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El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 6)



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-Buenas noches, señor Mouret -susurró Denise; y siguió subiendo, sin esperar más.

Mouret no respondió. Vio cómo se alejaba y, luego, entró en sus aposentos.

Al llegar la temporada baja, pasó una ráfaga de pánico por El Paraíso de las Damas. Llegaba el espanto de los despidos, de los licenciamientos en masa de los que echaba mano la dirección para aligerar de empleados los almacenes, que los calores de julio y agosto vaciaban de clientes.

Todas las mañanas, Mouret, al hacer la ronda con Bourdoncle, se llevaba aparte a los jefes de sección, a los que había animado, durante el invierno, a contratar más dependientes de los precisos, para que la venta no padeciera, alegando que siempre estaban a tiempo de recortar la plantilla. De lo que se trataba ahora era de reducir gastos, poniendo de patitas en la calle a más de la tercera parte de los dependientes, a los débiles, a los que permitían que se los comiesen los fuertes.

-Vamos a ver -decía-; seguro que tiene usted aquí a más de uno que no le vale para nada… No podemos quedarnos con esa gente para que se pase el día mano sobre mano.

Y si el jefe de sección titubeaba, sin saber a qué víctima sacrificar:

-Apáñeselas como quiera. Tiene que salir del paso con seis dependientes. Ya cogerá usted más en octubre. Lo que sobra por las calles son personas sin trabajo.

Por lo demás, las ejecuciones corrían a cargo de Bourdoncle. Caían de sus delgados labios unos pavorosos: «¡Pase usted por caja!» que semejaban hachazos. Cualquier pretexto le parecía bueno para echar a la gente. Se inventaba faltas, aprovechaba los más leves descuidos. «Lo he visto sentarse, señor mío. ¡Pase usted por caja! -¿Se atreve a replicarme? ¡Pase usted por caja! -Lleva los zapatos sucios. ¡Pase usted por caja!» Hasta los más valientes temblaban al ver las degollinas que iba dejando a su paso. Y, como aquel sistema no resultaba lo bastante expeditivo, se le había ocurrido una artimaña para echarle la soga al cuello, en pocos días, al número de dependientes condenados de antemano. A las ocho en punto, empezaba a montar guardia, reloj en mano, bajo el dintel de la puerta y, en cuanto pasaban tres minutos, el implacable: «¡Pase usted por caja! » iba segando a los jóvenes que llegaban sin resuello. Trabajo rápido y bien hecho.

-¡Qué cara más desagradable! -llegó a decirle un día a un pobre diablo, cuya nariz torcida le parecía irritante-. ¡Pase usted por caja!

A los recomendados les daban quince días de vacaciones sin sueldo, lo que era una forma algo menos inhumana de reducir gastos. Por lo demás, el penoso imperio de la necesidad y la costumbre hacía que los dependientes aceptasen tan precaria situación. Nada más llegar a París, iban de trabajo en trabajo, empezaban a aprender el oficio acá, lo acababan de aprender acullá; los despedían o se despedían ellos, de repente, al albur de los intereses. Si la fábrica andaba escasa de trabajo, se quedaban sin pan los obreros. Y todo sucedía sin que la indiferente maquinaria dejase de funcionar. Se excluía, sin remordimiento, el engranaje inútil, como si fuese una rueda de hierro a la que nada había que agradecer por los servicios prestados. ¡Peor para los que no supieran salir adelante!

Ahora no se hablaba de otra cosa en los departamentos. Cada día corrían historias nuevas. Se repasaba la lista de dependientes despedidos de la misma forma que se cuentan los muertos en tiempos de epidemia. Los departamentos más castigados fueron el de los chales y el de los géneros de lana: en una semana desaparecieron siete dependientes. Luego, ocurrió un drama que conmocionó la lencería: a una cliente le dio un vahído y le echó la culpa a la señorita que estaba atendiéndola, acusándola de que le olía el aliento a ajo. Despidieron en el acto a la dependiente, mal alimentada y siempre hambrienta, cuyo único delito era acabar de comerse, en la sección, su reserva de cortezas de pan. La dirección mostraba un despiadado rigor ante la más nimia queja de las clientes; no admitía la menor disculpa, el empleado nunca tenía razón y había que quitarlo de en medio, como si fuese una herramienta defectuosa que entorpeciera el buen funcionamiento del mecanismo de la venta. Y los compañeros agachaban la cabeza y ni siquiera intentaban defenderlo. Todos temblaban por la propia suerte, presas del pánico que los iba barriendo. Estuvieron a punto de sorprender a Mignot un día, cuando, quebrantando el reglamento, salía con un paquete debajo de la levita, y a punto estuvo de quedarse en la calle. Y si no despidieron a Liénard, cuya pereza era proverbial, una tarde en que Bourdoncle lo sorprendió durmiendo a pierna suelta entre dos pilas de terciopelo inglés, fue por la posición que tenía su padre en el comercio de novedades. Pero los más preocupados eran los Lhomme, que esperaban cada mañana el despido de su hijo Albert: la casa estaba muy descontenta de él como cajero; venían a verlo mujeres y lo distraían. Dos veces tuvo la señora Aurélie que interceder por su hijo ante la dirección.

En aquella liquidación, Denise se hallaba tan en vilo que vivía esperando continuamente la catástrofe. Por mucho que se esforzara en ser valiente, por mucho que luchara, contando con su carácter alegre y sensato para no sucumbir a las crisis que padecía su sensibilidad, la cegaban las lágrimas en cuanto cerraba la puerta de su cuarto y no hallaba consuelo, viéndose ya en la calle, peleada con su tío, sin saber adónde ir, sin ahorros y con los dos niños a su cargo. Volvía a sentirse como en las primeras semanas, como un grano de mijo bajo una potente muela. Y, al notar que era tan poca cosa en aquella gigantesca maquinaria, que la aplastaría, llegado el caso, con tranquila indiferencia, el desaliento la dejaba sin fuerzas. No podía hacerse ninguna ilusión: si despedían a una de las dependientes de confección, tendría que ser a ella. No cabía duda de que, durante la excursión a Rambouillet, las otras empleadas habían malmetido a la señora Aurélie, pues ésta la trataba desde entonces con una severidad que parecía traslucir cierto rencor. Por lo demás, no le perdonaban que hubiese ido a Joinville; veían en ello una rebelión, una forma de provocar a todo el departamento saliendo con una señorita de la sección rival. Nunca había sufrido tanto Denise en su trabajo y ya había abandonado toda esperanza de conquistar a sus compañeras.

-¡No les hagas caso! -repetía Pauline-. ¡Son unas cursis y más tontas que las ovejas!

Pero eran precisamente esos aires de postín los que intimidaban a la joven. Casi todas las dependientes, a fuerza de rozarse con las clientes ricas, se iban puliendo y acababan por pertenecer a una clase indeterminada, a medio camino entre la operaria y la burguesa. Y tras la maña en el vestir, tras los modales y las frases aprendidas, no solían tener sino una instrucción ficticia, no solían leer sino revistas ramplonas, parlamentos de dramones, todas las necedades que corrían por París.

-¿Saben que la desgreñada tiene un hijo? -dijo una mañana Clara, al llegar al departamento.

Y, al ver el asombro de las demás, añadió:

-¡La vi anoche paseando al mocoso! Debe de tenerlo colocado en alguna parte.

Dos días después, Marguerite trajo otra noticia cuando subió, después de la cena.

-¡Qué poca vergüenza! Acabo de ver al amante de la desgreñada… ¡Un obrero, fíjense! Sí, un obrerucho con el pelo amarillo que la estaba acechando tras los cristales.

Y, desde aquel momento, quedó establecido que Denise era amante de un peón y ocultaba a un hijo en el barrio. La acribillaban a alusiones malévolas. La primera vez que comprendió a qué se referían, se puso muy pálida ante la monstruosidad de tales suposiciones. Era algo abominable. Quiso exculparse y balbució:

-¡Pero si son mis hermanos!

-¡Ya! ¡Sus hermanos! -exclamó Clara, con su voz de guasa.

Tuvo que intervenir la señora Aurélie.

-¡A callar, señoritas! Más les valdría cambiar esas etiquetas… La señorita Baudu es muy libre de portarse como le plazca en sus horas libres. ¡Si al menos rindiese en el trabajo!

Y aquella seca defensa era una condena. La joven, ahogándose de indignación como si la hubieran acusado de un crimen, intentó en vano explicar la situación. Se le reían en las narices y se encogían de hombros. Le quedó una herida abierta en el corazón. Cuando cundió el rumor, Deloche se puso tan furioso que habló de abofetear a las señoritas de confección y sólo lo contuvo el temor de comprometer a Denise. Desde la velada de Joinville, le tenía un amor sumiso, una amistad casi sagrada, que manifestaba con miradas de perro fiel. Era preciso que nadie sospechase el afecto que los unía, pues se habrían burlado de ellos. Pero eso no le impedía soñar con arrebatadas violencias, con puñetazos vengativos, si es que alguna vez se metían con ella delante de él.

