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Resumen del libro Decameron (página 19)



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Y no muchos días después de que tuvieron lugar estas palabras, vuelve el rey a Nápoles, tanto por quitarse a sí mismo la ocasión de hacer alguna cosa vil como por premiar al caballero del honor recibido de él, por muy duro que le fuese hacer a otro poseedor de lo que sumamente deseaba para él mismo, no se dispuso menos a casar a las dos jóvenes, y no como a hijas de micer Neri, sino como a suyas. Y con placer de micer Neri, dotándolas magníficamente, a Ginebra la bella dio a micer Maffeo de Palizzi, y a Isotta la rubia a micer Guiglielmo de la Magna, nobles caballeros y grandes barones ambos; y asignándoselas a ellos, con dolor inestimable se fue a Apulia, y con fatigas continuas tanto maceró a su ciego apetito que, despedazadas y rotas las amorosas cadenas, por todo lo que vivir debía libre quedó de tal pasión.

Habrá tal vez quienes digan que pequeña cosa es para un rey haber casado a dos jovencitas, y lo concederé; pero que muy grande y grandísima es diré, si decimos que un rey enamorado lo haya hecho, casando a aquella a quien amaba sin haber tomado o cogido de su amor fronda, o flor, o fruto. Así pues, obró el magnífico rey premiando altamente al noble caballero, honrando loablemente a las amadas jovencitas y venciéndose a sí mismo duramente.

Novela séptima El rey Pedro, oyendo el ardiente amor que le tiene la enferma Lisa, la consuela y luego la casa con un joven noble,, y besándola en la frente dice que será siempre su caballero. Llegado había Fiameta al fin de su novela y muy alabada había sido la viril magnificencia del rey Carlos, por más que alguna de las que allí estaban, que era gibelina, no quisiese alabarlo, cuando Pampínea, habiéndoselo ordenado el rey, comenzó:

Nadie que sea discreto, conspicuas señoras, habría que no dijera lo que decís vosotras del buen rey Carlos, sino quien por otro motivo le quiera mal. Pero como por la memoria me está rondando una cosa tal vez no menos loable que fue hecha por un adversario suyo a una joven de nuestra Florencia, me place contárosla:

En el tiempo en que los franceses fueron arrojados de Sicilia, había en Palermo un boticario florentino llamado Bernardo Puccini, hombre riquísimo que de su mujer tenía solo una hijita hermosísima y ya en edad de casarse. Y habiendo llegado a ser señor de la isla el rey Pedro de Aragón, celebraba en Palermo una maravillosa fiesta con sus barones; en la cual fiesta, estando justando él a la catalana, sucedió que la hija de Bernardo, cuyo nombre era Lisa, desde una ventana donde estaba con otras damas lo vio mientras corría, y tan maravillosamente le agradó que mirándolo luego una vez y otra se enamoró de él ardientemente. Y terminada la fiesta y estando ella en casa de su padre, en ninguna otra cosa podía pensar sino en este su magnífico y alto amor; y lo que en este asunto le dolía era el conocimiento de su ínfima condición que apenas le dejaba tener ninguna esperanza de un final feliz; pero no obstante no quería apartarse de amar al rey y por miedo de un mayor mal no se atrevía a manifestarlo. El rey de esto no se había dado cuenta ni se preocupaba, de lo que ella, más allá de lo que pudiera juzgarse, sentía intolerable dolor; por la cual cosa sucedió que, creciendo en ella continuamente amor, y sumándose una tristeza a la otra, la hermosa joven, no pudiendo más, enfermó y, evidentemente de día en día, como la nieve al sol se consumía. Su padre y su madre, doloridos de esta enfermedad, con consuelos continuos y con médicos y con medicinas en lo que era posible le ayudaban; pero de nada servía porque ella, como desesperada de su amor, había elegido no seguir viviendo. Ahora bien, sucedió que, ofreciéndole su padre darle todo lo que quisiera, le vino al pensamiento que si convenientemente pudiese, querría hacer saber al rey su amor y su decisión antes de morir: y por ello, un día le rogó que hiciera venir a Minuccio de Arezzo. Era en aquellos tiempos Minuccio tenido por un finísimo cantor y músico y con agrado era recibido por el rey Pedro, al cual avisó Bernardo de que Lisa querría oírle tocar y cantar un rato; por lo que, haciéndoselo decir, él, que era hombre amable, incontinenti vino a donde ella; y luego de que un tanto con tiernas palabras la hubo consolado, con una viola dulcemente tocó alguna estampida y cantó luego algunas canciones que para el amor de la joven eran fuego y llama, cuando él lo que creía era consolarla. Después de esto, dijo la joven que quería hablar con él solo unas palabras; por lo que, yéndose todos los demás, le dijo ella:

_Minuccio, te he elegido a ti para fidelísimo guardián de un secreto mío, esperando primeramente que a nadie sino a quien yo te diga debas manifestarlo nunca, y luego, que en lo que puedas me ayudes: y esto te ruego. Debes, pues, saber, Minuccio mío, que el día que nuestro señor el rey Pedro celebró su gran fiesta de subida al trono, me sucedió verlo, mientras estaba justando, en tan fuerte momento, que por su amor se me encendió en el alma un fuego tal que a la situación me ha traído en que me ves; y conociendo yo cuán mal conviene mi amor a un rey, y no pudiendo no ya arrojarlo de mí, sino disminuirlo, y siéndome sobremanera duro de soportar, he elegido como menor aflicción, morir; y así lo haré. Y es verdad que grandemente me iría consolada si lo supiera él primero; y no sabiendo por quién poderle hacer saber esta disposición mía más apropiadamente que por ti, quiero a ti encomendarla y te ruego que no te rehúses a hacerlo; y cuando lo hayas hecho, házmelo saber para que yo, muriendo consolada, me desenlace de estas penas.

Y dicho esto, llorando, calló. Maravillóse Minuccio de la grandeza del ánimo de ella y de su duro propósito, y mucho se compadeció de ella; y súbitamente le vino al ánimo cómo honestamente podría ayudarla, y le dijo:

_Lisa, te doy mi palabra, por la que está segura de que nunca serás engañada; y además, alabándote por tan alto empeño como es haber puesto el ánimo en tan gran rey, te ofrezco mi ayuda, con la que espero que, si quieres consolarte, obraré de tal manera que antes de que pase el tercer día creo que podré traerte noticias que sumamente queridas te serán; y para no perder tiempo, me voy a darle principio.

Lisa, por ello de nuevo rogándole mucho y prometiéndole animarse, le dijo que se fuese con Dios. Minuccio, yéndose, fue a buscar a un tal Mico de Siena, muy buen decidor en rima en aquellos tiempos, y con ruegos le obligó a hacer la cancioncita que sigue:

Muévete, Amor, y vete a mi señory cuéntale las penas que sostengo,dile que a muerte vengopor celar mi deseo por temor. Piedad, Amor: de rodillas te llamo,ve y busca a mi señor en donde mora,dile que mucho le deseo y amopues dulcemente el alma me enamora,y por el fuego ardiente en que me inflamotemo morir, y no veo la horaen que me aleje de pena tan duracomo padezco su amor deseando,temiendo y vacilando¡Por Dios, haz que conozca mi dolor! Desde que de él estoy enamorada,no me has dejado, Amor, atrevimiento:siempre estoy asustadasin poderle mostrar mi sentimientoa quien me tiene tan apasionaday, muriendo, morir es mi tormento;tal vez no le daría descontentoconocer el dolor del alma míasi tuviera osadíapara manifestarle este mi ardor. Y pues que no te fue agradable, Amor,el concederme tanta confianzaque pudiese decir a mi señor¡ay de mí! por mensaje o en semblanzael sentimiento que me da calor,vete ante él y ante su remembranzatrae aquel día en que a escudo y a lanzacon otros caballeros vi justarindúcelo a mirarcómo perezco por su dulce amor. Las cuales palabras, Minuccio entonó prestamente con un son suave y piadoso, como su materia requería, y el tercer día se fue a la corte, cuando estaba el rey Pedro todavía comiendo; por el cual le fue dicho que cantase algo con su viola. Con lo que él comenzó, tan dulcemente tocando, a cantar esta canción que cuantos en la real sala estaban parecían bajo un sortilegio, de tan callados y suspensos escuchando como estaban todos, y el rey casi más que los otros. Y habiendo Minuccio terminado su canto, el rey le preguntó de dónde procedía, que no le parecía haberlo oído nunca.

_Monseñor _repuso Minuccio_, no hace aún tres días que se compusieron las palabras y la música.

El cual, habiéndole el rey preguntado que por quién, repuso:

_No me atrevo a descubrirlo sino a vos.

El rey, deseoso de oírlo, levantadas las mesas, le hizo entrar a él solo en su cámara, donde Minuccio ordenadamente le contó todo lo oído; lo que el rey celebró mucho y mucho alabó a la joven y dijo que de joven tan valerosa había que tener compasión, y por ello que fuese de su parte a ella y la confortase, y le dijera que sin falta aquel día al atardecer vendría a visitarla. Minuccio, contentísimo de llevar tan placenteras nuevas a la joven, sin dilación con su viola se fue y, hablando con ella sola, todo lo que había pasado le contó, y luego cantó la canción con su viola. De esto se puso la joven tan alegre y tan contenta que claramente y sin tardanza aparecieron señales grandísimas de su mejoría; y con deseo, sin saber ni presumir ninguno de la casa qué fuese aquello, se puso a esperar el atardecer en que su señor debía venir. El rey, que liberal y benigno señor era, habiendo luego pensado muchas veces en las cosas oídas a Minuccio y conociendo óptimamente a la joven y su hermosura, se compadeció más de lo que estaba y al llegar la caída de la tarde montando a caballo, aparentando ir de paseo, llegó donde estaba la casa del boticario; y allí, haciendo pedir que le abriesen un bellísimo jardín que el boticario tenía, allí bajó de su caballo, y luego de un tanto preguntó a Bernardo que qué era de su hija, si la había casado ya. Repuso Bernardo:

_Señor, no está casada sino que ha estado y aún está muy enferma; aunque es verdad que desde nona para acá se ha mejorado maravillosamente.

