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Resumen del libro Decameron (página 10)



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Debéis, pues, saber, hermosísimas jóvenes, que todavía no hace mucho tiempo hubo en Salerno un grandísimo médico cirujano cuyo nombre fue maestro Mazzeo de la Montagna, el cual, ya cerca de sus últimos años, habiendo tomado por mujer a una hermosa y noble joven de su ciudad, de lujosos vestidos y ricos y de otras joyas y de todo lo que a una mujer puede placer más, la tenía abastecida; es verdad que ella la mayor parte del tiempo estaba resfriada, como quien en la cama no estaba por el marido bien cubierta. El cual, como micer Ricciardo de Chínzica, de quien hemos hablado, a la suya enseñaba las fiestas y los ayunos, éste a ella le explicaba que por acostarse con una mujer una vez tenía necesidad de descanso no sé cuántos días, y otras chanzas; con lo que ella vivía muy descontenta, y como prudente y de ánimo valeroso, para poder ahorrarle trabajos al de la casa se dispuso a echarse a la calle y a desgastar a alguien ajeno, y habiendo mirado a muchos y muchos jóvenes, al fin uno le llegó al alma, en el que puso toda su esperanza, todo su ánimo y todo su bien. Lo que, advirtiéndolo el joven y gustándole mucho, semejantemente a ella volvió todo su amor. Se llamaba éste Ruggeri de los Aieroli, noble de nacimiento pero de mala vida y de reprobable estado hasta el punto de que ni pariente ni amigo le quedaba que le quisiera bien o que quisiera verle, y por todo Salerno se le culpaba de latrocinios y de otras vilísimas maldades; de lo que poco se preocupó la mujer, gustándole por otras cosas.

Y con una criada suya tanto lo preparó, que estuvieron juntos; y luego de que algún placer disfrutaron, la mujer le comenzó a reprochar su vida pasada y a rogarle que, por amor de ella, de aquellas cosas se apartase; y para darle ocasión de hacerlo empezó a proporcionarle cuándo una cantidad de dineros y cuándo otra. Y de esta manera, persistiendo juntos asaz discretamente, sucedió que al médico le pusieron entre las manos un enfermo que tenía dañada una de las piernas, al cual mal habiendo visto el maestro, dijo a sus parientes que, si un hueso podrido que tenía en la pierna no se le extraía, con certeza tendría aquél o que cortarse toda la pierna o que morirse; y si le sacaba el hueso podía curarse, pero que si no se le daba por muerto, él no lo recibiría; con lo que, poniéndose de acuerdo todos los de su parentela, así se lo entregaron.

El médico, juzgando que el enfermo sin ser narcotizado no soportaría el dolor ni se dejaría intervenir, debiendo esperar hasta el atardecer para aquel servicio, hizo por la mañana destilar de cierto compuesto suyo una agua que debía dormirle tanto cuanto él creía que iba a hacerlo sufrir al curarlo; y haciéndola traer a casa en una ventanica de su alcoba la puso, sin decir a nadie lo que era. Venida la hora del crepúsculo, debiendo el maestro ir con aquél, le llegó un mensaje de ciertos muy grandes amigos suyos de Amalfi de que por nada dejase de ir incontinenti allí, porque había habido una gran riña y muchos habían sido heridos.

El médico, dejando para la mañana siguiente la cura de la pierna, subiendo a una barquita, se fue a Amalfi; por lo cual la mujer, sabiendo que por la noche no debía volver a casa, ocultamente como acostumbraba, hizo venir a Ruggeri y en su alcoba lo metió, y lo cerró dentro hasta que algunas otras personas de la casa se fueran a dormir. Quedándose, pues, Ruggeri en la alcoba y esperando a la señora, teniendo (o por trabajos sufridos durante el día o por comidas saladas que hubiera comido, o tal vez por costumbre) una grandísima sed, vino a ver en la ventana aquella garrafita del agua que el médico había hecho para el enfermo, y creyéndola agua de beber, llevándosela a la boca, toda la bebió; y no había pasado mucho cuando le dio un gran sueño y se durmió.

La mujer, lo antes que pudo se vino a su alcoba y, encontrando a Ruggeri dormido, empezó a sacudirlo y a decirle en voz baja que se pusiese en pie, pero como si nada: no respondía ni se movía un punto; por lo que la mujer, algo enfadada, con más fuerza lo sacudió, diciendo:

_Levántate, dormilón, que si querías dormir, donde debías ir es a tu casa y no venir aquí.

Ruggeri, así empujado, se cayó al suelo desde un arcón sobre el que estaba y no dio ninguna señal de vida, sino la que hubiera dado un cuerpo muerto; con lo que la mujer, un tanto asustada, empezó a querer levantarlo y menearlo más fuerte y a cogerlo por la nariz y a tirarle de la barba, pero no servía de nada: había atado el asno a una buena clavija. Por lo que la señora empezó a temer que estuviera muerto, pero aun así le empezó a pellizcar agriamente las carnes y a quemarlo con una vela encendida; por lo que ella, que no era médica aunque médico fuese el marido, sin falta lo creyó muerto, por lo que, amándolo sobre todas las cosas como hacía, si sintió dolor no hay que preguntárselo, y no atreviéndose a hacer ruido, calladamente, sobre él comenzó a llorar y a dolerse de tal desventura. Pero luego de un tanto, temiendo añadir la deshonra a su desgracia, pensó que sin ninguna tardanza debía encontrar el modo de sacarlo de casa muerto como estaba, y ni en esto sabiendo determinarse, ocultamente llamó a su criada, y mostrándole su desgracia, le pidió consejo.

La criada, maravillándose mucho y meneándolo también ella y empujándolo, y viéndolo sin sentido, dijo lo mismo que decía la señora, es decir, que verdaderamente estaba muerto, y aconsejó que lo sacasen de casa.

A lo que la señora dijo:

_¿Y dónde podremos ponerlo que no se sospeche mañana cuando sea visto que de aquí dentro ha sido sacado? A lo que la criada contestó:

_Señora, esta tarde ya de noche he visto, apoyada en la tienda del carpintero vecino nuestro, un arca no demasiado grande que, si el maestro no la ha metido en casa, será muy a propósito lo que necesitamos porque dentro podemos meterlo, y darle dos o tres cuchilladas y dejarlo. Quien lo encuentre allí, no sé por qué más de aquí dentro que de otra parte vaya a creer que lo hayan llevado; antes se creerá, como ha sido tan malvado, que, yendo a cometer alguna fechoría, por alguno de sus enemigos ha sido muerto, luego metido en el arca.

Plugo a la señora el consejo de la criada, salvo en lo de hacerle algunas heridas, diciendo que no podría por nada del mundo sufrir que aquello se hiciese; y la mandó a ver si estaba allí el arca donde la había visto, y ella volvió y dijo que sí. La criada, entonces, que joven y gallarda era, ayudada por la señora, se echó a las espaldas a Ruggeri y yendo la señora por delante para mirar si venía alguien, llegadas al arca, lo metieron dentro y, volviéndola a cerrar, se fueron.

Habían, hacía unos días más o menos, venido a vivir a una casa dos jóvenes que prestaban a usura, y deseosos de ganar mucho y de gastar poco, teniendo necesidad de muebles, el día antes habían visto aquella arca y convenido que si por la noche seguía allí se la llevarían a su casa. Y llegada la medianoche, salidos de casa, encontrándola, sin entrar en miramientos, prestamente, aunque pesadita les pareciese, se la llevaron a casa y la dejaron junto a una alcoba donde sus mujeres dormían, sin cuidarse de colocarla bien entonces; y dejándola allí, se fueron a dormir.

Ruggeri, que había dormido un grandísimo rato y ya había digerido el bebedizo y agotado su virtud cerca de maitines se despertó; y al quedar el sueño roto y recuperar sus sentidos el poder, sin embargo le quedó en el cerebro una estupefacción que no solamente aquella noche sino después algunos días lo tuvo aturdido; y abriendo los ojos y no viendo nada, y extendiendo las manos acá y allá, encontrándose en esta arca, comenzó a devanarse los sesos y a decirse:

_¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Estoy dormido o despierto? Me acuerdo que esta noche he entrado en la alcoba de mi señora y ahora me parece estar en un arca. ¿Qué quiere decir esto? ¿Habrá vuelto el médico o sucedido otro accidente por lo cual la señora, mientras yo dormía, me ha escondido aquí? Eso creo, y seguro que así habrá sido.

Y por ello, comenzó a estarse quieto y a escuchar si oía alguna cosa, y estando así un gran rato, estando más bien a disgusto en el arca, que era pequeña, y doliéndole el costado sobre el que se apoyaba, queriendo volverse del otro lado, tan hábilmente lo hizo que, dando con los riñones contra uno de los lados del arca, que no estaba colocada sobre un piso nivelado, la hizo torcerse y luego caer; y al caer hizo un gran ruido, por lo que las mujeres que allí al lado dormían se despertaron y sintieron miedo, y por miedo se callaban. Ruggeri, por el caer del arca temió mucho, pero notándola abierta con la caída, quiso mejor, si otra cosa no sucedía, estar fuera que quedarse dentro. Y entre que él no sabía dónde estaba y una cosa y la otra, comenzó a andar a tientas por la casa, por ver si encontraba escalera o puerta por donde irse. Cuyo tantear sintiendo las mujeres, que despiertas estaban, comenzaron a decir:

_¿Quién hay ahí? Ruggeri, no conociendo la voz, no respondía, por lo que las mujeres comenzaron a llamar a los dos jóvenes, los cuales, porque habían velado hasta tarde, dormían profundamente y nada de estas cosas sentían. Con lo que las mujeres, más asustadas, levantándose y asomándose a las ventanas, comenzaron a gritar:

_¡Al ladrón, al ladrón! Por la cual cosa, por varios lugares muchos de los vecinos, quién arriba por los tejados, quién por una parte y quién por otra, corrieron a entrar en la casa, y los jóvenes semejantemente, despertándose con este ruido, se levantaron. Y a Ruggeri, el cual viéndose allí, como por el asombro fuera de sí, y sin poder ver de qué lado podría escaparse, pronto le echaron mano los guardias del rector de la ciudad, que ya habían corrido allí al ruido, y llevándolo ante el rector, porque por malvadísimo era tenido por todos, sin demora dándole tormento, confesó que en la casa de los prestamistas había entrado para robar; por lo que el rector pensó que sin mucha espera debía colgarlo.

