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El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 9)



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Mouret, entre tanto, seguía a pie firme ante la puerta del salón de lectura, en compañía de Vallagnosc; y se embriagaba con los efluvios de aquel aroma, al tiempo que repetía:

-Ésta es su casa; sé de algunas que se pasan el día aquí, comiendo pasteles y escribiendo su correspondencia… Lo único que me falta por proporcionarles es cama.

Aquella broma hizo sonreír a Paul, quien, con el fastidio de su pesimismo, seguía encontrando estúpida la turbulencia que despertaba en aquella humanidad el ansia por los trapos. Cuando venía a visitar a su antiguo condiscípulo, se iba casi molesto al verlo tan repleto de vibrante vitalidad en medio de su pueblo de coquetas. ¿No habría alguna, de cerebro y corazón huecos, que le enseñase que la existencia era una necedad inútil? Precisamente aquel día parecía fallarle un poco a Octave su estupendo equilibrio. Solía ser él quien encendía la fiebre de sus clientes con el apacible encanto de un ejecutante; pero ahora parecía estarse contagiando del ataque de apasionado entusiasmo en que se iban consumiendo poco a poco los almacenes. Desde que había visto a Denise y a la señora Desforges subir juntas la escalera principal, hablaba más alto, gesticulaba sin querer, y, mientras se empeñaba en no volver la cabeza hacia ellas, crecía en él el nerviosismo a medida que notaba que se iban acercando. La sangre le coloreaba el rostro y le asomaba a los ojos un poco del enloquecido arrobo que, antes o después, palpitaba en las miradas de las compradoras.

-Os deben de robar una barbaridad -susurró Vallagnosc, a quien le parecía ver entre el gentío muchas caras de delincuentes.

Mouret abrió los brazos de par en par.

-Amigo mío, mucho más de lo que puedas imaginarte.

Y, excitado, alegrándose de dar con un tema de conversación, le suministró incontables detalles, narró sucesos, sacó de ellos un sistema de clasificación. Citaba, en primer lugar, a las mecheras profesionales, que eran las menos dañinas, porque la policía sabía quiénes eran casi todas. Venían, luego, las maniáticas, que padecían una perversión del deseo, un nuevo tipo de neurosis que había descrito un alienista, comprobando que se trataba de la consecuencia aguda de las tentaciones de los grandes almacenes. Y estaban, por fin, las mujeres encintas, que se especializaban en determinados robos; en casa de una de ellas, por ejemplo, el comisario de policía había encontrado doscientos cuarenta y ocho pares de guantes rosa, robados en todos los establecimientos de París.

-¡Así que por eso tienen aquí las mujeres una mirada tan extraña! -murmuraba Vallagnosc-. Me he estado fijando en esas expresiones glotonas y avergonzadas de hembras en celo… ¡Bonita escuela de honradez!

-Es que, caramba, por muy en sus dominios que queramos que estén, no podemos consentir que se lleven la mercancía debajo de los abrigos… Y sabrás que pescamos a señoras muy distinguidas. La semana pasada, a la hermana de un boticario y a la mujer de un magistrado del Tribunal Supremo. Nos las ingeniamos para arreglar las cosas.

Se interrumpió para indicar al inspector Jouve, que, precisamente, andaba siguiendo, por la planta baja, a una embarazada que se hallaba entonces ante el mostrador de cintas. Su abultado vientre tenía mucho que temer de los empellones del gentío y la acompañaba una amiga cuyo cometido era, sin duda, el de protegerla de los encontronazos demasiado rudos. Cada vez que se detenía en un departamento, Jouve no la perdía de vista, mientras ella permanecía al lado de la amiga, que revolvía en los casilleros.

-No te quepa duda de que la pillará con las manos en la masa -siguió diciendo Mouret-. Jouve conoce de sobra todas las tretas.

Pero le tembló la voz y soltó una risa molesta. No había dejado de acechar a Denise y Henriette, y éstas, al fin, estaban pasando por detrás de él, tras haber salido con muchos apuros de la aglomeración. Se dio la vuelta y saludó a la cliente con el ademán discreto de un amigo que no quiere comprometer a una mujer deteniéndola en público. Pero a ésta, ya sobre aviso, no se le escapó la mirada con la que, previamente, había abarcado a Denise. Estaba claro que aquella muchacha debía de ser la rival que había tenido la curiosidad de venir a conocer.

En el departamento de confección, las dependientes no daban abasto. Dos de las señoritas estaban enfermas y la señora Frédéric, la segunda encargada, se había despedido la víspera, sin más consideraciones, y había pasado por caja a cobrar lo que se le debía, dejando plantado El Paraíso de la misma forma que El Paraíso dejaba en la calle a sus empleados. No se hablaba de otra cosa desde por la mañana, entre el febril ajetreo de la venta. A Clara, que seguía en el departamento por capricho de Mouret, le parecía «muy chic» aquel comportamiento; Marguerite refería la exasperación de Bourdoncle, y la señora Aurélie, muy ofendida, declaraba que la señora Frédéric debería haberla avisado al menos a ella y que tales disimulos eran inconcebibles. Aunque la segunda encargada nunca había hecho confidencias a nadie, se sospechaba, no obstante, que dejaba el ramo de las novedades para casarse con el dueño de unos baños que estaban en el barrio de Les Halles.

-¿La señora quiere un abrigo de viaje? -preguntó Denise a la señora Desforges, tras haberle ofrecido una silla.

-Sí -respondió ésta con tono seco, decidida a mostrarse descortés.

La nueva decoración del departamento era de una suntuosa severidad: elevados armarios de roble tallado, entrepaños cubiertos de lunas, una moqueta roja que amortiguaba el continuo tránsito de las clientes. Mientras Denise iba a buscar abrigos de viaje, la señora Desforges lo recorría con la vista y, al hacerlo, se vio en un espejo. Y se quedó mirándose. ¿Estaba envejeciendo, acaso, puesto que la engañaban con la primera que pasaba? En el espejo se reflejaba todo el ajetreo del departamento, pero ella sólo veía su rostro pálido; y no oía a Clara que, detrás de ella, estaba contando a Marguerite una de las tretas de la señora Frédéric, quien, por la mañana y por la tarde, daba un rodeo para meterse por el pasaje de Choiseul, con la intención de que si alguien la veía creyera que, a lo mejor, vivía en la orilla izquierda del Sena.

-Aquí están nuestros últimos modelos -dijo Denise-. Los tenemos en varios colores.

Había extendido cuatro o cinco abrigos. La señora Desforges los miraba con desdén y, a medida que los examinaba con mayor detenimiento, se mostraba cada vez más dura. ¿A qué venían aquellos frunces, que le quitaban vuelos a la prenda? Y aquel otro, de canesú cuadrado, parecía cortado a hachazos. Ni siquiera para viajar era cosa de ir hecha una facha.

-Enséñeme otra cosa, señorita.

Denise desdoblaba las prendas, las volvía a doblar, sin permitirse ni un gesto de desagrado. Y era aquella paciente serenidad la que exasperaba cada vez más a la señora Desforges. Volvía los ojos continuamente hacia el espejo que tenía enfrente. Ahora se estaba viendo en él al lado de Denise y se comparaba con ella. ¿Era posible que alguien prefiriese a aquella criatura insignificante? Ya estaba segura de que era la misma muchacha que había visto, hacía tiempo, en sus comienzos de dependiente, haciendo el ridículo, torpe como una pastora de ocas recién llegada de la aldea. Cierto era que ahora tenía mejor aspecto, tan tiesa y tan correcta, con su vestido de seda. Pero, pese a todo, ¡qué pobre chica, qué vulgar!

-Voy a traerle a la señora otros modelos -estaba diciendo Denise con voz tranquila.

Cuando regresó, se repitió la escena. La señora Desforges se ensañó luego con los paños, que eran demasiado pesados y no valían nada. Se daba la vuelta, alzaba la voz, intentaba llamar la atención de la señora Aurélie, con la esperanza de que riñese a la joven. Pero ésta, desde su regreso, había ido conquistando poco a poco al personal del departamento. Ahora tenía allí su puesto e, incluso, a la encargada le parecía que poseía cualidades poco frecuentes para la venta: una obstinada dulzura y un risueño convencimiento. Por lo tanto, la señora Aurélie se encogió levemente de hombros y se guardó muy mucho de intervenir.

-Si la señora tuviera a bien indicarme qué estilo le gusta -decía ahora Denise, con aquella cortés insistencia que no cedía ante ningún obstáculo.

-¡Pero si es que no tienen ustedes nada! -exclamó a voces la señora Desforges.

Se interrumpió, sorprendida, al notar una mano en el hombro. Era la señora Marty, que, presa de uno de sus ataques de despilfarro, recorría de arriba abajo los almacenes. Tantas cosas había comprado, desde la adquisición de las corbatas, los guantes bordados y la sombrilla roja, que el último dependiente que se había hecho cargo de aquel cúmulo de compras había tomado la decisión de colocarlo en una silla para que no le rindiera los brazos. Caminaba delante de ella, tirando de la silla, en la que se apilaban enaguas, toallas, visillos, una lámpara, tres felpudos.

-¡Anda! -dijo la señora Marty-. ¿Está usted comprando un abrigo de viaje?

-¡No, por Dios! -repuso la señora Desforges-. Son horrorosos.

Pero la señora Marty se había fijado en un abrigo de rayas que no le había parecido mal. Su hija Valentine ya lo estaba mirando de cerca. Entonces, Denise llamó a Marguerite, viendo la ocasión de que el departamento se librase de aquel artículo, un modelo del año anterior. Y la dependiente, interpretando la ojeada que le lanzaba su compañera, presentó el abrigo como una ocasión excepcional. Cuando le hubo jurado a la señora Marty que ya lo habían rebajado de precio dos veces, que de ciento cincuenta francos había pasado a ciento treinta y que ahora estaba a ciento diez, ésta no tuvo fuerzas para resistirse a la tentación de la baratura. Se quedó con él, y el dependiente que la acompañaba dejó la silla y todos los talones de venta junto con la mercancía.

