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El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 3)



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-¿No había ido a recepción?

-No, señora Frédéric, me parece que no -respondió ésta-. No ha dicho nada, no puede andar muy lejos.

Denise, así informada, se quedó a pie firme. Cierto es que había unas cuantas sillas para las clientes; pero como nadie le decía que se sentara, no se atrevió a hacerlo, pese a que la turbación le doblaba las rodillas. Estaba claro que a las señoritas dependientes les había dado el pálpito de que venía a presentarse como candidata y la miraban de arriba abajo, la desnudaban con la vista, de reojo, sin benevolencia alguna, con la sorda hostilidad de unos comensales a quienes no les apetece apretarse para hacer sitio a los hambrientos que llegan de fuera. Cada vez se sentía más violenta y, a pasitos cortos, fue a mirar la calle para no estar sin hacer nada. En la acera de enfrente, vio El Viejo Elbeuf, con su fachada mohosa y sus escaparates muertos, y, al contemplarlo desde el lujo y la vitalidad que tenía alrededor, le pareció tan feo y desventurado que algo semejante al remordimiento acabó de meterle el corazón en un puño.

-¡Fíjese! -le cuchicheaba Prunaire, la espingarda, a Vadon, la bajita-. ¿Ha visto qué botinas?

-¡Yqué vestido! -susurraba la otra.

Denise, sin apartar los ojos de la calle, notaba cómo se la comían viva. Pero no sentía enfado alguno; ninguna de las dos le había parecido guapa; ni la más alta, con aquel moño pelirrojo que le caía sobre el cuello de caballo; ni la más baja, con aquel cutis de leche cortada que hacía que la cara, vulgar, pareciera fofa, como si no tuviera huesos. A Clara Prunaire, hija de un almadreñero de los bosques de Sautier, la habían iniciado en los vicios los ayudas de cámara del castillo de Mareuil en los tiempos en que la condesa recurría a ella; más adelante, había llegado a París desde un comercio de Langres, y ahora se vengaba en los hombres de las patadas con que el tío Prunaire le había llenado la espalda de cardenales. Marguerite Vadon era oriunda de Grenoble, donde su familia tenía un comercio de tejidos; la habían mandado a El Paraíso de las Damas para ocultar un resbalón, un hijo concebido por azar; se portaba con mucha formalidad y estaba previsto que regresara a su ciudad natal para hacerse cargo del comercio de sus padres y casarse con un primo suyo, que la estaba esperando.

-¡Esta, desde luego, no va a ser de las que dejen huella aquí! -siguió diciendo Clara, sin alzar la voz.

Pero callaron las dos porque una mujer que rondaba los cuarenta y cinco años acababa de llegar. Era la señora Aurélie, metida en carnes, embutida en un vestido de seda negro cuya pechera, que tensaba la opulenta redondez de los hombros y los pechos, relucía como una armadura. Bajo los oscuros bandós, tenía ojos grandes de mirada quieta, boca severa, mejillas anchas y algo caídas. La majestad del puesto de encargada le abultaba el rostro, que recordaba un abotagado retrato de César.

-Señorita Vadon -dijo con tono irritado-, ¿cómo es que ayer no mandó usted el modelo de abrigo entallado al taller?

-Había que hacerle un retoque, señora Aurélie -respondió la dependiente- y lo guardó la señora Frédéric.

Entonces, la segunda encargada sacó el modelo de un armario y hubo más explicaciones. Cuando la señora Aurélie opinaba que su autoridad estaba en juego, todo se doblegaba ante ella. Era muy vanidosa, tanto que no quería que la llamasen por el apellido, porque aquel Lhomme la molestaba, y renegaba de la portería de su padre, diciendo que tenía un taller de sastre. Sólo se mostraba bondadosa con las dependientes dúctiles y mimosas que le demostraban admiración. Tiempo atrás, se le había agriado el carácter en el taller de confección que había querido instalar por cuenta propia, pues la había perseguido de continuo la mala suerte y la exasperaba que no le sucedieran sino catástrofes estando tan segura como estaba de tener las espaldas bastante anchas para llevar a cuestas la fortuna. E incluso ahora, pese a haber triunfado en El Paraíso de las Damas, donde ganaba doce mil francos al año, era como si siguiera guardando rencor al mundo y se mostraba dura con las principiantes, de la misma forma que la vida se había mostrado dura con ella.

-¡Ya hemos hablado bastante! -acabó por decir con tono seco-. Es usted tan poco sensata como las demás, señora Frédéric… Que hagan el retoque ahora mismo.

Durante la aclaración, Denise había seguido mirando la calle. Estaba casi segura de que aquella señora era la que andaba buscando, pero, como la intranquilizaban las voces, siguió esperando a pie firme. Las dependientes, contentísimas de haber enzarzado a las dos encargadas del departamento, habían vuelto a sus tareas con cara de honda indiferencia. Transcurrieron unos minutos; nadie tuvo la caridad de sacar a la joven del apuro. Por fin, fue la propia señora Aurélie quien se percató de su presencia y, asombrada de verla allí, quieta, le preguntó qué deseaba.

-¿La señora Aurélie, por favor?

-Soy yo.

Denise tenía la boca seca, las manos frías, y había vuelto a apoderarse de ella uno de los antiguos ataques de temor de la infancia, cuando temblaba pensando que le iban a dar una zurra. Expuso su pretensión tartamudeando; tuvo que repetirla para que la entendieran. La señora Aurélie clavaba en ella la impasible mirada sin que ni un solo rasgo de su facies de emperador se dignara enternecerse.

-Pues ¿qué edad tiene usted?

-Veinte años, señora Aurélie.

-¿Cómo que veinte años? ¡Pero si no aparenta usted ni dieciséis!

Las dependientes habían vuelto a alzar la cabeza. Denise se apresuró a añadir:

-¡Huy! ¡Pero soy muy fuerte!

La señora Aurélie encogió los robustos hombros. Luego decretó:

-Está bien. La apuntaré. Apuntamos a todo el que se presenta… Señorita Prunaire, déme el registro.

Tardaron en encontrarlo; debía de andar de mano del inspector Jouve. Mientras la espingarda de Clara iba a buscarlo, apareció Mouret, con Bourdoncle pisándole los talones. Estaban acabando de hacer la ronda por las secciones de la entreplanta; ya habían pasado por los encajes, los chales, las pieles, las tapicerías, la lencería, y la concluían en las confecciones. La señora Aurélie hizo un aparte, conversó un momento con ellos acerca de un pedido de paletós que tenía intención de hacerle a uno de los mayoristas más importantes de París; solía comprar sin intermediarios y bajo su propia responsabilidad, pero para los pedidos de envergadura prefería consultar con la dirección. Luego, Bourdoncle le refirió el nuevo descuido de su hijo Albert, que pareció sumirla en la consternación: aquel hijo la iba a matar; el padre, por lo menos, aunque era endeble, tenía a su favor el buen comportamiento. Aquella dinastía de los Lhomme, cuyo caudillaje no le disputaba nadie, le daba a veces muchos quebraderos de cabeza.

Pero Mouret se había sorprendido al volver a encontrarse con Denise; y se inclinó hacia la señora Aurélie para preguntarle qué hacía allí aquella joven; y cuando la encargada le hubo respondido que venía a pedir un puesto de dependiente, Bourdoncle, con su acostumbrado desdén por las mujeres, se ofendió mucho ante tal pretensión.

-¡No puede ser! -susurró-. Debe de tratarse de una broma. Con lo fea que es.

-La verdad es que de guapa no tiene nada -dijo Mouret, sin atreverse a defenderla, aunque aún lo enternecía el éxtasis que había mostrado la joven en la planta baja al ver la presentación de las sedas.

Como ya traían el registro, la señora Aurélie regresó hacia Denise. Definitivamente, no estaba causando buena impresión. Iba muy limpia, con su gastado vestido de lana negra. No había por qué tener en cuenta la humildad en el vestir, puesto que la casa proporcionaba el uniforme, el reglamentario vestido de seda. Pero el caso es que parecía muy poquita cosa y tenía la cara triste. No es que exigieran a las muchachas que fueran guapas, pero, para dedicarse a la venta, había que ser de buen ver. Y, ante las miradas de aquellas señoras y aquellos caballeros que la estudiaban y la calibraban como una yegua por la que anduvieran regateando unos campesinos en la feria, Denise perdía el poco aplomo que le quedaba.

-¿Cómo se llama? -preguntó, desde una esquina del mostrador, la encargada, pluma en ristre y lista para escribir.

-Denise Baudu, señora Aurélie. -¿Qué edad tiene?

-Veinte años y cuatro meses.

Y volvió a decir, atreviéndose a alzar la vista hacia Mouret, aquel supuesto jefe de departamento que se encontraba por doquier y cuya presencia la turbaba:

-Aunque no lo aparento, soy muy resistente.

Hubo algunas sonrisas. Bourdoncle, impaciente, se miraba las uñas. Por lo demás, la frase cayó en medio de un silencio descorazonador.

-¿En qué casa ha trabajado usted en París? -siguió preguntando la encargada.

-Pero, señora Aurélie, si acabo de llegar de Valognes.

Otra catástrofe. El Paraíso de las Damas solía exigir a sus dependientes que hubieran realizado un año de prácticas en alguno de los pequeños comercios de París. Denise sucumbió entonces a la desesperación; y si no se hubiese acordado de sus niños, se habría marchado, para poner punto final a aquel inútil interrogatorio.

-¿Dónde estaba usted en Valognes?

-En Casa Cornaille.

-La conozco. Buena casa -se le escapó a Mouret.

Lo normal era que no interviniese nunca en la contratación de empleados, pues la responsabilidad del personal de cada departamento recaía en el encargado que lo dirigía. Pero, con su exquisito sentido de las mujeres, notaba en aquella joven una gracia oculta, un poder hecho de encanto y ternura que ella misma ignoraba. Que la casa del primer empleo tuviera buena reputación era factor de mucho peso y, con frecuencia, determinante para que aceptasen al candidato. La señora Aurélie prosiguió, con dulcificada voz:

-¿Y por qué se fue usted de Casa Cornaille?