Se corrió por la mañana por todo Salerno la noticia de que Ruggeri había sido preso robando en casa de los prestamistas, lo que la señora y su criada oyendo, de tan grande y rara maravilla fueron presa que cerca estaban de hacerse creer a sí mismas que lo que habían hecho la noche anterior no lo habían hecho, sino que habían soñado hacerlo; y además de ello, del peligro en que Ruggeri estaba la señora sentía tal dolor que casi se volvía loca.

No poco después de mediada tercia, habiendo retornado el médico de Amalfi, preguntó qué había sido de su agua, porque quería darla a su enfermo; y encontrándose la garrafa vacía hizo un gran alboroto diciendo que nada en su casa podía durar en su sitio.

La señora, que por otro dolor estaba azuzada, repuso airada diciendo:

_¿Qué haríais vos, maestro, por una cosa importante, cuando por una garrafita de agua vertida hacéis tanto alboroto? ¿Es que no hay más en el mundo? A quien el maestro dijo:

_Mujer, te crees que era agua clara; no es así, sino que era un agua preparada para hacer dormir.

Y le contó la razón por la que la había hecho.

Cuando la señora oyó esto, se convenció de que Ruggeri se la había bebido y por ello les había parecido muerto, y dijo:

_Maestro, nosotras no lo sabíamos, así que haceos otra.

El maestro, viendo que de otro modo no podía ser, hizo hacer otra nueva. Poco después, la criada, que por orden de la señora había ido a saber lo que se decía de Ruggeri, volvió y le dijo:

_Señora, de Ruggeri todos hablan mal y, por lo que yo he podido oír, ni amigo ni pariente alguno hay que para ayudarlo se haya levantado o quiera levantarse; y se tiene por seguro que mañana el magistrado lo hará colgar. Y además de esto, voy a contaros una cosa curiosa, que me parece haber entendido cómo llegó a casa del prestamista; y oíd cómo. Bien conocéis al carpintero junto a quien estaba el arca donde le metimos: éste estaba hace poco con uno, de quien parece que era el arca, en la mayor riña del mundo, porque aquél le pedía los dineros por su arca, y el maestro respondía que él no había visto el arca, pues le había sido robada por la noche; al que aquél decía: «No es así sino que la has vendido a los dos jóvenes prestamistas, como ellos me dijeron cuando la vi en su casa cuando fue apresado Ruggeri». A quien el carpintero dijo: «Mienten ellos porque nunca se la he vendido, sino que la noche pasada me la habrán robado; vamos a donde ellos». Y así se fueron, de acuerdo, a casa de los prestamistas y yo me vine aquí, y como podéis ver, entiendo que de tal guisa Ruggeri, adonde fue encontrado fue transportado; pero cómo resucitó allí no puedo entenderlo.

La señora, entonces, comprendiendo óptimamente cómo había sido, dijo a la criada lo que había oído al médico, y le rogó que para salvar a Ruggeri la ayudase, como quien, si quería, en un mismo punto podía salvar a Ruggeri y proteger su honor.

La criada dijo:

_Señora, decidme cómo, que yo haré cualquier cosa de buena gana.

La señora, como a quien le apretaban los zapatos, con rápida determinación habiendo pensado qué había de hacerse, ordenadamente informó de ello a la criada. La cual, primeramente fue al médico, y llorando comenzó a decirle:

_Señor, tengo que pediros perdón de una gran falta que he cometido contra vos.

Dijo el médico:

_¿Y de cuál? Y la criada, no dejando de llorar, dijo:

_Señor, sabéis quién es el joven Ruggeri de los Aieroli, quien, gustándole yo, entre amenazas y amor me condujo hogaño a ser su amiga: y sabiendo ayer tarde que vos no estabais, tanto me cortejó que a vuestra casa en mi alcoba a dormir conmigo lo traje, y teniendo él sed y no teniendo yo dónde ir antes a por agua o a por vino, no queriendo que vuestra mujer, que en la sala estaba, me viera, acordándome de que en vuestra alcoba una garrafita de agua había visto, corrí a por ella y se la di a beber, y volví a poner la garrafa donde la había cogido; de lo que he visto que vos en casa gran alboroto habéis hecho. Y en verdad confieso que hice mal, pero ¿quién hay que alguna vez no haga mal? Siento mucho haberlo hecho; sobre todo porque por ello y por lo que luego se siguió de ello, Ruggeri está a punto de perder la vida, por lo que os ruego, por lo que más queráis, que me perdonéis y me deis licencia para que me vaya a ayudar a Ruggeri en lo que pueda.

El médico, al oír esto, a pesar de la saña que tuviese, repuso bromeando:

_Tú ya te has impuesto penitencia tú misma porque cuando creíste tener esta noche a un joven que muy bien te sacudiera el polvo, lo que tuviste fue a un dormilón: y por ello vete a procurar la salvación de tu amante, y de ahora en adelante guárdate de traerlo a casa porque lo pagarás por esta vez y por la otra.

Pareciéndole a la criada que buena pieza había logrado al primer golpe, lo antes que pudo se fue a la prisión donde Ruggeri estaba, y tanto lisonjeó al carcelero que la dejó hablar a Ruggeri. La cual, después de que lo hubo informado de lo que responder debía al magistrado para poder salvarse, tanto hizo que llegó ante el magistrado. El cual, antes de consentir en oírla, como la viese fresca y gallarda, quiso enganchar una vez con el garfio a la pobrecilla cristiana; y ella, para ser mejor escuchada, no le hizo ascos; y levantándose de la molienda, dijo:

_Señor, tenéis aquí a Ruggeri de los Aieroli preso por ladrón, y no es eso verdad.

Y empezando por el principio le contó la historia hasta el fin de cómo ella, su amiga, a casa del médico lo había llevado y cómo le había dado a beber el agua del narcótico, no sabiendo que lo era, y cómo por muerto lo había metido en el arca; y después de esto, lo que entre el maestro carpintero y el dueño del arca había oído decir, mostrándole con aquello cómo a casa de los prestamistas había llegado Ruggeri.

El magistrado, viendo que fácil cosa era comprobar si era verdad aquello, primero preguntó al médico si era verdad lo del agua, y vio que había sido así; y luego, haciendo llamar al carpintero y a quien era el dueño del arca y a los prestamistas, luego de muchas historias vio que los prestamistas la noche anterior habían robado el arca y se la habían llevado a casa. Por último, mandó a por Ruggeri y preguntándole dónde se había albergado la noche antes, repuso que dónde se había albergado no lo sabía, pero que bien se acordaba que había ido a albergarse con la criada del maestro Maezzo, de cuya alcoba había bebido agua porque tenía mucha sed; pero que dónde había estado después, salvo cuando despertándose en casa de los prestamistas se había encontrado dentro de un arca, no lo sabía.

El magistrado, oyendo estas cosas y divirtiéndose mucho con ellas, a la criada y a Ruggeri y al carpintero y a los prestamistas las hizo repetir muchas veces. Al final, conociendo que Ruggeri era inocente, condenando a los prestamistas que robado habían el arca a pagar diez onzas, puso en libertad a Ruggeri; lo cual, cuánto gustó a éste, nadie lo pregunte: y a su señora gustó desmesuradamente. La cual, luego, junto con él y con la querida criada que había querido darle de cuchilladas, muchas veces se rió y se divirtió, continuando su amor y su solaz siempre de bien en mejor; como querría que me sucediese a mí, pero no que me metieran dentro de un arca.

Si las primeras historias los pechos de las anhelantes señoras habían entristecido, esta última de Dioneo las hizo reír tanto, y especialmente cuando dijo que el magistrado había enganchado el garfio, que pudieron sentirse recompensadas de las tristezas sentidas con las otras. Pero viendo el rey que el sol comenzaba a ponerse amarillo y que era llegado el término de su señorío, con muy placenteras palabras se excusó con las hermosas señoras de lo que había hecho; es decir, de haber hecho hablar de un asunto tan cruel como es el de la infelicidad de los amantes, y hecha la excusa se levantó y de la cabeza se quitó el laurel y, esperando las señoras a ver a quién iba a ponérselo, placenteramente sobre la cabeza rubísima de Fiameta lo puso, diciendo:

_Te pongo esta corona como a quien, mejor que ninguna otra, de la dura jornada de hoy con la de mañana sabrás consolar a estas compañeras nuestras.

Fiameta, cuyos cabellos eran crespos, largos y de oro, y sobre los cándidos y delicados hombros le caían, y el rostro redondito con un verdadero color de blancos lirios y de bermejas rosas mezclados todo esplendoroso, con dos ojos en la cara que parecían de un halcón peregrino y con una boquita pequeñita cuyos labios parecían dos pequeños rubíes, sonriendo contestó:

_Filostrato, yo la acepto de buena gana, y para que mejor veas lo que has hecho, desde ahora mando y ordeno que todos se preparen para contar mañana lo que a algún amante, luego de algunos duros o desventurados accidentes, le hubiera sucedido de feliz.

La cual proposición plugo a todos; y ella, haciendo venir al senescal y habiendo dispuesto con él las cosas necesarias, a toda la compañía, levantándose, hasta la hora de la cena dio alegremente licencia.

Ellos, pues, parte por el jardín, cuya hermosura no era de las que cansa pronto, y parte por los molinos que fuera de él daban vueltas, y quién por aquí y quién por allí, a gustar según los distintos apetitos diversos deleites se dieron hasta la hora de la cena. Venida la cual, recogiéndose todos, como tenían por costumbre, junto a la hermosa fuente, a bailar y a cantar se pusieron, y dirigiendo Filomena la danza, dijo la reina:

_Filostrato, yo no pretendo apartarme de mis predecesores, sino, como ellos han hecho, entiendo que obedeciéndome se cante una canción; y porque estoy cierta de que tus canciones son como tus novelas, para no tener más días turbados con tus infortunios, queremos que una nos cantes como más te plazca.

