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Resumen del libro Decameron (página 12)



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_¡Qué buena cosa! ¡Qué buena y santa mujer debe ser ésa! ¡Qué promesa de mujer honrada, que me habría confesado con ella, tan devota me parecía! Y peor que, siendo ya vieja, muy buen ejemplo da a las jóvenes. Maldita sea la hora en que vino al mundo y la tal que vive aquí, que debe ser mujer perfidísima y mala, universal vergüenza y vituperio de todas las mujeres de esta tierra, que olvidando su honestidad y la promesa hecha al marido y el honor de este mundo, a él, que es tal hombre y tan honrado ciudadano y que tan bien la trataba, por otro hombre no se ha avergonzado de injuriar, y a ella con él. Por mi salvación que de semejantes mujeres no habría que tener misericordia: habría que matarlas, habría que meterlas vivas en una hoguera y hacerlas cenizas.

Luego, acordándose de su amante que debajo del cesto muy cerca de allí tenía, comenzó a animar a Pietro a que se fuese a la cama, porque ya era hora. Pietro, que más gana tenía de comer que de dormir, preguntaba, sin embargo, si no había nada de cena, a lo que la mujer respondía:

_¡Si, cena va a haber! Acostumbramos a hacer cena cuando tú no estás. ¡Sí que soy yo la mujer de Hercolano! ¡Bah! ¿Por qué no te vas a dormir por esta noche? ¡Es lo mejor que podrías hacer! Sucedió que habiendo venido por la noche algunos labradores de Pietro con algunas cosas del pueblo, y habiendo dejado sus burros, sin darles de beber, en una pequeña cuadra que había junto a la galería, uno de los burros, que tenía muchísima sed, sacada la cabeza del cabestro, había salido de la cuadra y andaba olfateando todo por si encontraba agua; y yendo así llegó ante el cesto bajo el cual estaba el mancebo, el cual, como tenía que estar a gatas, había estirado los dedos de una de las manos en el suelo fuera del cesto, y tanta fue su suerte, o su desgracia si queremos, que este burro le puso encima la pata, por lo que, sintiendo un grandísimo dolor, dio un gran grito.

Oyendo el cual Pietro, se maravilló y se dio cuenta de que era dentro de la casa; por lo que, saliendo de la alcoba y sintiendo todavía quejarse a aquél, no habiendo todavía el burro levantado la pata de los dedos sino aplastándolos todavía fuertemente, dijo:

_¿Quién anda ahí? Y corriendo a la cesta, y levantándola, vio al joven, el cual, además de dolor que sentía porque el burro le aplastaba los dedos, temblaba de miedo de que Pietro le hiciera algún daño.

Y siendo reconocido por Pietro, como que Pietro por sus vicios había andado tras él mucho tiempo, preguntándole a él:

_¿Qué haces tú aquí? Nada le respondió sino que le rogó que por amor de Dios no le hiciese daño. El cual, siendo reconocido por Pietro, dijo:

_Levántate y no temas que te haga yo ningún daño: pero dime cómo has venido aquí y por qué.

El jovencillo le dijo todo; no menos contento Pietro de haberlo encontrado que dolida su mujer, cogiéndolo de la mano se lo llevó con él a la alcoba, en la cual la mujer con el mayor miedo del mundo lo esperaba.

Y sentándose Pietro frente a ella le dijo:

_Si tanto censurabas hace un momento a la mujer de Hercolano y decías que debían quemarla y que era vergüenza de todas vosotras, ¿cómo no lo decías de ti misma? O si no querías decirlo de ti, ¿cómo tenías el valor de decirlo de ella sabiendo que habías hecho lo mismo que ella había hecho? Seguro que nada te inducía a ello sino que todas sois iguales, y con culpar a las otras queréis tapar vuestras faltas: ¡que baje fuego del cielo y os queme a todas, raza malvada que sois! La mujer, viendo que para empezar no le había hecho daño más que de palabra, y pareciéndole que se derretía porque tenía de la mano a un jovencito tan hermoso, cobró valor y dijo:

_Segura estoy de que querrías que bajase fuego del cielo que nos quemase a todas, como que te gustamos tanto como a un perro los palos; pero por la cruz de Dios que no será así. Pero con gusto hablaré un poco contigo para saber de qué te quejas; y ciertamente que saldría bien si me comparas con la mujer de Hercolano, que es una vieja santurrona gazmoña y él le da todo lo que quiere y la quiere como se debe querer a la mujer, lo que a mí no me pasa. Que, aunque me vistas y me calces bien, bien sabes cómo ando de lo demás y cuánto tiempo hace que no te acuestas conmigo; y más querría andar vestida con harapos y descalza y que me tratases bien en la cama que tener todas estas cosas tratándome como me tratas. Y entiende bien, Pietro, que soy una mujer como las demás, y me gusta lo que a las otras, así que porque me lo busque yo si tú no me lo das no es para insultarme, por lo menos te respeto tanto que no me voy con criados ni con tiñosos.

Pietro se dio cuenta de que las palabras no cesarían en toda la noche, por lo que, como quien poco se preocupaba de ella, dijo:

_Calla ya, mujer: que te daré gusto en eso; bien harías en darnos de cenar algo, que me parece que este muchacho, igual que yo, no habrá cenado todavía.

_Claro que no _dijo la mujer_, que no ha cenado, que cuando tú llegaste en mala hora, nos sentábamos a la mesa para cenar.

_Pues anda _dijo Pietro_, danos de cenar y luego yo arreglaré las cosas de modo que no tengas que quejarte.

La mujer, levantándose al oír al marido contento, prestamente haciendo poner la mesa, hizo venir la cena que estaba preparada y junto con su vicioso marido y con el joven cenó alegremente. Después de la cena, lo que Pietro se proponía para satisfacción de los tres se me ha olvidado; pero bien sé que a la mañana siguiente en la plaza se vio el joven no muy seguro de a quién había acompañado más por la noche, si a la mujer o al marido. Por lo que tengo que deciros, señoras mías, que a quien te la hace se la hagas; y si no puedes, que no se te vaya de la cabeza hasta que lo consigas, para que lo que el burro da contra la pared lo mismo reciba.

Terminada, pues, la historia de Dioneo, por vergüenza menos reída de las señoras que por poca diversión, y conociendo la reina que había llegado el fin de su gobierno, poniéndose en pie y quitándose la corona de laurel se la puso en la cabeza a Elisa, diciéndole:

_A vos, señora, os corresponde ahora mandar.

Elisa, recibiendo el honor, como antes había sido hecho hizo: que, disponiendo con el senescal primeramente lo que era preciso para el período de su señorío, con contento de la compañía dijo:

_Ya hemos oído muchas veces que con palabras ingeniosas o con respuestas prontas muchos han sabido con la reprimenda merecida limar los dientes ajenos o evitar los peligros que se cernían sobre ellos; y porque la materia es buena y puede ser útil, quiero que mañana, con la ayuda de Dios, se discurra dentro de estos límites: es decir, sobre quien con algunas palabras ingeniosas se vengase al ser molestado, o con una pronta respuesta o algún invento escapase a la perdición o al peligro o al desprecio.

Esto fue muy alabado por todos, por lo cual la reina, poniéndose en pie les dio licencia a todos hasta la hora de la cena.

La honrada compañía, viendo a la reina levantada, se puso en pie y según la costumbre, cada uno se entregó a lo que más le gustaba. Pero al callar ya las cigarras, llamando a todos, se fueron a cenar; y terminada con alegre fiesta a cantar y a tocar todos se entregaron. Y habiendo ya, por deseo de la reina, comenzado Emilia una danza, a Dioneo le mandaron que cantase una canción, el cual prestamente comenzó: «Doña Aldruda, levantaos la cola, que buenas nuevas os traigo». De lo que todas las señoras comenzaron a reírse, y máximamente la reina, la cual le mandó que dejase aquélla y dijese otra.

Dijo Dioneo:

_Señora, si tuviese un cimbalo diría: «Alzaos las ropas, doña Lapa» o «Bajo el olivo hay hierba». ¿O querríais que cantase: «Las olas del mar me hacen tanto daño»? Pero no tengo címbalo, y por ello decidme cuál queréis de estas otras: ¿os gustaría: «Sal fuera que está podado como un mayo en la campiña»? Dijo la reina:

_No, di otra.

_Pues _dijo Dioneo_; diré: «Doña Simona embotella embotella; y no es el mes de octubre».

La reina, riendo, dijo:

_¡Ah, en mala hora!, di una buena, si te place, que no queremos ésa.

Dijo Dioneo:

_No, señora, no os enojéis, pero ¿cuál os gusta? Sé más de mil. ¿O que reís: «Éste mi nicho, si no lo pico» o «¡Ah, despacio, marido mío!» o «Me compraré un gallo de cien liras»? La reina entonces, un tanto enojada, aunque las demás riesen, dijo:

_Dioneo, deja las bromas y di una buena; y si no, podrías probar cómo sé enojarme.

Dioneo, oyendo esto, dejando las bromas, prestamente de tal guisa empezó a cantar:

Amor, la hermosa luzcon que sus bellos ojos me han heridoa ella y a ti me tiene ya rendido. De sus ojos se mueve el esplendorcon que mi corazón a arder se ha puestopor los míos pasando,y cuánto fuese grande tu valorsu bello rostro me hizo manifiesto,el cual, imaginando,sentí que me iba atandotodo poder, y que a ella era ofrecido,y ésta la causa de mi llanto ha sido. Así pues, en tu siervo transformadoestoy, señor, y así obediente esperoque me seas clemente;mas no sé si del todo ha adivinadomi fe entera y fervienteaquella que mi menteposee, que la paz, si no ha venidode ella no quiero, y nunca la he querido. Por eso, señor mío, yo te ruegoque, al mostrárselo, la hagas tú sentirtu fuego en su costadopara servirme, porque yo en tu fuegoamando me consumo, y de sufrirme siento ya postrado;y, cuando tú lo creas acertado,dale razón de mí como es debido;que me veré, si lo haces, complacido. Luego de que Dioneo, callando, mostró que su canción había terminado, hizo la reina decir muchas otras, sin dejar de haber alabado mucho la de Dioneo. Mas luego que parte de la noche hubo pasado, la reina, sintiendo que al calor del día había vencido la frescura de la noche, mandó que todos, hasta el día siguiente, se fuesen a descansar a gusto.