Entre tanto, a espaldas de las señoras y entre las prisas de la venta, el departamento seguía comadreando acerca de la señora Frédéric.

-¿Así que de verdad estaba liada con alguien? -preguntaba una dependiente joven y recién llegada.

-¡Toma, pues con el individuo de los baños! -contestaba Clara-. No hay que fiarse de esas viudas tan apacibles.

Volvió entonces la cabeza la señora Marty, mientras Marguerite hacía el talón del abrigo; señalando a Clara con un leve parpadeo, le dijo al oído a la señora Desforges:

-Mire, ahí tiene al capricho del señor Mouret.

Henriette, sorprendida, miró a Clara y, volviendo luego la vista hacia Denise, le respondió:

-¡No, la alta no; la bajita!

Y al no atreverse ya la señora Marty a asegurar nada, la señora Desforges añadió, en voz más alta, con el desprecio de una dama hacia unas doncellas:

-A lo mejor, la alta y la baja. Y todas las que se dejen.

Denise la había oído. Alzó los grandes y limpios ojos hacia aquella señora que no conocía y la ofendía así. Debía de ser la persona de quien le habían hablado, aquella amiga del dueño. Y, cuando se cruzaron sus miradas, había en la suya una dignidad tan triste, una inocencia tan sincera que Henriette se sintió violenta.

-Ya que no tiene nada decente que enseñarme, acompañeme a los vestidos -dijo con brusquedad.

-¡Anda! ¡Voy con usted! -exclamó la señora Marty-. Quería ver un traje para Valentine.

Marguerite cogió la silla por el respaldo y la fue arrastrando, volcada hacia atrás, apoyada en las patas traseras, que aquellos acarreos acababan por desgastar. Denise llevaba sólo los pocos metros de fular que había comprado la señora Desforges. Ahora que los vestidos y los trajes estaban en el segundo piso, en el otro extremo de los almacenes, era toda una peregrinación llegar hasta allí.

Comenzó el largo recorrido por las galerías abarrotadas. Caminaba en cabeza Marguerite, tirando de la silla como de un carrito y abriéndose paso con dificultad. La señora Desforges empezó a protestar ya desde la lencería: qué absurdos eran aquellos bazares en que había que recorrer dos leguas para dar con cualquier artículo. También la señora Marty se quejaba de estar muerta de cansancio. Y no por ello dejaba de disfrutar de ese cansancio, de esa lenta extinción de sus fuerzas entre aquella interminable exposición de mercancías. Había sucumbido por completo al genial hallazgo de Mouret. Todos los departamentos la retenían al pasar. Empezó por detenerse en las canastillas de boda, después cayó en la tentación de unas camisas, que le vendió Pauline. Pudo, pues, Marguerite dejar la silla, y fue Pauline la que tuvo que cargar con ella. La señora Desforges habría podido seguir andando, para dejar antes libre a Denise, pero parecía disfrutar sabiéndola a sus espaldas, quieta y paciente, mientras se demoraba para aconsejar a su amiga. En las canastillas infantiles, las señoras lo admiraron todo, pero no compraron nada. Menudearon, luego, las debilidades de la señora Marty: cedió, sucesivamente, ante un corsé de raso negro, unos manguitos de piel rebajados por ser un artículo fuera de temporada y unas puntillas rusas, que estaban de moda en ese momento para adornar la ropa de mesa. Todo se iba apilando encima de la silla, el montón de paquetes crecía, haciendo crujir la madera; y a los sucesivos dependientes cada vez les costaba más trabajo tirar de ella a medida que la carga se iba haciendo más pesada.

-Por aquí, señora -decía Denise, sin una queja, después de cada parón.

-¡Pero esto es ridículo! -exclamaba la señora Desforges-. No llegaremos nunca. ¿Por qué no están los vestidos y los trajes al lado de la confección? ¡Qué revoltillo!

La señora Marty, cuyas pupilas se dilataban con la embriaguez de aquel desfile de suntuosidades que bailaban ante su vista, repetía a media voz:

-¡Dios mío! ¿Qué va a decir mi marido?… Tiene usted toda la razón. En estos almacenes no hay ni orden ni concierto. Una se pierde y hace tonterías.

Costó trabajo que la silla cruzase por el ancho rellano de la escalera principal, en donde Mouret acababa de mandar, precisamente, que colocasen unos tenderetes de fruslerías que entorpecían el paso: copas con pie de zinc dorado, neceseres y licoreras de poco precio, ya que, en su opinión, la gente circulaba por aquel lugar muy a sus anchas, en vez de agolparse hasta la asfixia. Había autorizado a uno de sus dependientes para que expusiera allí, en una mesa pequeña, curiosidades de la China y el Japón, unas cuantas chucherías baratas que las clientes se quitaban de las manos. Era un éxito inesperado y Mouret ya estaba pensando en ampliar aquella oferta. La señora Marty, mientras dos mozos subían la silla a la segunda planta, compró seis botones de marfil, unos ratones de seda y una cerillera de esmaltes tabicados.

Reanudaron la caminata por la segunda planta. Denise, que llevaba paseando clientes desde por la mañana, estaba rendida; pero seguía mostrando la misma corrección, la misma dulzura cortés. Tuvo que volver a esperar a las señoras en las tapicerías, en donde la señora Marty se prendó de una cretona deliciosa. Más adelante, al llegar a los muebles, se le antojó una mesa de labor. Le temblaban las manos y estaba suplicando, entre risas, a la señora Desforges que le impidiese seguir gastando dinero cuando un encuentro con la señora Guibal le proporcionó una excusa. Coincidieron con ella en el departamento, de alfombras, al que había subido, al fin, para devolver todo un lote de portiers orientales que se había llevado cinco días antes. Estaba de pie, hablando con el dependiente, un mocetón con brazos de luchador que manejaban, de la mañana a la noche, cargas que hubieran reventado a un buey. Como es lógico, se sentía muy contrariado con aquella devolución, que lo dejaba sin el correspondiente porcentaje. Estaba, pues intentando pillar a la cliente en algún renuncio, pues se maliciaba algo turbio, probablemente un baile durante el que se habían usado los portiers de El Paraíso, para devolverlos luego, ahorrándose así alquilárselos a un tapicero. Sabía que las burguesas miradas con el dinero solían hacer cosas semejantes. Alguna razón tendría la señora para devolverlos; si es que no le agradaban los dibujos o los colores, podía enseñarle otros, disponían de un surtido muy completo. A cuantas insinuaciones le hacía el dependiente, la señora Guibal respondía con mucha calma, con su seguridad de reina, que los portiers ya no le gustaban, sin dignarse añadir ninguna explicación. Se negó a ver otros, y el dependiente tuvo que resignarse, pues todos ellos tenían orden de aceptar las mercancías aunque notasen que estaban usadas.

Las tres señoras se alejaron juntas; la señora Marty seguía dándole vueltas, presa de remordimientos, a la compra de la mesa de labor, que no necesitaba para nada. Entonces, la señora Guibal le dijo con su voz tranquila:

-Pues ya la devolverá usted… ¿No se ha fijado en lo fácil que es? Usted deje que se la lleven a casa. La pone en el salón y la mira; luego, cuando se aburra de ella, la devuelve.

-¡Qué buena idea! -exclamó la señora Marty-. Si mi marido se enfada demasiado, lo devuelvo todo.

Habiendo hallado la excusa suprema, dejó de echar cuentas y siguió comprando, con la sorda necesidad de quedarse con todo, pues no era de las mujeres que devuelven lo que adquieren.

Llegaron por fin a los vestidos y trajes. Pero, cuando Denise iba a entregar a una de las dependientes el fular de la señora Desforges, ésta cambió, al parecer, de opinión y declaró que, bien pensado, se iba a llevar uno de los abrigos de viaje, el gris claro. Y Denise tuvo que esperarla, respetuosamente, para volver a acompañarla a la confección. La joven notaba en aquellos caprichos de cliente despótica el empeño de tratarla como a una sirvienta. Pero se había jurado a sí misma no faltar a sus obligaciones y seguía conservando la misma actitud reposada, aunque el corazón le daba brincos y su amor propio se rebelaba. La señora Desforges no compró nada en el departamento de vestidos y trajes.

-¡Ay, mamá! -decía Valentine-. ¡Si fuera de mi talla ese trajecito de ahí!

La señora Guibal le estaba explicando su táctica en voz baja a la señora Marty. Cuando le gustaba un vestido en una tienda, hacía que se lo enviaran, sacaba el patrón y, luego, lo devolvía. Y la señora Marty le compró el vestido a su hija, en tanto que susurraba:

-¡Qué buena idea! ¡Cuánto sentido práctico tiene usted, querida amiga!

No había quedado más remedio que dejar atrás la silla. Había naufragado en el departamento de muebles, junto a la mesa de labor. El peso era excesivo y las patas de detrás amenazaban con quebrarse. Habían llegado al acuerdo de centralizar todas las compras en una de las cajas, para bajarlas luego al servicio de expedición.

Comenzaron entonces a vagabundear las señoras, a las que Denise seguía sirviendo de guía. Volvieron a verlas en todos los departamentos. Subieron mil veces las escaleras, recorrieron otras tantas las galerías. Se detenían a cada momento, al encontrarse con personas conocidas. Fue así como, en las inmediaciones del salón de lectura, volvieron a toparse con la señora Bourdelais y sus tres hijos. Los niños iban cargados de paquetes: Madeleine llevaba, bajo el brazo, un vestido para ella; y Edmond, toda una colección de zapatitos, mientras que el más pequeño lucía una gorra nueva.

-¡Tú, también! -dijo, riendo, la señora Desforges a su amiga de internado.

-¡No me hables! -exclamó la señora Bourdelais-. Estoy furiosa… ¡Ahora recurren a estas criaturitas para hacernos caer! Bien sabes que nunca me compro nada para mí. Pero ¿quién puede decirles que no a estos chiquillos, a los que se les antoja todo? Los había traído a que dieran un paseo y aquí me tienes, desvalijando la tienda.