Filostrato repuso que de grado, y sin demora comenzó a cantar de tal guisa:

Con lagrimas demuestrocuánta amargura siente, y qué dolor,el traicionado corazón, Amor. Amor, amor, cuando primeramentepusiste en él a quien me mueve al llantosin esperar salud,tan llena la mostraste de virtudque leve yo creí cualquier quebrantoque embargase mi mente,ya mártir y dolientepor causa tuya, pero bien mi errorconozco ahora, y no sin gran dolor. Me ha mostrado mi engañoel verme abandonado por aquellaen quien sólo esperaba:que cuando, triste, yo creí que estabamás en su gracia y la servía a ella,sin pensar en el dañoque sentiría hogaño,vi que la calidad de otro amadordentro acogía y yo perdí el favor. Cuando me vi por ella desdeñadonació en mi corazón el dolorosollanto que lloro ahora;y mucho he maldecido el día y la horaen que primero vi el rostro amorosode alba belleza ornadoy muy mucho infamado,mi confianza, esperanza y ardorva maldiciendo mi alma en su dolor. Cuán sin consuelo sea mi quebranto,señor, puedes sentirlo, pues te llamocon voz que se lamentay te digo que tanto me atormentaque por menor martirio muerte clamo:venga, y la vida tantoanegada en su llantotermine con su golpe, y mi furora donde vaya sentiré menor. Ni otro camino ni otra salvaciónle queda sino muerte a mí afligidavida: dámela, Amor,pronto y con ella acaba mi amargory al corazón despoja de tal vida.¡Hazlo, ay, que sin razónse me ha quitado mi consolación!Hazla feliz con mi muerte, señor,como la has hecho con nuevo amador. Balada mía, si otros no te aprendenme da igual, porque no sabrá la genteigual que yo cantarte;un trabajo tan sólo quiero dartea Amor encuentra, a él tan solamentecuánto me es enojosaesta vida angustiosadi claramente, y ruega que a mejorpuesto la lleve para hacerse honor. Demostraron las palabras de esta canción asaz claramente cuál era el ánimo de Filostrato, y la ocasión; y tal vez más declarado lo habría el aspecto de tal señora que estaba danzando, si las tinieblas de la llegada noche el rubor de su rostro no hubieran escondido. Pero luego de que él la hubo puesto fin, muchos otros cantares hubo hasta que llegó la hora de irse a dormir; por lo que, mandándolo la reina, cada uno en su cámara se recogió.

TERMINA LA CUARTA JORNADA

Quinta jornada

COMIENZA LA QUINTA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE FIAMETA, SE RAZONA SOBRE LO QUE A ALGÚN AMANTE, DESPUÉS DE DUROS O DESVENTURADOS ACCIDENTES, SUCEDIÓ DE FELIZ.

ESTABA ya el oriente todo blanco y los surgentes rayos de todo nuestro hemisferio habían extendido la claridad, cuando Fiameta, por los dulces cantos de los jóvenes que a primera hora del día cantaban alegremente en los arbustos incitada, se levantó e hizo llamar a todas las demás y a los tres jóvenes; y con suave paso descendiendo a los campos, por la ancha llanura arriba entre las hierbas cubiertas de rocío, hasta que el sol se hubo alzado un tanto, con su compañía fue paseando, hablando con ellos de una y otra cosa. Pero al sentir que ya los solares rayos se calentaban, hacia su habitación volvieron los pasos; llegados a la cual, con óptimos vinos y con dulces del ligero trabajo pasado les hizo confortarse y por el deleitoso jardín hasta la hora de comer se recrearon. Venida la cual, estando todas las cosas aparejadas por el discretísimo senescal, luego de que alguna estampida y una baladilla o dos fueron cantadas, alegremente, según plugo a la reina, se pusieron a comer; y habiéndolo hecho ordenadamente y con alegría, no olvidada la establecida costumbre de bailar, con los instrumentos y con las canciones algunas danzas siguieron. Después de las cuales, hasta pasada la hora de dormir, la reina dio licencia a todos; algunos de ellos se fueron a dormir y otros a su solaz por el bello jardín se quedaron. Pero todos, un poco pasada nona, allí, como quiso la reina, según la usada costumbre se reunieron junto a la fuente; y habiéndose sentado la reina pro tribunali, mirando hacia Pánfilo, sonriendo, a él le ordenó que diese principio a las felices novelas; el cual a ello se dispuso de grado, y dijo así.

NOVELA PRIMERA Cimone, por amar, se hace sabio y a Ifigenia su señora rapta en el mar, es hecho prisionero en Rodas, de donde Lisímaco le libera y, de acuerdo con él, rapta a Ifigenia y a Casandra en sus bodas, huyendo con ellas a Creta; y allí, haciéndolas sus mujeres, con ellas a sus casas son llamados. Muchas historias, amables señoras, para dar principio a tan alegre jornada como será ésta se me ponen delante para ser contadas; de las cuales una más agrada a mi ánimo porque por ella podréis entender no solamente el feliz final según el cual comenzamos a razonar, sino cuán santas sean, cuán poderosas y cuán benéficas las fuerzas del Amor, las cuales muchos, sin saber lo que dicen, condenan y vituperan con gran error; lo que, si no me equivoco (porque creo que estáis enamoradas) mucho deberá agradaros.

Pues así como hemos leído en las antiguas historias de los chipriotas, en la isla de Chipre hubo un hombre nobilísimo que tuvo por nombre Aristippo, más que sus otros paisanos riquísimo en todos los bienes temporales, y si con una cosa no le hubiese herido la fortuna, más que nadie hubiera podido sentirse contento. Y era ésta que entre sus otros hijos tenía uno que en estatura y belleza de cuerpo a todos los demás jóvenes sobrepasaba, pero que era estúpido sin esperanza, cuyo verdadero nombre era Caleso; pero porque ni con trabajo de ningún maestro ni por lisonja o golpes del padre ni por ingenio de ningún otro había podido metérsele en la cabeza ni letra ni educación alguna, así como por su voz gruesa y deforme y por sus maneras más propias de animal que de hombre, por burla era de todos llamado Cimone, lo que en su lengua sonaba como en la nuestra «asno». Cuya malgastada vida el padre soportaba con grandísimo dolor; y habiendo perdido ya toda esperanza, para no tener siempre delante la causa de su dolor, le mandó que se fuese al campo y que allí viviera con sus labradores; la cual cosa agradó muchísimo a Cimone porque las costumbres y las maneras de los hombres rústicos eran más de su gusto que las ciudadanas.

Yéndose, pues, Cimone al campo, y haciendo allí las cosas que correspondían a aquel lugar, sucedió que un día, pasado ya mediodía, yendo él de una posesión a otra con un bastón echado al cuello, entró en un bosquecillo que había hermosísimo en aquella comarca, y que, porque el mes de mayo era, estaba todo frondoso; andando por el cual llegó, según le guió su fortuna, a un pradecillo rodeado de altísimos árboles, en uno de los rincones del cual había una bellísima y fresca fuente junto a la que vio, sobre el verde prado, dormir a una hermosísima joven cubierta por un vestido tan sutil que casi nada de las cándidas carnes escondía, y de la cintura para arriba estaba solamente cubierta por un paño blanquísimo y sutil; y junto a ella semejantemente dormían dos mujeres y un hombre, siervos de esta joven. A la cual, como Cimone vio, no de otra manera que si nunca hubiera visto forma de mujer, apoyándose sobre su bastón, sin decir cosa alguna, con admiración grandísima comenzó intensísimamente a contemplar; y en el rudo pecho, donde con mil enseñanzas no se había podido hacer entrar impresión alguna de ciudadano placer, sintió despertar un pensamiento que le decía a su material y gruesa mente que aquélla era la más hermosa cosa que nunca había sido vista por ningún viviente.

Y allí empezó a distinguir sus partes alabando los cabellos, que estimaba de oro, la frente, la nariz y la boca, la garganta y los brazos y sumamente el pecho, todavía no muy elevado; y de labrador convertido súbitamente en juez de la hermosura, deseaba sumamente en su interior verle los ojos que, por alto sueño apesadumbrados, tenía cerrados; y por vérselos muchas veces tuvo deseos de despertarla. Pero pareciéndole infinitamente más hermosa que otras mujeres que antes había visto, dudaba que fuese alguna diosa; y tanto juicio mostraba que juzgaba que las cosas divinas eran más dignas de reverencia que las mundanas y por ello se contenía esperando que por sí misma se despertase; y aunque la espera le pareciese excesiva, invadido por desusado placer, no sabía irse de allí.

Sucedió, pues, que, luego de un largo espacio, la joven, cuyo nombre era Ifigenia, antes que ninguno de los suyos se despertó, y alzando la cabeza y abriendo los ojos y viendo que en su bastón apoyado estaba Cimone delante, se maravilló mucho, y dijo:

_Cimone, ¿qué vas buscando a estas horas por este bosque? Era Cimone, tanto por su hermosura como por su rudeza y por la nobleza y riqueza del padre, conocido a cualquiera del país. No contestó nada a las palabras de Ifigenia, pero al verla abrir los ojos empezó a mirárselos fijamente pareciéndole que de ellos salía una suavidad que le llenaba de un placer nunca por él probado. Lo que viendo la joven comenzó a temer que aquel su fijo mirar moviese su rudeza a alguna cosa que pudiera causarle deshonra, por lo que, llamadas sus mujeres, se levantó diciendo:

_Cimone, quedaos con Dios.

Y entonces Cimone le respondió: _Yo voy contigo.

Y por mucho que la joven rechazase su compañía, siempre temiéndole, no pudo separarlo de ella hasta que no la hubo acompañado a su casa; y de allí se fue a casa de su padre afirmando que de ninguna manera volvería al campo; lo que, por muy pesado que fuera a su padre y a los suyos, le dejaron hacer esperando ver qué causa era la que de aquella manera le había hecho mudar de opinión.