-Circunstancias familiares -respondió Denise, ruborizándose-. Hemos perdido a nuestros padres, no puedo dejar a mis hermanos… Además, traigo referencias.

Eran muy buenas. Ya estaba recuperando las esperanzas cuando una última pregunta la puso en un nuevo apuro.

-¿Alguien responde por usted en París?… ¿Dónde vive?

-En casa de mi tío -susurró, no sabiendo si nombrarlo, temiendo que no quisieran andar en tratos con la sobrina de un competidor-. En casa de mi tío Baudu, ahí enfrente.

Con lo cual, Mouret intervino por segunda vez:

-¿Cómo? ¿Es usted la sobrina de Baudu?… ¿Viene usted de parte de su tío?

-¡No! ¡Claro que no!

Y tan singular le pareció la ocurrencia que no pudo disimular la risa. Fue una transfiguración. Seguía arrebolada y, cuando aquella boca algo grande sonreía, era como si floreciese el rostro entero. Se encendió una tierna llama en los ojos grises; en las mejillas aparecieron unos adorables hoyuelos; incluso el pálido cabello pareció esponjarse con aquella sana y valiente alegría de toda su persona.

-¡Pero si es muy bonita! -le dijo en voz baja Mouret a Bourdoncle.

El partícipe no quiso admitirlo e hizo un gesto de hastío. Clara había fruncido los labios y Marguerite les daba la espalda. La única que aprobó con la cabeza a Mouret cuando éste siguió hablando fue la señora Aurélie.

-Su tío ha hecho mal en no acompañarla. Bastaba con su recomendación… Hay quien dice que nos guarda rencor. Nosotros somos más comprensivos y, si él no puede dar trabajo a su sobrina, pues le demostraremos que a su sobrina le ha bastado con llamar a nuestra puerta para que se la abramos… Dígale una vez más que le sigo teniendo mucho afecto y que no debe echarme a mí la culpa, sino a las nuevas circunstancias del comercio. Y dígale también que acabará de hundirse si sigue aferrado a un cúmulo de ideas anticuadas y ridículas.

Denise se puso muy pálida. Estaba hablando con Mouret en persona. Nadie le había dicho quién era, pero él mismo acababa de hacerlo; y ahora se daba cuenta, ahora entendía por qué el joven le había causado aquella impresión en la calle, en el departamento de sedería, y en aquellos momentos también. Esa emoción, que no conseguía desentrañar, le agobiaba cada vez más el ánimo, como un peso excesivo. Le volvían a la memoria todas las historias que le había contado su tío, engrandecían a Mouret, lo rodeaban de una leyenda, lo convertían en el amo de la pavorosa máquina que, desde por la mañana, la tenía apresada entre los férreos dientes de sus engranajes. Y detrás del rostro agraciado, de la barba cuidada, de los ojos color de oro viejo, veía a la mujer muerta, a aquella señora Hédouin cuya sangre había sellado las piedras de la casa. Y entonces volvió a sentir el frío del día anterior y creyó que lo que pasaba era que le tenía miedo a aquel hombre.

La señora Aurélie, entre tanto, estaba cerrando el registro. Sólo le hacía falta una dependiente y había ya diez candidatas inscritas. Pero tenía demasiado empeño en complacer al dueño para pensarlo dos veces. No obstante, la petición seguiría el curso reglamentario; el inspector Jouve iría a pedir detalles, haría un informe, y la encargada tomaría una decisión.

-Muy bien, señorita -dijo con tono majestuoso, para salvaguardar su autoridad-. Ya le escribiremos a usted.

Durante unos instantes, el apuro impidió a Denise moverse. Rodeada de tanta gente, no sabía con qué pie iniciar la retirada. Acabó por dar las gracias a la señora Aurélie y, cuando tuvo que pasar ante Mouret y Bourdoncle, les hizo una venia. Estos, por lo demás, ya se habían olvidado de ella y ni siquiera le devolvieron el saludo, pues estaban examinando con gran atención, junto con la señora Frédéric, el modelo de abrigo entallado. Clara miró a Marguerite y le hizo un gesto de despecho, como para anunciar de antemano que la nueva dependiente no iba a tener motivos para sentirse a gusto en el departamento. Denise notó a sus espaldas toda aquella indiferencia, todo aquel rencor, y bajó las escaleras tan turbada como las había subido, presa de una peculiar angustia y preguntándose si debía lamentar amargamente haber venido o alegrarse de haberlo hecho. ¿Podía contar con el puesto? Otra vez empezaba a tener dudas de ello, inmersa en el malestar que le había impedido darse cuenta con claridad de los acontecimientos. De cuantas sensaciones había sentido, persistían dos, que iban borrando poco a poco todas las demás: la violenta impresión que le había producido Mouret, tan honda que llegaba al miedo; y, en segundo lugar, la amabilidad de Hutin, la única alegría de aquella mañana, un recuerdo deliciosamente dulce que la colmaba de gratitud. Al cruzar los almacenes camino de la calle, buscó al joven, dichosa al pensar que podría darle una vez más las gracias con la mirada, y la entristeció no verlo.

-¿Y qué, señorita? ¿Ha conseguido usted algo? -le preguntó una vez empañada de emoción cuando acababa de pisar la acera.

Se volvió y reconoció al muchacho alto, lívido y desgarbado que había hablado con ella a primera hora de la mañana. También él salía de El Paraíso de las Damas y parecía aún más azorado que ella, como si estuviera ido tras el interrogatorio por el que acababa de pasar.

-Pues la verdad es que no lo sé, caballero -repuso.

-Lo mismo me sucede a mí. ¡Hay que ver cómo lo miran y cómo le hablan a uno en este sitio!… Yo venía para los encajes; estaba en Crévecoeur, en la calle de Le Mail.

Otra vez estaban frente a frente; y, no sabiendo cómo despedirse, empezaron a ruborizarse. Luego, el joven, con su aspecto de hombre torpe y bueno, se atrevió a preguntar, por decir algo pese a su excesiva timidez.

-¿Cómo se llama usted, señorita?

-Denise Baudu.

-Yo me llamo Henri Deloche.

Ahora se miraban, sonrientes. Cedieron ante la fraternidad de su situación y se tendieron la mano.

-¡Buena suerte!

-¡Lo mismo le digo! ¡Buena suerte!

Todos los sábados, de cuatro a seis, la señora Desforges invitaba a té con pasteles a los allegados que se acercaban a visitarla. Vivía en la tercera planta de un edificio sito en la confluencia de las calles de Rivoli y de Alger, y las ventanas de los dos salones daban a los jardines de las Tullerías.

Aquel sábado, cuando un lacayo se disponía a hacerlo pasar al salón principal, Mouret vio desde el recibidor, por una puerta abierta, que la señora Desforges cruzaba el salón pequeño. Se detuvo ésta al reconocerlo y él entró por allí, saludándola con tono ceremonioso. Pero, apenas el lacayo hubo cerrado la puerta, tomó ansiosamente la mano de la joven y la besó con ternura.

-¡Ten cuidado, que ya han empezado a llegar! -dijo ella, bajando la voz y señalando con un gesto la puerta del salón principal-. Había ido a buscar este abanico para enseñárselo.

Y, con la punta de dicho abanico, le dio alegremente un suave golpe en el rostro. Era una mujer morena, algo metida en carnes, de ojos grandes y celosos. Pero él, sin soltarle la Mano, inquirió:

-¿Va a venir?

-Desde luego -contestó ella-. Me lo ha prometido. Hablaban del barón Hartmann, el director del Banco de Crédito Inmobiliario. La señora Desforges era hija de un miembro del Consejo de Estado y viuda de un corredor de Bolsa que le había dejado una fortuna que unos ponían en entredicho y otros exageraban. También se decía que, incluso en vida del señor Desforges, había sabido agradecer cumplidamente al barón Hartmann los expertos consejos económicos que tan pingües beneficios habían aportado al matrimonio; al parecer, tras la muerte del marido, habían seguido aquellos amores, aunque siempre con la misma discreción y sin asomo de imprudencias o escándalos. La señora Desforges nunca se ponía en evidencia y la recibían en todas las casas de la alta burguesía, a la que pertenecía por nacimiento. Incluso ahora que la pasión del banquero, hombre escéptico y sagaz, se había trocado en un mero afecto paternal, cuando ella se permitía tener algún amante, que él le consentía, sabía llevar sus escarceos amorosos con un tino y un tacto tan delicados, aplicando con tal acierto su sabiduría mundana, que las apariencias siempre quedaban cubiertas y nunca había tenido nadie motivo para poner públicamente en duda su reputación. Había conocido a Mouret en casa de unos amigos comunes y le había causado éste una primera impresión muy poco halagüeña; sin embargo, había acabado por caer en sus brazos, como si hubiera sido incapaz de resistirse al impetuoso amor con que Mouret la acosaba; y desde que él trataba de sacarle provecho a sus relaciones con el barón, ella había empezado a profesarle un cariño sincero y profundo; ahora lo adoraba con el arrebato de una mujer que ya había cumplido los treinta y cinco, aunque no admitiese tener más de veintinueve. La desesperaba que él fuera más joven y la aterraba la posibilidad de perderlo.

-¿Le has dicho algo? -prosiguió él.

-No, tendrá que ponerlo al tanto del asunto usted mismo contestó ella, dejando de tutearlo.

Lo observaba, pensando que debía de estar realmente convencido de que el barón y ella no eran sino viejos amigos, pues de lo contrario no se atrevería a utilizarla de aquel modo. Pero Mouret seguía sin soltarle la mano, llamándola Henriette querida, y ella sintió que se le derretía el corazón. Le tendió los labios en silencio, los oprimió contra los de él, v le dijo en voz baja:

-¡Chitón! Me están esperando… Entra detrás de mí.