TERMINA LA QUINTA JORNADA

Sexta jornada

COMIENZA LA SEXTA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE ELISA, SE DISCURRE SOBRE QUIEN CON ALGUNAS PALABRAS INGENIOSAS SE RESARCE DE ALGÚN ATAQUE, O CON UNA RÁPIDA RESPUESTA U OCURRENCIA ESCAPA A LA PERDICIÓN O AL PELIGRO O AL DESHONOR.

Había la luna, estando ya en medio del cielo, perdido sus rayos, y ya con la nueva luz que llegaba estando claras todas las partes de nuestro mundo cuando, levantándose la reina, haciendo llamar a su compañía, algo se alejaron, con lento paso, del hermoso palacio paseándose entre el rocío, sobre una y otra cosa varios razonamientos teniendo, y disputando sobre la mayor y menor belleza de las historias contadas, y riéndose de nuevo de diversos sucesos contados en ellas, hasta que, levantándose más el sol y empezando a calentar, a todos pareció tener que volver a casa; por lo que, volviendo sobre sus pasos, allá se fueron.

Y allí, estando ya puestas las mesas y todo lleno de esparcidas hierbecillas olorosas y flores, antes de que el calor se hiciese mayor, por orden de la reina se pusieron a comer, y hecho esto con fiesta, antes de hacer otra cosa, cantadas algunas cancioncillas bellas y graciosas, quién se fue a dormir y quién a jugar a los dados y quién a las tablas; y Dioneo junto con Laureta sobre Troilo y Criseida se pusieron a cantar. Y llegada ya la hora de volver al consistorio, siendo todos llamados por la reina, como acostumbraban, en torno a la fuente se sentaron; y queriendo ya la reina mandar que se contase la primera historia sucedió algo que hasta entonces no había sucedido, y fue que por la reina y por todos fue oído un gran alboroto que las criadas y los servidores hacían en la cocina. Por lo que hecho llamar el senescal y preguntándole quién gritaba y cuál era la razón del alboroto, repuso que el alboroto era entre Licisca y Tíndaro pero que la razón no 1a sabía, como quien acababa de llegar a donde estaban para hacerlos callar cuando de parte suya lo habían llamado. Al cual mandó la reina que incontinenti hiciera venir aquí a Licisca y Tíndaro; venidos los cuales, preguntó la reina cuál era la razón de su alboroto.

Y queriéndole responder Tíndaro, Licisca, que sus años tenía y un tanto soberbia era, y calentada con el gritar, volviéndose a él con mal gesto, dijo:

_¡Ved este animal de hombre a lo que se atreve, donde estoy yo a hablar antes que yo! Deja que yo lo diga. _Y volviéndose a la reina, dijo:_ Señora, éste quiere saber más que yo de la mujer de Sicofonte, y ni más ni menos que si yo no la conociese, quiere que crea que la noche primera que Sicofonte se acostó con ella, micer Mazo entró en Montenegro por la fuerza y con derramamiento de sangre; y yo digo que no es verdad sino que entró pacíficamente y con gran placer de los de dentro. Y éste es tan animal que se cree demasiado que las jóvenes son tan tontas que están perdiendo el tiempo al cuidado del padre y los hermanos que de siete veces seis esperan a casarlas tres o cuatro años más de lo que deben. Hermano, ¡bien estarían si tuvieran que esperar tanto! Por Cristo que debo saber lo que me digo cuando lo juro, no tengo vecina yo que haya ido al marido doncella; y aun de las casadas bien sé cuántas y qué burlas hacen a los maridos; y este borrego quiere enseñarme a conocer a las mujeres, como si yo hubiera nacido ayer.

Mientras hablaba Licisca, se reían tanto las señoras que se les habrían podido sacar todos los dientes que tenían; y la reina ya la había mandado callar seis veces, pero no valía de nada: no paró hasta que hubo dicho lo que quería. Pero luego de que puso fin a sus palabras, la reina, riendo, volviéndose a Dioneo, dijo:

_Dioneo, éste es asunto tuyo, y por ello cuando hayamos terminado nuestras historias tendrás que sentenciar en firme sobre él.

Dioneo prestamente le respondió:

_Señora, la sentencia está dada sin oír más; y digo que Licisca tiene razón y creo que sea como ella dice, y Tíndaro es un animal. _La cual cosa, oyendo Licisca, comenzó a reírse, y volviéndose a Tíndaro, le dijo:

_Oye, bien lo decía yo: vete con Dios, ¿crees que sabes más que yo cuando todavía no tienes secos los ojos? ¡Alabado sea!, no he vivido yo en vano, no.

Y si no fuera que la reina con un mal gesto le impuso silencio y le mandó que no dijese una palabra más ni hiciera ningún alboroto si no quería ser azotada, y mandó que se fuesen ella y Tíndaro, nada se habría podido hacer en todo el día sino oírla a ella. Poco después que hubieron partido, la reina ordenó a Filomena que a las historias diera principio; la cual, alegremente así comenzó:

NOVELA PRIMERA Un caballero dice a doña Oretta que la llevará a caballo y le contará una historia, y contándola desordenadamente, ella le ruega que la baje del caballo. Jóvenes señoras, como en las noches claras son las estrellas ornamento del cielo y en la primavera las flores de los verdes prados, y de los montes los vestidos arbustillos, así de las corteses costumbres y de los bellos discursos lo son las frases ingeniosas; las cuales, porque son breves, tanto mejor convienen a las mujeres que a los hombres, cuanto a las mujeres más que a los hombres el mucho hablar afea. Es verdad que, sea cual sea la razón, o la mitad de nuestro ingenio o la singular enemistad que a nuestros siglos tengan los cielos, hoy pocas o ninguna mujer quedan que sepan en los momentos oportunos decir algunas, o, si se dicen, entenderlas como conviene: vergüenza general de todas nosotras. Pero porque ya sobre esta materia suficiente fue dicho por Pampínea, no entiendo seguir adelante; mas por haceros ver cuán bello es decirlas en el momento oportuno, una cortés imposición de silencio hecha por una gentil señora a un caballero me place contaros:

Así como muchas de vosotras pueden saberlo (o por haberlo visto o haberlo oído), no hace mucho tiempo hubo en nuestra ciudad una gentil y cortés señora y elocuente cuyo valor no ha merecido que se olvide su nombre. Se llamó, pues, doña Oretta y fue la mujer de micer Geri Spina; la cual, estando por acaso en el campo, como estamos nosotros, y yendo de un lugar a otro para entretenerse junto con otras señoras y caballeros, a quienes en su casa había tenido a almorzar, y siendo tal vez el camino algo largo de allí de donde partían a donde esperaban llegar todos a pie, dijo uno de los caballeros de la compañía:

_Doña Oretta, si queréis, yo os llevaré gran parte del camino que tenemos que andar, a caballo y contándoos una de las mejores historias del mundo.

La señora le repuso:

_Señor, mucho os lo ruego, y me será gratísimo.

El señor caballero, a quien tal vez no le sentaba mejor la espada al cinto que el novelar a la lengua, oído esto, comenzó una historia que en verdad era de por sí bellísima, pero repitiendo él tres o cuatro veces una misma palabra y unas veces volviendo atrás, y a veces diciendo: «No es como dije», y con frecuencia equivocándose en los nombres, diciendo uno en lugar de otro, gravemente la estropeaba; sin contar con que pésimamente, según la cualidad de las personas y de los actos que les sucedían, hacía la exposición.

De lo que a doña Oretta, al oírlo, muchas veces le venían sudores y un desvanecimiento del corazón como si, enferma, estuviera a punto de finar; la cual cosa, después de que ya sufrir no la pudo, conociendo que el caballero había entrado en un embrollo y no sabía cómo salir, placenteramente dijo:

_Señor, este caballo vuestro tiene un trote muy duro, por lo que os ruego que os plazca dejarme bajar.

El caballero, que por ventura era mucho mejor entendedor que narrador, entendida la alusión, y tomándola festivamente y a broma, echó mano de otras novelas, y la que había comenzado y mal seguido, dejó sin terminar.

NOVELA SEGUNDA El panadero Cisti con una sola palabra hace arrepentirse a micer Géri Spina de una irreflexiva petición suya. Mucho fue por todas las mujeres y los hombres alabado el decir de doña Oretta, al que mandó la reina que Pampínea siguiese; por lo que ella comenzó así:

Hermosas señoras, no sé ver por mí misma qué tiene mayor culpa, si la naturaleza emparejando un alma noble con un cuerpo vil o la fortuna emparejando con un cuerpo dotado de alma noble un vil oficio, como en Cisti, nuestro conciudadano, y en muchos más hemos podido ver que sucedía; al cual Cisti, provisto de altísimo ánimo, la fortuna hizo panadero. Y ciertamente le echaría yo la culpa por igual a la naturaleza y a la fortuna si no supiese que la naturaleza es discretísima y que la fortuna tiene mil ojos aunque los tontos se la figuren ciega. Las cuales creo yo que, como muy previsoras, hacen lo que los mortales hacen muchas veces, cuando, inseguros del acontecer futuro, para una necesidad sus cosas más preciosas en los sitios más viles de sus casas, como menos sospechosos, sepultan, y de allí la sacan en las mayores necesidades, habiéndolas el vil lugar más seguramente conservado que lo habría hecho la hermosa cámara.

Y así las dos ministros del mundo con frecuencia sus más preciosas cosas esconden bajo la sombra de las artes reputadas más viles, para que al sacarlas de ellas cuando es necesario, más claro aparezca su esplendor. Lo cual, en cuán poca cosa el panadero Cisti lo demostró abriéndole los ojos de la inteligencia a micer Geri Spina (a quien, la contada historia de doña Oretta, que fue su mujer, me ha traído a la memoria) me place exponeros con una historia muy corta.