Habiendo, pues, entrado en el corazón de Cimone, en el que ninguna enseñanza había podido entrar, la saeta de Amor por la hermosura de Ifigenia, en brevísimo tiempo, yendo de un pensamiento a otro, maravilló a su padre y a todos los suyos y a cualquiera otro que le conocía. Primeramente pidió a su padre que le hiciera vestir con los trajes y todas las demás cosas adornado que llevaban sus hermanos, lo que su padre hizo contentísimo. Luego, reuniéndose con los jóvenes de pro y oyendo hablar de las cosas que corresponden a los gentileshombres, y máximamente a los enamorados, primero con admiración grandísima de todos en poco espacio de tiempo, no solamente aprendió las primeras letras, sino que llegó a ser de gran valor entre los filósofos; y después de esto, siendo razón de todo aquello el amor que tenía a Ifigenia, no solamente la voz bronca y rústica redujo a educada y ciudadana, sino que llegó a ser maestro de canto y de música, y en el cabalgar y en las cosas bélicas, tanto marinas como de tierra, expertísimo y valeroso llegó a ser. Y en breve, para no contar en detalle todas las cosas de su virtud, no había pasado el cuarto año desde el día de su primer enamoramiento cuando había llegado a ser el más gallardo y el más cortés y el que tenía más particulares virtudes entre los otros jóvenes que hubiera en la isla de Chipre.

¿Qué es, amables señoras, lo que hemos de pensar de Cimone? Ciertamente, no otra cosa sino que las altas virtudes por el cielo infundidas en su valerosa alma habían sido por la envidiosa fortuna en una pequeñísima parte de su corazón con lazos fortísimos atadas y encerradas, los cuales todos Amor rompió e hizo pedazos, como que era mucho más poderoso que ella; y como animador de los adormecidos ingenios, a aquéllos, oscurecidos por crueles tinieblas, con su fuerza arrastró a la clara luz mostrando abiertamente de qué lugar arrastra a los espíritus sujetos a él y a cuál los conduce con sus rayos.

Cimone, pues, por mucho que en amar a Ifigenia en algunas cosas, así como suelen hacer los jóvenes amantes, exagerase, no por ello Aristippo, considerando que Amor lo había hecho de borrego transformarse en persona, no sólo no dejaba pacientemente de ayudarlo sino que le animaba a seguir en todo su voluntad. Pero Cimone, que rehusaba ser llamado Galeso por acordarse de que así lo había llamado Ifigenia, queriendo dar honesto fin a su deseo, muchas veces hizo sondear a Cipseo, padre de Ifigenia, para que se la diese por mujer, pero Cipseo repuso siempre que se la había prometido a Pasimundas, noble joven rodense a quien entendía no faltar.

Y habiendo llegado el tiempo de las pactadas nupcias de Ifigenia, y habiendo mandado a por ella su esposo, se dijo Cimone:

«Ahora es tiempo de mostrar, oh Ifigenia, cuánto eres amada por mí. Por ti me he hecho un hombre y si puedo tenerte no dudo que me convertiré en más glorioso que algún dios; y con certeza o te tendré o moriré.» Y dicho esto, ocultamente a algunos nobles jóvenes pidiendo ayuda, que eran sus amigos, y haciendo secretamente armar un barco con todas las cosas oportunas para la batalla naval, se hizo a la mar, en espera del barco que debía transportar a Ifigenia a su esposo en Rodas. La cual, luego de muchos honores que le hicieron su padre y los amigos de su esposo, hecha a la mar, hacia Rodas enderezaron la proa y salieron.

Cimone, que no se dormía, al día siguiente con su barco la alcanzó, y de lo alto de la proa a los que en el barco de Ifigenia iban, gritó fuerte:

_Deteneos, arriad las velas, o esperad ser vencidos y hundidos en el mar.

Los adversarios de Cimone habían traído las armas a cubierta y se preparaban a defenderse; por lo que Cimone, tomando, después de las palabras, un arpón de hierro, sobre la popa de los rodenses, que se alejaban deprisa, lo echó y la proa de su barco lo sujetó con fuerza; y fiero como un león, sin esperar a ser seguido por nadie, sobre la nave de Rodas saltó, como si a todos tuviera por nadie; y espoleándolo Amor, con maravillosa fuerza entre los enemigos se arrojó con un cuchillo en la mano y ora a éste ora a aquél hiriendo, como a ovejas los abatía. Lo que viendo los rodenses, arrojando en tierra las armas, casi al unísono se declararon prisioneros.

A los que Cimone dijo:

_Jóvenes, ni deseo de botín ni enojo contra vosotros me hizo partir de Chipre para asaltaros en medio del mar con mano armada: lo que me movió es para mí grandísima cosa de conseguir y para vosotros fácil de conceder con paz, y es Ifigenia, sobre todas las cosas por mí amada, a quien no pudiendo obtener de su padre como amigo y en paz, a vosotros como enemigo y con las armas me ha empujado Amor a quitárosla; y porque entiendo ser yo para ella lo que debía ser vuestro Pasimundas, dádmela, e idos con la gracia de Dios.

Los jóvenes, a quienes más la fuerza que la liberalidad obligaba, a Ifigenia, lacrimosa, concedieron a Cimone; el cual, viéndola llorar, le dijo:

_Noble señora, no te aflijas; soy tu Cimone, que por un largo amor mucho más he merecido tenerte que Pasimundas por una palabra dada.

Volvióse, pues, Cimone, habiéndola ya hecho llevar sobre su nave, sin tocar nada más de los rodenses, con sus compañeros, y los dejó marchar. Cimone entonces, más que ningún otro hombre contento con la adquisición de tan cara prenda, luego de que algún tiempo hubo empleado en consolarla a ella, que lloraba, deliberó con sus compañeros que no era el caso de volver a Chipre por el momento, por lo que, de común consejo, todos hacia Creta, donde casi todos ellos y máximamente Cimone, por parentescos viejos y recientes y por muchos amigos creían que estarían seguros junto con Ifigenia, enderezaron la proa de su nave. Pero la fortuna, que asaz fácilmente había otorgado a Cimone la consecución de la mujer, inconstante, súbitamente en triste y amargo llanto mudó la indecible alegría del enamorado joven.

No habían todavía pasado cuatro horas desde que Cimone había dejado a los rodenses cuando, llegando la noche (que Cimone esperaba más placentera que ninguna de las pasadas antes) junto con ella se levantó un temporal bravísimo y tempestuoso que al cielo con nubes y al mar con perniciosos vientos llenó; por la cual cosa ni podía nadie ver qué hacer ni adónde ir, ni siquiera mantenerse en cubierta para buscar algún remedio. Cuánto dolió esto a Cimone no hay que preguntárselo. Parecía que los dioses le hubiesen concedido su deseo para que más doloroso le fuese el morir, de lo que sin aquello poco se hubiese preocupado antes. Se dolían del mismo modo sus compañeros, pero sobre todos se dolía Ifigenia, llorando fuertemente y temiendo cada sacudida de las olas, y en su llanto ásperamente maldecía el amor de Cimone y se quejaba de su atrevimiento, afirmando que por ninguna otra cosa había nacido aquel tempestuoso azar sino porque los dioses no querían que aquel que contra su gusto quería tenerla por esposa pudiera gozar de su presuntuoso deseo sino que, viéndola primero morir a ella, él después muriese miserablemente.

Con tales lamentos y con otros mayores no sabiendo los marineros qué hacerse, haciéndose el viento cada vez más fuerte, sin saber ni distinguir adónde iban, llegaron junto a la isla de Rodas; y no sabiendo sin embargo qué isla fuese aquélla, con todo ingenio se esforzaron, para salvar sus vidas en llegar a tierra si se podía. A lo cual fue favorable la fortuna y los condujo a un pequeño seno del mar adonde poco antes que ellos los rodenses dejados libres por Cimone habían llegado con su nave; y antes de apercibirse de haber anclado en la isla de Rodas, se vieron (al salir la aurora y hacer el cielo algo más claro) como vecinos por un tiro de arco del barco que el día anterior habían dejado libre, de la cual cosa Cimone, angustiado sin medida, temiendo que le sucedería lo que le sucedió, mandó que se pusiera todo esfuerzo en salir de allí e ir a donde la fortuna los llevase porque en ninguna parte podían estar peor que aquí.

Se hicieron grandes esfuerzos para poder salir de allí, pero en vano: el viento poderosísimo los empujaba al lado contrario hasta el punto de que no sólo no pudieron salir del pequeño golfo, sino que, quisieran o no, los empujó a tierra. Y al llegar a ella fueron reconocidos por los marineros rodenses que habían descendido de su nave, de los cuales rápidamente alguno corrió a una hacienda cercana adonde habían ido los nobles jóvenes rodenses y les contó que allí Cimone con Ifigenia a bordo de su nave habían llegado por azar del mismo modo que ellos. Éstos, al oírlo, contentísimos, tomando a muchos de los hombres de la hacienda, prestamente fueron al mar; y Cimone, que ya en tierra con los suyos había tomado la decisión de huir a algún bosque cercano, todos juntos con Ifigenia fueron presos y llevados a la hacienda, y de allí, venido de la ciudad Lisímaco, sobre quien reposaba aquel año la suma magistratura de los rodenses, con grandísima compañía de hombres de armas, a Cimone y a todos sus compañeros se llevó a prisión, como Pasimundas, a quien las noticias habían llegado, había ordenado querellándose ante el senado de Rodas. Y de tal guisa el mísero y enamorado Cimone perdió a su Ifigenia ganada por él poco antes sin haberle quitado más que algún beso.

Ifigenia fue recibida y confortada por muchas mujeres nobles de Rodas, tanto por el dolor sufrido en su captura como por la fatiga pasada en el airado mar, y junto a ellas se estuvo hasta el día fijado para sus bodas. A Cimone y a sus compañeros, por la libertad que habían dado el día antes a los jóvenes rodenses, les fue concedida la vida, que Pasimundas solicitaba con todas sus fuerzas que les fuera quitada, y a prisión perpetua fueron condenados; en la cual, como puede creerse, dolorosos estaban y sin esperanza ya de ningún placer. Pasimundas cuanto podía la preparación de las futuras nupcias solicitaba; pero la fortuna, como arrepentida de la súbita injuria hecha a Cimone, obró un nuevo accidente en favor de su salud.