Desde el salón principal llegaba un leve rumor de voces, que amortiguaban los cortinajes. La señora Desforges abrió la puerta, dejando ambas hojas abiertas, y entregó el abanico a una de las cuatro señoras que estaban en el centro de la estancia.

-¡Aquí lo tiene! -dijo-. No recordaba dónde lo había metido; la doncella no habría sabido encontrarlo.

Y, dándose la vuelta, añadió, con el mismo tono alegre:

-Pase usted, señor Mouret, entre por el saloncito. No se ande con cumplidos.

Mouret saludó a las señoras, a las que ya conocía. Los muebles de estilo Luis XIV, tapizados con un brocatel de ramos, los herrajes de cobre dorado, las frondosas plantas de interior, prestaban al salón, pese a lo elevado del techo, un íntimo ambiente de femenina ternura; a través de las dos ventanas se divisaban los castaños de las Tullerías, cuyas hojas arrastraba el viento de octubre.

-¡Este Chantilly no está nada mal, no señor! -exclamó la señora Bourdelais, con el abanico en la mano.

Era una mujercita rubia de treinta años, nariz afilada y ojos vivarachos, amiga de internado de Henriette; se había casado con un segundo jefe de servicio del Ministerio de Economía. Pertenecía a una rancia familia burguesa y cuidaba de buen grado de su hogar y de sus tres hijos, dedicándoles todos sus desvelos y aplicando su exquisita intuición de los aspectos prácticos de la vida.

-¿Y dices que este retazo te costó veinticinco francos? -añadió, examinando todos y cada uno de los puntos del encaje-. Lo compraste en Luc, ¿verdad?, a una encajera de la región… Pues no es nada caro… Pero tuviste que montarlo por tu cuenta.

-Desde luego -contestó la señora Desforges-. Las varillas me costaron doscientos francos.

La señora Bourdelais se echó a reír. ¿Aquello era lo que Henriette llamaba una ganga? ¡Doscientos francos por unas varillas de marfil con un monograma! ¡Y sólo para aprovechar un retazo de Chantilly en el que se había ahorrado cinco francos! Por ciento veinte, podía comprar un abanico igual ya montado; e indicó un establecimiento de la calle de Poissoniére.

Mientras, el abanico iba pasando de mano en mano. La señora Guibal apenas lo miró. Era una pelirroja alta y delgada; había una expresión de profundo hastío en aquel rostro, cuyos ojos grises, en ocasiones delataban, tras el aparente desapego, los ansiosos apetitos del egoísmo. Nunca se la veía en compañía de su marido, un abogado muy conocido en el Palacio de Justicia; éste, a lo que contaban, vivía según su propio albedrío, entregado en cuerpo y alma a sus legajos y a sus placeres.

-¡Bah! -murmuró, entregándole el abanico a la señora De Boves-. Yo he debido de comprar un par en toda mi vida… Siempre le regalan a una demasiados.

-Es una suerte, querida, tener un marido tan galante -replicó la condesa, con sutil ironía.

Y, dirigiéndose a su hija, una joven alta de veinte años y seis meses, añadió:

-Fíjate en el monograma, Blanche. ¡Qué trabajo tan exquisito! Seguramente fue lo que subió tanto el precio de las varillas. La señora De Boves, que acababa de cumplir los cuarenta, era una mujer espléndida, con hombros de diosa y un rostro carnoso, de correctas facciones y ojos grandes y soñolientos, cuyo marido, inspector general de remontas, se había casado con ella por su belleza. La delicada factura del monograma parecía haberla soliviantado, como si suscitara en ella un deseo tan intenso que le apagaba el brillo de la mirada.

-Dénos usted su opinión, señor Mouret -exclamó de repente-. ¿Le parece que doscientos francos son una cantidad excesiva para estas varillas?

Mouret se había quedado de pie, entre las cinco mujeres, sonriente, interesándose por lo que les interesaba a ellas. Cogió el abanico, lo miró atentamente y, cuando estaba a punto de pronunciarse, el lacayo abrió la puerta y anunció:

-La señora Marty.

Entró una mujer flaca, fea, con la cara picada de viruelas, ataviada con caprichosa elegancia. No aparentaba edad alguna, tenía treinta y cinco años que podían parecer tanto treinta como cuarenta, dependiendo del febril nerviosismo que la embargase. Llevaba en la mano derecha un bolso de cuero rojo, del que no había querido desprenderse.

-Discúlpeme, amiga mía -le dijo a Henriette-, por presentarme con este bolso… Pero, figúrese, según venía he entrado en El Paraíso y he vuelto a cometer auténticas locuras, así que he preferido no dejarlo abajo, en el coche, no vaya a ser que me lo roben…

En ese momento, se percató de la presencia de Mouret y añadió, risueña:

-¡Huy, no sabía que estuviese usted aquí; no lo he dicho para hacerle propaganda!… La verdad es que ahora mismo tiene usted unos encajes maravillosos.

Tal revelación distrajo el interés del abanico, que Mouret dejó encima de un velador. Las señoras necesitaban ahora satisfacer su curiosidad viendo las compras de la señora Marty. Todos estaban al tanto de la rabiosa necesidad de comprar, de la incapacidad para resistir a la tentación de aquella mujer de virtuosa rectitud, incapaz de ceder a los requerimientos de un amante, pero cuya carne, irremediablemente débil, sucumbía ante la tentación de cualquier prenda de moda. Era hija de un modesto oficinista y, en la actualidad, se dedicaba a arruinar a su marido, profesor de segundo curso en el liceo Bonaparte, quien, para cubrir el incremento constante del presupuesto familiar, tenía que duplicar sus seis mil francos de haberes dando clases particulares. Pero la señora Marty seguía sin abrir el bolso, lo sujetaba sobre el regazo mientras hablaba de su hija Valentine, una de sus coqueterías más costosas, pues cuidaba de su atavío tanto como del suyo propio, siguiendo siempre las últimas tendencias de la moda, cuyo atractivo era siempre más fuerte que ella.

-Ya sabrán -explicó- que este invierno van a llevarse mucho para las jovencitas los vestidos adornados con puntillas; así que al ver aquel encaje de Valenciennes tan bonito…

Por fin se decidió a abrir el bolso. Ya estaban las señoras estirando el cuello cuando quebró el silencio el timbre del recibidor.

-Es mi marido -tartamudeó la señora Marty, muy azorada-. Quedó en venir a buscarme al salir del Bonaparte.

Había cerrado el bolso con presteza para esconderlo, luego, con gesto instintivo, debajo de un sillón. Todas se echaron a reír; entonces, la señora Marty se ruborizó, avergonzada de aquel arrebato, y volvió a colocarse el bolso en el regazo, al tiempo que afirmaba que los hombres no entendían nunca nada, ni falta que hacía.

-El señor De Boves, el señor De Vallagnosc -anunció el lacayo.

Todo el mundo se sorprendió. La propia señora De Boves ignoraba que su marido tuviera intención de venir. Era éste un hombre bien plantado, que lucía bigote y mosca y tenía esa correcta prestancia militar tan apreciada en las Tullerías; le besó la mano a la señora Desforges, a la que había conocido, de joven, en casa de su padre, y se hizo a un lado para que el otro visitante, un joven alto con la tez pálida propia de la noble distinción de una sangre empobrecida, pudiera, a su vez, saludar a la anfitriona. Pero, apenas comenzaba a reanudarse la conversación, cuando la interrumpieron dos breves exclamaciones:

-Pero… ¡Paul, si eres tú!

-¡Caramba! ¡Octave!

Mouret y Vallagnosc intercambiaban un apretón de manos. Ahora era la señora Desforges quien se mostraba sorprendida. ¿De modo que ya se conocían? Claro está; habían crecido juntos, en el mismo internado de Plassans; y era pura casualidad que no hubiesen coincidido antes en aquella casa.

Bromeando y sin soltarse las manos, los dos amigos pasaron al saloncito, al tiempo que el lacayo entraba con el té, un juego de porcelana china en bandeja de plata, que depositó junto a la señora Desforges, en el centro de un velador de mármol con delicada barandilla de cobre. Las señoras se apiñaron en torno a éste, alzando el tono, en un inagotable cruce de conversaciones; mientras el señor De Boves, de pie detrás de ellas, se inclinaba de vez en cuando para meter baza, con su galantería de apuesto funcionario. Aquellas voces parlanchinas, salpicadas de risas, tornaban aún más festivo el amplio salón, de mobiliario tan suave y alegre.

-¡Vaya, vaya con el amigo Paul! -decía Mouret una y otra vez.

Se había sentado con Vallagnosc en un sofá. Se hallaban solos al fondo del salón pequeño, un coquetón gabinete entelado en seda color botón de oro, alejados cíe los oídos indiscretos y de las señoras, a las que divisaban a través de la puerta abierta de par en par; ambos reían como muchachos, mirándose a los ojos y dándose palmadas en las rodillas. Era como si resucitase el tiempo de su juventud, el internado de Plassans, con sus dos patios, sus húmedas salas de estudio y aquel refectorio en el que servían tantísimo bacalao; y aquel dormitorio donde las almohadas empezaban a volar de cama en cama apenas oían los internos el primer ronquido del vigilante. Paul, hijo de una antigua familia de parlamentarios, hidalgos tronados y ociosos, había sido un alumno de provecho, siempre el primero de la clase, al que el profesor ponía de ejemplo a los demás, augurándole un brillante provenir; Mouret, en cambio, no salía de los últimos puestos y vegetaba entre los holgazanes, feliz y orondo, ahorrando fuerzas para agotarlas fuera, en diversiones violentas. Pese a las diferencias de temperamento, eran inseparables; una estrecha camaradería los unió hasta el examen de estado, que ambos lograron superar, el uno brillantemente y el otro por los pelos, tras dos intentos fallidos. Luego, la vida los separó; y ahora volvían a encontrarse, al cabo de diez años, envejecidos y cambiados.

