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Crimen y castigo por Fedor Dostoiewski (página 16)



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Después de pagar la cucharilla salió del jardín. Eran alrededor de las diez. No había bebido ni una gota de alcohol en toda la noche. Había tomado té, y eso porque había que

pedir algo para permanecer en el local.

La noche era oscura y el aire denso. A eso de las diez, el cielo se cubrió de negras y espesas nubes y estalló una violenta tempestad. La lluvia no caía en gotas, sino en verdaderos raudales que azotaban el suelo. Relámpagos de enorme extensión iluminaban el espacio. Svidrigailof llegó a su casa calado hasta los huesos. Se encerró en su habitación, abrió el cajón de su mesa, sacó dinero y rompió varios papeles. Después de guardarse el dinero en el bolsillo, pensó cambiarse la ropa, pero, al ver que seguía lloviendo, juzgó que no valía la pena, cogió el sombrero y salió sin cerrar la puerta. Se fue derecho a la habitación de Sonia. Allí estaba la joven, pero no sola, sino rodeada de los cuatro niños de Kapernaumof, a los que hacía tomar una taza de té.

Sonia acogió respetuosamente a su visitante. Miró con una expresión de sorpresa sus mojadas ropas, pero no hizo el menor comentario. Al ver entrar a un desconocido, los niños echaron a correr despavoridos.

Svidrigailof se sentó ante la mesa e invitó a Sonia a sentarse a su lado. La muchacha se dispuso tímidamente a escucharle.

Sonia Simonovna empezó a decir el visitante, es muy posible que me vaya a América, y como probablemente no nos volveremos a ver, he venido a arreglar con usted ciertos asuntos. Bueno, ¿ha hablado ya con esa señora? No hace falta que me cuente lo que le ha dicho, pues lo sé muy bien.

Sonia hizo un ademán y enrojeció. Svidrigailof siguió diciendo:

Esas damas tienen sus costumbres, sus ideas… En cuanto a sus hermanitos, tienen el porvenir asegurado, pues el dinero que he depositado para ellos está en lugar seguro y lo he entregado contra recibo. Aquí tiene los recibos; guárdelos por lo que pueda ocurrir. Y demos por terminado este asunto. Ahora tenga usted estos tres títulos al cinco por ciento. Su valor es de tres mil rublos. Esto es para usted y sólo para usted. Deseo que la cosa quede entre nosotros. No diga nada a nadie, oiga lo que oiga. Este dinero le será útil, ya que debe usted dejar la vida que lleva ahora. No estaría nada bien que siguiera viviendo como vive, y con este dinero no tendrá necesidad de hacerlo.

Ha sido usted tan bueno conmigo, con los huérfanos y con la difunta balbuceó Sonia, que nunca sabré cómo agradecérselo, y créame que…

¡Bah! Dejemos eso…

En cuanto a ese dinero, Arcadio Ivanovitch, muchas gracias, pero no lo necesito. Sabré ganarme el pan. No me considere una ingrata. Ya que es usted tan generoso, ese dinero…

Es para usted y sólo para usted, Sonia Simonovna. Y le ruego que no hablemos más de este asunto, pues tengo prisa. Le será útil, se lo aseguro. Rodion Romanovitch no tiene más que dos soluciones: o pegarse un tiro o ir a parar a Siberia.

Al oír estas palabras, Sonia empezó a temblar y miró aterrada a su vecino.

No se inquiete usted continuó Svidrigailof. Lo he oído todo de sus propios labios, pero no me gusta hablar y no diré ni una palabra a nadie. Hizo usted muy bien en aconsejarle que fuera a presentarse a la justicia: es el mejor partido que podría tomar… Pues bien, cuando lo envíen a Siberia, usted lo acompañará, ¿no es así? ¿Verdad que lo acompañará? En este caso, necesitará usted dinero: lo necesitará para él. ¿Comprende? Darle a usted este dinero es como dárselo a él. Además, usted ha prometido a Amalia Ivanovna pagarle. Yo lo oí. ¿Por qué contrae usted compromisos tan ligeramente, Sonia Simonovna? Era Catalina Ivanovna la que estaba en deuda con ella y no usted. Usted debió enviar a paseo a esa alemana. No se puede vivir así… En fin, si alguien le pregunta a usted por mí mañana, pasado mañana o cualquiera de estos días, cosa que sin duda ocurrirá, no hable usted de esta visita ni diga que le he dado dinero. Bueno, adiós dijo levantándose. Salude de mi parte a Rodion Romanovitch. ¡Ah, se me olvidaba! Le aconsejo que dé usted a guardar su dinero al señor Rasumikhine. ¿Le conoce? Sí, debe usted de conocerle. Es un buen muchacho. Llévele el dinero mañana… o cuando usted lo crea oportuno. Hasta entonces procure que no se lo quiten.

Sonia se había levantado también y miraba confusa a su visitante. Deseaba hablarle, hacerle algunas preguntas, pero se sentía intimidada y no sabía por dónde empezar.

Pero… pero ¿va usted a salir con esta lluvia?

¿Cómo puede importarle la lluvia a un hombre que se marcha a América? ¡Je, je! Adiós, querida Sonia Simonovna. Le deseo muchos años de vida, muchos años, pues usted será útil a los demás. A propósito: salude de mi parte al señor Rasumikhine. No lo olvide. Dígale que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof le ha dado a usted recuerdos para él. No deje de hacerlo.

Y se fue, dejando a la muchacha inquieta, temerosa y dominada por confusas sospechas.

Más adelante se supo que Svidrigailof había hecho aquella misma noche otra visita extraordinaria y sorprendente. Seguía lloviendo. A las once y veinte se presentó, completamente empapado, en casa de los padres de su prometida, que habitaban un pequeño departamento en la tercera avenida de Vasilievski Ostrof. No le fue fácil conseguir que le abrieran. Su llegada a aquella hora intempestiva causó gran desconcierto. Pero Arcadio Ivanovitch tenía el don de captarse a las personas cuando se lo proponía, y aquellos padres que en el primer momento y con sobrados motivos habían considerado la visita de Svidrigailof como una calaverada de borracho, se convencieron muy pronto de su error.

La inteligente y amable madre de la novia le acercó el sillón del achacoso padre y abrió la conversación con grandes rodeos. Nunca iba derecha al asunto y empezaba por una serie de sonrisas, gestos y ademanes. Por ejemplo, cuando quiso saber la fecha en que Arcadio Ivanovitch se proponía celebrar la boda, comenzó interesándose vivamente por París y la vida de su alta sociedad, para ir trasladándolo poco a poco desde aquella lejana capital a Vasilievski Ostrof.

