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Crimen y castigo por Fedor Dostoiewski (página 13)



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¿Pero qué dice usted? exclamó de pronto Catalina Ivanovna, saliendo de su estupor y arrojándose sobre Lujine. ¿Se atreve a acusarla de robo? ¡A ella, a Sonia! ¡Cobarde, canalla!

Se arrojó sobre Sonia y la rodeó con sus descarnados brazos.

¡Sonia! ¿Cómo has podido aceptar diez rublos de este hombre? ¡Qué infeliz eres! ¡Dámelos, dámelos en seguida…! ¡Ahí los tiene!

Catalina Ivanovna se había apoderado del billete, lo estrujó y se lo tiró a Lujine a la cara. El papel, hecho una bola, fue a dar contra un ojo de Piotr Petrovitch y después cayó al suelo. Amalia Ivanovna se apresuró a recogerlo. Lujine se indignó.

¡Cojan a esta loca!

En ese momento, varias personas aparecieron en el umbral, al lado de Lebeziatnikof. Entre ellas estaban las dos provincianas.

¿Loca? ¿Loca yo? gritó Catalina Ivanovna. ¡Tú sí que eres un imbécil, un vil agente de negocios, un infame…! ¡Sonia quitarle dinero! ¡Sonia una ladrona! ¡Antes te lo daría que quitártelo, idiota!

Lanzó una carcajada histérica y, yendo de inquilino en inquilino y señalando a Lujine, exclamaba:

¿Ha visto usted un imbécil semejante?

De pronto vio a Amalia Ivanovna y se detuvo.

¡Y tú también, salchichera, miserable prusiana! ¡Tú también crees que es una ladrona…! ¿Cómo es posible? ¡Ella dijo a Lujine ha venido de tu habitación aquí, y de aquí no ha salido, granuja, más que granuja! ¡Todo el mundo ha visto que se ha sentado a la mesa y no se ha movido! ¡Se ha sentado al lado de Rodion Romanovitch…! ¡Regístrenla! ¡Como no ha ido a ninguna parte, si ha cogido el billete ha de llevarlo encima…! Busca, busca… Pero si no encuentras nada, amigo mío, tendrás que responder de tus injurias… ¡Iré a quejarme al emperador en persona, al zar misericordioso! Me arrojaré a sus pies, ¡y hoy mismo! Como soy huérfana, me dejarán entrar. ¿Crees que no me recibirá? Estás muy equivocado. Llegaré hasta él… Confiabas en la bondad y en la timidez de Sonia, ¿verdad? Seguro que contabas con eso. Pero yo no soy tímida y nos las vas a pagar. ¡Busca, regístrala! ¡Hala! ¿Qué esperas?

Catalina Ivanovna, ciega de rabia, sacudía a Lujine y lo arrastraba hacia Sonia.

Lo haré, correré con esa responsabilidad… Pero cálmese, señora. Ya veo que usted no teme a nada ni a nadie. Esto…, esto se debía hacer en la comisaría… Aunque prosiguió Lujine, balbuceando -hay aquí bastantes testigos… Estoy dispuesto a registrarla… Sin embargo, es una cuestión delicada, a causa de la diferencia de sexos… Si Amalia Ivanovna quisiera ayudarnos… Desde luego, no es así como se hacen estas cosas, pero hay casos en que…

¡Hágala registrar por quien quiera! vociferó Catalina Ivanovna. Enséñale los bolsillos… ¡Mira, mira, monstruo! En éste no hay nada más que un pañuelo, como puedes ver. Ahora el otro. ¡Mira, mira! ¿Lo ves bien?

Y Catalina Ivanovna, no contenta con vaciar los bolsillos de Sonia, los volvió del revés uno tras otro. Pero apenas deshizo los pliegues que se habían formado en el forro del segundo, el de la derecha, saltó un papelito que, describiendo en el aire una parábola, cayó a los pies de Lujine. Todos lo vieron y algunos lanzaron una exclamación. Piotr Petrovitch se inclinó, cogió el papel con los dedos y lo desplegó: era un billete de cien rublos plegado en ocho dobles. Lujine lo hizo girar en su mano a fin de que todo el mundo lo viera.

¡Ladrona! ¡Fuera de aquí! ¡La policía! ¡La policía! exclamó la señora Lipevechsel. ¡Deben mandarla a Siberia! ¡Fuera de aquí!

De todas partes salían exclamaciones. Raskolnikof no cesaba de mirar en silencio a Sonia; sólo apartaba los ojos de ella de vez en cuando para fijarlos en Lujine. Sonia estaba inmóvil, como hipnotizada. Ni siquiera podía sentir asombro. De pronto le subió una oleada de sangre a la cara, se la cubrió con las manos y lanzó un grito.

¡Yo no he sido! ¡Yo no he cogido el dinero! ¡Yo no sé nada! exclamó en un alarido desgarrador y, corriendo hacia Catalina Ivanovna.

Ésta le abrió el asilo inviolable de sus brazos y la estrechó convulsivamente contra su corazón.

¡Sonia, Sonia! ¡No te creo; ya ves que no te creo! exclamó Catalina Ivanovna, rechazando la evidencia.

Y mecía en sus brazos a Sonia como si fuera una niña, y la estrechaba una y otra vez contra su pecho, o le cogía las manos y se las cubría de besos apasionados.

¿Robar tú? ¡Qué imbéciles, Señor! ¡Necios, todos sois unos necios! gritó, dirigiéndose a los presentes. ¡No sabéis lo hermoso que es su corazón! ¿Robar ella…, ella? ¡Pero si sería capaz de vender hasta su último trozo de ropa y quedarse descalza para socorrer a quien lo necesitase! ¡Así es ella! ¡Se hizo extender la tarjeta amarilla para que mis hijos y yo no muriésemos de hambre! ¡Se vendió por nosotros! ¡Ah, mi querido difunto, mi pobre difunto! ¿Ves esto, pobre esposo mío? ¡Qué comida de funerales, Señor! ¿Por qué no la defiendes, Dios mío? ¿Y qué hace usted ahí, Rodion Romanovitch, sin decir nada? ¿Por qué no la defiende usted? ¿Es que también usted la cree culpable? ¡Todos vosotros juntos valéis menos que su dedo meñique! ¡Señor, Señor! ¿Por qué no la defiendes?

La desesperación de la infortunada Catalina Ivanovna produjo profunda y general emoción. Aquel rostro descarnado de tísica, contraído por el sufrimiento; aquellos labios resecos, donde la sangre se había coagulado; aquella voz ronca; aquellos sollozos, tan violentos como los de un niño, y, en fin, aquella demanda de auxilio, confiada, ingenua y desesperada a la vez, todo esto expresaba un dolor tan punzante, que era imposible permanecer indiferente ante él. Por lo menos Piotr Petrovitch dio muestras de compadecerse.

Cálmese, señora, cálmese dijo gravemente. Este asunto no le concierne en lo más mínimo. Nadie piensa acusarla de premeditación ni de complicidad, y menos habiendo sido usted misma la que ha descubierto el robo al registrarle los bolsillos. Esto basta para demostrar su inocencia… Me siento inclinado a ser indulgente ante un acto en que la miseria puede haber sido el móvil que ha impulsado a Sonia Simonovna. Pero ¿por qué no quiere usted confesar, señorita? ¿Teme usted al deshonor? ¿Ha sido la primera vez? ¿Acaso ha perdido usted la cabeza? Todo esto es comprensible, muy comprensible… Sin embargo, ya ve usted a lo que se ha expuesto… Señores continuó, dirigiéndose a la concurrencia, dejándome llevar de un sentimiento de compasión y de simpatía, por decirlo así, estoy dispuesto todavía a perdonarlo todo, a pesar de los insultos que se me han dirigido.

Se volvió de nuevo hacia Sonia y añadió:

Pero que esta humillación que hoy ha sufrido usted, señorita, le sirva de lección para el futuro. Daré el asunto por terminado y las cosas no pasarán de aquí.

Piotr Petrovitch miró de reojo a Raskolnikof, y las miradas de ambos se encontraron. Los ojos del joven llameaban.

Catalina Ivanovna, como si nada hubiera oído, seguía abrazando y besando a Sonia con frenesí. También los niños habían rodeado a la joven y la estrechaban con sus débiles bracitos.

Poletchka, sin comprender lo que sucedía, sollozaba desgarradoramente, apoyando en el hombro de Sonia su linda carita, bañada en lágrimas.

¡Qué ruindad! dijo de pronto una voz desde la puerta.

Piotr Petrovitch se volvió inmediatamente.

¡Qué ruindad! repitió Lebeziatnikof sin apartar de él la vista.

Lujine se estremeció (todos recordarían este detalle más adelante), y Andrés Simonovitch entró en la habitación.

¿Cómo ha tenido usted valor para invocar mi testimonio? dijo acercándose a Lujine.

Piotr Petrovitch balbuceó:

¿Qué significa esto, Andrés Simonovitch? No sé de qué me habla.

Pues esto significa que usted es un calumniador. ¿Me entiende usted ahora?

Lebeziatnikof había pronunciado estas palabras con enérgica resolución y mirando duramente a Lujine con sus miopes ojillos. Estaba furioso. Raskolnikof no apartaba la vista de la cara de Andrés Simonovitch y le escuchaba con avidez, sin perder ni una sola de sus palabras.

Hubo un silencio. Piotr Petrovitch pareció desconcertado, sobre todo en los primeros momentos.

Pero ¿qué le pasa? balbuceó. ¿Está usted en su juicio?

Sí, estoy en mi juicio, y usted…, usted es un miserable… ¡Qué villanía! lo he oído todo, y si no he hablado hasta ahora ha sido para ver si comprendía por qué ha obrado usted así, pues le confieso que hay cosas que no tienen explicación para mí… ¿Por qué lo ha hecho usted? No lo comprendo.

Pero ¿qué he hecho yo? ¿Quiere dejar de hablar en jeroglífico? ¿Es que ha bebido más de la cuenta?