Denise acabó por no contestar. Era una acusación demasiado odiosa; nadie la creería. Cuando alguna compañera aventuraba una nueva alusión, se contentaba con mirarla fijamente, con cara triste y serena. Tenía, por lo demás, otros cuidados, dificultades materiales que le causaban mayores preocupaciones. Jean no acababa de sentar cabeza y seguía acosándola con peticiones de dinero. Casi todas las semanas le enviaba cuatro cuartillas repletas de historias novelescas; y cuando el cartero de la casa le traía esas misivas, escritas con letra gruesa y vehemente, se apresuraba a metérselas en el bolsillo, pues las dependientes hacían como si se rieran y canturreaban frases picantes. Luego, tras haber inventado un pretexto para poder ir a leer las cartas al otro extremo de los almacenes, la invadía el terror: le parecía que el pobre Jean estaba perdido. Caía en todas las patrañas, se creía cualquier aventura amorosa extraordinaria, cuyos peligros exageraba aún más su ignorancia de aquellas lides. A veces le pedía Jean una moneda de dos francos, para librarse de los celos de una mujer; otras, cinco o seis francos, que necesitaba para reparar el honor de una pobre muchacha, cuyo padre la mataría si él no ponía antes remedio. Y como, con el sueldo y el porcentaje, Denise no conseguía hacer frente a tales gastos, se le ocurrió buscarse algún trabajillo que pudiera hacer fuera de la jornada laboral. Consultó a Robineau, que seguía tratándola con simpatía desde la primera vez que se habían encontrado en el comercio de Vinçard. Y éste le proporcionó nudos de corbata, a veinticinco céntimos la docena. Entre las nueve de la noche y la una de la madrugada, podía coser seis docenas, con lo que ganaba franco y medio, cantidad de la que tenía que descontar una vela de veinte céntimos. Pero, como con un franco con treinta céntimos al día podía atender a las necesidades de Jean, Denise no se quejaba de la falta de sueño. Se habría estimado muy afortunada si otra catástrofe no hubiera vuelto a desbaratarle el presupuesto. A finales de la segunda quincena, al presentarse en el taller que le encargaba los nudos de corbata, lo había encontrado cerrado a cal y canto: una quiebra, una bancarrota que le hacía perder dieciocho francos con treinta céntimos, considerable suma con la que llevaba contando desde hacía ocho días y de la que no podía prescindir. Ante ese desastre, poco le importaban ya todas las malquerencias del departamento.

-Te veo triste -le dijo Pauline, con la que coincidió en la galería de tapicería y alfombras-. ¿Necesitas algo? Dímelo, de verdad.

Pero Denise debía ya doce francos a su amiga. Y contestó, haciendo por sonreir:

-No, gracias… Es que he dormido mal… nada más.

Estaban a 20 de julio, en el momento de mayor pánico, en plena campaña de despidos. De los cuatrocientos empleados de la casa, Bourdoncle había barrido ya a cincuenta. Y corría el sordo rumor de nuevas ejecuciones. No obstante, Denise apenas pensaba en las amenazas que estaban en boca de todos; la tenía fuera de sí la angustia de otra aventura de Jean, más aterradora que las anteriores. Aquel día necesitaba quince francos; y sólo si se los mandaba podría salvarse de la venganza de un marido engañado. La víspera, había recibido Denise la primera carta, en la que Jean le explicaba el drama; luego, habían llegado otras dos cartas seguidas. En la última, que estaba acabando de leer cuando Pauline la vio, Jean le anunciaba su muerte para esa misma noche si antes no disponía de los quince francos. Y Denise, torturada, le daba mil vueltas a la petición. Había pagado la pensión de Pépé dos días antes; imposible tomar de ahí el dinero. Todas las desgracias le sucedían a un tiempo, pues tenía la esperanza de poder cobrar los dieciocho francos con treinta hablando con Robineau, que, a lo mejor, localizaba a la dueña del taller de nudos de corbata; pero éste, al que le habían concedido un permiso de quince días, no había vuelto la víspera, como hubiera sido su obligación.

En tanto, Pauline le seguía haciendo amistosas preguntas. Cuando coincidían ambas en un rincón de una sección poco frecuentada, charlaban unos minutos, aunque sin bajar la guardia. De pronto, la lencera hizo ademán de salir huyendo; acababa de divisar la corbata blanca de un inspector que salía del departamento de chales.

-¡Ah, no! ¡Es el tío Jouve! -susurró, tranquilizada-. No sé por qué le da a ese viejo por reírse cada vez que nos ve juntas… Yo que tú le tendría miedo, porque es demasiado amable contigo. ¡Menudo bicho, más malo que la tiña! ¡Y no hay quien lo convenza de que ya no está al mando de sus reclutas!

Todos los dependientes, en efecto, aborrecían al tío Jouve por la severidad con que los vigilaba. Más de la mitad de los despidos procedían de sus informes. Su narizota encarnada de ex capitán juerguista sólo se humanizaba en las secciones donde trabajaban mujeres.

-¿Y por qué iba a tenerle miedo? -preguntó Denise.

-¡Anda! -respondió Pauline, riéndose-. ¡Porque a lo mejor pretende que tengas algo que agradecerle! Varias de las señoritas lo tratan con muchos miramientos.

Jouve se había alejado, fingiendo no verlas. Y oyeron cómo arremetía contra un dependiente de los encajes, culpable de haberse quedado mirando un caballo caído en la calle NeuveSaint-Augustin.

-Por cierto -siguió diciendo Pauline-. ¿No andabas buscando ayer a Robineau? Pues ya ha vuelto.

Denise se creyó salvada.

-Gracias; en tal caso, voy a dar un rodeo para pasar por la seda… ¡Me arriesgaré! Me han mandado que suba al taller para que pongan cuchillos a una prenda.

Se separaron y la joven, con aire atareado, como si fuera de caja en caja intentando localizar un error, llegó hasta la escalera y bajó al patio central. Eran las diez menos cuarto y acababa de sonar la campana del primer turno. Un sofocante sol recalentaba las cristaleras y, pese a los toldos de lona gris, planeaba el calor en el aire quieto. De vez en cuando subía una fresca bocanada del entarimado, que los mozos regaban con delgados hilillos de agua. En los amplios espacios vacíos de las secciones, semejantes a esas capillas donde duerme la sombra tras la última misa, reinaba una somnolencia, un ambiente de siesta de verano. Los dependientes permanecían de pie con indolencia, y unas cuantas clientes caminaban por las galerías y cruzaban el patio central con esos andares lánguidos de las mujeres cuando las agobia el sol.

En el preciso instante en que bajaba Denise, Favier estaba midiendo un corte de vestido de seda liviana con lunares rosa para la señora Boutarel, que había llegado a París la víspera, procedente de su ciudad del sur. Desde que había empezado el mes, apenas si había más compradoras que aquellas señoras ataviadas con tan poco gusto, que lucían chales amarillos y faldas verdes: las clientes de provincias afluían en masa. Los dependientes habían llegado a tal grado de hastío que ya ni se reían de ellas. Favier acompañó a la señora Boutarel a la mercería y, al volver, le dijo a Hutin:

-Ayer, todas de Auvernia; hoy, todas de Provenza… ¡Qué mareo!

Pero le tocaba despachar a Hutin y éste se abalanzó, al reconocerla, hacia la «belleza», aquella rubia adorable que todos los del departamento llamaban así, pues no sabían nada de ella, ni siquiera el apellido. Todos le sonreían; no pasaba semana sin que entrase en El Paraíso, siempre sola. En esta ocasión, llevaba consigo a un niño de cuatro o cinco años, lo que dio mucho que hablar.

-¿Así que está casada? -preguntó Favier, al regresar Hutin de la caja, donde había ido éste a pasar al cobro treinta metros de raso duquesa.

-A lo mejor -respondió él-; aunque el mocoso tampoco es ninguna prueba. Podría ser de una amiga… Lo que es seguro es que debe de haber estado llorando. ¡Qué cara de tristeza! Y tiene los ojos enrojecidos.

Hubo un silencio. Los dos dependientes dejaban vagar la vista por las zonas más alejadas de los almacenes. Luego volvió a hablar Favier, despacio:

-Si está casada, a lo mejor es que su marido la ha zurrado.

-A lo mejor -repitió Hutin-; a menos que la haya dejado plantada un amante.

Y concluyó, tras un nuevo silencio:

-¡La verdad es que me importa un bledo!

En aquel momento, cruzaba Denise por el departamento de la seda, acortando el paso y mirando a su alrededor, en busca de Robineau. Pero no lo vio y siguió hacia la galería de la ropa blanca; luego, volvió a pasar. Los dos dependientes se habían dado atenta de la maniobra.

Aquí vuelve la desgalichada esa -susurró Hutin.

-Está buscando a Robineau -dijo Favier-. No sé en qué andarán metidos los dos. ¡Seguro que en nada interesante! Robineau es demasiado pánfilo en esos asuntos… Hay quien dice que le ha conseguido un trabajillo para coser nudos de corbata. ¿Ha visto? ¡Vaya negocio!

Hutin estaba meditando una perversidad. Cuando Denise pasó por su lado, la detuvo y le preguntó:

-¿Me busca usted a mí?

Denise se puso muy encarnada. Desde la velada de Joinville, no se atrevía a leer en su corazón, en el que chocaban entre sí sentimientos confusos. No se le iba del pensamiento Hutin con aquella chica de pelo rojo y, si se estremecía al verlo, era quizá por la incomodidad que sentía ante aquel recuerdo. ¿Había estado enamorada de él? ¿Seguía estándolo? No quería hurgar en aquellos sentimientos que tan penosos le resultaban.

-No, señor -respondió, muy violenta.

Y, al verla tan apurada, Hutin se mostró aún más burlón.

-Si quiere usted que se lo despachemos… Favier, despáchele un Robineau a la señorita.

Ella lo miró fijamente, con los mismos ojos tristes y serenos con que acogía las ofensivas alusiones de las dependientes de confección. ¡También él era malo y la hería igual que los demás! Y sintió como si algo se le desgarrase por dentro, como si se desanudase un vínculo postrero. Asomó a su rostro un sufrimiento tal que Favier, aunque no solía enternecerse por nada, acudió en su ayuda.

-El señor Robineau ha ido a reponer existencias -dijo-. Lo más probable es que vuelva a la hora del almuerzo… Si tiene usted que hablar con él, estará aquí por la tarde.

Denise le dio las gracias y regresó a la confección, donde la señora Aurélie la estaba esperando con una furia helada. ¿Cómo era posible? ¡Se había ido hacía media hora! ¿Dónde se había metido? Por descontado que no venía del taller. La joven bajaba la cabeza, pensando en cómo se encarnizaba con ella la mala suerte. Si Robineau no volvía, ya nada tenía remedio. Y, pese a todo, se prometía a sí misma volver a bajar de nuevo.