Mouret, que aún se encontraba allí en compañía de Vallagnosc y del señor De Boves, la escuchaba, sonriente. Ella lo vio y se quejó, con tono risueño, en el que podía adivinarse una irritación real, de aquellas trampas que le tendía al amor materno. Se indignaba ante la idea de haber sucumbido a la fiebre de la propaganda Y él sin dejar de sonreír la saludaba respetuosamente, saboreando el triunfo. El señor De Boves había maniobrado para acercarse a la señora Guibal; se fue, al fin, tras ella, intentando, por segunda vez, despistar a Vallagnosc. Pero éste, cansado del barullo, se apresuró a alcanzar al conde. Denise se había detenido de nuevo para esperar a las señoras. Estaba de espaldas, y Mouret, por su parte, fingía no verla. A partir de ese momento, el fino olfato de mujer celosa de la señora Desforges barrió con todas sus dudas. Mientras él le decía palabras amables y caminaba a su lado un breve trecho, en su papel de galante anfitrión, ella reflexionaba sobre la forma de declararlo convicto y confeso de su traición.

Entre tanto, el señor De Boves y Vallagnosc, que abrían la marcha con la señora Guibal, habían llegado al departamento de encajes, que ocupaba un lujoso salón colindante con el de confecciones. Lo amueblaban unos casilleros cuyos cajones de roble tallado tenían un frente abatible. En torno a las columnas, tapizadas de terciopelo rojo, trepaban en espiral los encajes blancos. Y, de un extremo a otro de la estancia, volaban bandadas de guipur. Se amontonaban en los mostradores los grandes cartones en los que se enroscaban prietas madejas de Valenciennes, de Malinas, de puntos de aguja. Al fondo, estaban sentadas dos señoras, ante un viso de seda malva sobre el que Deloche extendía puntillas de Chantilly. Y las miraban en silencio, sin acabar de decidirse.

-¡Anda! -dijo Vallagnosc, muy sorprendido-. ¿No decía usted que la señora De Boves estaba enferma?… Pues allí la tiene, de pie ante ese mostrador, con la señorita Blanche.

El conde no pudo por menos de sobresaltarse, al tiempo que miraba de reojo a la señora Guibal.

-¡A fe mía que es verdad! -dijo.

Hacía mucho calor en aquel salón. A las clientes que se agolpaban en él les faltaba el aire y tenían el rostro pálido y los ojos relucientes. Era como si todas las seducciones de los almacenes culminasen en aquella tentación suprema, como si fuera aquélla la oculta alcoba del pecado, el lugar de perdición en el que sucumbían las más fuertes. Las manos se hundían en el desbordamiento de piezas y, al retirarse, conservaban un embriagado temblor.

-Me parece que las señoras lo están arruinando a usted -añadió Vallagnosc, al que el encuentro divertía.

El señor De Boves puso el gesto de un marido tanto más seguro del sentido común de su mujer cuanto que nunca le da un céntimo. Ésta, tras haber recorrido todos los departamentos con su hija, sin comprar nada, acababa de embarrancar en los encajes sus rabiosos deseos insatisfechos. Pese a estar rendida de cansancio, se hallaba de pie ante un mostrador, revolviendo en los montones. Se le aflojaban las manos, le subía un sofoco por la espalda. De repente, al ver que su hija había vuelto la cabeza y que el dependiente se alejaba, intentó meterse debajo del abrigo una pieza de punto de Alenzón. Pero se sobresaltó y soltó el encaje al oír la voz de Vallagnosc, que le, decía en tono jovial:

-¡La hemos pillado in fraganti, señora!

Se quedó sin habla durante unos segundos, palidísima. Luego, explicó que se había sentido mucho mejor y le había apetecido tomar el aire. Por último, al fijarse en que su marido se hallaba en compañía de la señora de Guibal, se repuso por completo y los miró con expresión tan digna que ésta se sintió obligada a decir:

-Estaba con la señora Desforges, y nos hemos encontrado con estos caballeros.

En aquel momento llegaban las otras señoras. Las acompañaba Mouret y se quedó con ellas unos instantes más, instándolas a que se fijasen en el inspector Jouve, que seguía vigilando a la mujer encinta y a su amiga. Era algo muy curioso, no podían ni imaginarse la cantidad de ladronas que detenían en los encajes. La señora De Boves, al oírlo, se veía ya entre dos gendarmes, con sus cuarenta y cinco años, su lujo, la elevada posición de su marido. Y no sentía remordimiento alguno, sino que pensaba que debería haberse metido la pieza en la manga. Entre tanto, Jouve acababa de decidirse a interpelar a la embarazada, renunciando ya a sorprenderla con las manos en la masa y sospechando, por lo demás, que había ido llenándose los bolsillos con tal maña que él no había sido capaz de darse cuenta. Pero, tras llevarla aparte y registrarla, tuvo que pasar por el mal rato de no encontrarle nada encima, ni una corbata, ni un botón. La amiga había desaparecido. Y, de pronto, lo entendió todo: la embarazada sólo estaba allí para distraerlo; la que robaba era la amiga.

La aventura divirtió a las señoras. Mouret, un tanto molesto, se limitó a decir:

-El tío Jouve se ha quedado esta vez con tres palmos de narices. Pero ya se tomará la revancha.

-¡Bah! -dijo Vallagnosc, a modo de conclusión-. Yo creo que no da la talla… Y, además, ¿por qué exponéis tantas mercancías? Os está bien empleado si os roban. No hay que tentar de esta forma a pobres e indefensas mujeres.

Fue aquélla la última palabra, que sonó como la nota más aguda del día, entre la creciente fiebre de los almacenes. Las señoras ya se estaban despidiendo y cruzaban por última vez las secciones abarrotadas. Eran las cuatro de la tarde. Los rayos del sol poniente penetraban, sesgados, por los amplios ventanales de la fachada, iluminando oblicuamente las cristaleras de los patios. Y, en aquella rojiza claridad de incendio, flotaba, como un vapor de oro, el denso polvo que los pasos de la muchedumbre había levantado desde por la mañana. Una capa de luz recorría la gran galería central, recortaba sobre un fondo de llamas las siluetas de las escaleras, las de las pasarelas, todo aquel encaje aéreo de hierro calado. Los mosaicos y los azulejos de los frisos espejeaban, el resplandor de los pródigos dorados avivaban los tonos verdes y rojos de las pinturas. Ahora, era como si los artículos expuestos estuviesen ardiendo en aquellas prendidas brasas: los palacios de guantes y corbatas; las girándulas de cintas y encajes; las elevadas pilas de géneros de lana y de calicó; los arriates de mil matices en los que florecían las finas sedas y los fulares. Las lunas relumbraban. La exposición de sombrillas, combadas como escudos, tenía reflejos de metal. A lo lejos, más allá de algunas franjas oscuras, se veían secciones remotas, luminosas, en las que bullía una muchedumbre que envolvía el rubio sol.

En aquella hora final, en aquel ambiente sobrecalentado, las mujeres eran reinas. Habían tomado por asalto los almacenes y acampaban en ellos como en tierra conquistada, igual que una horda invasora que hubiera tomado posiciones entre las devastadas mercancías. Los dependientes, sordos y aturdidos, no eran ya sino las herramientas que utilizaban con tiranía de soberanas. Las señoras gruesas empujaban a todo el mundo. Las delgadas se crecían, se tornaban arrogantes. Y todas ellas, irguiendo la cabeza, con ademanes bruscos, estaban en sus dominios, no se respetaban entre sí, abusaban de la casa cuanto podían, hasta llevarse consigo el polvo de las paredes. La señora Bourdelais, queriendo resarcirse del gasto, había vuelto a llevar a sus hijos al ambigú; ahora, la clientela se abalanzaba hacia él con apetito rabioso; incluso las madres se atiborraban de vino de Málaga. Desde la hora de apertura, iban consumidos ochenta litros de refrescos y setenta botellas de vino. Tras comprar el abrigo, la señora Desforges había pedido en la caja que le regalasen unas estampas. Y ya se iba, pensando en la forma de llevar a Denise a su casa para poder humillarla allí en presencia del propio Mouret, para ver qué cara ponían ambos y arrancarles una certidumbre. Mientras el señor De Boves conseguía, al fin, perderse entre el gentío y desaparecer con la señora Guibal, la señora De Boves, tras la que caminaban Blanche y Vallagnosc, tuvo el capricho de pedir un globo rojo, aunque no había comprado nada. Al menos tendría algo, no se iría con las manos vacías, se granjearía la amistad de la niña de sus porteros. En el mostrador en el que los repartían, estaban empezando a entregar el cuadragésimo millar. Cuarenta mil globos rojos habían alzado el vuelo en el aire cálido de los almacenes, toda una bandada de globos rojos que, en aquellos momentos, flotaban de un extremo a otro de París, elevando hasta el cielo el nombre de El Paraíso de las Damas.