-Cuéntame -prosiguió Mouret-, ¿qué ha sido de tu vida?

-Pues no ha sido nada.

Vallagnosc, pese a la alegría del reencuentro, conservaba su habitual expresión de hastío y desencanto; pero su amigo, sorprendido, seguía insistiendo:

-Hombre, algo harás… ¿A qué te dedicas?

-A nada -contestó aquél.

Octave se echó a reír. Nada era muy poca cosa. Frase a frase, fue sacándole a Paul su historia, la eterna historia de tantos jóvenes pobres, que creen que su cuna sólo les permite ejercer profesiones liberales y se entierran en una vanidosa mediocridad, con los cajones llenos a reventar de títulos, dando gracias si consiguen no morirse de hambre. Vallagnosc había estudiado derecho para perpetuar la tradición familiar; luego, había vivido a expensas de su madre viuda, a la que apenas si le llegaba el dinero para buscar partidos a sus dos hijas. Hasta que, cayendo al fin en la cuenta de lo vergonzoso de su situación, dejó que las tres mujeres malvivieran de los restos de su fortuna y se fue a París, para desempeñar un cargo de poca monta en el Ministerio del Interior, donde permanecía enterrado, como un topo en lo más hondo de su madriguera.

-¿Y cuánto ganas? -preguntó Mouret. -Tres mil francos.

-¡Pero eso es una miseria! ¡Ay, no sabes qué pena me das, compañero!… ¿Cómo es posible? ¿Un muchacho tan inteligente, que nos daba a todos sopas con honda! ¡Y no te dan más que tres mil francos, aunque ya llevan cinco años embruteciéndote! ¡Qué injusticia!

Se interrumpió y comenzó a hablar de sí mismo.

-Yo los dejé a todos con tres palmos de narices… ¿Sabes en qué me he convertido?

-Sí -dijo Vallagnosc-. Me han contado que te dedicas al comercio. Eres el dueño de esos almacenes tan grandes de la plaza de Gaillon, ¿verdad?

-Pues, sí… ¡Me he hecho hortera, chico!

Mouret había erguido la cabeza y, dando a Vallagnosc una nueva palmada en la rodilla, repitió con la alegría rotunda de un hombre fuerte que no se avergüenza del oficio que lo está enriqueciendo:

-¡Hortera, ni más ni menos!… Qué caramba, ya te acordarás de que a mí me gustaba muy poco aquello, aunque, en el fondo, nunca me consideré más tonto que los demás. Cuando conseguí el título de bachiller, podría haberme hecho abogado o médico, igual que tantos compañeros; pero me asustaron esas profesiones; están sobradas de gente que pasa apuros… Así que me despedí de la panza de burra, sin arrepentirme de nada, no vayas a creer, y decidí probar suerte en los negocios.

Vallagnosc sonreía, aunque parecía molesto. Al cabo, murmuró:

-La verdad es que para vender retor, el título de bachiller no debe de hacerte mucha falta.

-¡La verdad es que me conformo con que no me estorbe! -contestó Mouret alegremente-. Y, créeme, cuando uno comete la estupidez de cargar con él, cuesta mucho quitárselo de encima. Vas por la vida a paso de tortuga, mientras que los demás, los que no llevan nada a cuestas, corren como podencos.

Pero, al percatarse de que su amigo parecía estar pasando un mal rato, le tomó las manos y añadió:

-Vamos, no quiero que te disguste lo que estoy diciendo. Pero reconoce que tus títulos no han satisfecho ninguna de tus necesidades… ¿Sabes que uno de mis encargados, el de la sedería, va a cobrar este año más de doce mil francos? ¡Como lo oyes! Un muchacho con una cabeza muy clara, que no aprendió más que ortografía y las cuatro reglas… En mi comercio, cualquier dependiente de a pie se saca tres o cuatro mil francos. Más de lo que tú ganas. Y sin tantos gastos en educación como tú, sin que nadie lo haya echado al mundo certificándole por escrito que iba a conquistarlo… Bien es cierto que ganar dinero no lo es todo, pero está claro que, entre uno de esos pobres diablos rebozados en ciencia, de los que andan atiborradas las profesiones liberales y que ni siquiera consiguen mantenerse, y un muchacho con sentido práctico, preparado para enfrentarse con la vida y que conozca bien su oficio, ¡qué quieres que te diga!, me quedo con éste y no con aquél. ¡Me parece que estos barbianes han sabido entender bastante bien nuestra época!

A medida que hablaba, se le iba acalorando la voz; Henriette, que estaba sirviendo el té, volvía la cabeza para mirarlo. Al verla sonreír, al fondo del salón principal, y al observar que otras dos señoras aguzaban el oído, Mouret fue el primero en tomarse a broma sus propias palabras.

-En fin, compañero, que, hoy en día, cualquier hortera principiante es un millonario en potencia.

Vallagnosc se arrellanaba perezosamente en el sofá. Tenía los ojos entornados y una postura entre cansada y altanera, en la que una pizca de afectación se sumaba al auténtico agotamiento de su raza.

-¡Bah! -murmuró-. La vida no se merece tantas molestias. Nunca pasa nada divertido.

Mouret lo miraba, escandalizado, con cara de sorpresa. -Todo sucede y no sucede nada -añadió su amigo-. Lo mejor es quedarse de brazos cruzados.

Y entonces habló de su pesimismo, de las mediocridades y abortos de la existencia. Le había quedado, de los tiempos en los que soñaba con dedicarse a la literatura y se juntaba con poetas, una desesperación universal. Siempre llegaba a la misma conclusión: la inutilidad del esfuerzo, el hastío de las horas idénticas y vacías, la estupidez final de este mundo. Los placeres fracasaban; ni siquiera con la maldad se podía disfrutar.

-Dime, ¿acaso te diviertes tú? -acabó por preguntar. Mouret, que no cabía en sí de indignación, le dijo a voces:

-¿Que si me divierto? … Pero ¿qué pregunta es ésa? ¿En qué mundo vives, muchacho? … ¡Pues claro que me divierto! ¡Incluso cuando algo me sale mal, porque entonces me pongo furioso al ver que las cosas no van como yo quiero! Soy un hombre apasionado, no puedo tomarme la vida con tranquilidad, y por eso me parece tan interesante, supongo.

Lanzó una rápida ojeada al salón y bajó la voz.

-Sí, reconozco que algunas mujeres me han llegado a fastidiar bastante. Pero cuando una es mía, es mía de verdad, ¡qué demonios! Y no siempre salen mal las cosas. Y no le cedo mi parte a nadie, puedes estar seguro… Además, no sólo están las mujeres, que al fin y al cabo me importan bien poco. Está la voluntad de querer y de hacer, de crear, en definitiva… Tienes una idea y luchas por ella, se la metes a martillazos a la gente en la cabeza, la ves crecer y triunfar… ¡Ah, ya lo creo que me divierto, chico!

Retumbaba en sus palabras toda la dicha de actuar, toda la alegría de vivir. Recalcó que era un hombre de su tiempo. Sólo los contrahechos, sólo los inválidos de cuerpo o de pensamiento se hurtaban al trabajo en una época en la que había tanto por hacer, mientras el siglo entero se abalanzaba hacia el futuro. Y se mofaba de los desesperados, de los asqueados, de los pesimistas, de todos los inválidos de aquel alborear de las ciencias, de su plañidero llanto de poetas o de su altanería de escépticos, en medio del gigantesco tajo de la era contemporánea. ¡Qué actitud tan noble, tan acertada, tan inteligente, esa de bostezar de hastío mientras los demás se esfuerzan!

-¡Pues bostezar mientras los demás trabajan es mi único placer! -dijo Vallagnosc, con su fría sonrisa.

Aquel comentario apaciguó el arrebato de Mouret, cuyo tono volvió a ser afectuoso:

-¡Ay, el bueno de Paul! No cambiarás nunca, siempre tan paradójico… Pero no hemos vuelto a reunirnos para discutir, ¿verdad? Cada cual tiene sus ideas, a Dios gracias. De todos modos, quiero enseñarte mi máquina funcionando a todo vapor. Ya verás que no es cosa de risa… Pero cuéntame más cosas de tu vida. Tu madre y tus hermanas supongo que estarán bien, ¿no? ¿Y tú no tendrías que haberte casado en Plassans hace seis meses?

Vallagnosc lo interrumpió con un gesto brusco, al tiempo que escudriñaba el salón principal con expresión inquieta. Mouret se volvió para seguir su mirada y topó con la de la señorita De Boves, que no les quitaba ojo. Blanche era alta, fornida, y guardaba un gran parecido con su madre, aunque sus facciones comenzaban a abotagarse y una grasa poco saludable le abultaba el rostro. A las discretas preguntas de su amigo, Paul contestó que, de momento, todo estaba en el aire y que quizá nunca llegara a concretarse nada. La joven y él se habían conocido en casa de la señora Desforges, a quien Vallagnosc había visitado con gran asiduidad todo el invierno anterior, aunque ya no lo hacía sino en contadas ocasiones, lo cual explicaba que no hubiese coincidido con Octave hasta entonces. Por su parte, los De Boves también lo invitaban, y él disfrutaba especialmente de la compañía del padre, un avezado calavera que estaba a punto de jubilarse para entrar en la administración. Por lo demás, no tenían dinero: la señora De Boves sólo había aportado al matrimonio su belleza de Juno, y la familia vivía de las rentas de la última granja que le quedaba, hipotecada por cierto, a las que, afortunadamente, podía sumar los nueve mil francos que percibía el conde como inspector general de remontas. Éste, que seguía permitiéndose costosos amoríos fuera del hogar, escatimaba tanto el dinero a su mujer y a su hija que, en ocasiones, tenían ellas que rebajarse a retocar personalmente los vestidos viejos.

-Y, entonces, ¿por qué? -inquirió con sencillez Mouret. -¡Pues porque hay que acabar por ahí tarde o temprano! -dijo Vallagnosc, entornando los párpados con gesto cansado-. Además, tenemos muchas esperanzas puestas en el próximo fallecimiento de una tía.