En el departamento de la seda, el regreso de Robineau había desencadenado toda una revolución. Todos contaban con que no volviera, asqueado de las continuas pejigueras que le hacían soportar. Era cierto que, por un momento, como Vinçard seguía insistiendo para que se quedara con el negocio, había estado a punto de ceder. El solapado trabajo de zapa de Hutin, la zanja que llevaba meses cavando bajo los pies de Robineau estaban a punto de dar fruto. Durante las vacaciones de éste, Hutin, que lo sustituía por ser el dependiente principal, se había esforzado en desprestigiarlo ante los jefes, trabajando con gran ahínco, con la intención de quitarle el puesto: descubría y revelaba pequeñas irregularidades, proponía proyectos de mejora, ideaba nuevos diseños… Por lo demás, no había nadie en el departamento, desde el novato que soñaba con llegar a dependiente, hasta el encargado que codiciaba un puesto de partícipe, que no tuviese la idea fija de desplazar al compañero inmediatamente superior para subir un peldaño, de liquidarlo si se convertía en un obstáculo. Y en aquella lucha de apetitos, en aquellas mutuas presiones para ascender estribaba la buena marcha de la maquinaria, pues eran las que prestaban un rabioso empuje a la venta y prendían aquella hoguera de éxito que tenía a París asombrado. Detrás de Hutin, estaba Favier; y detrás de Favier, todos los demás, en fila. Se podía oír un fragoroso ruido de mandíbulas. Robineau estaba condenado, y todos y cada uno se llevaban ya el hueso que les correspondía. En consecuencia, cuando vieron regresar al segundo encargado, el gruñido fue general. Aquello no podía seguir así. Al jefe de sección le pareció tan amenazadora la actitud de los dependientes que, para dar tiempo a que la dirección determinase algo, envió a Robineau a reponer existencias.

-Si se queda él, los demás preferimos irnos -manifestaba Hutin.

Aquel asunto contrariaba mucho a Bouthemont, cuyo carácter alegre se compaginaba mal con los engorros internos. Se sentía a disgusto al no ver ya a su alrededor más que expresiones hurañas. No obstante, quería ser justo.

-¿Por qué no lo dejan en paz? El no se mete con ustedes.

Pero saltaban las protestas:

-¿Cómo que no se mete con nosotros? ¡Un hombre inaguantable, siempre nervioso, y tan soberbio que sería capaz de pisotear a cualquiera que se le ponga por delante!

Era esto lo que mayor rencor despertaba en el departamento. Robineau, además de tener nervios de mujer, mostraba una intransigencia y una susceptibilidad intolerables. Se contaban múltiples anécdotas, desde la del dependiente jovencito que había llegado a enfermar por su culpa hasta las de algunas clientes a las que había humillado con sus cortantes observaciones.

-Muy bien, señores, pero yo no puedo zanjar este asunto… -dijo Bouthemont-. Ya he avisado a la dirección y hablaré luego con ella.

Llamaban ya para el segundo turno; del sótano subían las campanadas, lejanas y sordas en el aire mortecino de los almacenes. Hutin y Favier bajaron. Desde todos los departamentos, iban llegando dependientes, uno a uno, a la desbandada, para apelotonarse luego abajo, en la estrecha entrada del pasillo de la cocina, un corredor húmedo que alumbraban de continuo unas luces de gas. Por él avanzaba presuroso el rebaño, sin una risa, sin una palabra, entre un creciente rumor de platos y un fuerte tufo a comida. Al final del pasillo, un brusco parón ante una ventanilla, tras la cual un cocinero, rodeado de pilas de platos, armado con tenedores y cucharas que hundía en los calderos de cobre, repartía las raciones. Y, cuando se apartaba, tras el tirante delantal blanco que le cubría el vientre podía verse la tórrida cocina.

-¡Vaya! -murmuró Hutin, leyendo el menú, que estaba en una pizarra, encima de la ventanilla-. Carne guisada con salsa picante o raya… ¡En este antro nunca dan asado! Mucho cocido, mucho pescado… Esas cosas no alimentan…

Por lo demás, todo el mundo solía desdeñar el pescado y el caldero se quedaba lleno. Sin embargo, Favier prefirió tomar raya. Hutin pasó detrás de él y dijo, agachándose:

-Carne guisada con salsa picante.

Con ademán mecánico, el cocinero pinchó un trozo de carne y lo roció luego con una cucharada de salsa. Nada más apartarse Hutin con su ración en el plato, arrebolado por el hálito bochornoso de la ventanilla, que le había dado en plena cara, siguieron desgranándose tras él las palabras: «Carne guisada con salsa picante… Carne guisada con salsa picante…», como una letanía; y el cocinero pinchaba sin descanso los trozos y los rociaba con la salsa, con el movimiento rápido y rítmico de un reloj bien calibrado.

-Esta raya está fría -declaró Favier, al no notar calor en la mano.

Todos caminaban ahora con el brazo extendido y el plato bien recto, temiendo tropezar unos con otros. Diez pasos más allá, estaba la cantina, otra ventanilla con un reluciente mostrador de estaño, donde se alineaban las raciones de vino, unas botellitas sin corcho, aún húmedas de agua de fregar. Según iban pasando, les ponían en la mano libre una botella y, así cargados, serios, concentrados en no perder el equilibrio, se dirigían a su mesa. Hutin refunfuñaba por lo bajo:

-¡Hay que ver! ¡Tener que andar paseando estos cacharros! La mesa a la que se sentaban Favier y él estaba en el extremo del pasillo, en el último comedor. Todos los comedores eran iguales entre sí, antiguos sótanos de cuatro metros por cinco, cuyas paredes habían enlucido para convertirlos en refectorios; pero la humedad calaba la pintura. Manchas verdosas salpicaban las paredes amarillas y, del estrecho pozo de los tragaluces, que daban a la calle a ras de la acera, caía una luz lívida por la que cruzaban continuamente las desdibujadas siluetas de los transeúntes. Fuera julio o diciembre, los comensales se asfixiaban en el caliente vaho, cargado de olores nauseabundos que procedían de la cercana cocina.

Hutin entró delante. En la mesa, que cubría un hule y uno de cuyos extremos estaba empotrado en la pared, no había sino los vasos, los tenedores y los cuchillos, que marcaban los sitios. En cada una de las puntas, se alzaban pilas de platos limpios y, en el centro, había una hogaza alargada, con un cuchillo clavado. Hutin soltó la botella, puso el plato encima de la mesa y, luego, tras haber cogido la servilleta de la parte baja del casillero, único ornato de las paredes, se sentó, suspirando:

-¡Y con el hambre que tengo!

-Siempre pasa lo mismo -dijo Favier, instalándose a su izquierda-. A más hambre, peor comida.

La mesa se iba llenando rápidamente. Había en ella veintidós cubiertos. Al principio, sólo se oyó el escándalo de los tenedores; aquellos hombretones, con los estómagos hambrientos tras trece horas de cotidiano cansancio, comían con glotonería. Antes, los dependientes, que tenían una hora para comer, podían salir a tomar café. Se daban, pues, prisa para acabar en veinte minutos, deseosos de verse en la calle. Pero esa excursión los alteraba demasiado, regresaban con la cabeza en otra parte, apartada de la venta, y la dirección había decidido que no salieran. Si querían una taza de café, podían tomarla allí, pagando quince céntimos por el extra. Así que ahora tardaban en comer cuanto podían, pues no tenían intención alguna de regresar al departamento antes de la hora. Muchos leían un periódico doblado por la mitad y apoyado en la botella, mientras se metían en la boca grandes bocados. Otros, tras calmar las ansias del hambre, charlaban ruidosamente, dando vueltas a los eternos ternas: lo mal que les daban de comer; el dinero que habían ganado; lo que habían hecho el domingo anterior; lo que pensaban hacer el domingo siguiente.

-¡Por cierto! ¿Qué pasa con su Robineau? -le preguntó otro dependiente a Hutin.

La guerra que le tenían declarada los sederos a su segundo encargado era la comidilla de todos los departamentos. Todos los días se discutía el asunto en el café Saint-Roch hasta las doce de la noche. Hutin, que estaba luchando por hincar el cuchillo en su trozo de carne, se limitó a contestar:

-Pues nada, que ha vuelto.

Luego, con repentina furia:

-¡Pero, rediós, si parece carne de burro! ¡Les doy mi palabra de que esta asquerosa comida ya no se puede aguantar!

-No se queje -dijo Favier-, que yo he cometido la tontería de pedir raya… y está podrida.

Todos hablaban a un tiempo, se indignaban, bromeaban. En una esquina de la mesa, arrimado a la pared, Deloche comía en silencio. Padecía de un apetito desmesurado, que nunca conseguía saciar, y como no ganaba lo suficiente para permitirse extras, se cortaba gigantescas rebanadas de pan y engullía con fruición los platos menos apetitosos. Los demás comensales se reían de él y voceaban:

-Favier, déle la raya a Deloche… A él le gusta así.

-Y usted déle la carne, Hutin, que se la va a tomar de postre.

El pobre muchacho se encogía de hombros y ni siquiera contestaba. ¿Qué culpa tenía él de estar siempre muerto de hambre? Por lo demás, los otros renegaban mucho de los platos pero no por ello dejaban de rebañarlos.

Callaron al oír un leve silbido, que indicaba que Mouret y Bourdoncle estaban en el pasillo. Desde hacía algún tiempo, eran tales las quejas de los empleados que la dirección estaba haciendo el paripé de bajar para comprobar personalmente qué tal se comía. Mouret sólo le daba al cocinero franco y medio por día y persona para hacer la compra y pagar el carbón, el gas y al personal, y se mostraba candorosamente pasmado de que la comida no fuera buena. Esa misma mañana, cada departamento había delegado en uno de sus dependientes, y Mignot y Liénard eran los portavoces de sus compañeros. Por lo tanto, en el repentino silencio, todos aguzaron el oído. Se oyeron voces que procedían del comedor de al lado, en el que acababan de entrar Mouret y Bourdoncle. Este último decía que el guisado era excelente; y Mignot, indignado al oírlo afirmar tranquilamente semejante cosa, repetía: «¡Pruébelo, a ver si consigue masticarlo! »; mientras, Liénard se refería a la raya, diciendo sin alterarse: «¡Pero si es que apesta, señor Bourdoncle!». Entonces, Mouret se deshizo en cordiales palabras: haría cuanto estuviera en su mano por el bienestar de sus empleados; eran sus hijos; antes de que comieran mal, prefería ponerse a pan y agua.