Usted, hombre vil, sí que es posible que se emborrache. Pero yo no bebo jamás ni una gota de vodka, porque mis principios me lo vedan… Sepan ustedes que ha sido él, él mismo, el que ha transmitido con sus propias manos el billete de cien rublos a Sonia Simonovna. Yo lo he visto, yo he sido testigo de este acto. Y estoy dispuesto a declarar bajo juramento. ¡El mismo, él mismo! repitió Lebeziatnikof, dirigiéndose a todos.

¿Está usted loco? exclamó Lujine. La misma interesada, aquí presente, acaba de afirmar ante testigos que sólo ha recibido de mi un billete de diez rublos. ¿Cómo puede usted decir que le he dado el otro billete?

¡Lo he visto, lo he visto! repitió Lebeziatnikof. Y, aunque ello sea contrario a mis principios, estoy dispuesto a afirmarlo bajo juramento ante la justicia. Yo he visto cómo le introducía usted disimuladamente ese dinero en el bolsillo. En mi candidez, he creído que lo hacía usted por caridad. En el momento en que usted le decía adiós en la puerta, mientras le tendía la mano derecha, ha deslizado con la izquierda en su bolsillo un papel. ¡Lo he visto, lo he visto!

Lujine palideció.

¡Eso es pura invención! exclamó, en un arranque de insolencia. Usted estaba entonces junto a la ventana. ¿Cómo es posible que desde tan lejos viera el papel? Su miopía le ha hecho ver visiones. Ha sido una alucinación y nada más.

No, no he sufrido ninguna alucinación. A pesar de la distancia, me he dado perfecta cuenta de todo. En efecto, desde la ventana no he podido ver qué clase de papel era: en esto tiene usted razón. Sin embargo, cierto detalle me ha hecho comprender que el papelito era un billete de cien rublos, pues he visto claramente que, al mismo tiempo que entregaba a Sonia Simonovna el billete de diez rublos, cogía usted de la mesa otro de cien… Esto lo he visto perfectamente, porque entonces e hallaba muy cerca de usted, y recuerdo bien este detalle porque me ha sugerido cierta idea. Usted ha doblado el billete de cien rublos y lo ha mantenido en el hueco de la mano. Después he dejado de pensar en ello, pero cuando usted se ha levantado ha hecho pasar el billete de la mano derecha a la izquierda, con lo que ha estado a punto de caérsele. Entonces me he vuelto a fijar en él, pues de nuevo he tenido la idea de que usted quería socorrer a Sonia Simonovna sin que yo me enterase. Ya puede usted suponer la gran atención con que desde ese instante he seguido hasta sus menores movimientos. Así he podido ver cómo le ha deslizado usted el billete en el bolsillo. ¡Lo he visto, lo he visto, y estoy dispuesto a afirmarlo bajo juramento!

Lebeziatnikof estaba rojo de indignación. Las exclamaciones más diversas surgieron de todos los rincones de la estancia. La mayoría de ellas eran de asombro, pero algunas fueron proferidas en un tono de amenaza. Los concurrentes se acercaron a Piotr Petrovitch y formaron un estrecho círculo en torno de él. Catalina Ivanovna se arrojó sobre Lebeziatnikof.

¡Andrés Simonovitch, qué mal le conocía a usted! ¡Defiéndala! Es huérfana. Dios nos lo ha enviado, Andrés Simonovitch, mi querido amigo.

Y Catalina Ivanovna, en un arrebato casi inconsciente, se arrojó a los pies del joven.

¡Está loco! exclamó Lujine, ciego de rabia. Todo son invenciones suyas… ¡Que si se había olvidado y luego se ha vuelto a acordar…! ¿Qué significa esto? Según usted, yo he puesto intencionadamente estos cien rublos en el bolsillo de esta señorita. Pero ¿por qué? ¿Con qué objeto?

Esto es lo que no comprendo. Pero le aseguro que he dicho la verdad. Tan cierto estoy de no equivocarme, miserable criminal, que en el momento en que le estrechaba la mano felicitándole, recuerdo que me preguntaba con qué fin habría regalado usted ese billete a hurtadillas, o, dicho de otro modo, por qué se ocultaba para hacerlo. Misterio. Me he dicho que tal vez quería usted ocultarme su buena acción al saber que soy enemigo por principio de la caridad privada, a la que considero como un paliativo inútil. He deducido, pues, que no quería usted que se supiera que entregaba a Sonia Simonovna una cantidad tan importante, y, además, que deseaba dar una sorpresa a la beneficiada… Todos sabemos que hay personas que se complacen en ocultar las buenas acciones… También me he dicho que tal vez quería usted poner a prueba a la muchacha, ver si volvía para darle las gracias cuando encontrara el dinero en su bolsillo. O, por el contrario, que deseaba usted eludir su gratitud, según el principio de que la mano derecha debe ignorar…, y otras mil suposiciones parecidas. Sólo Dios sabe las conjeturas que han pasado por mi cabeza… Decidí reflexionar más tarde a mis anchas sobre el asunto, pues no quería cometer la indelicadeza de dejarle entrever que conocía su secreto. De pronto me ha asaltado un temor: al no conocer su acto de generosidad, Sonia Simonovna podía perder el dinero sin darse cuenta. Por eso he tomado la determinación de venir a decirle que usted había depositado un billete de cien rublos en su bolsillo. Pero, al pasar, me he detenido en la habitación de las señoras Kobiliatnikof a fin de entregarles la «Ojeada general sobre el método positivo» y recomendarles especialmente el artículo de Piderit, y también el de Wagner. Finalmente, he llegado aquí y he podido presenciar el escándalo. Y dígame: ¿se me habría ocurrido pensar en todo esto, me habría hecho todas estas reflexiones si no le hubiera visto introducir el billete de cien rublos en el bolsillo de Sonia Simonovna?

Andrés Simonovitch terminó este largo discurso, coronado con una conclusión tan lógica, en un estado de extrema fatiga. El sudor corría por su frente. Por desgracia para él, le costaba gran trabajo expresarse en ruso, aunque no conocía otro idioma. Su esfuerzo oratorio le había agotado. Incluso parecía haber perdido peso. Sin embargo, su alegato verbal había producido un efecto extraordinario. Lo había pronunciado con tanto calor y convicción, que todos los oyentes le creyeron. Piotr Petrovitch advirtió que las cosas no le iban bien.

¿Qué me importan a mí las estúpidas preguntas que hayan podido atormentarle? exclamó. Eso no constituye ninguna prueba. Todo lo que usted ha pensado puede ser obra de su imaginación. Y yo, señor, puedo decirle que miente usted. Usted miente y me calumnia llevado de un deseo de venganza personal. Usted no me perdona que haya rechazado el impío radicalismo de sus teorías sociales.

Pero este falso argumento, lejos de favorecerle, provocó una oleada de murmullos en contra de él.

¡Eso es una mala excusa! exclamó Lebeziatnikof. Te digo en la cara que mientes. Llama a la policía y declararé bajo juramento. Un solo punto ha quedado en la oscuridad para mí: el motivo que lo ha impulsado a cometer una acción tan villana. ¡Miserable! ¡Cobarde!

Yo puedo explicar su conducta y, si es preciso, también prestaré juramento dijo Raskolnikof con voz firme y destacándose del grupo.

Estaba sereno y seguro de si mismo. Todos se dieron cuenta desde el primer momento de que conocía la clave del enigma y de que el asunto se acercaba a su fin.

Ahora todo lo veo claro dijo dirigiéndose a Lebeziatnikof. Desde el principio del incidente me he olido que había en todo esto alguna innoble intriga. Esta sospecha se fundaba en ciertas circunstancias que sólo yo conozco y que ahora mismo voy a revelar a ustedes. En ellas está la clave del asunto. Gracias a su detallada exposición, Andrés Simonovitch, se ha hecho la luz en mi mente. Ruego a todo el mundo que preste atención. Este señor señalaba a Lujine pidió en fecha reciente la mano de una joven, hermana mía, cuyo nombre es Avdotia Romanovna Raskolnikof; pero¿ cuando llegó a Petersburgo, hace poco, y tuvimos nuestra primera entrevista, discutimos, y de tal modo, que acabé por echarle de mi casa, escena que tuvo dos testigos, los cuales pueden confirmar mis palabras. Este hombre es todo maldad. Yo no sabía que se hospedaba en su casa, Andrés Simonovitch. Así se comprende que pudiera ver anteayer, es decir, el mismo día de nuestra disputa, que yo, como amigo del difunto, entregaba dinero a la viuda para que pudiera atender a los gastos del entierro. El señor Lujine escribió en seguida una carta a mi madre, en que le decía que yo había entregado dinero no a Catalina Ivanovna, sino a Sonia Simonovna. Además, hablaba de esta joven en términos en extremo insultantes, dejando entrever que yo mantenía relaciones íntimas con ella. Su finalidad, como ustedes pueden comprender, era indisponerme con mi madre y con mi hermana, haciéndoles creer que yo despilfarraba ignominiosamente el dinero que ellas se sacrificaban en enviarme. Ayer por la noche, en presencia de mi madre, de mi hermana y de él mismo, expuse la verdad de los hechos, que este hombre había falseado. Dije que había entregado el dinero a Catalina Ivanovna, a la que entonces no conocía aún, y añadí que Piotr Petrovitch Lujine, con todos sus méritos, valía menos que el dedo meñique de Sonia Simonovna, de la que hablaba tan mal. Él me preguntó entonces si yo sería capaz de sentar a Sonia Simonovna al lado de mi hermana, y yo le respondí que ya lo había hecho aquel mismo día. Furioso al ver que mi madre y mi hermana no reñían conmigo fundándose en sus calumnias, llegó al extremo de insultarlas groseramente. Se produjo la ruptura definitiva y lo pusimos en la puerta. Todo esto ocurrió anoche. Ahora les ruego a ustedes que me presten la mayor atención. Si el señor Lujine hubiera conseguido presentar como culpable a Sonia Simonovna, habría demostrado a mi familia que sus sospechas eran fundadas y que tenía razón para sentirse ofendido por el hecho de que permitiera a esta joven alternar con mi hermana, y, en fin, que, atacándome a mí, defendía el honor de su prometida. En una palabra, esto suponía para él un nuevo medio de indisponerme con mi familia, mientras él reconquistaba su estimación. Al mismo tiempo, se vengaba de mí, pues tenía motivos para pensar que la tranquilidad de espíritu y el honor de Sonia Simonovna me afectaban íntimamente. Así pensaba él, y esto es lo que yo he deducido. Tal es la explicación de su conducta: no es posible hallar otra.