Tenía Pasimundas un hermano menor en edad que él, pero no en virtud que tenía por nombre Orínisda, que había estado en largas negociaciones para tomar por mujer a una joven noble y hermosa de la ciudad, que se llamaba Casandra, a quien Lisímaco sumamente amaba; y se había aplazado el matrimonio muchas veces por distintos accidentes. Ahora, viéndose Pasimundas a punto de celebrar sus nupcias con grandísima fiesta, pensó que óptimamente estaría si en aquella misma fiesta, para no volver de nuevo a los gastos y a los festejos, pudiera hacer que Orínisda semejantemente tomara mujer, por lo que con los parientes de Casandra renovó las conversaciones y las llevó a término, y él junto con el hermano decidieron que el mismo día que Pasimundas se llevase a Ifigenia, el mismo Orínisda se llevase a Casandra. La cual cosa oyendo Lisímaco, sobremanera le desagradó porque se veía privado de su esperanza, según la cual pensaba que si Orínisda no la desposaba, ciertamente la obtendría él; pero como prudente, tuvo escondido su dolor y empezó a pensar de qué manera podría impedir que aquello tuviera lugar, y no vio ninguna vía posible sino raptarla. Esto le pareció fácil por el cargo que tenía, pero mucho más deshonroso lo juzgaba que si no hubiera tenido aquel cargo; pero en resumen, después de larga deliberación, la honestidad cedió el lugar al amor y tomó el partido de que, sucediera lo que sucediese, raptaría a Casandra.

Y pensando en la compañía que para hacer aquello necesitaba y de la manera en que debla procederse, se acordó de Cimone, a quien tenía prisionero junto con sus compañeros, e imaginó que ningún otro compañero mejor ni más leal podía tener que Cimone en este asunto; por lo que la noche siguiente ocultamente le hizo venir a su cámara y comenzó a hablarle de esta guisa:

_Cimone, así como los dioses son óptimos y liberales donantes de las cosas a los hombres, así son sagacísimos probadores de su virtud, y a quienes encuentran firmes y constantes en todos los casos, como a los más valerosos hacen dignos de las más altas recompensas. Ellos han querido una prueba de tu virtud más cierta que aquella que pudiste mostrar dentro de los límites de la casa de tu padre, a quien sé abundantísimo en riquezas; y primero con las punzantes solicitudes de amor te hicieron hombre de insensato animal (tal como he sabido), y luego con dura fortuna y al presente con dolorosa prisión quieren ver si tu ánimo cambia de lo que era cuando por poco tiempo te sentiste feliz con la ganada presa; el cual si es el mismo que fue, nada tan feliz te concedieron como lo que al presente se preparan a darte, lo cual, para que recobres las usadas fuerzas y te sientas animoso, entiendo mostrarte. Pasimundas, contento con tu desgracia y solicito procurador de tu muerte, cuanto puede se apresura a celebrar las bodas con tu Ifigenia para gozar en ellas de la presa que primero una alegre fortuna te había concedido y súbitamente airada te quitó; la cual cosa, cuánto tiene que dolerte, si amas como yo creo, por mí mismo lo conozco, a quien igual injuria que la tuya se prepara a hacerme el mismo día su hermano Orínisda con Casandra, a quien yo amo sobre todas las cosas. Y para escapar a tanta injuria y a tanto dolor de la fortuna ninguna vía veo que quede abierta sino la virtud de nuestros ánimos y de nuestras diestras con las que debemos mantener las espadas y abrirnos camino, tú para el segundo rapto, y yo para el primero de nuestras señoras; por lo que si tú, no quiero decir tu libertad (de la que poco creo que te preocupes sin tu señora), sino si a tu señora quieres recuperar, en tus manos la han puesto los dioses si quieres seguirme en mi empresa.

Estas palabras hicieron volver a Cimone todo el perdido ánimo, y sin demasiado respiro tomarse para responder, dijo:

_Lísimaco, ni más fuerte ni más fiel compañero que yo puedes tener en tal cosa si es que de ella se seguirá para mí lo que dices; y por ello lo que te parece que tenga que hacer ordénamelo y verás que lo hago con maravillosa fuerza.

A quien Lísimaco dijo:

_El tercer día a partir de hoy, entrarán por vez primera las nuevas esposas en casa de sus maridos, donde tú armado con tus compañeros y yo con algunos de los míos en los que más confío, al caer la tarde entraremos, y raptándolas en medio del convite, a una nave que he hecho aprestar secretamente las llevaremos matando a cualquiera que se atreva a hacernos frente.

Gustó la orden a Cimone y, callado, hasta el tiempo acordado estuvo en la prisión. Llegado el día de las bodas, la pompa fue grande y magnífica, y por todas partes la casa de los dos hermanos estaba en fiesta. Habiendo preparado Lísimaco todas las cosas oportunas, a Cimone y sus compañeros y semejantemente a sus amigos, todos armados bajo sus vestidos, cuando le pareció oportuno y habiéndolos primero con muchas palabras animado a su propósito, dividió en tres partes, de las cuales cautamente a una mandó al puerto para que nadie pudiera impedir el subir a la nave cuando lo necesitasen; y con las otras dos venidos a la casa de Pasimundas, a una dejó a la puerta para que ninguno pudiera encerrarlos dentro e impedir su salida, y con el remanente, junto con Cimone, subió por las escaleras.

Y llegados ya a la sala donde las nuevas esposas con muchas otras señoras ya a la mesa se habían sentado para comer ordenadamente, echándose hacia adelante y tirando al suelo las mesas, cada uno cogió a la suya y, poniéndolas en brazos de sus compañeros, mandaron que a la preparada nave las llevasen inmediatamente. Las recién casadas empezaron a llorar y a gritar e igualmente las otras mujeres y servidores; y repentinamente todo se llenó de voces y de llanto. Pero Cimone y Lisímaco y sus compañeros, sacando las espadas, sin que nadie se enfrentase a ellos, dejándoles todos paso, hacia la escalera se volvieron; y bajando por ella corrió a ellos Pasimundas que con un gran bastón en la mano corría al ruido, al que animosamente Cimone con su espada golpeó en la cabeza y se la partió por medio, y le hizo caer muerto a sus pies; corriendo en ayuda del cual el mísero Orínisda, igualmente fue muerto por uno de los golpes de Cimone, y algunos otros que acercarse quisieron por los compañeros de Lísimaco y de Cimone fueron heridos y rechazados. Éstos, dejando la casa llena de sangre y de alboroto y de llanto y de tristeza, sin ningún obstáculo, apretando su botín, llegaron a la nave; y poniendo en ella a las mujeres y subiendo ellos y todos sus compañeros, estando ya la playa llena de gente armada que a rescatar a las señoras venía, dando los remos al agua, alegremente se fueron a lo suyo.

Y llegados a Creta, allí por muchos amigos y parientes alegremente recibidos fueron, y casándose con las mujeres haciendo una gran fiesta, alegremente de su botín gozaron. En Chipre y en Rodas hubo alborotos y riñas grandes y durante mucho tiempo por sus hechos; por último, mediando en un lugar y en otro los amigos y los parientes, encontraron el modo de que, luego de algún exilio, Cimone con Ifigenia, contento, volviese a Chipre y Lísimaco del mismo modo con Casandra se volvió a Rodas; y cada uno alegremente con la suya vivió largamente contento en su tierra.

NOVELA SEGUNDA Costanza ama a Martuccio Gmito y, oyendo que había muerto, desesperada se sube sola a una barca, la cual por el viento es transportada a Susa; lo encuentra vivo en Túnez, se descubre a él, y él, estando en gran privanza con el rey por los consejos que le ha dado, casándose con ella, rico, se vuelve con ella a Lípari. La reina, viendo terminada la historia de Pánfilo, después de haberla alabado mucho, ordenó a Emilia que, diciendo una, continuase; la cual comenzó así:

Todos debemos con razón deleitarnos con las cosas que vemos seguidas por el galardón que merecen los afectos; y porque amar más merece deleite que aflicción a largo término, con mucho mayor placer mío al hablar de la presente materia obedeceré a la reina de lo que en la precedente hice al rey.

Debéis, pues, delicadas señoras, saber que junto a Sicilia hay una islita llamada Lípari, en la cual, no hace aún mucho tiempo, hubo una bellísima joven llamada Costanza, nacida en la isla de gentes muy honradas, de la cual un joven que en la isla había, llamado Martuccio Gomito, asaz gallardo y cortés y valioso en su oficio, se enamoró. La cual tanto por él se inflamó de igual manera que nunca sentía ningún bien sino cuando lo veía, y deseando Martuccio tenerla por mujer, la hizo pedir a su padre, el cual contestó que él era pobre y por ello no quería dársela.

Martuccio, despechado al verse rehusado por su pobreza, con algunos amigos y parientes armando un barco, juró no volver jamás a Lípari sino rico; y partiendo de allí, comenzó a piratear costeando Berbería, robando a cualquiera que pudiese menos que él; en la cual cosa bastante favorable le fue la fortuna, si hubiera sabido poner límite a su ventura. Pero no bastándole que él y sus compañeros se hubiesen hecho riquísimos en poco tiempo, mientras buscaban enriquecerse más, sucedió que por algunos barcos sarracenos luego de larga defensa, con sus compañeros fue preso y robado, y por 1a mayor parte de los sarracenos despedazado y hundido su barco, él, llevado a Túnez, fue puesto en prisión y tenido en larga miseria. Llegó a Lípari no por una ni por dos, sino por muchas y diversas personas la noticia de que todos aquellos que con Martuccio había en el barquichuelo se habían anegado.