El rey comprendió prestamente lo que aquella mejoría quería decir y dijo:

_A fe que desgracia sería que fuese quitada al mundo tan hermosa cosa; queremos ir a visitarla.

Y con dos de sus compañeros solamente y con Bernardo en la alcoba de ella poco después entró, y en cuanto estuvo dentro se acercó a la cama donde la joven, algo incorporada en ella, le esperaba deseosa, y le cogió una mano, diciéndole:

_Señora, ¿qué quiere decir esto? Sois joven y debéis confortar a los otros, ¿y os dejáis enfermar? Queremos rogaros que os plazca por nuestro amor consolaros de manera que estéis pronto curada.

La joven, sintiéndose coger las manos por aquel a quien sobre todas las cosas amaba, aunque un tanto se avergonzase, sentía tan gran placer en el ánimo como si hubiera estado en el paraíso, y como pudo le respondió:

_Señor mío, el querer poner mis pocas fuerzas sobre gravísimos pesos ha sido la razón de esta enfermedad, de la cual vos, por vuestra gracia, pronto libre me veréis.

Sólo el rey entendía el encubierto hablar de la joven y a cada momento la reputaba de más valor, y muchas veces maldijo en su interior a la fortuna que de tal hombre la había hecho hija; y luego de que un tanto hubo estado con ella y confortándola más todavía, se fue. Este rasgo de humanidad del rey fue muy alabado y en gran honor tenido para el boticario y su hija; la cual, tan contenta se quedó como cualquiera otra mujer lo estuvo alguna vez de su amante; y por una mejor esperanza ayudada, curada en pocos días, más hermosa se puso de lo que lo había sido nunca. Pero luego de que estuvo curada, habiendo el rey con la reina discurrido qué recompensa a tal amor quería darle, montando un día a caballo, con muchos de sus barones se fue a casa del boticario, y entrando en el jardín hizo llamar al boticario y a su hija; y en esto llegando la reina con muchas damas, y recibiendo a la joven entre ellas, comenzaron una maravillosa fiesta. Y luego de algún tanto, el rey y la reina llamando a Lisa, le dijo al rey:

_Valerosa joven, el gran amor que me habéis tenido os ha alcanzado de nos gran honor, del que queremos que por amor a nos estéis contenta; y el honor es éste: que, como sea que estáis en edad de casaros queremos que toméis por marido al que os vamos a dar, entendiendo siempre, no obstante esto, llamarme vuestro caballero, sin querer de tanto amor tomar de vos sino un solo beso.

La joven, que de vergüenza tenía la faz bermeja, haciendo suyo el gusto del rey, en voz baja respondió así:

_Señor mío, estoy muy cierta de que si se supiera que me he enamorado de vos, las más de las gentes me reputarían loca, creyendo tal vez que a mí misma me hubiese olvidado y que mi condición (y además de ella la vuestra) no conozco; pero como Dios sabe, que sólo el corazón de los mortales ve y conoce, en el momento que primero me gustasteis conocí que erais rey y yo la hija de Bernardo el boticario, y mal convenirme a mí a tan alto lugar dirigir el ardor de mi ánimo. Pero tal como vos mejor que yo conocéis, nadie se enamora por meditada elección sino según el apetito y el gusto; ley a la cual muchas veces se opusieron mis fuerzas; y no pudiendo más, os amé y os amo y os amaré siempre. Es verdad que, al sentirme prender por vuestro amor, me dispuse por completo a hacer siempre de vuestro deseo el mío y por ello no el hacer esto de tomar de buen grado marido y tener en estima a quien os plazca darme (que sea mi honor y estado), sino que si me dijeseis que me quedase en el fuego, si creía que os agradaba, me daría placer. Teneros a vos, rey, por caballero, sabéis que me conviene y por ello más a esto no respondo; y no os será concedido el beso que queréis de mi amor sin licencia de mi señora la reina. Y de tanta benignidad hacia mí cuanta es la vuestra y de mi señora la reina que está aquí, Dios os conceda por mí las gracias y el premio que yo no puedo dar.

Y aquí calló. A la reina plugo mucho la respuesta de la joven y le pareció tan discreta como le había dicho el rey. El rey hizo llamar al padre de la joven y a la madre y, sintiéndose contentos de lo que hacer se proponía, hizo llamar a un joven, que era hombre noble aunque pobre, que tenía por nombre Perdicone, y poniéndole unos anillos en la mano, a él que no rehusaba hacerlo, hizo casarse con Lisa; a los cuales incontinenti el rey, además de muchas joyas preciosas que él y la reina a la joven dieron, les dio Cefalú y Caltabellotta, dos buenísimos feudos y de gran fruto, diciendo:

_Éstas te las damos como dote de la dama; lo que queremos hacerte a ti lo verás en el tiempo por venir.

Y dicho esto, volviéndose a la joven, dijo:

_Ahora queremos tomar aquel fruto que de vuestro amor debemos tener _y cogiéndole la cabeza con las dos manos, la besó en la frente. Perdicone y el padre y la madre de Lisa, y ella también, contentos hicieron grandísima fiesta y alegres bodas: y según lo que muchos afirman, muy bien cumplió el rey lo convenido con la joven, porque mientras vivió se llamó siempre caballero suyo y nunca fue a ningún hecho de armas llevando otra enseña sino la que por la joven le fuese mandada. Así pues, obrando se conquistan las almas de los súbditos, se da a otros ejemplos de bien obrar y se conquistan las famas eternas; a la cual cosa hoy pocos o ninguno ha tendido el arco del intelecto, habiéndose convertido en tiranos y en crueles la mayoría de los señores.

Novela octava Sofronia, creyendo ser la mujer de Gisippo, lo es de Tito Quinto Fulvio y con él se va a Roma; adonde Gisippo llega en pobre estado, y creyendo ser despreciado por Tito, afirma, para morir, que ha matado a un hombre, Tito, reconociéndolo, dice, para salvarlo, que lo ha matado él, lo cual, viéndolo quien lo había hecho, se culpa a sí mismo; por la cual cosa son todos puestos en libertad por Octavio, y Tito a Gisippo da a su hermana por mujer y reparte con él todos sus bienes. Filomena, por mandato del rey, habiéndose callado Pampínea y habiendo ya todas ellas alabado al rey Pedro, y más gibelina que las otras, comenzó:

Magníficas señoras, ¿quién no sabe que los reyes pueden, cuando quieren, hacer las más altas cosas y que además a ellos les cumple especialísimamente ser magníficos? Quien, por consiguiente, hace lo que debe hacer, hace bien; pero no hay que maravillarse tanto ni alzarlo tan alto con alabanzas sumas como convendría a otro que lo hiciese, de quien, por tener menos posibles menos se esperase. Y por ello, si con tantas palabras las obras del rey exaltáis y os parecen buenas, no dudo que mucho más deban agradaros y ser alabadas por vos las de nuestros iguales cuando son semejantes a las del rey o mejores; por lo que una admirable obra y magnífica hecha por dos ciudadanos amigos me he propuesto contaros en una historia.

Así pues, en el tiempo en que Octavio César, no todavía como Augusto, sino desde el puesto llamado triunvirato, regía el imperio de Roma, hubo en Roma un hombre noble llamado Publio Quinto Fulvio el cual, teniendo un hijo llamado Tito Quinto Fulvio, de maravilloso ingenio, lo mandó a Atenas a aprender filosofía, y cuanto más pudo lo recomendó a un hombre noble de la ciudad llamado Cremetes, el cual era muy viejo amigo suyo. Por el cual Tito, en su propia casa fue alojado en compañía de un hijo suyo llamado Gisippo; y bajo la enseñanza de un filósofo llamado Aristippo, tanto Tito como Gisippo fueron por igual puestos a estudiar por Cremetes. Y frecuentándose mucho los dos jóvenes, tanto llegaron a ser semejantes sus costumbres que una fraternidad y una amistad tan grande nació entre ellos que nunca luego fue destruida sino por la muerte; y ninguno de ellos gozaba de bien ni de reposo sino cuando estaban juntos. Habían comenzado los estudios e igualmente los dos con altísimo ingenio dotados, subían a la gloriosa altura de la filosofía con iguales pasos y con maravillosa alabanza; y en tal vida (con grandísimo placer de Cremetes, que casi no consideraba más hijo suyo al uno que al otro) perseveraron al menos tres años. Al final de los cuales, como con todas las cosas sucede, sucedió que Cremetes, ya viejo, cerró los ojos a esta vida, de lo que un igual dolor, así como por común padre, sintieron, y ni los amigos ni los parientes de Cremetes discernían cuál de los dos habría de ser más consolado por el sucedido caso. Sucedió, después de unos cuantos meses, que los amigos de Gisippo y los parientes fueron a estar con él y junto con Tito le animaron a tomar mujer, y le encontraron una joven de maravillosa hermosura y de nobilísimos parientes descendiente y ciudadana de Atenas, cuyo nombre era Sofronia, de edad de unos quince años. Y acercándose el momento de las futuras bodas, Gisippo rogó a Tito un día que fuese con él a verla, que todavía no la había visto; y llegados a casa de ella, y estando ella entre ambos, Tito, como apreciador de la hermosura de la novia de su amigo comenzó a mirarla atentísimamente, y todas sus partes desmedidamente agradándole, mientras las ponderaba sumamente para sí, tan profundamente, sin darlo a entender, se inflamó por ella, cuanto ningún amante de mujer se ha inflamado nunca. Pero luego que con ella hubieron estado, despidiéndose, a casa se volvieron. Allí Tito, entrando solo en su alcoba, en la joven que le había placido comenzó a pensar, tanto más inflamándose cuanto más se paraba en su pensamiento; de lo que, dándose cuenta, luego de muchos cálidos suspiros, comenzó a decirse:

_¡Ay! ¡Miserable vida tuya, Tito! ¿Dónde es donde pones tu ánimo y tu amor y tu esperanza? ¿Pues no conoces, tanto por los honores recibidos de Cremetes y su familia como por la verdadera amistad que hay entre tú y Gisippo, de quien ésta es esposa, que a esta joven te conviene tener la reverencia que a una hermana? ¿Cómo la amas? ¿Dónde te dejas llevar por el engañoso amor?, ¿dónde por la lisonjera esperanza? Abre los ojos del intelecto y conócete, mísero, a ti mismo; deja paso a la razón, refrena el apetito concupiscente, templa los deseos no sanos y endereza a otra parte tus pensamientos; haz frente en este comienzo a tu lujuria, y véncete a ti mismo mientras es todavía tiempo. Lo que quieres no es conveniente, no es honesto; lo que a seguir te dispones, aun si fuese seguro que lo alcanzases, que no es, deberías huirlo si mirases aquello que la verdadera amistad te pide. ¿Qué harás, pues, Tito? Abandonarás el indebido amor, si quieres hacer lo que es debido.