Mouret, que no había apartado la vista, entre tanto, del señor De Boves, que se había sentado junto a la señora Guibal y la colmaba de atenciones con esa tierna hilaridad de un hombre en plena conquista, se volvió hacia su amigo con un guiño tan significativo que este último añadió:

-No, ésa no… Por lo menos, todavía no… Lo malo es que el servicio lo obliga a visitar caballerizas de sementales por todo el país, de modo que siempre tiene excusa para desaparecer una temporada. El mes pasado, mientras su mujer pensaba que se encontraba en Perpiñán, en realidad estaba en un hotel, en no sé qué barrio perdido, viviendo con una profesora de piano.

Callaron un rato. Y, al cabo, tras observar a su vez las galanterías que el conde dedicaba a la señora Guibal, Paul prosiguió, bajando la voz:

-Reconozco que estás en lo cierto… Y más teniendo en cuenta que la buena señora tiene fama de no ser nada arisca. Hay una historia suya con un oficial de lo más jocosa… Pero ¡fíjate en cómo la magnetiza con el rabillo del ojo! ¡No puede ser más cómico! ¡La Francia añeja, querido amigo!… ¡Me encanta ese hombre, y, si me caso con su hija, bien podrá jactarse de que lo hago por él!

Mouret reía, francamente divertido. Siguió haciendo preguntas a Vallagnosc y, cuando se enteró de que la idea de casarlo con Blanche se le había ocurrido a la señora Desforges, la historia le pareció aún mejor. Su querida Henriette disfrutaba, como todas las viudas, arreglando matrimonios, hasta tal punto que, en más de una ocasión, después de haberle encontrado partido a la hija, dejaba que el padre trabase amistad con alguna señora de las que ella frecuentaba; todo ello, por supuesto, con la mayor urbanidad, sin que la buena sociedad tuviera jamás el menor motivo de escándalo. Y Mouret, que le profesaba un amor de hombre activo y apresurado que solía ponderar sus afectos, se olvidaba entonces de todos sus cálculos de seductor y sentía por ella la misma camaradería que por un viejo amigo.

Precisamente, la aludida entraba en aquel momento en el saloncito, precediendo a un anciano de unos sesenta años, al que los dos amigos no habían visto llegar. Entre la charla de las señoras se alzaban de vez en cuando algunas modulaciones más agudas, que acompañaba el tintineo de las cucharillas en las tazas de porcelana; y también se oía, en ocasiones, cuando remitía brevemente el alboroto, el chocar de algún platito, que alguien había depositado con excesiva brusquedad sobre el mármol del velador. Un repentino rayo de sol poniente, que acababa de asomar por el filo de un nubarrón, doraba la copa de los castaños de los jardines y penetraba por las ventanas, como un polvillo de oro rojo, cuya llamarada encendía el brocatel y los herrajes de cobre de los muebles.

-Pase, querido barón -iba diciendo la señora Desforges-. Le presento a Octave Mouret, que tiene grandes deseos de manifestarle la admiración que siente por usted.

Y, dirigiéndose a Octave, añadió:

-El barón Hartmann.

Una sonrisa fruncía levemente los labios del anciano. Era un hombre bajo de estatura aunque vigoroso, con la cabeza grande de los alsacianos y un rostro carnoso que cualquier mueca de la boca o cualquier guiño de los párpados iluminaban con una chispa de inteligencia. Llevaba quince días resistiéndose a los apremios de Henriette para que accediera a aquel encuentro, y no porque sintiese unos celos exagerados, pues, como hombre cuerdo y de mundo, ya estaba resignado al papel de padre; pero era éste el tercer amigo que Henriette se emperraba en presentarle y, a la larga, empezaba a temer, hasta cierto punto, quedar en ridículo. Por eso acogió a Octave con la discreta sonrisa de un protector rico, dispuesto a mostrarse cordial, pero no a dejarse tomar el pelo.

-¡Caramba, señor Hartmann -le decía Mouret con su entusiasmo de provenzal-, la última operación del Banco de Crédito Inmobiliario ha sido francamente asombrosa! No sabe usted qué feliz y orgulloso me siento de poder estrecharle por fin la mano.

-Es usted muy amable, caballero, muy amable -repetía el barón, sin dejar de sonreír.

Henriette los observaba con sus ojos claros, sin el menor apuro. Permanecía entre ambos hombres, irguiendo la airosa cabeza y paseando los ojos de uno a otro. Lucía un vestido de encaje que dejaba al descubierto las finas muñecas y el frágil cuello, y parecía encantada de la vida al verlos tan compenetrados.

-Caballeros -dijo al fin-, me voy para que puedan charlar. Y, dirigiéndose a Paul, que se había puesto en pie, añadió:

-¿Desea tomar una taza de té, señor De Vallagnosc?

-Será un placer, señora.

Yambos volvieron al salón.

Mouret se sentó de nuevo en el sofá, junto al barón Hartmann, y continuó deshaciéndose en elogios en lo referido a las operaciones del Banco de Crédito Inmobiliario. Sacó luego a colación el tema que acaparaba, en realidad, todo su interés, habló de la nueva arteria urbana, aquella prolongación de la calle Réaumur que, con el nombre de calle de Le Dix-Décembre, uniría la plaza de La Bourse y la plaza de L'Opéra. Habían declarado el asunto de utilidad pública hacía dieciocho meses y acababan de nombrar un tribunal de expropiación; aquella enorme brecha tenía sobre ascuas a todo el barrio, cuyo interés y preocupación se centraban en las casas condenadas y la fecha de inicio de las obras. Mouret llevaba tres años pendiente de ellas, en primer lugar porque preveía que darían más vida al negocio y, además, porque su ambición era seguir ampliando sus locales, aunque era éste un sueño tan desaforado que no se atrevía a confesarlo en voz alta. Estaba previsto que la calle de Le Dix-Décembre cruzase las calles de Choiseul y de La Michodiére; y Mouret ya veía El Paraíso de las Damas ocupando toda la manzana comprendida entre aquellas tres calles y la calle Neuve-Saint-Augustin; imaginaba una fachada palaciega, que diese a la arteria nueva; soñaba con la preponderancia absoluta de su comercio, amo y señor de la ciudad conquistada. De ahí le venía el vehemente deseo de conocer al barón Hartmann, pues estaba enterado de que el Banco de Crédito Inmobiliario había llegado a un acuerdo con la administración por el que se comprometía a trazar y acondicionar la calle de Le Dix-Décembre a cambio de los solares colindantes.

-¿Es verdad que van ustedes a entregar la calle totalmente acabada, con alcantarillado, aceras y farolas de gas? -repetía, procurando adoptar un tono ingenuo-. ¿Y los solares que la bordean son una compensación suficiente? ¡Vaya, vaya, qué curioso!

Por fin llegó al punto más delicado. Le habían llegado noticias de que el Banco de Crédito Inmobiliario estaba comprando, en secreto, las casas de la manzana en que se alzaba El Paraíso de las Damas, y no sólo las que habían de caer bajo el pico de los obreros de la demolición, sino también las que iban a seguir en pie. E intuía en esta operación el proyecto de algún nuevo edificio, que le parecía una grave amenaza para las ampliaciones que iba agigantando en sueños, pues le preocupaba sobremanera toparse algún día con una sociedad poderosa, poco dispuesta a desprenderse de sus propiedades inmobiliarias. Era tal temor, precisamente, el que lo había impulsado a crear entre el barón y él ese gentil vínculo femenino que tanto une a los hombres aficionados a las mujeres. Podía, desde luego, haberse entrevistado con el financiero en el despacho de éste, para tratar a sus anchas el importante negocio que deseaba proponerle. Pero se sentía más fuerte en casa de Henriette, sabedor de la tierna complicidad que establece el hecho de compartir a una amante. Estar ambos en su casa, rodeados de su perfume tan querido, tenerla tan cerca, dispuesta a convencerlos con una sonrisa, le parecía una certidumbre de éxito.

-¿No han comprado ustedes el palacete que fue de los Duvillard, ese viejo caserón que está pegado a mi local? -se decidió a preguntar, de pronto.

El barón Hartmann vaciló un instante y, luego, lo negó. Pero Mouret lo miró a la cara y se echó a reír; y, desde ese momento, adoptó el papel de joven cabal, que sólo sabe hablar de negocios con el corazón en la mano y sin doblez.

-Mire, señor barón, ya que he tenido el inesperado placer de coincidir con usted, voy a confesarle algo… ¡Y no es que pretenda que usted me revele sus secretos! Pero yo sí que voy a contarle los míos, pues estoy convencido de que no podrían caer en mejores manos… Además, necesito que me aconseje, hace tiempo que intento reunir valor para ir a verlo.

Y, en efecto, se confesó, refirió sus comienzos, ni siquiera calló la crisis económica que estaba atravesando en pleno éxito. Le fue contando todo: las sucesivas ampliaciones; los beneficios reinvertidos constantemente en el negocio; las cantidades que habían aportado los empleados; la forma en que la casa arriesgaba su propia existencia cada vez que organizaba una de esas ventas en las que se jugaba todo el capital como en una partida de cartas. Y, sin embargo, no era dinero lo que pedía, pues tenía en su clientela una fe de fanático. Sus ambiciones iban más allá; le proponía al barón que se asociase con él, que el Banco de Crédito Inmobiliario aportara el colosal palacio de sus sueños, mientras él contribuía con su genial talento y con un negocio ya en marcha. Habría que evaluar las aportaciones mutuas, pero nada le parecía más sencillo.

-¿Qué planes tienen ustedes para los solares y los edificios? -preguntaba insistentemente-. Algo tendrán pensado. Pero estoy seguro de que sus proyectos no son ni la mitad de buenos que los míos. Piense en lo que le digo. Construimos en esos solares unas galerías comerciales, tiramos o reformamos los otros edificios y abrimos los almacenes más grandes de todo París, un bazar que nos dará millones.