La joven, que sin medida estaba triste por la partida de Martuccio, oyendo que con los otros había muerto, largamente lloró, y decidió no seguir viviendo, y no sufriéndole su corazón matarse a sí misma con violencia, pensó una rara obligación imponer a su muerte; y saliendo secretamente una noche de su casa y llegando al puerto, halló por acaso, un tanto separada de las otras naves, una navecilla de pescadores, a la cual, porque acababan de bajarse de ella sus patrones, encontró provista de mástil y de remos.

Y subiendo en ella prestamente y con los remos empujándose un tanto por el mar, algo conocedora del arte marinero como lo son generalmente todas las mujeres de aquella isla, izó la vela y arrojó los remos y el timón y se entregó por completo al viento, pensando que por necesidad debía suceder o que el viento a la barca sin carga y sin piloto volcase, o que contra algún escollo la arrojase y rompiera; con lo que ella, aunque salvarse quisiera, no pudiese y por necesidad se ahogara; y tapándose la cabeza con un manto, se echó sollozando en el fondo de la barca. Pero de muy distinta manera sucedió de lo que ella pensaba, porque siendo aquel viento que soplaba tramontano y asaz suave, y no habiendo casi oleaje, y sosteniéndose bien la barca, al siguiente día de la noche en que se había subido a ella, al atardecer, a unas cien millas más allá de Túnez a una playa vecina a una ciudad llamada Susa la llevó.

La joven no advertía estar en la tierra más que en el mar, como quien nunca por ningún accidente había levantado la cabeza ni entendía levantarla. Y había por acaso entonces, cuando la barca golpeó la orilla, una pobre mujer junto al mar, que quitaba del sol las redes de sus pescadores; la cual, viendo la barca, se maravilló de cómo con la vela desplegada la hubiese dejado dar en tierra; y pensando que en ella los pescadores dormían, fue a la barca y a ninguna otra persona vio sino a esta joven, y a ella, que profundamente dormía, llamó muchas veces, y al fin la hizo despertarse, y conociendo en el vestir que era cristiana, hablándola en ladino le preguntó cómo era que tan sola en aquella barca hubiera llegado allí.

La joven, oyéndola hablar ladino, temió que tal vez otro viento la hubiera devuelto a Lípari, y poniéndose súbitamente en pie miró alrededor, y no conociendo la comarca y viéndose en tierra, preguntó a la buena mujer que dónde estaba.

Y la buena mujer le respondió:

_Hija mía, estás cerca de Susa en Berbería.

Oído lo cual, la joven, pesarosa de que Dios no había querido mandarle la muerte, temiendo el deshonor y no sabiendo qué hacerse, junto a su barca sentándose, comenzó a llorar. La buena mujer, viendo esto, sintió piedad de ella, y tanto le rogó que se la llevó a su cabaña; y tanto la lisonjeó allí que ella le dijo cómo había llegado hasta allí, por lo que, viendo la buena mujer que estaba todavía en ayunas, su duro pan y algún pez y agua le preparó, y tanto la rogó que comió un poco. Luego preguntó Costanza quién era a la buena mujer que así hablaba ladino; y ella le dijo que de Trápani era y que tenía por nombre Carapresa y que allí servía a algunos pescadores cristianos.

La joven, al oír decir «Carapresa», por muy apesadumbrada que estuviera, y no sabiendo ella misma qué razón le movía a ello, sintió que era buen augurio haber oído este nombre, y comenzó a sentir esperanzas sin saber de qué y a sentir cesar un tanto el deseo de la muerte; y sin manifestar quién era ni de dónde, rogó insistentemente a la buena mujer que por amor de Dios tuviera misericordia de su juventud y que le diese algún consejo con el cual pudiera escapar de que le hicieran algún daño.

Carapresa, al oírla, a guisa de buena mujer, dejándola en la cabaña, prestamente recogió sus redes y volvió con ella, y cubriéndola toda con su mismo manto, la llevó con ella a Susa, y llegada allí, dijo:

_Costanza, yo te llevaré a casa de una buenísima señora sarracena a quien sirvo muchas veces en lo que necesita, y es una señora anciana y misericordiosa; te recomendaré a ella cuanto pueda y estoy certísima de que te recibirá de grado y te tratará como a una hija, y tú, estando con ella, te las ingeniarás como puedas, sirviéndola, para conseguir su gracia hasta que Dios te mande mejor ventura.

Y como lo dijo, lo hizo. La señora, que era ya vieja, después de oírla, miró a la joven a la cara y empezó a llorar, y asiéndola, la besó en la frente y luego, de la mano, la llevó a su casa, en la cual, con algunas otras mujeres vivía sin hombre alguno, y todas trabajaban en diversas cosas con sus manos, haciendo distintos trabajos de seda, de palma, de cuero; de los que la joven en pocos días aprendió a hacer alguno y con ellas comenzó a trabajar, y en tanta gracia y amor llegaron a tenerla la buena señora y las otras, que era cosa maravillosa, y en poco espacio de tiempo, enseñándosela ellas, aprendió su lengua.

Viviendo, pues, la joven en Susa, habiendo sido ya en su casa llorada por perdida y muerta, sucedió que, siendo rey de Túnez uno que se llamaba Meriabdelá, un joven de gran linaje y de mucho poder que había en Granada, diciendo que le pertenecía a él el reino de Túnez, reunida grandísima multitud de gente contra el rey de Túnez se vino, para arrojarlo del reino.

Y llegando estas cosas a los oídos de Martuccio Gomito en la prisión, el cual muy bien sabía el berberisco, y oyendo que el rey de Túnez se esforzaba muchísimo en defenderla, dijo a uno de aquellos que a él y a sus compañeros guardaban:

_Si yo pudiera hablar al rey, me da el corazón que le daría un consejo con el cual ganaría la guerra.

El guardián dijo estas palabras a su señor, el cual al rey las contó incontinenti; por lo cual, el rey mandó que le fuera llevado Martuccio; y preguntándole cuál era su consejo, le respondió así:

_Señor mío, si he mirado bien en otros tiempos que he estado en estas tierras vuestras la manera en que tenéis vuestras batallas, me parece que más con arqueros que otra cosa las libráis; y por ello, si encontrase el modo de que a los arqueros de vuestro adversario les faltasen saetas y que los vuestros tuvieran de ellas en abundancia, creo que venceríais vuestra batalla.

Y el rey le dijo:

_Sin duda si esto pudiera hacerse, creería ser vencedor.

Y Martuccio le dijo:

_Señor mío, si lo queréis, esto podrá hacerse, y oíd cómo: vosotros debéis hacer cuerdas mucho más delgadas para los arcos de vuestros arqueros que las que son por todas usadas comúnmente, y luego mandar hacer saetas cuyas muescas no sean buenas sino para estas cuerdas delgadas; y esto conviene hacerlo tan secretamente que vuestro adversario no lo sepa, porque de otra manera encontraría un remedio. Y la razón por la que os digo esto es ésta: luego que los arqueros de vuestro enemigo hayan lanzado sus saetas y los vuestros las vuestras, sabed que las que los vuestros hayan lanzado tendrán que recogerlas vuestros enemigos, para seguir la batalla, y los vuestros tendrán que recoger las suyas; pero los adversarios no podrán usarlas saetas lanzadas por los vuestros porque las pequeñas muescas no entrarán en las cuerdas gruesas, mientras a los vuestros sucederá lo contrario con las saetas de vuestros enemigos, porque en las cuerdas delgadas entrarán óptimamente las saetas que tengan anchas muescas; y así los vuestros tendrán gran acopio de saetas mientras los otros tendrán falta de ellas.

Al rey, que era sabio señor, agradó el consejo de Martuccio, y siguiéndole enteramente, con él encontró haber ganado la guerra, con lo que sumamente Martuccio consiguió su gracia y, por consiguiente, un grande y rico estado. Corrió la fama de estas cosas por el país y llegó a oídos de Costanza que Martuccio Gomito estaba vivo, a quien largamente había creído muerto; por lo que el amor por él, ya entibiado en su corazón frío, con pronta flama se inflamó de nuevo y se hizo mayor y la muerta esperanza suscitó. Por lo cual a la buena señora con quien vivía manifestó todos sus asuntos, y le dijo que deseaba ir a Túnez para saciar sus ojos con aquello que los oídos por las recibidas noticias le habían hecho deseosa. La cual alabó mucho su deseo, y como si hubiese sido su madre, subiendo a una barca, con ella se fue a Túnez, donde con Costanza en casa de una pariente suya fue recibida honradamente.

Y habiendo ido con ella Carapresa, la mandó a escuchar lo que pudiera saberse de Martuccio; y encontrando que estaba vivo y en gran estado y contándoselo, plugo a la noble señora ser ella quien significase a Martuccio que allí en su busca había venido su Costanza; y yendo un día a donde Martuccio estaba, le dijo:

_Martuccio, a mi casa ha llegado un servidor tuyo que viene de Lípari y querría secretamente hablarte; y por ello, por no confiarse a los otros, tal como él ha querido, yo mismo he venido a decírtelo.

Martuccio le dio las gracias y tras ella se fue a su casa. Cuando la joven lo vio, cerca estuvo de morir de alegría, y no pudiendo contenerse, súbitamente con los brazos abiertos se le echó al cuello y lo abrazó, y por lástima de los infortunios pasados y por la alegría presente, sin poder nada decir, tiernamente comenzó a llorar.

Martuccio, viendo a la joven, un tanto se quedó sin palabra de la maravilla, y luego, suspirando, dijo:

_¡Oh, Costanza mía! ¿Estás viva? Hace mucho tiempo que oí que habías muerto y en nuestro país de ti nada se sabía.

Y dicho esto, llorando tiernamente, la abrazó y la besó. Costanza le contó todas sus aventuras y el honor que había recibido de la noble señora con quien había estado. Martuccio, luego de muchos razonamientos, separándose de ella, a su señor se fue y todo le contó; esto es, sus azares y los de la joven, añadiendo que, con su licencia, entendía según nuestra fe casarse con ella.

El rey se maravilló de estas cosas, y haciendo venir a la joven y oyéndole que era tal como Martuccio había dicho, dijo:

_Pues muy bien lo has ganado por marido.