Así, poco más o menos, terminó Raskolnikof su discurso, que fue interrumpido frecuentemente por las exclamaciones de la atenta concurrencia. Hasta el final su acento fue firme, sereno y seguro. Su tajante voz, la convicción con que hablaba y la severidad de su rostro impresionaron profundamente al auditorio.

Sí, sí, eso es; no cabe duda de que es eso se apresuró a decir Lebeziatnikof, entusiasmado. Prueba de ello es que, cuando Sonia Simonovna ha entrado en la habitación, él me ha preguntado si estaba usted aquí, si yo le había visto entre los invitados de Catalina Ivanovna. Esta pregunta me la ha hecho en voz baja y después de llevarme junto a la ventana. 0 sea que deseaba que usted fuera testigo de todo esto. Sí, sí; no cabe duda de que es eso.

Lujine guardaba silencio y sonreía desdeñosamente. Pero estaba pálido como un muerto. Evidentemente, buscaba el modo de salir del atolladero. De buena gana se habría marchado, pero esto no era posible por el momento. Marcharse así habría representado admitir las acusaciones que pesaban sobre él y reconocer que había calumniado a Sonia Simonovna.

Por otra parte, los asistentes se mostraban sumamente excitados por las excesivas libaciones. El de intendencia, aunque era incapaz de forjarse una idea clara de lo sucedido, era el que más gritaba, y proponía las medidas más desagradables para Lujine.

La habitación estaba llena de personas embriagadas, pero también habían acudido huéspedes de otros aposentos, atraídos por el escándalo. Los tres polacos estaban indignadísimos y no cesaban de proferir en su lengua insultos contra Piotr Petrovitch, al que llamaban, entre otras cosas, pane ladak.

Sonia escuchaba con gran atención, pero no parecía acabar de comprender lo que pasaba: su estado era semejante al de una persona que acaba de salir de un desvanecimiento. No apartaba los ojos de Raskolnikof, comprendiendo que sólo él podía protegerla. La respiración de Catalina Ivanovna era silbante y penosa. Estaba completamente agotada. Pero era Amalia Ivanovna la que tenía un aspecto más grotesco, con su boca abierta y su cara de pasmo. Era evidente que no comprendía lo que estaba ocurriendo. Lo único que sabía era que Piotr Petrovitch se hallaba en una situación comprometida.

Raskolnikof intentó volver a hablar, pero en seguida renunció a ello al ver que los inquilinos se precipitaban sobre Lujine y, formando en torno de él un círculo compacto, le dirigían toda clase de insultos y amenazas. Pero Lujine no se amilanó. Comprendiendo que había perdido definitivamente la partida, recurrió a la insolencia.

Permítanme, señores, permítanme. No se pongan así. Déjenme pasar dijo mientras se abría paso. No se molesten ustedes en intentar amedrentarme con sus amenazas. Tengan la seguridad de que no adelantarán nada, pues no soy de los que se asustan fácilmente. Por el contrario, les advierto que tendrán que responder de la cooperación que han prestado a un acto delictivo. La culpabilidad de la ladrona está más que probada, y presentaré la oportuna denuncia. Los jueces no están ciegos… ni bebidos. Por eso rechazarán el testimonio de dos impíos, de dos revolucionarios que me calumnian por una cuestión de venganza personal, como ellos mismos han tenido la candidez de reconocer. Permítanme, señores.

No podría soportar ni un minuto más su presencia en mi habitación le dijo Andrés Simonovitch. Haga el favor de marcharse. No quiero ningún trato con usted. ¡Cuando pienso que he estado dos semanas gastando saliva para exponerle…!

Andrés Simonovitch, recuerde que hace un rato le he dicho que me marchaba y usted trataba de retenerme. Ahora me limitaré a decirle que es usted un tonto de remate y que le deseo se cure de la cabeza y de los ojos. Permítanme, señores…

Y consiguió terminar de abrirse paso. Pero el de intendencia no quiso dejarle salir de aquel modo. Considerando que los insultos eran un castigo insuficiente para él, cogió un vaso de la mesa y se lo arrojó con todas sus fuerzas. Desgraciadamente, el proyectil fue a estrellarse contra Amalia Ivanovna, que empezó a proferir grandes alaridos, mientras el de intendencia, que había perdido el equilibrio al tomar impulso para el lanzamiento, caía pesadamente sobre la mesa.

Piotr Petrovitch logró llegar a su aposento, y, una hora después, había salido de la casa.

Antes de esta aventura, Sonia, tímida por naturaleza, se sentía más vulnerable que las demás mujeres, ya que cualquiera tenía derecho a ultrajarla. Sin embargo, había creído hasta entonces que podría contrarrestar la malevolencia a fuerza de discreción, dulzura y humildad. Pero esta ilusión se había desvanecido y su decepción fue muy amarga. Era capaz de soportarlo todo con paciencia y sin lamentarse, y el golpe que acababa de recibir no estaba por encima de sus fuerzas, pero en el primer momento le pareció demasiado duro. A pesar del triunfo de su inocencia en el asunto del billete, transcurridos los primeros instantes de terror, y al poder darse cuenta de las cosas, sintió que su corazón se oprimía dolorosamente ante la idea de su abandono y de su aislamiento en la vida. Sufrió una crisis nerviosa y, sin poder contenerse, salió de la habitación y corrió a su casa. Esta huida casi coincidió con la salida de Lujine.

Amalia Ivanovna, cuando recibió el proyectil destinado a Piotr Petrovitch en medio de las carcajadas de los invitados, montó en cólera y su indignación se dirigió contra Catalina Ivanovna, sobre la que se arrojó vociferando como si la hiciera responsable de todo lo ocurrido.

¡Fuera de aquí en seguida! ¡Fuera!

Y, al mismo tiempo que gritaba, cogía todos los objetos de la inquilina que encontraba al alcance de la mano y los arrojaba al suelo. La pobre viuda, que se había tenido que echar en la cama, exhausta y rendida por el sufrimiento, saltó del lecho y se arrojó sobre la patrona. Pero las fuerzas eran tan desiguales, que Amalia Ivanovna la rechazó tan fácilmente como si luchara con una pluma.

¡Es el colmo! ¡No contenta con calumniar a Sonia, ahora la toma conmigo! ¡Me echa a la calle el mismo día de los funerales de mi marido! ¡Después de haber recibido mi hospitalidad, me pone en medio del arroyo con mis pobres huérfanos! ¿Adónde iré?

Y la pobre mujer sollozaba, en el límite de sus fuerzas. De pronto sus ojos llamearon y gritó desesperadamente:

¡Señor! ¿Es posible que no exista la justicia aquí abajo? ¿A quién defenderás si no nos defiendes a nosotros…? En fin, ya veremos. En la tierra hay jueces y tribunales. Presentaré una denuncia. Prepárate, desalmada… Poletchka, no dejes a los niños. Volveré en seguida. Si es preciso, esperadme en la calle. ¡Ahora veremos si hay justicia en este mundo!

Catalina Ivanovna se envolvió la cabeza en aquel trozo de paño verde de que había hablado Marmeladof, atravesó la multitud de inquilinos embriagados que se hacinaban en la estancia y, gimiendo y bañada en lágrimas, salió a la calle. Estaba resuelta a que le hicieran justicia en el acto y costara lo que costase. Poletchka, aterrada, se refugió con los niños en un rincón, junto al baúl. Rodeó con sus brazos a sus hermanitos y así esperó la vuelta de su madre. Amalia Ivanovna iba y venía por la habitación como una furia, rugiendo de rabia, lamentándose y arrojando al suelo todo lo que caía en sus manos.

Entre los inquilinos reinaba gran confusión: unos comentaban a grandes voces lo ocurrido, otros discutían y se insultaban y algunos seguían entonando canciones.

«Ha llegado el momento de marcharse pensó Raskolnikof. Vamos a ver qué dice ahora Sonia Simonovna.»

Y se dirigió a casa de Sonia.

Aunque llevaba su propia carga de miserias y horrores en el corazón, Raskolnikof había defendido valientemente y con destreza la causa de Sonia ante Lujine. Dejando aparte el interés que sentía por la muchacha y que le impulsaba a defenderla, había sufrido tanto aquella mañana, que había acogido con verdadera alegría la ocasión de ahuyentar aquellos pensamientos que habían llegado a serle insoportables.

Por otra parte, la idea de su inmediata entrevista con Sonia le preocupaba y le colmaba de una ansiedad creciente. Tenía que confesarle que había matado a Lisbeth. Presintiendo la tortura que esta declaración supondría para él, trataba de apartarla de su pensamiento. Cuando se había dicho, al salir de casa de Catalina Ivanovna: « Vamos a ver qué dice ahora Sonia Simonovna», se hallaba todavía bajo los efectos del ardoroso y retador entusiasmo que le había producido su victoria sobre Lujine. Pero cosa singular cuando llegó al departamento de Kapernaumof, esta entereza de ánimo le abandonó de súbito y se sintió débil y atemorizado. Vacilando, se detuvo ante la puerta y se preguntó:

«¿Es necesario que revele que maté a Lisbeth?»

Lo extraño era que, al mismo tiempo que se hacía esta pregunta, estaba convencido de que le era imposible no sólo eludir semejante confesión, sino retrasarla un solo instante. No podía explicarse la razón de ello, pero sentía que era así y sufría horriblemente al darse cuenta de que no tenía fuerzas para luchar contra esta necesidad.

Para evitar que su tormento se prolongara se apresuró a abrir la puerta. Pero no franqueó el umbral sin antes observar a Sonia. Estaba sentada ante su mesita, con los codos apoyados en ella y la cara en las manos. Cuando vio a Raskolnikof, se levantó en el acto y fue hacia él como si lo estuviese esperando.

¿Qué habría sido de mí sin usted? le dijo con vehemencia, al encontrarse con él en medio de la habitación.