Arcadio Ivanovitch había respetado siempre estas pequeñas argucias, pero aquella noche estaba más impaciente que de costumbre y solicitó ver en seguida a su futura esposa, a pesar de que le habían dicho que estaba acostada. Su demanda fue atendida.

Svidrigailof dijo simplemente a su novia que un asunto urgente le obligaba a ausentarse de Petersburgo y que por esta razón le entregaba quince mil rublos, insignificante cantidad que tenía intención de ofrecerle desde hacía tiempo y que le rogaba que la aceptase como regalo de boda. No se comprendía la relación que pudiera existir entre semejante obsequio y el anunciado viaje, y tampoco se veía en el asunto una urgencia que justificase aquella visita en plena noche y bajo una lluvia torrencial. No obstante, las explicaciones de Arcadio Ivanovitch obtuvieron una excelente acogida: incluso las exclamaciones de sorpresa y las preguntas de rigor se hicieron en un tono delicadamente moderado. Pero ello no impidió que los padres pronunciaran calurosas palabras de gratitud reforzadas por las lágrimas de la inteligente madre.

Arcadio Ivanovitch se levantó. Sonriendo, besó a su prometida y le dio una palmadita cariñosa en la cara. Seguidamente le dijo que volvería pronto, y como descubriera en sus ojos una expresión de curiosidad infantil al mismo tiempo que una grave y muda interrogación volvió a besarla, mientras se decía, con cierta contrariedad, que el regalo que acababa de hacer sería encerrado bajo llave por aquella madre que era un ejemplo de prudencia.

Cuando se fue, la familia quedó en un estado de agitación extraordinaria. Pero la inteligente madre resolvió inmediatamente ciertos puntos importantes. Manifestó que Arcadio Ivanovitch era una personalidad ocupada continuamente en negocios de gran importancia y que estaba relacionado con los personajes más eminentes. Sólo Dios sabía las ideas que pasaban por su cerebro. Había decidido hacer un viaje y realizaba su proyecto sin vacilar. Lo mismo podía decirse del regalo en dinero que acababa de hacer a su prometida. Tratándose de un hombre así, uno no debía asombrarse de nada. Ciertamente, había motivo para sorprenderse al verle tan empapado, pero mayores extravagancias se observaban en los ingleses. Además, a las personas del gran mundo no les importaban las murmuraciones y no se preocupaban por nada ni por nadie. Tal vez él se mostraba así adrede, para demostrar lo indiferente que le era la opinión ajena.

Lo más importante era no decir ni una palabra a nadie, pues sabía Dios cómo terminaría aquel asunto. Había que guardar el dinero bajo llave sin pérdida de tiempo. Afortunadamente, nadie se había enterado de lo ocurrido. Sobre todo, habría que procurar mantener en la ignorancia a la trapacera señora Resslich. Los padres estuvieron hablando de estas cosas hasta las dos de la madrugada. Pero a esta hora la hija hacía ya tiempo que había vuelto a la cama, perpleja y un poco triste.

Svidrigailof entró en la ciudad por la puerta … La lluvia había cesado, pero el viento soplaba con violencia. Se estremeció y se detuvo para contemplar con una atención extraña, vacilante, la oscura agua del Pequeño Neva. Pero al cabo de un momento de permanecer inclinado sobre el barandal sintió frío y echó a andar, internándose en la avenida… Durante cerca de media hora estuvo recorriendo esta inmensa vía como si buscase algo. Hacía poco, un día que pasaba casualmente por allí, había visto, a la derecha, una gran construcción de madera, un hotel llamado, si mal no recordaba, «Andrinópolis.» Al fin lo encontró. En verdad, era imposible no verlo en aquella oscuridad: era un largo edificio, iluminado todavía, a pesar de la hora, y en el que se percibían ciertos indicios de animación.

Entró y pidió un aposento a un mozo andrajoso que encontró en el pasillo. El sirviente le dirigió una mirada y lo condujo a una pequeña y asfixiante habitación situada al final del corredor, debajo de la escalera. No había otra: el hotel estaba lleno. El mozo esperaba, mirando a Svidrigailof con expresión interrogante.

¿Tienen té? preguntó el huésped.

Sí.

¿Y qué más?

Ternera, vodka, fiambres…

Tráigame un trozo de carne y té.

¿Nada más? preguntó el sirviente con cierto asombro. Nada más.

El mozo se fue, dando muestras de contrariedad.

«Este lugar no debe de ser muy decente pensó Svidrigailof. ¿Cómo es posible que no lo haya advertido antes? También yo debo de tener el aspecto de un hombre que viene de divertirse y ha tenido una aventura por el camino. Me gustaría saber qué clase de gente se hospeda aquí.»

Encendió la bujía y examinó el aposento atentamente. Era una verdadera jaula en la que habían abierto una ventana. Tan bajo tenía el techo, que un hombre de la talla de Svidrigailof difícilmente podía estar de pie. Además de la sucia cama, había una mesa de madera blanca pintada y una silla, lo que bastaba para llenar la habitación. Las paredes parecían construidas con simples tablas y estaban revestidas de un papel tan sucio y lleno de polvo que era imposible deducir su color. La escalera cortaba al sesgo el techo y un trozo de pared, lo que daba a la pieza un aspecto de buhardilla.

Svidrigailof depositó la bujía en la mesa, se sentó en la cama y empezó a reflexionar. Pero un murmullo de voces, que subían de tono hasta convertirse en gritos y que procedían de la habitación inmediata, acabó por atraer su atención. Aguzó el oído. Sólo una persona hablaba, quejándose a otra con voz plañidera.

Svidrigailof se levantó, puso la mano a modo de pantalla delante de la llama de la bujía y en seguida distinguió una grieta iluminada en el tabique. Se acercó y miró. La habitación era un poco mayor que la suya. En ella había dos hombres. Uno de ellos estaba de pie, en mangas de camisa; tenía el cabello revuelto, la cara enrojecida, las piernas abiertas y una actitud de orador. Se daba fuertes golpes en el pecho y sermoneaba a su compañero con voz patética, recordándole que lo había sacado del lodo, que podía abandonarlo nuevamente y que el Altísimo veía lo que ocurría aquí abajo. El amigo al que se dirigía tenía el aspecto del hombre que quiere estornudar y no puede. De vez en cuando miraba estúpidamente al orador, cuyas palabras, evidentemente, no comprendía. Sobre la mesa había un cabo de vela que estaba en las últimas, una botella de vodka casi vacía, vasos de varios tamaños, pan, cohombros y tazas de té.