Dieron las cinco. La señora Marty se había quedado sin más compañía que su hija en el espasmo final de la venta. No conseguía irse de allí, derrengada de cansancio, prendida en unos lazos tan fuertes que volvía sin cesar sobre sus pasos, sin necesidad alguna, recorriendo los departamentos con insaciable curiosidad. Era la hora en que la muchedumbre, a la que hostigaba la propaganda, perdía por completo el tino. Los sesenta mil francos de anuncios invertidos en los periódicos, los doscientos mil catálogos puestos en circulación, tras haber vaciado los bolsillos a las mujeres, les dejaban los nervios tocados de embriaguez; y no se iban, conmocionadas aún por cuanto ideaba Mouret: los precios rebajados, las devoluciones, todas aquellas incesantes galanterías. La señora Marty se demoraba ante las mesas en que pregonaban la mercancía, entre las roncas llamadas de los dependientes, entre el ruido del oro en las cajas y el estruendo de los paquetes al desplomarse en el sótano. Volvía a cruzar la planta baja: la ropa blanca, la seda, los guantes, los géneros de lana; luego, subía una vez más, entregándose a la vibración metálica de las escaleras y las pasarelas, regresaba a las confecciones, a la lencería, a los encajes; llegaba a la segunda planta, la zona alta donde estaban los muebles y la ropa de cama; y, por doquier, los dependientes, Hutin y Favier, Mignot v Liénard, Deloche, Pauline, Denise, hacían un último esfuerzo, aunque ya no notasen las piernas, y ganaban batallas al último ataque de fiebre de las clientes, de aquella fiebre que había ido creciendo despacio desde por la mañana, como si fuera la ebriedad misma que se desprendía de aquel continuo movimiento de telas. El sol de las cinco consumía ahora al gentío en su incendio. La señora Marty tenía el rostro animado y nervioso de una niña que hubiese bebido vino puro. Había entrado con ojos reposados y, en la piel lozana, el frío de la calle; y la mirada y el cutis se le habían ido agostando con la contemplación del espectáculo de aquel lujo, de aquellos colores, cuyo incesante y acelerado desfile exacerbaba sus pasiones. Cuando se fue al fin, tras haber dicho que abonaría las compras en su domicilio, aterrada por el importe de la factura, tenía los rasgos demacrados, los pupilas dilatadas de una enferma. Tuvo que pelear para salir de la tenaz aglomeración de la puerta, en la que la gente batallaba a muerte por los desbaratados saldos. Cuando estuvo ya en la acera, tras haber perdido y recuperado a su hija, se estremeció en el aire frío y se detuvo, aturdida, presa del trastorno neurótico de los grandes bazares.

A última hora de la tarde, cuando Denise volvía de cenar, la llamó un mozo.

-Señorita, la esperan en dirección.

No se acordaba va de que Mouret le había ordenado, por la mañana, que pasase por su despacho al acabar la venta. La estaba esperando, a pie firme. Ella, al entrar, no empujó la puerta, que se quedó abierta.

-Estamos muy satisfechos con usted, señorita -le dijo Mouret-, y queremos demostrárselo. Ya sabe con qué falta de consideración nos ha dejado la señora Frédéric. Desde mañana ocupará usted su puesto de segunda encargada.

Al oírlo, el pasmo inmovilizó a Denise. Susurró con voz temblorosa:

-Pero, señor Mouret, si hay dependientes mucho más antiguas que yo en el departamento…

-Muy bien. ¿Y qué? -dijo él-. Usted es la más capaz y la más responsable. Y la escojo a usted, es lo más natural… ¿No se alegra?

Ella, entonces, se ruborizó. La invadían una dicha y una turbación deliciosas que disipaban su temor inicial. ¿Por qué había pensado, antes que nada, en las hipótesis con que los demás iban a recibir aquella inesperada muestra de favor? Pese a su impulsivo agradecimiento, no salía de su confusión. Él, sonriente, la miraba, con su sencillo vestido de seda, sin una joya, sin más lujo que su regia cabellera rubia. Se había ido puliendo; tenía el cutis blanco y una expresión delicada y seria. La endeble insignificancia de antaño se había transformado en un encanto penetrante aunque discreto.

-Es usted muy bueno, señor Mouret -balbució-. No sé cómo decirle…

Pero se interrumpió. En el marco de la puerta estaba Lhomme, asiendo con la mano sana una gran bolsa de cuero. El brazo mutilado oprimía contra el pecho una gigantesca cartera. Y a su espalda, su hijo Albert iba cargado con unos sacos que lo derrengaban.

-Quinientos ochenta y siete mil doscientos diez francos con treinta céntimos -voceó el cajero, cuyo rostro fofo y ajado resplandecía como si lo iluminase, como un rayo de sol, el reflejo de aquella suma.

Era la recaudación del día, la mayor de cuantas había alcanzado El Paraíso. A lo lejos, de las profundidades de los almacenes por los que Lhomme acababa de cruzar despacio, con la pesadez de un buey que arrastra una carga excesiva, se alzaba la algarabía, el remolino de sorpresa y júbilo que había ido dejando, a su paso, aquella recaudación enorme.

-¡Espléndido! -dijo Mouret, encantado-. Amigo Lhomme, póngalo aquí y descanse, porque está usted agotado. Voy a mandar que lleven este dinero a la caja central… Sí, sí, déjelo todo encima de mi mesa. Quiero ver lo que abulta…

Estaba alegre como un niño. El cajero y su hijo dejaron la carga. En la bolsa sonó el claro tintineo del oro; dos de los sacos soltaron, al reventarse, sendas corrientes de plata y cobre, en tanto que de la cartera asomaban los picos de los billetes de banco. Uno de los extremos de la mesa quedó cubierto por completo, al desplomarse sobre él aquella fortuna, recogida en un plazo de diez horas.

Tras retirarse Lhomme y Albert, enjugándose el sudor del rostro, Mouret permaneció inmóvil un instante, absorto, clavando los ojos en el dinero. Luego, al alzar la vista, vio a Denise, que se había apartado. Recobró entonces la sonrisa, la obligó a acercarse y acabó por decirle que le regalaba cuanto le cupiera en la mano cerrada. Y, más que una broma, era aquello un deseo de comprar amor.

-Ahí, en la bolsa. Apuesto a que saca menos de mil francos. ¡Tiene usted una mano tan pequeña!

Pero ella retrocedió aún más. ¿Acaso la quería? Lo comprendía todo, de repente, notaba la creciente llama del arrebatado deseo en que Mouret la envolvía desde que había regresado al departamento de confección. Y lo que más la turbaba era notar que su propio corazón latía alocadamente. ¿Por qué la ofendía con aquel dinero, si se sentía rebosante de agradecimiento y Mouret habría podido hacerla desfallecer con una única palabra de afecto? Él se le iba acercando, sin dejar de bromear; pero, para mayor descontento de Mouret, se presentó en el despacho Bourdoncle, so pretexto de informarle de las cifras de asistencia: aquel día había acudido a El Paraíso la enorme cantidad de setenta mil clientes. YDenise se fue, presurosa, tras haber dado otra vez las gracias.

El balance era el primer domingo de agosto y tenía que estar concluido esa misma noche. Todos los empleados ocuparon sus puestos desde por la mañana, como cualquier otro día, y comenzó la tarea tras las puertas cerradas de los almacenes, vacíos de clientes.

Denise no había bajado a las ocho con las demás dependientes. Aunque no había podido salir de su cuarto desde el jueves anterior, porque se había torcido el tobillo al subir al taller, se encontraba ya mucho mejor. Pero, como la señora Aurélie la mimaba mucho, no se apresuró; empezó a calzarse, no obstante, trabajosamente, con la firme intención de acudir, pese a todo, al departamento. Los cuartos de las señoritas ocupaban ahora el quinto piso de los edificios nuevos, que corrían a lo largo de la calle de Monsigny; había, a ambos lados de un corredor, sesenta habitaciones, más confortables que antes, aunque seguían amueblándolas una cama de hierro, un armario grande y un tocador pequeño, ambos de nogal. En ellas, las dependientes iban añadiendo a su vida íntima nuevas pulcritudes y elegancias; se ufanaban de usar jabones caros y ropa interior fina y, a medida que su suerte iba mejorando, emprendían un lógico ascenso hacia la burguesía, aunque se oyesen aún, como en una pensión, algunas palabras gruesas y algunos portazos durante las prisas tempestuosas que las arrebataban por la mañana y por la noche. Por lo demás, Denise, dada su categoría de segunda encargada, tenía una de las habitaciones más amplias, con dos ventanas abuhardilladas que daban a la calle. Ahora que era rica, se permitía ciertos lujos: un edredón rojo cubierto de guipur, una alfombra pequeña delante del armario y, encima del tocador, dos jarrones de vidrio azul donde se marchitaban unas rosas.

Cuando se hubo calzado, intentó caminar por la habitación. Tuvo que apoyarse en los muebles, pues todavía cojeaba. Pero ya le iría entrando en calor el tobillo. Aunque la verdad era que había hecho bien en no aceptar una invitación a cenar de su tío Baudu para esa misma noche y en pedirle a su tía que llevase a dar una vuelta a Pépé, que estaba otra vez a cargo de la señora Gras. Jean, que había ido a verla el día anterior, cenaba también en casa de su tío. Denise seguía intentado caminar, despacio, prometiéndose meterse en la cama temprano para descansar la pierna, cuando la señora Cabin, la encargada de la vigilancia, llamó a la puerta y le entregó una carta con expresión misteriosa.

Tras cerrar la puerta, Denise, asombrada ante la discreta sonrisa de la mujer, abrió la carta. Se desplomó en una silla: era de Mouret. Se congratulaba de que estuviera restablecida y le rogaba que bajase aquella noche a cenar con él, puesto que no podía salir. Nada hiriente había en aquella nota, escrita en un tono de paternal confianza. Pero no cabía equivocación alguna. Todo el mundo estaba al tanto, en El Paraíso, del verdadero alcance de aquellas invitaciones que tenían ya categoría de leyenda. Clara había cenado con él; otras también; todas aquellas en las que se fijaba el dueño. Después de la cena, venía el postre, como decían los dependientes, bromeando. Y, poco a poco, una oleada de sangre fue tiñendo las blancas mejillas de la joven.