Digo, pues, que, habiendo el papa Bonifacio, junto al que micer Geri Spina tuvo grandísimo favor, mandado a Florencia a algunos nobles embajadores suyos por ciertas grandes necesidades suyas, habiéndose quedado ellos en casa de micer Geri, y tratando él con ellos los asuntos del Papa, sucedió que, cualquiera que fuese la razón, micer Geri con estos embajadores del Papa, todos a pie, casi todas las mañanas pasaban por delante de Santa María Ughi, donde el panadero Cisti tenía su horno y personalmente ejercía su arte. Al cual, aunque fortuna hubiera dado un oficio muy humilde, tanto en él le había sido benigna que se había hecho riquísimo, y sin querer nunca abandonarlo por otro, espléndidamente vivía, teniendo entre sus demás buenas cosas los mejores vinos blancos y tintos que se encontraban en Florencia o en sus alrededores. El cual, viendo todas las mañanas pasar por delante de su puerta a micer Geri y los embajadores del Papa, y siendo grande el calor, pensó que gran cortesía sería invitarles a beber su buen vino blanco; pero considerando su condición y la de micer Geri, no le parecía cosa decorosa atreverse a invitarlo sino que pensó en una manera que indujese a micer Geri a invitarse a sí mismo. Y teniendo un jubón blanquísimo puesto y un mandil limpísimo siempre por encima, que más bien le hacían parecer molinero que panadero, todas las mañanas a la hora que pensaba que micer Geri con los embajadores debían pasar, se hacía traer delante de su puerta un cubo nuevo rebosante de agua fresca y un pequeño jarro boloñés nuevo de su buen vino blanco y dos vasos que parecían de plata, tan claros eran; y sentándose, cuando pasaban (y después de que él una vez o dos había carraspeado), comenzaba a beber con tanto gusto este vino suyo que le habría dado ganas de beberlo a un muerto.

La cual cosa habiendo micer Geri visto una o dos mañanas, dijo la tercera:

_¿Qué es eso, Cisti? ¿Está bueno? Cisti, poniéndose prestamente en pie, repuso:

_Señor, sí; pero cuánto no podría haceros comprender si no lo probáis.

Micer Geri, quien o por el tiempo que hacía o por haberse cansado más de lo acostumbrado o tal vez por el gusto con que veía beber a Cisti, sentía sed, volviéndose a los embajadores les dijo sonriendo:

_Señores, bueno será que probemos el vino de este hombre honrado; tal vez sea tal que no nos arrepintamos.

Y junto con ellos se acercó a Cisti. El cual, haciendo inmediatamente sacar un buen banco fuera de la tahona, les rogó que se sentasen, y a sus criados que ya para lavar los vasos se adelantaban dijo:

_Compañeros, apartaos y dejadme hacer a mí este servicio, que no sé peor escanciar que hornear; ¡y no esperéis probar una gota! Y dicho esto, lavando él mismo cuatro vasos buenos y nuevos, y haciendo traer un pequeño jarro de su buen vino, diligentemente dio de beber a micer Geri y sus compañeros. A quienes el vino pareció el mejor que habían bebido en mucho tiempo; por lo que, alabándolo mucho, mientras los embajadores estuvieron allí, casi todas las mañanas fue con ellos a beber micer Geri.

Habiendo terminado sus asuntos y debiendo partir, micer Geri les hizo dar un magnífico convite, al que invitó a una parte de los más honorables ciudadanos, e hizo invitar a Cisti, el cual de ninguna manera quiso ir. Mandó entonces micer Geri a uno de sus servidores que fuese a por una botella del vino de Cisti, y de él diese medio vaso por persona la primera vez que sirviese.

El servidor, tal vez enfadado porque nunca había podido probar el vino, cogió un gran frasco; el cual al verlo Cisti dijo:

_Hijo, micer Geri no te envía a mí.

Lo que afirmando muchas veces el servidor y no pudiendo obtener otra respuesta, volvió a micer Geri y se lo dijo así, micer Geri le dijo:

_Vuelve allí y dile que de verdad te mando yo, y si otra vez te contesta lo mismo pregúntale que adónde te mando.

El servidor, volviendo, le dijo:

_Cisti, es verdad que micer Geri me manda otra vez a ti.

Cisti le respondió:

_Seguro, hijo, que no.

_Entonces _dijo el servidor_, ¿a quién manda? Respondió Cisti:

_Al Arno.

Lo que contando el servidor a micer Geri, enseguida le abrió los ojos de la inteligencia, y dijo al servidor:

_Déjame ver qué frasco le llevas. _Y viéndolo, dijo_: Cisti dice bien.

E insultándole, le hizo llevar un frasco apropiado; viendo el cual, Cisti dijo:

_Ahora sé bien que te manda a mí.

Y alegremente se lo llenó.

Y luego, aquel mismo día, haciendo llenar un barrilejo de un vino igual y haciéndolo llevar despacito a casa de micer Geri, se fue detrás y al encontrarse con él le dijo:

_Señor, no querría que creyeseis que el gran frasco de esta mañana me había espantado; pero pareciéndome que os habíais olvidado de lo que yo os he mostrado estos días con mis pequeños jarritos, es decir, que éste no es vino para criados, quise recordároslo esta mañana. Pero como no entiendo ser guardián de él, os he traído todo: haced con él lo que gustéis.

Micer Geri recibió el apreciadísimo regalo de Cisti y le dio las gracias que creyó que convenían, y siempre luego lo tuvo en gran estima y fue su amigo.

NOVELA TERCERA Doña Nonna de los Pulci con una rápida respuesta a las bromas menos que honestas del obispo de Florencia impone silencio. Cuando Pampínea hubo terminado su historia, luego que por todos tanto la respuesta como la liberalidad de Cisti fue muy alabada, plugo a la reina que Laureta narrase después; la cual, alegremente, comenzó a decir así:

Amables señoras, primero Pampínea y ahora Filomena con mucha verdad incidieron en nuestra poca virtud y en la belleza de los dichos ingeniosos; por lo que como no hay necesidad de volver a ello, además de lo que se ha dicho de los dichos ingeniosos, quiero recordaros que la naturaleza de estos dichos es tal que del modo que muerde la oveja deben atacar al oyente y no como hace el perro: porque si como el perro mordiesen, las palabras no serían ingeniosas sino villanas. Es verdad que, si como respuesta se dicen, y el que responde muerde como el perro cuando ha sido primero mordido como por un perro, no parece tan reprensible como lo sería si no hubiera sucedido así, y por ello hay que considerar cómo y cuándo y con quién y semejantemente dónde se hace gala de ingenio. Las cuales cosas, poco teniendo en cuenta un prelado nuestro, no menor ataque recibió que dio; lo que quiero mostraros con una corta historia.

Siendo obispo de Florencia micer Antonio de Orsi, valioso y sabio prelado, vino a Florencia un noble catalán llamado micer Diego de la Ratta, mariscal del rey Roberto, el cual, siendo apuestísimo en su persona y muy gran galanteador, sucedió que entre las otras damas florentinas le gustó una que era mujer muy hermosa y era sobrina de un hermano del dicho obispo. Y habiendo sabido que su marido, aunque de buena familia era muy avaro y malvado, arregló con él que le entregaría cincuenta florines de oro y que él le dejaría dormir una noche con su mujer; por lo que, haciendo dorar popolinos de plata, que entonces se usaban, acostándose con la mujer, aunque contra el gusto de ella, se los dio. Lo que, corriéndose luego por todas partes, llenó al mal hombre de burlas y de escarnio y el obispo, como prudente, fingió no haber oído nada de todo esto. Por lo que, tratándose mucho el obispo y el mariscal, sucedió que el día de San Juan, montando a caballo uno al lado del otro mirando a las mujeres por la calle por donde se corre el palio, el obispo vio a una joven a quien la pestilencia presente nos ha quitado ya siendo señora, cuyo nombre fue Nonna de los Pulci, prima de micer Alesso Rinucci y a quien vosotras todas habéis debido conocer; la cual, siendo entonces una lozana y hermosa joven y elocuente y de gran ánimo, poco tiempo antes casada en Porta San Pietro, la enseñó al mariscal.

Luego, acercándose a ella, poniéndole al mariscal una mano en el hombro, dijo:

_Nonna, ¿qué piensas de él? ¿Crees que le vencerías? A Nonna le pareció que aquellas palabras en algo iban contra su honestidad o que la mancharían en la opinión de quienes las oyeron, que eran muchos; por lo que, no preocupándose de limpiar esta mancha sino de devolver golpe por golpe, rápidamente contestó:

_Señor, él tal vez no me vencería a mí, que necesito buena moneda.

Cuyas palabras oídas, el mariscal y el obispo, sintiéndose igualmente vulnerados, el uno como autor de la deshonrosa cosa con la sobrina del hermano del obispo y el otro como el que la había recibido en la sobrina del propio hermano, sin mirarse el uno al otro, avergonzados y silenciosos se fueron sin decir aquel día una palabra más. Así pues, habiendo sido atacada la joven, no estuvo mal que atacase a los otros con ingenio.

NOVELA CUARTA Ghichibio, cocinero de Currado Gianfigliazzi, con unas rápidas palabras cambió a su favor en risa la ira de Currado y se salvó de la desgracia con que Currado le amenazaba. Se callaba ya Laureta y por todos había sido muy alabada Nonna, cuando la reina ordenó a Neifile que siguiese; la cual dijo:

Por mucho que el rápido ingenio, amorosas señoras, con frecuencia preste palabras rápidas y útiles y buenas a los decidores, según los casos, también la fortuna, que alguna vez ayuda a los temerosos, en sus lenguas súbitamente las pone cuando nunca los decidores hubieran podido hallarlas con ánimo sereno; lo que con mi historia entiendo mostraros.

Currado Gianfigliazzi, como todas vosotras habéis oído y podido ver, siempre ha sido en nuestra ciudad un ciudadano notable, liberal y magnífico, y viviendo caballerescamente continuamente se ha deleitado con perros y aves de caza, para no entrar ahora en sus obras mayores. El cual, con un halcón suyo habiendo cazado un día en Perétola una grulla muerta, encontrándola gorda y joven la mandó a un buen cocinero suyo que se llamaba Ghichibio y era veneciano, y le mandó decir que la asase para la cena y la preparase bien.