Después de haber contemplado atentamente este cuadro, Svidrigailof dejó su puesto de observación y volvió a sentarse en la cama. Al traerle el té y la carne, el harapiento mozo no pudo menos de volverle a preguntar si quería alguna otra cosa, pero de nuevo recibió una respuesta negativa y se retiró definitivamente. Svidrigailof se apresuró a tomarse un vaso de té para entrar en calor. Pero no pudo comer nada. Empezaba a tener fiebre y esto le quitaba el apetito. Se despojó del abrigo y de la americana y se introdujo entre las ropas del lecho. Se sentía molesto.

«Quisiera estar bien en esta ocasión», pensó con una sonrisita irónica.

La atmósfera era asfixiante, la bujía iluminaba débilmente la habitación, fuera rugía el viento. Llegaba de un rincón ruido de ratas; además, un olor de cuero y de ratón llenaba la pieza. Svidrigailof fantaseaba tendido en su lecho. Las ideas se sucedían confusamente en su cerebro. Deseaba que su imaginación se detuviera sobre algo. Pensó:

«Debe de haber un jardín debajo de la ventana. Oigo el rumor del ramaje agitado por el viento. ¡Cómo odio este rumor de follaje en las noches de tormenta! Es verdaderamente desagradable. »

Y recordó que hacía un momento, al pasar por el parque Petrovitch, había experimentado la misma ingrata sensación. Luego pensó en el Pequeño Neva y volvió a estremecerse como se había estremecido hacía un rato cuando se había asomado a mirar el agua.

« Nunca he podido ver el agua ni en pintura. »

Y acto seguido le asaltaron otras extrañas ideas que le hicieron sonreír de nuevo.

«En estos momentos, todo eso de la comodidad y la estética debería tenerme sin cuidado. Sin embargo, estoy procediendo como el animal que lucha por conseguir un buen sitio… ¡En estas circunstancias…! Lo mejor habría sido ir en seguida a Petrovski Ostrof. Pero no, me han dado miedo el frío y las tinieblas. ¡Je, je! ¡El señor necesita sensaciones agradables…! Pero ¿por qué no he apagado ya la vela?»

La apagó de un soplo y, al no ver luz en la grieta del tabique, siguió diciéndose:

«Mis vecinos se han acostado ya… Ahora sería oportuna tu visita, Marfa Petrovna. La oscuridad es completa; el lugar, adecuado; el momento, propicio… Pero ya veo que no quieres venir. »

De pronto se acordó de que, poco antes de poner en práctica su proyecto sobre Dunia, había aconsejado a Raskolnikof que confiara a su hermana a la custodia de Rasumikhine.

«Lo he dicho para fustigarme los nervios, como ha adivinado Rodion Romanovitch. ¡Qué astuto es! Ha sufrido mucho. Puede llegar a ser algo con el tiempo, cuando se vea libre de las disparatadas ideas que ahora le obsesionan. Está anhelante de vida. En tales circunstancias, todos los hombres como él son cobardes… ¡En fin, que el diablo le lleve! ¡Qué me importa a mí lo que haga o deje de hacer!

El sueño seguía huyendo de él. Poco a poco, la imagen de Dunia fue esbozándose en su imaginación y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.

« ¡No, hay que terminar! se dijo, volviendo en sí. Pensemos en otra cosa. Es verdaderamente extraño y curioso que yo no haya odiado jamás seriamente a nadie, que no haya tenido el deseo de vengarme de nadie. Esto es mala señal… ¡Cuántas promesas le he hecho! Esa mujer podría haberme gobernado a su antojo.»

Se detuvo y apretó los dientes. La imagen de Dunetchka surgió ante él tal como la había visto en el momento de hacer el primer disparo. Después había tenido miedo, había bajado el revólver y se había quedado mirándole como petrificada por el espanto. Entonces él habría podido cogerla, y no una, sino dos veces, sin que ella hubiera levantado el brazo para defenderse. Sin embargo, él la avisó. Recordaba que se había compadecido de ella. Sí, en aquel momento su corazón se había conmovido.

« ¡Diablo! ¿Todavía pensando en esto? ¡Hay que terminar, terminar de una vez ! »

Ya empezaba a dormirse, ya se calmaba su temblor febril, cuando notó que algo corría sobre la cubierta, a lo largo de su brazo y de su pierna.

«¡Demonio! Debe de ser un ratón. Me he dejado la carne en la mesa y…»

No quería destaparse ni levantarse con aquel frío. Pero de pronto notó en la pierna un nuevo contacto desagradable. Entonces echó a un lado la cubierta y encendió la bujía. Después, temblando de frío, empezó a inspeccionar la cama. De súbito vio que un ratón saltaba sobre la sábana. Intentó atraparlo, pero el animal, sin bajar del lecho, empezó a corretear y a zigzaguear en todas direcciones, burlando a la mano que trataba de asirlo. Al fin se introdujo debajo de la almohada. Svidrigailof arrojó la almohada al suelo, pero notó que algo había saltado sobre su pecho y se paseaba por encima de su camisa. En este momento se estremeció de pies a cabeza y se despertó. La oscuridad reinaba en la habitación y él estaba acostado y bien tapado como poco antes. Fuera seguía rugiendo el viento.

« ¡Esto es insufrible! » se dijo con los nervios crispados.

Se levantó y se sentó en el borde del lecho, dando la espalda a la ventana.

«Es preferible no dormir», decidió.

De la ventana llegaba un aire frío y húmedo. Sin moverse de donde estaba, Svidrigailof tiró de la cubierta y se envolvió en ella. Pero no encendió la bujía. No pensaba en nada, no quería pensar. Sin embargo, vagas visiones, ideas incoherentes, iban desfilando por su cerebro. Cayó en una especie de letargo. Fuera por la influencia del frío, de la humedad, de las tinieblas o del viento que seguía agitando el ramaje, lo cierto es que sus pensamientos tomaron un rumbo fantástico. No veía más que flores. Un bello paisaje se ofrecía a sus ojos. Era un día tibio, casi cálido; un da de fiesta: la Trinidad. Estaba contemplando un lujoso chalé de tipo inglés rodeado de macizos repletos de flores. Plantas trepadoras adornaban la escalinata guarnecida de rosas. A ambos lados de las gradas de mármol, cubiertas por una rica alfombra, se veían jarrones chinescos repletos de flores raras. Las ventanas ostentaban la delicada blancura de los jacintos, que pendían de sus largos y verdes tallos sumergidos en floreros, y de ellos se desprendía un perfume embriagador.