Y no pudo contener una exclamación que le salió del alma:

-¡Ay, si pudiera prescindir de ustedes!… Pero ahora son los dueños de todo. Y, además, yo nunca conseguiría los anticipos necesarios… Convénzase, tenemos que llegar a un acuerdo, si no cometeríamos un auténtico crimen…

-¡Qué bríos, caballero! -contestó sencillamente el barón Hartmann-. ¡Qué imaginación!

Movía la cabeza, sin dejar de sonreír, decidido a no pagar confidencias con confidencias. El Banco de Crédito Inmobiliario tenía proyectado hacerle la competencia al Gran Hotel edificando, en la calle de Le Dix-Décembre, otro hotel suntuoso, cuya céntrica situación resultaría muy atractiva para los forasteros. Por lo demás, dado que dicho hotel, no obstante, sólo iba a ocupar los solares que bordeaban la calle, el barón habría podido tomar en consideración la idea de Mouret y proponerle el resto de la manzana, una superficie aún muy extensa. Pero había entrado ya en comandita con otros dos amigos de Henriette, y empezaba a hastiarlo aquella munificencia de protector complaciente. Por otra parte, aunque era hombre activo y entusiasta, predispuesto a abrir su bolsa a los muchachos dotados de coraje e inteligencia, el talento comercial de Mouret le parecía más sorprendente que atractivo. ¿Aquellos almacenes gigantescos no pecaban de operación fantasiosa e imprudente? ¿Era realmente posible ampliar de forma ilimitada un comercio de novedades sin arriesgarse a una catástrofe segura? En definitiva, no creía en aquel negocio, no lo aceptaba.

-Admito que su idea puede resultar seductora -decía-. Lo malo es que es una idea de poeta… ¿De dónde iba a sacar clientes para llenar semejante catedral?

Mouret lo miró en silencio durante unos instantes, como si aquel rechazo lo dejase atónito. ¿Era posible aquello? (Un hombre con tanto olfato, que olía el dinero por muy distante que se hallase! Y, de improviso, con un ademán de rebosante elocuencia, exclamó, señalando a las señoras que estaban en el salón:

-¿Las clientes? ¡Ahí las tiene!

El sol empezaba a palidecer; el polvillo de oro rojo ya no era sino un resplandor rubio, cuyo último adiós agonizaba en la seda de los cortinajes y en los entrepaños de los muebles. Con la proximidad del crepúsculo, la espaciosa estancia se sumía en una íntima y cálida sensación de bienestar. Mientras el señor De Boves y Paul De Vallagnosc charlaban, delante de una ventana, con la mirada perdida en la lejanía de los jardines, las señoras habían estrechado el círculo, formando en el centro de la habitación un corro de faldas del que surgían risas, cuchicheos, preguntas y respuestas vehementes, toda la pasión femenina por las compras y la moda. Hablaban de trapos: la señora De Boves describía un vestido de baile.

-Debajo, un viso de seda malva y, encima, volantes de encaje de Alenzón antiguo, de treinta centímetros de ancho…

-¡Ay, pero qué ideal! -interrumpía la señora Marty-. ¡Qué suerte tienen algunas mujeres!

El barón Hartmann, cuyos ojos habían seguido el gesto de Mouret, miraba a las señoras a través de la puerta abierta de par en par. Y las escuchaba sin dejar de atender al joven, que, presa del exaltado deseo de convencerlo, le desvelaba más y más su pensamiento, le explicaba cómo funcionaba ahora el negocio de las novedades, basado, en la actualidad, en la renovación rápida e ininterrumpida del capital, que era menester convertir en género el mayor número posible de veces dentro de un mismo año. Así era como, aquel año, su capital, que ascendía tan sólo a quinientos mil francos, había circulado por los almacenes cuatro veces, arrojando una recaudación de dos millones. Una miseria, por cierto, que no tardaría en incrementar, pues estaba seguro de que por determinados departamentos el capital podía pasar diez e, incluso, veinte veces.

-¿Comprende, señor barón? Ésa es la clave para que la máquina funcione. Es muy sencillo, pero había que dar con ello. No necesitamos un fondo de operaciones grande. Nos esforzamos exclusivamente en librarnos rápidamente de los géneros que adquirimos para sustituirlos por otros nuevos, con lo que logramos que el capital rinda interés tantas veces cuantas esto sucede. De este modo, podemos permitirnos unos márgenes de beneficio muy bajos. Tenemos unos gastos generales que ascienden a la elevadísima cifra del dieciséis por ciento, mientras que la ganancia es de tan sólo el veinte por ciento, lo que supone un beneficio neto del cuatro por ciento, como mucho; pero acabará dando millones, cuando operemos con grandes cantidades de mercancías, renovándolas continuamente… Me sigue, ¿verdad? ¿Hay algo más claro?

El barón Hartmann volvió a negar con la cabeza. Aquel hombre, que había participado en las más arriesgadas maniobras, y cuyas temeridades, en los albores del alumbrado de gas, aún se citaban, se mostraba terco y preocupado.

-Lo comprendo perfectamente -respondió-. Vende usted barato para poder vender mucho; y vende mucho para vender barato… Lo malo es que hay que vender; y vuelvo a preguntarle lo mismo de antes: ¿a quién venderá usted? ¿Cómo espera mantener unas ventas tan colosales?

Interrumpió las explicaciones de Mouret un súbito griterío que llegaba del salón, porque la señora Guibal había opinado que los volantes de encaje de Alenzón antiguo hubiesen quedado mejor sólo en la delantera.

-Pero, querida amiga -decía la señora De Boves- si también llevaba volantes en la delantera. Nunca se ha visto nada tan suntuoso.

-Fíjese, me está dando usted una idea -intervenía la señora Desforges-. Tengo unos cuantos metros de encaje de Alenzón… Voy a comprar más, para adornar un vestido.

Volvió a bajar el volumen de las voces, hasta convertirse en un susurro. Las señoras daban cifras: con regateo febril, que hostigaba sus afanes, compraban encajes a manos llenas.

-¡Ya ve! -dijo Mouret, cuando por fin pudo hablar de nuevo-. ¡Sabiendo vender, se puede vender lo que se quiera! Ahí reside nuestro éxito.

Echó mano entonces de toda su labia provenzal, con encendidas y evocadoras frases, para mostrar en todo su esplendor el funcionamiento del nuevo comercio. Habló, primero, de cómo se multiplica por diez el poder cuando se agolpan las mercancías, cuando se acumulan todas ellas en un mismo lugar, apoyándose y dándose a valer mutuamente; nunca se pierde el ritmo; siempre hay un artículo de temporada; y, de mostrador en mostrador, la cliente va cayendo en la red, compra aquí la tela; allá, el hilo; acullá, el abrigo; se viste de pies a cabeza. Topa, luego, con hallazgos inesperados, cayendo en la necesidad de lo superfluo, de lo bonito. Alabó, acto seguido, las ventajas de marcar los artículos con precios que todos pudieran ver. La gran revolución del comercio de novedades se basaba en aquel descubrimiento. Las tiendas de antes, el pequeño comercio, agonizaban porque no podían soportar la guerra de precios que traían consigo los géneros marcados. En la actualidad, la competencia se zanjaba cara al público; bastaba con darse una vuelta por los escaparates para fijar los precios; cada tienda hacía las rebajas que podía, conformándose con un beneficio mínimo. Se habían acabado las trampas; no más golpes de fortuna meticulosamente basados en vender una tela por el doble de lo que había costado, sino operaciones corrientes, con un tanto por ciento regular de ganancia en todos los artículos, limitando el papel de la suerte a la buena organización de las ventas, tanto más importante cuanto que no había disimulos. ¿No era acaso todo aquello un invento sorprendente, que estaba trastocando los negocios y transformando París porque se amasaba con la carne y la sangre de la mujer?

-¡Si las mujeres son mías, lo demás me importa un comino! -exclamó, en un brutal arranque de sinceridad, dejándose llevar por su apasionado entusiasmo.

Este grito del alma pareció quebrantar las reticencias del barón. Su sonrisa iba perdiendo el toque irónico; miraba a aquel joven, de cuya fe estaba empezando a contagiarse, y comenzaba a notar que le estaba cobrando afecto.

-¡Chitón! -murmuró paternalmente-. Lo van a oír.

Pero las señoras hablaban ahora todas a la vez, y ya ni siquiera se atendían entre sí. La señora De Boves estaba acabando de describir el vestido de noche: una escotadísima túnica de seda malva, drapeada y sujeta con lazos de encaje; y más lazos de encaje en los hombros.

-Ya lo verán -decía-; me están haciendo un corpiño igual con un raso…

-Yo -interrumpió la señora Bourdelais- he preferido el terciopelo. ¡Huy, una ganga!

La señora Marty preguntaba:

-¿Y la seda? ¿A cuánto?

Y, de nuevo, todas rompieron a hablar a la vez. La señora Guibal, Henriette y Blanche medían, cortaban, despilfarraban. Aquello era un auténtico expolio de telas; las señoras entraban a saco en los almacenes, con un apetito de lujo que se explayaba en atuendos envidiados y soñados, con una dicha tal de hallarse en el mundo de los trapos que querían vivir sumidas en él, como si fuera el aire tibio que necesitaban respirar.