Entonces, con la carta caída entre las rodillas notando los hondos latidos del corazón, Denise permaneció con los ojos clavados en la cegadora luz de una de las ventanas. En aquel mismo cuarto, durante las horas de insomnio, no le había quedado más remedio que hacerse una confesión: aún temblaba al ver pasar a Mouret, pero ahora sabía que no era de miedo. Y su anterior malestar, sus pasados temores no podían ser sino la medrosa ignorancia del amor, la turbación que aportaba a su huraño e infantil retraimiento el alborear de un desconocido afecto. No buscaba razones; se limitaba a darse cuenta de que siempre lo había querido, desde el preciso instante en que, trémula y balbuciente, se halló en su presencia. Ya lo quería cuando lo temía como a un amo despiadado; lo quería cuando su azorado corazón soñaba, inconsciente, con Hutin, sucumbiendo a una necesidad de cariño. Quizá hubiera podido, llegado el caso, entregarse a otro, pero nunca había amado sino a ese hombre, una de cuyas miradas bastaba para aterrarla. Y todo el pasado cobraba nueva vida y desfilaba ante la luz de la ventana. La severidad de los primeros tiempos; aquel paseo tan dulce bajo las oscuras frondas de las Tullerías; y, por fin, aquellos anhelos con que él la rondaba desde el mismo instante de su regreso a los almacenes. La carta resbaló y cayó al suelo. Denise seguía mirando la ventana; y la claridad del sol, que daba de pleno en ella, la deslumbraba.

Llamaron de pronto; se apresuró a recoger la carta y la ocultó en el bolsillo. Era Pauline, que había alegado un pretexto para poder escaparse de su departamento, y venía a charlar un rato.

-¿Estás mejor, querida? Ya no nos vemos casi.

Pero, como estaba prohibido subir a las habitaciones y, sobre todo, encerrarse en ellas de dos en dos, Denise se la llevó al final del corredor, donde estaba la sala de reunión, una fineza del director con las señoritas, que podían instalarse en ella para charlar o dedicarse a alguna labor hasta que dieran las once. La estancia, blanca y dorada, mostraba la trivial desnudez de un salón de hotel; la amueblaban un piano, una mesa central y unos cuantos sillones y sofás cubiertos de fundas blancas. Por lo demás, las dependientes, tras pasar juntas allí varias veladas, en el primer entusiasmo de la novedad, no tardaron mucho en cruzar palabras desagradables cuando coincidían. Estaban todavía sin educar; aquel reducido falansterio carecía de concordia. Por el momento, no solía pasar allí la velada más que la segunda encargada de corsetería, miss Powell, que tocaba desabridamente algunas piezas de Chopin y cuyo talento, que las demás envidiaban, propiciaba la desbandada general.

-Ya ves que estoy mejor del pie -dijo Denise-. Estaba a punto de bajar.

-¡Qué dedicación! -exclamó la lencera-. Si yo tuviera un pretexto, bien que me quedaría en mi cuarto y me dedicaría a cuidarme.

Se habían sentado ambas en uno de los sofás. Desde que su amiga era segunda encargada en confección, la actitud de Pauline había cambiado. Se notaba en su cordialidad de persona campechana un matiz respetuoso, una sorpresa al darse cuenta de que la infeliz dependiente de antaño, tan poquita cosa, había emprendido el camino hacia la fortuna. No obstante, Denise la quería mucho y sólo a ella se confiaba, entre el continuo galopar de las doscientas mujeres que trabajaban ahora en la casa.

-¿Qué te pasa? -preguntó vehementemente Pauline, al notar la turbación de la joven.

-No me pasa nada -le aseguró ésta, con tirante sonrisa.

-Sí, sí, algo te ocurre… ¿Es que ya no te fías de mí y por eso no me cuentas tus penas?

Entonces, Denise cedió, llevada por la emoción que le henchía el pecho y no conseguía calmar. Le tendió a su amiga la carta, balbuciendo:

-¡Mira! Me acaba de escribir.

Nunca hasta entonces habían hablado abiertamente entre si de Mouret. Pero aquel silencio era, precisamente, como la confesión de sus secretas preocupaciones. Pauline estaba al tanto de todo. Tras haber leído la carta, se arrimó a Denise y la cogió por la cintura para susurrarle bajito:

-Querida, para serte sincera, yo pensaba que ya habías dado este paso… No te subleves; te aseguro que todos deben de creerlo, igual que lo creía yo. ¡Qué quieres! Se ha dado tanta prisa en hacerte segunda encargada. ¡Y además salta a la vista que anda siempre detrás de ti!

Le dio un sonoro beso en la mejilla. Luego, dijo:

-Irás esta noche, claro.

Denise la miraba sin contestar. Y, de repente, rompió a llorar, apoyando la cabeza en el hombro de su amiga, que se quedó muy sorprendida.

-Vamos, cálmate. No ha sucedido nada para que te trastornes así.

-No, no, déjame -tartamudeaba Denise-. Si supieras qué pena tengo. Desde que he recibido esta carta, es que no vivo… Déjame llorar, me alivia.

Muy compasiva, aunque sin entender qué motivos tenía, la lencera intentó consolarla. Para empezar, ya había dejado a Clara. Era cierto que decían que estaba con una señora que no era de la casa, pero nadie lo sabía de cierto. Luego, le explicó que no se podían tener celos de un hombre que ocupaba semejante posición. Era demasiado rico y, en último término, era el dueño.

Denise la escuchaba. Y, en el caso de que aún hubiese ignorado que lo amaba, habría adquirido la certidumbre de ello al notar cómo se le retorcía de dolor el corazón ante el nombre de Clara y la alusión a la señora Desforges. Oía la voz aviesa de Clara y se acordaba de cómo la señora Desforges la había llevado arriba y abajo por los almacenes con su despectivo comportamiento de mujer rica.

-¿Así que tú irías? -preguntó.

Pauline exclamó, sin pararse a pensarlo:

-Naturalmente. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Luego, se quedó pensativa y añadió:

-Habría ido antes; ahora, no. Porque voy a casarme con Baugé y la verdad es que no estaría bien.

Efectivamente, iba a casarse a mediados de mes con Baugé, que había dejado hacía poco El Económico para entrar en El Paraíso de las Damas. A Bourdoncle le agradaban muy poco los matrimonios; no obstante, contaban con el permiso oportuno y tenían, incluso, la esperanza de conseguir quince días de permiso.

-Ya lo ves -declaró Denise-. Cuando un hombre quiere a una mujer, se casa con ella… Baugé va a casarse contigo.

Pauline rió sin malicia.

-Pero, querida mía, no es lo mismo. Baugé se casa conmigo porque es Baugé. Somos los dos iguales, y es lo lógico… Mientras que el señor Mouret… ¿Cómo se va a casar el señor Mouret con sus empleadas?

-¡No, no, claro que no! -exclamó la joven, soliviantada ante aquel absurdo-. Y por eso mismo no habría debido escribirme.

Aquel razonamiento acabó de dejar pasmada a la lencera. En el rostro rollizo y los ojillos tiernos se traslucía una maternal compasión. Luego se levantó, abrió el piano y tocó despacio, con un solo dedo, la canción infantil del buen rey Dagoberto, para animar un poco el ambiente, sin duda. Hasta la desnudez del salón, que las fundas blancas resaltaban aún más, subían los ruidos de la calle, la melopea lejana de una vendedora que pregonaba guisantes. Denise, hundida en el sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo de madera, ahogaba en el pañuelo un nuevo ataque de llanto que la hacía estremecerse.

-¡Otra vez! -dijo Pauline, dándose la vuelta-. No eres ni pizca de sensata, la verdad… ¿Por qué me has traído aquí? Deberíamos habernos quedado en tu cuarto.

Se arrodilló delante de ella y siguió con sus sermones. ¡Cuántas otras habrían querido estar en su lugar! Además, si no le gustaba el asunto, la cosa era bien sencilla: que dijera que no, sin llevarse aquel disgusto. Pero tenía que pensarlo bien antes de jugarse la posición que había alcanzado con una negativa que no tenía razón de ser, ya que no estaba comprometida con nadie. ¿Era tan tremendo lo que pasaba? Y estaba cuchicheando jovialmente unas cuantas bromas para rematar la regañina, cuando llegó desde el corredor un ruido de pasos.

Pauline corrió hacia la puerta para echar una ojeada.

-¡Chisss! La señora Aurélie -susurró-. Me voy corriendo… Y sécate los ojos, que no hay por qué dar un cuarto al pregonero.

Cuando Denise se quedó sola, se puso de pie, se tragó las lágrimas y, con manos temblorosas, temiendo que la sorprendieran en aquel estado, fue a cerrar el piano que su amiga se había dejado abierto. Pero oyó que la señora Aurélie llamaba a la puerta de su cuarto y salió del salón.

-¡Cómo! ¡Se ha levantado! -exclamó ésta-. Es una imprudencia, mi querida niña. Subía, precisamente, a preguntarle qué tal estaba y a decirle que no la necesitamos abajo.

Denise le aseguró que estaba mejor y que le sentaría bien hacer algo y distraerse.

-No me cansaré, señora Aurélie. Acomódeme usted en una silla e iré anotando.

Bajaron ambas. La señora Aurélie, muy solícita, obligaba a Denise a apoyársele en el hombro. Debía de haberse fijado en que la joven tenía los ojos enrojecidos, pues la examinaba a hurtadillas. Lo más probable era que estuviese enterada de muchas cosas.