Ghichibio, que era un fantoche tan grande como lo parecía, preparada la grulla, la puso al fuego y con solicitud comenzó a guisarla. La cual, estando ya casi guisada y despidiendo un grandísimo olor, sucedió que una mujercita del barrio, que se llamaba Brunetta y de quien Ghichibio estaba muy enamorado, entró en la cocina y sintiendo el olor de la grulla y viéndola, rogó insistentemente a Ghichibio que le diese un muslo.

Ghichibio le contestó cantando y dijo:

_No os la daré yo, señora Brunetta, no os la daré yo.

Con lo que, enfadándose la señora Brunetta, le dijo:

_Por Dios te digo que si no me lo das, nunca te daré yo nada que te guste.

Y en resumen, las palabras fueron muchas; al final, Ghichibio, para no enojar a su dama, tirando de uno de los muslos de la grulla se lo dio. Habiendo luego delante de Currado y algunos huéspedes suyos puesto la grulla sin muslo, y maravillándose Currado de ello, hizo llamar a Ghichibio y le preguntó qué había sucedido con el otro muslo de la grulla.

El veneciano mentiroso le respondió:

_Señor mío, las grullas no tienen más que un muslo y una pata.

Currado, entonces, enojado, dijo:

_¿Cómo diablos no tienen más que un muslo y una pata? ¿No he visto yo en mi vida más grullas que ésta? Ghichibio siguió:

_Es, señor, como os digo; y cuando os plazca os lo haré ver en las vivas.

Currado, por amor a los huéspedes que tenía consigo, no quiso ir más allá de las palabras, sino que dijo:

_Puesto que dices que me lo mostrarás en las vivas, cosa que nunca he visto ni oído que fuese así, quiero verlo mañana por la mañana, y me quedaré contento; pero te juro por el cuerpo de Cristo que, si de otra manera es, te haré azotar de manera que por tu mal te acordarás siempre que aquí vivas de mi nombre.

Terminadas, pues, por aquella tarde las palabras, a la mañana siguiente, al llegar el día, Currado, a quien no le había pasado la ira con el sueño, lleno todavía de rabia se levantó y mandó que le llevasen los caballos y haciendo montar a Ghichibio en una mula, hacia un río en cuya ribera siempre solía, al hacerse de día, verse a las grullas, lo llevó, diciendo:

_Pronto veremos quién ha mentido ayer tarde, si tú o yo.

Ghichibio viendo que todavía duraba la ira de Currado y que tenía que probar su mentira, no sabiendo cómo podría hacerlo, cabalgaba junto a Currado con el mayor miedo del mundo, y de buena gana si hubiese podido se habría escapado; pero no pudiendo, ora hacia atrás, ora hacia adelante y a los lados miraba, y lo que veía creía que eran grullas sobre sus dos patas.

Pero llegados ya cerca del río, antes que nadie vio sobre su ribera por lo menos una docena de grullas que estaban sobre una pata como suelen hacer cuando duermen. Por lo que, rápidamente mostrándolas a Currado, dijo:

_Muy bien podéis, señor, ver que ayer noche os dije la verdad, que las grullas no tienen sino un muslo y una pata, si miráis a las que allá están.

Currado, viéndolas, dijo:

_Espérate que te enseñaré que tienen dos. _Y acercándose un poco más a ellas, gritó_: ¡Hohó! Con el cual grito, sacando la otra pata, todas después de dar algunos pasos comenzaron a huir; con lo que Currado, volviéndose a Ghichibio, dijo:

_¿Qué te parece, truhán? ¿Te parece que tienen dos? Ghichibio, casi desvanecido, no sabiendo él mismo de dónde le venía la respuesta, dijo:

_Señor, sí, pero vos no le gritasteis «¡hohó!» a la de anoche: que si le hubieseis gritado, habría sacado el otro muslo y la otra pata como hacen éstas.

A Currado le divirtió tanto la respuesta, que toda su ira se convirtió en fiestas y risa, y dijo:

_Ghichibio, tienes razón: debía haberlo hecho.

Así pues, con su rápida y divertida respuesta, evitó la desgracia y se reconcilió con su señor.

NOVELA QUINTA Micer Forese de Rábatta y el maestro Giotto, pintor, viniendo de Mugello, mutuamente se burlan de su mezquina apariencia. Al callarse Neifile, habiendo gustado mucho a las señoras la respuesta de Ghichibio, así habló Pánfilo por voluntad de la reina:

Carísimas señoras, sucede con frecuencia que, así como la fortuna bajo viles oficios algunas veces oculta grandes tesoros de virtud, como hace poco fue mostrado por Pampínea, también bajo feísimas formas humanas se encuentran maravillosos talentos escondidos por la naturaleza. La cual cosa muy aparente fue en dos de nuestros conciudadanos sobre los que entiendo hablar brevemente: porque el uno, que micer Forese de Rábatta se llamaba, siendo bajo de estatura y deforme, con una cara tan aplastada y retorcida que hubiera parecido deforme a cualquiera de los Baronci que más deformada la tuvo, tuvo tanto talento para las leyes que por muchos hombres de valor fue reputado almacén de conocimientos civiles; y el otro, cuyo nombre fue Giotto, fue de ingenio tan excelente que ninguna cosa de la naturaleza (madre de todas las cosas y alimentadora de ellas con el continuo girar de los cielos) con el estilo, la pluma o el pincel había que no pintase tan semejante a ella que no ya semejante sino más bien ella misma pareciese, en cuanto muchas veces en las cosas hechas por él se encuentra que el vivísimo juicio de los hombres se equivoca creyendo ser verdadero lo que es pintado.

Y por ello, habiendo él hecho tornar a la luz aquel arte que muchos siglos bajo los errores ajenos (que más para deleitar los ojos de los ignorantes que para complacer al intelecto de los sabios pintan) había estado sepultada, merecidamente puede decirse que es una de las luces de la florentina gloria; y tanto más cuanto que, con la mayor humildad, viviendo siempre en ella como maestro de las artes, la conquistó rehusando siempre ser llamado maestro; el cual título, por él rechazado, tanto más resplandecía en él cuanto más era usurpado con avidez mayor por quienes menos sabían que él o por sus discípulos. Pero por muy grande que fuese su arte, no era él en la persona y el aspecto en nada más hermoso de lo que era micer Forese. Pero volviendo a la historia digo que:

Tenían en Mugello micer Forese y Giotto sus posesiones; y habiendo ido micer Forese a ver las suyas en este tiempo del verano en que los tribunales tienen vacaciones, y volviendo por acaso sobre un mal rocín de alquiler, encontró al ya dicho Giotto, el cual semejantemente, habiendo visto las suyas, se volvía a Florencia; el cual ni en el caballo ni en los arreos estando en nada mejor que él, como viejos que eran, avanzando poco a poco, se juntaron. Sucedió, como muchas veces en el verano vemos suceder, que les alcanzó una súbita lluvia, de la que lo más pronto que pudieron se refugiaron en casa de un labrador amigo y conocido de los dos. Pero luego de un rato, no llevando el agua aspecto de parar y queriendo ellos llegar en el día a Florencia, pidiendo prestadas al labrador dos viejas capas de paño romañés y dos sombreros todos roídos por el tiempo, porque mejores no había, comenzaron a caminar.

Ahora, habiendo andado algo, y viéndose todos mojados y, por las salpicaduras que los rocines hacen en gran cantidad con las patas, llenos de barro, cosas que no suelen añadir ningún honor, aclarando un tanto el tiempo, ellos, que largamente habían venido callados, empezaron a conversar. Y micer Forese, cabalgando y escuchando a Giotto, que era excelentísimo conversador, comenzó a considerarlo de lado y de frente y por todas partes; y viéndolo todo tan deslustrado y tan mezquino, sin considerarse a sí mismo, comenzó a reírse y dijo:

_Giotto, ¿cuándo, si viniese a nuestro encuentro algún forastero que nunca te hubiera visto, crees tú que pensaría que eras el mejor pintor del mundo, como eres? Giotto le respondió prestamente:

_Señor, creo que lo creería cuando mirándoos a vos creyese que sabíais el abecé.

Lo que, oyendo micer Forese, su error reconoció y se vio pagado en la misma moneda con que había vendido las mercancías.

NOVELA SEXTA Prueba Michele Scalza a algunos jóvenes que los Baronci son los hombres más nobles del mundo y del ultramar y gana una cena. Todavía reían, las señoras con la buena y rápida respuesta de Giotto cuando la reina ordenó seguir a Fiameta, la cual comenzó a hablar así:

Jóvenes señoras, el haber recordado Pánfilo a los Baronci, a quienes tal vez no conocisteis como él conoció, me ha traído a la memoria una historia en la cual cuánta sea su nobleza se muestra sin desviarnos de nuestro propósito; y por ello me place contarla.

No ha pasado mucho tiempo desde que en nuestra ciudad hubo un joven llamado Michele Scalza, que era el más agradable y divertido hombre de mundo, y tenía entre manos las historias más extravagantes; por la cual cosa los jóvenes florentinos estimaban mucho, cuando se reunían en compañía poder contar con él. Ahora, sucedió un día que, estando él con algunos más en Montughi, empezó entre ellos una disputa sobre cuáles serían los hombres más nobles de Florencia y los más antiguos; de los cuales algunos decían que los Uberü y otros los Lamberü, y quién uno y quién otro, según les venía al ánimo.

Y oyéndolos Scalza, comenzó a reírse sarcásticamente y dijo:

_Idos por ahí, idos, que sois unos bobos; no sabéis lo que decís: los hombres más nobles y los más antiguos, no en Florencia sino en todo el mundo y en ultramar son los Baronci, y en esto están de acuerdo todos los filósofos y todo hombre que los conoce como yo; y para que no creáis que hablo de otros os digo que son los Baronci vuestros vecinos de Santa María la Mayor Cuando los jóvenes, que esperaban que dijera otra cosa, oyeron esto, se burlaron de él todos, y dijeron:

_Quieres atraparnos por tontos, como si no conociésemos a los Baronci como tú.