Svidrigailof no sentía ningún deseo de alejarse de allí. Subió por la escalinata y llegó a un salón de alto techo, repleto también de flores. Había flores por todas partes: en las ventanas, al lado de las puertas abiertas, en el mirador… El entarimado estaba cubierto de fragante césped recién cortado. Por las ventanas abiertas penetraba una brisa deliciosa. Los pájaros cantaban en el jardín. En medio de la estancia había una gran mesa revestida de raso blanco, y sobre la mesa, un ataúd acolchado, orlado de blancos encajes y rodeado de guirnaldas de flores. En el féretro, sobre un lecho de flores, descansaba una muchachita vestida de tul blanco. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, parecían talladas en mármol. Su cabello, suelto y de un rubio claro, rezumaba agua. Una corona de rosas ceñía su frente. Su perfil severo y ya petrificado parecía igualmente de mármol. Sus pálidos labios sonreían, pero esta sonrisa no tenía nada de infantil: expresaba una amargura desgarradora, una tristeza sin límites.

Svidrigailof conocía a aquella jovencita. Cerca del ataúd no había ninguna imagen, ningún cirio encendido, ni rumor alguno de rezos. Aquella muchacha era una suicida: se había arrojado al río. Sólo tenia catorce años y había sufrido un ultraje que había destrozado su corazón, llenado de terror su conciencia infantil, colmado su alma de una vergüenza que no merecía y arrancado de su pecho un grito supremo de desesperación que el mugido del viento había ahogado en una noche de deshielo húmeda y tenebrosa…

Svidrigailof se despertó, saltó de la cama y se fue hacia la ventana. Buscó a tientas la falleba y abrió. El viento entró en el cuartucho, y Svidrigailof tuvo la sensación de que una helada escarcha cubría su rostro y su pecho, sólo protegido por la camisa. Debajo de la ventana debía de haber, en efecto, una especie de jardín…, probablemente un jardín de recreo. Durante el día se cantarían allí canciones ligeras y se serviría té en veladores. Pero ahora los árboles y los arbustos goteaban, reinaba una oscuridad de caverna y las cosas eran manchas oscuras apenas perceptibles.

Svidrigailof estuvo cinco minutos acodado en el antepecho de la ventana mirando aquellas tinieblas. De pronto resonó un cañonazo en la noche, al que siguió otro inmediatamente.

« La señal de que sube el agua pensó. Dentro de unas horas, las panes bajas de la ciudad estarán inundadas. Las ratas de las cuevas serán arrastradas por la corriente y, en medio del viento y la lluvia, los hombres, calados hasta los huesos, empezarán a transportar, entre juramentos, todos sus trastros a los pisos altos de las casas. A todo esto, ¿qué hora será?»

En el momento en que se hacía esta pregunta, en un reloj cercano resonaron tres poderosas y apremiantes campanadas.

«Dentro de una hora será de día. ¿Para qué esperar más? Voy a marcharme ahora mismo. Me iré directamente a la isla Petrovski. Allí elegiré un gran árbol tan empapado de lluvia que, apenas lo roce con el hombro, miles de diminutas gotas caerán sobre mi cabeza.»

Se retiró de la ventana, la cerró, encendió la bujía, se vistió y salió al pasillo con la palmatoria en la mano. Se proponía despertar al mozo, que sin duda dormiría en un rincón, entre un montón de trastos viejos, pagar la cuenta y salir del hotel.

«He escogido el mejor momento se dijo Imposible encontrar otro más indicado.»

Estuvo un rato yendo y viniendo por el estrecho y largo corredor sin ver a nadie. Al fin descubrió en un rincón oscuro, entre un viejo armario y una puerta, una forma extraña que le pareció dotada de vida. Se inclinó y, a la luz de la bujía, vio a una niña de unos cuatro años, o cinco a lo sumo. Lloraba entre temblores y sus ropitas estaban empapadas. No se asustó al ver a Svidrigailof, sino que se limitó a mirarlo con una expresión de inconsciencia en sus grandes ojos negros, respirando profundamente de vez en cuando, como ocurre a los niños que, después de haber llorado largamente, empiezan a consolarse y sólo de tarde en tarde le acometen de nuevo los sollozos. La niña estaba helada y en su fina carita había una mortal palidez. ¿Por qué estaba allí? Por lo visto, no había dormido en toda la noche. De pronto se animó y, con su vocecita infantil y a una velocidad vertiginosa, empezó a contar una historia en la que salía a relucir una taza que ella había roto y el temor de que su madre le pegara. La niña hablaba sin cesar.

Svidrigailof dedujo que se trataba de una niña a la que su madre no quería demasiado. Ésta debía de ser una cocinera del barrio, tal vez del hotel mismo, aficionada a la bebida y que solía maltratar a la pobre criatura. La niña había roto una taza y había huido presa de terror. Sin duda había estado vagando largo rato por la calle, bajo la fuerte lluvia, y al fin había entrado en el hotel para refugiarse en aquel rincón, junto al armario, donde había pasado la noche temblando de frío y de miedo ante la idea del duro castigo que le esperaba por su fechoría.

La cogió en sus brazos, la llevó a su habitación, la puso en la cama y empezó a desnudarla. No llevaba medias y sus agujereados zapatos estaban tan empapados como si hubieran pasado una noche entera dentro del agua. Cuando le hubo quitado el vestido, la acostó y la tapó cuidadosamente con la ropa de la cama. La niña se durmió en seguida. Svidrigailof volvió a sus sombríos pensamientos.

«¿Para qué me habré metido en esto? se dijo con una sensación opresiva y un sentimiento de cólera. ¡Qué absurdo!»

Cogió la bujía para volver a buscar al mozo y marcharse cuanto antes.

«Es una golfilla», pensó, añadiendo una palabrota, en el momento de abrir la puerta.

Pero volvió atrás para ver si la niña dormía tranquilamente. Levantó el embozo con cuidado. La chiquilla estaba sumida en un plácido sueño. Había entrado en calor y sus pálidas mejillas se habían coloreado. Pero, cosa extraña, el color de aquella carita era mucho más vivo que el que vemos en los niños ordinariamente.

«Es el color de la fiebre», pensó Svidrigailof.

Aquella niña tenía el aspecto de haber bebido, de haberse bebido un vaso de vino entero. Sus purpúreos labios parecían arder… ¿Pero qué era aquello? De pronto le pareció que las negras y largas pestañas de la niña oscilaban y se levantaban ligeramente. Los entreabiertos párpados dejaron escapar una mirada penetrante, maliciosa y que no tenía nada de infantil. ¿Era que la niña fingía dormir? Sí, no cabía duda. Su boquita sonrió y las comisuras de sus labios temblaron en un deseo reprimido de reír. Y he aquí que de improviso deja de contenerse y se ríe francamente. Algo desvergonzado, provocativo, aparece en su rostro, que no es ya el rostro de una niña. Es la expresión del vicio en la cara de una prostituta. Y los ojos se

abren francamente, enteramente, y envuelven a Svidrigailof en una mirada ardiente y lasciva, de alegre invitación… La carita infantil tiene un algo repugnante con su expresión de lujuria.