La de Denise había sido una victoria inesperada: había acabado por conquistar al personal del departamento. Tras haber luchado antaño durante cerca de diez meses, con el tormento de ser la víctima propiciatoria, sin conseguir que cejase la mala voluntad de sus compañeras, al fin se había hecho con ellas en pocas semanas; y ahora veía cómo la rodeaban, dúctiles y respetuosas. El repentino afecto de la señora Aurélie le había sido de gran ayuda en aquella ingrata tarea de ganarse los corazones; corría la voz, entre cuchicheos, de que la encargada era la alcahueta de Mouret y lo servía en asuntos delicados. Si protegía tan calurosamente a la joven, debía de ser que alguien se la encomendaba de forma muy especial. Pero, además, Denise había recurrido a todo su encanto para desarmar a sus enemigas. El empeño era tanto más arduo cuanto que tenía que conseguir que le perdonasen su ascenso a segunda encargada. Las otras dependientes ponían el grito en el cielo, diciendo que era una injusticia y la acusaban de haberse ganado el puesto tomando el postre con el patrón. Y llegaban, incluso, a añadir detalles abominables. Pero, aunque se rebelaban, la categoría de segunda encargada les iba haciendo mella; Denise adquiría poco a poco una autoridad que asombraba y doblegaba a las más hostiles. Pronto hubo, entre las recién llegadas, quienes le bailaron el agua. La dulzura y la modestia de su carácter remataron la conquista. Marguerite se pasó a su bando. La única en seguir con su malquerencia fue Clara, que aún se atrevía a veces a aplicarle el antiguo insulto de «desgreñada», que ya no divertía a nadie. Mientras había durado el breve capricho de Mouret, había descuidado el trabajo, abusando de una haraganería charlatana y vanidosa. Luego, al cansarse él en seguida, ni siquiera se quejó; el desorden galante de la vida que llevaba la incapacitaba para sentir celos, y se limitaba a la satisfacción de haber sacado en limpio la ventaja de que la tolerasen aunque no trabajara. Pero opinaba que Denise le había robado la sucesión de la señora Frédéric. Nunca habría aceptado el puesto, que daba demasiados quebraderos de cabeza. Pero la molestaba que le hicieran ese feo, pues tenía los mismos derechos que la otra y, además, los suyos eran anteriores.

-¡Anda! ¡Han sacado a pasear a la recién parida! -susurró al ver que llegaba la señora Aurélie. con Denise cogida de su brazo.

Marguerite se encogió de hombros y dijo:

-¡Se creerá usted graciosa!

Daban las nueve. Fuera, el cielo, de un azul abrasador, caldeaba las calles; los coches de punto rodaban hacia las estaciones; todos los vecinos de la ciudad, ataviados con las galas del domingo, se dirigían, en largas filas, a los bosques de los alrededores. En los almacenes, donde entraba el sol a chorros por los ventanales abiertos, el personal, prisionero, acababa de empezar el balance. Habían quitado los pomos de las puertas y la gente se detenía en la acera y miraba por los cristales, asombrada de que, aunque los almacenes estuvieran cerrados, hubiese dentro tanta actividad. De un extremo a otro de las galerías, de un piso a otro, había un continuo discurrir de empleados, se veían brazos en alto y paquetes que pasaban volando por encima de las cabezas. Y todo ello entre una tempestad de gritos, de cifras voceadas, cuya confusión crecía y se quebraba en un ensordecedor escándalo. Cada uno de los treinta y nueve departamentos trabajaba por su cuenta, sin ocuparse de los departamentos colindantes. Por lo demás, apenas si acababan de empezar a vaciar los casilleros; aún no había en el suelo sino unas cuantas piezas de tela. Habría que dar más presión al vapor, si pretendían acabar aquella noche.

-¿Por qué ha bajado? -siguió diciendo Marguerite, solícita, dirigiéndose a Denise-. Va a ponerse peor y tenemos brazos de sobra.

-Eso mismo le he dicho yo -declaró la señora Aurélie-. Pero, a pesar de todo, se ha empeñado en echarnos una mano.

Todas las señoritas se agolparon en torno a Denise, con lo que se interrumpió el trabajo. Le daban la enhorabuena por la mejoría; escuchaban, entre aspavientos, la historia de la torcedura. Por fin, la señora Aurélie la acomodó ante una mesa y quedaron en que se limitaría a ir anotando los artículos que las demás cantasen. Por lo demás, el domingo del balance se echaba mano de todos los empleados capaces de manejar una pluma: de los inspectores, de los cajeros, de los escribientes e, incluso, de los mozos de almacén. Luego, los diferentes departamentos se repartían a aquellos ayudantes de un día para acabar la tarea contra viento y marea y lo antes posible. En consecuencia, Denise quedó instalada al lado del cajero Lhomme y del mozo Joseph, que se inclinaban, ambos, sobre grandes hojas de papel.

-¡Cinco abrigos de paño con vueltas de piel, talla tres, a doscientos cuarenta! -voceaba Marguerite-. ¡Cuatro ídem, talla uno, a doscientos veinte!

Se reanudó el trabajo. Detrás de Marguerite, tres dependientes vaciaban los armarios, clasificaban los artículos, se los entregaban todos juntos. Y ella, tras haberlos cantado, los arrojaba encima de la mesa, en donde se iban apilando poco a poco, formando gigantescos montones. Lhomme anotaba; Joseph confeccionaba otra lista, para cotejar ambas. Entretanto, la señora Aurélie en persona, con la ayuda de otras tres dependientes, iba cantando, por su parte, las prendas de seda, que Denise anotaba en unas hojas. Clara era la encargada de cuidar de los montones, de ordenarlos y afianzarlos, para que ocupasen el menor espacio posible en las mesas. Pero no se esmeraba ni poco ni mucho, v varias pilas de prendas se estaban desplomando ya.

-Dígame -le preguntó a una dependiente joven, que había entrado aquel invierno-, ¿espera usted una subida?… Ya estará enterada de que piensan pagar dos mil francos a la segunda encargada así que, con la participación, se va a sacar cerca de siete mil.

La otra dependiente respondió, sin dejar de descolgar tapados, que si no le daban ochocientos francos se buscaría otra cosa. A los empleados les subían el sueldo al día siguiente del balance; era también por entonces cuando, tras saberse la cifra anual de recaudación, los jefes de departamento cobraban su participación en el incremento de dicha cifra, comparada con la del año anterior. Por lo tanto, pese al zafarrancho reinante, circulaban a buen ritmo comadreos exaltados. Tras vocear un artículo y antes de vocear el siguiente, sólo se hablaba de dinero. Corría la voz de que la señora Aurélie iba a superar los veinticinco mil francos. Y aquella cantidad enorme tenía muy emocionadas a las señoritas. Marguerite, la vendedora más hábil después de Denise, había conseguido cuatro mil quinientos francos: mil quinientos de sueldo fijo y alrededor de tres mil de porcentaje. En cambio, Clara no llegaba, en total, a los dos mil quinientos.

-¡A mí me importan un bledo las subidas! -añadió esta última, hablando con la dependiente joven-. ¡A buenas horas iba a seguir yo aquí si mi padre se muriese! Pero lo que me saca de quicio son los siete mil francos de esa menudencia de mujer. ¿A usted qué le parece?

La señora Aurélie interrumpió la charla airadamente, volviéndose hacia ellas con su expresión altanera.

-¡Cállense de una vez, señoritas! ¡Palabra que no hay forma de entenderse!

Y, luego, siguió voceando:

-¡Siete capas, seda siciliana, talla uno, a ciento treinta!.. ¡Tres polonesas, surá, talla dos, a ciento cincuenta!… ¿Me sigue, señorita Baudu?

-Sí, señora Aurélie.

En ese instante, tuvo que ordenar Clara las brazadas de prendas que se apilaban en las mesas. Hizo sitio, empujándolas. Pero no tardó en desentenderse de ellas otra vez para ver qué quería un dependiente que la andaba buscando. Era Mignot, el guantero, que se había escabullido de su departamento. Le pidió en voz baja veinte francos; ya le debía treinta, que le había pedido prestados al día siguiente de unas carreras, tras haber perdido el sueldo de la semana apostando a un caballo. Ahora, ya tenía gastada por adelantado la comisión que había cobrado la víspera y no le quedaba ni medio franco para pasar el domingo. Clara sólo llevaba encima diez francos, que le prestó de bastante buen grado. Y se pusieron a charlar, comentando la salida que habían hecho, entre seis, para cenar en un restaurante de Bougival, donde las mujeres habían pagado su parte; era preferible, todo el mundo estaba más a gusto. Luego, Mignot, que no renunciaba a sus veinte francos, fue a hablarle al oído a Lhomme. Éste tuvo que dejar de escribir y pareció muy violento. No obstante, no se atrevió a negarle el dinero y ya estaba buscando una moneda de diez francos en el monedero cuando a la señora Aurélie le extrañó no oír la voz de Marguerite, que había tenido que interrumpir el trabajo. Vio a Mignot y se dio cuenta de lo que sucedía. Lo envió con cajas destempladas a su departamento; no tenía ella necesidad de que viniera nadie a entretener a las señoritas. En realidad, le tenía miedo a aquel joven, el amigo íntimo de su hijo Albert, el cómplice de aquellas vidriosas diversiones que la hacían estremecer de miedo cuando pensaba en que algún día podían acabar mal. En consecuencia, en cuanto Mignot se fue a toda prisa con sus diez francos, no pudo por menos de decirle a su marido:

-Pero ¿cómo es posible que te dejes timar así?

-Mujer, la verdad es que no podía negarle al muchacho…

Ella lo hizo callar, encogiendo los robustos hombros. Luego, como las dependientes, aunque lo disimulasen, estaban disfrutando con aquella bronca familiar, añadió en tono severo:

-Vamos, señorita Vadon, a ver si espabilamos.

-¡Veinte paletós, casimir doble, talla cuatro, a dieciocho cincuenta! -dijo Marguerite con su entonación cantarina.

Lhomme, con la cabeza gacha, se había puesto de nuevo a escribir. Poco a poco, le habían ido subiendo el sueldo hasta nueve mil francos. Pero no había perdido su humildad ante la señora Aurélie, que seguía aportando casi el triple a la economía familiar.