-Les prometo que estudiaré el asunto -dijo, al fin, a modo de conclusión, alzando la voz para que todos pudieran oírlo de un extremo a otro del corredor.

La investigación de los directivos había concluido y se reanudó el ruido de tenedores. Hutin mascullaba:

-Sí, sí, fíate de la Virgen y no corras. Las buenas palabras nunca las escatiman. ¿Que quieres promesas? ¡Pues toma promesas! Pero nos seguirán dando suela para comer y nos seguirán echando a la calle como a perros.

El dependiente que le había preguntado antes repitió:

-Así que decía usted que Robineau…

Pero ahogó su voz un estruendo de loza. Los dependientes cogían platos limpios y las pilas iban bajando, a derecha e izquierda. Llegó el pinche con unas grandes fuentes de hojalata y Hutin exclamó:

-¡Arroz al gratén! ¡Lo que faltaba!

-Como comerse diez céntimos de engrudo -dijo Favier, al tiempo que se servía.

A unos les gustaba, a otros les parecía masilla. Y los que estaban leyendo seguían callados, absortos en el folletín del periódico, sin enterarse siquiera de lo que comían. Todos se secaban el sudor de la frente y el estrecho sótano se iba llenando de un vaho rojizo mientras las sombras de los transeúntes no dejaban de correr, como trazos negros, por encima de la desordenada mesa.

-Pásenle el pan a Deloche -voceó un bromista.

Cada cual se cortaba un trozo y volvía a clavar hasta el mango el cuchillo en la corteza. La hogaza seguía circulando.

-¿Quién me cambia el arroz por el postre? -preguntó Hutin.

Tras cerrar el trato con un joven delgado, pretendió también vender el vino, pero nadie lo quiso. A todo el mundo le parecía malísimo.

-Pues le estaba diciendo que Robineau ha vuelto -siguió diciendo, entre un intercambio de risas y conversaciones-. Y está implicado en un asunto muy serio… Sabrán que corrompe a las empleadas. ¡Sí, sí, les proporciona nudos de corbata!

-¡Silencio! -susurró Favier-. ¡Ahora lo están juzgando!

Y, con el rabillo del ojo, indicaba a Bouthemont, que caminaba por el pasillo entre Mouret y Bourdoncle. Los tres hablaban a media voz y con vehemencia, absortos en la conversación. El comedor de los jefes de sección y de los segundos encargados estaba enfrente. Y Bouthemont, que ya había acabado de comer, al ver pasar a Mouret, se había levantado de la mesa para contarle los problemas de su departamento y el aprieto en que se hallaba. Éste y Bourdoncle lo escuchaban, aunque se seguían negando a sacrificar a Robineau, un dependiente de primera que ya estaba en la casa en tiempos de la señora Hédouin. Pero, cuando salió el asunto de los nudos de corbata, Bourdoncle se enfadó. ¿Se había vuelto loco aquel muchacho? ¡A quién se le ocurría meterse a darles trabajos extra a las dependientes! ¡Bastante caro le salía a la casa el tiempo de aquellas señoritas! Si trabajaban por su cuenta de noche, rendirían menos de día en los almacenes, estaba claro; era como si robaran. Se jugaban la salud; y su salud no les pertenecía a ellas. La noche era para dormir. Todas tenían que dormir. ¡Y, si no, a la calle!

-La cosa está que arde -comentó Hutin.

Cada vez que los tres hombres, que daban lentos paseos, cruzaban por delante del comedor, los dependientes los acechaban y comentaban sus menores gestos. Se habían olvidado incluso del arroz al gratén, en el que un cajero acababa de encontrarse el botón de unos pantalones.

-He oído la palabra «corbata» -dijo Favier-. Y ya se habrán fijado ustedes en que a Bourdoncle se le ha puesto la nariz blanca de pronto.

Incluso Mouret compartía la indignación de éste. Que una empleada tuviese que trabajar de noche le parecía un ataque contra la buena organización de El Paraíso. ;Quién era la tonta que no sabía sacarse lo bastante de las ganancias sobre las ventas? Pero se ablandó al nombrar Bouthemont a Denise y se le ocurrieron varias disculpas. ¡Ah, sí! Aquella niña… todavía no se daba mucha maña v además, a lo que decían, tenía ciertas cargas. Bourdoncle lo interrumpió para declarar que había que despedirla en el acto. Nunca sacarían nada en limpio de aquel adefesio; ya lo había dicho él desde el primer momento. Y era como si diera rienda suelta a algún rencor. Entonces Mouret, algo molesto, hizo como si se lo tomase a broma. ¡Dios mío, qué hombre tan severo! ¿Es que era imposible perdonar por una vez? Llamarían a la culpable y la amonestarían. En resumidas cuentas, la culpa era de Robineau, que, por llevar muchos años en la casa, estaba al tanto de sus costumbres v habría debido disuadirla.

-¡Anda! ¡Y ahora se ríe el patrón! -dijo Favier, asombrado, cuando el grupo volvió a pasar ante la puerta.

-¡Por vida de …! juró Hutin-. Como se empeñen en que carguemos con su Robineau, van a saber lo que es bueno.

Bourdoncle miró a Mouret cara a cara. Luego, manifestó con un simple gesto de desdén que lo había entendido y que le parecía un comportamiento estúpido. Bouthemont seguía lamentándose: los dependientes amenazaban con despedirse, y algunos de ellos eran muy buenos vendedores. Pero lo que más pareció impresionar a los jefes fue el rumor de las buenas relaciones entre Robineau y Gaujean; a lo que decían, éste lo estaba animando a que se estableciera por su cuenta en el barrio y le ofrecía créditos muy desahogados para que compitiera con El Paraíso de las Damas. Hubo un silencio. ¡Conque Robineau quería guerra! Mouret se había puesto muy serio. Se mostró despectivo para no verse forzado a tomar una determinación, como si el asunto no tuviese mayor importancia. Ya verían, ya hablaría con él. Y, acto seguido, empezó a bromear con Bouthemont, cuyo padre había llegado la víspera, desde su modesto comercio de Montpellier, y había estado a punto de asfixiarse de asombro e indignación al entrar en el enorme patio en el que reinaba su hijo. Y se rieron porque el buen hombre, tras recuperar su aplomo de hombre del sur, había empezado a ponerlo todo de vuelta y media, afirmando que dentro de poco acabarían las novedades en plena acera.

-Aquí viene Robineau, precisamente -susurró el encargado-. Lo mandé a reponer existencias para evitar un lamentable conflicto… Perdónenme que insista, pero las cosas han llegado a un estado crítico y hay que hacer algo.

En efecto, Robineau entraba en esos momentos y, al pasar, saludaba al grupo antes de dirigirse a su mesa.

Mouret se limitó a repetir:

-Está bien. Ya veremos.

Se fue con Bourdoncle. Hutin y Favier seguían acechándolos. Al ver que no volvían, empezaron a despotricar. ¿Es que ahora iba a bajar la dirección en todas las comidas para contarles los bocados? ¡Bonito sería que no tuvieran ya libertad siquiera a la hora de comer! La realidad era que acababan de ver entrar a Robineau y, en vista del buen humor del dueño, tenían serias dudas acerca del desenlace de la lucha que habían entablado. Bajaron la voz y buscaron nuevos agravios.

-¡Estoy muerto de hambre! -siguió diciendo Hutin-. ¡Se levanta uno de la mesa peor de lo que se sienta!

Había tomado, sin embargo, dos raciones de confitura, la que le correspondía y la que había cambiado por su ración de arroz. De pronto, exclamó:

-¡Me voy a permitir un extra, qué caray! ¡Victor, otra ración de confitura!

El camarero estaba acabando de servir el postre. Luego, trajo el café; los que lo tomaban le daban los quince céntimos en cuanto se lo servía. Algunos dependientes se habían levantado ya de la mesa y andaban vagando por el corredor, en busca de los rincones oscuros para fumarse un cigarrillo. Los otros seguían sentados con indolencia ante la mesa, cubierta de platos sucios. Hacían bolitas de miga de pan y daban mil vueltas a las historias de siempre, entre aquel olor a grasa que ya no notaban y aquel calor de estufa que les enrojecía las orejas. Las paredes rezumaban y un lento ahogo bajaba desde la bóveda enmohecida. Apoyado de espaldas contra la pared, Deloche, atiborrado de pan, hacía la digestión en silencio, con la vista alzada hacia el tragaluz; su recreo diario, tras el almuerzo, era mirar los pies de los transeúntes, que pasaban deprisa al ras de la acera, unos pies cortados por el tobillo: zapatos bastos, botas elegantes, ligeras botinas de mujer, un continuo vaivén de pies vivos, sin cuerpo y sin cabeza. Los días de lluvia, todo se ponía muy sucio.

-¿Cómo? ¿Ya es la hora? -exclamó Hutin.

En un extremo del corredor, sonaba una campana. Había que dejar el sitio a los del tercer turno. Ya llegaban los mozos, con cubos de agua templada y grandes esponjas, para fregar los hules. Los comedores se iban vaciando despacio; los dependientes subían a sus departamentos demorándose en las escaleras. Y, en la cocina, el cocinero había vuelto a colocarse tras la ventanilla, entre los calderos de raya, de guisado y de salsa, armado con tenedores y cucharas, listo para llenar más platos con el mismo movimiento rítmico de reloj bien calibrado.

Hutin y Favier, que se habían quedado atrás, vieron bajar a Denise.

-Ya ha vuelto el señor Robineau, señorita -dijo el primer dependiente con burlona cortesía.

-Está almorzando -añadió el otro-. Pero si le corre mucha prisa, puede usted pasar a verlo.