« ¿Cómo es posible que a los cinco años…? piensa, horro

rizado. Pero ¿qué otra cosa puede ser?»

La niña vuelve hacia él su rostro ardiente y le tiende los brazos.

Svidrigailof lanza una exclamación de espanto, levanta la mano, amenazador…, y en este momento se despierta.

Vio que seguía acostado, bien cubierto por las ropas de la cama. La vela no estaba encendida y en la ventana apuntaba la luz del amanecer.

«Me he pasado la noche en una continua pesadilla.»

Se incorporó y advirtió, indignado, que tenía el cuerpo dolorido. En el exterior reinaba una espesa niebla que impedía ver nada. Eran cerca de las cinco. Había dormido demasiado. Se levantó, se puso la americana y el abrigo, húmedos todavía, palpó el revólver guardado en el bolsillo, lo sacó y se aseguró de que la bala estaba bien colocada. Luego se sentó ante la mesa, sacó un cuaderno de notas y escribió en la primera página varias líneas en gruesos caracteres. Después de leerlas, se acodó en la mesa y quedó pensativo. El revólver y el cuaderno de notas estaban sobre la mesa, cerca de él. Las moscas habían invadido el trozo de carne que había quedado intacto. Las estuvo mirando un buen rato y luego empezó a cazarlas con la mano derecha. Al fin se asombró de dedicarse a semejante ocupación en aquellos momentos; volvió en sí, se estremeció y salió de la habitación con paso firme. Un minuto después estaba en la calle. Una niebla opaca y densa flotaba sobre la ciudad. Svidrigailof se dirigió al Pequeño Neva por el sucio y resbaladizo pavimento de madera, y mientras avanzaba veía con la imaginación la crecida nocturna del río, la isla Petrovski, con sus senderos empapados, su hierba húmeda, sus sotos, sus macizos cargados de agua y, en fin, aquel árbol… Entonces, indignado consigo mismo, empezó a observar los edificios junto a los cuales pasaba, para desviar el curso de sus ideas.

La avenida estaba desierta: ni un peatón, ni un coche. Las casas bajas, de un amarillo intenso, con sus ventanas y sus postigos cerrados tenían un aspecto sucio y triste. El frío y la humedad penetraban en el cuerpo de Svidrigailof y lo estremecían. De vez en cuando veía un rótulo y lo leía detenidamente. Al fin terminó el pavimento de madera y se encontró en las cercanías de un gran edificio de piedra. Entonces vio un perro horrible que cruzaba la calzada con el rabo entre piernas. En medio de la acera, tendido de bruces, había un borracho. Lo miró un momento y continuó su camino.

A su izquierda se alzaba una torre.

«He aquí un buen sitio. ¿Para qué tengo que ir a la isla Petrovski? Aquí, por lo menos, tendré un testigo oficial.»

Sonrió ante esta idea y se internó en la calle donde se alzaba el gran edificio coronado por la torre.

Apoyado en uno de los batientes de la maciza puerta principal, que estaba cerrada, había un hombrecillo envuelto en un capote gris de soldado y con un casco en la cabeza. Su rostro expresaba esa arisca tristeza que es un rasgo secular en la raza judía.

Los dos se examinaron un momento en silencio. Al soldado acabó por parecerle extraño que aquel desconocido que no estaba borracho se hubiera detenido a tres pasos de él y le mirara sin decir nada.

¿Qué quiere usted? preguntó ceceando y sin hacer el menor movimiento.

Nada, amigo mío respondió Svidrigailof. Buenos días.

Siga su camino.

¿Mi camino? Me voy al extranjero.

¿Al extranjero?

A América.

¿A América?

Svidrigailof sacó el revólver del bolsillo y lo preparó para disparar. El soldado arqueó las cejas.

Oiga, aquí no quiero bromas ceceó.

¿Por qué?

Porque no es lugar a propósito.

El sitio es excelente, amigo mío. Si alguien te pregunta, tú le dices que me he marchado a América.

Y apoyó el cañón del revólver en su sien derecha.

¡Eh, eh! exclamó el soldado, abriendo aún más los ojos y mirándole con una expresión de terror. Ya le he dicho que éste no es sitio para bromas.

Svidrigailof oprimió el gatillo.

Aquel mismo día, entre seis y siete de la tarde, Raskolnikof se dirigía a la vivienda de su madre y de su hermana. Ahora habitaban en el edificio Bakaleev, donde ocupaban las habitaciones recomendadas por Rasumikhine. La entrada de este departamento daba a la calle. Raskolnikof estaba ya muy cerca cuando empezó a vacilar. ¿Entraría? Sí, por nada del mundo volvería atrás. Su resolución era inquebrantable.

«No saben nada pensó, y están acostumbradas a considerarme como un tipo raro.»

Tenía un aspecto lamentable: sus ropas estaban empapadas, sucias de barro, llenas de desgarrones. Tenía el rostro desfigurado por la lucha que se estaba librando en su interior desde hacía veinticuatro horas. Había pasado la noche a solas consigo mismo Dios sabía dónde. Pero había tomado una decisión y la cumpliría.

Llamó a la puerta. Le abrió su madre, pues Dunetchka había salido. Tampoco estaba en casa la sirvienta. En el primer momento, Pulqueria Alejandrovna enmudeció de alegría. Después le cogió de la mano y le hizo entrar.

¡Al fin! exclamó con voz alterada por la emoción. Perdóname, Rodia, que lo reciba derramando lágrimas como una tonta. No creas que lloro: estas lágrimas son de alegría. Te aseguro que no estoy triste, sino muy contenta, y cuando lo estoy no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas. Desde la muerte de yu padre, las derramo por cualquier cosa… Siéntate, hijo: estás fatigado. ¡Oh, cómo vas!

Es que ayer me mojé dijo Raskolnikof.

¡Bueno, nada de explicaciones! replicó al punto Pulqueria Alejandrovna. No te inquietes, que no te voy a abrumar con mil preguntas de mujer curiosa. Ahora ya lo comprendo todo, pues estoy iniciada en las costumbres de Petersburgo y ya veo que la gente de aquí es más inteligente que la de nuestro pueblo. Me he convencido de que soy incapaz de seguirte en tus ideas y de que no tengo ningún derecho a pedirte cuentas… Sabe Dios los proyectos que tienes y los pensamientos que ocupan tu imaginación… Por lo tanto, no quiero molestarte con mis preguntas. ¿Qué te parece…? ¡Ah, qué ridícula soy! No hago más que hablar y hablar como una imbécil… Oye, Rodia: voy a leer por tercera vez aquel artículo que publicaste en una revista. Nos lo trajo Dmitri Prokofitch. Ha sido para mí una revelación. «Ahí tienes, estúpida, lo que piensa, y eso lo explica todo me dije. Todos los sabios son así. Tiene ideas nuevas, y esas ideas le absorben mientras tú sólo piensas en distraerlo y atormentarlo… En tu artículo hay muchas cosas que no comprendo, pero esto no tiene nada de extraño, pues ya sabes lo ignorante que soy.