Dijo Scalza:

_No, por el Evangelio, sino que digo la verdad, y si aquí hay alguno que quiera apostar una cena a pagarla quien gane, yo apostaré de grado; aún haré más, que me someteré a la sentencia de quien queráis.

Entre quienes dijo uno, que se llamaba Neri Vannini:

_Yo estoy dispuesto a ganar esa cena.

Y poniéndose de acuerdo en tener por juez a Piero de los Fioretino, en cuya casa estaban, y yéndose a buscarle, y todos los otros detrás para ver perder a Scalza y burlarse de él, le contaron todo lo dicho.

Piero, que era discreto joven, oída primeramente la explicación de Neri, volviéndose hacia Scalza luego, dijo:

_¿Y cómo podrás demostrar esto que afirmas? Dijo Scalza:

_¿Que cómo? Lo mostraré con tal argumento que no sólo tú sino también éste que lo niega dirá que digo verdad. Sabéis que, cuanto más antiguos son los hombres más nobles son, y así decían éstos hace poco; y los Baronci son más antiguos que cualquiera otro hombre, por lo que son más nobles; y si os demuestro cómo son más antiguos sin duda habré ganado la disputa. Debéis saber que los Baronci fueron creados por Dios en el tiempo en que él había comenzado a aprender a pintar, pero los otros hombres fueron hechos después de que Nuestro Señor supo pintar. Y si digo la verdad en esto, pensad en los Baronci y en los demás hombres. Mientras a todos los demás veréis con los rostros bien compuestos y debidamente proporcionados, podréis ver a los Baronci con la cara muy larga y estrecha, y alguno que la tiene ancha más allá de toda conveniencia, y tal con la nariz muy larga y tal con ella corta, y algunos con el mentón hacia afuera o metido hacia adentro, y con quijadas que parecen de asno, y los hay que tienen un ojo mayor que el otro, y aun quien tiene uno más alto que el otro, como suelen ser las caras que pintan primero los niños que aprenden a dibujar; por lo cual, como ya he dicho, bastante bien se ve que Nuestro Señor los hizo cuando aprendía a pintar, por lo que éstos son más antiguos que los otros, y por ello más nobles.

De lo cual acordándose Piero que era el juez y Neri que había apostado la cena, y acordándose todos los demás también, y habiendo oído el divertido argumento de Scalza, empezaron a reírse y a afirmar que Scalza tenía razón y que había ganado la cena y que con seguridad los Baronci eran los más nobles y más antiguos que había, no ya en Florencia sino en el mundo y en ultramar. Y por ello con toda razón Pánfilo, queriendo mostrar la fealdad del rostro de micer Forese, dijo que habría sido horrible en uno de los Baronci.

NOVELA SÉPTIMA Doña Filipa, encontrada por su marido con un amante, llamada a juicio, con una pronta y divertida respuesta consigue su libertad y hace cambiar las leyes. Ya se callaba Fiameta y todos reían aún del ingenioso argumento usado por Scalza para ennoblecer sobre todos los otros a los Baronci, cuando la reina mandó a Filostrato que novelase; y él comenzó a decir:

Valerosas señoras, buena cosa es saber hablar bien en todas partes, pero yo juzgo que es buenísimo saber hacerlo cuando lo pide la necesidad; lo que tan bien supo hacer una noble señora sobre la cual entiendo hablaros que no solamente a diversión y risa movió a los oyentes, sino que a sí misma se desató de los lazos de una infamante muerte, como oiréis.

En la ciudad de Prato había antes una ley, ciertamente no menos condenable que dura, que, sin hacer distinción, mandaba que igual fuera quemada la mujer que fuese por el marido hallada en adulterio con algún amante como la que por dinero con algún otro hombre fuese encontrada. Y mientras había esta ley sucedió que una noble señora, hermosa y enamorada más que ninguna otra, cuyo nombre era doña Filipa, fue hallada en su propia alcoba una noche por Rinaldo de los Pugliesi, su marido, en brazos de Lazarino de los Guazzagliotri, joven hermoso y noble de aquella ciudad, a quien ella como a sí misma amaba y era amada por él; la cual cosa viendo Rinaldo, muy enfurecido, a duras penas se contuvo de echarse encima de ellos y matarlos, y si no hubiese sido porque temía por sí mismo, siguiendo el ímpetu de su ira lo habría hecho.

Sujetándose, pues, en esto, no se pudo sujetar de querer que lo que a él no le era lícito hacer lo hiciese la ley pratense, es decir, matar a su mujer. Y por ello, teniendo para probar la culpa de la mujer muy convenientes testimonios, al hacerse de día, sin cambiar de opinión, acusando a su mujer, la hizo demandar. La señora, que de gran ánimo era, como generalmente suelen ser quienes enamoradas están de verdad, aunque desaconsejándoselo muchos de sus amigos y parientes, decidió firmemente comparecer y mejor querer, confesando la verdad, morir con valiente ánimo que vilmente, huyendo, ser condenada al exilio por rebeldía y declararse indigna de tal amante como era aquel en cuyos brazos había estado la noche anterior. Y muy bien acompañada de mujeres y de hombres, por todos exhortada a que negase, llegada ante el podestá, preguntó con firme gesto y con segura voz qué quería de ella. El podestá, mirándola y viéndola hermosísima y muy admirable en sus maneras, y de gran ánimo según sus palabras testimoniaban, sintió compasión de ella, temiendo que fuera a confesar una cosa por la cual tuviese él que hacerla morir si quería conservar su reputación.

Pero no pudiendo dejar de preguntarle aquello de que era acusada, le dijo:

_Señora, como veis, aquí está Rinaldo vuestro marido y se querella contra vos, a quien dice que ha encontrado en adulterio con otro hombre, y por ello pide que yo, según una ley dispone, haciéndoos morir os castigue; pero yo no puedo hacerlo si vos no confesáis, y por ello cuidaos bien de lo que vais a responder, y decidme si es verdad aquello de que vuestro marido os acusa.

La señora, sin amedrentarse un punto, con voz asaz placentera, repuso:

_Señor, es verdad que Rinaldo es mi marido y que la noche pasada me encontró en brazos de Lazarino, en los que muchas veces he estado por el buen y perfecto amor que le tengo, y esto nunca lo negaré. Pero como estoy segura que sabéis, las leyes deben ser iguales para todos y hechas con consentimiento de aquellos a quienes afectan; cosas que no ocurren con ésta, que solamente obliga a las pobrecillas mujeres, que mucho mejor que los hombres podrían satisfacer a muchos; y además de esto, no ya ninguna mujer, cuando se hizo, le prestó consentimiento sino que ninguna fue aquí llamada; por las cuales cosas merecidamente puede decirse que es mala. Y si queréis en perjuicio de mi cuerpo y de vuestra alma ser ejecutor de ella, a vos lo dejo; pero antes de que procedáis a juzgar nada, os ruego que me concedáis una pequeña gracia, que es que preguntéis a mi marido si yo, cada vez y cuantas veces él quería, sin decirle nunca que no, le concedía todo de mí misma o no.

A lo que Rinaldo, sin esperar a que el podestá se lo preguntase, prestamente repuso que sin duda alguna su mujer siempre que él la había requerido le había concedido cuanto quería.

_Pues _siguió rápidamente la señora_ yo os pregunto, señor podestá, si él ha tomado de mí siempre lo que ha necesitado y le ha gustado, ¿qué debía hacer yo (o debo) con lo que me sobra? ¿Debo arrojarlo a los perros? ¿No es mucho mejor servírselo a un hombre noble que me ama más que a sí mismo que dejar que se pierda o se estropee? Estaban allí para semejante interrogatorio de tan famosa señora casi todos los pratenses reunidos, los cuales, al oír tan aguda respuesta, enseguida, luego de mucho reír, a una voz gritaron que la señora tenía razón y decía bien; y antes de que se fuesen de allí, exhortándoles a ello el podestá, modificaron la cruel ley y dejaron que solamente se refiriese a las mujeres que por dinero faltasen contra sus maridos. Por la cual cosa Rinaldo, quedándose confuso con tan loca empresa, se fue del tribunal; y la señora, alegre y libre, del fuego resucitada, a su casa se volvió llena de gloria.

NOVELA OCTAVA Fresco aconseja a su sobrina que no se mire al espejo si los fastidiosos le eran tan molestos de ver como decía. La historia contada por Filostrato primero ofendió con alguna vergüenza los corazones de las señoras que escuchaban, y con el rubor que apareció en su rostro dieron de ello señal; y luego, mirándose la una a la otra, apenas pudiendo contener la risa, la escucharon riendo a escondidas. Pero luego de que llegó el fin, la reina, volviéndose a Emilia, le ordenó que siguiese; la cual, no de otro modo que si se levantase de dormir, suspirando, comenzó:

Atrayentes jóvenes, porque un largo pensamiento me ha tenido un buen rato lejos de aquí, para obedecer a nuestra reina, tal vez con una mucho más corta historia de lo que lo habría hecho si hubiese tenido ánimo, cumpliré, contándoos el tonto error de una joven corregido por unas ingeniosas palabras de un tío suyo si ella hubiera sido capaz de entenderlo.