Denise siguió bajando, sin contestar nada, sin volver la cabeza. No obstante, al pasar ante el comedor de los jefes de sección y de los segundos encargados, no pudo contenerse y lanzó una ojeada al interior. Allí estaba Robineau, efectivamente. Ya intentaría hablar con él por la tarde; y siguió pasillo adelante, para dirigirse a su mesa, que estaba en el otro extremo.

Las mujeres almorzaban aparte, en dos comedores reservados. Denise entró en el primero de ellos. Era también un antiguo sótano, convertido en refectorio; pero, al acondicionarlo, lo habían dotado de mayores comodidades. En la mesa ovalada, colocada en el centro, los quince cubiertos disponían de mayor espacio y el vino estaba en jarras; en ambos extremos, había sendas fuentes de guisado y raya. Unos camareros con delantal blanco servían a las señoritas, ahorrándoles la molestia de ir a la ventanilla a buscar las raciones. A la dirección le había parecido más decoroso.

-¿Así que has andado recorriendo los almacenes? -preguntó Pauline, que ya se había sentado y se estaba cortando una rebanada de pan.

-Sí, he tenido que acompañar a una cliente -dijo Denise, ruborizándose.

Era mentira. Clara le dio un codazo a la dependiente que tenía al lado. Pero ¿qué le pasaba hoy a la desgreñada? No estaba como siempre. Para empezar, le llegaban varias cartas seguidas de su amante. Luego, andaba vagando como una perdida por los almacenes, alegando que tenía que llevar recados al taller, por donde, luego, no aparecía. Estaba claro que algo sucedía. En vista de lo cual, Clara, mientras se comía la raya sin hacerle ascos, con la despreocupación de quien ha crecido alimentándose de tocino rancio, refirió una tragedia espeluznante de la que hablaban todos los periódicos.

-¿Han leído lo de ese hombre que guillotinó a su amante de un navajazo?

-¡Anda, claro! -dijo una joven dependiente de la lencería, de rostro dulce y rasgos delicados-. La pilló con otro. Le estuvo bien empleado.

Pero Pauline puso el grito en el cielo. ¿Cómo? ¿Así que porque dejases de querer a un señor, éste iba a tener derecho a rebanarte el gaznate? ¡De ninguna manera! Se interrumpió para decirle al camarero:

-¡Pierre! No hay quien se trague esta carne… Me voy a pedir

un extra. Diga que me hagan una tortilla. Y que esté jugosita. ;eh?

Mientras esperaba, y como siempre llevaba golosinas en los bolsillos, sacó unas onzas de chocolate y se puso a comérselas con pan.

-Vaya vida, desde luego, con un hombre así -siguió diciendo Clara-. ¡Y la de celosos que hay! El otro día, leí también que un obrero había tirado a su mujer a un pozo.

No le quitaba ojo a Denise y, al verla palidecer, pensó que había puesto el dedo en la llaga. Estaba claro que a aquella mosquita muerta no le llegaba la camisa al cuerpo pensando en que iba a zurrarle su amante, al que, muy probablemente, engañaba. Tendría gracia que se presentase a ajustarle las cuentas en los almacenes, que era lo que Denise parecía temer. Pero las demás ya habían cambiado de tema. Una de las dependientes estaba dando una receta para limpiar el terciopelo. Luego hablaron de una obra que estaban poniendo en el teatro de La Gaité, en la que unas chiquillas adorables bailaban mejor que muchas bailarinas hechas y derechas. Pauline se había enfurruñado por un instante al ver que la tortilla estaba demasiado hecha, pero como, al probarla, no le pareció tan mala, recobró el talante alegre.

-Pásame el vino, anda -le dijo a Denise-. Deberías pedirte una tortilla.

-Me basta con el guisado -respondió la joven, que, para no gastar, se atenía al menú de la casa, por muy repulsivo que resultase.

Cuando el camarero trajo el arroz al gratén, las señoritas protestaron. La semana anterior, se lo habían dejado en el plato; y tenían la esperanza de que no volviera a aparecer en la mesa. Denise, distraída, preocupada por Jean tras oír las historias de Clara, fue la única que lo tomó. Y todas la miraban con cara de asco. Menudearon los extras y se atiborraron de confitura. Por lo demás, lo fino era pagarse la comida.

-Ya sabrán que los caballeros han protestado -dijo la lencera joven-, y que la dirección ha prometido…

La interrumpieron las risas y ya no se habló sino de la dirección. Todas tomaban café menos Denise, que decía que le sentaba mal. Se demoraban ante las tazas tanto las lenceras vestidas de lana, con una sencillez de pequeñas burguesas, como las dependientes de confección vestidas de seda, con la servilleta anudada al cuello para no mancharse, como damas que hubieran bajado al office para almorzar con sus doncellas. Habían abierto el montante acristalado del tragaluz para que se renovase el aire viciado y asfixiante; pero hubo que volver a cerrarlo en seguida, porque parecía que las ruedas de los carruajes pasaban por encima de la mesa.

-¡Chisss! -dijo Pauline, bajito-. ¡Ahí viene el viejo ese!

Se refería al inspector Jouve, que solía andar rondando, al final de las comidas, por la zona de las señoritas. Por lo demás, tenía a su cargo la vigilancia de aquellos comedores. Entraba con ojos risueños y daba una vuelta a la mesa. A veces, incluso, entablaba conversación, quería saber si las jóvenes habían comido bien. Pero a todas les faltaba tiempo para irse, porque su presencia las desasosegaba y molestaba. La primera en desaparecer fue Clara, aunque aún no había sonado la campana. Las otras la siguieron. Quedaron nada mas que Denise y Pauline; ésta, tras haberse tomado el café, daba buena cuenta de las onzas de chocolate que le quedaban.

-¡Hombre! -dijo, poniéndose de pie-. ¡Voy a mandar a un mozo a que me compre naranjas! ¿Vienes?

-Dentro de un rato -repuso Denise, que mordisqueaba una corteza de pan, decidida a quedarse la última para poder hablar con Robineau cuando éste subiera.

No obstante, al quedarse a solas con Jouve, se sintió muy violenta. Contrariada, acabó por levantarse de la mesa. Pero él, al verla dirigirse hacia la puerta, le cortó el paso:

-Señorita Baudu…

De pie frente a ella, la miraba con sonrisa almibarada. Con aquellos grandes bigotes grises y aquel pelo cortado a cepillo parecía un militar de acrisolada honradez. Y sacaba pecho, para lucir la cinta roja de la condecoración.

-Dígame, señor Jouve -dijo Denise, tranquilizada.

-La he vuelto a ver esta mañana de charla detrás de las alfombras. Ya sabe usted que va en contra del reglamento y si hiciese un informe, cumpliendo con mi obligación… Su amiga Pauline la quiere mucho, ¿verdad?

Se le movieron los bigotes y una llamarada incendió aquella enorme nariz, una nariz ancha y aguileña que revelaba unos apetitos de toro.

-¿Ycómo es que se quieren tanto estas dos pillinas?

Denise no entendía lo que le estaba diciendo, pero volvía a sentirse violenta. Jouve se le acercaba demasiado, le echaba el aliento en la cara.

-Es verdad que estábamos charlando, señor Jouve -balbució-. Charlar un momento no es nada malo. Pero tengo que reconocer que se porta usted muy bien conmigo; se lo agradezco mucho.

-No debería ser tan bueno -respondió él-. Para mí, la justicia es lo primero… Pero con una chica tan bonita…

Y se le iba acercando cada vez más. Denise se asustó de verdad. Le volvían a la memoria las palabras de Pauline. Recordó las historias que corrían de boca en boca: algunas dependientes a las que el tío Jouve tenía aterrorizadas y se veían obligadas a comprar su benevolencia. Por lo demás, dentro de los almacenes se contentaba con insignificantes confianzas: daba suaves cachetitos, con los hinchados dedos, en las mejillas de las señoritas complacientes; les tomaba las manos y se le olvidaba soltárselas. Se comportaba con talante paternal y no daba rienda suelta al toro que llevaba dentro más que cuando le aceptaban unas rebanadas de pan con mantequilla en su casa de la calle de Les Moineaux.

-Déjeme -susurró la joven, retrocediendo.

-Vamos a ver -decía él-; no va a ponerse huraña con un amigo que tiene tantas consideraciones con usted. Sea buena y venga a última hora de la tarde a mojar una rebanadita de pan en una taza de té. Se lo ofrezco de todo corazón.

Denise, ahora, se revolvía:

-¡No! ¡No!

El comedor seguía vacío; el camarero no había vuelto a aparecer. Jouve, atento al ruido de pasos, lanzó una rápida mirada a su alrededor y, enardecido, perdió la compostura, fue más allá de las paternales confianzas que solía tomarse y pretendió besarla en el cuello.

-¡Pero qué mala y qué boba es esta niña! ¿Cómo se puede ser tan boba con un pelo tan bonito? Venga esta tarde, que no le va a pasar nada malo.

La proximidad de aquel rostro encendido, cuyo aliento le daba en la cara, sublevó y aterrorizó a Denise, que perdió la cabeza. Empujó de repente al hombre con tan rudo ímpetu que éste se tambaleó y estuvo a punto de caer encima de la mesa. Por fortuna, se desplomó en una silla; pero el golpe volcó una jarra llena de vino que le salpicó la corbata blanca y empapó la cinta roja. Se quedó sentado, sin limpiarse, ahogándose de ira ante semejante trato. ¡Con que ésas teníamos! ¿Cómo se iba a esperar tal cosa, él, tan considerado, que se limitaba a ceder a sus bondadosos impulsos?

-¡Ah, señorita! ¡Le doy mi palabra de que se arrepentirá de esto!

