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Crimen y castigo por Fedor Dostoiewski (página 15)



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Desde hacía algunos días, otra idea turbaba a Raskolnikof, a pesar de sus esfuerzos por rechazarla para evitar el profundo sufrimiento que le producía. Pensaba que Svidrigailof siempre había girado, y seguía girando, alrededor de él. Además, aquel hombre había descubierto su secreto. Y, finalmente, había abrigado ciertas intenciones acerca de Dunia. Tal vez seguía alimentándolas. Y sin «tal vez»: era seguro. Ahora que conocía su secreto, bien podría utilizarlo como un arma contra Dunia.

Esta suposición le había quitado el sueño, pero nunca había aparecido en su mente con tanta nitidez como en aquellos momentos en que se dirigía a casa de Svidrigailof. Y le bastaba pensar en ello para ponerse furioso. Sin duda, todo iba a cambiar, incluso su propia situación. Debía confiar su secreto a Dunetchka y luego entregarse a la justicia para evitar que su hermana cometiese alguna imprudencia. ¿Y qué pensar de la carta que aquella mañana había recibido Dunia? ¿De quién podía recibir su hermana una carta en Petersburgo? ¿De Lujine? Rasumikhine era un buen guardián, pero no sabía nada de esto. Y Raskolnikof se dijo, contrariado, que tal vez fuera necesario confiarse también a su amigo.

«Sea como fuere, tengo que ir a ver a Svidrigailof cuanto antes se dijo Afortunadamente, en este asunto los detalles tienen menos importancia que el fondo. Pero este hombre, si tiene la audacia de tramar algo contra Dunia, es capaz de… Y en este caso, yo…»

Raskolnikof estaba tan agotado por aquel mes de continuos sufrimientos, que no pudo encontrar más que una solución. «Y en este caso, yo lo mataré», se dijo, desesperado.

Un sentimiento angustioso le oprimía el corazón. Se detuvo en medio de la calle y paseó la mirada en torno de él. ¿Qué camino había tomado? Estaba en la avenida …, a treinta o cuarenta pasos de la plaza del Mercado, que acababa de atravesar. El segundo piso de la casa que había a su izquierda estaba ocupado por una taberna. Tenía abiertas todas las ventanas y, a juzgar por las personas que se veían junto a ellas, el establecimiento debía de estar abarrotado. De él salían cantos, acompañados de una música de clarinete, violín y tambor. Se oían también voces y gritos de mujer.

Raskolnikof se disponía a desandar lo andado, sorprendido de verse allí, cuando, de pronto, distinguió en una de las últimas ventanas a Svidrigailof, con la pipa en la boca y ante un vaso de té. El joven sintió una mezcla de asombro y horror. Svidrigailof le miró en silencio y cosa que sorprendió a Raskolnikof todavía más profundamente se levantó de pronto, como si pretendiera eclipsarse sin ser visto. Rodia fingió no verle, pero mientras parecía mirar a lo lejos distraído, le observaba con el rabillo del ojo. El corazón le latía aceleradamente. No se había equivocado: Svidrigailof deseaba pasar inadvertido. Se quitó la pipa de la boca y se dispuso a ocultarse, pero, al levantarse y apartar la silla, advirtió sin duda que Raskolnikof le espiaba. Se estaba repitiendo entre ellos la escena de su primera entrevista. Una sonrisa maligna se esbozó en los labios de Svidrigailof. Después la sonrisa se hizo más amplia y franca. Los dos se daban cuenta de que se vigilaban mutuamente. Al fin, Svidrigailof lanzó una carcajada. ¡Eh! le gritó. ¡Suba en vez de estar ahí parado!

Raskolnikof subió a la taberna. Halló a su hombre en un gabinete contiguo al salón donde una nutrida clientela pequeños burgueses, comerciantes, funcionarios bebía té y escuchaba a las cantantes en medio de una infernal algarabía. En una pieza vecina se jugaba al billar. Svidrigailof tenía ante sí una botella de champán empezada y un vaso medio lleno. Estaban con él un niño que tocaba un organillo portátil y una robusta muchacha de frescas mejillas que llevaba una falda listada y un sombrero tirolés adornado con cintas. Esta joven era una cantante. Debía de tener unos dieciocho años, y, a pesar de los cantos que llegaban de la sala, entonaba una cancioncilla trivial con una voz de contralto algo ronca, acompañada por el organillo.

¡Basta! dijo Svidrigailof a los artistas al ver entrar a Raskolnikof.

La muchacha dejó de cantar en el acto y esperó en actitud respetuosa. También respetuosa y gravemente acababa de cantar su vulgar cancioncilla.

¡Felipe, un vaso! pidió a voces Svidrigailof.

Yo no bebo vino dijo Raskolnikof.

Como usted guste. Pero no he pedido un vaso para usted. Bebe, Katia. Hoy ya no lo volveré a necesitar. Toma.

Le sirvió un gran vaso de vino y le entregó un pequeño billete amarillo.

La muchacha apuró el vaso de un solo trago, como hacen todas las mujeres, tomó el billete y besó la mano de Svidrigailof, que aceptó con toda seriedad esta demostración de respeto servil. Acto seguido, la joven se retiró acompañada del organillero. Svidrigailof los había encontrado a los dos en la calle. Aún no hacía una semana que estaba en Petersburgo y ya parecía un antiguo cliente de la casa. Felipe, el camarero, le servía como a un parroquiano distinguido. La puerta que daba al salón estaba cerrada, y Svidrigailof se desenvolvía en aquel establecimiento como en casa propia. Seguramente pasaba allí el día. Aquel local era un antro sucio, innoble, inferior a la categoría media de esta clase de establecimientos.

Iba a su casa dijo Raskolnikof, y, no sé por qué, he tomado la avenida … al dejar la plaza del Mercado. No paso nunca por aquí. Doblo siempre hacia la derecha al salir de la plaza. Además, éste no es el camino de su casa. Apenas he doblado hacia este lado, le he visto a usted. Es extraño, ¿verdad?

¿Por qué no dice usted, sencillamente, que esto es un milagro?

Porque tal vez no es más que un azar.

Aquí todo el mundo peca de lo mismo replicó Svidrigailof echándose a reír. Ni siquiera cuando se cree en un milagro hay nadie que se atreva a confesarlo. Incluso usted mismo ha dicho que se trata «tal vez» de un azar. ¡Qué poco valor tiene aquí la gente para mantener sus opiniones! No se lo puede usted imaginar, Rodion Romanovitch. No digo esto por usted, que tiene una opinión personal y la sostiene con toda franqueza. Por eso mismo me ha llamado la atención lo que ha dicho.

¿Por eso sólo?

Es más que suficiente.

Svidrigailof estaba visiblemente excitado, aunque no en extremo, pues sólo había bebido medio vaso de champán.

Me parece que cuando usted vino a mi casa observó Raskolnikof no sabía aún que yo tenía eso que usted llama una opinión personal.

Entonces nos preocupaban otras cosas. Cada cual tiene sus asuntos. En lo que concierne al milagro, debo decirle que parece haber pasado usted durmiendo estos días. Yo le di la dirección de esta casa. El hecho de que usted haya venido no tiene, pues, nada de extraordinario. Yo mismo le indiqué el camino que debía seguir y las horas en que podría encontrarme aquí. ¿No recuerda usted?

No; no lo había olvidado repuso Raskolnikof, profundamente sorprendido.

Lo creo. Se lo dije dos veces. La dirección se grabó en su cerebro sin que usted se diera cuenta, y ahora ha seguido este camino sin saber lo que hacía. Por lo demás, cuando le hablé de todo esto, yo no esperaba que usted se acordase. Usted no se cuida, Rodion Romanovitch… ¡Ah! Quiero decirle otra cosa. En Petersburgo hay mucha gente que va hablando sola por la calle. Uno se encuentra a cada paso con personas que están medio locas. Si tuviéramos verdaderos sabios, los médicos, los juristas y los filósofos podrían hacer aquí, cada uno en su especialidad, estudios sumamente interesantes. No hay ningún otro lugar donde el alma humana se vea sometida a influencias tan sombrías y extrañas. El mismo clima influye considerablemente. Por desgracia, Petersburgo es el centro administrativo de la nación y su influencia se extiende por todo el país. Pero no se trata precisamente de esto. Lo que quería decirle es que le he observado a usted varias veces en la calle. Usted sale de su casa con la cabeza en alto, y cuando ha dado unos veinte pasos la baja y se lleva las manos a la espalda. Basta mirarle para comprender que entonces usted no se da cuenta de nada de lo que ocurre en torno de su persona. Al fin empieza usted a mover los labios, es decir, a hablar solo. A veces dice cosas en voz alta, entre gestos y ademanes, o permanece un rato parado en medio de la calle sin motivo alguno. Piense que, así como le he visto yo, pueden verle otras personas, y esto sería un peligro para usted. En el fondo, poco me importa, pues no tengo la menor intención de curarle, pero ya me comprenderá…

¿Sabe usted que me persiguen? preguntó Raskolnikof dirigiéndole una mirada escrutadora.

No, no lo sabía repuso Svidrigailof con un gesto de asombro.

Entonces, déjeme en paz.

Bien: le dejaré en paz.

Pero dígame: si es verdad que usted me ha citado dos veces aquí y esperaba mi visita, ¿por qué, hace un momento, al verme levantar los ojos hacia la ventana, ha intentado ocultarse? Lo he visto perfectamente.

¡Je, je! ¿Y por qué usted el otro día, cuando entré en su habitación, se hizo el dormido, estando despierto y bien despierto?

Podía… Tener mis razones…, ya lo sabe usted.

Y yo las mías…, que usted no sabrá nunca.

Raskolnikof había apoyado el codo del brazo derecho en la mesa y, con el mentón sobre la mano, observaba atentamente a su interlocutor. El aspecto de aquel rostro le había causado siempre un asombro profundo. En verdad, era un rostro extraño. Tenía algo de máscara. La piel era blanca y sonrosada; los labios, de un rojo vivo; la barba, muy rubia; el cabello, también rubio y además espeso. Sus ojos eran de un azul nítido, y su mirada, pesada e inmóvil. Aunque bello y joven cosa sorprendente dada su edad, aquel rostro tenía un algo profundamente antipático. Svidrigailof llevaba un elegante traje de verano. Su camisa, finísima, era de una blancura irreprochable. Una gran sortija con una valiosa piedra brillaba en su dedo.