Enséñame ese artículo, mamá.

Raskolnikof abrió la revista y echó una mirada a su artículo. A pesar de su situación y de su estado de ánimo, experimentó el profundo placer que siente todo autor al ver su primer trabajo impreso, y sobre todo si el escritor es un joven de veintitrés años. Pero esta sensación sólo duró un momento. Después de haber leído varias líneas, Rodia frunció las cejas y sintió como si una garra le estrujara el corazón. La lectura de aquellas líneas le recordó todas las luchas que se habían librado en su alma durante los últimos meses. Arrojó la revista sobre la mesa con un gesto de viva repulsión.

Por estúpida que sea, Rodia, puedo comprender que dentro de poco ocuparás uno de los primeros puestos, si no el primero de todos, en el mundo de la ciencia. ¡Y pensar que creían que estabas loco! ¡Ja, ja, ja! Pues esto es lo que sospechaban. ¡Ah, miserables gusanos! No alcanzan a comprender lo que es la inteligencia. Hasta Dunetchka, sí, hasta la misma Dunetchka parecía creerlo. ¿Qué me dices a esto…? Tu pobre padre había enviado dos trabajos a una revista, primero unos versos, que tengo guardados y algún día te enseñaré, y después una novela corta que copié yo misma. ¡Cómo imploramos al cielo que los aceptaran! Pero no, los rechazaron. Hace unos días, Rodia, me apenaba verte tan mal vestido y alimentado y viviendo en una habitación tan mísera, pero ahora me doy cuenta de que también esto era una tontería, pues tú, con tu talento, podrás obtener cuanto desees tan pronto como te lo propongas. Sin duda, por el momento te tienen sin cuidado estas cosas, pues otras más importantes ocupan tu imaginación.

¿Y Dunia, mamá?

No está, Rodia. Sale muy a menudo, dejándome sola. Dmitri Prokofitch tiene la bondad de venir a hacerme compañía y siempre me habla de ti. Te aprecia de veras. En cuanto a tu hermana, no puedo decir que me falten sus cuidados. No me quejo. Ella tiene su carácter y yo el mío. A ella le gusta tener secretos para mí y yo no quiero tenerlos para mis hijos. Claro que estoy convencida de que Dunetchka es demasiado inteligente para… Por lo demás, nos quiere… Pero no sé cómo terminará todo esto. Ya ves que está ausente durante esta visita tuya que me ha hecho tan feliz. Cuando vuelva le diré: «Tu hermano ha venido cuando tú no estabas en casa. ¿Dónde has estado?» Tú, Rodia, no te preocupes demasiado por mí. Cuando puedas, pasa a verme, pero si te es imposible venir, no te inquietes. Tendré paciencia, pues ya sé que sigues queriéndome, y esto me basta. Leeré tus obras y oiré hablar de ti a todo el mundo. De vez en cuando vendrás a verme. ¿Qué más puedo desear? Hoy, por ejemplo, has venido a consolar a tu madre…

Y Pulqueria Alejandrovna se echó de pronto a llorar.

¡Otra vez las lágrimas! No me hagas caso, Rodia: estoy loca.

Se levantó precipitadamente y exclamó:

¡Dios mío! Tenemos café y no te he dado. ¡Lo que es el egoísmo de las viejas! Un momento, un momento…

No, mamá, no me des café. Me voy en seguida. Escúchame, te ruego que me escuches.

Pulqueria Alejandrovna se acercó tímidamente a su hijo. Mamá, ocurra lo que ocurra y oigas decir de mí lo que oigas, ¿me seguirás queriendo como me quieres ahora? preguntó Rodia, llevado de su emoción y sin medir el alcance de sus palabras.

Pero, Rodia, ¿qué te pasa? ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Quién se atreverá a decirme nada contra ti? Si alguien lo hiciera, me negaría a escucharle y le volvería la espalda.

He venido a decirte que te he querido siempre y que soy feliz al pensar que no estás sola ni siquiera cuando Dunia se ausenta. Por desgraciada que seas, piensa que tu hijo te quiere más que a sí mismo y que todo lo que hayas podido pensar sobre mi crueldad y mi indiferencia hacia ti ha sido un error. Nunca dejaré de quererte… Y basta ya. He comprendido que debía hablarte así, darte esta explicación.

Pulqueria Alejandrovna abrazó a su hijo y lo estrechó contra su corazón mientras lloraba en silencio.

No sé qué te pasa, Rodia dijo al fin. Creía sencillamente que nuestra presencia te molestaba, pero ahora veo que te acecha una gran desgracia y que esta amenaza te llena de angustia. Hace tiempo que lo sospechaba, Rodia. Perdona que te hable de esto, pero no se me va de la cabeza e incluso me quita el sueño. Esta noche tu hermana ha soñado en voz alta y sólo hablaba de ti. He oído algunas palabras, pero no he comprendido nada absolutamente. Desde esta mañana me he sentido como el condenado a muerte que espera el momento de la ejecución. Tenía el presentimiento de que ocurriría una desgracia, y ya ha ocurrido. Rodia, ¿dónde vas? Pues vas a emprender un viaje, ¿verdad?

Sí.

Me lo figuraba. Pero puedo acompañarte. Y Dunia también. Te quiere mucho. Además, puede venir con nosotros Sonia Simonovna. De buen grado la aceptaría como hija. Dmitri Prokofitch nos ayudará a hacer los preparativos… Pero dime: ¿adónde vas?

Adiós.

Pero ¿te vas hoy mismo? exclamó como si fuera a perder a su hijo para siempre.

No puedo estar más tiempo aquí. He de partir en seguida.

¿No puedo acompañarte?

No. Arrodíllate y ruega a Dios por mi. Tal vez te escuche.

Deja que te dé mi bendición… Así… ¡Señor, Señor…!

Rodia se felicitaba de que nadie, ni siquiera su hermana, estuviera presente en aquella entrevista. De súbito, tras aquel horrible período de su vida, su corazón se había ablandado. Raskolnikof cayó a los pies de su madre y empezó a besarlos. Después los dos se abrazaron y lloraron. La madre ya no daba muestras de sorpresa ni hacia pregunta alguna. Hacía tiempo que sospechaba que su hijo atravesaba una crisis terrible y comprendía que había llegado el momento decisivo.