Denise ya había salido corriendo. La campana sonaba en ese preciso instante; azorada y temblorosa, no volvió a acordarse de Robineau y subió al departamento. Luego, no se atrevió a bajar otra vez. Como el sol daba, por la tarde, en la fachada de la plaza de Gaillon, el calor era asfixiante en los salones de la entreplanta, pese a los toldos. Vinieron algunas clientes, que se fueron sin comprar nada, tras dejar a las señoritas bañadas en sudor. Todo el departamento bostezaba bajo la mirada de los grandes ojos soñolientos de la señora Aurélie. Por fin, a eso de las tres, viendo que la encargada se había quedado traspuesta, Denise se fue sin hacer ruido y volvió a recorrer los almacenes, como persona muy atareada. Para despistar a los curiosos que pudieran seguirla con la mirada no bajó directamente a la seda. Fingió, primero, que tenía algún asunto que tratar en los encajes, hablando con Deloche, al que pidió una información. Luego, en la planta baja, cruzó el departamento del ruán; y estaba a punto de entrar en el de las corbatas cuando se detuvo en seco, sobresaltada, al tropezarse cara a cara con Jean.

-¿Cómo? ¿Eres tú? -susurró, muy pálida.

Su hermano no se había quitado el guardapolvo e iba con la cabeza descubierta; los rizos del rubio y despeinado cabello le caían por el cutis de jovencita. De pie ante un casillero de delgadas corbatas negras, parecía absorto en hondas reflexiones.

-¿Qué haces aquí? -añadió ella.

-¡Toma, pues esperarte! Como me tienes prohibido venir… he entrado, pero no he hablado con nadie. Puedes estar tranquila. Si quieres, haz como que no me conoces.

Ya los estaban mirando algunos dependientes, con cara de asombro. Jean bajó la voz.

-Mira, he venido con ella, que ha querido acompañarme. Sí, la he dejado en la plaza, delante de la fuente… Dame ahora mismo los quince francos o vamos aviados, tan cierto como que el sol nos alumbra.

Una gran turbación embargó entonces a Denise. Cuantos la rodeaban reían maliciosamente mientras escuchaban la aventura. Y, como tras el departamento de corbatas arrancaba una escalera que iba al sótano, empujó a su hermano hacia ella y lo obligó a bajarla a toda prisa. Al llegar abajo, él siguió con su relato, molesto, rebuscando los hechos, temiendo que no lo creyera.

-El dinero no es para ella. Es demasiado señora… Ni para su marido. ¡A ése le importan bien poco quince francos! Ni por un millón daría permiso a su mujer. ¿Te he dicho que es fabricante de pegamentos? Una gente muy fina… No, es para un sinvergüenza, un amigo de ella que nos vio; y, claro, esta noche, si no le doy los quince francos…

-Calla -dijo Denise muy bajo-. Espera un poco. ¡Sigue andando!

Estaban en el servicio de envíos. Durante la temporada baja, el amplio sótano dormía en la lívida luz de los tragaluces. Hacía frío en él y el silencio bajaba desde la bóveda. No obstante, un mozo estaba sacando de la correspondiente división unos cuantos paquetes que había que enviar al barrio de La Madeleine y, en una de las amplias mesas de clasificación, Campion, el jefe de servicio, estaba sentado, balanceando las piernas y con los ojos de par en par.

Jean volvía a su relato:

-Y el marido, que tiene una navaja muy grande…

-¡Anda! -repitió Denise, que seguía empujándolo.

Se internaron por uno de los estrechos corredores en los que siempre ardían las luces de gas. A derecha e izquierda, en lo más hondo de unos oscuros nichos, se apilaban, tras las empalizadas, las sombrías formas de los artículos de los almacenes. Al fin se detuvo Denise, apoyándose en una de aquellas barreras. Lo más probable era que nadie pasase por aquel lugar; pero sentía escalofríos, porque estaba prohibido bajar allí.

-Si el sinvergüenza ese habla -siguió diciendo Jean-, el marido, que tiene una navaja muy grande…

-¿De dónde quieres que saque quince francos? -exclamó Denise, desesperada-. ¿Es que no puedes ser formal? ¡Te pasan continuamente unas cosas de lo más extrañas!

Él se daba golpes de pecho. Enredado en sus novelescas invenciones, no sabía ya qué era verdad y qué no lo era. Se limitaba a dramatizar su necesidad de disponer de dinero. En realidad, detrás de cada historia siempre había alguna urgencia acuciante.

-Te juro por lo más sagrado que esta vez es cierto… Yo la había cogido así y ella me estaba besando…

Denise, atormentada, no pudo ya más: lo hizo callar de nuevo y dio rienda suelta a su enfado.

-No quiero saber nada. No me cuentes lo mal que te portas. Son cosas demasiado feas, ¿me oyes?… Y todas las semanas vienes a atormentarme, a pedirme más y más monedas de cinco francos. Y yo no doy abasto. Me paso las noches en vela para ganarlas y dártelas… Y eso sin contar con que le estás quitando a tu hermano el pan de la boca.

Jean se había quedado pálido, con la boca abierta. ¿Cómo? ¿Que eran cosas feas? No le entraba en la cabeza. Desde niño, había visto en su hermana a un compañero y le parecía natural contárselo todo. Pero lo que más lo acongojaba era enterarse de que se pasaba las noches en vela. Tanto lo consternó la idea de que la estaba matando y despilfarrando la parte de Pépé que se echó a llorar.

-Es verdad, soy un bribón -exclamó-. Pero no son cosas feas, te lo aseguro. Todo lo contrario. Y por eso vuelve uno siempre a lo mismo… Mira, ésta tiene ya veinte años. Y se creía que iba de broma, porque yo acabo de cumplir los diecisiete… ¡Dios mío! ¡Qué furioso estoy conmigo mismo! ¡Me pegaría de bofetadas!

Había cogido las manos de su hermana y se las besaba, humedeciéndolas de lágrimas.

-Dame los quince francos y te juro que será la última vez… O, si no, déjalo, no me des nada. Prefiero morirme. Si el marido me asesina, una carga menos para ti.

Y, al verla llorar también a ella, sintió remordimiento.

-Bueno, son cosas que yo digo. Pero, en realidad, no lo sé. A lo mejor no quiere matar a nadie. Ya nos las arreglaremos, te lo prometo, hermanita. Adiós; me marcho.

Pero los inquietó un ruido de pasos que se oía en el extremo del corredor. Ello los atrajo hacia una esquina más oscura y se arrimaron cuanto les fue posible al almacén. Durante unos momentos, no oyeron ya sino el silbido de la luz de gas más cercana. Luego, los pasos se fueron acercando. Denise estiró el cuello y reconoció al inspector Jouve, que acababa de entrar en el corredor con su habitual tiesura. ¿Pasaba por allí por casualidad? ¿Lo había avisado algún otro vigilante que estuviera haciendo guardia en la puerta? La joven sintió un pánico tal que perdió la cabeza. Empujó a Jean fuera del núcleo de tinieblas en el que se escondían y lo hizo correr delante de ella, balbuciendo:

-¡Vete! ¡Vete!

Ambos iban a la carrera y oían cómo les pisaba los talones el resuello del tío Jouve, que también había echado a correr. Volvieron a cruzar el servicio de envíos y llegaron al pie de la escalera, cuyo hueco acristalado salía a la calle de La Michodiére.

-¡Vete! -repetía Denise-. ¡Vete!… Si puedo, ya te mandaré los quince francos, a pesar de todo.

Jean, aturullado, se fue a toda prisa. El inspector, que llegaba sin aliento, sólo pudo ver una punta del guardapolvo blanco y unos rizos rubios que alborotaba el aire de la calle. Se detuvo un momento para recuperar el resuello y un porte correcto. Llevaba una corbata blanca recién estrenada, que había cogido en el departamento de lencería, y cuyo ancho nudo relumbraba como la nieve.

-¡Qué indecencia, señorita! -dijo, con labios temblorosos-. ¡Qué indecencia! ¡Pero qué indecencia! Si piensa usted que voy a tolerar estas indecencias en los sótanos…

La perseguía con aquella palabra, mientras ella subía las escaleras, con un nudo en la garganta, sin dar con una palabra que le permitiera defenderse. Ahora lamentaba haber echado a correr. ¿Por qué no haberle explicado la situación y haber presentado a su hermano? Todo el mundo iba a volver a imaginarse bellaquerías; y por mucho que jurase lo contrario, nadie la creería. Volvió a olvidarse de Robineau y regresó en derechura a su departamento.

Jouve se dirigió, ni corto ni perezoso, a la dirección para presentar un informe. Pero el mozo le dijo que el director estaba con los señores Bourdoncle y Robineau: los tres llevaban un cuarto de hora charlando. Por lo demás, la puerta estaba entornada y se oía la voz jovial de Mouret, que le preguntaba al dependiente si se lo había pasado bien durante las vacaciones. Nadie hablaba de despidos; antes bien, la conversación se orientó hacia determinadas medidas que era menester tomar en el departamento.

-¿Quiere algo, señor Jouve? -dijo Mouret alzando la voz-. Pase, pase usted.

Pero el instinto alertó al inspector. Como Bourdoncle salía en esos momentos, prefirió contárselo todo a él. Caminaron emparejados; recorrieron pausadamente la galería de los chales, uno inclinado y hablando muy bajo; el otro, escuchándolo, sin que ninguno de los rasgos del severo rostro dejara traslucir sus impresiones.

-Está bien -dijo al fin.

Y, como habían llegado ante el departamento de confección, entró en él. En aquel preciso instante estaba la señora Aurélie reprendiendo a Denise. ¿De dónde venía ahora? No se atrevería a decirle esta vez que había subido al taller. Esas continuas desapariciones no podían tolerarse por más tiempo, la verdad.

-¡Señora Aurélie! -llamó Bourdoncle.

Había tomado la decisión de dar un golpe de mano. No quería consultar a Mouret, temiendo que éste se mostrara débil. La encargada se acercó y Jouve volvió a contar la historia en voz baja. Todo el departamento estaba a la expectativa, presintiendo una catástrofe. Por fin se volvió la señora Aurélie, con cara solemne.

-Señorita Baudu…

Y su abotagada e imperial facies mostraba la inexorable rigidez de la omnipotencia.

-¡Pase usted por caja!

-¿Yo? ¿Yo?… Pero ¿por qué? ¿Qué he hecho?