Y luego, acordándose de Sofronia, volviendo atrás, todo lo dicho lo condenaba, diciendo:

_Las leyes de Amor son de mayor poder que ninguna otra; rompen no solamente las de la amistad sino las divinas. ¿Cuántas veces ha amado el padre a su hija, el hermano a la hermana, la madrina al ahijado? Cosas más monstruosas que un amigo ame a la mujer del otro han sucedido mil veces. Además de esto, yo soy joven, y la juventud toda está sometida a las amorosas leyes; aquello, pues, que place a amor, a mí debe placerme. Las cosas son propias de los más viejos; yo no puedo querer sino lo que amor quiere. La hermosura de ella merece ser amada por todos; y si yo la amo, que soy joven, ¿quién podrá reprenderme con razón? No la amo porque sea de Gisippo, la amo tanto como la amaría fuera de quien fuese; peca aquí la fortuna que la ha concedido a mi amigo Gisippo en lugar de a otro. Y si debe ser amada por su hermosura (como debe) merecidamente, más contento debe estar Gisippo, al saberlo, de que la ame yo que otro.

Y desde este razonamiento, burlándose a sí mismo, volviendo al contrario, y de éste a aquél y de aquél a éste, no solamente aquel día y la noche siguiente consumió, sino muchos otros, hasta el punto de que, perdidos el alimento y el sueño, por debilidad tuvo que acostarse. Gisippo, que muchos días lo había visto sumido en sus pensamientos y ahora lo veía enfermo, mucho se dolía, y con todo arte y solicitud, sin separarse nunca de él, se esforzaba en consolarlo, con frecuencia y con muchas instancias preguntándole la razón de sus pensamientos y de la enfermedad. Pero habiéndole muchas veces Tito respondido con mentiras y habiéndose dado cuenta Gisippo, sintiéndose, sin embargo, Tito obligado, con llantos y con suspiros le repuso de tal guisa:

_Gisippo, si a los dioses hubiera placido, a mí me sería mucho más grata la muerte que seguir viviendo, pensando que la fortuna me ha conducido a un lugar en que me ha convenido probar mi virtud, y con grandísima vergüenza mía la encuentro vencida; pero por cierto que espero pronto la recompensa que merezco, es decir, la muerte, que me es más cara que vivir con el recuerdo de mi vileza; la cual, puesto que a ti no puedo ni debo ocultarte nada, con gran rubor te manifestaré.

Y comenzando desde el principio, la razón de sus pensamientos y la batalla de éstos, y por último de quién era la victoria y que se moría por amor de Sofronia, le descubrió, afirmando que, conociendo cuánto le convenía a él aquello, como penitencia se había impuesto el morir, lo que pronto creía que conseguiría. Gisippo, al oír esto y ver su llanto, un tanto al principio reflexionó, como quien de la belleza de la joven sucediese que más tibiamente estuviera prendado; pero sin tardanza deliberó que la vida de su amigo debía serle más querida que Sofronia y así, por las lágrimas de él invitado a llorar, le contestó llorando:

_Tito, si no estuvieses tan necesitado de consuelo como lo estás, me quejaría a ti de ti mismo como de quien ha violado nuestra amistad teniéndome tan largamente escondida tu gravísima pasión. Y aunque no pareciese honesta, no hay por ello que celar al amigo las cosas deshonestas sino como las honestas, porque quien es amigo, así como en las honestas cosas se alegra con el amigo, así en las no honestas se esfuerza por apartar de ellas el ánimo del amigo. Pero absteniéndome al presente, vendré a lo que veo que más necesitas. Si ardientemente amas a Sofronia, conmigo desposada, no me maravillo, sino que me maravillaría si no fuese así, conociendo su hermosura y la nobleza de tu ánimo, tanto más apta a sostener la pasión cuanto más excelencia tenga la cosa que plazca. Y cuanto justamente amas a Sofronia, tanto te quejas injustamente de la fortuna, aunque así no lo expreses, que a mí me la ha concedido, pareciéndote que amarla tú sería honesto si hubiese sido de otro que no fuera yo. Pero si eres discreto como sueles, ¿a quién podía concederla la fortuna, de quien mayores gracias pudieras darle, si no me la hubiera concedido a mí? Cualquiera otro que la hubiese tenido por muy honesto que hubiera sido tu amor, la habría amado a ella más que a ti, lo que de mí, si por tan amigo me tienes como soy, no debes esperar y la razón es ésta: que no me acuerdo, desde que somos amigos, de que yo tuviese nada que no fuese tan tuyo como mío; lo que, si tan lejos hubiera ido las cosas que no pudiese ser de otra manera, así haría con ésta como con las otras; pero todavía estamos en tales términos que puedo hacer que sea solamente tuya, y eso haré, porque no sé cómo mi amistad podría serte preciada si en una cosa que puede hacerse honestamente, no supiera de tu voluntad hacer la mía. Es verdad que Sofronia es mi esposa y que la amaba mucho y con gran alegría esperaba las bodas con ella; pero como tú, como de mayor entendimiento que yo, con más ardor deseas tan preciada cosa como es ella, vive seguro que no mi mujer, sino la tuya será en mi alcoba. Y por ello, deja el ensimismamiento, aleja la melancolía, llama a ti la salud perdida y el consuelo y la alegría, y de ahora en adelante espera contento el premio de tu amor, que mucho más merecido es que lo era al mío.

Tito, al oír hablar así a Gisippo, cuanto placer le daba la lisonjera esperanza de aquello, tanto le daba vergüenza la justa conciencia, mostrándole que cuanto mejor era la liberalidad de Gisippo, tanto mayor le parecía inconveniente aceptarla; por lo que, sin dejar de llorar, con trabajo así le respondió:

_Gisippo, tu liberal y verdadera amistad muy claro me muestra lo que a la mía conviene hacer. No quiera Dios que nunca aquella que te han dado como a más digno que a mí la reciba yo por mía. Si Él hubiera visto que me convenía, ni tú ni nadie debes creer que te la hubiera concedido a ti. Toma, pues, contento, lo que has elegido con el discreto consejo y con su don, y a mí déjame consumirme en las lágrimas que como a indigno de tanto bien me ha aparejado: las cuales, o venceré y te seré querido, o me vencerán y estaré libre de pena.

Al cual Gisippo dijo:

_Tito, si nuestra amistad puede concederme tanta licencia como para forzarte a seguir un gusto mío, y a ti puede inducirte a seguirlo, esto será en lo que sumamente entiendo usarla; y si tú no condesciendes placenteramente a mis ruegos, con la fuerza que debe hacerse en bien del amigo haré que Sofronia sea tuya. Sé cuánto pueden las fuerzas de Amor y que no una vez, sino muchas han conducido a una infeliz muerte a los amantes; y te veo tan cerca de ello que ni detener ni vencer a las lágrimas podrías sino que, continuando, vencido, desfallecerías; y yo, sin ninguna duda, pronto te seguiría. Así pues, aunque por otra cosa no te amase, me es, para vivir, preciosa tu vida. Será, pues, tuya Sofronia porque fácilmente no encontrarías a otra que así te agradase, y yo con facilidad volviendo mi amor a otra, te habré contentado a ti y a mí. En la cual cosa tal vez no sería tan liberal si tan raramente y con la misma dificultad las mujeres se encontrasen como los amigos se encuentran; y por ello, pudiendo yo facilísimamente otra mujer encontrar pero no otro amigo, quiero por ello (no quiero decir perderla, que no la perderé dándotela a ti, sino que la trasladaré a otro yo mío) de bien a mejor transferirla, antes que perderte. Y por ello, si alguna cosa pueden en ti mis ruegos, te ruego que, saliendo de esta aflicción, en un punto te consueles a ti y a mí, y con esperanza del bien, viviendo te dispongas a coge esa alegría que tu cálido amor desea de la cosa amada.

Aunque Tito se avergonzase de consentir en que Sofronia se convirtiese en su mujer, y por ello obstinado estuviese todavía, empujándolo por una parte amor y por la otra incitándole los ánimos que le daba Gisippo, dijo:

_Basta, Gisippo; no sé qué puedo decir mejor que haré, si mi placer o el tuyo haciendo lo que, rogándome, me dices que tanto te gusta; y puesto que tu liberalidad es tanta que vence mi merecida vergüenza, lo haré. Pero estate seguro de que lo hago no como quien no sabe que recibo de ti no solamente a la mujer amada, sino con ella mi vida. Hagan los dioses, si puede ser, que con honor y con bien tuyo pueda alguna vez mostrarte cuánto aprecio lo que por mí, más compasivo de mí que yo mismo, haces.

Después de estas palabras, dijo Gisippo:

_Tito, en esto, para que tenga efecto, me parece que debemos hacer lo siguiente: como sabes, después de largas negociaciones entre mis parientes y los de Sofronia, ella se ha convertido en mi esposa; y por ello, si yo fuese ahora diciendo que no la quería por mujer, grandísimo escándalo nacería de ello, y se enfurecerían mis parientes y los suyos; lo que nada me preocuparía si por ello viese que ella iba a ser tuya; pero temo, que si así la dejase, que sus parientes la darían pronto a otro, que tal vez no serías tú, y así habrías perdido lo que yo habría adquirido. Y por ello me parece, si estás de acuerdo, que con lo que he comenzado voy yo a seguir adelante y como mía la llevaré a casa y celebraré las bodas; y luego tú, ocultamente, como lo preparemos, con ella como mujer tuya te acuestes; luego, a su lugar y tiempo manifestaremos el asunto, que, si les agrada, bien estará; si no les agrada, de todas las maneras estará hecho y no pudiendo volverlo atrás, tendrán por fuerza que contentarse con ello.