Al parecer, sólo pensaba en el servicio que le había prestado, y ansiaba agradecérselo. Luego adoptó una actitud de espera. Raskolnikof se acercó a la mesa y se sentó en la silla que ella acababa de dejar. Sonia permaneció en pie a dos pasos de él, exactamente como el día anterior.

Bueno, Sonia dijo Raskolnikof, y notó de pronto que la voz le temblaba; ya se habrá dado usted cuenta de que la acusación se basaba en su situación y en los hábitos ligados a ella.

El rostro de Sonia tuvo una expresión de sufrimiento.

Le ruego que no me hable como ayer. No, se lo suplico. Ya he sufrido bastante.

Y se apresuró a sonreír, por temor a que este reproche hubiera herido a Raskolnikof.

He salido corriendo como una loca. ¿Qué ha pasado después? He estado a punto de volver, pero luego he pensado que usted vendría y…

Raskolnikof le explicó que Amalia Ivanovna había despedido a su familia y que Catalina Ivanovna se había marchado en busca de justicia no sabía adónde.

¡Dios mío! exclamó Sonia. ¡Vamos, vamos en seguida!

Y cogió apresuradamente el pañuelo de la cabeza.

¡Siempre lo mismo! exclamó Raskolnikof, indignado. No piensa usted más que en ellos. Quédese un momento conmigo.

Pero Catalina Ivanovna…

Catalina Ivanovna no la olvidará: puede estar segura dijo Raskolnikof, molesto. Como ha salido, vendrá aquí, y si no la encuentra, se arrepentirá usted de haberse marchado.

Sonia se sentó, presa de una perplejidad llena de inquietud. Raskolnikof guardó silencio, con la mirada fija en el suelo. Parecía reflexionar.

Tal vez Lujine no tenía hoy intención de hacerla detener, porque no le interesaba. Pero si la hubiese tenido y ni Lebeziatnikof ni yo hubiéramos estado allí, usted estaría ahora en la cárcel, ¿no es así?

Sí respondió Sonia con voz débil y sin poder prestar demasiada atención a lo que Raskolnikof le decía, tal era la ansiedad que la dominaba.

Pues bien, habría sido muy fácil que yo no estuviera allí, y en cuanto a Lebeziatnikof, ha sido una casualidad que fuese.

Sonia no contestó.

Y si la hubieran metido en la cárcel, ¿qué habría pasado? ¿Se acuerda de lo que le dije ayer?

Ella seguía guardando silencio. El esperó unos segundos. Después siguió diciendo, con una risa un tanto forzada:

Creía que me iba usted a repetir que no le hablara de estas cosas… ¿Qué? preguntó tras una breve pausa. ¿Insiste usted en no abrir la boca? Sin embargo, necesitamos un tema de conversación. Por ejemplo, me gustaría saber cómo resolvería cierta cuestión…, como diría Lebeziatnikof añadió, notando que empezaba a perder la sangre fría. No, no hablo en broma. Supongamos, Sonia, que usted conoce por anticipado todos los proyectos de Lujine y sabe que estos proyectos sumirían definitivamente en el infortunio a Catalina Ivanovna, a sus hijos y, por añadidura, a usted…, y digo «por añadidura» porque a usted sólo se la puede considerar como cosa aparte. Y supongamos también que, a consecuencia de esto, Poletchka haya de verse obligada a llevar una vida como la que usted lleva. Pues bien, si en estas circunstancias estuviera en su mano hacer que Lujine pereciera, con lo que salvaría a Catalina Ivanovna y a su familia, o dejar que Lujine viviera y llevase a cabo sus infames propósitos, ¿qué partido tomaría usted? Ésta es la pregunta que quiero que me conteste.

Sonia le miró con inquietud. Aquellas palabras, pronunciadas en un tono vacilante, parecían ocultar una segunda intención.

Ya sabía yo que iba a hacerme una pregunta extraña dijo la joven dirigiéndole una mirada penetrante.

Eso poco importa. Diga: ¿qué decisión tomaría usted?

¿A qué viene hacer esas preguntas absurdas? repuso Sonia con un gesto de desagrado.

Dígame: ¿dejaría usted que Lujine viviera y pudiese cometer sus desafueros? ¿Es que ni siquiera tiene valor para tomar una decisión en teoría?

Yo no conozco las intenciones de la Divina Providencia. ¿Por qué me interroga sobre hechos que no existen? ¿A qué vienen esas preguntas inútiles? ¿Acaso es posible que la existencia de un hombre dependa de mi voluntad? ¿Cómo puedo erigirme en árbitro de los destinos humanos, de la vida y de la muerte?

Si hace usted intervenir a la Providencia divina, no hablemos más dijo Raskolnikof en tono sombrío.

Sonia respondió con acento angustiado:

Dígame francamente qué es lo que desea de mí… Sólo oigo de usted alusiones. ¿Es que ha venido usted con el propósito de torturarme?

Sin poder contenerse, se echó a llorar. Él la miró tristemente, con una expresión de angustia. Hubo un largo silencio.

Al fin, Raskolnikof dijo en voz baja:

Tienes razón, Sonia.

Se había producido en él un cambio repentino. Su ficticio aplomo y el tono insolente que afectaba momentos antes habían desaparecido. Hasta su voz parecía haberse debilitado.

Te dije ayer que no vendría hoy a pedirte perdón, y he aquí que he comenzado esta conversación poco menos que excusándome. Al hablarte de Lujine y de la Providencia pensaba en mí mismo, Sonia, y me excusaba.

Trató de sonreír, pero sólo pudo esbozar una mueca de impotencia. Luego bajó la cabeza y ocultó el rostro entre las manos.

De súbito, una extraña y sorprendente sensación de odio hacia Sonia le traspasó el corazón. Asombrado, incluso aterrado de este descubrimiento inaudito, levantó la cabeza y observó atentamente a la joven. Vio que fijaba en él una mirada inquieta y llena de una solicitud dolorosa, y al advertir que aquellos ojos expresaban amor, su odio se desvaneció como un fantasma. Se había equivocado acerca de la naturaleza del sentimiento que experimentaba: lo que sentía era, simplemente, que el momento fatal había llegado.

Bajó de nuevo la cabeza y otra vez ocultó el rostro entre las manos. De pronto palideció, se levantó, miró a Sonia y sin pronunciar palabra, fue maquinalmente a sentarse en el lecho. Su impresión en aquel momento era exactamente la misma que había experimentado el día en que, de pie a espaldas de la vieja, había sacado el hacha del nudo corredizo, mientras se decía que no había que perder ni un segundo.

¿Qué le ocurre? preguntó Sonia, llena de turbación.

Raskolnikof no pudo pronunciar ni una palabra. Había pensado dar «la explicación» en circunstancias completamente distintas y no comprendía lo que estaba ocurriendo en su interior.

Sonia se acercó paso a paso, se sentó a su lado, en el lecho, y, sin apartar de él los ojos, esperó. Su corazón latía con violencia. La situación se hacía insoportable. Él volvió hacia la joven su rostro, cubierto de una palidez mortal. Sus contraídos labios eran incapaces de pronunciar una sola palabra. Entonces el pánico se apoderó de Sonia.

¿Qué le pasa? volvió a preguntarle, apartándose un poco de él.

Nada, Sonia. No te asustes… Es una tontería… Sí, basta pensar en ello un instante para ver que es una tontería murmuró como delirando. No sé por qué he venido a atormentarte añadió, mirándola. En verdad, no lo sé. ¿Por qué? ¿Por qué? No ceso de hacerme esta pregunta, Sonia.

Tal vez se la había hecho un cuarto de hora antes, pero en aquel momento su debilidad era tan extrema que apenas se daba cuenta de que existía. Un continuo temblor agitaba todo su cuerpo.

¡Cómo se atormenta usted! se lamentó Sonia, mirándole.

No es nada, no es nada… He aquí lo que te quería decir…

Una sombra de sonrisa jugueteó unos segundos en sus labios.

¿Te acuerdas de lo que quería decirte ayer?

Sonia esperó, visiblemente inquieta.

Cuando me fui, te dije que tal vez te decía adiós para siempre, pero que si volvía hoy te diría quién mató a Lisbeth.

De pronto, todo el cuerpo de Sonia empezó a temblar.

Pues bien, he venido a decírtelo.

Así, ¿hablaba usted en serio? balbuceó Sonia haciendo un gran esfuerzo. Pero ¿cómo lo sabe usted? preguntó vivamente, como si acabara de volver en sí.

Apenas podía respirar. La palidez de su rostro aumentaba por momentos.

El caso es que lo sé.

Sonia permaneció callada un momento.

¿Lo han encontrado? preguntó al fin, tímidamente.

No, no lo han encontrado.

Entonces, ¿cómo sabe usted quién es? preguntó la joven tras un nuevo silencio y con voz casi imperceptible.

Él se volvió hacia ella y la miró fijamente, con una expresión singular.

¿Lo adivinas?

Una nueva sonrisa de impotencia flotaba en sus labios. Sonia sintió que todo su cuerpo se estremecía.

Pero usted me… balbuceó ella con una sonrisa infantil. ¿Por qué quiere asustarme?

Para saber lo que sé dijo Raskolnikof, cuya mirada seguía fija en la de ella, como si no tuviera fuerzas para apartarla, es necesario que esté «ligado» a «él»… Él no tenía intención de matar a Lisbeth… La asesinó sin premeditación… Sólo quería matar a la vieja… y encontrarla sola… Fue a la casa… De pronto llegó Lisbeth…, y la mató a ella también.

Un lúgubre silencio siguió a estas palabras. Los dos jóvenes se miraban fijamente.

Así, ¿no lo adivinas? preguntó de pronto.

Tenía la impresión de que se arrojaba desde lo alto de una torre.

No murmuró Sonia con voz apenas audible.

Piensa.