Bourdoncle le respondió con dureza que de sobra lo sabía, que más le valía no pedir aclaraciones; habló del departamento de corbatas y dijo que apañados estarían si todas las dependientes se citasen con hombres en el sótano.

-¡Pero si es mi hermano! -gritó Denise, con la dolorosa indignación de una virgen violada.

Marguerite y Clara se echaron a reír, en tanto que la señora Frédéric, tan discreta por lo general, movía también ella la cabeza con cara de incredulidad. ¡Venga a hablar de su hermano! ¡Qué obstinación tan necia! Denise los miró a todos: a Bourdoncle, que, desde el primer momento, no había querido darle el puesto; a Jouve, que se había quedado para oficiar de testigo y del que no esperaba justicia alguna; y, luego, a todas aquellas muchachas a las que no había podido ganarse tras nueve meses de sonriente coraje, aquellas muchachas que se alegraban de verla por fin en la calle. ¿Para qué revolverse? ¿Para qué intentar imponerse, ya que nadie la quería? Y se fue sin añadir una palabra; ni siquiera lanzó una última mirada a aquel salón en el que durante tanto tiempo había luchado.

Pero en cuanto se vio sola ante la barandilla del patio central, le oprimió el corazón un vivísimo sufrimiento. Nadie la quería y, al acordarse repentinamente de Mouret, se le acabó de golpe la resignación. ¡No! ¡No podía aceptar que la echasen de aquella manera! A lo mejor él se creía aquella sucia historia, aquella cita con un hombre en lo más recóndito del sótano. Sólo de pensarlo la atormentaba la vergüenza; y también una angustia cuya garra no había sentido jamás. Quería ir a verlo; le explicaría lo que había pasado, sólo para que lo supiera, puesto que, en cuanto él estuviera al tanto de la verdad, ya no le importaría irse. Y el antiguo miedo, aquel escalofrío que la dejaba helada en su presencia, estallaba de pronto bajo la forma de una ardiente necesidad de verlo, de no irse de los almacenes sin jurarle antes que no había sido de otro hombre.

Eran casi las cinco; los almacenes iban recuperando cierta animación según refrescaba el aire de la tarde. Denise se dirigió hacia la dirección con paso rápido. Pero al llegar ante la puerta del despacho, volvió a invadirla una desesperada tristeza. Notaba que se le trababa la lengua y volvía a sentir los hombros agobiados bajo el peso de la existencia. Él no la creería y se reiría como los demás. Ese temor la hizo desfallecer. Todo había acabado. Más le valía quedarse sola, desaparecer, morirse. Y, entonces, sin avisar siquiera ni a Deloche ni a Pauline, se encaminó directamente a la caja.

-Tiene usted veintidós días, señorita -dijo el empleado-. Son dieciocho francos con setenta, a los que hay que sumar siete francos de porcentaje y de comisión. ¿Está bien la cuenta?

-Sí, señor… Muchas gracias.

Y ya se iba Denise con el dinero cuando se encontró, por fin, con Robineau. Éste estaba ya al tanto del despido y le prometió localizar a la dueña del taller de corbatas. La consolaba en voz baja, indignado. ¡Qué vida! ¡Estar continuamente a merced de un capricho! ¡Verse en la calle de sopetón, sin poder exigir siquiera el sueldo de todo el mes! Denise subió a avisar a la señora Cabin de que intentaría mandar por su baúl a última hora de la tarde. Daban las cinco cuando se vio en la acera de la plaza de Gaillon, aturdida, entre los carruajes y el gentío.

Esa noche, al regresar Robineau a su casa, se encontró con una carta de la dirección en que se le comunicaba, en cuatro líneas, que por razones de orden interno la casa se veía obligada a prescindir de sus servicios. Llevaba trabajando en ella siete años. Aquella misma tarde había estado charlando con los jefes. Fue como un mazazo. Hutin y Favier cantaban victoria en la seda con la mismo algazara que Marguerite y Clara alardeaban de su triunfo en la confección. ¡Menudo alivio! ¡Qué despejado se queda todo con un buen escobazo! Los únicos que se decían palabras de consternación cuando se cruzaban entre el bullicio de los departamentos eran Deloche y Pauline, que echaban de menos la dulzura y la integridad de Denise.

-¡Ay! -decía el joven-. ¡Si le fuera bien en otro sitio, me gustaría que volviera aquí para pisarles la yugular a todas esas señoritas del pan pringado!

Bourdoncle fue quien tuvo que enfrentarse con la violenta sorpresa de Mouret. Grande fue la irritación de éste al enterarse del despido de Denise. No solía ocuparse gran cosa del personal; pero, en aquella ocasión, se tomó el asunto como un menoscabo de su poder, un intento de zafarse de su autoridad. ¿Acaso había dejado de ser el dueño y por eso había quien se permitía dar órdenes? Por él tenía que pasar todo, todo en absoluto. Y aplastaría como una brizna de paja a cualquiera que osara resistírsele. Luego, tras investigar personalmente el caso, volvió a indignarse, atormentado por un nerviosismo que no podía disimular. La pobre muchacha no había mentido; se

trataba, en efecto, de su hermano. Campion lo había reconocido sin lugar a dudas. ¿Qué motivo había para despedirla Habló incluso de volver a contratarla.

Entre tanto, Bourdoncle se parapetaba en su resistencia pasiva y aguantaba el chaparrón, observando a Mouret. Por fin, un día en que lo vio más tranquilo, se atrevió a decir, con una entonación muy peculiar:

-Es mejor para todos que se haya ido.

Mouret se ruborizó, azorado.

-La verdad es que es posible que tenga usted razón -dijo, riéndose-. Bajemos a ver a cuánto asciende la recaudación. La cosa se va animando; ayer, hicimos casi cien mil francos.

II

Por unos instantes, Denise se quedó quieta y aturdida en plena acera, bajo el sol, aún abrasador, de las cinco de la tarde. Julio ardía en la calle. La luz color de tiza de cada verano iluminaba París con sus cegadoras reverberaciones. La catástrofe había sido tan repentina, la habían echado con tal rudeza, que no era capaz sino de manosear, en el fondo del bolsillo, los veinticinco francos con setenta, mientras se preguntaba adónde ir y qué hacer.

Una larga fila de coches de punto le impedía alejarse de El Paraíso de las Damas. Cuando pudo por fin aventurarse entre las ruedas, cruzó la plaza de Gaillon como si se dirigiera a la calle de Louis-le-Grand, aunque luego, cambiando de parecer, bajó hacia la de Saint-Roch. Seguía, no obstante, sin un proyecto concreto, pues se detuvo en la esquina de la calle Neuve-desPetits-Champs, por la que echó a andar finalmente, tras haber lanzado una ojeada indecisa a cuanto la rodeaba. Al pasar por delante del pasaje de Choiseul, se metió en él y fue a dar, sin saber cómo, a la calle de Monsigny, para ir a parar de nuevo a la calle Neuve-Saint-Augustin. La cabeza le zumbaba; se acordó de repente del baúl, al ver a un mozo de cordel. Pero ¿adónde iba a decir que lo llevasen? ¿Y por qué aquella situación angustiosa, cuando una hora antes tenía aún un techo bajo el que pasar la noche?

Entonces, alzando los ojos hacia las fachadas de las casas, recorrió con la vista las ventanas. Iban pasando rótulos. Los veía confusamente, pues se apoderaban de ella, una y otra vez, las arremetidas de aquel trastorno interior que la hacía temblar de pies a cabeza. ¿Cómo era posible? ¡Había bastado un minuto para dejarla sola, extraviada en aquella gran ciudad desconocida, sin apoyo, sin recursos! Pero había que comer y alojarse en algún sitio. Pasaba de una calle a otra: la calle de Les Moulins, la calle de Sainte-Anne. Recorría el barrio entero, volviendo sobre sus pasos, regresando siempre a la única encrucijada que le era familiar. Súbitamente, se detuvo, estupefacta. Estaba otra vez enfrente de El Paraíso de las Damas. Y para escapar a aquella obsesión, se metió a toda prisa por la calle de la Michodiére.

Por fortuna, Baudu no estaba en la puerta de El Viejo Elbeuf, que parecía muerto tras los oscuros escaparates. Denise nunca hubiese tenido valor para presentarse en casa de su tío, que fingía no conocerla, ni quería sobrellevar a su costa la desgracia que él ya le había anunciado. Pero, al otro lado de la calle, un letrero amarillo la hizo detenerse: «Se alquila cuarto amueblado». Tan pobre le pareció la casa que fue el primer anuncio que no la amedrentó. No tardó, luego, en reconocer las dos plantas achaparradas, la fachada de color óxido, encajada entre El Paraíso de las Damas y el antiguo palacete de Duvillard. En el umbral de la tienda de paraguas, el viejo Bourras, con su melena y su barba de profeta y las antiparras caladas, contemplaba absorto el marfil del puño de un bastón. Tenía arrendado todo el edificio y, para cubrir parte del gasto, alquilaba, amueblados, los cuartos de los dos pisos.

-¿Tiene usted habitación, señor Bourras? -preguntó Denise, dejándose llevar por un impulso instintivo.

El alzó la mirada, torva bajo las enmarañadas cejas, y se quedó muy sorprendido al verla. Le sonaba la cara de todas las dependientes de El Paraíso de las Damas. Y, tras fijarse en el aseado y humilde vestido y la apariencia de mujer decente de Denise, respondió:

-Esto no es para usted.

-¿Cuánto cobra? -insistió Denise.

-Quince francos al mes.

Entonces Denise quiso ver la habitación. Entraron en el angosto local y, como él seguía mirándola con cara de sorpresa, le contó que la habían echado y que no quería importunar a su tío. El anciano se resolvió, al fin, a ir a buscar una llave colgada en una tabla de la trastienda, un cuarto lóbrego que le hacía las veces de cocina y dormitorio; al fondo, detrás de unos cristales polvorientos, se divisaba la claridad verdosa de un patio interior de apenas dos metros de ancho.

-Iré delante para que no tropiece -dijo Bourras, al llegar al húmedo callejón que corría paralelo a la tienda.