Ya que usted lo quiere, seguiremos hablando dijo Raskolnikof, entrando en liza repentinamente y con impaciencia febril. Por peligroso que sea usted y por poco que desee perjudicarme, no quiero andarme con rodeos ni con astucias. Le voy a demostrar ahora mismo que mi suerte me inspira menos temor del que cree usted. He venido a advertirle francamente que si usted abriga todavía contra mi hermana las intenciones que abrigó, y piensa utilizar para sus fines lo que ha sabido últimamente, le mataré sin darle tiempo a denunciarme para que me detengan. Puede usted creerme: mantendré mi palabra. Y ahora, si tiene algo que decirme (pues en estos últimos días me ha parecido que deseaba hablarme), dígalo pronto, pues no puedo perder más tiempo.

¿A qué vienen esas prisas? preguntó Svidrigailof, mirándole con una expresión de curiosidad.

Todos tenemos nuestras preocupaciones repuso Raskolnikof, sombrío e impaciente.

Acaba de invitarme usted a hablar con franqueza dijo Svidrigailof sonriendo, y a la primera pregunta que le dirijo me contesta con una evasiva. Usted cree que yo lo hago todo con una segunda intención y me mira con desconfianza. Es una actitud que se comprende, dada su situación; pero, por mucho que sea mi deseo de estar en buenas relaciones con usted, no me tomaré la molestia de engañarle. No vale la pena. Por otra parte, no tengo nada de particular que decirle.

Siendo así, ¿por qué ese empeño en verme? Pues usted está siempre dando vueltas a mi alrededor.

Usted es un hombre curioso y resulta interesante observarlo. Me seduce lo que su situación tiene de fantástica. Además, es usted hermano de una mujer que me interesó mucho. Y, en fin, tiempo atrás me habló tanto de usted esa mujer, que llegué a la conclusión de que ejercía usted una fuerte influencia sobre ella. Me parece que son motivos suficientes. ¡Je, je! Sin embargo, le confieso que su pregunta me parece tan compleja, que me es difícil responderle. Ahora mismo, si usted ha venido a verme, no ha sido por ningún asunto determinado, sino con la esperanza de que yo le diga algo nuevo. ¿No es así? Confiéselo le invitó Svidrigailof con una pérfida sonrisita. Bien, pues se da el caso de que también yo, cuando el tren me traía a Petersburgo, alimentaba la esperanza de conocer cosas nuevas por usted, de sonsacarle algo.

¿Qué me podía sonsacar?

Pues ni yo mismo lo sé… Ya ve usted en qué miserable taberna paso los días. Aquí estoy muy a gusto, y, aunque no lo estuviera, en alguna parte hay que pasar el tiempo… ¡Esa pobre Katia…! ¿La ha visto usted…? Si al menos fuera un glotón o un gastrónomo… Pero no: eso es todo lo que puedo comer y señalaba una mesita que había en un rincón, donde se veía un plato de hojalata con los restos de un mísero bistec. A propósito, ¿ha comido usted? Yo he dado un bocado sin apetito. Vino no bebo: sólo champán, y nunca más de un vaso en toda una noche, lo que es suficiente para que me duela la cabeza. Si hoy he pedido una botella es porque necesito animarme: tengo que verme con una persona para tratar de ciertos asuntos, y quiero aparecer vehemente y resuelto. Por lo tanto, usted me encuentra de un humor especial. Si hace un momento he intentado esconderme como un colegial ha sido por terror a que su visita me impidiera atender al asunto de que le he hablado. Sin embargo consultó su reloj, tenemos aún un buen rato para hablar, pues no son más que las cuatro y media… Créame que en ciertos momentos siento no ser nada, nada absolutamente: ni propietario, ni padre de familia, ni ulano, ni fotógrafo, ni periodista. A veces resulta enojoso no tener ninguna profesión. Le aseguro que esperaba oír de su boca algo nuevo.

Pero ¿quién es usted? ¿Y por qué ha venido a Petersburgo?

¿Que quién soy? Ya lo sabe usted: un gentilhombre que sirvió dos años en la caballería. Después estuve otros dos vagando por Petersburgo. Luego me casé con Marfa Petrovna y me fui a vivir al campo. Aquí time usted mi biografía.

Era usted jugador, ¿verdad?

Jugador de ventaja.

¿Hacía trampas?

Sí.

Alguien debió de abofetearle, ¿no?

Sí. ¿Por qué lo dice?

Porque entonces tuvo usted ocasión de batirse en duelo. Eso presta animación a la vida.

No le digo lo contrario…, pero no estoy preparado para discusiones filosóficas. Ahora le voy a hacer una confesión: he venido a Petersburgo por las mujeres.

¿Apenas enterrada Marfa Petrovna?

Pues sí. ¿Qué importa? respondió Svidrigailof sonriendo con una franqueza que desarmaba. ¿Se escandaliza de oírme hablar así de las mujeres?

¿CÓmo no escandalizarme su libertinaje?

¡Libertinaje, libertinaje…! Para responder a su primera pregunta, le hablaré de la mujer en general. Estoy dispuesto a charlar un rato. Dígame: ¿por qué he de huir de las mujeres siendo un gran amador? Esto es, al menos, una ocupación para mí.

Entonces, ¿usted sólo ha venido aquí para ir de jarana?

Admitamos que sea así. Sin duda, eso de la disipación le tiene obsesionado, pero le confieso que me gustan las preguntas directas. El libertinaje tiene, cuando menos, un carácter de continuidad fundado en la naturaleza y no depende de un capricho: es algo que arde en la sangre como un carbón siempre incandescente y que sólo se apaga con la edad, y aun así difícilmente, a fuerza de agua fría. Confiese que esto, en cierto modo, es una ocupación.

Pero ¿qué tiene de divertido para usted esa vida? Es una enfermedad, y de las malas.

Ya le veo venir. Admito que eso es una enfermedad como todas las inclinaciones exageradas, y en este caso uno rebasa siempre los límites de lo normal; pero tenga en cuenta que esto es cosa que cambia según los individuos. Desde luego, hay que reprimirse, aunque sólo sea por conveniencia; pero si yo no tuviera esta ocupación, acabaría por descerrajarme de un tiro en la cabeza. Bien sé que el hombre honrado tiene que aburrirse, pero aun así…

¿Sería usted capaz de dispararse un balazo en la cabeza?

¿A qué viene esa pregunta? exclamó Svidrigailof con un gesto de contrariedad. Le ruego que no hablemos de estas cosas se apresuró a añadir, dejando su tono de jactancia.

Incluso su semblante había cambiado.

No puedo remediarlo. Sé que esto es una debilidad vergonzosa pero temo a la muerte y no me gusta oír hablar de ella. ¿Sabe usted que soy un poco místico?

Ya sé lo que quiere usted decir… El espectro de Marfa Petrovna… Dígame: se le aparece todavía.

No me hable de eso exclamó, irritado. En Petersburgo no se me ha aparecido aún. ¡Que el diablo se lo lleve…! Hablemos de otra cosa… Además, no me sobra el tiempo. Aun sintiéndolo mucho, pronto tendremos que dejar nuestra charla… Pero aún tengo algo que decirle.

Le espera una mujer, ¿verdad?

Sí… Un caso extraordinario. Pura casualidad… Pero no es de esto de lo que quería hablarle.

¿No le inquieta la bajeza de esta conducta? ¿Es que no tiene usted fuerza de voluntad suficiente para detenerse?

Fuerza de voluntad… ¿Acaso la tiene usted? ¡Je, je, je! Me deja usted boquiabierto, Rodion Romanovitch, y eso que esperaba oírle decir algo parecido. ¡Que hable usted de disipación, de cuestiones morales! ¡Que haga usted el Schiller, el idealista! Desde luego, esos puntos de vista son muy naturales, y lo asombroso sería oír sustentar la opinión contraria, pero, teniendo en cuenta las circunstancias, la cosa resulta un poco rara… ¡Cuánto lamento que el tiempo me apremie! Me parece usted un hombre en extremo interesante. A propósito, ¿le gusta Schiller? A mí me encanta.

Es usted un fanfarrón repuso Raskolnikof con un gesto de repugnancia.

Le aseguro que no lo soy, pero, aun admitiendo que lo fuera, ¿haría con ello algún mal a alguien? He vivido siete años en el campo con Marfa Petrovna. Por eso, cuando me he encontrado con un hombre inteligente como usted…, inteligente y, además, interesante…, es natural que me sienta feliz de charlar con él. Además, me he bebido el champán que me quedaba en el vaso y se me ha subido a la cabeza. Sin embargo, lo que más me trastorna es cierto acontecimiento del que no quiero hablar… Pero ¿dónde va usted? preguntó, sorprendido.

Raskolnikof se había levantado. Se ahogaba, se sentía a disgusto en aquel ambiente y se arrepentía de haber entrado allí. Svidrigailof se le aparecía como el más despreciable malvado que pudiera haber en el mundo.

Espere, espere un momento. Pida un vaso de té. No se marche. Le aseguro que no hablaré de cosas absurdas, es decir, de mí. Tengo que decirle una cosa… ¿Quiere usted que le cuente cómo una mujer se propuso salvarme, como usted diría? Es una cuestión que le interesará, pues esta mujer es su hermana. ¿Se lo cuento? Así emplearemos el tiempo de que aún dispongo.

Hable, pero espero que…

No se inquiete. Avdotia Romanovna no puede inspirar, ni siquiera a un hombre tan corrompido como yo, sino el respeto más profundo.

Sin duda sabe usted…, sí, sí, lo sabe porque se lo conté yo mismo dijo Svidrigailof, iniciando su relato, que estuve en la cárcel por deudas, una deuda cuantiosa que me era absolutamente imposible pagar. No quiero entrar en detalles acerca de mi rescate por Marfa Petrovna. Ya sabe usted cómo puede trastornar el amor la cabeza a una mujer. Marfa Petrovna era una mujer honesta y bastante inteligente, aunque de una completa incultura. Esta mujer celosa y honesta, tras varias escenas llenas de violencia y reproches, cerró conmigo una especie de contrato que observó escrupulosamente durante todo el tiempo de nuestra vida conyugal. Ella era mayor que yo. Yo tuve la vileza, y también la lealtad, de decirle francamente que no podía comprometerme a guardarle una fidelidad absoluta. Estas palabras le enfurecieron, pero al mismo tiempo, mi ruda franqueza debió de gustarle. Sin duda pensó: «Esta confesión anticipada demuestra que no tiene el propósito de engañarme.» Lo cual era importantísimo para una mujer celosa.