En el momento de pronunciar esta palabra, una sensación ya conocida por él le heló el corazón. Miraba a Sonia y creía estar viendo a Lisbeth. Conservaba un recuerdo imborrable de la expresión que había aparecido en el rostro de la pobre mujer cuando él iba hacia ella con el hacha en alto y ella retrocedía hacia la pared, como un niño cuando se asusta y, a punto de echarse a llorar, fija con terror la mirada en el objeto que provoca su espanto. Así estaba Sonia en aquel momento. Su mirada expresaba el mismo terror impotente. De súbito extendió el brazo izquierdo, apoyó la mano en el pecho de Raskolnikof, lo rechazó ligeramente, se puso en pie con un movimiento repentino y empezó a apartarse de él poco a poco, sin dejar de mirarle. Su espanto se comunicó al joven, que miraba a Sonia con el mismo gesto despavorido, mientras en sus labios se esbozaba la misma triste sonrisa infantil.

¿Has comprendido ya? murmuró.

¡Dios mío! gimió, horrorizada.

Luego, exhausta, se dejó caer en su lecho y hundió el rostro en la almohada.

Pero un momento después se levantó vivamente, se acercó a Raskolnikof, le cogió las manos, las atenazó con sus menudos y delgados dedos y fijó en él una larga y penetrante mirada.

Con esta mirada, Sonia esperaba captar alguna expresión que le demostrase que se había equivocado. Pero no, no cabía la menor duda: la simple suposición se convirtió en certeza.

Más adelante, cuando recordaba este momento, todo le parecía extraño, irreal. ¿De dónde le había venido aquella certeza repentina de no equivocarse? Porque en modo alguno podía decir que había presentido aquella confesión. Sin embargo, apenas le hizo él la confesión, a ella le pareció haberla adivinado.

Basta, Sonia, basta. No me atormentes.

Había hecho esta súplica amargamente. No era así como él había previsto confesar su crimen: la realidad era muy distinta de lo que se había imaginado.

Sonia estaba fuera de sí. Saltó del lecho. De pie en medio de la habitación, se retorcía las manos. Luego volvió rápidamente sobre sus pasos y de nuevo se sentó al lado de Raskolnikof, tan cerca que sus cuerpos se rozaban. De pronto se estremeció como si la hubiera asaltado un pensamiento espantoso, lanzó un grito y, sin que ni ella misma supiera por qué, cayó de rodillas delante de Raskolnikof.

¿Qué ha hecho usted? Pero ¿qué ha hecho usted? exclamó, desesperada.

De pronto se levantó y rodeó fuertemente con los brazos el cuello del joven.

Raskolnikof se desprendió del abrazo y la contempló con una triste sonrisa.

No lo comprendo, Sonia. Me abrazas y me besas después de lo que te acabo de confesar. No sabes lo que haces.

Ella no le escuchó. Gritó, enloquecida:

¡No hay en el mundo ningún hombre tan desgraciado como tú!

Y prorrumpió en sollozos.

Un sentimiento ya olvidado se apoderó del alma de Raskolnikof. No se pudo contener. Dos lágrimas brotaron de sus ojos y quedaron pendientes de sus pestañas.

¿No me abandonarás, Sonia? preguntó, desesperado.

No, nunca, en ninguna parte. Te seguiré adonde vayas. ¡Señor, Señor! ¡Qué desgraciada soy…! ¿Por qué no te habré conocido antes? ¿Por qué no has venido antes? ¡Dios mío!

Pero he venido.

¡Ahora…! ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Juntos, siempre juntos! exclamó Sonia volviendo a abrazarle. ¡Te seguiré al presidio!

Raskolnikof no pudo disimular un gesto de indignación. Sus labios volvieron a sonreír como tantas veces habían sonreído, con una expresión de odio y altivez.

No tengo ningún deseo de ir a presidio, Sonia.

Tras los primeros momentos de piedad dolorosa y apasionada hacia el desgraciado, la espantosa idea del asesinato reapareció en la mente de la joven. El tono en que Raskolnikof había pronunciado sus últimas palabras le recordaron de pronto que estaba ante un asesino. Se quedó mirándole sobrecogida. No sabía aún cómo ni por qué aquel joven se había convertido en un criminal. Estas preguntas surgieron de pronto en su imaginación, y las dudas le asaltaron de nuevo. ¿Él un asesino? ¡Imposible!

Pero ¿qué me pasa? ¿Dónde estoy? exclamó profundamente sorprendida y como si le costara gran trabajo volver a la realidad. Pero ¿cómo es posible que un hombre como usted cometiera…? Además, ¿por qué?

Para robar, Sonia respondió Raskolnikof con cierto malestar.

Sonia se quedó estupefacta. De pronto, un grito escapó de sus labios.

¡Estabas hambriento! ¡Querías ayudar a tu madre! ¿Verdad?

No, Sonia, no balbuceó el joven, bajando y volviendo la cabeza. No estaba hambriento hasta ese extremo… Ciertamente, quería ayudar a mi madre, pero no fue eso todo… No me atormentes, Sonia.

Sonia se oprimía una mano con la otra.

Pero ¿es posible que todo esto sea real? ¡Y qué realidad, Dios mío! ¿Quién podría creerlo? ¿Cómo se explica que usted se quede sin nada por socorrer a otros habiendo matado por robar…?

De pronto le asaltó una duda.

¿Acaso ese dinero que dio usted a Catalina Ivanovna…, ese dinero, Señor, era…?

No, Sonia le interrumpió Raskolnikof, ese dinero no procedía de allí. Tranquilízate. Me lo había enviado mi madre por medio de un agente de negocios y lo recibí durante mi enfermedad, el día mismo en que lo di… Rasumikhine es testigo, pues firmó el recibo en mi nombre… Ese dinero era mío y muy mío.

Sonia escuchaba con un gesto de perplejidad y haciendo grandes esfuerzos por comprender.

En cuanto al dinero de la vieja, ni siquiera sé si tenía dinero dijo en voz baja, vacilando. Desaté de su cuello una bolsita de pelo de camello, que estaba llena, pero no miré lo que contenía… Sin duda no tuve tiempo… Los objetos: gemelos, cadenas, etc., los escondí, así como la bolsa, debajo de una piedra en un gran patio que da a la avenida V. Todo está allí todavía.

Sonia le escuchaba ávidamente.

Pero ¿por qué, si mató usted para robar, según dice…, por qué no cogió nada? dijo la joven vivamente, aferrándose a una última esperanza.

No lo sé. Todavía no he decidido si cogeré ese dinero o no dijo Raskolnikof en el mismo tono vacilante. Después, como si volviera a la realidad, sonrió y siguió diciendo: ¡Qué estúpido soy! ¡Contar estas cosas!

Entonces un pensamiento atravesó como un rayo la mente de Sonia. «¿Estará loco?» Pero desechó esta idea en seguida. «No, no lo está.» Realmente, no comprendía nada.

Él exclamó, como en un destello de lucidez:

Oye, Sonia, oye lo que voy a decirte.

Y continuó, subrayando las palabras y mirándola fijamente, con una expresión extraña pero sincera:

Si el hambre fuese lo único que me hubiera impulsado a cometer el crimen, me sentiría feliz, sí, feliz. Pero ¿qué adelantarías exclamó en seguida, en un arranque de desesperación, qué adelantarías si yo te confesara que he obrado mal? ¿Para qué te serviría este inútil triunfo sobre mí? ¡Ah, Sonia! ¿Para esto he venido a tu casa?

Sonia quiso decir algo, pero no pudo.

Si te pedí ayer que me siguieras es porque no tengo a nadie más que a ti.

¿Seguirte…? ¿Para qué? preguntó la muchacha tímidamente.

No para robar ni matar, tranquilízate respondió él con una sonrisa cáustica. Somos distintos, Sonia. Sin embargo… Oye, Sonia, hace un momento que me he dado cuenta de lo que yo pretendía al pedirte que me siguieras. Ayer te hice la petición instintivamente, sin comprender la causa. Sólo una cosa deseo de ti, y por eso he venido a verte… ¡No me abandones! ¿Verdad que no me abandonarás?

Ella le cogió la mano, se la oprimió…

Un segundo después, Raskolnikof la miró con un dolor infinito y lanzó un grito de desesperación.

¿Por qué te habré dicho todo esto? ¿Por qué te habré hecho esta confesión…? Esperas mis explicaciones, Sonia, bien lo veo; esperas que te lo cuente todo… Pero ¿qué puedo decirte? No comprenderías nada de lo que te dijera y sólo conseguiría que sufrieras por mí todavía más… Lloras, vuelves a abrazarme. Pero dime: ¿por qué? ¿Porque no he tenido valor para llevar yo solo mi cruz y he venido a descargarme en ti, pidiéndote que sufras conmigo, ya que esto me servirá de consuelo? ¿Cómo puedes amar a un hombre tan cobarde?

¿Acaso no sufres tú también? exclamó Sonia.

Otra vez se apoderó del joven un sentimiento de ternura.

Sonia, yo soy un hombre de mal corazón. Tenlo en cuenta, pues esto explica muchas cosas. Precisamente porque soy malo he venido en tu busca. Otros no lo habrían hecho, pero yo… yo soy un miserable y un cobarde. En fin, no es esto lo que ahora importa. Tengo que hablarte de ciertas cosas y no me siento con fuerzas para empezar.

Se detuvo y quedó pensativo.

Desde luego, no nos parecemos en nada; somos muy diferentes… ¿Por qué habré venido? Nunca me lo perdonaré.

No, no; has hecho bien en venir exclamó Sonia. Es mejor que yo lo sepa todo, mucho mejor.

Raskolnikof la miró amargamente.

Bueno, al fin y al cabo, ¡qué importa! exclamó, decidido a hablar. He aquí cómo ocurrieron las cosas. Yo quería ser un Napoleón: por eso maté. ¿Comprendes?

No murmuró Sonia, ingenua y tímidamente. Pero no importa: habla, habla. Y añadió, suplicante: Haré un esfuerzo y comprenderé, lo comprenderé todo.

¿Lo comprenderás? ¿Estás segura? Bien, ya veremos.

Hizo una larga pausa para ordenar sus ideas.

