea! Tienen un surtido de capotas extraordinario. Me he comprado una, y otra para mi hija. Y los zapatos… ¿verdad, Valentine?

-Algo inaudito -añadía la jovencita, con un descaro de mujer-. Hay una botas de veinte francos con cincuenta… ¡Ay, qué botas!

Las seguía un dependiente que llevaba a rastras la sempiterna silla, colmada ya de un cúmulo de artículos.

-¿Qué tal está el señor Marty? -preguntó la señora Desforges.

-Pues creo que no anda mal -repuso la señora Marty, aturullada ante aquella brusca pregunta que se interfería, con perversas intenciones, en su fiebre de compras-. Allí sigue; mi tío ha ido a verlo esta mañana.

Pero se interrumpió para lanzar una exclamación de éxtasis:

-¡Miren! ¡Qué cosa tan adorable!

Las señoras habían dado unos cuantos pasos y se hallaban ante el nuevo departamento de flores y plumas, instalado en la galería central, entre la seda y los guantes. Bajo la viva claridad de la cristalera, florecía con desmesura un ramo blanco, tan alto y ancho como un roble. Adornaban la parte de abajo plantaciones de violetas, muguete, jacintos y margaritas, todas las delicadas blancuras de los arriates. A continuación, iban ascendiendo los ramilletes: rosas blancas, tocadas de un tierno matiz carnal; grandes peonías blancas, con un levísimo tinte carmín; crisantemos blancos, como livianas palmeras de fuegos artificiales, estrelladas de amarillo. Y las flores seguían subiendo: enormes azucenas místicas, primaverales ramas de manzano, manojos de aromáticas lilas, un incesante despliegue que coronaban, a la altura del primer piso, penachos de plumas de avestruz, plumas blancas que semejaban la alada respiración de aquella aglomeración de flores blancas. Ocupaban una esquina entera los prendidos y las coronas de azahar. Había flores de metal, cardos de plata, espigas de plata. Por la enramada, dentro de las corolas, entre la muselina, la seda y el terciopelo, donde unas gotas de goma fingían las gotas de rocío, volaban pájaros exóticos, que eran adornos de sombrero, tangaraes purpúreos de cola negra, y septicolores en cuyo tornasolado vientre lucía completo el arco iris.

-Voy a comprar una rama de manzano, ;no les parece? -siguió diciendo la señora Marty-. Es tan deliciosa… ¡Ay! ¿Y ese pajarito? ;Lo has visto, Valentine? Me lo llevo.

Entre tanto, la señora Guibal se aburría, parada allí entre los remolinos de gente, y acabó por decir:

-Bueno, pues las dejamos con sus compras. Nosotras vamos arriba.

-No, no, espérenme -voceó la señora Marty-. Yo también subo… Arriba está la perfumería. Tengo que ir a la perfumería.

Aquel departamento, abierto la víspera, estaba al lado del salón de lectura. La señora Desforges, para evitar los atascos de las escaleras, sugirió que podían tomar el ascensor; pero tuvieron que renunciar a ello pues había cola ante la puerta del aparato. Llegaron arriba, por fin, y pasaron por delante del ambigú, donde había tales aglomeraciones que un inspector tenía que contener los apetitos y no dejaba pasar a la glotona clientela sino en reducidos grupos. Ya desde el ambigú empezaron a llegarles a las señoras los efluvios del departamento de perfumería, una penetrante fragancia de bolsita de olor, que aromatizaba toda la galería. Las clientes se quitaban de las manos un jabón, el jabón Paraíso, la especialidad de la casa. En las vitrinas de los mostradores, en las repisas de cristal de las estanterías se alineaban tarros de pomadas y pastas, cajas de polvos y coloretes, redomas de aceites y aguas de olor; ademas, en la sección de cepillos finos había, en un armario aparte, peines, tijeras y frascos de bolsillo. Los dependientes habían puesto su ingenio en adornar los mostradores con cuantos tarros de porcelana blanca y cuantas redomas de cristal blanco habían hallado a su alcance. Lo que más arrobo causaba era, en el centro, una fuente de plata, una pastora de pie sobre su cosecha de flores, de la que manaba un ininterrumpido hilillo de agua de violetas que sonaba musicalmente en la metálica taza. Un exquisito aroma se extendía por doquier y las señoras, al pasar, humedecían el pañuelo en la fuente.