»Tras una serie de escenas de lágrimas, llegamos al siguiente acuerdo verbal:

»Primero. Yo me comprometía a no abandonar jamás a Marfa Petrovna, o sea a permanecer siempre a su lado, como corresponde a un marido.

»Segundo. Yo no podía salir de sus tierras sin su autorización.

»Tercero. No tendría jamás una amante fija.

»Cuarto. En compensación, Marfa Petrovna me permitiría cortejar a las campesinas, pero siempre con su consentimiento secreto y teniéndola al corriente de mis aventuras.

»Quinto. Prohibición absoluta de amar a una mujer de nuestro nivel social.

»Y sexto. Si, por desgracia, me enamorase profunda y seriamente, me comprometía a enterar de ello a Marfa Petrovna.

»En lo concerniente a este último punto, he de advertirle que Marfa Petrovna estaba muy tranquila. Era lo bastante inteligente para saber que yo era un libertino incapaz de enamorarme en serio. Sin embargo, la inteligencia y los celos no son incompatibles, y esto fue lo malo… Por otra parte, si uno quiere juzgar a los hombres con imparcialidad, debe desechar ciertas ideas preconcebidas y de tipo único y olvidar los hábitos que adquirimos de las personas que nos rodean. En fin, confío en poder contar al menos con su juicio.

»Tal vez haya oído usted contar cosas cómicas y ridículas sobre Marfa Petrovna. En efecto, tenía ciertas costumbres extrañas, pero le confieso sinceramente que siento verdadero remordimiento por las penas que le he causado. En fin, creo que esto es una oración fúnebre suficiente del más tierno de los maridos a la más afectuosa de las mujeres. Durante nuestros disgustos, yo guardaba silencio casi siempre, y este acto de galantería no dejaba de producir efecto. Ella se calmaba y sabía apreciarlo. En algunos casos incluso se sentía orgullosa de mí. Pero no pudo soportar a su hermana de usted. ¿Cómo se arriesgó a tomar como institutriz a una mujer tan hermosa? La única explicación es que, como mujer apasionada y sensible, se enamoró de ella. Sí, tal como suena; se enamoró… ¡Avdotia Romanovna! Desde el primer momento comprendí que su presencia sería una complicación, y, aunque usted no lo crea, decidí abstenerme incluso de mirarla. Pero fue ella la que dio el primer paso. Aunque le parezca mentira, al principio Marfa Petrovna llegó incluso a enfadarse porque yo no hablaba nunca de su hermana: me reprochaba que permaneciera indiferente a los elogios que me hacía de ella. No puedo comprender lo que pretendía. Como es natural, mi mujer contó a Avdotia Romanovna toda mi biografía. Tenía el defecto de poner a todo el mundo al corriente de nuestras intimidades y de quejarse de mí ante el primero que llegaba. ¿Cómo no había de aprovechar esta ocasión de hacer una nueva y magnífica amistad? Sin duda estaban siempre hablando de mí, y Avdotia Romanovna debía de conocer perfectamente los siniestros chismes que se me atribuían. Estoy seguro de que algunos de esos rumores llegaron hasta usted.

Sí. Lujine incluso le ha acusado de causar la muerte de un niño. ¿Es eso verdad?

Hágame el favor de no dar crédito a esas villanías exclamó Svidrigailof con una mezcla de cólera y repugnancia. Si usted desea conocer la verdad de todas esas historias absurdas, se las contaré en otra ocasión, pero ahora…

También me han dicho que fue usted culpable de la muerte de uno de sus sirvientes…

Le agradeceré que no siga por ese camino dijo Svidrigailof, agitado.

¿No es aquel que, después de muerto, le cargó la pipa? Conozco este detalle por usted mismo.

Svidrigailof le miró atentamente, y Rodia creyó ver brillar por un momento en sus ojos un relámpago de cruel ironía. Pero Svidrigailof repuso cortésmente:

Sí, ese criado fue. Ya veo que todas esas historias le han interesado vivamente, y me comprometo a satisfacer su curiosidad en la primera ocasión. Creo que se me puede considerar como un personaje romántico. Ya comprenderá la gratitud que debo guardar a Marfa Petrovna por haber contado a su hermana tantas cosas enigmáticas e interesantes sobre mí. No sé qué impresión le producirían estas confidencias, pero apostaría cualquier cosa a que me favorecieron. A pesar de la aversión que su hermana sentía hacia mi persona, a pesar de mi actitud sombría y repulsiva, acabó por compadecerse del hombre perdido que veía en mí. Y cuando la piedad se apodera del corazón de una joven, esto es sumamente peligroso para ella. La asalta el deseo de salvar, de hacer entrar en razón, de regenerar, de conducir por el buen camino a un hombre, de ofrecerle, en fin, una vida nueva. Ya debe de conocer usted los sueños de esta índole.

»En seguida me di cuenta de que el pájaro iba por impulso propio hacia la jaula, y adopté mis precauciones. No haga esas muecas, Rodion Romanovitch: ya sabe usted que este asunto no tuvo consecuencias importantes… ¡El diablo me lleve! ¡Cómo estoy bebiendo esta tarde…! Le aseguro que más de una vez he lamentado que su hermana no naciera en el siglo segundo o tercero de nuestra era. Entonces habría podido ser hija de algún modesto príncipe reinante, o de un gobernador, o de un procónsul en Asia Menor. No cabe duda de que habría engrosado la lista de los mártires y sonreído ante los hierros al rojo y toda clase de torturas. Ella misma habría buscado este martirio… Si hubiese venido al mundo en el siglo quinto, se habría retirado al desierto de Egipto, y allí habría pasado treinta años alimentándose de raíces, éxtasis y visiones. Es una mujer que anhela sufrir por alguien, y si se la privase de este sufrimiento, sería capaz, tal vez, de arrojarse por una ventana.

»He oído hablar de un joven llamado Rasumilchine, un muchacho inteligente, según dicen. A juzgar por su nombre, debe de ser un seminarista… Bien, que este joven cuide de su hermana.

»En resumen, que he conseguido comprenderla, de lo cual me enorgullezco. Pero entonces, es decir, en el momento de trabar conocimiento con ella, fui demasiado ligero y poco clarividente, lo que explica que me equivocara… ¡El diablo me lleve! ¿Por qué será tan hermosa? Yo no tuve la culpa.

»La cosa empezó por un violento capricho sensual. Avdotia Romanovna es extraordinariamente, exageradamente púdica (no vacilo en afirmar que su recato es casi enfermizo, a pesar de su viva inteligencia, y que tal vez le perjudique). Así las cosas, una campesina de ojos negros, Paracha, vino a servir a nuestra casa. Era de otra aldea y nunca había trabajado para otros. Aunque muy bonita, era increíblemente tonta: las lágrimas, los gritos con que esta chica llenó la casa produjeron un verdadero escándalo.

»Un día, después de comer, Avdotia Romanovna me llevó a un rincón del jardín y me exigió la promesa de que dejaría tranquila a la pobre Paracha. Era la primera vez que hablábamos a solas. Yo, como es natural, me apresuré a doblegarme a su petición a hice todo lo posible por aparecer conmovido y turbado; en una palabra, que desempeñé perfectamente mi papel. A partir de entonces tuvimos frecuentes conversaciones secretas, escenas en que ella me suplicaba con lágrimas en los ojos, sí, con lágrimas en los ojos, que cambiara de vida. He aquí a qué extremos llegan algunas muchachas en su deseo de catequizar. Yo achacaba todos mis errores al destino, me presentaba como un hombre ávido de luz, y, finalmente, puse en práctica cierto medio de llegar al corazón de las mujeres, un procedimiento que, aunque no engaña a nadie, es siempre de efecto seguro. Me refiero a la adulación. Nada hay en el mundo más difícil de mantener que la franqueza ni nada más cómodo que la adulación. Si en la franqueza se desliza la menor nota falsa, se produce inmediatamente una disonancia y, con ella, el escándalo. En cambio, la adulación, a pesar de su falsedad, resulta siempre agradable y es recibida con placer, un placer vulgar si usted quiere, pero que no deja de ser real.

»Además, la lisonja, por burda que sea nos hace creer siempre que encierra una parte de verdad. Esto es así para todas las esferas sociales y todos los grados de la cultura. Incluso la más pura vestal es sensible a la adulación. De la gente vulgar no hablemos. No puedo recordar sin reírme cómo logré seducir a una damita que sentía verdadera devoción por su marido, sus hijos y su familia. ¡Qué fácil y divertido fue! El caso es que era verdaderamente virtuosa, por lo menos a su modo. Mi táctica consistió en humillarme ante ella e inclinarme ante su castidad. La adulaba sin recato y, apenas obtenía un apretón de mano o una mirada, me acusaba a mí mismo amargamente de habérselos arrancado a la fuerza y afirmaba que su resistencia era tal, que jamás habría logrado nada de ella sin mi desvergüenza y mi osadía. Le decía que, en su inocencia, no podía prever mis bribonadas, que había caído en la trampa sin darse cuenta, etcétera. En una palabra, que conseguí mis propósitos, y mi dama siguió convencida de su inocencia: atribuyó su caída a un simple azar. No puede usted imaginarse cómo se enfureció cuando le dije que estaba completamente seguro de que ella había ido en busca del placer exactamente igual que yo.

»La pobre Marfa Petrovna tampoco resistía a la adulación, y, si me lo hubiera propuesto, habría conseguido que pusiera su propiedad a mi nombre (estoy bebiendo demasiado y hablando más de la cuenta). No se enfade usted si le digo que Avdotia Romanovna no fue insensible a los elogios de que la colmaba. Pero fui un estúpido y lo eché a perder todo con mi impaciencia. Más de una vez la miré de un modo que no le gustó. Cierto fulgor que había en mis ojos la inquietaba y acabó por serle odioso. No entraré en detalles: sólo le diré que reñimos. También en esta ocasión me conduje estúpidamente: me reí de sus actividades conversionistas.