Y haciendo venir grandísimos y nobles presentes, parte le dio a ella y parte a Martuccio, dándoles licencia para hacer entre sí lo que más fuese del agrado de cada uno. Martuccio, honrada mucho la noble señora con quien Costanza había vivido, y agradeciéndole lo que en su servicio había hecho, y haciéndole tales presentes como a ella convenían y encomendándola a Dios, no sin muchas lágrimas de Costanza, se despidió; y luego, subiendo a un barquito con licencia del rey, y con su Carapresa, con próspero viento volvieron a Lípari, donde hubo tan gran fiesta como nunca decir se podría. Allí Martuccio se caso con ella e hizo grandes y hermosas bodas, y luego con ella, en paz y en reposo, largamente gozaron de su amor.

NOVELA TERCERA Pietro Boccamazza se escapa con Agnolella; se encuentra con ladrones, la joven huye por un bosque y es conducida a un castillo, Pietro es apresado y se escapa de manos de los ladrones, y luego de algunos accidentes llega al castillo donde estaba Agnolella, y casándose con ella, con ella vuelve a Roma. No hubo nadie entre todos que la historia de Emilia no alabase, la que viendo la reina que había terminado, volviéndose a Elisa le ordenó que continuase ella; y ella, deseosa de obedecer, comenzó:

A mí se me pone delante, encantadoras señoras, una mala noche que pasaron dos jovencillos poco prudentes; pero porque le siguieron muchos días felices, como está de acuerdo con nuestro argumento, me place contarla.

En Roma, que como hoy es la cola antes fue la cabeza del mundo, hubo un joven hace poco tiempo, llamado Pietro Boccamazza, de familia muy honrada entre las romanas, que se enamoró de una hermosísima y atrayente joven llamada Agnolella, hija de uno que tuvo por nombre Gigliuozzo Saullo, hombre plebeyo pero muy querido a los romanos. Y amándola, tanto hizo, que la joven comenzó a amarle no menos que él la amaba. Pietro, empujado por ferviente amor, y pareciéndole que no debía sufrir más la dura pena que el deseo de ella le daba, la pidió por mujer; la cual cosa, al saberla sus parientes, fueron adonde él y le reprocharon mucho lo que quería hacer; y por otra parte hicieron decir a Gigliuozzo Saullo que de ninguna manera atendiese a las palabras de Pietro porque, si lo hacía, nunca como amigo le tendrían sus parientes.

Pietro, viéndose el vedado camino por el que sólo creía poder conseguir su deseo, quiso morirse de dolor, y si Gigliuozzo lo hubiera consentido, contra el gusto de todos los parientes que tenía hubiese tomado por mujer a su hija; pero como no fue así, se le puso en la cabeza que, si a la joven le placiere, haría que aquello tuviese lugar, y por persona interpuesta conociendo que le placía, se puso de acuerdo con ella para huir de Roma. Y planeado aquello, Pietro, una mañana, levantándose tempranísimo, junto con ella montó a caballo y se pusieron en camino hacia Anagni, donde Pietro tenía algunos amigos en los cuales confiaba mucho; y cabalgando así, no teniendo tiempo de hacer las bodas porque temían ser seguidos, hablando. sobre su amor, alguna vez el uno besaba al otro.

Ahora, sucedió que, no conociendo Pietro muy bien el camino, cuando estuvieron unas ocho millas lejos de Roma, debiendo tomar a la derecha, se fueron por un camino a la izquierda; y apenas habían cabalgado más de dos millas cuando se vieron cerca de un castillo del cual, habiéndolos visto, súbitamente salieron cerca de doce hombres de armas; y estando bastante cerca, la joven los vio, por lo que gritando dijo:

_¡Pietro, salvémonos que nos asaltan! Y como pudo, hacia un bosque grandísimo volvió su jaco y, apretándole las espuelas, sujetándose al arzón, sintiéndose el jaco aguijar, corriendo por aquel bosque la llevaba. Pietro, que más la cara de ella iba mirando que el camino, no habiéndose percatado pronto, como ella, de los hombres que venían, fue alcanzado por ellos y preso y obligado a bajar del jaco; y preguntándole quién era, empezaron a deliberar entre ellos y a decir:

_Éste es de los amigos de nuestros enemigos; ¿qué hemos de hacer sino quitarle estas ropas y este jaco y, por desagradar a los Orsini, colgarlo de una de estas encinas? Y estando todos de acuerdo con esta decisión, habían mandado a Pietro que se desnudase; y estando él desnudándose, ya adivinando todo su mal, sucedió que una cuadrilla de bien veinticinco hombres de armas que estaban en acecho súbitamente se les echaron encima a aquéllos gritando:

_¡Mueran, mueran! Los cuales, sorprendidos por aquello, dejando a Pietro, se volvieron en su defensa, pero viéndose mucho menos que los asaltantes, comenzaron a huir, y éstos a seguirlos, la cual cosa viendo Pietro, súbitamente cogió sus cosas y saltó sobre su jaco y comenzó a huir cuanto pudo por el camino por donde había visto que la joven había huido.

Pero no viendo por el bosque ni camino ni sendero, ni distinguiendo huellas de caballo, después de que le pareció encontrarse a salvo y fuera de las manos de aquellos que le habían apresado y también de los otros por quienes ellos habían sido asaltados, no encontrando a su joven, más triste que ningún hombre, comenzó a llorar y a andarla llamando por aquí y por allí por el bosque; pero nadie le respondía, y él no se atrevía a volverse atrás, y andando por allí delante no sabía adónde iba a llegar; y, por otra parte, de las fieras que suelen habitar en los bosques tenía al mismo tiempo miedo por él y por su joven, a quien le parecía estar viendo estrangulada por un oso o un lobo.

Anduvo, pues, este desventurado Pietro todo el día por aquel bosque gritando y dando voces, a veces retrocediendo cuando creía que avanzaba; y ya entre el gritar y el llorar y por el miedo y por el largo ayuno, estaba tan rendido que más no podía. Y viendo llegada la noche, no sabiendo qué consejo tomar, encontrada una grandísima encina, bajando del jaco, lo ató a ella, y luego, para no ser por las fieras devorado por la noche, se subió a ella, y poco después, saliendo la luna y estando el tiempo clarísimo, no atreviéndose a dormir para no caer, aunque hubiera tenido la ocasión, el dolor y los pensamientos que tenía de su joven no le hubieran dejado; por lo que, suspirando y llorando y maldiciendo su desventura, velaba.

La joven, huyendo como decíamos antes, no sabiendo dónde ir sino donde su jaco mismo donde mejor le parecía la llevaba, se adentró tanto en el bosque que no podía ver el lugar por donde había entrado; por lo que no de otra manera de lo que había hecho Pietro, todo el día (ora esperando y ora andando), y llorando y dando voces, y doliéndose de su desgracia, por el selvático lugar anduvo dando vueltas.

Al fin, viendo que Pietro no venía, estando ya oscuro, dio junto a un senderillo, entrando por el cual y siguiéndolo el jaco, luego de que más de dos millas hubo cabalgado, desde lejos se vio delante de una casita, a la que lo antes que pudo se llegó; y allí encontró un buen hombre de mucha edad con su mujer que también era vieja; los cuales, cuando la vieron sola, dijeron:

_Hija, ¿qué vas haciendo tú sola a esta hora por este lugar? La joven, llorando, repuso que había perdido a su compañía en el bosque y preguntó a qué distancia estaba Anagni.

El buen hombre respondió:

_Hija mía, éste no es camino por donde ir a Anagni; hay más de doce millas desde aquí.

Dijo entonces la joven:

_¿Y dónde hay habitaciones en que poder albergarse? Y el buen hombre repuso:

_Habitaciones no hay en ningún lugar tan cercano que pudieses llegar antes que fuera de día.

Dijo entonces la joven:

_¿Os placería, puesto que a otro lugar ir no puedo, tenerme aquí por el amor de Dios esta noche? El buen hombre repuso:

_Joven, que te quedes con nosotros esta noche nos placerá, pero sin embargo queremos recordarte que por estas comarcas de día y de noche van muchas malas brigadas de amigos y enemigos que muchas veces nos causan gran daño y gran disgusto; y si por desgracia estando tú aquí viniera alguna, y viéndote hermosa y joven como eres te causaran molestias y deshonra, nosotros no podríamos ayudarte. Queremos decírtelo para que después, si ello sucediera, no puedas quejarte de nosotros.

La joven, viendo que la hora era tardía, aunque las palabras la asustasen, dijo:

_Si place a Dios, nos guardará a vos y a mí de este dolor, que si a pesar de ello me sucediera, es mucho menos malo ser desgarrada por los hombres que despedazada en los bosques por las fieras.

Y dicho esto, bajando de su rocín, entró en la casa del pobre hombre, y allí con ellos de lo que pobremente tenían cenó y luego, toda vestida, sobre una yacija, junto con ellos, se acostó a dormir; y en toda la noche no cesó de suspirar ni de llorar su desventura y la de Pietro, de quien no sabía qué debía esperar sino mal.

Y estando ya cerca la mañana, sintió un gran ruido de pasos de gente; por la cual cosa, levantándose, se fue a un gran patio que tenía detrás la pequeña casita, y viendo en una de las partes mucho heno, se fue a esconder dentro para que, si aquella gente llegase aquí, no la encontraran tan pronto. Y apenas acababa de esconderse del todo cuando aquéllos, que eran una gran brigada de hombres malvados, llegaron a la puerta de la casita; y haciendo abrir y entrando dentro, y encontrado el jaco de la joven todavía con la silla puesta, preguntaron quién había allí.

El buen hombre, no viendo a la joven, repuso:

_No hay nadie más que nosotros, pero este rocín, de quien se haya escapado, llegó ayer por la tarde a nosotros y lo metimos en la casa para que los lobos no lo comiesen.

_Pues _dijo el comandante de la compañía_ bueno será para nosotros, puesto que otro dueño no tiene.