Mouret, en tanto, miraba de reojo el salón. Y, al oído, como si se tratara de alguna de esas confidencias amorosas que, a veces, se atreven a hacerse entre sí los hombres, acabó de explicar al barón Hartmann, en unas cuantas frases, el funcionamiento del gran comercio moderno. Le reveló, entonces, más allá de todos los hechos ya expuestos, coronando la pirámide, el arte de explotar a la mujer. Tal era el fin último al que todo se encaminaba: la continua renovación del capital; la acumulación de mercancías; la tentación de lo barato; los precios marcados, que inspiran confianza. Por lo que peleaban y competían los almacenes era por la mujer, a la que hacían caer una y otra vez en la tendida trampa de los saldos, tras aturdirla con los escaparates. Despertaban en ella nuevas apetencias; eran una tentación gigantesca ante la que ella sucumbía fatalmente: al principio, pretendía aprovechar las ocasiones, a fuer de buena ama de casa; luego, se dejaba llevar por la coquetería; al final, se la comían viva. Los almacenes multiplicaban las compras, democratizaban el lujo y se convertían, así, en causa de temibles despilfarros, desbaratando los presupuestos familiares y favoreciendo las locuras de la moda, cada vez más costosas. Si adulaban a la mujer y halagaban sus debilidades, si la rodeaban de deferencias, haciendo de ella una reina, era su reinado el de la amorosa soberana de un pueblo de traficantes, a los que paga cada capricho con una gota de sangre. Tras la gentil galantería de Mouret apuntaba el brutal comportamiento de un judío que vendiera a la mujer al peso. Le construía un templo en el que legiones de dependientes quemaban incienso en su honor; ideaba el ritual de un culto nuevo; estaba pendiente de ella, buscaba sin tregua más y mejores tentaciones. Pero, a sus espaldas, después de vaciarle los bolsillos y destrozarle los nervios, rebosaba de ese secreto desprecio que siente el hombre por la amante que acaba de cometer la torpeza de entregarse a él.

-¡Haga suyas a las mujeres-le dijo, muy bajito, al barón, con descarada risa-, y venderá el mundo! `

Ahora el barón lo entendía perfectamente. Unas pocas frases habían bastado; el resto podía imaginarlo. Y aquella galante y amorosa forma de explotación lo acaloraba, despertaba en él los recuerdos de sus años de calavera. Entornaba los párpados con expresión de complicidad y no podía por menos de admirar al inventor de aquella máquina que se tragaba a las mujeres. ¡Qué portentoso hallazgo! Y, al igual que Bourdoncle, fiándose de su larga experiencia, comentó:

-Ya sabe usted que acabarán tomándose la revancha.

Pero Mouret se encogió de hombros, con aplastante desprecio. Todas le pertenecían, hacía lo que quería con ellas y no era de ninguna. Tras obtener de las mujeres fortuna y placer, las arrojaría todas juntas al arroyo, por si todavía quedaba alguien que pudiera ganarse la vida con sus restos. Era el suyo un desprecio razonado, de meridional y de especulador.

-¿Y bien, señor mío -preguntó, a modo de conclusión-, quiere usted unirse a mí? ¿Cree usted posible la operación de los solares?

El barón, aunque medio conquistado, no acababa de decidirse a aceptar semejante compromiso. Seguía albergando ciertas dudas, pese a que el encanto de Mouret empezaba a surtir efecto. Se disponía a contestarle con alguna evasiva, pero un apremiante requerimiento de las señoras le evitó aquella molestia. Llamaban repetidamente, entre leves risas:

-¡Señor Mouret, señor Mouret!

Y como éste, al que la interrupción contrariaba, fingía no oírlas, la señora De Boves, que llevaba ya un rato de pie, se acercó a la puerta del saloncito.

-Señor Mouret, requerimos su presencia… Eso de andarse perdiendo por los rincones para charlar de negocios es muy poco galante.

Tuvo él que ceder, pues, fingiendo que lo hacía de buen grado y con tal expresión de arrobado contento que dejó al barón maravillado. Se levantaron ambos y pasaron al salón principal.

-Ya saben que me tienen siempre a su disposición, señoras -dijo Mouret, que entró con la sonrisa en los labios.

Lo recibió una triunfante algarabía. Tuvo que acercarse más al grupo; las señoras le hicieron sitio. El sol acababa de ocultarse tras los árboles de los jardines; el día se apagaba mientras una suave penumbra inundaba poco a poco el amplio salón. Era esa hora crepuscular tan llena de ternura, ese minuto de discreta voluptuosidad que media, en los pisos parisinos, entre la claridad mortecina de la calle y la llegada de las lámparas, que están encendiendo en el office. Caían sobre la alfombra, como un borrón, las sombras de los señores De Boves y Vallagnosc, que seguían de pie delante de una de las ventanas; y, en tanto, sobre el telón de fondo del resplandor postrero que entraba por la otra, se perfilaba la silueta humilde del señor Marty, con su levita raída y pulcra y aquel rostro empalidecido en el ejercicio de la docencia: había entrado discretamente, minutos antes, y oír a las señoras hablar de vestidos lo trastornaba por completo.

-La venta se inaugura el próximo lunes, ¿no? -preguntaba en aquel preciso instante la señora Marty.

-Sin falta, señora -contestó Mouret con voz aflautada, la voz de actor que ponía para hablar con las mujeres.

-Ya sabe que pensamos ir todas -intervino entonces Henriette-. Cuentan que prepara usted auténticas maravillas.

-¡Hombre, tanto como maravillas! -murmuró él, con expresión de modesta fatuidad-. Sólo intento ser digno de su beneplácito.

Pero las damas lo atosigaban a preguntas. La señora Bourdelais, la señora Guibal, e incluso Blanche, todas querían saber más.

-Pero dénos usted algún detalle -repetía insistentemente la señora De Boves-. Nos tiene sobre ascuas.

Lo tenía cercado el prieto corro cuando Henriette comentó que ni siquiera había tomado una taza de té, lo que causó una tremenda conmoción a las señoras; cuatro de ellas se apresuraron a servirle, con la condición, eso sí, de que luego respondería a todas las preguntas. Henriette echaba té en la taza que sujetaba la señora Marty y, mientras, la señora De Boves y la señora Bourdelais se disputaban el honor de ponerle el azúcar. Luego, tras negarse él a tomar asiento, no bien hubo empezado a beberse el té con sorbos lentos, de pie en el centro del corro de mujeres, éstas lo estrecharon, aprisionándolo en el estrecho cerco de sus faldas, sonriéndole con la cabeza erguida y los ojos relucientes.

-¿Y esa París-Paraíso, esa seda suya de la que hablan todos los periódicos? -prosiguió la señora Marty, impaciente.

-¡Ah! -contestó él-. ¡Es un artículo extraordinario, una faya gros-grain, ligera y resistente… Ya lo comprobarán, señoras. Y sólo podrán comprárnosla a nosotros, porque la tenemos en exclusiva.

-¿De verdad? ¡Una seda de buena calidad a cinco sesenta! -exclamó la señora Bourdelais entusiasmada-. ¡Parece increíble!

Desde que habían empezado a anunciarla, aquella seda desempeñaba un papel considerable en la vida cotidiana de las señoras. Hablaban de ella, se prometían comprarla, divididas entre el deseo y las dudas. Y, tras la locuaz curiosidad con que agobiaban al joven, afloraba el peculiar temperamento de compradora de cada una de ellas: la señora Marty, poseída por su rabiosa necesidad de comprar, cogía siempre de todo en El Paraíso de las Damas, sin criterio alguno, al azar de lo que hubiese expuesto; la señora Guibal se paseaba por los almacenes durante horas, sin gastar nunca un céntimo, feliz y satisfecha de poder regalarse la vista; la señora De Boves, siempre corta de dinero, padecía continuamente los tormentos de un deseo devorador y sentía rencor hacia las mercancías que no podía llevarse; la señora Bourdelais, con su fino olfato de burguesa sensata y práctica, iba derecha a las gangas y, gracias a su maña de buena ama de casa libre de pasiones febriles, daba a los grandes almacenes un sabio uso que le ahorraba mucho dinero; Henriette, por último, muy elegante, sólo adquiría en ellos determinados artículos: sus guantes, calcetería, y toda la ropa de menaje.

-También tenemos otras telas sorprendentes por su calidad y su buen precio -proseguía Mouret, con voz cantarina-. Les recomiendo, por ejemplo, nuestra Piel de Oro, un tafetán de brillo incomparable… En las sedas de fantasía encontrarán combinaciones deliciosas, estampados que nuestro comprador ha elegido entre mil; y, en terciopelos, tenemos la gama de tonalidades más completa… Les anticipo que este año se va a llevar mucho el paño, así que no dejen de ver nuestros guateados y nuestros cheviots…

Las señoras ya no lo interrumpían; cerraban más y más el círculo; una insinuada sonrisa les entreabría los labios; aproximaban el rostro al tentador, lo tendían hacia él como si se les escapase el alma. Se les iba apagando el brillo de los ojos; un leve escalofrío les recorría la nuca. Y él mantenía su serenidad de conquistador, en medio de las turbadoras fragancias que exhalaban los cabellos femeninos. Seguía bebiendo, entre frase y frase, un sorbito de té, cuyo aroma atenuaba aquellos otros perfumes más ásperos en los que se insinuaba un atisbo de fiera. Y el barón Hartmann, viendo aquella capacidad de seducción, tan dueña de sí, lo bastante fuerte para manejar a la mujer de aquel modo sin dejarse llevar por las embriagueces que de ella nacen, no podía apartar los ojos de Mouret y lo admiraba cada vez más.

-¿De modo que se va a llevar el paño? -siguió diciendo la señora Marty, con una pasión de coqueta que embellecía su alterado rostro-. Ya iré a ver lo que tienen.

La señora Bourdelais, que no perdía el tino, dijo a su vez:

-La venta de retales de ustedes es los jueves, ¿verdad?… Esperaré; tengo que vestir a toda mi gente menuda.

Y, volviendo la delicada cabeza rubia hacia la anfitriona, añadió:

-Y a ti, ¿te sigue vistiendo Sauveur?

-La verdad es que sí -contestó Henriette-. Sauveur es muy cara, pero es la única, en todo París, que sabe hacer las blusas como es debido… Y por mucho que diga el señor Mouret, tiene los estampados más bonitos, unos estampados que no se ven en ninguna otra parte. No puedo soportar que todas las mujeres lleven el mismo vestido que yo.