Plugo a Tito el acuerdo; por la cual cosa, Gisippo, como suya en su casa la recibió, estando ya Tito curado y en buena salud; y haciendo una fiesta grande, al venir la noche, dejaron las mujeres a la nueva esposa en la cama de su marido y se fueron. Estaba la alcoba de Tito contigua con la de Gisippo y desde la una podía entrarse en la otra; por lo que, estando Gisippo en su alcoba y habiendo apagado todas las luces yendo calladamente a donde Tito, le dijo que con su mujer fuese a acostarse. Tito, al oír esto, muerto de vergüenza, quiso echarse atrás y rehusaba ir; pero Gisippo, que con entero ánimo, como en sus palabras, estaba dispuesto a su placer, luego de larga disputa, le hizo entrar allí, el cual, al acercarse a la cama, cogiendo a la joven, como bromeando, en voz baja le preguntó que si quería ser su mujer. Ella, creyendo que era Gisippo, le contesto que sí, con lo que un bello y rico anillo le puso en el dedo, diciendo:

_Y yo quiero ser tu marido.

Y consumando así el matrimonio, largo y amoroso placer tomó de ella, sin que ni ella ni nadie se diesen cuenta nunca de que alguien que no fuese Gisippo se hubiese acostado con ella. Estando, pues, en estos términos el matrimonio de Sofronia y de Tito, Publio su padre cerró los ojos a esta vida, por la cual cosa le fue escrito a él que sin dilación volviera a Roma a velar por sus asuntos. Y por ello, habló con Gisippo de irse y llevarse a Sofronia, lo que sin hacer manifiesto cómo estaban las cosas no se podía ni debía apropiadamente; con lo que un día, llamándola a la alcoba, enteramente cómo estaba aquel asunto le explicaron, y de ello Tito, por muchos casos entre los dos acaecidos le dio pruebas. La cual, después que al uno y al otro un tantico enojada hubo mirado, comenzó a deshacerse en lágrimas, quejándose del engaño de Gisippo; y antes de que en casa de Gisippo ni una palabra se dijese de aquello; se fue a casa de su padre, y allí a él y a su madre les contó el engaño de Gisippo de que ella y ellos habían sido víctima, afirmando que era la mujer de Tito y no de Gisippo como ellos creían. Esto fue durísimo para el padre de Sofronia y con sus parientes y con los de Gisippo hizo de ello largas y grandes lamentaciones, y fueron los comadreos y los enfados muchos y grandes. Gisippo despertó el odio de los suyos y de los de Sofronia y todos decían no sólo que era digno de reprobación, sino de áspero castigo. Pero él afirmaba que había hecho una cosa honesta y que los padres de Sofronia debían darle las gracias porque la había casado con alguien mejor que él mismo. Tito, por otra parte, de todo se enteraba y con gran trabajo lo soportaba; y conociendo que era costumbre de los griegos excitarse con los reproches y las amenazas hasta que encontraban quien les respondiese, y que entonces no solamente humildes, sino cobardísimos se volvían, pensó que sus discursos no podían ya soportar sin responderlos; y teniendo él ánimo romano y el pensamiento ateniense, de una manera muy oportuna reunió a los parientes de Gisippo y los de Sofronia en un templo, y entrando en él acompañado sólo por Gisippo, así habló a los que esperaban:

_Creen muchos filósofos que lo que les sucede a los mortales es disposición y providencia de los dioses inmortales; y por esto creen algunos que es inevitable todo lo que nos sucede o nos sucederá alguna vez, aunque hay quienes esta inevitabilidad atribuyen sólo a lo que ya ha sucedido. Las cuales opiniones, si con perspicacia son miradas, se verá muy abiertamente que el reprender algo que no puede cambiarse, nada es sino querer demostrarse más sabio que los dioses, los cuales debemos creer que con eterna ley y sin ningún error gobiernan y disponen de nosotros y de las demás cosas; por lo que, cuán loca y bestial presunción sea corregir su obra, muy fácilmente lo podéis ver, y aun cuántas y cuáles cadenas merecen aquellos que se dejan ir a tal atrevimiento. Entre los cuales, según mi juicio, os encontráis todos, si es verdad lo que entiendo que debéis haber dicho y decís continuamente porque Sofronia sea mi mujer cuando se la habéis entregado a Gisippo, no mirando que ab eterno estaba dispuesto que fuese mujer no de Gisippo, sino mía, como por efecto se conoce al presente. Pero como el hablar de la secreta providencia e intención de los dioses parece a muchos duro y difícil de comprender, presuponiendo que ellos de ninguna de nuestras acciones se ocupen, me place descender a los razonamientos de los hombres, hablando de los cuales me convendrá hacer dos cosas muy contrarias a mis costumbres: la una, algo alabarme a mí mismo y la otra hablar mal de otros o humillarlos; pero porque de la verdad ni en una cosa ni en otra entiendo apartarme, y la presente materia lo pide, lo haré. Vuestras quejas, más incitadas por la furia que por la razón, con continuas protestas, así como alborotos, ofenden, reprenden y condenan a Gisippo porque me ha dado por mujer, por su decisión, a quien vosotros a él por la vuestra habíais dado, en lo que yo estimo que debe ser muy de alabar; y las razones son éstas: la primera, porque ha hecho lo que debe hacer un amigo; la segunda porque ha obrado más sabiamente de lo que lo habíais hecho vosotros. Lo que las santas leyes de la amistad quieren que un amigo haga por el otro, no es mi intención explicaros al presente, contentándome sólo con haberos recordado de ellas que los lazos de la amistad mucho más unen que los de la sangre o el parentesco, como sea que tenemos los amigos que elegimos y los parientes que nos da la fortuna. Y por ello, si Gisippo amó más mi vida que vuestra benevolencia, siendo yo amigo suyo como me tengo, nadie debe maravillarse. Pero vengamos a la segunda razón (en la que con más insistencia nos conviene detenernos): el haber sido él más sabio que vosotros lo sois, como sea que de la providencia de los dioses poco me parece que entendáis, y mucho menos que conozcáis los efectos de la amistad. Digo que vuestro inicio, vuestro consejo y vuestra deliberación habían dado Sofronia a Gisippo, joven y filósofo; el de Gisippo la dio a un joven y filósofo; vuestro consejo la dio a un ateniense, el de Gisippo a un romano; el vuestro a un joven noble, el de Gisippo a uno más noble; el vuestro a un joven rico, el de Gisippo a uno riquísimo; el vuestro a un joven que no solamente no la amaba, sino que apenas la conocía, el de Gisippo a un joven que por encima de su felicidad y más que a la propia vida la amaba. Y que lo que digo es verdad, y más de alabar que lo que habíais hecho vosotros, miradlo cosa por cosa. Que yo joven y filósofo soy como Gisippo, mi rostro y mis estudios, sin ningún discurso más largo decir, pueden explicarlo. Una misma edad es la suya y la mía, y con iguales pasos siempre avanzando hemos estudiado. Es verdad que él es ateniense y yo romano. Si de la gloria de la ciudad disputamos, diré que yo soy de ciudad libre y él de tributaria; diré que soy de ciudad señora de todo el mundo y él de ciudad obediente a la mía; diré que soy de ciudad floreciente en armas, imperio y estudios, mientras él no podrá a la suya sino alabar en los estudios. Además de esto, aunque escolar humilde me veáis aquí entre vosotros, no he nacido de las heces del populacho de Roma; mis palacios y los lugares públicos de Roma están llenos de antiguas imágenes de mis mayores, y los anales romanos se encuentran llenos de muchos triunfos logrados por los Quinto sobre el Capitolio romano; y no está por la vejez marchita sino que hoy más que nunca florece la gloria de nuestro nombre. Callo, por vergüenza, mis riquezas, teniendo en la memoria que la pobreza honrada es el antiguo y copioso patrimonio de los nobles ciudadanos romanos; la cual, si por la opinión de los vulgares es condenada, y son alabados los tesoros, soy en ellos, no como avaricioso, sino como amado de la fortuna, abundante. Y muy bien conozco que era aquí, y debía ser y debe ser preciado, tener por pariente a Gisippo; pero yo no os debo ser, por razón alguna, menos preciado en Roma, considerando que allí tendréis en mí a un óptimo huésped; y un útil y solicito y poderoso protector tanto en las oportunidades públicas como en las necesidades privadas. ¿Quién, pues, dejando aparte la pasión, y mirando con justicia, alabará más vuestras decisiones que las de mi amigo Gisippo? Ciertamente, ninguno. Está, pues, Sofronia bien casada con Tito Quinto Fulvio, noble, antiguo y rico ciudadano de Roma y amigo de Gisippo; por lo que quien de ello se duele o se queja no hace lo que debe ni sabe lo que hace. Habrá tal vez algunos que digan no dolerse de que Sofronia sea la mujer de Tito, sino dolerse del modo en que en su mujer se ha convertido: ocultamente, a hurtadillas, sin que ningún amigo ni pariente supiese nada. Y esto no es milagro ni cosa que suceda por primera vez. Dejo de buena gana a un lado a aquellas que contra la voluntad del padre han tomado marido y a aquellas que han huido con sus amantes y primero han sido amigas que esposas, y a aquellas que antes han descubierto con embarazos y partos sus matrimonios que con la lengua, y la necesidad ha hecho consentir en ellos, cosa que con Sofronia no ha sucedido; sino que ordenada, discreta y honestamente ha sido dada por Gisippo a Tito. Y dirán otros que la ha casado aquel a quien casarla no incumbía. ¡Necias lamentaciones son éstas y mujeriles, y procedentes de la poca consideración! No usa ahora la fortuna por primera vez distintos caminos e instrumentos nuevos para inducir las cosas a determinados efectos. ¿Qué puede importarme a mí que el zapatero en lugar del filósofo haya expresado su juicio sobre un hecho mío (en oculto o en público) si el fin es bueno? Debo cuidarme si el zapatero no es discreto, de no dejarle proseguir, y agradecerle lo hecho. Si Gisippo ha casado bien a Sofronia, andar quejándose del modo y de él es una necedad superflua; si en su juicio no confiáis, cuidad de que no pueda casar a nadie más y agradecedle esto. No menos debéis saber que yo no busqué ni con astucia ni con fraude poner alguna mancha sobre la honestidad y la claridad de vuestra sangre en la persona de Sofronia; y aunque ocultamente la haya tomado por mujer no vine como un raptor a quitarle su virginidad ni como enemigo quise tenerla deshonestamente, rechazando emparentar con vosotros; sino que ardientemente prendado de su cautivadora hermosura y de su virtud, conocía que si con el orden que tal vez queréis decir que debía haberla procurado, siendo muy amada por vos, por temor a que a Roma me la llevase, no la habría obtenido. Utilicé, pues, la manera oculta que ahora puede hacérseos manifiesta e hice a Gisippo que consintiese en mi nombre en lo que él no estaba dispuesto; y luego, aunque yo ardientemente la amase, no como amante, sino como marido busqué el ayuntamiento con ella no aproximándome a ella (como puede ella misma con verdad testimoniar), sino después de las debidas palabras y el anillo de desposada, preguntándole si me quería por marido; a lo que repuso que sí. Si le parece haber sido engañada, no habéis de reprenderme a mí, sino a ella que no me preguntó quién era. Éste es, pues, el gran mal, el gran pecado, la gran falta cometida por el Gisippo amigo y por mí amante; que Sofronia se haya ocultamente convertido en mujer de Tito Quinto; por ello, lo herís, lo amenazáis y lo insidiáis. ¿Y qué más haríais si la hubiese dado a un villano, a un vagabundo, a un siervo? ¿Qué cadenas, qué cárcel, qué cruces os bastarían? Pero dejemos ahora esto; ha llegado el tiempo que yo todavía no esperaba de que mi padre haya muerto y me sea obligado volver a Roma. Por lo que, queriendo llevar a Sofronia conmigo, os he descubierto lo que puede que aún seguiría ocultándoos; lo que, si fueseis sabios, alegremente lo soportaríais porque, si engañaros o ultrajaros hubiera querido, escarnecida podía dejárosla; pero no lo quiera Dios que en un espíritu romano pueda albergarse tanta vileza. Ella, pues, es decir, Sofronia, por consentimiento de los dioses y por vigor de las leyes humanas y por el loable juicio de mi amigo Gisippo y por mi amorosa astucia, es mía, la cual cosa vosotros (por ventura teniéndoos en más que los dioses y los demás hombres sabios) bestialmente, en dos maneras muy odiosas para mí, mostráis que os equivocáis: una es teniendo a Sofronia, sobre la cual (sino en cuanto me place) no tenéis ningún derecho; y la otra es tratar a Gisippo, a quien estáis obligados justamente, como a enemigo. Y cuán neciamente hacéis en ellas no entiendo al presente explicaros más sino como amigo aconsejaros que dispongáis vuestros enojos, y los agravios tomados se dejen y que Sofronia me sea restituida para que yo alegremente me vaya como pariente vuestro y vuestro viva: seguros de esto, que, os plazca o no os plazca lo que está hecho, si entendéis obrar de otro modo, os quitaré a Gisippo y sin faltar, si llego a Roma, recuperaré a quien es merecidamente mía, por mucho que os disguste; y cuánto puede el enojo de los ánimos romanos, hostigándoos siempre, os haré conocer por experiencia.