Uno, pues, que se llamó Fresco de Celático, tenía una sobrina llamada cariñosamente Cesca, la cual, aunque tuviese gallarda figura y rostro, no era sin embargo de esos angelicales que muchas veces vemos, pero en tanto y tan noble se reputaba que había tomado por costumbre censurar a los hombres y las mujeres y todas las cosas que veía sin mirarse en nada a sí misma, que era mucho más fastidiosa, cansina y enfadosa que ninguna, porque a su gusto nada podía hacerse; y tan altanera era, además de todo esto, que si hubiera sido hija del rey de Francia habría sido excesivo. Y cuando iba por la calle tanto le olía a quemado que no hacía sino torcer el gesto como si le llegara hedor de aquel a quien viera o encontrara. Ahora, dejando otras muchas costumbres suyas desagradables y fastidiosas, sucedió un día que, habiendo vuelto a casa, donde Fresco estaba, y sentándose frente a él, toda deshecha en dengues no hacía sino suspirar; por lo que preguntándole Fresco le dijo:

_Cesca, ¿qué es esto, que siendo hoy fiesta has vuelto tan pronto a casa? A quien, hecha melindres, le respondió:

_Es verdad que me he venido temprano porque no creo que nunca en esta ciudad han sido los hombres y las mujeres tan fastidiosos y molestos como hoy, y no hay nadie en la calle que no me desagrade como la mala ventura; y no creo que haya mujer en el mundo a quien más fastidie ver a la gente desagradable que a mí, y por no verla me he venido tan pronto.

Fresco, a quien grandemente desagradaban las maneras afectadas de la sobrina, dijo:

_Hija, si así te molestan los fastidiosos como dices, si quieres vivir contenta, no te mires nunca al espejo.

Pero ella, más hueca que una caña y a quien le parecía igualar a Salomón en inteligencia, no de otra manera que hubiese hecho un borrego entendió las acertadas palabras de Fresco; contestó que le gustaba mirarse al espejo como a las demás; y así en su ignorancia siguió, y todavía sigue.

NOVELA NOVENA Guido Cavalcanti injuria cortésmente con unas palabras ingeniosas a algunos caballeros florentinos que lo habían sorprendido. Advirtiendo la reina que Emilia se había desembarazado de su historia y que a nadie quedaba por novelar sino a ella, excepto a aquél que tenía el privilegio de decirla al final, así comenzó a decir:

Aunque, gallardas señoras, hoy me habéis quitado más de dos historias entre las que yo había pensado contar una, no ha dejado de quedarme una para contar en cuya conclusión se contienen tales palabras que tal vez ningunas se han contado de tanta sabiduría.

Debéis, pues, saber que en tiempos pasados había en nuestra ciudad muchas bellas y encomiables costumbres (de las cuales hoy no ha quedado ninguna por causa de la avaricia que en ella ha crecido con las riquezas, que ha desterrado a todas) entre las cuales había una según la cual en diversos lugares de Florencia se reunían los nobles de los barrios y hacían grupos de cierto número, cuidando de poner en ellos a quienes soportar pudiesen cumplidamente los gastos, y hoy uno mañana otro, y así sucesivamente todos invitaban a comer, cada uno el día que le correspondiese, a todo el grupo; y a la mesa frecuentemente invitaban a nobles forasteros, cuando allí llegaban, o a otros ciudadanos; y también se vestían de la misma manera al menos una vez al año; y juntos los días festivos cabalgaban por la ciudad, y a veces justaban, y máximamente en las fiestas principales o cuando alguna noticia alegre de victoria o de otra cosa hubiera llegado a la ciudad.

Entre las cuales compañías había una de micer Betto Brunelleschi, a la que micer Betto y los compañeros se habían esforzado mucho por atraer a Guido, de micer Cavalcanti de los Cavalcanti, no sin razón, porque además de que era uno de los mejores lógicos que hubiera en su tiempo en el mundo y un óptimo filósofo natural (cosas de las cuales poco cuidaba la compañía) fue tan donoso y cortés y elocuente hombre que todo lo que quería hacer y de un noble era propio, supo hacerlo mejor que nadie; y además de esto era riquísimo y lo más que pueda decir la lengua sabía honrar a quien le parecía que valiese. Pero micer Betto nunca había podido tenerlo y creía él con sus compañeros que ello ocurría porque Guido, en sus especulaciones, muchas veces mucho se abstraía de los hombres; y porque en algunas cosas compartía las opiniones de los epicúreos se decía entre la gente vulgar que estas especulaciones suyas estaban solamente en buscar si podía probar que Dios no existía.

Ahora, sucedió un día que, habiendo salido Guido de Orto San Michele y viniendo por el corso de los Adimari hasta San Giovanni, que muchas veces era su camino, estando allí esos sepulcros grandes de mármol que hoy están en Santa Reparata y otros muchos alrededor de San Giovanni, y estando él entre las columnas de pórfiro que allí hay y aquellas tumbas y la puerta de San Giovanni, que cerrada estaba, micer Betto con su compañía a caballo, viendo a Guido allí entre aquellas sepulturas, dijeron:

_Vamos a gastarle una broma.

Y espoleados los caballos, a guisa de un asalto bullicioso estuvieron encima casi antes de que él se diera cuenta, y comenzaron a decirle:

_Guido, tú te niegas a entrar en nuestra compañía; pero di, cuando hayas encontrado que Dios no existe, ¿qué harás? A quienes Guido, viéndose rodeado por ellos, prestamente dijo:

_Señores, en vuestra casa podéis decirme todo lo que os plazca.

Y poniendo la mano sobre una de aquellas tumbas, que eran grandes, como agilísimo que era dio un salto y se puso del otro lado y, librándose de ellos, se fue. Ellos se quedaron todos mirándose unos a otros y comenzaron a decir que era un aturdido y que lo que había contestado no quería decir nada, siendo como era que allí donde estaban no tenían ellos nada más que hacer que todos los demás ciudadanos, y no Guido menos que ninguno de ellos.

Micer Betto, volviéndose a ellos, dijo:

_Los aturdidos sois vosotros si no lo habéis entendido: nos ha dicho cortésmente y con pocas palabras la mayor injuria del mundo, porque, si bien lo miráis, estas sepulturas son las casas de los muertos, porque en ellas se los pone y se quedan los muertos; las cuales dice que son nuestra casa, y nos prueba que nosotros y los demás hombres incultos y no letrados somos, en comparación de él y de los otros hombres de ciencia, peor que muertos, y por ello al estar aquí estamos en nuestra casa.

Entonces todos entendieron lo que Guido había querido decir, y avergonzándose, nunca más le gastaron bromas; y tuvieron en adelante a micer Betto por sutil y entendido caballero.

NOVELA DÉCIMA Fray Cebolla promete a algunos campesinos mostrarles la pluma del ángel Gabriel; al encontrar en lugar de ella unos carbones, dice que son de aquellos que asaron a San Lorenzo. Habiendo todos los de la compañía completado sus historias, conoció Dioneo que a él le tocaba tener que contar; por la cual cosa, sin demasiado esperar un mandato solemne, impuesto silencio a quienes las agudas palabras de Guido alababan, comenzó:

Graciosas señoras, aunque tenga por privilegio poder hablar de lo que más me agrade, no entiendo hoy querer separarme de aquella materia de que vosotras todas habéis muy apropiadamente hablado; sino siguiendo vuestras huellas entiendo mostraros cuán cautamente con un súbito expediente uno de los frailes de San Antonio escapó a una burla que por dos jóvenes le había sido preparada. Y no deberá seros penoso que, para bien contar la historia completa, algo me extienda al hablar, si miráis al sol que todavía está en mitad del cielo.

Certaldo, como tal vez habéis podido oír, es un burgo de Valdelsa situado en nuestros campos el cual, aunque sea pequeño, estuvo antiguamente habitado por hombres nobles y acaudalados; al cual, porque se encontraban buenos pastos, acostumbraba a ir durante mucho tiempo, todos los años una vez, a recoger las limosnas que le daban los tontos, un fraile de San Antonio cuyo nombre era fray Cebolla, tal vez no menos por el nombre que por otra devoción bien visto allí, como sea que aquel terreno produce cebollas famosas en toda Toscana. Era este fray Cebolla pequeño de persona, de pelo rojo y alegre gesto, y lo más campechano del mundo; y además de esto, no teniendo ninguna ciencia, tan óptimo hablador y rápido que quien no lo hubiera conocido no solamente lo habría estimado por gran retórico sino que habría dicho que era el mismo Tulio o tal vez Quintiliano; y casi de todos los de la comarca era compadre o amigo o bienquisto.

El cual, según su costumbre, en el mes de agosto allí se fue una vez entre otras y un domingo por la mañana, habiendo todos los buenos hombres y las mujeres de las aldeas de alrededor venido a misa a la parroquia, cuando le pareció oportuno, avanzando hacia ellos, dijo:

_Señores y señoras, como sabéis, vuestra costumbre es mandar todos los años a los pobres del barón señor San Antonio algo de vuestro grano y de vuestras mieses, quién poco y quién mucho, según sus posibilidades y su devoción, para que el beato San Antonio os guarde vuestros bueyes y los burros y las ovejas; Y además de esto, soléis pagar, y especialmente quienes a nuestra cofradía están apuntados, esa pequeña cuota que se paga una vez al año. Para recoger las cuales cosas he sido mandado por mi superior, es decir, por el señor abad; y por ello con la bendición de Dios, después de nona, cuando oigáis tocar las campanillas, venid aquí fuera de la iglesia, donde yo os echaré el sermón al modo usado y besaréis la cruz; y además de esto, porque sé que todos sois devotísimos del barón San Antonio, como gracia especial os mostraré una santísima y bella reliquia, que yo mismo he traído de tierras de ultramar, y es una de las plumas del ángel Gabriel, que en la alcoba de la Virgen María se quedó cuando vino a visitarla a Nazaret.

Y dicho esto se calló y volvió a su misa. Había, cuando fray Cebolla decía estas cosas, entre otros muchos jóvenes en la iglesia, dos muy astutos, llamado el uno Giovanni del Bragoniera y el otro Biagio Pizzini, los cuales, luego de que algún tanto se hubieron reído entre sí de la reliquia de fray Cebolla, aunque eran muy amigos suyos y de su compañía, se propusieron hacerle alguna burla con esta pluma. Y habiendo sabido que fray Cebolla por la mañana almorzaba en el castillo con un amigo suyo, al sentirlo sentado a la mesa se bajaron a la calle y al albergue donde estaba hospedado el fraile se fueron, con el propósito de que Biagio debía dar conversación al criado de fray Cebolla y Giovanni debía entre las cosas del fraile buscar aquella pluma, fuese la que fuese, y quitársela, para ver qué decía él al pueblo de este asunto.