-Ya está -dijo la señora Marty, tras cargar con grandes cantidades de lociones, dentífricos y cosméticos-. Ya he terminado. Ahora soy toda suya. Vamos a reunirnos con la señora De Boves.

Pero volvieron a detenerla, en el rellano de la gran escalera principal, los artículos orientales. Aquel departamento había crecido mucho desde el día en que a Mouret le había parecido divertida la idea de arriesgarse a colocar, en ese mismo sitio, una mesita, que brindaba unas cuantas chucherías un tanto ajadas; ni siquiera él había sido capaz de prever el enorme éxito de la empresa. Pocos departamentos habían tenido inicios más humildes; y, ahora, éste estaba colmado a rebosar de antigüedades en bronce, marfil y laca, recaudaba ciento cincuenta mil francos al año y, para surtirlo, revolvían de arriba abajo el Extremo Oriente unos viajeros que rebuscaban en palacios y templos. Por lo demás, era continua la creación de departamentos nuevos: habían abierto a prueba otros dos en diciembre para paliar los baches de la temporada baja de invierno: uno de libros y otro de juguetes, que, sin duda, iban a medrar también y acabarían con los comercios de la vecindad. Los artículos orientales acababan de conseguir, en sólo cuatro años, atraer a toda la clientela parisina con aficiones artísticas.

Esta vez, incluso la señora Desforges, pese al rencor que la había impulsado a jurarse a sí misma que no compraría nada, sucumbió ante un marfil de exquisita delicadeza.

-Envíenlo a mi casa -dijo a toda prisa en una caja próxima-. Son noventa francos, ¿verdad?

Y al ver a la señora Marty y a su hija muy absortas, escogiendo porcelana barata, añadió, llevándose consigo a la señora Guibal:

-Ya se reunirán con nosotras en el salón de lectura… La verdad es que estoy muy necesitada de sentarme un rato.

Pero, en el salón de lectura, tuvieron que permanecer de pie. Todas las sillas estaban ocupadas en torno a la gran mesa cubierta de periódicos. Unos cuantos hombres gruesos leían, bien arrellanados, sin que se les pasara por las mientes la amable idea de ceder el asiento. Algunas mujeres escribían, con la nariz metida en su correspondencia, como si quisieran ocultar el papel tras los floridos sombreros. Por lo demás, la señora De Boves no estaba allí; y ya se estaba impacientando Henriette cuando divisó a Vallagnosc, que también andaba buscando a su mujer y a su suegra. La saludó y dijo, al fin:

-Seguramente están en los encajes, no hay quien las saque de allí… Voy a ver.

A cada minuto que pasaba, crecían los empujones en el departamento de encajes. Triunfaban allí las blancuras mas delicadas y costosas de la gran venta blanca. Era la tentación más violenta, el arrebato de codiciosa locura, que trastornaba a todas las mujeres. El departamento se había convertido en una capilla blanca. Los tules y los guipures caían desde el techo, tras formar un cielo blanco, uno de esos celajes de nubes cuyas finas redes empalidecen el sol matutino. Bajaban, enroscándose en las columnas, volantes de encaje de Malinas y de Valenciennes, blancos faldellines de bailarina que caían hasta el suelo con un estremecido temblor blanco. Y, además, desde todas partes, desde todos los mostradores, nevaban las tonalidades blancas: las blondas españolas, livianas como un hálito; las incrustaciones de Bruselas, con sus anchas flores sobre la fina malla; los puntos de aguja y los puntos venecianos, de dibujo más rebuscado; los puntos de Álenzón y los encajes de Brujas, de riqueza regia y casi mística. Era como si el rey de la moda tuviera allí su blanco tabernáculo.