La tarea progresó, durante un rato. Las cifras volaban, las brazadas de prendas caían encima de las mesas como una lluvia prieta. Pero a Clara se le había ocurrido otra diversión y empezó a gastar bromas a Joseph, el mozo, acerca de la pasión que todas le atribuían por una joven que trabajaba en el servicio de muestras. Dicha joven, flaca y pálida, que había cumplido ya los veintiocho años, era una protegida de la señora Desforges. Esta se había empeñado en que Mouret la contratase como dependiente y le había contado, para conseguirlo, una conmovedora historia: se trataba de una huérfana, la última descendiente de los Fontenailles, familia de rancio abolengo del Poitou, que se había encontrado de la noche a la mañana en París con la carga de un padre borracho; aunque venida a menos, seguía siendo decente, y poseía una educación excesivamente rudimentaria para poder colocarse de institutriz o vivir dando clases de piano. Mouret solía indignarse cuando le recomendaban a muchachas pobres de buena familia, pues decía que no había criaturas más inútiles, más insoportables y con ideas más erradas. Y, además, una dependiente no se podía improvisar. Era menester haber pasado por un aprendizaje, pues se trataba de una profesión compleja y delicada. No obstante, contrató a la protegida de la señora Desforges, pero la destinó al servicio de muestras, de la misma forma que había colocado anteriormente en el servicio de publicidad, para complacer a unos amigos, a dos condesas y a una baronesa, dándoles el cometido de escribir fajas y sobres. La señorita De Fontenailles ganaba tres francos diarios, con los que vivía precariamente en una diminuta habitación de la calle de Argenteuil. A fuerza de verla con aquella cara de tristeza y humildemente ataviada, Joseph, que ocultaba un corazón sensible tras su callada rigidez de ex soldado, había acabado por enternecerse. No admitía el interés que le inspiraba, pero se ruborizaba cuando le gastaban bromas las dependientes de confección, pues, como el servicio de muestras estaba en un sala próxima al departamento, ellas se habían fijado en que rondaba continuamente por la puerta.

-Joseph anda muy distraído -susurraba Clara-. Se le van los ojos hacia la lencería.

Habían echado mano de la señorita De Fontenailles para que ayudase en el balance de la sección de canastillas de novia. Y como era cierto que el mozo lanzaba continuas ojeadas hacia esa sección, las dependientes se echaron a reír. Y él, azorado, se embebió en sus hojas, en tanto que Marguerite, para ahogar el risueño torrente que le cosquilleaba en la garganta, voceaba aún más alto:

-¡Catorce chaquetas entalladas, paño inglés, talla dos, a quince francos!

Al hacerlo, ahogó la voz de la señora Aurélie, que estaba cantando unos tapados y dijo, molesta, con majestuosa lentitud:

-No grite tanto, señorita, que no estamos en el mercado de abastos… ¡Qué poco sensatas son ustedes! Perder el tiempo en chiquilladas, cuando andamos con tantos apuros.

Precisamente en ese instante, como Clara no atendía a las pilas de ropa, se produjo la catástrofe. Unos abrigos, al desplomarse, arrastraron todas las prendas amontonadas en la mesa, que cayeron al suelo, unas encima de otras, cubriendo la alfombra.

-¡Si ya lo decía yo! -exclamó la encargada, fuera de sí-. ¡Tenga un poco de cuidado, señorita Prunaire! ¡Esto no hay quien lo aguante!

Hubo entonces una leve conmoción: Mouret y Bourdoncle, que estaban haciendo la ronda, acababan de aparecer. Se reanudaron las voces, chirriaron las plumas y Clara se apresuró a recoger las prendas. La aparición del dueño no interrumpió el trabajo. Se quedó allí unos minutos, mudo, sonriente; sólo los labios palpitaban, con un temblor febril, en el rostro risueño y triunfante de los días de balance. Al ver a Denise, estuvo a punto de escapársele un gesto de asombro. ¿Así que había bajado? Su mirada se cruzó con la de la señora Aurélie. Luego, tras una breve vacilación, entró en las canastillas.

No obstante, el leve murmullo había avisado a Denise, que alzó la cabeza. Y, tras reconocer a Mouret, volvió a inclinarse, sin más, sobre las hojas. Desde que había empezado a escribir maquinalmente, atendiendo al regular anuncio de los artículos, se había ido serenando. Siempre la agobiaba así el primer y excesivo desbordamiento de su sensibilidad: la ahogaban las lágrimas, la pasión doblaba su tormento; y luego le volvía la sensatez, recobraba un admirable y sosegado coraje, una fuerza de voluntad suave e inexorable. Ahora, con la mirada limpia y la tez pálida, no la estremecía ni el menor escalofrío y se entregaba por completo a la tarea, resuelta a refrenar el corazón y no hacer sino su propia voluntad.

Dieron las diez. El ruidoso jaleo del balance iba creciendo en los revueltos departamentos. Y, bajo cuerda, entre las incesantes voces que se entrecruzaban por doquier, circulaba la misma noticia, con sorprendente rapidez. Todos los dependientes estaban enterados ya de que Mouret había escrito por la mañana a Denise para invitarla a cenar. La indiscreción era obra de Pauline. Al bajar, muy trastornada aún, se había encontrado, en los encajes, con Deloche. Y, sin reparar en Liénard, que estaba hablando con el joven, había dado rienda suelta a su preocupación:

-Ya está, querido amigo… Acaba de recibir la carta. La invita esta noche.

Deloche se puso lívido. Había entendido a la primera, pues, con frecuencia, le hacía preguntas a Pauline y ambos hablaban a diario de su común amiga, del arrebato de ternura de Mouret, de la famosa invitación que no podría por menos que dar remate a la aventura. Y ella, además, lo reñía por estar enamorado en secreto de Denise, de la que nunca conseguiría nada, y se encogía de hombros cuando él opinaba que la joven hacía bien en resistirse al patrón.

-Está mejor del pie; va a bajar ahora -siguió diciéndole Pauline-. Pero no ponga esa cara de funeral… Es una suerte que le pase algo así.

Y se apresuró a regresar a su departamento.

-¡Acabáramos! -susurró Liénard, que lo había oído todo-. Se trata de la señorita de la torcedura… ¡Pues hizo usted bien en no dejarlo para más adelante cuando la estuvo defendiendo anoche!

Y él también se fue a toda prisa; pero, cuando regresó al departamento de géneros de lana, ya había contado la historia de la carta a cuatro o cinco dependientes. Y, en menos de diez minutos, la noticia acababa de recorrer todos los almacenes.

La última frase de Liénard se refería a algo que había sucedido la víspera en el café Saint-Roch. Deloche y él eran ahora íntimos. El primero se había quedado con la habitación de Hutin en el Hotel de Esmirna, pues este último, al ascender a segundo encargado, había alquilado una reducida vivienda de tres habitaciones. Y ambos dependientes venían juntos, por la mañana, a El Paraíso y se esperaban, por la tarde, para volver juntos. Tenían habitaciones contiguas, que daban al mismo patio tenebroso, un angosto pozo cuyos olores apestaban la pensión. Se llevaban bien, pese a ser muy diferentes: uno despilfarraba despreocupadamente el dinero que le sacaba a su padre; el otro no tenía un céntimo y sufría mil torturas en su empeño por ahorrar. Pero ambos tenían en común, no obstante, la poca maña para la venta y, por tal motivo, seguían vegetando en sus respectivos departamentos, sin conseguir nunca que les subieran el sueldo. Cuando salían de los almacenes, vivían, como quien dice, en el café Saint-Roch, en donde apenas había clientes durante el día; pero, a eso de las ocho y media, lo llenaba a rebosar una oleada de empleados de comercio, la misma que vomitaba la alta puerta de la plaza de Gaillon. A partir de aquel momento, reinaba, entre la densa humareda de las pipas, un ruido ensordecedor de fichas de dominó, de risas, de chillonas exclamaciones. La cerveza y el café corrían a mares. En el rincón de la izquierda, Liénard pedía consumiciones caras, mientras que Deloche se conformaba con una jarra de cerveza, que tardaba cuatro horas en beberse. Allí era donde había oído a Favier, en una mesa vecina, referir abominaciones acerca de Denise y de la forma en que se «había trasteado» al patrón, remangándose las faldas cuando subía por una escalera delante de él. Se había contenido para no abofetearlo. Luego, como el otro insistía, diciendo que todas las noches la chiquita bajaba a reunirse con su amante, se volvió loco de rabia:

-¡Qué sinvergüenza!… Está mintiendo; está mintiendo, ¿me oye?

Y, trastornado por la emoción, se le escapaban confesiones que balbucía dando rienda suelta a cuanto le rebosaba del corazón:

-La conozco y lo sé muy bien… Nunca le ha interesado más que un hombre: sí, el señor Hutin; y, encima, él ni se llegó a enterar. No puede alardear siquiera de haberla rozado con la yema de los dedos.

El relato de aquel enfrentamiento, corregido y aumentado, andaba ya divirtiendo al personal de la casa cuando empezó a circular la historia de la carta de Mouret. Al primero al que contó Liénard la noticia fue, precisamente, a un sedero. En el departamento de la seda, el balance transcurría sin contratiempos. Favier y dos de los dependientes, subidos en unos escabeles, vaciaban los casilleros y le iban pasando las piezas de tela a Hutin; éste, de pie en el centro de una mesa, voceaba las cifras, tras haber consultado las etiquetas, y arrojaba, luego, las telas sobre el entarimado, que éstas iban cubriendo poco a poco, subiendo como una marea de otoño. Otros empleados escribían; Albert Lhomme los ayudaba, con el rostro macilento, pues no había dormido, sino que había pasado la noche en un baile del barrio de La Chapelle. Por las cristaleras del patio, que permitían ver el ardiente azul del cielo, entraba el sol a raudales.

-¡Que echen los toldos! -gritaba Bouthemont, que vigilaba afanosamente el trabajo-. ¡No hay quien aguante este sol!

Favier rezongó por lo bajo, mientras se ponía de puntillas para alcanzar una pieza.

-¡Debería estar prohibido tener encerrada a la gente con un tiempo tan estupendo! ¡Todavía está por ver que llueva un día de balance! ¡Y nos tienen aquí, presos como galeotes, mientras todo París anda de paseo!

Le pasó la pieza a Hutin. En la etiqueta constaba la cantidad de metros, de la que iban restando las ventas, con lo cual se simplificaba mucho el trabajo. El segundo encargado voceó:

-¡Seda de fantasía, de cuadritos, veintiún metros, a seis cincuenta!

Y la seda fue a engrosar el montón del suelo. Hutin reanudó acto seguido la charla que mantenía con Favier, preguntándole:

-¿Así que quiso pegarle?