Tenía fray Cebolla un criado a quien algunos llamaban Guccio Balena y otros Guccio Imbratta, y quien le decía Guccio Porco, el cual era tan feo que no es verdad que Lippo Topo pintase a alguien semejante. Del que muchas veces fray Cebolla acostumbraba a reírse con su compañía y a decir:

_Mi criado tiene nueve cosas tales que si una cualquiera de ellas se encontrase en Salomón, en Aristóteles o en Séneca tendría la fuerza de estropear todo su entendimiento, toda su virtud, toda su santidad. ¡Pensad qué hombre debe ser éste en quien ni virtud, ni entendimiento ni santidad alguna hay, habiendo nueve cosas! Y siendo alguna vez preguntado que cuáles eran estas nueve cosas, y habiéndolas puesto en verso, respondía:

_Os las diré: es calmoso, pringoso y mentiroso; negligente, desobediente y malediciente; descuidado, desmemoriado y maleducado, sin contar con que tiene algunos defectillos, además de éstos que mejor es callarlos. Y lo que es sumamente risible de sus asuntos es que en todos los sitios quiere tomar mujer y arrendar una casa, y teniendo la barba larga y negra y grasienta le parece que es tan hermoso y placentero que cree que cuantas mujeres le ven se enamoran de él y si se le dejase andaría detrás de todas perdiendo las calzas. Y es verdad que me es de gran ayuda porque nunca hay nadie que me quiera hablar tan en secreto que él no quiera oír su parte, y si sucede que me pregunten alguna cosa siente tanto miedo de que yo no sepa responder que prestamente responde él sí o no, según juzga que conviene.

A éste, al dejarlo en el albergue, fray Cebolla le había mandado que mirase bien que nadie tocase sus cosas, y especialmente sus alforjas que es donde estaban las cosas sagradas; pero Guccio Imbratta, que más gustaba de estar en la cocina que el ruiseñor sobre las verdes ramas, y máximamente si a alguna sirvienta olía por allí, habiendo visto a una del hospedero, grasienta y gruesa y pequeña y mal hecha, con un par de tetas que parecían dos canastas de abono y con una cara que parecía de los Baronci, toda sudada, mugrienta y ahumada, no de otro modo que el buitre se arroja sobre la carroña, abandonando la cámara de fray Cebolla y todas sus cosas, allá se dejó caer.

Y aunque fuese agosto, sentándose junto al fuego comenzó con ésta, que Nuta tenía por nombre, a entrar en conversación y a decirle que él era hombre noble por delegación y que tenía más de milientainueve florines, sin contar con los que tenía que dar a otro que eran más o menos los mismos, y que sabía hacer y decir tantas más cosas que ni el dómine unquanque. Y sin mirar un capuz suyo que tenía tanta grasa que habría servido para condimentar la caldera de Altopascio, y a su jubonzuelo roto y remendado, y alrededor del cuello y bajo los sobacos esmaltado de mugre con más manchas y más colores que nunca tuvieron los paños tártaros o indios y a sus zapatillas todas rotas y a las calzas descosidas, le dijo, como si hubiera sido el señor de Chatilión, que quería darle vestidos y pulirla y sacarla de aquella esclavitud de estar en casa ajena, y sin tener grandes posesiones, ponerla en estado de esperar mejor fortuna; y muchas otras cosas, las cuales, por muy afectuosamente que las dijese, convertidas en aire como ocurría con la mayoría de sus empresas, se quedaron en nada.

Encontraron, así, los dos jóvenes a Guccio Porco ocupado con Nuta; de la cual cosa contentos, porque la mitad del trabajo se ahorraban, no impidiéndoselo nadie, en la cámara de fray Cebolla, que encontraron abierta, entrados, la primera cosa que cogieron para buscar en ella fue la alforja donde estaba la pluma; y abierta la cual, encontraron en un gran paquete de cendales envuelta una pequeña arqueta donde, abierta, encontraron una pluma de aquéllas de la cola de un papagayo, que pensaron que debía ser la que había prometido mostrar a los certaldeños. Y ciertamente podía en aquellos tiempos fácilmente hacérselo creer, porque todavía los lujos de Egipto no habían llegado a Toscana sino en pequeña cantidad y no como después en grandísima abundancia, con ruina de toda Italia han llegado; y si eran poco conocidos en aquella comarca, no eran nada conocidos por los habitantes; sino que, conservándose todavía la ruda honestidad de los antiguos no sólo no habían visto papagayos, sino que ni de lejos la mayor parte nunca habían oído hablar de ellos.

Contentos, pues, los jóvenes de haber encontrado la pluma, la cogieron, y para no dejar la arqueta vacía, viendo carbones en un rincón de la cámara, llenaron con ellos la arqueta; y cerrándola y cerrando todas las cosas como las habían encontrado, sin haber sido vistos, se fueron contentos con la pluma y se pusieron a esperar lo que fray Cebolla, al encontrar carbones en lugar de la pluma, iba a decir. Los hombres y las mujeres sencillos que estaban en la iglesia, al oír que iban a ver la pluma del arcángel Gabriel después de nona, terminada la misa se volvieron a casa; y diciéndoselo de un vecino a otro y de una comadre a otra, al terminar todos de almorzar, tantos hombres y tantas mujeres acudieron al castillo que apenas cabían allí, esperando con deseo de ver aquella pluma.

Fray Cebolla, habiendo almorzado bien y luego dormido un rato, se levantó un poco después de nona y sintiendo que una multitud grande de campesinos había venido para ver la pluma, mandó a decir a Guccio Imbratta que allí con las campanillas subiera y trajese sus alforjas. El cual, luego que con trabajo de la cocina y de la Nuta se arrancó, con las cosas pedidas, con lento paso, allá se fue, y llegando allí sin aliento porque el beber agua le había hecho hincharse mucho el cuero, por mandato de fray Cebolla, bajo la puerta de la iglesia se fue y comenzó a tocar fuertemente las campanillas. Después de que todo el pueblo se reunió, fray Cebolla, sin haberse apercibido de que nada le hubieran tocado, comenzó su sermón y a favor de sus intenciones dijo muchas palabras; y teniendo que llegar a mostrar la pluma del ángel Gabriel, diciendo primero con gran solemnidad el Confiteor, hizo encender dos antorchas, y desenrollando delicadamente los cendales, habiéndose quitado primero la capucha, fuera sacó la arqueta; y diciendo primeramente unas palabritas en alabanza y loa del arcángel Gabriel y de su reliquia, abrió la arqueta. Y cuando llena de carbones la vio, no sospechó que aquello Guccio Balena lo hubiera hecho porque sabía que no alcanzaba a tanto, ni lo maldijo por no haber cuidado de que otro no lo hiciera; sino que se insultó tácitamente por haberle encomendado la guarda de sus cosas sabiéndolo como lo sabía negligente, desobediente, descuidado y desmemoriado; pero sin embargo, sin cambiar de color, alzando el rostro y las manos al cielo dijo de manera que fue oído por todos:

_¡Oh, Dios, alabado sea siempre tu poder! Luego, volviendo a cerrar la arqueta y volviéndose al pueblo, dijo:

_Señores y señoras, debéis saber que siendo yo todavía muy joven fui enviado por un superior mío a aquella parte por donde aparece el sol, y me fue ordenado con mandamiento expreso que buscase los privilegios de Porcellana, los cuales, aunque como indulgencias no costasen nada, mucho más útiles les son a otros que a nosotros; por la cual cosa, poniéndome en camino, partiendo de Vinegia y yendo por el Burgo de Griegos y de allí adelante cabalgando por el reino del Garbo y por Baldacca, llegué al Parión de donde, no sin sed, luego de un tanto llegué a Cerdeña. ¿Pero por qué voy diciéndoos todos los países por donde fui buscando? Llegué, pasado el estrecho de San Giorgio, a Estafia y a Befia, países muy habitados y con muchas gentes, y de allí llegué a la Tierra de la Mentira, donde a muchos de nuestros frailes y de otras religiones encontré, los cuales todos andaban evitando los disgustos por amor de Dios, poco cuidándose de otros trabajos cuando veían que perseguían su utilidad, no gastando más moneda que la que no estaba acuñada por aquellos países; y pasando de allí a la tierra de los Abruzzos, donde los hombres y las mujeres van sin zuecos por los montes, vistiendo a los puercos con sus mismas tripas, y poco más allá me encontré a gentes que llevan el pan en los bastones y el vino en los morrales, desde donde llegué a las montañas de los vascos, donde todas las aguas corren hacia abajo.

»Y en resumen, tanto anduve que llegué hasta la India Pastinaca, en donde os juro, por el hábito que llevo, que vi volar a los plumíferos, cosa increíble para quien no los haya visto; pero no me deje mentir Maso del Saggio a quien encontré allí hecho un gran mercader que cascaba nueces y vendía las cáscaras al por menor. Pero no pudiendo lo que estaba buscando encontrar, porque de allí en adelante se va por el mar, volviéndome atrás, llegué a esas santas tierras donde en el verano os cuesta el pan frío cuatro dineros y el caldo nada os cuesta; y allí encontré al venerable padre señor Non_me_blasméis_si_os_place, dignísimo patriarca de Jerusalén, el cual, por reverencia al hábito que siempre he llevado del barón señor San Antonio, quiso que viese ya todas las santas reliquias que tenía junto a sí, y fueron tantas que, si quisiese describiros todas no vendrían a término en tal milla; pero por no dejaros desilusionados os diré, sin embargo, algunas. Primeramente me mostró el dedo del Espíritu Santo tan entero y sano como nunca lo estuvo, y el tupé del serafín que se apareció a San Francisco, y una de las uñas de los querubines, y una de las costillas del Verbum_caripuesto_alajimez, y de los vestidos de la santa fe católica y algunos de los rayos de la estrella que se apareció a los tres Magos de Oriente, y una ampolla con el sudor de San Miguel cuando combatió con el diablo, y la mandíbula de la muerte de San Lázaro y otras. Y porque yo libremente le entregué las laderas de Montemoreno en vulgar y algunos capítulos del Caprezio que largamente había estado buscando, él me hizo partícipe de sus santas reliquias y me donó uno de los dientes de la santa cruz y en una ampolleta algo del sonido de las campanas del templo de Salomón y la pluma del arcángel Gabriel, de la cual ya os he hablado, y uno de los zuecos de San Gherardo de Villamagna, el cual yo, no hace mucho, en Florencia di a Gherardo de los Bonsi, que tiene en él grandísima devoción; y me dio los carbones con los que fue asado el bienaventurado mártir San Lorenzo; las cuales cosas todas aquí conmigo traje devotamente, y todas las tengo.