»Paracha volvió a contar con mis atenciones, y otras muchas le siguieron. O sea que empecé a llevar una vida infernal. ¡Si hubiera usted visto, Rodion Romanovitch, aunque sólo hubiera sido una vez, los rayos que pueden lanzar los ojos de su hermana…!

»No crea demasiado al pie de la letra mis palabras. Estoy embriagado. Acabo de beberme un vaso entero. Sin embargo, digo la verdad. El centelleo de aquella mirada me perseguía hasta en sueños. Llegué al extremo de no poder soportar el susurro de sus vestidos. Temí que me diera un ataque de apoplejía. Nunca hubiese creído que pudiera apoderarse de mí una locura semejante. Yo deseaba hacer las paces con ella, pero la reconciliación era imposible. Y ¿sabe usted lo que hice entonces? ¡A qué grado de estupidez puede conducir a un hombre el despecho! No tome usted ninguna determinación cuando está furioso, Rodion Romanovitch. Teniendo en cuenta que Avdotia Romanovna era pobre (¡Oh perdón!, no quería decir eso…, pero ¿qué importan las palabras si expresan nuestro pensamiento?), teniendo en cuenta que vivía de su trabajo y que tenía a su cargo a su madre y a usted (¿otra vez arruga usted las cejas?), decidí ofrecerle todo el dinero que poseía (en aquel momento podía reunir unos treinta mil rublos) y proponerle que huyera conmigo, a esta capital, por ejemplo. Una vez aquí, le habría jurado amor eterno y sólo habría pensado en su felicidad. Entonces estaba tan prendado de ella, que si me hubiera dicho: "Envenena, asesina a Marfa Petrovna", yo lo habría hecho, puede usted creerme. Pero todo esto terminó con el desastre que usted conoce, y ya puede usted figurarse a qué extremo llegaría mi cólera cuando me enteré de que Marfa Petrovna había hecho amistad con ese farsante de Lujine y amañado un matrimonio con su hermana, que no aventajaba en nada a lo que yo le ofrecía. ¿No lo cree usted así…? Dígame, responda… Veo que usted me ha escuchado con gran atención, interesante joven…

Svidrigailof, impaciente, había dado un puñetazo en la mesa. Estaba congestionado. Raskolnikof comprendió que el vaso y medio de champán que se había bebido a pequeños sorbos le había transformado profundamente, y decidió aprovechar esta circunstancia para sonsacarle, pues aquel hombre le inspiraba gran desconfianza.

Después de todo eso dijo resueltamente, con el propósito de exasperarle, no me cabe la menor duda de que ha venido aquí por mi hermana.

Nada de eso respondió Svidrigailof haciendo esfuerzos por serenarse. Ya le he dicho que… Además, su hermana no me puede ver.

No lo dudo, pero no se trata de eso.

¿De modo que está usted seguro de que no me puede soportar? Svidrigailof le hizo un guiño y sonrió burlonamente. Tiene usted razón: le soy antipático. Pero nunca se pueden poner las manos al fuego sobre lo que pasa entre marido y mujer o entre dos amantes. Siempre hay un rinconcito oculto que sólo conocen los interesados. ¿Está usted seguro de que Avdotia Romanovna me mira con repugnancia?

Ciertas frases y consideraciones de su relato me demuestran que usted sigue abrigando infames propósitos sobre Dunia.

Svidrigailof no se mostró en modo alguno ofendido por el calificativo que Raskolnikof acababa de aplicar a sus propósitos, y exclamó con ingenuo temor:

¿De veras se me han escapado frases y reflexiones que le han hecho pensar a usted eso?

En este mismo momento está usted dejando entrever sus fines. ¿De qué se ha asustado? ¿Cómo explica usted esos repentinos temores?

¿Que yo me he asustado? ¿Que tengo miedo? ¿Miedo de usted? Es usted el que puede temerme a mí, cher ami. ¡Qué tonterías! Por lo demás, estoy borracho, ya lo veo. Si bebiera un poco más podría cometer algún disparate. ¡Que se vaya al diablo la bebida! ¡Eh, traedme agua!

Cogió la botella de champán y la arrojó por la ventana sin contemplaciones. Felipe le trajo agua.

Todo eso es absurdo añadió, empapando una servilleta y aplicándosela a la frente. En dos palabras puedo reducir a la nada sus suposiciones. ¿Sabe usted que voy a casarme?

Ya me lo dijo.

¡Ah!, ¿sí? Pues no me acordaba… Pero entonces nada podía afirmar, porque aún no había visto a mi prometida y sólo se trataba de una intención. Ahora es cosa hecha. Si no fuera por la cita de que le he hablado, le llevaría a casa de mi novia. Pues me gustaría que usted me aconsejase… ¡Demonio! No dispongo más que de diez minutos. Mire usted mismo el reloj. El proceso de este matrimonio es sumamente interesante. Ya se lo contaré. ¿Adónde va usted? ¿Todavía quiere marcharse?

No, ya no me quiero marchar.

¿De modo que no quiere usted dejarme? Eso lo veremos. Le llevaré a casa de mi prometida, pero no ahora, sino en otra ocasión, pues nos tendremos que separar en seguida. Usted irá hacia la derecha y yo hacia la izquierda. ¿Conoce usted a esa señora llamada Resslich? Es la mujer en cuya casa me hospedo… ¿Me escucha? No, está usted pensando en otra cosa. Ya sabe usted que se acusa a esa señora de haber provocado este invierno el suicidio de una jovencita… Bueno, ¿me escucha usted o no…? En fin, es esa señora la que me ha arreglado este matrimonio. Me dijo: «Tienes aspecto de hombre preocupado. Has de buscarte una distracción.» Pues yo soy un hombre taciturno. ¿No me cree usted? Pues se equivoca. Yo no hago daño a nadie: vivo apartado en mi rincón. A veces pasan tres días sin que hable con nadie. Esa bribona de Resslich abriga sus intenciones. Confía en que yo me cansaré muy pronto de mi mujer y la dejaré plantada. Y entonces ella la lanzará a la… circulación, bien en nuestro mundo, bien en un ambiente más elevado. Me ha contado que el padre de la chica es un viejo sin carácter, un antiguo funcionario que está enfermo: hace tres años que no puede valerse de sus piernas y está inmóvil en su sillón. También tiene madre, una mujer muy inteligente. El hijo está empleado en una ciudad provinciana y no ayuda a sus padres. La hija mayor se ha casado y no da señales de vida. Los pobres viejos tienen a su cargo dos sobrinitos de corta edad. La hija menor ha tenido que dejar el instituto sin haber terminado sus estudios. Dentro de dos o tres meses cumplirá los dieciséis años y entonces estará en edad de casarse. Ésta es mi prometida. Una vez obtenidos estos informes, me presenté a la familia como un propietario viudo de buena casa, bien relacionado y rico. En cuanto a la diferencia de edades (ella dieciséis años y yo más de cincuenta), es un detalle sin importancia. Un hombre así es un buen partido, ¿no?, un partido tentador.

»¡Si me hubiera usted visto hablar con los padres! Se habría podido pagar por presenciar ese espectáculo. En esto llega la chiquilla con un vestidito corto y semejante a un capullo que empieza a abrirse. Hace una reverencia y se pone tan encarnada como una peonía. Sin duda le habían enseñado la lección. No conozco sus gustos en materia de caras de mujer, pero, a mi juicio, la mirada infantil, la timidez, las lagrimitas de pudor de las jovencitas de dieciséis años valen más que la belleza. Por añadidura, es bonita como una imagen. Tiene el cabello claro y rizado como un corderito, una boquita de labios carnosos y purpúreos… ¡Un amor! Total, que trabamos conocimiento, yo dije que asuntos de familia me obligaban a apresurar la boda, y al día siguiente, es decir, anteayer, nos prometimos. Desde entonces, apenas llego, la siento en mis rodillas y ya no la dejo marcharse. Su cara enrojece como una aurora y yo no ceso de besarla. Su madre la ha aleccionado, sin duda, diciéndole que soy su futuro esposo y que lo que hago es normal. Conseguida esta comprensión, el papel de novio es más agradable que el de marido. Esto es lo que se llama la nature et la vérité. ¡Ja, ja! He hablado dos veces con ella. La muchachita está muy lejos de ser tonta. Tiene un modo de mirarme al soslayo que me inflama la sangre. Tiene una carita que recuerda a la de la Virgen Sixtina de Rafael. ¿No le impresiona la expresión fantástica y alucinante que el pintor dio a esa Virgen? Pues el semblante de ella es parecido. Al día siguiente de nuestros esponsales le llevé regalos por valor de mil quinientos rublos: un aderezo de brillantes, otro de perlas, un neceser de plata para el tocador; en fin, tantas cosas, que la carita de Virgen resplandecía. Ayer, cuando la senté en mis rodillas, debí de mostrarme demasiado impulsivo, pues ella enrojeció vivamente y en sus ojos aparecieron dos lágrimas que trataba de ocultar.

»Nos dejaron solos. Entonces ella rodeó mi cuello con sus bracitos (fue la primera vez que hizo esto por propio impulso), me besó y me juró ser una esposa obediente y fiel que dedicaría su vida entera a hacerme feliz y que todo lo sacrificaría por merecer mi cariño, y añadió que esto era lo único que deseaba y que para ella no necesitaba regalos. Convenga usted que oír estas palabras en boca de un ángel de dieciséis años, vestido de tul, de cabellos rizados y mejillas teñidas por un rubor virginal, es sumamente seductor… Confiéselo, confiéselo… Oiga…, oiga…, le llevaré a casa de mi novia…, pero no puedo hacerlo ahora mismo.

Total, que esa monstruosa diferencia de edades aviva su sensualidad. ¿Es posible que usted piense seriamente en casarse en esas condiciones?

¿Por qué no? Es cosa completamente decidida. Cada uno hace lo que puede en este mundo, y hacerse ilusiones es un medio de alegrar la vida… ¡Ja, ja! ¡Pero qué moralista es usted! Tenga compasión de mí, amigo mío. Soy un pecador. ¡Je, je, je!

Ahora comprendo que se haya encargado usted de los hijos de Catalina Ivanovna. Tenía usted sus razones.