He aquí el asunto. Un día me planteé la cuestión siguiente: « ¿Qué habría ocurrido si Napoleón se hubiese encontrado en mi lugar y no hubiera tenido, para tomar impulso en el principio de su carrera, ni Tolón, ni Egipto, ni el paso de los Alpes por el Mont Blanc, sino que, en vez de todas estas brillantes hazañas, sólo hubiera dispuesto de una detestable y vieja usurera, a la que tendría que matar para robarle el dinero…, en provecho de su carrera, entiéndase? ¿Se habría decidido a matarla no teniendo otra alternativa? ¿No se habría detenido al considerar lo poco que este acto tenía de heroico y lo mucho que ofrecía de criminal…?» Te confieso que estuve mucho tiempo torturándome el cerebro con estas preguntas, y me sentí avergonzado cuando comprendí repentinamente que no sólo no se habría detenido, sino que ni siquiera le habría pasado por el pensamiento la idea de que esta acción pudiera ser poco heroica. Ni siquiera habría comprendido que se pudiera vacilar. Por poco que hubiera sido su convencimiento de que ésta era para él la única salida, habría matado sin el menor escrúpulo. ¿Por qué había de tenerlo yo? Y maté, siguiendo su ejemplo… He aquí exactamente lo que sucedió. Te parece esto irrisorio, ¿verdad? Sí, te lo parece. Y lo más irrisorio es que las cosas ocurrieron exactamente así.

Pero Sonia no sentía el menor deseo de reír.

Preferiría que me hablara con toda claridad y sin poner ejemplos dijo con voz más tímida aún y apenas perceptible.

Raskolnikof se volvió hacia ella, la miró tristemente y la cogió de la mano.

Tienes razón otra vez, Sonia. Todo lo que te he dicho es absurdo, pura charlatanería… La verdad es que, como sabes, mi madre está falta de recursos y que mi hermana, que por fortuna es una mujer instruida, se ha visto obligada a ir de un sitio a otro como institutriz. Todas sus esperanzas estaban concentradas en mí. Yo estudiaba, pero, por falta de medios, hube de abandonar la universidad. Aun suponiendo que hubiera podido seguir estudiando, en el mejor de los casos habría podido obtener dentro de diez o doce años un puesto como profesor de instituto o una plaza de funcionario con un sueldo anual de mil rublos parecía estar recitando una lección aprendida de memoria, pero entonces las inquietudes y las privaciones habrían acabado ya con la salud de mi madre. Para mi hermana, las cosas habrían podido ir todavía peor… ¿Y para qué verse privado de todo, dejar a la propia madre en la necesidad, presenciar el deshonor de una hermana? ¿Para qué todo esto? ¿Para enterrar a los míos y fundar una nueva familia destinada igualmente a perecer de hambre…? En fin, todo esto me decidió a apoderarme del dinero de la vieja para poder seguir adelante, para terminar mis estudios sin estar a expensas de mi madre. En una palabra, decidí emplear un método radical para empezar una nueva vida y ser independiente… Esto es todo. Naturalmente, hice mal en matar a la vieja…, ¡pero basta ya!

Al llegar al fin de su discurso bajó la cabeza: estaba agotado.

¡No, no! exclamó Sonia, angustiada. ¡No es eso! ¡No es posible! Tiene que haber algo más.

Creas lo que creas, te he dicho la verdad.

¡Pero qué verdad, Dios mío!

Al fin y al cabo, Sonia, yo no he dado muerte más que a un vil y malvado gusano.

Ese gusano era una criatura humana.

Cierto, ya sé que no era gusano dijo Raskolnikof, mirando a Sonia con una expresión extraña. Además, lo que acabo de decir no es de sentido común. Tienes razón: son motivos muy diferentes los que me impulsaron a hacer lo que hice… Hace mucho tiempo que no había dirigido la palabra a nadie, Sonia, y por eso sin duda tengo ahora un tremendo dolor de cabeza.

Sus ojos tenían un brillo febril. Empezaba a desvariar nuevamente, y una sonrisa inquieta asomaba a sus labios. Bajo su animación ficticia se percibía una extenuación espantosa. Sonia comprendió hasta qué extremo sufría Raskolnikof. También ella sentía que una especie de vértigo la iba dominando… ¡Qué modo tan extraño de hablar! Sus palabras eran claras y precisas, pero…, pero ¿era aquello posible? ¡Señor, Señor…! Y se retorcía las manos, desesperada.

No, Sonia, no es eso dijo, levantando de súbito la cabeza, como si sus ideas hubiesen tomado un nuevo giro que le impresionaba y le reanimaba. No, no es eso. Lo que sucede…, sí, esto es…, lo que sucede es que soy orgulloso, envidioso, perverso, vil, rencoroso y…, para decirlo todo ya que he comenzado…, propenso a la locura. Acabo de decirte que tuve que dejar la universidad. Pues bien, a decir verdad, podía haber seguido en ella. Mi madre me habría enviado el dinero de las matrículas y yo habría podido ganar lo necesario para comer y vestirme. Sí, lo habría podido ganar. Habría dado lecciones. Me las ofrecían a cincuenta kopeks. Así lo hace Rasumikhine. Pero yo estaba exasperado y no acepté. Sí, exasperado: ésta es la palabra. Me encerré en mi agujero como la araña en su rincón. Ya conoces mi tabuco, porque estuviste en él. Ya sabes, Sonia, que el alma y el pensamiento se ahogan en las habitaciones bajas y estrechas. ¡Cómo detestaba aquel cuartucho! Sin embargo, no quería salir de él. Pasaba días enteros sin moverme, sin querer trabajar. Ni siquiera me preocupaba la comida. Estaba siempre acostado. Cuando Nastasia me traía algo, comía. De lo contrario, no me alimentaba. No pedía nada. Por las noches no tenía luz, y prefería permanecer en la oscuridad a ganar lo necesario para comprarme una bujía.

»En vez de trabajar, vendí mis libros. Todavía hay un dedo de polvo en mi mesa, sobre mis cuadernos y mis papeles. Prefería pensar tendido en mi diván. Pensar siempre… Mis pensamientos eran muchos y muy extraños… Entonces empecé a imaginar… No, no fue así. Tampoco ahora cuento las cosas como fueron… Entonces yo me preguntaba continuamente: "Ya que ves la estupidez de los demás, ¿por qué no buscas el modo de mostrarte más inteligente que ellos?" Más adelante, Sonia, comprendí que esperar a que todo el mundo fuera inteligente suponía una gran pérdida de tiempo. Y después me convencí de que este momento no llegaría nunca, que los hombres no podían cambiar, que no estaba en manos de nadie hacerlos de otro modo. Intentarlo habría sido perder el tiempo. Sí, todo esto es verdad. Es la ley humana. La ley, Sonia, y nada más. Y ahora sé que quien es dueño de su voluntad y posee una inteligencia poderosa consigue fácilmente imponerse a los demás hombres; que el más osado es el que más razón tiene a los ojos ajenos; que quien desafía a los hombres y los desprecia conquista su respeto y llega a ser su legislador. Esto es lo que siempre se ha visto y lo que siempre se verá. Hay que estar ciego para no advertirlo.

Raskolnikof, aunque miraba a Sonia al pronunciar estas palabras, no se preocupaba por saber si ella le comprendía. La fiebre volvía a dominarle y era presa de una sombría exaltación (en verdad, hacía mucho tiempo que no había conversado con ningún ser humano). Sonia comprendió que aquella trágica doctrina constituía su ley y su fe.

Entonces me convencí, Sonia continuó el joven con ardor, de que sólo posee el poder aquel que se inclina para recogerlo. Está al alcance de todos y basta atreverse a tomarlo. Entonces tuve una idea que nadie, ¡nadie!, había tenido jamás. Vi con claridad meridiana que era extraño que nadie hasta entonces, viendo los mil absurdos de la vida, se hubiera atrevido a sacudir el edificio en sus cimientos para destruirlo todo, para enviarlo todo al diablo… Entonces yo me atreví y maté… Yo sólo quería llevar a cabo un acto de audacia, Sonia. No quería otra cosa: eso fue exclusivamente lo que me impulsó.

¡Calle, calle! exclamó Sonia fuera de sí. Usted se ha apartado de Dios, y Dios le ha castigado, lo ha entregado al demonio.

Así, Sonia, ¿tú crees que cuando todas estas ideas acudían a mí en la oscuridad de mi habitación era que el diablo me tentaba?

¡Calle, ateo! No se burle… ¡Señor, Señor! No comprende nada…

Óyeme, Sonia; no me burlo. Estoy seguro de que el demonio me arrastró. Óyeme, óyeme repitió con sombría obstinación. Sé todo, absolutamente todo lo que tú puedas decirme. He pensado en todo eso y me lo he repetido mil veces cuando estaba echado en las tinieblas… ¡Qué luchas interiores he librado! Si supieras hasta qué punto me enojaban estas inútiles discusiones conmigo mismo. Mi deseo era olvidarlo todo y empezar una nueva vida. Pero especialmente anhelaba poner fin a mis soliloquios… No creas que fui a poner en práctica mis planes inconscientemente. No, lo hice todo tras maduras reflexiones, y eso fue lo que me perdió. Créeme que yo no sabía que el hecho de interrogarme a mí mismo acerca de mi derecho al poder demostraba que tal derecho no existía, puesto que lo ponía en duda. Y que preguntarme si el hombre era un gusano demostraba que no lo era para mí. Estas cosas sólo son aceptadas por el hombre que no se plantea tales preguntas y sigue su camino derechamente y sin vacilar. El solo hecho de que me preguntara: «¿Habría matado Napoleón a la vieja?» demostraba que yo no era un Napoleón… Sobrellevé hasta el final el sufrimiento ocasionado por estos desatinos y después traté de expulsarlos. Yo maté no por cuestiones de conciencia, sino por un impulso que sólo a mí me atañía. No quiero engañarme a mí mismo sobre este punto. Yo no maté por acudir en socorro de mi madre ni con la intención de dedicar al bien de la humanidad el poder y el dinero que obtuviera; no, no, yo sólo maté por mi interés personal, por mí mismo, y en aquel momento me importaba muy poco saber si sería un bienhechor de la humanidad o un vampiro de la sociedad, una especie de araña que caza seres vivientes con su tela. Todo me era indiferente. Desde luego, no fue la idea del dinero la que me impulsó a matar. Más que el dinero necesitaba otra cosa… Ahora lo sé… Compréndeme… Si tuviera que volver a hacerlo, tal vez no lo haría… Era otra la cuestión que me preocupaba y me impulsaba a obrar. Yo necesitaba saber, y cuanto antes, si era un gusano como los demás o un hombre, si era capaz de franquear todos los obstáculos, si osaba inclinarme para asir el poder, si era una criatura temerosa o si procedía como el que ejerce un derecho.