Luego de que Tito hubo dicho esto, poniéndose en pie con el rostro todo airado, cogiendo a Gisippo de la mano, mostrando preocuparle poco cuantos en el templo había, de allí, moviendo la cabeza y amenazándoles, salió. Los que se quedaron dentro, en parte inducidos por las palabras de Tito a su parentesco y a su amistad, y en parte asustados por sus últimas palabras, de común acuerdo deliberaron que mejor era tener a Tito por pariente, puesto que Gisippo no había querido serlo, que haber perdido a Gisippo por pariente y a Tito adquirido por enemigo; por la cual cosa, saliendo, fueron a buscar a Tito y le dijeron que les placía que Sofronia fuese suya y tenerlo a él por pariente querido y a Gisippo por buen amigo; y haciendo juntos una familiar y amistosa fiesta, se fueron y le mandaron a Sofronia, la cual, como discreta, haciendo de la necesidad virtud, el amor que tenía por Gisippo prestamente lo volvió a Tito y con él se fue a Roma, donde con gran honor fue recibido. Gisippo, quedándose en Atenas, por todos tenidos en poco, después de no mucho tiempo, por unas contiendas civiles, con todos los de su casa, pobre y mezquino fue arrojado de Atenas y condenado a perpetuo exilio. Estando en el cual Gisippo, y habiendo llegado a ser no sólo pobre sino mendigo, como pudo se vino a Roma a probar si Tito lo recordaba; y enterado de que estaba vivo y estimado por todos los romanos, y enterado de cuál era su casa, delante de ella se puso hasta que Tito llegó; al cual, por la miseria en que estaba no se atrevió a dirigir la palabra, sino que se ingenió en hacer que lo viese para que reconociéndolo lo mandase llamar. Por lo que, pasando Tito adelante y pareciéndole a Gisippo que lo había visto y esquivado, acordándose de lo que él había hecho por él, furioso y desesperado se fue; y siendo ya de noche y estando él en ayunas y sin dineros, sin saber adónde ir, más deseoso de morir que nadie, llegó a un lugar muy salvaje de la ciudad, donde, viendo una gran gruta, dentro entró para quedarse aquella noche, y sobre la tierra desnuda y mal vestido, vencido por largo llanto, se durmió. A la cual gruta, dos que habían estado robando aquella noche, con el hurto hecho fueron al amanecer, y entrando en una disputa, el uno, que era más fuerte, mató al otro y se fue; la cual cosa, habiendo Gisippo oído y visto, le pareció haber encontrado el camino a la muerte que mucho deseaba, sin matarse a sí mismo; y por ello, sin irse, estuvo allí hasta que los esbirros del tribunal, que ya del suceso se habían enterado, allí vinieron y a Gisippo furiosamente se llevaron preso. Y él, interrogado, confesó que lo había matado y que no había podido irse de la gruta, por la cual cosa el pretor, que se llamaba Marco Varrón, mandó que fuese condenado a muerte en la cruz, tal como entonces era costumbre. Había Tito, por acaso, llegado al pretorio en aquel momento y, mirándole al rostro al mísero condenado y habiendo oído el porqué, súbitamente reconoció a Gisippo, y se maravilló de su miserable fortuna y de cómo habría llegado aquí, y ardentísimamente deseando ayudarlo y no viendo ninguna otra vía para su salvación, sino acusarse a sí mismo y excusarle a él, prestamente se adelantó y gritó:

_Marco Varrón, haz llamar al pobre hombre al que has condenado porque es inocente; bastante he ofendido yo a los dioses con una culpa matando a aquel a quien tus esbirros hallaron esta mañana muerto sin que ahora les ofenda de nuevo con la muerte de otro inocente.

Varrón se maravilló y le dolió que todo el pretorio lo hubiese oído, y no pudiendo por su honor retraerse de hacer lo que le mandaban las leyes, hizo volverse atrás a Gisippo, y en presencia de Tito le dijo:

_¿Cómo has sido tan loco que, sin haber experimentado ningún dolor, confesaste lo que no has hecho jugándote la vida? Decías que eras quien había matado esta noche al hombre y éste viene ahora y dice que no tú sino él lo ha matado.

Gisippo miró y vio que aquél era Tito y muy bien conoció que hacía aquello para salvarle, como agradecido por el servicio que en otro tiempo le había hecho; por lo que, llorando de piedad, dijo:

_Varrón, verdaderamente lo he matado yo, y la piedad de Tito para salvarme llega ya demasiado tarde.

Tito, por otra parte, decía:

_Pretor, como ves, éste es extranjero y sin armas ha sido encontrado junto al muerto, y bien ves que su miseria le da el motivo para querer estar muerto; y por ello, ponlo en libertad y a mí, que lo he merecido, castígame.

Se maravilló Varrón de la insistencia de aquellos dos y presumía ya que ninguno debía ser el culpable; y, pensando en el modo de absolverlos, he aquí que viene un joven llamado Publio Ambusto, de perdidas costumbres y conocidísimo ladrón entre todos los romanos, el cual verdaderamente había cometido el homicidio; y sabiendo que ninguno de los dos eran culpables de lo que los dos se acusaban, tanta fue la ternura que llenó su corazón por la inocencia de estos dos que, movido por grandísima compasión, vino ante Varrón y le dijo:

_Pretor, mis hechos me traen a resolver la dura discusión de estos dos, y no sé qué dios dentro de mí me espolea y me empuja a manifestarte mi pecado: y sabe por ello que ninguno de éstos es culpable de aquello de lo que a sí mismo se acusa. Yo soy verdaderamente quien mató a aquel hombre esta mañana al apuntar el día; y a este desdichado que está aquí lo vi allí que dormía mientras yo repartía las cosas robadas con aquel a quien maté. Tito no necesita que yo lo excuse; su fama es clara en todas partes y se sabe que no es hombre de tal condición; así que libéralo y castígame a mí a la pena que las leyes me impongan.

Había ya Octavio oído estas cosas y, haciendo venir a los tres, quiso oír qué razón había movido a cada uno a querer ser el condenado, la cual cada uno le contó. Octavio, a los dos porque eran inocentes y al tercero por amor suyo los puso en libertad. Tito, tomando a Gisippo y reprendiéndolo mucho primero por su desapego y desconfianza, le hizo maravillosa fiesta y a su casa se lo llevó, donde Sofronia, con piadosas lágrimas le recibió como amigo; y confortándolo un tanto y vistiéndolo y volviéndole al ropaje debido a su virtud y nobleza, primeramente hizo con él comunes todos sus tesoros y posesiones, y después, a una hermana jovencita que tenía, llamada Fulvia, le dio por mujer; y luego le dijo:

_Gisippo, de ti depende ahora o quedarte aquí junto a mí o volverte a Atenas con todas las cosas que te he dado.