Mouret reaccionó con una sonrisa discreta y, a continuación, dio a entender que la señora Sauveur le compraba las telas a él; era cierto que adquiría directamente en fábrica ciertos estampados, cuya exclusiva se reservaba; pero, en sedas negras, por ejemplo, siempre estaba al acecho de las ofertas de El Paraíso de las Damas, de donde se llevaba grandes remesas, que luego vendía doblando y hasta triplicando el precio.

-Así que estoy seguro de que nos mandará a su gente para que nos quite la París-Paraíso de las manos. ¿Qué sentido tendría que pagase esa seda en fábrica más cara de lo que se la vendemos nosotros?… ¡Pero si perdemos dinero con ella, se lo aseguro!

Fue el golpe de gracia. Pensar que el comerciante perdía dinero fustigaba en ellas esa codicia de mujeres cuyo placer de comprar se dobla si creen que, al hacerlo, están robando al vendedor. Mouret sabía que no podían resistirse a las gangas.

-¡Si es que lo damos todo regalado! -exclamó, jovialmente, cogiendo el abanico de la señora Desforges, que se había quedado encima del velador que tenía a sus espaldas-. Fíjense en este abanico… ¿Cuánto dice que ha costado?

-El Chantilly, veinticinco francos y las varillas, doscientos -dijo Henriette.

-Bueno, pues el Chantilly no es caro. Aunque nosotros lo tenemos igual a dieciocho francos… Y en lo que se refiere a las varillas, querida señora, le han robado miserablemente. Yo no me atrevería a venderlas a más de noventa francos.

-¡Lo que yo decía! -exclamó la señora Bourdelais.

-¡Noventa francos! -murmuró la señora De Boves-. La verdad es que hay que estar sin un céntimo para renunciar a algo así.

Había vuelto a coger el abanico para examinarlo, junto con su hija Blanche; y en el rostro carnoso de rasgos regulares, en los ojos grandes y soñolientos, iba creciendo un deseo refrenado y ansioso por aquel capricho que no podría nunca satisfacer. Por segunda vez, fue pasando de mano en mano el abanico, entre comentarios y exclamaciones. Entre tanto, el señor De Boves y Vallagnosc se habían apartado de la ventana. Mientras el primero volvía a colocarse detrás de la señora Guibal, cuyo escote escudriñaba sin perder su correcta expresión de superioridad, el joven se inclinó hacia Blanche, tratando de decirle algo amable.

-¿No le resulta un poco triste, señorita, la combinación de varillas blancas y encaje negro?

-¡Huy! Pues he visto yo un abanico de nácar y plumas blancas..-respondió ella, muy digna, sin que el más leve rubor le tiñese el abotagado rostro-. ¡Qué cosa más virginal!

El señor De Boves, que sin duda se había fijado en los desconsolados ojos con que su mujer iba siguiendo el abanico, metió, al fin, baza en la conversación:

-Esos chismes se rompen en seguida.

-¡Qué me va usted a contar! -ratificó, simulando indiferencia, la señora Guibal, con su mohín de agraciada pelirroja-. Estoy aburrida de mandar los míos a que los peguen.

La señora Marty, a la que aquella charla ponía fuera de sí, llevaba un rato sobando febrilmente el bolso rojo que tenía en el regazo. Todavía no había podido sacar sus compras y se moría de ganas de enseñarlas, como si la apremiara algún deseo sensual. De repente, olvidándose de su marido, abrió el bolso y sacó varios metros de una estrecha tira de encaje enrollada alrededor de una cartulina.

-Es el encaje de Valenciennes para mi hija del que les hablé antes -dijo-. Es de tres centímetros de ancho. Muy lindo, ¿verdad?… A un franco con noventa.

El encaje pasó de mano en mano, entre exclamaciones de asombro de las señoras. Mouret afirmaba que vendía las puntillas para guarniciones a precio de fábrica. Por su parte, la señora Marty había vuelto a cerrar el bolso, como si ocultara en él cosas que no deben mostrarse en público. Pero, viendo el éxito que había tenido el encaje de Valenciennes, no pudo resistirse a sacar también un pañuelo.

-También encontré este pañuelo… Incrustaciones de Bruselas, querida… ¡Un auténtico hallazgo! ¡Veinte francos!

Y, desde ese mismo instante, el bolso se convirtió en un saco sin fondo. La señora Marty, ruborizándose de placer, mostraba, con cada nueva compra, la encantadora y pudorosa turbación de una mujer mientras se desnuda. Primero, una corbata de blonda española, que le había costado treinta francos: no la quería, pero el dependiente le había jurado que sólo quedaba aquélla y que iban a subir de precio. Luego, un velo de sombrero de encaje de Chantilly: un poco caro, cincuenta francos; si no lo usaba ella, algo podría hacer con él a su hija.

-¡Dios mío, es que los encajes son tan bonitos! -repetía, con sonrisa nerviosa-. Cuando me meto en ese departamento, me lo llevaría todo.

-¿Y esto? -preguntó la señora De Boves, examinando una pieza de guipur.

-Es un retal de entredoses -respondió la señora Marty-. Hay veintiséis metros. Un franco el metro, ¿sabe usted?

-¡Caramba! -se sorprendió la señora Bourdelais-. ¿Y qué piensa hacer con él?

-¡Ah, pues no lo sé!… Pero me pareció un dibujo tan curioso…

En aquel momento, alzó los ojos y vio el rostro aterrado de su marido. Se había puesto aún más pálido, toda su persona expresaba la angustia resignada de un pobre hombre que presencia el desmoronamiento del sueldo que tanto le ha costado ganar. Cada nuevo retazo de encaje representaba para él un desastre: el despilfarro de sus amargas jornadas de docencia; el anonadamiento de sus caminatas por el barro, camino de las clases particulares; los incesantes esfuerzos de toda una vida abocados a una pobreza vergonzante, al infierno de un hogar menesteroso. Ante el espanto creciente de aquella mirada, la señora Marty quiso ocultar el pañuelo, el velo, la corbata; y, mientras los rescataba con manos febriles, repetía, entre risitas nerviosas:

-Van ustedes a conseguir que me riña mi marido… Te aseguro, querido, que he sido muy sensata, porque había un mantón de quinientos francos… ¡Ay, qué maravilla!

-¿Y por qué no lo compró usted? -replicó, muy calmosa, la señora Guibal-. El señor Marty es el hombre más atento del mundo.

Al profesor no le quedó más remedio que hacer una ligera venia y asegurar que su mujer gozaba de total libertad. Pero, al imaginarse el peligro que suponía aquel mantón, sintió que le recorría la espalda un glacial escalofrío; y como Mouret, precisamente, estaba afirmando que los nuevos almacenes mejoraban el bienestar de los hogares de la burguesía media, le lanzó una mirada terrible, el relámpago de odio de un tímido que no se atreve a estrangular a nadie.

Por su parte, las señoras seguían sin soltar los encajes, que las tenían embriagadas. Desenrollaban las piezas, se las pasaban de mano en mano. Y aquellos sutiles lazos las ataban, las obligaban a estrechar aún más el círculo. Sentían en los regazos la caricia de aquel tejido de milagrosa delicadeza, en el que se les demoraban las manos culpables. Acorralaban más y más a Mouret; lo agobiaban con nuevas preguntas. Como la oscuridad iba en aumento, él tenía que agachar la cabeza, a veces, para examinar el punto de un encaje o elogiar un dibujo, rozándoles el cabello con la barba. Pero, incluso sumido en aquella perezosa voluptuosidad del crepúsculo y en el entibiado perfume que les subía de los hombros, seguía siendo su dueño, aunque fingiese arrobo. Tenía una naturaleza femenina, y ellas sentían cómo las penetraba y poseía aquel sutil instinto que adivinaba sus más íntimos secretos, al que se entregaban, seducidas; y él, en tanto, habiendo adquirido ya la certidumbre de que las tenía a su merced, se erguía, dominador, con brutal autoridad, como el despótico monarca de la moda.

-¡Ay, señor Mouret, señor Mouret! -cuchicheaban las voces, balbucientes y desfallecidas, desde las tinieblas del salón.

Las últimas claridades del cielo se iban apagando en los herrajes de cobre de los muebles. Sólo los encajes conservaban sus níveos reflejos en el regazo de las señoras, cuya confusa proximidad parecía rodear al joven de devotas arrodilladas. Un último reflejo brillaba aún en la panzuda tetera, un resplandor breve e intenso de lamparilla encendida en una tibia alcoba perfumada de té. El hechizo se rompió de improviso cuando entró el lacayo con dos lámparas. Despertó el salón, alegre y luminoso. La señora Marty volvía a guardar sus encajes en las profundidades del bolso; la señora De Boves saboreaba otro pastelillo borracho; y, mientras, Henriette, de pie en el vano de una ventana, charlaba a media voz con el barón Hartmann.

-Es un hombre encantador -dijo éste.

-¿Verdad que sí? -se le escapó a ella, con involuntaria exclamación de mujer enamorada.

El barón sonrió y la contempló con paternal indulgencia. Era la primera vez que la veía tan prendada; y, como su superioridad lo ponía al amparo del sufrimiento, sólo sentía compasión al verla en manos de aquel joven apuesto, tan tierno y de tan fría indiferencia. Creyó que debía ponerla sobre aviso, y le susurró, con tono de guasa:

-Tenga cuidado, querida; se la comerá a usted, y a todas las demás también.

Una llamarada de celos encendió los hermosos ojos de Henriette. Intuía que era muy probable que Mouret se hubiese limitado a utilizarla para acercarse al barón. Y se juraba a sí misma que volvería loca de amor a aquel joven, cuyo cariño de hombre apresurado tenía el encanto fácil de una canción lanzada a los cuatro vientos.

-¡Bah! -replicó, fingiendo bromear a su vez-. Siempre es el cordero el que acaba por comerse al lobo.

Despertóse el interés del barón, que, con un gesto de la cabeza, la animó a perseverar. Quizá fuera ella la mujer que tenía que llegar algún día para vengar a todas las demás.

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