¿Derecho a matar? exclamó la joven, atónita.

¡Calla, Sonia! exclamó Rodia, irritado. A sus labios acudió una objeción, pero se limitó a decir: No me interrumpas. Yo sólo quería decirte que el diablo me impulsó a hacer aquello y luego me hizo comprender que no tenía derecho a hacerlo, puesto que era un gusano como los demás. El diablo se burló de mí. Si estoy en tu casa es porque soy un gusano; de lo contrario, no te habría hecho esta visita… Has de saber que cuando fui a casa de la vieja, yo solamente deseaba hacer un experimento.

Usted mató.

Pero ¿cómo? No se asesina como yo lo hice. El que comete un crimen procede de modo muy distinto… Algún día lo contaré todo detalladamente… ¿Fue a la vieja a quien maté? No, me asesiné a mí mismo, no a ella, y me perdí para siempre… Fue el diablo el que mató a la vieja y no yo.

Y de pronto exclamó con voz desgarradora:

¡Basta, Sonia, basta! ¡Déjame, déjame!

Raskolnikof apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre sus manos, rígidas como tenazas.

¡Qué modo de sufrir! gimió Sonia.

Bueno, ¿qué debo hacer? Habla dijo el joven, levantando la cabeza y mostrando su rostro horriblemente descompuesto.

¿Qué debes hacer? exclamó la muchacha.

Se arrojó sobre él. Sus ojos, hasta aquel momento bañados en lágrimas, centellaron de pronto.

¡Levántate!

Le había puesto la mano en el hombro. Él se levantó y la miró, estupefacto.

Ve inmediatamente a la próxima esquina, arrodíllate y besa la tierra que has mancillado. Después inclínate a derecha e izquierda, ante cada persona que pase, y di en voz alta: « ¡He matado! » Entonces Dios te devolverá la vida.

Temblando de pies a cabeza, le asió las manos convulsivamente y le miró con ojos de loca.

¿Irás, irás? le preguntó.

Raskolnikof estaba tan abatido, que tanta exaltación le sorprendió.

¿Quieres que vaya a presidio, Sonia? preguntó con acento sombrío. ¿Pretendes que vaya a presentarme a la justicia?

Debes aceptar el sufrimiento, la expiación, que es el único medio de borrar tu crimen.

No, no iré a presentarme a la justicia, Sonia.

¿Y tu vida qué? exclamó la joven. ¿Cómo vivirás? ¿Podrás vivir desde ahora? ¿Te atreverás a dirigir la palabra a tu madre…? ¿Qué será de ellas…? Pero ¿qué digo? Ya has abandonado a tu madre y a tu hermana. Bien sabes que las has abandonado… ¡Señor…! Él ya ha comprendido lo que esto significa… ¿Se puede vivir lejos de todos los seres humanos? ¿Qué va a ser de ti?

No seas niña, Sonia respondió dulcemente Raskolnikof. ¿Quién es esa gente para juzgar mi crimen? ¿Qué podría decirles? Su autoridad es pura ilusión. Dan muerte a miles de hombres y ven en ello un mérito. Son unos bribones y unos cobardes, Sonia… No iré. ¿Qué quieres que les diga? ¿Que he escondido el dinero debajo de una piedra por no atreverme a quedármelo? Y añadió, sonriendo amargamente: Se burlarían de mí. Dirían que soy un imbécil al no haber sabido aprovecharme. Un imbécil y un cobarde. No comprenderían nada, Sonia, absolutamente nada. Son incapaces de comprender. ¿Para qué ir? No, no iré. No seas niña, Sonia.

Tu vida será un martirio dijo la joven, tendiendo hada él los brazos en una súplica desesperada.

Tal vez me haya calumniado a mí mismo dijo, absorto y con acento sombrío. Acaso soy un hombre todavía, no un gusano, y me he precipitado al condenarme. Voy a intentar seguir luchando.

Y sonrió con arrogancia.

¡Pero llevar esa carga de sufrimiento toda la vida, toda la vida…!

Ya me acostumbraré dijo Raskolnikof, todavía triste y pensativo.

Pero un momento después exclamó:

¡Bueno, basta de lamentaciones! Hay que hablar de cosas más importantes. He venido a decirte que me siguen la pista de cerca.

¡Oh! exclamó Sonia, aterrada.

Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué gritas? Quieres que vaya a presidio, y ahora te asustas. ¿De qué? Pero escucha: no me dejaré atrapar fácilmente. Les daré trabajo. No tienen pruebas. Ayer estuve verdaderamente en peligro y me creí perdido, pero hoy el asunto parece haberse arreglado. Todas las pruebas que tienen son armas de dos filos, de modo que los cargos que me hagan no puedo presentarlos de forma que me favorezcan, ¿comprendes? Ahora ya tengo experiencia. Sin embargo, no podré evitar que me detengan. De no ser por una circunstancia imprevista, ya estaría encerrado. Pero aunque me encarcelen, habrán de dejarme en libertad, pues ni tienen pruebas ni las tendrán, te doy mi palabra, y por simples sospechas no se puede condenar a un hombre… Anda, siéntate… Sólo te he dicho esto para que estés prevenida… En cuanto a mi madre y a mi hermana, ya arreglaré las cosas de modo que no se inquieten ni sospechen la verdad… Por otra parte, creo que mi hermana está ahora al abrigo de la necesidad y, por lo tanto, también mi madre… Esto es todo. Cuento con tu prudencia. ¿Vendrás a verme cuando esté detenido?

¡Sí, sí!

Allí estaban los dos, tristes y abatidos, como náufragos arrojados por el temporal a una costa desolada. Raskolnikof miraba a Sonia y comprendía lo mucho que lo amaba. Pero cosa extraña esta gran ternura produjo de pronto al joven una impresión penosa y amarga. Una sensación extraña y horrible. Había ido a aquella casa diciéndose que Sonia era su único refugio y su única esperanza. Había ido con el propósito de depositar en ella una parte de su terrible carga, y ahora que Sonia le había entregado su corazón se sentía infinitamente más desgraciado que antes.

Sonia le dijo, será mejor que no vengas a verme cuando esté encarcelado.

Ella no contestó. Lloraba. Transcurrieron varios minutos.

De pronto, como obedeciendo a una idea repentina, Sonia preguntó:

¿Llevas alguna cruz?

Él la miró sin comprender la pregunta.

No, no tienes ninguna, ¿verdad? Toma, quédate ésta, que es de madera de ciprés. Yo tengo otra de cobre que fue de Lisbeth. Hicimos un cambio: ella me dio esta cruz y yo le regalé una imagen. Yo llevaré ahora la de Lisbeth y tú la mía. Tómala suplicó. Es una cruz, mi cruz… Desde ahora sufriremos juntos, y juntos llevaremos nuestra cruz.

Bien, dame dijo Raskolnikof.

Quería complacerla, pero de pronto, sin poderlo remediar, retiró la mano que había tendido.

Más adelante, Sonia. Será mejor.

Sí, será mejor dijo ella, exaltada. Te la pondrás cuando empiece tu expiación. Entonces vendrás a mí y la colgaré en tu cuello. Rezaremos juntos y después nos pondremos en marcha.

En este momento sonaron tres golpes en la puerta.

¿Se puede pasar, Sonia Simonovna? preguntó cortésmente una voz conocida.

Sonia corrió hacia la puerta, llena de inquietud. La abrió y la rubia cabeza de Lebeziatnikof apareció junto al marco.

Lebeziatnikof daba muestras de una turbación extrema. Vengo por usted, Sonia Simonovna. Perdone… No esperaba encontrarlo aquí dijo de pronto, dirigiéndose a Raskolnikof. No es que vea nada malo en ello, entiéndame; es, sencillamente, que no lo esperaba.

Se volvió de nuevo hacia Sonia y exclamó:

Catalina Ivanovna ha perdido el juicio.

Sonia lanzó un grito.

Por lo menos dijo Lebeziatnikof lo parece. Claro que… Pero es el caso que no sabemos qué hacer… Les contaré lo ocurrido. Después de marcharse ha vuelto. A mí me parece que le han pegado… Ha ido en busca del jefe de su marido y no lo ha encontrado: estaba comiendo en casa de otro general. Entonces ha ido al domicilio de ese general y ha exigido ver al jefe de su esposo, que estaba todavía a la mesa. Ya pueden ustedes figurarse lo que ha ocurrido. Naturalmente, la han echado, pero ella, según dice, ha insultado al general e incluso le ha arrojado un objeto a la cabeza. Esto es muy posible. Lo que no comprendo es que no la hayan detenido. Ahora está describiendo la escena a todo el mundo, incluso a Amalia Ivanovna, pero nadie la entiende, tanto grita y se debate… Dice que ya que todos la abandonan, cogerá a los niños y se irá con ellos a la calle a tocar el órgano y pedir limosna, mientras sus hijos cantan y bailan. Y que irá todos los días a pedir ante la casa del general, a fin de que éste vea a los niños de una familia de la nobleza, a los hijos de un funcionario, mendigando por las calles. Les pega y ellos lloran. Enseña a Lena a cantar aires populares y a los otros dos a bailar. Destroza sus ropas y les confecciona gorros de saltimbanqui. Como no tiene ningún instrumento de música, está dispuesta a llevarse una cubeta para golpearla a manera de tambor. No quiere escuchar a nadie. Ustedes no se pueden imaginar lo que es aquello.

Lebeziatnikof habría seguido hablando de cosas parecidas y en el mismo tono si Sonia, que le escuchaba anhelante, no hubiera cogido de pronto su sombrero y su chal y echado a correr. Raskolnikof y Lebeziatnikof salieron tras ella.