»Y es la verdad que mi superior nunca ha permitido que las mostrase hasta tanto que no se ha certificado si son ciertas o no, pero ahora que por algunos milagros hechos por ellas y por cartas recibidas del patriarca se ha asegurado, me ha concedido la licencia para que os las muestre; pero yo, temiendo confiárselas a nadie, siempre las llevo conmigo. Cierto que llevo la pluma del arcángel Gabriel, para que no se estropee, en una arqueta, y los carbones con los cuales fue asado San Lorenzo en otra, las cuales son tan semejantes la una a la otra que muchas veces he cogido la una por la otra, y ahora me ha ocurrido; y creyendo que había traído la arqueta donde estaba la pluma, he traído aquella en donde están los carbones. Lo que no reputo como error sino que me parece que sea cierto que haya sido la voluntad de Dios y que Él mismo haya puesto la arqueta de los carbones en mis manos, acordándome yo hace poco que la fiesta de San Lorenzo es de aquí a dos días; y por ello, queriendo Dios que yo, al mostraros los carbones con los que fue asado, encienda en vuestras almas la devoción que en él debéis tener, no la pluma que quería sino los benditos carbones rociados con el humor de aquel santísimo cuerpo me hizo coger. Y por ello, hijos benditos, quitaos las capuchas y acercaos aquí devotamente a verlos. Pero primero quiero que sepáis que cualquiera que por estos carbones es tocado con la señal de la cruz puede vivir seguro todo el año de que no le quemará fuego que no sienta.

Y luego que hubo dicho así, cantando un laude de San Lorenzo, abrió la arqueta y mostró los carbones, los cuales luego de que un rato la estúpida multitud hubo mirado con reverente admiración, con grandísimo ruido de pies todos se acercaron a fray Cebolla, y dando mayores limosnas de lo que acostumbraban, que les tocase con ellos le rogaban todos. Por la cual cosa, fray Cebolla, cogiendo aquellos carbones en la mano, sobre sus camisolas blancas y sobre los jubones y sobre los velos de las mujeres comenzó a hacer las cruces mayores que le cabían, afirmando que cuanto se gastaban al hacer aquellas cruces lo crecían después en la arqueta, como él había experimentado muchas veces. Y de tal guisa, no sin grandísima utilidad suya, habiendo cruzado a todos los certaldeños, por su rápida invención se burló de aquellos que, quitándole la pluma, habían querido burlarse de él. Los cuales, estando en su sermón y habiendo oído el extraordinario remedio encontrado por él, y cómo se las había arreglado y con qué palabras, se habían reído tanto que habían creído que se les desencajaban las mandíbulas; y luego de que se hubo ido el vulgo, yendo a él, con la mayor fiesta del mundo lo que habían hecho le descubrieron y luego le devolvieron su pluma, la cual al año siguiente le valió no menos que aquel día le habían valido los carbones.

Esta historia dio por igual a toda la compañía grandísimo placer y solaz y mucho se rieron todos de fray Cebolla y máximamente de su peregrinación y de las reliquias tanto vistas por él como traídas; la cual sintiendo la reina que había acabado, e igualmente su señorío, poniéndose en pie, se quitó la corona y, riendo, se la puso en la cabeza a Dioneo y dijo:

_Es tiempo, Dioneo, que algo pruebes la carga que es tener que guiar y gobernar a las mujeres; sé, pues, rey, y reina de tal manera que al final de tu gobierno lo alabemos.

Dioneo, recibiendo la corona, repuso riendo:

_Muchas veces podéis haber visto reyes de ajedrez que son más preciosos de lo que yo soy; y por cierto que si me obedecieseis como a un verdadero rey se obedece, os haría gozar de aquello sin lo cual es verdad que ninguna fiesta es totalmente alegre. Pero dejemos estas palabras; gobernaré como pueda.

Y haciendo, según la costumbre usada, venir al senescal, lo que tenía que hacer mientras durase su señorío le mandó; y luego dijo:

_Valerosas señoras, de diversas maneras se ha hablado aquí tanto del ingenio humano y de los varios sucesos que, si la señora Licisca no hubiese venido aquí hace un rato (que con sus palabras me ha dado la materia de las futuras narraciones de mañana) temo que me hubiera costado mucho tiempo encontrar tema sobre el que hablar. Ella, como habéis oído, dijo que no tenía una vecina que hubiera ido doncella a su marido, y añadió que bien sabía cuántas y cuáles burlas seguían las casadas haciendo a sus maridos. Pero dejando la primera parte, que es cosa de criaturas, pienso que la segunda deba ser divertida para hablar de ella, y por ello quiero que mañana se digan, puesto que la señora Licisca nos ha dado el motivo, burlas que por amor o por salvación suya han hecho las mujeres a sus maridos, habiéndose ellos apercibido o no.

Hablar de tal materia parecía a algunas de las damas que no era apropiado para ellas y le rogaban que cambiase el tema propuesto; a quienes el rey respondió:

_Señoras, sé lo que he ordenado mejor que vosotras, y de ordenarlo no me podréis apartar por lo que queréis mostrarme, considerando que estamos en tales tiempos que con guardarse los hombres y las mujeres de obrar deshonestamente toda conversación está permitida. Pues ¿no sabéis que por la perversidad de esta temporada los jueces han abandonado los tribunales, las leyes tanto divinas como humanas están calladas y amplia licencia para conservar la vida se ha concedido a cada uno? Por lo que, si algo se relaja vuestra honestidad al hablar, no para seguir con las obras nada desordenado sino para deleite de los demás y vuestro, no veo con qué argumento os pueda en el porvenir ser reprochado por nadie. Además de esto, nuestra compañía, desde el primer momento hasta esta hora honestísima, por nada que se diga no me parece que en ningún acto se manche ni sea manchada, con la ayuda de Dios. Además, ¿quién no conoce vuestra honestidad? La cual no ya las conversaciones divertidas sino el terror de la muerte creo que no podría desalentar. Y por decir verdad, quien supiera que dejasteis de hablar de estas chanzas alguna vez acaso sospecharía que fueseis culpables de lo que teníais que narrar y que por ello no quisisteis. Sin contar con que bien me honraríais si habiendo yo obedecido a todas, ahora, habiéndome hecho vuestro rey, quisierais imponerme la ley y no hablar de lo que yo ordenase. Dejad, pues, este temor más propio de ánimos bajos que de los nuestros, y buena suerte tenga cada una en pensar una buena historia.

Cuando las señoras esto hubieron oído dijeron que fuera así como a él le pluguiese; por lo que el rey hasta la hora de la cena dio a cada uno licencia de hacer lo que gustase.

Estaba el sol todavía muy alto porque las narraciones habían sido breves; por lo que, habiéndose Dioneo con los otros jóvenes puesto a jugar a las tablas, Elisa, llamando aparte a las otras señoras, dijo:

_Desde que estarnos aquí he deseado llevaros a un lugar muy cerca de éste donde no creo que ninguna de vosotras haya estado, y se llama el Valle de las Damas; y hasta ahora no he visto el momento de poderos llevar allí sino hoy, puesto que el sol está aún alto; y por ello, si os place venir, no dudo que cuando estéis allí no estéis contentísimas de haber estado.

Las señoras dijeron que estaban dispuestas, y llamando a una de sus criadas, sin decir nada a los jóvenes, se pusieron en camino; y no habían andado más de una milla cuando llegaron al Valle de las Damas; dentro del cual, por un camino muy estrecho por una de cuyas partes corría un clarísimo arroyo, entraron; y lo vieron tan hermoso y tan deleitoso, y especialmente en aquel tiempo en que el calor era grande cuanto más podría imaginarse. Y según me dijo luego alguna de ellas, el llano que había en el valle era tan redondo como si hubiera sido trazado con compás aunque artificio de la naturaleza y no de la mano del hombre pareciese; y tenía de contorno poco más de media milla, rodeado por seis montañitas no muy altas, y encima de la cumbre de cada una se veía un edificio que tenía la forma de un hermoso castillito.

Las laderas de tales montañitas declinando hacia la llanura descendían como en los teatros vemos que desde la cima las gradas hasta la parte más baja vienen sucesivamente ordenadas, estrechando siempre su círculo. Y estaban estas laderas, cuantas a la vertiente del mediodía miraban, todas con viñas, olivos, almendros, cerezos, higueras y otras clases muchas de árboles frutales llenas sin dejar un palmo. Las que miraban al carro del Septentrión todas eran de bosquecillos de chaparros, fresnos y otros árboles verdísimos y lo más derechos que podían estar. La llanura de abajo, sin tener más entrada que aquella por donde las damas habían venido, estaba llena de abetos, de cipreses, de laureles y de algunos pinos, tan bien compuestos y tan bien ordenados como si todos hubieran sido plantados por el mejor artífice; y entre ellos poco sol o ninguno, entonces que estaba alto, entraba hasta el suelo, que era todo un prado de hierba menudísima y llena de flores purpúreas y de otras. Y además de esto, lo que no menos de deleite que de otra cosa servía, había un arroyo que desde una de las calles que dos de aquellas montañitas dividían, caía sobre peñas de roca viva y al caer hacía un rumor muy deleitoso al oído, y al salpicar parecía de lejos plata viva que cayese de alguna cosa exprimida menudamente; y al llegar abajo a la pequeña llanura, allí, recogido en una hermosa acequia hasta la mitad de la llanura velocísimo, y formaba allí un pequeño lago como a veces a modo de vivero hacen en su jardín los habitantes de las ciudades que de ello tienen ocasión.

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