-Pues, sí. Yo estaba bebiéndome una jarra de cerveza, tan tranquilo… Lástima de trabajo que se tomó en desmentirme. La chiquita acaba de recibir una carta del patrón, que la invita a cenar. No se habla de otra cosa.

-¿Cómo? ¿No era ya cosa hecha?

Favier le alargó otra pieza.

-¿A que cualquiera hubiera puesto la mano en el fuego? Si parecía un apaño antiguo…

-¡Idem, veinticinco metros! -voceó Hutin.

Se oyó el golpe sordo de la pieza, al caer al suelo. Y el encargado añadió, bajando la voz:

-Ya estará usted enterado de que se dio a la vida alegre cuando vivía en casa de ese viejo chiflado de Bourras.

Ahora, el asunto era la comidilla de todo el departamento, sin que, por ello, se interrumpiera la tarea. El nombre de la joven iba de boca en boca, en voz baja; corrían los cuchicheos entre espaldas inclinadas y caras con expresión de gula. El propio Bouthemont, que disfrutaba con las historias picantes, no pudo por menos de soltar una broma de tan mal gusto que se quedó encantado de su hallazgo. Albert se despabiló y juró que había visto a la segunda encargada de la confección en un cafetín con dos militares. En ese preciso momento, volvía Mignot con los veinte francos que acababa de pedir prestados; se detuvo para meterle diez francos en la mano a Albert y concertar una cita para la noche, para una juerga que tenían planeada y con la que no habían podido seguir adelante por falta de dinero; ahora ya era posible, pese a la modestia de la suma. Y cuando el lindo Mignot se enteró del envío de la carta, hizo un comentario tan soez que a Bouthemont no le quedó más remedio que tomar cartas en el asunto.

-Ya está bien, señores. No es asunto que les importe… Venga, adelante, señor Hutin.

-¡Seda de fantasía, de cuadritos, treinta y dos metros, a seis cincuenta! -gritó éste.

Las plumas volvían a rasgar el papel, las piezas caían al suelo con regularidad, la marea de tejidos seguía subiendo, como si se vertiese en ella el caudal de un río. Y no acababan nunca de cantar sedas de fantasía. Favier comentó entonces, a media voz, que iba a quedar un bonito remanente. Contenta se iba a poner la dirección. Aquel simple de Bouthemont era quizá el primer comprador de París, pero nunca se había visto un vendedor más inútil. Hutin sonreía, satisfecho, dándole la razón con una amistosa mirada. Pues, tras haber llevado a Bouthemont a El Paraíso de las Damas para desplazar a Robineau, ahora le estaba minando el terreno, con la idea fija de quitarle el puesto. Volvía la misma guerra de antaño: las insinuaciones pérfidas susurradas al oído a los jefes; el celo excesivo, para darse a valer; toda una campaña llevada a cabo con afable y solapada perfidia. Y, mientras tanto, Favier, al que Hutin trataba con redoblada condescendencia, lo miraba con disimulo, flaco y frío, con expresión biliosa, como si calibrase de cuántos mordiscos podría zamparse al rechoncho hombrecillo; con trazas de estar esperando a que su colega se merendase a Bouthemont para, luego, merendarse él a Hutin. Si éste llegaba a jefe de sección, Favier contaba con obtener el puesto de segundo encargado. Y, luego, ya se vería. Y ambos, presas de la fiebre que prendía de punta a punta en los almacenes, hablaban de las probables subidas, sin dejar, por ello, de cantar el remanente de sedas de fantasía; era de prever que, aquel año, Bouthemont llegase a los treinta mil francos; Hutin pasaría de los diez mil; Favier calculaba que, entre el fijo y el porcentaje, alcanzaría los cinco mil quinientos. Las ganancias del departamento crecían de temporada en temporada y los dependientes ascendían y duplicaban los ingresos, como los oficiales en tiempos de campaña.

-Pero ¿hasta cuándo van a durar estas seditas ligeras? -dijo, de pronto, Bouthemont, irritado-. Es que hay que ver qué primavera hemos tenido. ¡Venga agua! Sólo se han vendido sedas negras.

Mirando cómo crecía el montón en el suelo, se le iba ensombreciendo el rostro lleno y jovial; en tanto, Hutin repetía más alto, con sonora voz, en la que apuntaba un tono triunfal:

-¡Seda de fantasía, de cuadritos, veintiocho metros, a seis cincuenta!

Todavía quedaba un casillero lleno. Favier, con los brazos rendidos, iba despacio. Mientras le daba, al fin, las últimas piezas a Hutin, siguió diciendo, en voz baja:

-¡Hombre! ¡Se me estaba olvidando!… ¿Le habían contado que la segunda encargada de confección estuvo una temporada por los huesos de usted?

El joven pareció muy sorprendido:

-¡Caramba! ¿Cómo es eso?

-Pues sí; la confidencia viene del pánfilo de Deloche… Ya me acuerdo de que, hace tiempo, hubo una temporada en que no le quitaba a usted los ojos de encima.

Desde que era segundo encargado, Hutin desdeñaba a las artistas de café cantante, y se lo veía con maestras. Aunque muy halagado en el fondo, repuso con tono de desprecio:

-A mí me gustan más llenitas, querido amigo. Y, además, uno no se va con cualquiera, como hace el patrón.

Se interrumpió para decir a voces:

-Pul de seda blanco, treinta y cinco metros, a ocho francos con setenta y cinco.

-¡Vaya! ¡Ya era hora! -susurró Bouthemont con alivio.

Pero sonó una campana. Era el segundo turno, en el que almorzaba Favier. Se bajó del escabel y otro dependiente ocupó su lugar. Tuvo que saltar por encima del caudal de piezas de tela, que había seguido creciendo sobre el entarimado. Ahora, en todos los departamentos, otros tantos aludes semejantes cubrían el suelo y entorpecían el paso. Los casilleros, las cajas, los armarios se iban vaciando poco a poco, en tanto que las mercancías desbordaban por doquier, bajo los pies, entre las mesas, como en una imparable crecida. En la ropa blanca, retumbaba la pesada caída de las pilas de calicó; en la mercería, se oía un leve entrechocar de cajas metálicas; de la sección de muebles, llegaba un tronar lejano. Todas las voces se alzaban juntas: voces chillonas, voces untuosas… Los números silbaban por el aire. Un chisporroteante clamor recorría la gigantesca nave: el clamor de los bosques, en enero, cuando sopla el viento entre las ramas.

Favier consiguió pasar, al fin, y llegó hasta la escalera de los refectorios, que, desde las obras de ampliación de El Paraíso de las Damas, estaban en el cuarto piso de los edificios nuevos. Subió deprisa y alcanzó a Deloche y Liénard, que subían delante de él; esperó entonces, para reunirse con Mignot, que lo seguía.

-¡Demonios! -exclamó, en el corredor de la cocina, ante la pizarra donde estaba escrito el menú-. Ya se ve que estamos de balance. ¡Fiesta completa! Pollo o filetes de pierna de cordero; y alcachofas en aceite. ¡Muy poca salida le van a dar al cordero!

Mignot reía con sarcasmo, mientras decía por lo bajo:

-¿Es que hay alguna epidemia entre las aves de corral?

Entretanto, Deloche y Liénard habían cogido sus raciones y se habían ido. Entonces, Favier se agachó y dijo por la ventanilla:

-Pollo.

Pero tuvo que esperar. Uno de los pinches que cortaban la carne acababa de darse un tajo en un dedo y reinaba cierta confusión. Favier se quedó asomado a la ventanilla, mirando la cocina, una gigantesca instalación, en cuyo centro se hallaban los fogones, hasta los que llegaban, por unos raíles fijados al techo mediante un sistema de poleas y cadenas, las colosales marmitas que cuatro hombres juntos no habrían podido mover. Los cocineros, blanquísimos contra el rojo oscuro de la fundición vigilaban el cocido para la cena, subidos a unas escaleras de hierro blandiendo largos palos que remataban unas espumaderas. Contra la pared, unas parrillas que habrían servido para chamuscar mártires; unas cazuelas, en las que se podía sofreír un cordero; un monumental calientaplatos; una pila de mármol en la que corría un ininterrumpido chorro de agua. Y, a la izquierda, se podía ver también un lavadero, unos fregaderos de piedra del tamaño de una piscina; mientras que, enfrente, a la derecha, estaba la despensa, en la que se divisaban a medias las rojas piezas de carne colgadas de garfios de acero. Un aparato de pelar patatas funcionaba con un tic tac de molino. Cruzaron unos pinches, arrastrando dos carritos llenos de hojas de lechuga; iban a refrescarlas bajo el grifo.

-Pollo -repitió Favier, impaciente.

Luego, volviéndose, dijo:

-Hay uno que se ha cortado. ¡Qué asco! Está chorreando la sangre en la comida.

Mignot quiso verlo también. La cola de dependientes iba creciendo. Había risas y empujones. Ahora los dos jóvenes habían metido la cabeza por la ventanilla y comentaban aquella cocina de falansterio, en la que todos y cada uno de los utensilios, incluso los espetones y las agujas de mechar, eran de tamaño desmesurado. Había que servir dos mil almuerzos y dos mil cenas, sin contar con que el número de empleados iba en aumento cada semana. Aquel abismo se tragaba a diario dieciséis hectolitros de patatas, ciento veinte libras de mantequilla, seiscientos kilos de carne; y, para cada comida, había que espichar tres barricas; casi setecientos litros de vino pasaban por el mostrador de la cantina.

-¡Hombre! ¡Menos mal! -murmuró Favier, cuando el cocinero de turno regresó con un barreño en el que pinchó un muslo para servírselo.

-Pollo -dijo Mignot, cuando le llegó la vez.

Y ambos entraron con sus platos en el refectorio, tras haber cogido su ración de vino en la cantina. Mientras tanto, a su espalda, la palabra «pollo» volvía una y otra vez, con ritmo regular, y se oía cómo el tenedor del cocinero pinchaba los trozos con un leve ruido, una ininterrumpida cadencia.

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