Tropezó con un escalón y comenzó a subir, avisándola a cada paso: tenga cuidado; el pasamanos está pegado a la pared; en aquel recodo hay un agujero; los inquilinos dejan a veces el cubo de la basura en la escalera. Denise, en aquella cerrada oscuridad, no veía nada; sólo sentía la fría humedad del yeso viejo. No obstante, a la altura del primer piso, un ventanuco que daba al patio le permitió distinguir confusamente, como a través de las aguas quietas de un estanque, la escalera torcida, las paredes negras de mugre, las puertas astilladas y con la pintura saltada.

-¡Si al menos tuviera libre uno de estos dos cuartos! -prosiguió Bourras-. Aquí estaría usted bien… Pero los tienen siempre alquilados las mismas señoras.

En el segundo piso entraba más claridad, iluminando con cruda palidez la miseria de la vivienda. Un oficial de panadería vivía en el primer cuarto; estaba libre el otro, el del fondo. Bourras lo abrió y tuvo que quedarse en el descansillo para que Denise pudiera verlo con comodidad. La cama, que estaba junto a la puerta, apenas dejaba espacio suficiente para que pasara una persona. Al fondo, había una cómoda de nogal pequeña, una mesa de pino renegrido y dos sillas. Los inquilinos que se hacían la comida de vez en cuando tenían que arrodillarse delante de la chimenea, donde había un hornillo de barro.

-La verdad es que no es precisamente lujoso -decía el anciano-, pero la ventana resulta alegre, se ve pasar a la gente por la calle.

Y al fijarse en que Denise miraba, sorprendida, el rincón del techo que estaba encima de la cama, en el que una inquilina de paso había escrito su nombre, Ernestine, con la llama de una vela, añadió con tono campechano:

-Si anduviera reparando los desperfectos, no me alcanzaría para nada. Bueno, pues esto es lo que tengo.

-Estaré muy bien aquí -afirmó la joven.

Pagó un mes por adelantado, pidió la ropa, un juego de sábanas y dos toallas e hizo la cama, feliz y aliviada por tener dónde dormir aquella noche. Una hora después, ya había mandado a un mozo a buscar el baúl y estaba instalada.

Los dos primeros meses fueron de estrecheces terribles. Como no podía seguir pagando la pensión de Pépé, se lo llevó a vivir consigo; el chiquillo dormía en una poltrona vieja que le había dejado Bourras. Necesitaba inexcusablemente un franco y medio diario, incluyendo el alquiler; así podía darle algo de carne al niño, siempre y cuando ella se conformase con vivir de pan duro. Durante la primera quincena, fue tirando: había empezado con diez francos y tuvo la suerte de localizar a la dueña del taller de nudos de corbata, que le pagó los dieciocho francos con treinta céntimos que le debía. Pero llegó un momento en que no le quedó recurso alguno. De nada le sirvió presentarse en todos los almacenes, en La Plaza de Clichy, en El Económico, en El Louvre: en todas partes la temporada baja tenía paralizadas las ventas; la emplazaban para el otoño; más de cinco mil empleados de comercio, a los que también habían despedido, recorrían la ciudad en busca de empleo. Procuró entonces conseguir trabajos de poca monta, pero conocía tan mal París que no sabía adónde ir; aceptaba las labores más ingratas e, incluso, en ocasiones, se quedaba sin cobrar. Algunas noches, preparaba una sopa para que cenara Pépé y le decía que ella ya había tomado algo en la calle; y luego se acostaba, con la cabeza llena de zumbidos y, por todo alimento, la fiebre que le abrasaba las manos. Cada vez que irrumpía Jean entre tanta pobreza, se insultaba a sí mismo con tan violenta desesperación, llamándose bandido, que a Denise no le quedaba más remedio que mentirle; se las apañaba, incluso, muchas veces para darle una moneda de dos francos y demostrarle así que tenía algunos ahorros. Nunca lloraba delante de sus niños. Los domingos en que podía guisar un trozo de ternera en la chimenea, de rodillas en los baldosines del suelo, retumbaba en el cuartito una alegría de chiquillos despreocupados. Y, tras volverse Jean a casa de su maestro, cuando Pépé ya estaba dormido, Denise pasaba una noche espantosa, angustiándose por el día siguiente.

Otros temores la tenían también en vela. Las dos señoras del primero recibían hasta altas horas de la noche; a veces, algún hombre se equivocaba y subía a aporrear su puerta. Bourras le había dicho, con cachaza, que no respondiera; y ella metía la cabeza debajo de la almohada para zafarse de los denuestos. Estaba, luego, el vecino de al lado, que andaba con ganas de broma. Éste, que no volvía hasta por la mañana, acechaba a Denise cuando bajaba a buscar agua y hasta hacía agujeros en el tabique para verla lavarse, con lo cual la obligaba a cubrir la pared de ropa colgada. Pero la hacía padecer más aún que la importunasen por la calle las incesantes obsesiones de los transeúntes. No podía ni bajar a comprar una vela en aquellas calles embarradas, por las que rondaban las sórdidas perversiones de los barrios viejos, sin notar que la seguía un aliento abrasador y tener que oír crudas palabras de avidez. Los hombres la perseguían hasta el fondo del oscuro callejón, alentados al ver el aspecto mísero de la casa. ¿Cómo es que no tenía un amante? Todo el mundo se asombraba, a todo el mundo le parecía ridículo. Tarde o temprano, tendría que pasar por el aro. Ni siquiera ella habría podido explicar cómo lograba resistir, bajo la amenaza del hambre y presa de la turbación que el ardor de aquellos deseos que la rodeaban despertaba en ella.

Una noche en que Denise no tenía ya ni pan siquiera para la sopa de Pépé, la siguió un caballero que lucía una condecoración en la solapa. Al llegar al callejón, se mostró tan brutalmente soez que la joven, con soliviantada repugnancia, le cerró violentamente la puerta en las narices. Ya en el cuarto, se sentó, con las manos temblorosas. El niño estaba dormido. ¿Qué le contestaría si se despertaba y le pedía de comer? Y, sin embargo, le habría bastado con decir que sí para dejar atrás la miseria y tener dinero, vestidos, una habitación confortable. ¡Era tan fácil! Decían que todas las mujeres acababan así, pues, en París, les resultaba imposible vivir de su trabajo. Pero todo su ser se encrespaba en una protesta en la que no había indignación alguna para con las demás, sino, sencillamente, una espontánea repugnancia por las cosas sucias e insensatas. Para ella, la vida era sentido común, decencia y coraje.

En reiteradas ocasiones se hizo Denise ciertas preguntas. Una antigua romanza cantaba en su memoria: la novia del marinero, a la que el amor protegía de los peligros de la espera. En Valognes, solía tararear el sentimental estribillo mientras miraba la calle desierta. ¿Qué tierno amor albergaba, pues, su corazón, que tan valiente la hacía? Aún la desazonaba acordarse de Hutin. Día tras día, lo veía pasar bajo su ventana. Ahora que era segundo encargado, iba solo, entre el respeto de los simples dependientes. Nunca miraba hacia arriba. Creía ella que la soberbia de aquel joven la hacía sufrir; lo seguía con la vista, sin temor a que la sorprendiera. Y, en cuanto divisaba a Mouret, que también pasaba por allí al atardecer, se echaba a temblar y se metía dentro a toda prisa, con el pecho palpitante. No había necesidad alguna de que él supiera dónde vivía; se avergonzaba, además, de aquella casa y, aunque nunca habían de volver a encontrarse, le dolía lo que pudiera haber pensado de ella.

Por lo demás, Denise no se había librado del tráfago de El Paraíso de las Damas. Un simple tabique separaba su cuarto de su antiguo departamento; y, desde por la mañana, volvía a vivir sus jornadas de trabajo, oía cómo subía el gentío, cómo iba creciendo el zumbido de la venta. El más leve ruido repercutía en las ruinosas paredes de la vieja casa pegada al costado del coloso, como si formara parte de los latidos de aquel pulso gigantesco. Por añadidura, Denise no podía eludir ciertos encuentros. En dos ocasiones, se topó cara a cara con Pauline, que se puso a su disposición, consternada ante su desgracia; no le quedó, incluso, más remedio que mentir para no tener que recibir a su amiga o ir a visitarla, algún domingo, a casa de Baugé. Pero le resultaba aún más difícil defenderse del cariño desesperado de Deloche, que la acechaba, estaba al tanto de todos y cada uno de sus disgustos y la esperaba metido en los portales; una noche, había pretendido, con gran empeño y poniéndose muy encarnado, prestarle treinta francos, los ahorros de un hermano, como él decía. Y tales encuentros mantenían viva su añoranza de los almacenes, la tenían pendiente de cómo transcurría allí la vida, igual que si siguiera en ellos.

Nunca subía nadie a la habitación de Denise. Una tarde, se quedó muy sorprendida al oír que llamaban a la puerta. Era Colomban. No le ofreció una silla. Él, muy violento, le preguntó, tartamudeando, qué tal le iba y habló de El Viejo Elbeuf. Quizá venía de parte de su tío Baudu, arrepentido de haberse mostrado tan severo; pues seguía sin saludar siquiera a su sobrina, aunque era imposible que ignorase la miseria en que vivía. Pero cuando Denise preguntó al dependiente sin rodeos si era aquél el motivo de su visita, él pareció aún más apurado: no, no, no lo enviaba el dueño; y terminó por pronunciar el nombre de Clara. Lo único que quería era hablar de Clara. Poco a poco iba cobrando confianza, pedía consejos, pensando que Denise podría serle de utilidad para acercarse a su antigua compañera. Ella intentó disuadirlo en vano, reprochándole el daño que le hacía a Geneviéve por culpa de una muchacha sin corazón. Colomban volvió otro día; aquellas visitas se convirtieron en costumbre. Su tímido amor se conformaba con hablar una y otra vez de lo mismo, sin poder evitarlo, tembloroso de dicha por conversar con una mujer que había tenido trato con Clara. Y Denise, entonces, vivió aún más vinculada a El Paraíso de las Damas.

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