Rodia, hijo mío, mi primer hijo decía entre sollozos, ahora te veo como cuando eras niño y venías a besarme y a ofrecerme tus caricias. Entonces, cuando aún vivía tu padre, tu presencia bastaba para consolarnos de nuestras penas. Después, cuando el pobre ya habia muerto, ¡cuántas veces lloramos juntos ante su tumba, abrazados como ahora! Si hace tiempo que no ceso de llorar es porque mi corazón de madre se sentía torturado por terribles presentimientos. En nuestra primera entrevista, la misma tarde de nuestra llegada a Petersburgo, tu cara me anunció algo tan doloroso, que mi corazón se paralizó, y hoy, cuando te he abierto la puerta y te he visto, he comprendido que el momento fatal había llegado. Rodia, ¿verdad que no partes en seguida?

No.

¿Volverás?

Si.

No te enfades, Rodia; no quiero interrogarte; no me atrevo a hacerlo. Pero quisiera que me dijeses una cosa: ¿vas muy lejos?

Sí, muy lejos.

¿Tendrás allí un empleo, una posición?

Tendré lo que Dios quiera. Ruega por mí.

Raskolnikof se dirigió a la puerta, pero ella lo cogió del brazo y lo miró desesperadamente a los ojos. Sus facciones reflejaban un espantoso sufrimiento.

Basta, mamá.

En aquel momento se arrepentía profundamente de haber ido a verla.

No te vas para siempre, ¿verdad? Vendrás mañana, ¿no es cierto?

Si, si. Adiós.

Y huyó.

La tarde era tibia, luminosa. Pasada la mañana, el tiempo se había ido despejando. Raskolnikof deseaba volver a su casa cuanto antes. Quería dejarlo todo terminado antes de la puesta del sol y su mayor deseo era no encontrarse con nadie por el camino.

Al subir la escalera advirtió que Nastasia, ocupada en preparar el té en la cocina, suspendía su trabajo para seguirle con la mirada.

«¿Habrá alguien en mi habitación?», se preguntó Raskolnikof, y pensó en el odioso Porfirio.

Pero cuando abrió la puerta de su aposento vio a Dunetchka sentada en el diván. Estaba pensativa y debía de esperarle desde hacía largo rato. Rodia se detuvo en el umbral. Ella se estremeció y se puso en pie. Su inmóvil mirada se fijó en su hermano: expresaba espanto y un dolor infinito. Esta mirada bastó para que Raskolnikof comprendiera que Dunia lo sabía todo.

¿Debo entrar o marcharme? preguntó el joven en un tono de desafío.

He pasado el día en casa de Sonia Simonovna. Allí te esperábamos las dos. Confiábamos en que vendrías.

Raskolnikof entró en la habitación y se dejó caer en una silla, extenuado.

Me siento débil, Dunia. Estoy muy fatigado y, sobre todo en este momento, necesitaría disponer de todas mis fuerzas.

Él le dirigió de nuevo una mirada retadora.

¿Dónde has pasado la noche? preguntó Dunia.

No lo recuerdo. Lo único que me ha quedado en la memoria es que tenía el propósito de tomar una determinación definitiva y paseaba a lo largo del Neva. Quería terminar, pero no me he decidido.

Al decir esto, miraba escrutadoramente a su hermana.

¡Alabado sea Dios! exclamó Dunia. Eso era precisamente lo que temíamos Sonia Simonovna y yo. Eso demuestra que aún crees en la vida. ¡Alabado sea Dios!

Raskolnikof sonrió amargamente.

No creo en la vida. Pero hace un momento he hablado con nuestra madre y nos hemos abrazado llorando. Soy un incrédulo, pero le he pedido que rezara por mí. Sólo Dios sabe cómo ha podido suceder esto, Dunetchka, pues yo no comprendo nada.

¿Cómo? ¿Has estado hablando con nuestra madre? exclamó Dunetchka, aterrada. ¿Habrás sido capaz de decírselo todo?

No, yo no le he dicho nada claramente; pero ella sabe muchas cosas. Te ha oído soñar en voz alta la noche pasada. Estoy seguro de que está enterada de buena parte del asunto. Tal vez he hecho mal en ir a verla. Ni yo mismo sé por qué he ido. Soy un hombre vil, Dunia.

Sí, pero dispuesto a ir en busca de la expiación. Porque irás, ¿verdad?

Sí: iré en seguida. Para huir de este deshonor estaba dispuesto a arrojarme al río, pero en el momento en que iba a hacerlo me dije que siempre me había considerado como un hombre fuerte y que un hombre fuerte no debe temer a la vergüenza. ¿Es esto un acto de valor, Dunia?

Sí, Rodia.

En los turbios ojos de Raskolnikof fulguró una especie de relámpago. Se sentía feliz al pensar que no había perdido la arrogancia.

No creas, Dunia, que tuve miedo a morir ahogado dijo, mirando a su hermana con una sonrisa horrible.

¡Basta, Rodia! exclamó la joven con un gesto de dolor.

Hubo un largo silencio. Raskolnikof tenía la mirada fija en el suelo. Dunetchka, en pie al otro lado de la mesa, le miraba con una expresión de amargura indecible. De pronto, Rodia se levantó.

Es ya tarde. Tengo que ir a entregarme. Aunque no sé por qué lo hago.

Gruesas lágrimas rodaban por las mejillas de Dunia.

Estás llorando, hermana mía. Pero me pregunto si querrás darme la mano.

¿Lo dudas?

Lo estrechó fuertemente contra su pecho.

Al ir a ofrecerte a la expiación, ¿acaso no borrarás la mitad de tu crimen? exclamó, cerrando más todavía el cerco de sus brazos y besando a Rodia.

¿Mi crimen? ¿Qué crimen? exclamó el joven en un repentino acceso de furor. ¿El de haber matado a un gusano venenoso, a una vieja usurera que hacía daño a todo el mundo, a un vampiro que chupaba la sangre a los necesitados? Un crimen así basta para borrar cuarenta pecados. No creo haber cometido ningún crimen y no trato de expiarlo. ¿Por qué me han de gritar por todas partes: « ¡Has cometido un crimen! »? Ahora que me he decidido a afrontar este vano deshonor me doy cuenta de lo absurdo de mi proceder. Sólo por cobardía y por debilidad voy a dar este paso…, o tal vez por el interés de que me habló Porfirio.

Pero ¿qué dices, Rodia? exclamó Dunia, consternada. Has derramado sangre.