No cabe duda de que se ha vuelto loca dijo Andrés Simonovitch a Raskolnikof cuando estuvieron en la calle. Si no lo he asegurado ha sido tan sólo para no inquietar demasiado a Sonia Simonovna. Desde luego, su locura es evidente. Dicen que a los tísicos se les forman tubérculos en el cerebro. Lamento no saber medicina. Yo he intentado explicar el asunto a la enfermera, pero ella no ha querido escucharme.

¿Le ha hablado usted de tubérculos?

No, no; si le hubiera hablado de tubérculos, ella no me habría comprendido. Lo que quiero decir es que, si uno consigue convencer a otro, por medio de la lógica, de que no tiene motivos para llorar, no llorará. Esto es indudable. ¿Acaso usted no opina así?

Yo creo que si tuviera usted razón, la vida sería demasiado fácil.

Permítame. Desde luego, Catalina Ivanovna no comprendería fácilmente lo que le voy a decir. Pero usted… ¿No sabe que en Paris se han realizado serios experimentos sobre el sistema de curar a los locos sólo por medio de la lógica? Un doctor francés, un gran sabio que ha muerto hace poco, afirmaba que esto es posible. Su idea fundamental era que la locura no implica lesiones orgánicas importantes, que sólo es, por decirlo así, un error de lógica, una falta de juicio, un punto de vista equivocado de las cosas. Contradecía progresivamente a sus enfermos, refutaba sus opiniones, y obtuvo excelentes resultados. Pero como al mismo tiempo utilizaba las duchas, no ha quedado plenamente demostrada la eficacia de su método… Por lo menos, esto es lo que opino yo.

Pero Raskolnikof ya no le escuchaba. Al ver que habían Llegado frente a su casa, saludó a Lebeziatnikof con un movimiento de cabeza y cruzó el portal. Andrés Simonovitch se repuso en seguida de su sorpresa y, tras dirigir una mirada a su alrededor, prosiguió su camino.

Raskolnikof entró en su buhardilla, se detuvo en medio de la habitación y se preguntó:

¿Para qué habré venido?

Y su mirada recorría las paredes, cuyo amarillento papel colgaba aquí y allá en jirones…, y el polvo…, y el diván…

Del patio subía un ruido seco, incesante: golpes de martillo sobre clavos. Se acercó a la ventana, se puso de puntillas y estuvo un rato mirando con gran atención… El patio estaba desierto; Raskolnikof no vio a nadie. En el ala izquierda había varias ventanas abiertas, algunas adornadas con macetas, de las que brotaban escuálidos geranios. En la parte exterior se veían cuerdas con ropa tendida… Era un cuadro que estaba harto de ver. Dejó la ventana y fue a sentarse en el diván. Nunca se había sentido tan solo.

Experimentó de nuevo un sentimiento de odio hacia Sonia. Sí, la odiaba después de haberla atraído a su infortunio. ¿Por qué habría ido a hacerla llorar? ¿Qué necesidad tenía de envenenar su vida? ¡Qué cobarde había sido!

Permaneceré solo se dijo de pronto, en tono resuelto, y ella no vendrá a verme a la cárcel.

Cinco minutos después levantó la cabeza y sonrió extrañamente. Acababa de pasar por su cerebro una idea verdaderamente singular. «Acaso sea verdad que estaría mejor en presidio.»

Nunca sabría cuánto duró aquel desfile de ideas vagas.

De pronto se abrió la puerta y apareció Avdotia Romanovna. La joven se detuvo en el umbral y estuvo un momento observándole, exactamente igual que había hecho él al llegar a la habitación de Sonia. Después Dunia entró en el aposento y fue a sentarse en una silla frente a él, en el sitio mismo en que se había sentado el día anterior. Raskolnikof la miró en silencio, con aire distraído.

No te enfades, Rodia dijo Dunia. Estaré aquí sólo un momento.

La joven estaba pensativa, pero su semblante no era severo. En su clara mirada había un resplandor de dulzura. Raskolnikof comprendió que era su amor a él lo que había impulsado a su hermana a hacerle aquella visita.

Oye, Rodia: lo sé todo…, ¡todo! Me lo ha contado Dmitri Prokofitch. Me ha explicado hasta el más mínimo detalle. Te persiguen y te atormentan con las más viles y absurdas suposiciones. Dmitri Prokofitch me ha dicho que no corres peligro alguno y que no deberías preocuparte como te preocupas. En esto no estoy de acuerdo con él: comprendo tu indignación y no me extrañaría que dejara en ti huellas imborrables. Esto es lo que me inquieta. No te puedo reprochar que nos hayas abandonado, y ni siquiera juzgaré tu conducta. Perdóname si lo hice. Estoy segura de que también yo, si hubiera tenido una desgracia como la tuya, me habría alejado de todo el mundo. No contaré nada de todo esto a nuestra madre, pero le hablaré continuamente de ti y le diré que tú me has prometido ir muy pronto a verla. No te inquietes por ella: yo la tranquilizaré. Pero tú ten piedad de ella: no olvides que es tu madre. Sólo he venido a decirte y Dunia se levantó que si me necesitases para algo, aunque tu necesidad supusiera el sacrificio de mi vida, no dejes de llamarme. Vendría inmediatamente. Adiós.

Se volvió y se dirigió a la puerta resueltamente.

.¡Dunia! la llamó su hermano, levantándose también y yendo hacia ella. Ya habrás visto que Rasumikhine es un hombre excelente.

Un leve tabor apareció en las mejillas de Dunia.

¿Por qué lo dices? preguntó, tras unos momentos de espera.

Es un hombre activo, trabajador, honrado y capaz de sentir un amor verdadero… Adiós, Dunia.

La joven había enrojecido vivamente. Después su semblante cobró una expresión de inquietud.

¿Es que nos dejas para siempre, Rodia? Me has hablado como quien hace testamento.

Adiós, Dunia.

Se apartó de ella y se fue a la ventana. Dunia esperó un momento, lo miró con un gesto de intranquilidad y se marchó llena de turbación.

Sin embargo, Rodia no sentía la indiferencia que parecía demostrar a su hermana. Durante un momento, al final de la conversación, incluso había deseado ardientemente estrecharla en sus brazos, decirle así adiós y contárselo todo. No obstante, ni siquiera se había atrevido a darle la mano.

«Más adelante, al recordar mis besos, podría estremecerse y decir que se los había robado.»

Y se preguntó un momento después:

«Además, ¿tendría la entereza de ánimo necesaria para soportar semejante confesión? No, no la soportaría; las mujeres como ella no son capaces de afrontar estas cosas.»

Sonia acudió a su pensamiento. Un airecillo fresco entraba por la ventana. Declinaba el día. Cogió su gorra y se marchó.

No se sentía con fuerzas para preocuparse por su salud, ni experimentaba el menor deseo de pensar en ella. Pero aquella angustia continua, aquellos terrores, forzosamente tenían que producir algún efecto en él, y si la fiebre no le había abatido ya era precisamente porque aquella tensión de ánimo, aquella inquietud continua, le sostenían y le infundían una falsa animación.

Erraba sin rumbo fijo. El sol se ponía. Desde hacía algún tiempo, Raskolnikof experimentaba una angustia completamente nueva, no aguda ni demasiado penosa, pero continua e invariable. Presentía largos y mortales años colmados de esta fría y espantosa ansiedad. Generalmente era al atardecer cuando tales sensaciones cobraban una intensidad obsesionante.

:Con estos estúpidos trastornos provocados por una puesta de sol se dijo malhumorado es imposible no cometer alguna tontería. Uno se siente capaz de ir a confesárselo todo no sólo a Sonia, sino a Dunia.»

Oyó que le llamaban y se volvió. Era Lebeziatnikof, que corría hacia él.

Vengo de su casa. He ido a buscarle. Esa mujer ha hecho lo que se proponía: se ha marchado de casa con los niños. A Sonia Simonovna y a mí nos ha costado gran trabajo encontrarla. Golpea con la mano una sartén y obliga a los niños a cantar. Los niños lloran. Catalina Ivanovna se va parando en las esquinas y ante las tiendas. Los sigue un grupo de imbéciles. Venga usted.

¿Y Sonia? preguntó, inquieto, Raskolnikof, mientras echaba a andar al lado de Lebeziatnikof a toda prisa.

Está completamente loca… Bueno, me refiero a Catalina Ivanovna, no a Sonia Simonovna. Ésta está trastornada, desde luego; pero Catalina Ivanovna está verdaderamente loca, ha perdido el juicio por completo. Terminarán por detenerla, y ya puede usted figurarse el efecto que esto le va a producir. Ahora está en el malecón del canal, cerca del puente de N., no lejos de casa de Sonia Simonovna, que está cerca de aquí.

En el malecón, cerca del puente y a dos pasos de casa de Sonia Simonovna, había una verdadera multitud, formada principalmente por chiquillos y rapazuelos. La voz ronca y desgarrada de Catalina Ivanovna llegaba hasta el puente. En verdad, el espectáculo era lo bastante extraño para atraer la atención de los transeúntes. Catalina Ivanovna, con su vieja bata y su chal de paño, cubierta la cabeza con un mísero sombrero de paja ladeado sobre una oreja, parecía presa de su verdadero acceso de locura. Estaba rendida y jadeante. Su pobre cara de tísica nunca había tenido un aspecto tan lamentable (por otra parte, los enfermos del pecho tienen siempre peor cara en la calle, en pleno día, que en su casa). Pero, a pesar de su debilidad, Catalina Ivanovna parecía dominada por una excitación que iba en continuo aumento. Se arrojaba sobre los niños, los reñía, les enseñaba delante de todo el mundo a bailar y cantar, y luego, furiosa al ver que las pobres criaturas no sabían hacer lo que ella les decía, empezaba a azotarlos.

A veces interrumpía sus ejercicios para dirigirse al público. Y cuando veía entre la multitud de curiosos alguna persona medianamente vestida, le decía que mirase a qué extremo habían llegado los hijos de una familia noble y casi aristocrática. Si oía risas o palabras burlonas, se encaraba en el acto con los insolentes y los ponía de vuelta y media. Algunos se reían, otros sacudían la cabeza, compasivos, y todos miraban con curiosidad a aquella loca rodeada de niños aterrados.

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