Esparciéndose, pues, todos estos por la pequeña casa, una parte se fue al patio, y dejando en tierra sus lanzas y sus escudos de madera, sucedió que uno de ellos, no sabiendo qué hacer, arrojó su lanza en el heno y estuvo a punto de matar a la escondida joven, y ella a descubrirse porque la lanza le dio junto a la teta izquierda, tanto que el hierro le desgarró los vestidos con lo que ella estuvo a punto de lanzar un gran grito temiendo haber sido herida; pero acordándose de dónde estaba, recobrándose, se quedó callada.

La brigada, quién por aquí y quién por allá, habiéndoles cogido los cabritillos y la otra carne, y comido y bebido, se fueron a lo suyo y se llevaron el rocín de la joven.

Y estando ya bastante lejos, el buen hombre comenzó a preguntar a la mujer:

_¿Qué ha sido de la joven que ayer por la noche llegó aquí, que no la he visto desde que nos levantamos? La buena mujer respondió que no sabía, y estuvieron buscándola. La joven, sintiendo que aquéllos se habían ido, salió del heno; de lo que el buen hombre, muy contento, puesto que vio que no había dado en manos de aquéllos, y haciéndose ya de día, le dijo:

_Ahora que el día viene, si te place te acompañaremos hasta un castillo que está a cinco millas de aquí, y estarás en un lugar seguro; pero tendrás que venir a pie, porque esa mala gente que ahora se va de aquí, se ha llevado tu rocín.

La joven, sin preocuparse por ello, le rogó que al castillo la llevasen; por lo que poniéndose en camino, allí llegaron hacia mitad de tercia. Era el castillo de uno de los Orsini que se llamaba Liello de Campodiflore, y por ventura estaba allí su mujer, que era señora buenísima y santa; y viendo a la joven, prestamente la reconoció y la recibió con fiestas, y ordenadamente quiso saber cómo hubiera llegado aquí. La joven le contó todo.

La señora, que conocía también a Pietro, así como amigo de su marido que era, dolorosa estuvo del caso sucedido; y oyendo dónde había sido preso, pensó que habría sido muerto.

Dijo entonces a la joven.

_Puesto que es así que no sabes de Pietro, te quedarás aquí conmigo hasta que pueda mandarte a Roma con seguridad.

Pietro, estando sobre la encina lo más triste que puede estarse vio venir unos veinte lobos hacia la hora del primer sueño, los cuales todos en cuanto el jaco vieron lo rodearon. Sintiéndolos el rocín, levantando la cabeza, rompió las riendas y quiso darse a la huida, pero estando rodeado y no pudiendo, un gran rato con los dientes y con las patas se defendió; al final fue abatido y destrozado y rápidamente destripado, y apacentándose todos, no dejando sino los huesos, lo devoraron y se fueron. Con lo que Pietro, a quien parecía tener en el jaco una compañía y un sostén de sus fatigas, mucho se acoquinó y se imaginó que nunca más podría salir de aquel bosque; y siendo ya cerca del día, muriéndose de frío sobre la encina, como quien siempre miraba alrededor, vio cerca lo que parecía un grandísimo fuego; por lo que, al hacerse de día claro, bajando no sin miedo de la encina, se enderezó hacia allí y tanto anduvo que llegó a él, alrededor del cual encontró pastores que comían y se divertían, por los que por compasión fue recogido. Y luego de que hubo comido bien y se calentó, contada su desventura y cómo había llegado solo allí, les preguntó si en aquellos lugares había alguna villa o castillo adonde pudiese ir.

Los pastores le dijeron que a unas tres millas de allí estaba un castillo de Liello de Campodiflore, en el cual al presente estaba su mujer; de lo que Pietro contentísimo se puso y les rogó que alguno de ellos le acompañase hasta el castillo, lo que dos de ellos hicieron de buen grado. Llegado a él Pietro, y habiendo encontrado allí a un conocido suyo, tratando de buscar el modo de que la joven fuese buscada por el bosque, fue mandado llamar de parte de la señora; el cual, incontinenti, fue a ella, y al ver con ella a Agnolella, nunca contento hubo igual que el suyo.

Se consumía todo por ir a abrazarla, pero por vergüenza que le causaba la señora lo dejaba; y si él estuvo muy contento, la alegría de la joven al verlo no fue menor. La noble señora, acogiéndolo y festejándolo y oyéndole lo que sucedido le había, le reprendió mucho de lo que quería hacer contra el gusto de sus parientes; pero viendo que con todo estaba determinado a ello y que agradaba a la joven, dijo:

_¿De qué me preocupo yo? Éstos se aman, éstos se conocen; cada uno de ellos es igualmente amigo de mi marido, y su deseo es honrado, y creo que agrade a Dios; puesto que uno de la horca ha escapado y el otro de la lanza, y ambos dos de las fieras salvajes, hágase así.

Y volviéndose a ellos les dijo:

_Si esto tenéis en el ánimo, querer ser mujer y marido, yo también; hágase, y que las bodas aquí se preparen a expensas de Liello: la paz, después, entre vosotros y vuestros parientes bien sabré hacerla yo.

Contentísimo Pietro, y más Agnolella, se casaron allí, y como se puede hacer en la montaña, la noble señora preparó sus honradas bodas, y allí los primeros frutos de su amor dulcísimamente gustaron. Luego, de allí a algunos días, la señora junto con ellos montando a caballo, y bien acompañados, volvieron a Roma, donde, encontrando muy airados a los parientes de Pietro por lo que había hecho, con ellos los puso en paz; y él con mucho reposo y placer con su Agnolella hasta su vejez vivió.

NOVELA CUARTA Ricciardo Manardi es hallado por micer Lizio de Valbona con su hija, con la cual se casa, y con su padre queda en paz. Al callarse Elisa, las alabanzas que sus compañeras hacían de su historia escuchando, ordenó la reina a Filostrato que él hablase; el cual, riendo, comenzó:

He sido reprendido tantas veces por tantas de vosotras porque os impuse un asunto de narraciones crueles y que movían al llanto, que me parece (para restañar algo aquella pena) estar obligado a contar alguna cosa con la cual algo os haga reír; y por ello, de un amor que no tuvo más pena que algunos suspiros y un breve temor mezclado con vergüenza, y a buen fin llegado, con una historieta muy breve entiendo hablaros.

No ha pasado, valerosas señoras, mucho tiempo desde que hubo en la Romaña un caballero muy de bien y cortés que fue llamado micer Lizio de Valbona, a quien por acaso, cerca de su vejez, le nació una hija de su mujer llamada doña Giacomina; la cual, más que las demás de la comarca al crecer se hizo hermosa y placentera; y porque era la única que les quedaba al padre y a la madre sumamente por ellos era amada y tenida en estima y vigilada con maravilloso cuidado, esperando concertarle un gran matrimonio. Ahora, frecuentaba mucho la casa de micer Lizio y mucho se entretenía con él un joven hermoso y lozano en su persona, que era de los Manardi de Brettinoro, llamado Ricciardo, del cual no se guardaban micer Lizio y su mujer más que si hubiera sido su hijo; el cual, una vez y otra habiendo visto a la joven hermosísima y gallarda y de loables maneras y costumbres, y ya en edad de tomar marido, de ella ardientemente se enamoró, y con gran cuidado tenía oculto su amor. De lo cual, percibiéndose la joven, sin esquivar el golpe, semejantemente comenzó a amarle a él, de lo que Ricciardo estuvo muy contento.

Y habiendo muchas veces sentido deseos de decirle algunas palabras, y habiéndose callado por temor, sin embargo una vez, buscando ocasión y valor, le dijo:

_Caterina, te ruego que no me hagas morir de amor.

La joven repuso de súbito:

_¡Quisiera Dios que me hicieses tú más morir a mí! Esta respuesta mucho placer y valor dio a Ricciardo y le dijo:

_Por mí no quedará nada que te sea grato, pero a ti corresponde encontrar el modo de salvar tu vida y la mía.

La joven entonces dijo:

_Ricciardo, ves lo vigilada que estoy, y por ello no puedo ver cómo puedes venir conmigo; pero si puedes tú ver algo que pueda hacer sin que me deshonre, dímelo, y yo lo haré.

Ricciardo, habiendo pensado muchas cosas, súbitamente dijo:

_Dulce Caterina mía, no puedo ver ningún camino si no es que pudieras dormir o venir arriba a la galería que está junto al jardín de tu padre, donde, si supiese yo que estabas, por la noche sin falta me las arreglaría para llegar, por muy alta que esté.

Y Caterina le respondió:

_Si te pide el corazón venir allí creo que bien podré hacer de manera que allí duerma.

Ricciardo dijo que sí, y dicho esto, una sola vez se besaron a escondidas, y se separaron. Al día siguiente, estando ya cerca el final de mayo, la joven comenzó delante de la madre a quejarse de que la noche anterior, por el excesivo calor, no había podido dormir.

Dijo la madre:

_Hija, pero ¿qué calor fue ése? No hizo calor ninguno.

Y Caterina le dijo:

_Madre mía, deberíais decir «a mi parecer» y tal vez diríais bien; pero deberíais pensar en lo mucho más calurosas que son las muchachas que las mujeres mayores.

La señora dijo entonces:

_Hija, es verdad, pero yo no puedo hacer calor y frío a mi gusto, como tú parece que querrías; el tiempo hay que sufrirlo como lo dan las estaciones; tal vez esta noche hará más fresco y dormirás mejor.

_Quiera Dios _dijo Caterina_, pero no suele ser costumbre, yendo hacia el verano, que las noches vayan refrescándose.

_Pues _dijo la señora_, ¿qué vamos a hacerle? Repuso Caterina:

_Si a mi padre y a vos os placiera, yo mandaría hacer una camita en la galería que está junto a su alcoba y sobre su jardín, y dormiría allí oyendo cantar el ruiseñor; y teniendo un sitio más fresco, mucho mejor estaría que en vuestra alcoba.

La madre entonces dijo:

_Hija, cálmate; se lo diré a tu padre, y si él lo quiere así lo haremos. Las cuales cosas oyendo micer Lizio a su mujer, porque era viejo y quizá por ello un tanto malhumorado, dijo:

_¿Qué ruiseñor es ése con el que quiere dormirse? También voy a hacerla dormir con el canto de las cigarras.

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