Adoro a los niños, los adoro de veras exclamó Svidrigailof, echándose a reír. Sobre este particular puedo contarle un episodio sumamente curioso. El mismo día de mi llegada empecé a visitar antros. Estaba sediento de ellos después de siete años de rectitud. Ya habrá observado usted que no tengo ninguna prisa en volver a reunirme con mis antiguos amigos, y quisiera no verlos en mucho tiempo. Debo decirle que durante mi estancia en la propiedad de Marfa Petrovna me atormentaba con frecuencia el recuerdo de estos rincones misteriosos. ¡El diablo me lleve! El pueblo se entrega a la bebida; la juventud culta se marchita o perece en sus sueños irrealizables: se pierde en teorías monstruosas. Los demás se entregan a la disipación. He aquí el espectáculo que me ha ofrecido la ciudad a mi llegada. De todas partes se desprende un olor a podrido…

»Fui a caer en eso que llaman un baile nocturno. No era más que una cloaca repugnante, como las que a mí me gustan. Se levantaban las piernas en un cancán desenfrenado, como jamás se había hecho en mis tiempos. ¡Es el progreso! De pronto veo una encantadora muchachita de trece años que está bailando con un apuesto joven. Otro joven los observa de cerca. Su madre estaba sentada junto a la pared, como espectadora. Ya puede usted suponer qué clase de baile era. La muchachita está avergonzada, enrojece; al fin se siente ofendida y se echa a llorar. El arrogante bailarín la obliga a dar una serie de vueltas, haciendo toda clase de muecas, y el público se echa a reír a carcajadas y empieza a gritar: "¡Bien hecho! ¡Así aprenderán a no traer niñas a un sitio como éste!" Esto a mí no me importa lo más mínimo. Me siento al lado de la madre y le digo que yo también soy forastero y que toda aquella gente me parece estúpida y grosera, incapaz de respetar a quien lo merece. Insinúo que soy un hombre rico y les propongo llevarlas en mi coche. Las acompaño a su casa y trabo conocimiento con ellas. Viven en un verdadero tugurio y han llegado de una provincia. Me dicen que consideran mi visita como un gran honor. Me entero de que no tienen un céntimo y han venido a hacer ciertas gestiones. Yo les ofrezco dinero y mis servicios. También me dicen que han entrado en el local nocturno por equivocación, pues creían que se trataba de una escuela de baile. Entonces yo les propongo contribuir a la educación de la muchacha dándole lecciones de francés y de baile. Ellas aceptan con entusiasmo, se consideran muy honradas, etcétera…, y yo sigo visitándolas. ¿Quiere usted que vayamos a verlas? Pero habrá de ser más tarde.

¡Basta! No quiero seguir escuchando sus sucias y viles anécdotas, hombre ruin y corrompido.

¡Ah, escuchemos al poeta! ¡Oh Schiller! ¿Dónde va a esconderse la virtud…? Mire, le contaré cosas como ésta sólo para oír sus gritos de indignación. Es para mí un verdadero placer.

Lo creo. Hasta yo mismo me veo en ridículo en estos instantes murmuró Raskolnikof, indignado.

Svidrigailof reía a mandíbula batiente. Al fin llamó a Felipe y, después de haber pagado su consumición, se levantó.

Vámonos. Estoy bebido. Assez causé exclamó. He tenido un verdadero placer.

Lo creo. ¿Cómo no ha de ser un placer para usted referir anécdotas escabrosas? Esto es una verdadera satisfacción para un hombre encenagado en el vicio y desgastado por la disipación, sobre todo cuando tiene un proyecto igualmente monstruoso y lo cuenta a un hombre como yo… Es una cosa que fustiga los nervios.

Pues si es así dijo Svidrigailof con cierto asombro, si es así, a usted no le falta cinismo. Usted es capaz de comprender muchas cosas. Bueno, basta ya. Siento de veras no poder seguir hablando con usted. Pero ya volveremos a vernos… Tenga un poco de paciencia.

Salió de la taberna seguido de Raskolnikof. Su embriaguez se disipaba a ojos vistas. Parecía preocupado por asuntos importantes y su semblante se había nublado como si esperase algún grave acontecimiento. Su actitud ante Raskolnikof era cada vez más grosera e irónica. El joven se dio cuenta de este cambio y se turbó. Aquel hombre le inspiraba una gran desconfianza. Ajustó su paso al de él.

Estaban ya en la calle.

Yo voy hacia la izquierda dijo Svidrigailof, y usted hacia la derecha. O al revés, si usted lo prefiere. El caso es que nos separemos. Adiós. Mon plaisir. Celebraré volver a verle.

Y tomó la dirección de la plaza del Mercado.

Raskolnikof le alcanzó y se puso a su lado.

¿Qué significa esto? exclamó Svidrigailof. Ya le he dicho a usted que…

Esto significa que no le dejo a usted.

¿Cómo?

Los dos se detuvieron y estuvieron un momento mirándose.

Lo que usted me ha contado en su embriaguez me demuestra que, lejos de haber renunciado a sus odiosos proyectos contra mi hermana, se ocupa en ellos más que nunca. Sé que esta mañana ha recibido una carta. Usted puede haber encontrado una prometida en sus vagabundeos, pero esto no quiere decir nada. Necesito convencerme por mis propios ojos.

A Raskolnikof le habría sido difícil explicar qué era lo que quería ver por sí mismo.

¿Quiere usted que llame a la policía?

Llámela.

Se detuvieron de nuevo y se miraron a la cara. Al fin, el rostro de Svidrigailof cambió de expresión. Viendo que sus amenazas no intimidaban a Raskolnikof lo más mínimo, dijo de pronto, en el tono más amistoso y alegre:

¡Es usted el colmo! Me he abstenido adrede de hablarle de su asunto, a pesar de que la curiosidad me devora. He dejado este tema para otro día. Pero usted es capaz de hacer perder la paciencia a un santo… Puede usted venir si quiere, pero le advierto que voy a mi casa sólo para un momento: el tiempo necesario para coger dinero. Luego cerraré la puerta y me iré a las Islas a pasar la noche. De modo que no adelantará nada viniendo conmigo.

Tengo que ir a su casa. No a su habitación, sino a la de Sonia Simonovna: quiero excusarme por no haber asistido a los funerales.

Haga usted lo que quiera. Pero le advierto que Sonia Simonovna no está en su casa. Ha ido a llevar a los huérfanos a una noble y anciana dama, conocida mía y que está al frente de varios orfelinatos. Me he captado a esta señora entregándole dinero para los tres niños de Catalina Ivanovna, más un donativo para las instituciones. Finalmente, le he contado la historia de Sonia Simonovna sin omitir detalle, y esto le ha producido un efecto del que no puede tener usted idea. Ello explica que Sonia Simonovna haya recibido una invitación para presentarse hoy mismo en el hotel donde se hospeda esa distinguida señora desde su regreso del campo.

No importa.

Haga usted lo que quiera, pero yo no iré con usted cuando salga de casa. ¿Para qué…? Óigame: estoy convencido de que usted desconfía de mí sólo porque he tenido la delicadeza de no hacerle preguntas enojosas… Usted ha interpretado erróneamente mi actitud. Juraría que es esto. Sea usted también delicado conmigo.

¿Con usted, que escucha detrás de las puertas?

¡Ya salió aquello! exclamó Svidrigailof entre risas. Le aseguro que me habría asombrado que no mencionara usted este detalle. ¡Ja, ja! Aunque comprendí perfectamente lo que usted había hecho, no entendí todo lo demás que dijo. Tal vez soy un hombre anticuado, incapaz de comprender ciertas cosas. Explíquemelo, por el amor de Dios. Ilústreme, enséñeme las ideas nuevas.

Usted no pudo oír nada. Todo eso son invenciones suyas.

Lo que quiero que me explique no es lo que usted se imagina. Pero, desde luego, oí parte de sus confidencias. Yo me refiero a sus continuas lamentaciones. Tiene usted alma de poeta y siempre está a punto de dejarse llevar de la indignación. ¿De modo que le parece a usted mal que la gente escuche detrás de las puertas? Ya que tan severo es usted, vaya a presentarse a las autoridades y dígales: «Me ha ocurrido una desgracia; he sufrido un error en mis teorías filosóficas.» Pero si está usted convencido de que no se debe escuchar detrás de las puertas y, en cambio, se puede matar a una pobre vieja con cualquier arma que se tenga a mano, lo mejor que puede hacer es marcharse a América cuanto antes. ¡Huya! Tal vez tenga tiempo aún. Le hablo con toda franqueza. Si no tiene usted dinero, yo le daré el necesario para el viaje.

No me pienso marchar dijo Raskolnikof con un gesto despectivo.

Comprendo… (desde luego, usted puede callarse si no quiere hablar), comprendo que usted se plantee una serie de problemas de índole moral. ¿Verdad que se los plantea? Usted se pregunta si ha obrado como es propio de un hombre y un ciudadano. Deje estas preguntas, rechácelas. ¿De qué pueden servirle ya? ¡Je, je! No vale la pena meterse en un asunto, empezar una operación que uno no es capaz de terminar. Por lo tanto, levántese la tapa de los sesos. ¿Qué, no se decide?

Usted quiere irritarme para deshacerse de mí.

¡Qué ocurrencia tan original! En fin, ya hemos llegado. Subamos… Mire, ésa es la puerta de la habitación de Sonia Simonovna. No hay nadie, convénzase… ¿No me cree? Preguntemos a los Kapernaumof, a quienes ella entrega la llave cuando se va… Mire, ahí está la señora de Kapernaumof… ¡Oiga! ¿Dónde está la vecina? (Es un poco sorda, ¿sabe…?) ¿Que ha salido…? ¿Adónde se ha marchado…? Ya lo ha oído usted; no está en casa y no volverá hasta la noche… Bueno, ahora venga a mis habitaciones. Pues quiere usted venir, ¿verdad…? Ya estamos. La señora Resslich ha salido. Siempre está muy atareada, pero es una buena mujer, se lo aseguro. Si usted hubiera sido más razonable, ella le habría podido ayudar… Mire, cojo un título del cajón de mi mesa (como usted ve, me quedan bastantes todavía). Hoy mismo lo convertiré en dinero. ¿Ya lo ha visto usted todo bien? Tengo prisa. Cerremos el cajón. Ahora la puerta. Y de nuevo estamos en la escalera. ¿Quiere usted que tomemos un coche? Ya le he dicho que voy a las Islas. ¿No quiere usted dar una vuelta? El simón nos llevará a la isla Elaguine. ¿Qué, no quiere? Vamos, decídase. Yo creo que va a llover, pero ¿qué importa? Levantaremos la capota.