La señora De Boves, tras haber ido de un lado para otro, en compañía de su hija, durante mucho rato, rondando los mostradores, con la necesidad sensual de hundir las manos en todas las telas, acababa de decidirse a pedir a Deloche que le enseñase punto de Alenzón. Él, al principio, había sacado imitaciones, pero ella había querido ver Alenzón auténtico; y no se conformaba con guarniciones estrechas de trescientos francos el metro, sino que exigía los volantes grandes, de mil francos, los pañuelos y los abanicos de setecientos y ochocientos. Hubo, a no mucho tardar, una fortuna encima del mostrador. En una esquina del departamento, el inspector Jouve, que no se había despegado de la señora De Boves, pese a la aparente despreocupación con que ésta paseaba, permanecía quieto, entre los empellones, con actitud indiferente y sin quitarle la vista de encima.

-¿Y tiene usted bertas de punto de aguja? -preguntó la condesa a Deloche-. Tenga la bondad de sacarlas para que las vea.

El dependiente, al que llevaba entreteniendo desde hacía veinte minutos, no se atrevía a oponerle resistencia alguna, pues resultaba muy impresionante, con su porte y su voz de princesa. Vaciló, no obstante, pues se recomendaba siempre a los dependientes que no acumulasen en el mostrador grandes cantidades de encajes de precio y, la semana anterior, le habían robado diez metros de malinas. Pero la condesa lo intimidaba; cedió, pues, y se alejó unos instantes del cúmulo de punto de Alenzón para sacar de un casillero que estaba a su espalda las bertas que le pedían.

-Fíjate, mamá -estaba diciendo Blanche, que revolvía, allí cerca, en una caja llena puntillas de Valenciennes de poco precio-, podríamos llevarnos esto para las almohadas.

La señora De Boves no respondía. La hija volvió entonces hacia su madre su cara fofa y vio cómo ésta, con las manos metidas entre los encajes, estaba ocultando en una manga del abrigo volantes de punto de Alenzón. No pareció sorprenderse y ya se estaba adelantando, con gesto instintivo, para ocultarla, cuando Jouve, de repente, se interpuso entre ambas. Se inclinó hacia la condesa, susurrándole al oído con acento cortés:

-Señora, le ruego que se sirva acompañarme. Ella se rebeló por un momento.

-¿Y esto a qué viene, caballero?

-Sírvase acompañarme, señora -repitió el inspector sin alzar la voz.

La condesa, con el rostro ebrio de angustia, lanzó una rápida ojeada en torno. Luego, se resignó y recuperó su aire altanero para caminar junto a Jouve, como una reina que tuviese a bien ponerse bajo la atenta custodia de un ayudante de campo. Ninguna de las clientes que se agolpaban en el departamento se había percatado de la escena. Deloche, que había regresado al mostrador con las bertas, miraba cómo se la llevaban con la boca abierta. ¿Cómo? ¿Ésta también? ¿Una dama de tanta alcurnia? ¡Si es que iba a haber que registrarlas a todas! Y Blanche, a quien nadie había molestado, seguía a su madre de lejos, se iba quedando atrás entre el oleaje de hombros, lívida, dividida entre el deber de no abandonarla y el terror de que también la detuviesen a ella. Vio cómo entraba en el despacho de Bourdoncle y se limitó a quedarse rondando la puerta.

Bourdoncle, del que acababa de librarse Mouret, estaba allí, precisamente. Solía ser él quien zanjaba los robos que cometían las clientes honorables. Jouve llevaba mucho tiempo acechando a ésta y le había puesto al tanto de sus sospechas. No se sorprendió, pues, cuando el inspector le refirió brevemente la situación. Por lo demás, pasaban por sus manos casos tan extraordinarios que afirmaba que las mujeres eran capaces de cualquier cosa cuando prevalecía en ellas el rabioso afán por los trapos. Como no ignoraba las relaciones sociales que mantenía el director con la ladrona, hizo gala también de una impecable cortesía.

-Señora, solemos ser indulgentes con los momentos de debilidad… Le ruego que considere hasta dónde podría conducirla caer en semejantes faltas de respeto hacia su propia persona. Si alguien más la hubiese visto meterse disimuladamente esos encajes en…

Pero la señora De Boves lo interrumpió, indignada. ¡Ella, una ladrona! ¿Por quién la tomaba? Era la condesa De Boves y su marido, inspector general de remontas, frecuentaba la Corte.

-Lo sé, lo sé, señora -repetía sin alterarse Bourdoncle-. Me cabe el honor de conocerla… Tenga la bondad, antes que nada, de devolver los encajes que lleva usted encima…

Ella volvió a poner el grito en el cielo; no le dejaba ya decir ni una palabra, hermosa en su violento arrebato, representando hasta llegar a las lágrimas el papel de gran dama ultrajada. Otro cualquiera habría dudado, habría temido algún lamentable malentendido, al ver que la condesa lo amenazaba con llegar hasta los tribunales para vengar una injuria como aquélla.

-¡Tenga mucho cuidado, caballero! ¡Mi marido llevará este asunto incluso hasta el ministro!

-En fin, no es usted más sensata que las demás -dijo Bourdoncle, perdiendo la paciencia-. Ya que no queda más remedio, habrá que registrarla.

Ella siguió sin inmutarse y dijo, con segura soberbia:

-Eso es, que me registren… Pero le aviso de que se está usted jugando el negocio.

Jouve fue a buscar a dos dependientes del departamento de corsetería. Al regresar, avisó a Bourdoncle de que la hija de la señora, a la que no había detenido, no se había movido de la puerta. Y preguntaba si tenía que echarle el guante también, aunque no le había visto coger nada. El partícipe, con imperturbable educación, decidió que, en aras de la moral, no la harían entrar, para no obligar a una madre a tener que avergonzarse delante de la hija. Se retiraron, luego, ambos hombres a una habitación colindante, en tanto que las dependientes registraban a la condesa y le quitaban, incluso, el vestido, para mirarle en el pecho y las caderas. Además de los volantes de punto de Alenzón, doce metros, a mil francos el metro, que llevaba escondidos en una manga, le encontraron en el pecho, arrugados y tibios, un pañuelo, un abanico y una corbata; en total, encajes por valor de unos catorce mil francos. La señora De Boves llevaba un año robando de esta manera, presa de la rabia de una irresistible y devastadora avidez. Aquellos ataques iban siendo cada vez más graves, habían crecido hasta convertirse en una voluptuosidad sin la que no podía vivir, prevaleciendo sobre cualquier razonamiento que la incitase a la prudencia; los consumaba con una avidez tanto más ásperamente gozosa cuanto que arriesgaba, ante los ojos de toda una muchedumbre, su apellido, su orgullo y la elevada situación de su marido. Ahora que éste le consentía que le vaciase los cajones, robaba con los bolsillos repletos de dinero, robaba por el gusto de robar, igual que se ama por el gusto de amar, a impulsos de los hostigamientos del deseo y el desequilibrio fruto de una neurosis a cuyo desarrollo habían contribuido antaño sus insatisfechos apetitos de lujo, espoleados por las desaforadas y salvajes tentaciones de los grandes almacenes.

-¡Esto es una trampa! -voceó cuando regresaron Bourdoncle y Jouve-. Alguien me ha metido entre la ropa esos encajes. ¡Lo juro ante Dios!

Ahora lloraba de rabia, desplomada en una silla, con el resuello perdido y la ropa a medio abrochar. El partícipe mandó a las dependientes que se retirasen y siguió hablando luego, con su apacible tono:

-Por consideración a su familia, tendremos a bien, señora, no divulgar el asunto. Pero, antes, va usted a firmarnos un papel en que diga lo siguiente: «He robado encajes en El Paraíso de las Damas», así como la lista detallada de esos encajes y la fecha de hoy… Por lo demás, le devolveré el papel en cuanto me traiga dos mil francos para los pobres.

Ella se había puesto de pie y manifestó, rebelándose de nuevo:

-Nunca firmaré tal cosa. Prefiero morir.

-No se morirá, señora. Pero le advierto que voy a llamar al comisario de policía para que se persone aquí.

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