Sangre…, sangre… exclamó el joven con creciente vehemencia. Todo el mundo la ha derramado. La sangre ha corrido siempre en oleadas sobre la tierra. Los hombres que la vierten como el agua obtienen un puesto en el Capitolio y el título de bienhechores de la humanidad. Analiza un poco las cosas antes de juzgarlas. Yo deseaba el bien de la humanidad, y centenares de miles de buenas acciones habrían compensado ampliamente esta única necedad, mejor dicho, esta torpeza, pues la idea no era tan necia como ahora parece. Cuando fracasan, incluso los mejores proyectos parecen estúpidos. Yo pretendía solamente obtener la independencia, asegurar mis primeros pasos en la vida. Después lo habría reparado todo con buenas acciones de gran alcance. Pero fracasé desde el primer momento, y por eso me consideran un miserable. Si hubiese triunfado, me habrían tejido coronas; en cambio, ahora creen que sólo sirvo para que me echen a los perros.

Pero ¿qué dices, Rodia?

Me someto a la ética, pero no comprendo en modo alguno por qué es más glorioso bombardear una ciudad sitiada que asesinar a alguien a hachazos. El respeto a la ética es el primer signo de impotencia. Jamás he estado tan convencido de ello como ahora. No puedo comprender, y cada vez lo comprendo menos, cuál es mi crimen.

Su rostro, ajado y pálido, había tomado color, pero, al pronunciar estas últimas palabras, su mirada se cruzó casualmente con la de su hermana y leyó en ella un sufrimiento tan espantoso, que su exaltación se desvaneció en un instante. No pudo menos de decirse que había hecho desgraciadas a aquellas dos pobres mujeres, pues no cabía duda de que él era el causante de sus sufrimientos.

Querida Dunia, si soy culpable, perdóname…, aunque esto es imposible si soy verdaderamente un criminal… Adiós; no discutamos más. Tengo que marcharme en seguida. Te ruego que no me sigas. Tengo que pasar todavía por casa de … Ve a hacer compañía a nuestra madre, te lo suplico. Es el último ruego que te hago. No la dejes sola. La he dejado hundida en una angustia a la que difícilmente se podrá sobreponer. Se morirá o perderá la razón. No te muevas de su lado. Rasumikhine no os abandonará. He hablado con él. No te aflijas. Me esforzaré por ser valeroso y honrado durante toda mi vida, aunque sea un asesino. Es posible que oigas hablar de mí todavía. Ya verás como no tendréis que avergonzaros de mí. Todavía intentaré algo. Y ahora, adiós.

Se había despedido apresuradamente, al advertir una extraña expresión en los ojos de Dunia mientras le hacía sus últimas promesas.

¿Por qué lloras? No llores, Dunia, no llores: algún día nos volveremos a ver… ¡Ah, espera! Se me olvidaba.

Se acercó a la mesa, cogió un grueso y empolvado libro, lo abrió y sacó un pequeño retrato pintado a la acuarela sobre una lámina de marfil. Era la imagen de la hija de su patrona, su antigua prometida, aquella extraña joven que soñaba con entrar en un convento y que había muerto consumida por la fiebre. Observó un momento aquella carita doliente, la besó y entregó el retrato a Dunia.

Le hablé muchas veces de «eso». Sólo a ella le hablé dijo, recordando. Le confié gran parte de mi proyecto, del plan que tuvo un resultado tan lamentable. Pero tranquilízate, Dunia: ella se rebeló contra este acto como te has rebelado tú. Ahora celebro que haya muerto.

Después volvió a sus inquietudes.

Lo más importante es saber si he pensado bien en el paso que voy a dar y que motivará un cambio completo de mi vida. ¿Estoy preparado para sufrir las consecuencias de la resolución que voy a llevar a cabo? Me dicen que es necesario que pase por ese trance. Pero ¿es realmente preciso? ¿De qué me servirán esos absurdos sufrimientos? ¿Qué vigor habré adquirido y qué necesidad tendré de vivir cuando haya salido del presidio destrozado por veinte años de penalidades? ¿Y por qué he de entregarme ahora voluntariamente a semejante vida…? Bien me he dado cuenta esta mañana de que era un cobarde cuando vacilaba en arrojarme al Neva.

Al fin se marcharon. Durante esta escena, sólo el cariño que sentía por su hermano había podido sostener a Dunia.

Se separaron, pero Dunetchka, después de haber recorrido no más de cincuenta pasos, se volvió para mirar a su hermano por última vez. Y él, cuando llegó a la esquina, se volvió también. Sus miradas se cruzaron, y Raskolnikof, al ver los ojos de su hermana fijos en él, hizo un ademán de impaciencia, incluso de cólera, invitándola a continuar su camino.

« Soy duro, soy malo; no me cabe duda se dijo avergonzado de su brusco ademán; pero ¿por qué me quieren tanto si no lo merezco? ¡Ah, si yo hubiera estado solo, sin ningún afecto y sin sentirlo por nadie! Entonces todo habría sido distinto. Me gustaría saber si en quince o veinte años me convertiré en un hombre tan humilde y resignado que venga a lloriquear ante toda esa gente que me llama canalla. Sí, así me consideran; por eso quieren enviarme a presidio; no desean otra cosa… Miradlos llenando las calles en interminables oleadas. Todos, desde el primero hasta el último, son unos miserables, unos canallas de nacimiento y, sobre todo, unos idiotas. Si alguien intentara librarme del presidio, sentirían una indignación rayana en la ferocidad. ¡Cómo los odio! »

Cayó en un profundo ensimismamiento. Se preguntó si llegaría realmente un día en que se sometería ante todos y aceptaría su propia suerte sin razonar, con una resignación y una humildad sinceras.

«¿Por qué no? se dijo Un yugo de veinte años ha de terminar por destrozar a un hombre. La gota de agua horada la piedra. ¿Y para qué vivir, para qué quiero yo la vida, sabiendo que las cosas han de ocurrir de este modo? ¿Por qué voy a entregarme cuando estoy convencido de que todo ha de pasar así y no puedo esperar otra cosa?»

Más de cien veces se había hecho esta pregunta desde el día anterior. Sin embargo, continuaba su camino.

Caía la tarde cuando llegó a casa de Sonia Simonovna. La joven le había estado esperando todo el día, presa de una angustia espantosa. Dunia había compartido esta ansiedad. Al recordar que el día anterior Svidrigailof le había dicho que Sonia Simonovna lo sabía todo, Dunetchka había ido a verla aquella misma mañana. No entraremos en detalles sobre la conversación que sostuvieron las dos mujeres, las lágrimas que derramaron ni la amistad que nació entre ellas.

En esta entrevista, