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El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 14)



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Hubo entonces una espeluznante escena. La condesa insultaba a Bourdoncle, decía, tartamudeando, que era una cobardía que unos hombres torturasen así a una mujer. La belleza de Juno, la majestuosa complexión del cuerpo se le desbarataban en una bronca de verdulera. Probó, luego, a enternecerlos; les suplicaba, en nombre de sus madres; decía que se iba a arrastrar a sus pies. Y, al ver que ellos seguían imperturbables, que la costumbre los había hecho de bronce, se sentó de improviso y se puso a escribir, con mano temblorosa. La plumilla escupía las palabras: «He robado…», que estampó con trazo grueso y rabioso; y a punto estuvo de perforar la delgada hoja, al tiempo que repetía, con voz ahogada:

-Aquí lo tiene, aquí lo tiene, caballero… Me rindo ante la fuerza

Bourdoncle cogió el papel, lo dobló cuidadosamente y, mientras ella lo miraba, lo metió, en un cajón, mientras decía:

-Ya ve que va a estar en buena compañía, porque las señoras empiezan diciendo que, antes que firmar, prefieren morir, pero suelen descuidarse a la hora de venir a recoger esta correspondencia amorosa… En fin, aquí lo tiene, a su disposición. Usted verá si vale dos mil francos.

La condesa estaba acabando de abrocharse el vestido y, ahora que había pagado el precio exigido, recuperaba la arrogancia.

-¿Puedo irme? -preguntó con tono seco.

Bourdoncle ya estaba atendiendo a otro asunto. Tras oír el informe de Jouve, había decidido despedir a Deloche: aquel dependiente era un necio, le robaban continuamente y nunca conseguiría tener autoridad sobre las clientes. La señora De Boves repitió la pregunta y, al ver que la despedían con un ademán afirmativo, les lanzó a ambos una mirada asesina. Por entre el caudal de palabras gruesas que se esforzaba en contener, le subió a los labios un grito de melodrama.

-¡Miserables! -dijo, mientras salía dando un portazo.

Blanche, en tanto, no se había alejado del despacho. La tenían trastornada la ignorancia de lo que estaba sucediendo dentro y las idas y venidas de Jouve y de las dos dependientes, que le traían a la imaginación gendarmes, tribunales y cárceles. Pero se quedó pasmada al encontrarse cara a cara con Vallagnosc, aquel marido de hacía un mes cuyo tuteo aún la ponía violenta. Él empezó a hacerle preguntas, asombrado al ver su estupor.

-¿Y tu madre? ¿Os habéis perdido? Vamos, di algo, que me estás preocupando.

A Blanche no se le ocurría ni una mentira verosímil. Desesperada, dijo en voz baja:

-Mamá… mamá… ha robado…

¿Qué era eso de un robo? Al fin lo entendió Paul. Sintió espanto ante el rostro hinchado de su mujer, aquella lívida mascarilla que desfiguraba el miedo.

-Empezó a meterse encajes en una manga -seguía balbuciendo ella.

-Así que la viste. ¿Estabas mirando? -susurró él, sintiendo que se quedaba helado al darse cuenta de que era cómplice.