Svidrigailof estaba ya en el coche. Raskolnikof se dijo que sus sospechas eran por el momento poco fundadas. Sin responder palabra, dio media vuelta y echó a andar en dirección a la plaza del Mercado. Si hubiese vuelto la cabeza, aunque sólo hubiera sido una vez, habría podido ver que Svidrigailof, después de haber recorrido un centenar de metros en el coche, se apeaba y pagaba al cochero. Pero el joven avanzaba mirando sólo hacia delante y pronto dobló una esquina. La profunda aversión que Svidrigailof le inspiraba le impulsaba a alejarse de él lo más de prisa posible. Se decía: «¿Qué se puede esperar de este hombre vil y grosero, de ese miserable depravado?» Sin embargo, esta opinión era un tanto prematura y tal vez mal fundada. En la manera de ser de Svidrigailof había algo que le daba cierta originalidad y lo envolvía en un halo de misterio. En lo concerniente a su hermana, Raskolnikof estaba seguro de que Svidrigailof no había renunciado a ella. Pero todas estas ideas empezaron a resultarle demasiado penosas para que se detuviera a analizarlas.

Al quedarse solo cayó, como siempre, en un profundo ensimismamiento, y cuando llegó al puente se acodó en el pretil y se quedó mirando fijamente el agua del canal. Sin embargo, Avdotia Romanovna estaba cerca de él, observándole. Se habían cruzado a la entrada del puente, pero él había pasado cerca de ella sin verla. Dunetchka no le había visto jamás en la calle en semejante estado y se sintió inquieta. Estuvo un momento indecisa, preguntándose si se acercaría a él, y de pronto divisó a Svidrigailof que se dirigía rápido hacia ella desde la plaza del Mercado.

Procedía con sigilo y misterio. No entró en el puente, sino que se detuvo en la acera, procurando que Raskolnikof no le viese. A Dunia la había visto desde lejos y le hacía señas. La joven comprendió que le decía que se acercase, procurando no llamar la atención de Raskolnikof. Atendiendo a esta muda demanda, pasó en silencio por detrás de su hermano y fue a reunirse con Svidrigailof.

¡Vámonos! Su hermano no debe enterarse de nuestra entrevista. Acabo de pasar un rato con él en una taberna adonde ha venido a buscarme y no me ha sido nada fácil deshacerme de él. No sé cómo se ha enterado de que le he escrito una carta, pero parece sospechar algo. Sin duda, usted misma le ha hablado de ello, pues nadie más puede habérselo dicho.

Ahora que hemos doblado la esquina y que mi hermano ya no puede vernos, sepa usted que ya no le seguiré más lejos. Dígame aquí mismo lo que tenga que decirme. Nuestros asuntos pueden tratarse en plena calle.

En primer lugar, no es éste un asunto que pueda tratarse en plena calle. En segundo, quiero que oiga usted también a Sonia Simonovna. Y, finalmente, tengo que enseñarle algunos documentos. Si usted no viene a mi casa, no le explicaré nada y me marcharé ahora mismo. Le ruego que no olvide que poseo el curioso secreto de su querido hermano.

Dunia se detuvo, indecisa, y dirigió una mirada penetrante a Svidrigailof.

¿Qué teme usted? dijo éste. La ciudad no es el campo. Además, incluso en el campo me ha hecho usted más daño a mí que yo a usted. Aquí…

¿Está prevenida Sonia Simonovna?

No, no le he hablado de esto y no sé si está ahora en su casa. Creo que sí que estará, pues ha enterrado hoy a su madrastra y no debe de tener humor para salir. No he querido hablar a nadie de este asunto, e incluso siento haberme franqueado un poco con usted. En este caso, la menor imprudencia equivale a una denuncia… He aquí la casa donde vivo. Ya hemos llegado. Ese hombre que ve usted a la puerta es nuestro portero. Me conoce perfectamente y, como usted ve, me saluda. Bien ha advertido que voy acompañado de una dama y, sin duda, ha visto su cara. Estos detalles pueden tranquilizarla si usted desconfía de mí. Perdóneme si le hablo tan crudamente. Yo tengo mi habitación junto a la de Sonia Simonovna. Las dos piezas están separadas solamente por un tabique. En el piso hay numerosos inquilinos. ¿A qué vienen, pues, esos temores infantiles? No soy tan temible como todo eso.

Svidrigailof esbozó una sonrisa bonachona, pero estaba ya demasiado nervioso para desempeñar a la perfección su papel. Su corazón latía con violencia; sentía una fuerte opresión en el pecho. Procuraba levantar la voz para disimular su creciente agitación. Pero Dunia ya no veía nada: las últimas palabras de Svidrigailof sobre sus temores de niña la habían herido en su amor propio hasta cegarla.

Aunque sé que es usted un hombre sin honor dijo, afectando una calma que desmentía el vivo color de su rostro, no me inspira usted temor alguno. Indíqueme el camino.

Svidrigailof se detuvo ante la habitación de Sonia.

Permítame que vea si está… Pues no, se ha marchado. Es una contrariedad. Pero estoy seguro de que no tardará en volver. Sin duda ha ido a ver a una señora por el asunto de los huérfanos. La madre de esos niños acaba de morir. Yo me he interesado en el asunto y he dado ya ciertos pasos. Si Sonia Simonovna no ha regresado dentro de diez minutos y usted quiere hablar con ella, la enviaré a su casa esta misma tarde. Ya estamos en mis habitaciones. Son dos… Mi patrona, la señora Resslich, habita al otro lado del tabique. Ahora eche una mirada por aquí. Quiero mostrarle mis «documentos», por decirlo así. La puerta de mi habitación da a un alojamiento de dos piezas, que está completamente vacío… Mire con atención. Debe usted tener un conocimiento exacto del lugar del hecho.

Svidrigailof disponía de dos habitaciones amuebladas bastante espaciosas. Dunetchka miró en torno de ella con desconfianza, pero no vio nada sospechoso en la colocación de los muebles ni en la disposición del local. Sin embargo, debió advertir que el alojamiento de Svidrigailof se hallaba entre otros dos deshabitados. No se llegaba a sus habitaciones por el corredor, sino atravesando otras dos piezas que formaban parte del compartimiento de su patrona. Svidrigailof abrió la puerta de su dormitorio, que daba a uno de los alojamientos vacíos, y se lo mostró a Dunia, que permaneció en el umbral sin comprender por qué el huésped deseaba que mirase aquello. Pero en seguida recibió la explicación.

Mire aquella habitación, la segunda y más espaciosa. Observe su puerta: está cerrada con llave. ¿Ve aquella silla colocada junto a la puerta? Es la única que hay en las dos habitaciones. La llevé yo de aquí para poder escuchar más cómodamente. Al otro lado de esa puerta está la mesa de Sonia Simonovna. La joven estaba sentada ante su mesa mientras hablaba con Rodion Romanovitch, y yo escuchaba la conversación desde este lado de la puerta. Escuché dos tardes seguidas, y cada tarde dos horas como mínimo. Por lo tanto, pude enterarme de muchas cosas, ¿no cree usted?

¿Escuchaba usted detrás de la puerta?

Sí, escuchaba detrás de la puerta… Venga, venga a mi alojamiento. Aquí ni siquiera hay donde sentarse.

Volvieron a las habitaciones de Svidrigailof y éste invitó a la joven a sentarse en la pieza que utilizaba como sala. Él se sentó también, pero a una prudente distancia, al otro lado de la mesa. Sin embargo, sus ojos tenían el mismo brillo ardiente que hacía unos momentos había inquietado a Dunetchka. Ésta se estremeció y volvió a mirar en torno a ella con desconfianza. Fue un gesto involuntario, pues su deseo era mostrarse perfectamente serena y dueña de sí misma. Pero el aislamiento en que se hallaban las habitaciones de Svidrigailof había acabado por atraer su atención. De buena gana habría preguntado si la patrona estaba en casa, pero no lo hizo: su orgullo se lo impidió. Por otra parte, el temor de lo que a ella le pudiera ocurrir no era nada comparado con la angustia que la dominaba por otras razones. Esta angustia era para Dunia un verdadero tormento.

He aquí su carta dijo depositándola en la mesa. Lo que usted me dice en ella no es posible. Me deja usted entrever que mi hermano ha cometido un crimen. Sus insinuaciones son tan claras, que sería inútil que ahora tratase usted de recurrir a subterfugios. Le advierto que, antes de recibir lo que usted considera como una revelación, yo estaba enterada ya de este cuento absurdo, del que no creo ni una palabra. Es una suposición innoble y ridícula. Sé muy bien de dónde proceden esos rumores. Usted no puede tener ninguna prueba. En su carta me promete demostrarme la veracidad de sus palabras. Hable, pues. Pero sepa por anticipado que no le creo, no le creo en absoluto.

Dunetchka había dicho esto precipitadamente, dominada por una emoción que tiñó de rojo su cara.

Si usted no lo creyera, no habría venido aquí. Porque no creo que haya venido por simple curiosidad.

No me atormente: hable de una vez.

Hay que convenir en que es usted una muchacha valiente. Yo esperaba, le doy mi palabra, que pidiera usted al señor Rasumikhine que la acompañase. Pero él no estaba con usted, ni rondaba por los alrededores, cuando nos hemos encontrado: me he fijado bien. Ha sido una verdadera demostración de valor. Ha querido defender por sí sola a Rodion Romanovitch… Por lo demás, todo en usted es divino. En cuanto a su hermano, ¿qué puedo decirle? Usted le acaba de ver. ¿Qué le ha parecido su actitud?

Supongo que no fundará usted en esto sus acusaciones.