Gisippo, obligándole por una parte el destierro a que estaba condenado por su ciudad y por otra el amor que debidamente sentía por la merecida amistad de Tito, decidió hacerse romano; con lo que con su Fulvia, y Tito con su Sofronia, siempre en una gran casa mucho tiempo y alegremente vivieron, más amigos haciéndose cada día, si es que podía ser.

Santísima cosa es, pues, la amistad, y no solamente digna de singular reverencia, sino de ser con loor perpetuo alabada como discretísima madre de la magnificencia y de la honestidad, hermana de la gratitud y de la caridad, y del odio y la avaricia enemiga; siempre, sin esperar ningún ruego, pronta a hacer por otros virtuosamente lo que querría que por ella misma se hiciese; cuyos sacratísimos efectos rarísimas veces se ven hoy en dos, por culpa y vergüenza de la mísera avidez de los mortales que, sólo a la propia utilidad mirando, los ha relegado a perpetuo exilio más allá de los extremos límites de la tierra. ¿Qué amor, qué riqueza, qué parentesco hubiera hecho sentir al corazón de Gisippo el ardor, las lágrimas y los suspiros de Tito, con tanta eficacia que por ellos a la hermosa esposa noble y amada por él hubiese hecho casar con Tito, sino ellos? ¿Qué leyes, qué amenazas, qué temor hubiese hecho a los juveniles brazos de Tito en los lugares solitarios, en los lugares oscuros, en la cama propia, abstenerse de los abrazos de la hermosa joven, que tal vez le invitaba a ellos, sino ellos? ¿Qué estados, qué méritos, qué ganancias habrían hecho a Gisippo no preocuparse de perder a sus parientes y a los de Sofronia, no preocuparse de las deshonestas murmuraciones del populacho, no preocuparse de las burlas y de los escarnios por satisfacer a su amigo, sino ellos? Y, por otra parte, ¿quién habría a Tito, sin ninguna dilación y pudiendo convenientemente disimular que lo veía, hecho prontísimo en procurar la propia muerte para quitar a Gisippo de la cruz que él mismo se procuraba, sino ellos?, ¿quién habría hecho a Tito sin duda alguna liberalísimo en compartir su amplísimo patrimonio con Gisippo, a quien la fortuna le había privado del suyo, sino ellos? ¿Quién habría hecho a Tito sin ningún temor, deseosísimo de conceder la propia hermana por mujer a Gisippo, a quien veía pobrísimo y a extrema miseria llevado, sino ellos? Deseen, pues, los hombres multitud de consortes, turbas de hermanos y gran cantidad de hijos, y con sus dineros se acreciente el número de sus servidores; y no reparen en que cualquiera de éstos teme más un mínimo peligro propio que solicitud muestran en apartar los grandes del padre o del hermano o del señor, mientras todo lo contrario vemos que hace el amigo.

Novela novena Saladino, disfrazado de mercader, es honrado por micer Torello; viene luego la cruzada; micer Torello pone un plazo a su mujer para que pueda volver a casarse, es hecho prisionero y por amaestrar aves de presa llega a oídos del sultán, el cual, reconociéndole y dándole a conocer, sumamente le honra; micer Torello enferma y por arte de magia es llevado en una noche a Pavia, y en las bodas que se celebraban por el nuevo matrimonio de su mujer, reconocido por ella, con ella a su casa vuelve. Había ya a sus palabras Filomena puesto fin y la magnífica gratitud de Tito había sido alabada mucho por todos concordemente, cuando el rey, el postrer lugar reservando a Dioneo, así comenzó a hablar:

Atrayentes señoras, sin falta cuenta Filomena la verdad por lo que sobre la amistad dice, y con razón al final de sus palabras se lamenta que hoy sea ésta tan poco grata a los mortales. Y si nosotros, aquí, para corregir los defectos mundanos o aunque sólo fuera para reprenderlos estuviésemos, continuaría yo con extenso discurso sus palabras; pero como otro es nuestro fin, me ha venido al ánimo el mostraros, tal vez con una historia muy larga, pero en todas sus partes agradable, una de las magníficas obras de Saladino, para que por las cosas que en mi novela oigáis, si plenamente la amistad de alguien no se puede conquistar por nuestros vicios, sepamos al menos deleitarnos en obra cortésmente, esperando que, cuando sea, de ello se siga una recompensa.

Digo, pues, que, según afirman algunos, en el tiempo del emperador Federico I, para reconquistar Tierra Santa tuvo lugar una cruzada general entre los cristianos; la cual cosa, Saladino, valentísimo señor y entonces sultán de Babilonia, habiendo oído algo de ello, se propuso ver personalmente los preparativos de los señores cristianos para aquella cruzada, para mejor poder prevenirse. Y arreglados sus asuntos en Egipto, haciendo semblante de ir en peregrinación, con dos de sus hombres más ilustres y más sabios y con tres servidores solamente, en disfraz de mercader se puso en camino; y habiendo andado por muchas provincias cristianas y cabalgando por Lombardía para pasar más allá de los montes, sucedió que, yendo de Milán a Pavia y siendo ya el anochecer, se toparon con un gentilhombre cuyo nombre era micer Torello de Strata de Pavia, el cual con sus criados y con perros y con halcones se iba a estar a una hermosa posesión que sobre el río Tesino tenía. A los cuales, al verlos micer Torello se dio cuenta de que nobles y forasteros eran y deseó honrarlos; por lo que, preguntando Saladino a uno de sus servidores cuánto había todavía de allí a Pavia y si a tiempo de entrar en ella pudiese llegar allí, no dejó que respondiese el servidor sino que él mismo repuso:

_Señores, no podréis llegar a Pavia a una hora en que podáis entrar dentro.

_Pues _dijo Saladino_ hacednos la merced de enseñarnos, porque extranjeros somos, dónde podremos albergarnos mejor.

Micer Torello dijo:

_Eso haré de buena gana. Ahora mismo estaba pensando en mandar a uno de estos míos junto a Pavia por cierta cosa: lo mandaré con vos y os conducirá a un lugar donde os albergaréis asaz convenientemente.

Y al más discreto de los suyos acercándose, le ordenó lo que tenía que hacer, y le mandó con ellos; y yéndose él a su posesión, prestamente, lo mejor que pudo hizo preparar una buena cena y poner la mesa en un jardín; y hecho esto, junto a la puerta vino a esperarlos. El servidor, hablando con los hombres nobles sobre diversas cosas, por ciertos caminos los desvió y a la posesión de su señor, sin que se diesen cuenta, los condujo; a los cuales, cuando los vio micer Torello, saliendo a pie a su encuentro, dijo sonriendo:

_Señores, sed muy bien venidos.

Saladino, que era sagacísimo, se dio cuenta de que este caballero había temido que no habrían aceptado el convite si, cuando los encontró, les hubiese invitado, y por ello, para que no pudieran negarse a quedarse aquella noche con él, con una artimaña los había conducido a su casa; y contestado su saludo, dijo:

_Señor, si de los corteses hombres pudiese uno quejarse, nos quejaríamos de vos, el cual, aunque hayáis estorbado un tanto nuestro viaje, sin que hayamos merecido por nada vuestra benevolencia sino por un solo saludo, a aceptar tan alta cortesía como es la vuestra nos habéis obligado.

El caballero, sabio y elocuente, dijo:

_Señores, esta que recibís de mí, en vuestro aspecto, es pobre cortesía; pero en verdad fuera de Pavia no habríais podido estar en ningún lugar que fuese bueno, y por ello no os sea grave haber alargado un poco el camino para tener un poco menos de incomodidad.

Y así diciendo, viniendo su servidumbre alrededor de aquéllos, en cuanto desmontaron, acomodaron sus caballos, y micer Torello a los tres hombres nobles llevó a las cámaras preparadas para ellos, donde les hizo descalzarse y refrescarse un poco con fresquísimos vinos, y en amable conversación hasta la hora de cenar los entretuvo. Saladino y sus compañeros y servidores sabían todos latín, por lo que muy bien entendían y eran entendidos, y les parecía a todos ellos que este caballero era el hombre más amable y el más cortés y el que mejor hablaba de todos los otros que hubiesen visto hasta entonces. A micer Torello, por otra parte, le parecía que eran aquellos hombres ilustrísimos y de mucho más valor de lo que antes había estimado, por lo que se dolía para sí mismo de que con compañía y más solemne convite no podía honrarlos aquella noche; por lo que pensó en reparar aquello a la mañana siguiente, e informando a uno de sus servidores de lo que quería hacer, a su mujer, que discretísima era y de grandísimo ánimo, se lo mandó a Pavia, que muy cerca estaba y cuyas puertas no se cerraban nunca. Y después de esto, llevando a los gentileshombres al jardín, cortésmente les preguntó quiénes eran y adónde iban. Al cual repuso Saladino:

_Somos mercaderes chipriotas y venimos de Chipre, y por nuestros negocios vamos a París.

Entonces dijo micer Torello:

_¡Pluguiese a Dios que esta tierra nuestra produjese tales nobles como veo que Chipre hace los mercaderes! Y de este razonamiento en otros estando un tanto, se hizo hora de cenar: por lo que les invitó a sentarse a la mesa, y en ella, según era la cena improvisada, fueron muy bien y ordenadamente servidos; y poco después, levantadas las mesas, se pusieron en pie, que, dándose cuenta micer Torello de que estaban cansados, en hermosísimos lechos los llevó a descansar, y semejantemente él, poco después, se fue a dormir. El servidor enviado a Pavia dio la embajada a la señora, la cual, no con ánimo mujeril sino real, haciendo prestamente llamar a muchos amigos y servidores de micer Torello, todas las cosas oportunas para un grandísimo convite hizo preparar, y a la luz de las antorchas hizo invitar al convite a muchos de los más nobles ciudadanos, e hizo sacar paños y sedas y pieles y completamente poner en orden lo que el marido le había mandado a decir. Venido el día, los gentileshombres se levantaron, con los cuales micer Torello, montando a caballo y haciendo venir sus halcones, a una charca vecina les llevó y les mostró cómo volaban; pero preguntando Saladino si alguien podía ir a Pavia y llevarlos al mejor albergue, dijo micer Torello:

_Ése seré yo, porque ir allí necesito.

Ellos, creyéndoselo, se alegraron y juntos con él se pusieron en camino; y siendo ya la hora de tercia y habiendo llegado a la ciudad, creyendo que eran enviados al mejor albergue, con micer Torello llegaron a su casa, donde ya al menos cincuenta de los más ilustres ciudadanos habían venido para recibir a los gentileshombres, alrededor de los cuales acudieron rápidamente a los frenos y espuelas. La cual cosa viendo Saladino y sus compañeros, demasiado bien comprendieron lo que era aquello y dijeron:

_Micer Torello, esto no es lo que os habíamos pedido: bastante habéis hecho esta noche pasada y mucho más de lo que merecemos; por lo que sin inconveniente podíais dejarnos seguir nuestro camino.

A quienes micer Torello repuso:

_Señores, de lo que ayer noche se os hizo estoy yo más agradecido a la fortuna que a vosotros, que a tiempo os alcanzó en el camino para que necesitaseis venir a mi pequeña casa; de lo de esta mañana os quedaré yo obligado y junto conmigo todos estos gentileshombres que están en torno vuestro, a quienes si os parece cortés negaros a almorzar con ellos podéis hacerlo si queréis.

Saladino y sus compañeros, vencidos, desmontaron y recibidos por los gentileshombres alegremente fueron llevados a sus cámaras, las cuales riquísimamente les habían preparado; y dejando las ropas de camino y refrescándose un tanto, a la sala, que espléndidamente estaba aparejada, vinieron; y habiendo sido dada el agua a las manos y sentándose a la mesa con grandísimo orden y hermoso, con muchas viandas fueron magníficamente servidos; tanto que, si el emperador hubiese venido allí, no se habría sabido cómo hacerle más honor. Y aunque Saladino y sus compañeros fuesen grandes señores y acostumbrados a ver grandísimas cosas, no menos se maravillaron mucho de ésta, y les parecía de las mayores, teniendo en cuenta la calidad del caballero, que sabían que era burgués y no noble. Terminada la comida y levantada la mesa, habiendo hablado un tanto de altas cosas, haciendo mucho calor, cuando plugo a micer Torello, los gentileshombres de Pavia se fueron a descansar, y quedándose él con los tres suyos, y entrando con ellos en una cámara, para que ninguna cosa querida para él quedara que visto no hubieran, allí hizo llamar a su valerosa mujer; la cual, siendo hermosísima y alta en su persona y adornada con ricas vestimentas, en medio de dos hijos suyos, que parecían dos angelotes, vino hacia ellos y placenteramente les saludó. Ellos, al verla, se levantaron y con reverencia la recibieron, y haciéndola sentarse entre ellos, gran fiesta hicieron con sus dos hermosos hijitos. Pero luego de que con ellos hubo entrado en agradable conversación, habiéndose ido un poco micer Torello, ella amablemente les preguntó de dónde eran y adónde iban; a quien los gentileshombres respondieron como habían hecho a micer Torello. Entonces la señora, con alegre gesto, dijo:

_Así pues, veo que mi previsión femenina será útil, y por ello os ruego que por especial merced no rehuséis ni tengáis por vil el pequeño presente que voy a hacer traeros, sino considerando que las mujeres, de acuerdo con su pequeño ánimo pequeñas cosas dan, más considerando el buen deseo de quien da que la cantidad del presente, lo toméis.

Y haciendo traer para cada uno dos pares de sobrevestes, una forrada de seda y otra de marta, en nada de burgueses ni de mercaderes, sino de señor, y tres jubones de cendal y lino, dijo:

_Tomad esto: las ropas de mi señor son como las vuestras; las otras cosas, considerando que estáis lejos de vuestras mujeres, y lo largo del camino hecho y el que os queda por hacer, y que los mercaderes son hombres limpios y delicados, aunque poco valgan podrán seros preciadas.

Los gentileshombres se maravillaron y claramente conocieron que micer Torello ninguna clase de cortesía quería dejar de hacerles, y temieron, viendo la nobleza de las ropas, en nada propias de mercaderes, que hubiesen sido reconocidos por micer Torello; pero sin embargo, a la señora respondió uno de ellos:

_Éstas son, señora, grandísimas cosas y no deberíamos tomarlas fácilmente si vuestros ruegos a ello no nos obligasen, a los cuales no puede decirse que no.

Hecho esto y habiendo ya vuelto micer Torello, la señora, encomendándolos a Dios, se separó de ellos, y de cosas semejantes a aquéllas, tal como a ellos convenía, hizo proveer a los criados. Micer Torello con muchos ruegos les pidió que todo aquel día se quedasen con él; por lo que, después que hubieron dormido, poniéndose sus ropas, con micer Torello un rato cabalgaron por la ciudad, y venida la hora de la cena, con muchos honorables compañeros magníficamente cenaron. Y cuando fue el momento, yéndose a descansar, al venir el día se levantaron y encontraron en el lugar de sus rocines cansados, tres gordos palafrenes y buenos y semejantemente caballos nuevos y fuertes para todos sus criados. La cual cosa viendo Saladino, volviéndose a sus compañeros, dijo:

_Juro ante Dios que hombre más cumplido ni más cortés ni más precavido que éste no lo ha habido nunca; y si los reyes cristianos son tales reyes en su condición como éste es caballero, el sultán de Babilonia no podrá enfrentarse siquiera con uno, ¡no digamos con todos los que vemos que se preparan para echársele encima! Pero sabiendo que negarse a recibirlos no era oportuno, muy cortésmente agradeciéndolo, montaron a caballo. Micer Torello, con muchos compañeros, gran trecho en el camino les acompañaron fuera de la ciudad, y por mucho que a Saladino le doliese separarse de micer Torello, tanto se había prendado ya de él, le rogó que atrás se volviese, teniendo que irse; el cual, por muy duro que le fuese separarse de ellos, dijo:

_Señores, lo haré porque os place, pero os diré esto: yo no sé quiénes sois ni deseo saber más de lo que os plazca; pero seáis quienes seáis, que sois mercaderes no me dejaréis creyendo esta vez: y que Dios os guarde.

Saladino, habiendo ya de todos los compañeros de micer Torello tomado licencia, le repuso diciendo:

_Señor, podrá todavía suceder que os hagamos ver nuestra mercancía, con la cual vuestra creencia aseguraremos; e idos con Dios.

Se fueron, pues, Saladino y sus compañeros, con grandísimo ánimo de (si la vida les duraba y la guerra que esperaban no lo impidiese) hacer aún no menor honor a micer Torello del que éste le había hecho; y mucho de él y de su mujer y de todas sus cosas y actos y hechos habló con sus compañeros, alabándolo todo. Pero luego que todo Poniente, no sin gran fatiga, hubo corrido, entrando en el mar, con sus compañeros se volvió a Alejandría, y plenamente informado, se dispuso a la defensa. Micer Torello se volvió a Pavia y mucho estuvo pensando que quiénes serían aquellos tres, pero nunca a la verdad llegó, ni se aproximó. Llegando el tiempo de la cruzada y haciéndose grandes preparativos por todas partes, micer Torello, no obstante los ruegos de su mujer y las lágrimas, se dispuso a irse de todas las maneras; y habiendo hecho todos los preparativos y estando a punto de montar a caballo, dijo a su mujer, a quien sumamente amaba:

_Mujer, como ves, me voy a esta cruzada tanto por el honor del cuerpo como por la salvación del alma; te encomiendo todas nuestras cosas y nuestro honor; y como estoy seguro de irme, y de volver, por mil accidentes que puedan sobrevenir, ninguna certeza tengo, quiero que me concedas una gracia: que suceda lo que suceda de mí, si no tienes noticia cierta de mi vida, que me esperes un año y un mes y un día sin volver a casarte, comenzando con este día que de ti me separo.

La mujer, que mucho lloraba, repuso:

_Micer Torello, no sé cómo voy a soportar el dolor en el cual, al partiros, me dejáis: pero si mi vida es más fuerte que él y algo os acaeciese, vivid y morid seguro de que viviré y moriré como mujer de micer Torello y de su memoria.

A la cual micer Torello dijo:

_Mujer, certísimo estoy de que, en cuanto esté en ti sucederá esto que me prometes; pero eres mujer joven y hermosa y de gran linaje, y tu virtud es muy conocida por todos; por la cual cosa no dudo que muchos grandes y gentileshombres, si nada de mí se supiera, te pedirán por mujer a tus hermanos y parientes, de cuyos consejos, aunque lo quieras, no podrás defenderte y por fuerza tendrás que complacerlos; y éste es el motivo por el cual este plazo y no mayor te pido.

La mujer dijo:

_Yo haré lo que pueda de lo que os he dicho; y si otra cosa tuviera que hacer; os obedeceré en esto que me ordenáis, con certeza. Ruego a Dios que a tales plazos ni a vos ni a mí nos lleven estos tiempos.

Terminadas estas palabras, la señora, llorando, se abrazó a micer Torello, y quitándose del dedo un anillo se lo dio, diciendo:

_Si sucede que muera yo antes de que os vuelva a ver, acordaos de mí cuando lo veáis.

Y él, cogiéndolo, montó a caballo, y diciendo adiós a todo el mundo, se fue a su viaje; y llegado a Génova con su compañía, subiendo a la galera, se fue, y en poco tiempo llegó a Acre y con otro ejército de los cristianos se unió. En el cual casi inmediatamente comenzó una grandísima enfermedad y mortandad, durante la cual, fuese cual fuese el arte o la fortuna de Saladino, casi todo lo que quedó de los cristianos que se salvaron fueron por él apresados a mansalva, y por muchas ciudades repartidos y puestos en prisión; entre los cuales presos fue uno micer Torello, y a Alejandría llevado preso. Donde, no siendo conocido y temiendo darse a conocer, por la necesidad obligado se dedicó a domesticar halcones, en lo que era grandísimo maestro; y de esto llegó la noticia a Saladino, por lo que lo sacó de la prisión y se quedó con él como halconero. Micer Torello, que no era llamado por Saladino sino «el cristiano», a quien no reconocía, ni el sultán a él, solamente en Pavia tenía el ánimo, y muchas veces había intentado escaparse, y no había podido hacerlo; por lo que, venidos ciertos genoveses como embajadores a Saladino para rescatar a algunos conciudadanos suyos, y teniendo que irse, pensó en escribirle a su mujer que estaba vivo y que volvería con ella lo antes que pudiese, y que lo esperase; y así lo hizo, y caramente rogó a uno de los embajadores, que conocía, que hiciese que aquellas noticias llegasen a manos del abad de San Pietro en Cieldoro, que era su tío. Y estando en estos términos micer Torello, sucedió un día que, hablando con él Saladino de sus aves, micer Torello comenzó a sonreír e hizo un gesto con la boca en que Saladino, estando en su casa de Pavia, se había fijado mucho, por el cual acto a Saladino le vino a la mente micer Torello; y comenzó a mirarlo fijamente y le pareció él; por lo que, dejando la primera conversación, dijo:

_Dime, cristiano, ¿de qué país de Poniente eres tú? _Señor mío _dijo micer Torello_, soy lombardo, de una ciudad llamada Pavia, hombre pobre y de baja condición.

Al oír esto Saladino, casi seguro de lo que dudaba, se dijo alegre:

«¡Dios me ha dado la ocasión de mostrar a éste cuánto me agradó su cortesía!» Y sin decir más, haciendo preparar en una alcoba todos sus vestidos, le condujo dentro y dijo:

_Mira, cristiano, si entre estas ropas hay alguna que alguna vez hayas visto.

Micer Torello comenzó a mirar y vio aquellas que su mujer le había dado a Saladino, pero no juzgó que podían ser aquéllas; pero respondió:

_Señor mío, ninguna conozco, aunque es verdad que aquellas dos se parecen a ropas con que yo, además de tres mercaderes que en mi casa estuvieron, anduve vestido.

Entonces Saladino, no pudiendo ya contenerse, lo abrazó tiernamente, diciendo:

_Vos sois micer Torello de Strá, y yo soy uno de los tres mercaderes a los cuales vuestra mujer dio estas ropas; y ahora ha llegado el tiempo de asegurar vuestra creencia en lo que era mi mercancía, como al separarme de vos os dije que podría suceder.

Micer Torello, al oír esto, comenzó a ponerse contentísimo y a avergonzarse; y a estar contento de haber tenido tal huésped, y a avergonzarse de que pobremente le parecía haberlo recibido; al cual Saladino dijo:

_Micer Torello, puesto que Dios os ha enviado a mí, pensad que no yo de ahora en adelante sino que vos aquí sois el dueño.

Y haciéndose fiestas grandes por igual, con reales vestidos lo hizo vestir, y llevándole ante sus barones más ilustres y habiendo dicho muchas cosas en alabanza de su valor, ordenó que por cualquiera que su gracia apreciase tan honrado fuese como su persona; lo que de entonces en adelante todos hicieron, pero mucho más que los otros los dos señores que habían sido compañeros de Saladino en su casa. La altura de la súbita gloria en que se vio micer Torello, algo las cosas lombardas le hizo olvidar, y máximamente porque con seguridad esperaba que sus cartas hubieran llegado a su tío. Había, en el campo donde estaba el ejército de los cristianos, el día que fueron apresados por Saladino, muerto y sido sepultado un caballero provenzal de poca monta cuyo nombre era micer Torello de Dignes; por la cual cosa, siendo micer Torello de Strá a causa de su nobleza conocido por el ejército, cualquiera que oyó decir «Ha muerto micer Torello», creyó que era micer Torello de Strá y no el de Dignes; y el accidente del apresamiento que sobrevino no dejó que los engañados saliesen de su error. Por lo que muchos itálicos volvieron con esta noticia, entre los cuales los hubo tan presuntuosos que osaron decir que lo habían visto muerto y habían asistido a su sepultura; la cual cosa, sabida por la mujer y por sus parientes, fue ocasión de grandísimo e indecible pesar no solamente de ellos, sino de todos los que lo habían conocido. Largo sería de exponer cuál fue y cuánto el dolor y la tristeza y el llanto de su mujer; a la cual, después de algunos meses en que se había dolido con tribulación continua, y había empezado a dolerse menos, siendo solicitada por los más ilustres hombres de Lombardía, sus hermanos y todos sus demás parientes empezaron a pedirle que se casara, a lo que ella muchas veces y con grandísimo llanto habiéndose negado, obligada, al final tuvo que hacer lo que querían sus parientes, con esta condición: que habría de estar sin convivir con el marido tanto cuanto le había prometido a micer Torello. Mientras en Pavia estaban las cosas de la señora en estos términos, y ya unos ocho días antes del plazo en que debía ir a vivir con su marido, sucedió que micer Torello vio en Alejandría un día a uno que había visto subir con los embajadores genoveses a la galera que venía a Génova; por lo que, haciéndole llamar, le preguntó que qué viaje habían tenido y cuándo habían llegado a Génova. Al cual dijo éste:

_Señor mío, mal viaje hizo la galera, tal como oí en Creta, donde me quedé; porque estando cerca de Sicilia, se levantó una peligrosa tramontana que contra los bajíos de Berbería la arrojó, y no se salvó un alma; y entre los demás perecieron dos hermanos míos.

Micer Torello, creyendo las palabras de aquél, que eran veracísimas, y acordándose de que el plazo que le había pedido a su mujer terminaba de allí a pocos días, y dándose cuenta que nada de él debía saberse en Pavia, tuvo por cierto que su mujer debía haber vuelto a casarse; con lo que cayó en tan gran dolor que, perdidas las ganas de comer y echándose en la cama, decidió morir. La cual cosa, cuando llegó a oídos de Saladino, que sumamente le amaba, vino a verle; y luego de muchos ruegos y grandes que le hizo, sabida la razón de su dolor y de su enfermedad, le reprochó mucho no habérsela dicho antes, y luego le rogó que se animase, asegurándole que, si lo hacia, él obraría de modo que estuviese en Pavia antes del plazo dado; y le dijo cómo. Micer Torello, dando fe a las palabras de Saladino, y habiendo muchas veces oído decir que aquello era posible y se había hecho muchas veces, comenzó a animarse, y a pedir a Saladino que se apresurase en ello. Saladino, a un nigromante suyo cuyo arte ya había experimentado, le ordenó que arreglase la manera de que micer Torello, sobre una cama fuese transportado a Pavia en una noche; a quien el nigromante respondió que así sería hecho, pero que por bien suyo lo adormeciese. Arreglado esto, volvió Saladino a Micer Torello, y hallándolo completamente determinado a estar en Pavia antes del plazo dado, si pudiera ser, y si no pudiera a dejarse morir, le dijo así:

_Micer Torello, si tiernamente amáis a vuestra mujer y teméis que pueda ser de otro, sabe Dios que yo en nada puedo reprochároslo porque de cuantas mujeres me parece haber visto ella es quien por sus costumbres, sus maneras y su porte (dejando la hermosura, que es flor caduca) más digna me parece de alabarse y tenerse en aprecio. Me habría complacido muchísimo que, puesto que la fortuna os había mandado aquí, el tiempo que vos y yo vivir debamos, en el gobierno del reino que yo tengo igualmente señores, hubiésemos vivido juntos; y si esto no me hubiera sido concedido por Dios, ya que habría de veniros al ánimo o querer la muerte o encontraros en Pavia al final del plazo impuesto, sumamente habría deseado saberlo a tiempo de poder mandaros a vuestra casa con el honor, la grandeza, la compañía que vuestra virtud merece; lo que, puesto que no me ha sido concedido, y vos deseáis estar allí presente, tal como puedo y en la forma que os he dicho os mandaré.

A quien micer Torello dijo:

_Señor mío, sin vuestras palabras, vuestros actos me han demostrado bien vuestra benevolencia, que por mí nunca en tan supremo grado fue merecida, y de lo que decís, aunque no lo dijeseis, vivo y moriré certísimo; pero tal como he decidido, os ruego que lo que me habéis dicho que vais a hacer lo hagáis pronto, porque mañana es el último día en que deben esperarme.

Saladino dijo que aquello sin duda estaba arreglado; y el día siguiente, esperando mandarlo a la noche siguiente, hizo Saladino hacer en una gran sala un hermosísimo y rico lecho con todos los colchones, según su costumbre, de velludo y drapeados de oro, y poner por encima una colcha labrada con arabescos de perlas gordísimas y de riquísimas piedras preciosas, la cual fue después aquí tenida por un incalculable tesoro, y dos almohadones tales como semejante lecho requería; y hecho esto, mandó que a micer Torello, que ya estaba repuesto, le pusiesen un traje a la guisa sarracena, que era la cosa más rica y más bella que nunca nadie había visto, y la cabeza, a su manera, hizo que se la envolvieran en uno de sus larguísimos turbantes. Y siendo ya tarde, Saladino entró, con muchos de sus barones, en la alcoba donde Micer Torello estaba, y sentándose a su lado, casi llorando, comenzó a decir:

_Micer Torello, el momento que va a separarme de vos está cerca, y como yo no puedo acompañaros ni haceros acompañar, por la condición del camino que tenéis que hacer, que no lo sufre, aquí en la alcoba tengo que despedirme de vos, a lo que he venido. Y por ello, antes de dejaros con Dios, os ruego que por el amor a la amistad que hay entre nosotros, que no os olvidéis de mí, y si es posible, antes de que nos llegue nuestra hora, que vos, habiendo puesto en orden vuestras cosas en Lombardía, una vez por lo menos vengáis a verme para que pueda yo entonces, habiéndome alegrado con veros, enmendar la falta que ahora por vuestra prisa tengo que cometer; y hasta que esto suceda, no os sea enojoso visitarme con cartas y pedirme las cosas que os gusten, que con más agrado por vos que por ningún hombre del mundo lo haré con seguridad.

Micer Torello no pudo retener las lágrimas, y por ello, impedido por ellas, contestó con pocas palabras que era imposible que nunca sus beneficios y su valor se le fuesen de la memoria, y que sin falta lo que le pedía haría si es que el tiempo le era concedido. Por lo que Saladino, tiernamente abrazándolo y besándolo, con muchas lágrimas le dijo:

_Idos con Dios _y salió de la alcoba, y los demás barones después de él se despidieron y se fueron con Saladino a la sala donde había hecho preparar el lecho.

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