Tuvieron que callarse, pues ya estaban volviendo la cabeza algunas personas. Una indecisión colmada de angustia inmovilizó a Vallagnosc por un instante. ¿Qué hacer? Y ya estaba a punto de entrar en el despacho de Bourdoncle cuando divisó a Mouret, que cruzaba la galería. Ordenó a su mujer que lo esperase, tomó del brazo a su viejo compañero y se lo contó todo con entrecortadas frases. Éste se apresuró a llevarlo a su propio despacho, en donde lo tranquilizó respecto a las posibles consecuencias. Le afirmó que no había necesidad de intervenir; le explicó de qué forma iban a transcurrir, con toda seguridad, las cosas, sin que pareciera inmutarlo el robo, como si lo hubiera previsto hacía tiempo. Pero Vallagnosc, en cuanto dejó de temer un arresto inminente, no aceptó la aventura con tan serena tranquilidad. Se había dejado caer en un sillón y, ahora que podía argumentar, no cesaba de compadecerse a sí mismo. ¿Cómo era posible? ¡Había emparentado con unas ladronas! ¡Una boda estúpida, en la que se había embarcado deprisa y corriendo para agradar al padre! Sorprendido ante aquella violencia de niño enfermizo, Mouret lo miraba llorar recordando su antigua pose de pesimismo. ¿No le había oído acaso mil veces defender que la vida, en fin de cuentas, no era nada y que lo único que le parecía un poco divertido era el mal? Y, en consecuencia, para distraerlo, se entretuvo, durante unos minutos, en predicarle indiferencia con un tono de amistosa guasa. Y, entonces, Vallagnosc se molestó. Estaba claro que no podía volver por los fueros de sus teorías filosóficas, ahora en entredicho; afloraba en él toda su formación burguesa, convertida en virtuosa indignación contra su suegra. El escéptico fanfarrón caía y se dolía en cuanto lo afectaba la experiencia, al menor roce de esa miseria humana de la que, en frío, se burlaba con sardónica risa. Aquello era una abominación; habían arrastrado por el fango el honor de su estirpe; y era como si el mundo fuera a hundirse.

-Vamos, cálmate -dijo por fin Mouret, compadecido-. No te volveré a decir que todo sucede y que nada sucede, ya que no parece servirte de consuelo en este trance. Pero creo que deberías ir a ofrecerle el brazo a la señora De Boves, pues resultará más prudente que organizar un escándalo… ¡Qué demonios! ¿No eras tú el que predicaba un desprecio flemático frente al encanallamiento universal?

-¡Pues, claro! -exclamó ingenuamente Vallagnosc-. ¡Cuando afecta a los demás!

Se había puesto en pie, sin embargo, y siguió el consejo de su antiguo condiscípulo. Regresaban ambos a la galería cuando salió la señora De Boves del despacho de Bourdoncle. Aceptó majestuosamente el brazo de su yerno y, al ir Mouret a saludarla con galante respeto, la oyó decir:

-Me han presentado sus disculpas. La verdad es que estas equivocaciones son algo espantoso.

Blanche se había reunido con ellos y caminaba detrás. Se perdieron despacio entre la muchedumbre.

Entonces, Mouret, solo y pensativo, volvió a recorrer los almacenes. Aquella escena, que lo había distraído del combate que lo desgarraba, le hacía subir ahora la fiebre y desencadenaba en él la lucha suprema. Se iba esbozando en su pensamiento una inconcreta relación: el robo de aquella desdichada, aquella locura definitiva de cliente conquistada, rendida a los pies del tentador, le traía la imagen de Denise, cuyo victorioso talón sentía en la garganta. Se detuvo en lo más alto de la escalera principal y estuvo mucho rato mirando la inmensa nave en la que se apelotonaban todas aquellas mujeres que eran sus súbditos.

Iban a dar la seis. La luz del día, que ya empezaba a desvanecerse en la calle, se estaba retirando de las galerías cubiertas, sumiéndolas en la oscuridad, y palidecía en lo hondo de los patios, por los que avanzaban, despacio, las tinieblas. Y, entre aquella claridad que aún no había desaparecido del todo, se encendían, una a una, las bombillas eléctricas, cuyos globos, de opaca blancura, constelaban de intensas lunas la remota lejanía de los departamentos. Era una claridad blanca, de cegadora fijeza, que se expandía como la reverberación de un astro descolorido y mataba el crepúsculo. Cuando estuvieron ya todas encendidas, la muchedumbre dejó escapar un arrobado murmullo. La gran venta blanca cobraba un mágico esplendor de apoteosis bajo aquella nueva iluminación. Era como si la colosal orgía de blanco ardiese también y se transformase en luz. La canción blanca se alzaba entre una inflamada blancura de aurora. Un blanco resplandor brotaba del hilo y el calicó, en la galería Monsigny, semejante a la luminosa franja que comienza a blanquear el cielo por Oriente; y, mientras, a lo largo de la galería Michodiére, la mercería y la pasamanería, el bazar y las cintas, lanzaban reflejos de colinas lejanas, el blanco relámpago de los botones de nácar, de los plateados bronces y de las perlas. Pero era sobre todo en la nave central donde alzaban su cántico unas blancuras templadas a fuego: los bullones de muselina blanca que rodeaban las columnas; los bombasíes y los piqués blancos que envolvían en drapeados las escaleras; las colchas blancas, que colgaban como banderas; los guipures y los encajes blancos, que surcaban los aires, franqueaban un firmamento de ensueño, una brecha que se abría a la deslumbrante blancura de un paraíso en el que se celebraban las bodas de la desconocida reina. La tienda del patio de las sedas era su gigantesca alcoba, con aquellos visillos blancos, aquellas gasas blancas, aquellos tules blancos cuyo resplandor defendía de las miradas la blanca desnudez de la desposada. Ya todo era deslumbramiento, una blancura luminosa en la que se fundían todos los blancos, un polvillo de estrellas que nevaba en la blanca claridad.

Y Mouret seguía contemplando, entre aquel llamear, a su femenino pueblo. Las sombras negras destacaban con vigor sobre los fondos pálidos. Prolongados remolinos hendían el tumulto; la fiebre de aquel día de gran venta pasaba como un vértigo, encrespando el desordenado oleaje de las cabezas. Ya empezaba la gente a marcharse; un saqueo de tejidos sembraba los mostradores; tintineaba el oro en las cajas; y, entre tanto, las clientes, despojadas, forzadas, se marchaban, medio rendidas, con la misma voluptuosidad satisfecha y la misma vergüenza sorda que proporciona la consumación de un deseo en lo más recóndito de un hotel de mala fama. Y era él quien las había poseído así, quien las tenía a su merced con aquel continuo agolpamiento de mercancías, aquellas rebajas y aquellas devoluciones, con su galantería y su propaganda. Había conquistado incluso a las madres, reinaba sobre todas las mujeres con la brutalidad de un déspota, cuyo capricho llevaba la ruina a los hogares. Aquella creación suya instauraba una religión nueva; la fe tambaleante iba dejando desiertas, poco a poco, las iglesias, y su bazar las sustituía en las almas, ahora desocupadas. La mujer acudía a su establecimiento a pasar las horas ociosas, las horas estremecidas e inquietas que antes vivía en lo hondo de las capillas: necesario desgaste de pasión nerviosa; renacida lucha de un dios que oponer al marido; incesante renovación del culto al cuerpo con un más allá divino de belleza. Si él hubiera cerrado las puertas de sus almacenes, habría habido motines en las calles, un desesperado vocear de beatas privadas del confesionario y el altar. Y las veía, pese a lo tardío de la hora, recorrer obstinadamente por entre aquel lujo, acrecentado en los últimos diez años, la enorme armazón metálica, siguiendo las escaleras colgantes y las pasarelas. La señora Marty y su hija, arrastradas hasta lo más alto, vagabundeaban entre los muebles. La señora Bourdelais, prisionera de su gente menuda, no conseguía salir del bazar. Venía, luego, un grupo: la señora De Boves, que seguía cogida del brazo de Vallagnosc y cuyos talones iba pisando Blanche, se paraba en todos los departamentos, atreviéndose aún a examinar las telas con su aire de altanera soberbia. Pero, entre todo aquel apiñamiento de clientes, todo aquel mar de bustos henchidos de vida, palpitantes de deseo, luciendo todos ellos ramilletes de violetas como para la celebración popular de las bodas de una reina, Mouret acabó por no divisar más que el escote de la señora Desforges, que se había detenido en los guantes en compañía de la señora Guibal. También ella estaba comprando, pese a sus rencorosos celos; y Mouret supo que era el amo una vez más; las tenía a todas a sus pies, bajo la deslumbrante luz de las bombillas eléctricas, como un ganado que lo había hecho rico.

Recorrió las galerías con paso maquinal, tan absorto que iba al albur de los empellones del gentío. Cuando alzó la cabeza, había vuelto al departamento de sombreros, cuyas lunas daban a la calle de Le-Dix-Décembre. Y allí, con la frente apoyada en el cristal, se detuvo una vez más, mirando la puerta de salida. El sol poniente pintaba de amarillo la parte alta de las casas blancas; el cielo azul de aquel hermoso día iba palideciendo, bajo el frescor de una bocanada de viento fuerte y limpia. Y, en tanto, en el crepúsculo que invadía ya la calzada, las lámparas eléctricas de El Paraíso de las Damas arrojaban el mismo brillo estático de las estrellas que se encienden en el horizonte al declinar el día. Las sombras iban cubriendo la triple fila de carruajes parados, que se perdían hacia la ópera y la Bolsa, en cuyos arneses perduraba el reflejo de algunos vivaces destellos, el relámpago de un farol, la chispa plateada de un bocado. Sonaban, a cada instante, las llamadas de los mozos de librea; avanzaba entonces un coche de punto, o se acercaba un cupé, para recoger a una cliente y alejarse con sonoro trote. Las colas iban siendo menos largas; ahora, de un extremo a otro de la calle, rodaban seis vehículos de frente, entre ruido de portezuelas al cerrarse, chasquear de látigos, y el zumbido de los peatones, que invadían la calzada, entre las ruedas. Era algo así como un continuada expansión, una irradiación de la clientela, que regresaba a los cuatro puntos cardinales de la ciudad; y los almacenes se vaciaban con el clamoroso ronquido de una compuerta. En tanto, el reflejo de las llamas del crepúsculo seguía incendiando los carruajes de El Paraíso, las grandes letras de oro de los paneles, las banderas izadas en pleno cielo; y todo parecía tan descomunal bajo aquella oblicua iluminación que recordaba al monstruoso edificio de los carteles de propaganda, el falansterio cuyas alas, multiplicándose sin tregua, iban más allá de los barrios, hasta alcanzar los lejanos bosques del extrarradio. La desfogada alma de París, un hálito gigantesco y suave, se adormecía en la serenidad del atardecer y se estiraba en largas y blandas caricias por encima de los últimos coches, que se alejaban deprisa por la calle, libre poco a poco de aglomeraciones, sumida en la negrura de la noche.

Mouret, con la vista perdida, acababa de notar que lo atravesaba algo grande; y, en medio de aquel escalofrío triunfal que estremecía su carne, contemplando cara a cara esa ciudad que había devorado y a esas mujeres a las que había domeñado, sintió una súbita flojedad, un desfallecimiento de la voluntad que lo derribaba también a él a impulsos de una fuerza superior. Era una irracional necesidad de sentirse vencido en plena victoria, el sinsentido de un hombre de guerra doblegándose, tras sus recientes conquistas, al capricho de una chiquilla. Y aquel hombre que llevaba meses luchando, que esa misma mañana, incluso, se había jurado sofocar su pasión, cedía de repente, presa del vértigo de las alturas, dichoso de cometer ese mismo error que le parecía tan necio. Su rápida decisión había cobrado, de un minuto a otro, tanta energía que sólo ella le parecía ya útil y necesaria en el mundo.

Aquella noche, tras el último turno, fue a su despacho a esperar a Denise. No podía estarse quieto; temblaba como un muchacho que se juega la felicidad; se acercaba continuamente a la puerta para prestar oído a los rumores de los almacenes, donde los dependientes estaban recogiendo los artículos, sumergidos hasta los hombros en el caótico saqueo de la venta. Le latía el corazón a cada ruido de pasos. Lo invadió la emoción de repente y se abalanzó hacia la puerta, pues Había oído a lo lejos un sordo murmullo que iba en aumento

Era que se aproximaba despacio Lhomme, llevando a cuestas la recaudación. Pesaba tanto aquel día, Había entrado tanto cobre y tanta plata en las cajas, que había mandado que lo acompañasen dos mozos. Detrás de él, Joseph y uno de sus compañeros iban doblados bajo unos sacos, unos sacos enormes, que llevaban cargados a la espalda, como si fueran de yeso. Y el cajero iba delante, con los billetes y el oro, una cartera repleta de papel y dos bolsas colgados del cuello, cuyo peso lo inclinaba hacia la derecha, del lado del brazo que le faltaba. Despacio, sudando y sin resuello, acudía desde el fondo de los almacenes, cruzando entre la creciente emoción de los empleados. Los guantes y la seda se habían brindado, entre risas, a echarle una mano para aliviar el peso; los paños y los géneros de lana habían hecho votos por que diera un tropezón que hiciera rodar el oro por todos los rincones de los departamentos. Había tenido, luego, que subir una escalera, cruzar una pasarela, seguir subiendo, dar vueltas y revueltas por la armazón, mientras lo iban siguiendo con la mirada la calcetería y la mercería, abriendo de éxtasis la boca al ver aquella fortuna viajando por los aires. En el primer piso, las confecciones, la perfumería, los encajes, los chales, le habían abierto calle con devoción, como cuando pasa el Santísimo. La algarabía iba creciendo, de un departamento a otro, y se convertía en un clamor de pueblo que vitorea al becerro de oro.

Mouret, mientras tanto, había abierto la puerta. En ella se presentó Lhomme, llevando en pos a los dos mozos, que trastabillaban. Y, aunque sin aliento, tuvo aún fuerzas para vocear:

-Un millón doscientos cuarenta y siete francos con noventa y cinco céntimos.

Por fin habían alcanzado el millón, el millón recogido en un día, la cifra con la que tanto tiempo había soñado Mouret. Pero éste hizo un ademán iracundo y dijo con tono de impaciencia, con la expresión decepcionada de un hombre cuya espera estorba un importuno:

-¡Conque un millón! Bueno, pues déjelo ahí.

Lhomme sabía que le agradaba tener encima de la mesa las recaudaciones de importancia antes de que las llevasen a la caja central. El millón cubrió todo el escritorio, aplastó los papeles, estuvo a punto de volcar el tintero; y el oro, la plata, el cobre, fluyendo de los sacos, reventando las bolsas, formaban un enorme montón, el montón de la recaudación bruta, tal y como había salido de las manos de la clientela, aún cálida y viva.

En el mismo instante en que se retiraba el cajero, consternado ante la indiferencia del patrón, llegaba Bourdoncle, dando joviales voces:

-¡Bueno, esta vez lo hemos conseguido! ¡Ya hemos llegado al millón!

Pero se fijó en la febril inquietud de Mouret, comprendió el porqué y se sosegó. La alegría le encendió la mirada. Tras un breve silencio, añadió:

-Ya se ha decidido, ¿no? ¡Pues la verdad es que lo apruebo!

Mouret se encaró con él, de pronto, y exclamó, con la voz terrible de los días críticos:

-¿Sabe, mi buen amigo, que lo veo demasiado contento? Usted cree que estoy acabado, ¿a que sí? Y se le están poniendo los dientes largos. Pues no se fíe, que a mí no hay quien me coma.

Desconcertado ante el rudo ataque de aquel demonio de hombre, que todo lo adivinaba, Bourdoncle balbució:

-Pero ¿qué está diciendo? Será broma, ¿no? ¡Con lo que yo lo admiro a usted!

-¡No mienta! -prosiguió Mouret, con violencia aún mayor-. Y atienda. Esa superstición de que el matrimonio nos hundiría era una necedad. ¿Es que el matrimonio no es acaso la salud indispensable, la fuerza y el orden mismos de la vida? Pues sí, amigo mío, me caso con ella. Y a aquellos de ustedes que se atrevan a moverse, los pongo de patitas en la calle. ¡No lo dude! ¡También usted puede pasar por caja, como los demás, Bourdoncle!

Lo despidió con un ademán. Bourdoncle sintió que aquel triunfo femenino lo condenaba, lo barría. Y se fue. Precisamente en ese momento llegaba Denise; y le hizo una profunda reverencia, sin saber dónde tenía la cabeza.