No, las fundo en sus propias palabras. Ha venido dos días seguidos a pasar la tarde con Sonia Simonovna. Ya le he indicado el lugar donde hablaban. Su hermano lo confesó todo a la muchacha. Es un asesino. Mató a una vieja usurera en cuya casa tenía empeñados algunos objetos, y además a su hermana Lisbeth, que llegó casualmente en el momento del crimen. Las asesinó a las dos con un hacha que llevaba consigo. El móvil del crimen era el robo, y su hermano robó: se llevó dinero y algunos objetos. Me limito a repetir la confesión que hizo a Sonia Simonovna, que es la única que conoce este secreto, pero que no tiene participación alguna, ni material ni moral, en el crimen. Por el contrario, esa muchacha, al enterarse, sintió un horror tan profundo como el que usted demuestra ahora. Puede estar tranquila: esa joven no le denunciará.

¡Imposible! balbuceó Dunetchka, jadeante y con los labios pálidos. Eso no es posible. Él no tenía el más mínimo motivo para cometer ese crimen… ¡Eso es mentira, mentira!

Mató por robar: ahí tiene el motivo. Cogió dinero y joyas. Verdad es que, según ha dicho, no ha sacado provecho del botín, pues lo escondió debajo de una piedra, donde está todavía. Pero esto demuestra, simplemente, que no se ha atrevido a hacer use de él.

Pero ¿es posible que haya robado? exclamó Dunia, levantándose de un salto. ¿Se puede creer tan sólo que haya tenido esa idea? Usted lo conoce. ¿Acaso tiene aspecto de ladrón?

Había olvidado su terror de hacía un momento y hablaba en tono suplicante.

Esa pregunta tiene mil respuestas, infinidad de explicaciones. El ladrón comete sus fechorías consciente de su infamia. Pero yo he oído hablar que un hombre de probada nobleza desvalijó un correo. A lo mejor, creyó cometer una acción loable. Yo me habría resistido, como se resiste usted, a creer que su hermano hubiera cometido un acto así si me lo hubieran contado; pero no tengo más remedio que dar crédito al testimonio de mis propios oídos. Explicó los motivos de su proceder a Sonia Simonovna. Ésta, al principio, no podía creer en lo que estaba oyendo; pero acabó por rendirse a la evidencia. Así tenía que ser, ya que era el mismo autor del hecho el que lo contaba.

¿Cuáles fueron los motivos de que habló?

Eso sería demasiado largo de explicar, Avdotia Romanovna. Se trata…, ¿cómo se lo haré comprender…?, de una teoría, algo así como si dijéramos: el crimen se permite cuando persigue un fin loable. ¡Un solo crimen y cien buenas acciones! Por otra parte, para un joven colmado de cualidades y de orgullo es penoso reconocer que le gustaría apoderarse de una suma de tres mil rublos, por saber que esta cantidad sería suficiente para cambiar su porvenir. Añada usted a esto la irritación morbosa que produce una mala alimentación continua, un cuarto demasiado estrecho, una ropa hecha jirones, la miseria de la propia situación social y, al mismo tiempo, la de una madre y una hermana. Y por encima de todo la ambición, el orgullo… Y todo ello a pesar de no carecer seguramente de excelentes cualidades… No vaya usted a creer que le acuso. Además, esto no es de mi incumbencia. También expuso una teoría personal según la cual la humanidad se divide en individuos que forman el rebaño y en personas extraordinarias, es decir, seres que, gracias a su superioridad, no están obligados a acatar la ley. Por el contrario, éstos son los que hacen las leyes para los demás, para el rebaño, para el polvo. En fin, c'est une théorie comme une autre. Napoleón lo tenía fascinado o, para decirlo con más exactitud, lo que le seducía era la idea de que los hombres de genio no temen cometer un crimen inicial, sino que se lanzan a ello resueltamente y sin pensarlo. Yo creo que su hermano se imaginó que también era genial o, por lo menos, que esta idea se apoderó de él en un momento dado. Ha sufrido mucho y sufre aún ante la idea de que es capaz de inventar una teoría, pero no de aplicarla, y que, por lo tanto, no es un hombre genial. Esta idea es sumamente humillante para un joven orgulloso y, especialmente, de nuestro tiempo.

¿Y el remordimiento? ¿Es que le niega usted todo sentimiento moral? ¿Acaso es mi hermano como usted pretende que sea?

¡Oh Avdotia Romanovna! Ahora todo es desorden y anarquía. Por otra parte, el orden ha sido siempre algo ajeno a él. Los rusos, Avdotia Romanovna, tienen un alma generosa y grande como su país, y también una tendencia a las ideas fantásticas y desordenadas. Pero es una desgracia poseer un alma grande y noble sin genio. ¿Se acuerda usted de nuestras conversaciones sobre este tema, en la terraza, después de cenar? Usted me reprochaba esta amplitud de espíritu. Y quién sabe si mientras usted me hablaba así, él estaba echado, dándole vueltas a su proyecto… Hay que reconocer, Avdotia Romanovna, que la tradición en nuestra sociedad culta es muy endeble. La única que posee es la que se adquiere por medio de los libros, de las crónicas del pasado. Y eso se queda para los sabios, los cuales, por otra parte, son tan cándidos que un hombre de mundo se avergonzaría de seguir sus enseñanzas. Por lo demás, ya conoce usted mi opinión: yo no acuso a nadie. Vivo en el ocio y estoy aferrado a este género de vida. Ya hemos hablado de esto más de una vez. Incluso he tenido la dicha de interesarle exponiéndole mis juicios… Está usted muy pálida, Avdotia Romanovna.

Conozco la teoría de que usted me ha hablado. He leído en una revista un artículo de mi hermano acerca de los hombres superiores. Me lo trajo Rasumikhine.

¿Rasumikhine? ¿Un artículo de su hermano en una revista? Ignoraba que hubiera escrito semejante artículo… Pero ¿adónde va, Avdotia Romanovna?

Quiero ver a Sonia Simonovna repuso Dunia con voz débil. ¿Dónde está la puerta de su habitación? Tal vez ha regresado ya. Quiero verla en seguida para que ella me…

No pudo terminar; se ahogaba materialmente.

Sonia Simonovna no volverá hasta la noche. Así lo supongo. Tenía que volver en seguida y no lo ha hecho. Esto es señal de que regresará tarde.

¡Me has engañado! ¡Me has mentido! exclamó Dunia en un arrebato de cólera que la enloquecía. Ahora lo veo claro. ¡Me has mentido! ¡No te creo, no te creo!

Y cayó casi desvanecida en una silla que Svidrigailof se apresuró a acercarle.

Pero, ¿qué le ocurre, Avdotia Romanovna? Cálmese. Tenga, beba un poco de agua.

Svidrigailof le salpicó el rostro. Dunetchka se estremeció y volvió en sí.

Ha sido un golpe demasiado violento murmuró Svidrigailof, apenado. Tranquilícese, Avdotia Romanovna. Su hermano tiene amigos. Le salvaremos. ¿Quiere usted que lo mande al extranjero? No tardaré más de tres días en conseguirle un billete. En cuanto a su crimen, él lo borrará a fuerza de buenas acciones. Cálmese. Todavía puede llegar a ser un gran hombre. ¿Se siente usted mejor?

¡Qué cruel e indigno es usted! Todavía se atreve a burlarse. ¡Déjeme en paz!

¿Adónde va?

A casa de Rodia. ¿Dónde está ahora? Usted lo sabe… ¿Por qué está cerrada esta puerta? Hemos entrado por aquí y ahora está cerrada con llave. ¿Cuándo la ha cerrado?

No iba a dejar que todo el mundo oyera lo que decíamos. Estoy muy lejos de burlarme. Lo que ocurre es que estoy cansado de hablar en este tono. ¿Adónde se propone usted ir? ¿Es que quiere entregar a su hermano a la justicia? Piense que usted puede enloquecerlo y dar lugar a que se entregue él mismo. Sepa usted que le vigilan, que le siguen los pasos. Espere. Ya le he dicho que le he visto hace un rato y que he hablado con él. Todavía podemos salvarlo. Espere; siéntese y vamos a estudiar juntos lo que se puede hacer. La he hecho venir para que hablemos tranquilamente. Siéntese, haga el favor.

¿Cómo va usted a salvarlo? ¿Acaso tiene salvación?

Dunia se sentó. Svidrigailof ocupó otra silla cerca de ella. Eso depende de usted, de usted, sólo de usted dijo en un susurro.

Sus ojos centelleaban. Su agitación era tan profunda, que apenas podía articular las palabras. Dunia retrocedió, inquieta. El prosiguió, temblando:

De usted depende… Una sola palabra de usted, y lo salvaremos. Yo… yo lo salvaré. Tengo dinero y amigos. Le mandaré en seguida al extranjero. Sacaré un pasaporte para mí…; no, dos pasaportes: uno para él y otro para mí. Tengo amigos, hombres influyentes… ¿Quiere…? Sacaré también un pasaporte para usted…, y otro para su madre… Usted no necesita para nada a Rasumikhine. Yo la amo tanto como él. Yo la amo con todo mi ser… Déme el borde de su falda para besarlo, démelo. El susurro de su vestido me enloquece. Usted me mandará y yo la obedeceré. Sus creencias serán las mías. Haré todo, todo lo que usted quiera… No me mire así, por favor. ¿No ve usted que me está matando?

Empezó a desvariar. Parecía haberse vuelto loco. Dunia se levantó de un salto y corrió hacia la puerta.

¡Ábranme, ábranme! dijo a gritos mientras la golpeaba. ¿Por qué no me abren? ¿Es posible que no haya nadie en la casa?

Svidrigailof volvió en sí y se levantó. Una aviesa sonrisa apareció en sus labios, todavía temblorosos.

No, no hay nadie dijo lentamente y en voz baja. Mi patrona ha salido. Sus gritos son, pues, inútiles.

¿Dónde está la llave? ¡Abre la puerta, abre inmediatamente! ¡Miserable, canalla!

La llave se me ha perdido.

¡Comprendo! ¡Esto es una emboscada!

Y Dunia, pálida como una muerta, corrió hacia un rincón, donde se atrincheró tras una mesa.

Ya no gritaba. Estaba inmóvil y tenía la mirada fija en su enemigo, para no perder ninguno de sus movimientos.

Svidrigailof estaba también inmóvil. Al parecer iba recobrándose, pero el color no había vuelto a su rostro. Su sonrisa seguía mortificando a Avdotia Romanovna.

Ha pronunciado usted la palabra «emboscada», Avdotia Romanovna. Bien, pues si existe esa emboscada, habrá de pensar usted en que he tomado toda clase de precauciones. Sonia Simonovna no está en su habitación. Los Kapernaumof quedan lejos, a cinco piezas de aquí. Soy mucho más fuerte que usted, y tampoco puedo temer que usted me denuncie, porque en este caso perdería a su hermano, y usted no quiere perderlo, ¿verdad? Además, nadie la creería. ¿Qué explicación puede tener que una joven vaya sola a visitar a un hombre soltero? O sea que si usted se decidiese a sacrificar a su hermano, sería inútil, porque no podría probar nada. Una violación es sumamente difícil de demostrar.

¡Miserable!

Puede decir lo que quiera, pero le advierto que hasta ahora me he limitado a hacer simples suposiciones. Personalmente, estoy de acuerdo con usted. Obrar por la fuerza contra alguien es una bajeza. Mi intención era únicamente tranquilizar su conciencia en el caso de que usted…, de que usted quisiera salvar a su hermano de buen grado, es decir, tal como yo le he propuesto. Usted no haría entonces sino inclinarse ante las circunstancias, ceder a la necesidad, por decirlo así… Piense usted en ello. La suerte de su hermano, y también la de su madre, está en sus manos. Piense, además, que yo seré su esclavo, y para toda la vida… Espero su resolución.

Svidrigailof se sentó en el sofá, a unos ocho pasos de Dunia. La joven no tenía la menor duda acerca de sus intenciones: sabía que eran inquebrantables, pues conocía bien a Svidrigailof… De pronto sacó del bolsillo un revólver, lo preparó para disparar y lo dejó en la mesa, al alcance de su mano.

Svidrigailof hizo un movimiento de sorpresa.

¡Ah, caramba! exclamó con una pérfida sonrisa. Así la cosa cambia por completo. Usted misma me facilita la tarea, Avdotia Romanovna… Pero ¿de dónde ha sacado usted ese revólver? ¿Se lo ha proporcionado el señor Rasumikhine? ¡Toma, si es el mío! ¡Un viejo amigo! ¡Tanto como lo busqué! Las lecciones de tiro que tuve el honor de darle en el campo no fueron inútiles, por lo que veo.

Este revólver no es tuyo, monstruo, sino de Marfa Petrovna. No había nada tuyo en su casa. Lo cogí cuando comprendí de lo que eras capaz. Si das un paso, te juro que te mato.

Dunia había empuñado el revólver. En su desesperación, estaba dispuesta a disparar.

Bueno, ¿y su hermano? Le hago esta pregunta por pura curiosidad dijo Svidrigailof sin moverse del sitio.

Denúnciale si quieres. Un paso y disparo. Tú envenenaste a tu esposa: estoy segura. Tú también eres un asesino.

¿Está usted segura de que envenené a Marfa Petrovna?

Sí, tú mismo me lo dejaste entrever. Me hablaste de un veneno. Sé que te lo habías procurado, que lo habías preparado… Fuiste tú, tú…, ¡infame!

Si eso fuera verdad, sólo lo habría hecho por ti: tú habrías sido la causa.

¡Mientes! Yo siempre lo he odiado, ¡siempre!

Por lo visto, Avdotia Romanovna, usted se ha olvidado de que, cuando trataba de convertirme, se inclinaba sobre mí y me dirigía lánguidas miradas. Yo, entonces, la miraba fijamente a los ojos, ¿recuerda…? La noche…, el claro de luna… Un ruiseñor cantaba…

La ira llameó en los ojos de Dunia.

¡Mientes, mientes! ¡Eres un calumniador!

¿Miento? Bien, lo admito. No se deben recordar estas cosillas a las mujeres añadió con una sonrisa burlona. Sé que vas a disparar, preciosa bestezuela. Pues bien, dispara…

Dunia le apuntó. Sólo esperaba que hiciera un movimiento para apretar el gatillo. Estaba mortalmente pálida, temblaba su labio inferior y sus grandes ojos negros lanzaban llamaradas. Svidrigailof no la había visto nunca tan hermosa. En el momento en que la joven levantó el revólver, el fuego de sus ojos penetró en el pecho del enemigo y quemó su corazón, que se contrajo dolorosamente. Dio un paso hacia delante y se oyó una detonación. La bala rozó el cabello de Svidrigailof y fue a incrustarse en la pared, a sus espaldas. Svidrigailof se detuvo y dijo, esbozando una sonrisa:

Una picadura de avispa… Ya veo que ha tirado usted a la cabeza… Pero ¿qué es esto? Parece sangre.

Y sacó el pañuelo para limpiarse un hilillo de sangre que resbalaba por su sien. La bala debió de rozar la piel del cráneo.

Dunia había bajado el revólver y miraba a Svidrigailof con un gesto de pasmo más que de temor. Parecía incapaz de comprender lo que había hecho y lo que ocurría ante ella.

Ya lo ve: ha errado el tiro. Vuelva a disparar. Ya ve que estoy esperando.

Hablaba en voz baja y con una sonrisa que ahora tenía algo de siniestro.

Si tarda usted tanto continuó, podré caer sobre usted antes de que haya vuelto a apretar el gatillo.

Dunetchka se estremeció, preparó el revólver y apuntó.

¡Déjeme! gritó, desesperada. Le juro que volveré a disparar ¡y le mataré!

¡Qué importa! Desde luego, disparando a tres pasos es imposible fallar. Pero si usted no me mata…

Sus ojos centellearon y dio dos pasos más. Dunetchka disparó, pero no salió la bala.

Ese revólver está mal cargado. Pero no importa: le queda una bala todavía. Arréglelo. Espero.

Estaba a dos pasos de la joven y la miraba con una ardiente fijeza que expresaba una resolución indómita. Dunia comprendió que preferiría morir a renunciar a ella. Y… y ahora estaba segura de matarle, ya que sólo lo tenía a dos pasos.

De pronto arrojó el arma.

¡No quiere matarme! exclamó Svidrigailof, asombrado.

Luego respiró profundamente. Su alma acababa de librarse de un gran peso que no era sólo el temor a la muerte. Sin embargo, le habría sido difícil explicar lo que sentía. Tenía la sensación de que se había librado de otro sentimiento más penoso que el de la muerte, pero no lograba identificarlo.

Se acercó a Dunia y la enlazó suavemente por el talle. Ella no opuso la menor resistencia, pero temblaba como una hoja y le miraba con ojos suplicantes. Él intentó hablarle, mas sus labios sólo consiguieron hacer una mueca. No pudo pronunciar una sola palabra.

¡Déjame! suplicó Dunia.

Svidrigailof se estremeció. Este tuteo no era el mismo que el de hacía un momento.

Así, ¿no me amas? preguntó en un susurro.

Dunia negó con la cabeza.

¿No puedes…? ¿No podrás nunca? murmuró con acento desesperado.

Nunca respondió Dunia, también en voz baja.

Durante unos momentos se estuvo librando una lucha espantosa en el alma de Svidrigailof. Sus ojos se habían fijado en la joven con una expresión indescriptible. De súbito retiró el brazo con que había rodeado su talle, dio media vuelta y se dirigió a la ventana.

Tras unos instantes de silencio, sacó la llave del bolsillo izquierdo de su gabán y la dejó en la mesa que estaba a sus espaldas, sin volver los ojos hacia Dunia.

Ahí tiene la llave. Cójala y váyase en seguida.

Siguió mirando obstinadamente a través de la ventana.

Dunia se acercó a la mesa y cogió la llave.

¡Pronto, pronto! exclamó Svidrigailof sin hacer el menor movimiento, pero dando a sus palabras un tono terrible.

Dunia no se lo hizo repetir. Con la llave en la mano, corrió hacia la puerta, la abrió precipitadamente y salió a toda prisa. Un instante después corría como una loca a lo largo del canal en dirección al puente de …

Svidrigailof permaneció todavía tres minutos ante la ventana. Después se volvió lentamente, dirigió una mirada en torno a él y se pasó la mano por la frente. Una sonrisa horrible crispó sus facciones, una lastimosa sonrisa que expresaba impotencia, tristeza y desesperación. Su mano se manchó de sangre. Se la miró con un gesto de cólera. Luego mojó una toalla y se lavó la sien. El revólver arrojado por Dunia había rodado hasta la puerta. Lo recogió y empezó a examinarlo. Era pequeño, de tres tiros y de antiguo modelo. Aún quedaba en él una bala. Tras un momento de reflexión, se lo guardó en el bolsillo, cogió el sombrero y se marchó.

Estuvo hasta las diez de la noche recorriendo tabernas y tugurios. Halló a Katia en uno de estos establecimientos. La muchacha cantaba sus habituales y descaradas cancioncillas. Svidrigailof la invitó a beber, así como a un organillero, a los camareros, a los cantantes y a dos empleadillos que atrajeron su simpatía sólo porque tenían torcida la nariz. En uno, este apéndice se ladeaba hacia la derecha y en el otro hacia la izquierda, cosa que le sorprendió sobremanera. Éstos acabaron por llevarle a un jardín de recreo. Svidrigailof pagó las entradas. En el jardín había un abeto escuálido, tres arbolillos más y una construcción que ostentaba el nombre de Vauxhall, pero que no era más que una taberna, donde también podía tomarse té.

En el jardín había igualmente varios veladores verdes con sillas. Un coro de malos cantantes y un payaso de nariz roja completamente borracho y extraordinariamente triste se encargaban de distraer al público.

Los empleadillos se encontraron con varios colegas y empezaron a reñir con ellos. Se escogió como árbitro a Svidrigailof. Éste estuvo un cuarto de hora tratando de averiguar el motivo del pleito; pero todos gritaban a la vez y no había medio de entenderse. Lo único que comprendió fue que uno de ellos había cometido un robo y vendido el objeto robado a un judío que había llegado oportuna y casualmente, hecho lo cual se negaba a repartirse con sus compañeros el producto de la operación. Al fin se descubrió que el objeto robado era una cucharilla de plata perteneciente al Vauxhall. Los empleados del establecimiento se dieron cuenta de la desaparición de la cucharilla, y el asunto habría tomado un cariz desagradable si Svidrigailof no hubiera acallado las protestas de los perjudicados.

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