-¡Usted, por fin! -dijo Mouret con dulzura.

Denise estaba pálida de emoción. Acababa de tener un último disgusto. Deloche le había dicho que lo habían despedido y, al intentar ella retenerlo, ofreciéndose a hablar en su favor, se había empecinado en el infortunio. Quería irse para siempre. ¿Para qué quedarse? ¿Por qué iba a andar estorbando a las personas felices? Denise, sin conseguir contener las lágrimas, le había dado un adiós fraterno. ¿Acaso no aspiraba ella también al olvido? Todo estaba a punto de concluir. Sólo les pedía ya a sus exhaustas fuerzas coraje para la separación. Dentro de pocos minutos si tenía valentía suficiente para sofocar el corazón podría irse sola, para llorar en un lugar recóndito

-Quería usted verme, señor Mouret -le dijo, con su expresión sosegada-. De todas formas, habría venido a agradecerle todas sus bondades.

Al entrar, había visto el millón encima de la mesa; y aquella exhibición de dinero la hería. En lo alto, como contemplando la escena, el retrato de la señora Hédouin conservaba, en el marco de oro, la eterna sonrisa de sus labios pintados.

-¿Sigue decidida a dejarnos? -preguntó Mouret con voz trémula.

-Sí, señor. No queda más remedio.

Entonces él le tomó las manos y le dijo, con una explosión de ternura, tras la prolongada frialdad que se había impuesto:

-Y si la pidiera en matrimonio, Denise, ¿se iría usted?

Pero ella retiró las manos, debatiéndose como si experimentara de pronto un enorme dolor.

-¡Ay, señor Mouret, se lo ruego, calle! ¡No me haga sufrir más aún! No puedo… no puedo… ¡Dios es testigo de que me iba para evitar esta desgracia!

Y seguía defendiéndose con entrecortadas palabras. ¿Es que no la habían hecho sufrir ya bastante los comadreos de la casa? ¿Pretendía acaso que pasase ante los demás y ante sí misma por una mujerzuela? No, no, sería fuerte y conseguiría impedirle que cometiera un error de tal calibre. Y él, atormentado, la escuchaba y repetía con pasión:

-Yo quiero… Yo quiero…

-No, es imposible… ¿Y mis hermanos? He jurado no casarme. No puedo cargarlo a usted con dos chiquillos. ¿Verdad que no?

-Serán también hermanos míos. Dígame que sí, Denise.

-No, no. ¡Ay, déjeme! No me torture.

Mouret se sentía desfallecer, poco a poco. Aquel último obstáculo lo volvía loco. ¡Cómo! Incluso así se negaba. A lo lejos, oía el clamor de sus tres mil empleados, que movían con todas sus fuerzas su regia fortuna. Y aquel millón imbécil encima de la mesa… Lo hacía sufrir, como un sarcasmo. Le habría gustado tirarlo a la calle.

-¡Váyase, pues! -voceó, llorando a mares-. Vaya a reunirse con el hombre del que está enamorada… Ésa es la razón, ¿verdad? Si ya me había avisado; si ya debería saberlo y dejar de atormentarla.

Denise se había quedado sobrecogida ante la violencia de aquella desesperación. Le estallaba el corazón. Y, entonces, con su infantil impetuosidad, se echó en sus brazos, sollozando también y balbuciendo:

-¡Ay, señor Mouret! Si es de usted de quien estoy enamorada.

Un clamor postrero se alzó desde El Paraíso de las Damas,
la lejana ovación de toda una muchedumbre. Los pintados labios del retrato
de la señora Hédouin seguían sonriendo. Mouret había
caído sentado encima del escritorio, encima del millón, del que
ya no se acordaba. No soltaba a Denise, la estrechaba como un loco contra su
pecho, diciéndole que ahora podía irse, que pasaría un
mes en Valognes, para no dar que hablar a la gente, y que, luego, iría
a buscarla en persona para traerla de nuevo a París, cogida de su brazo,
todopoderosa.

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®

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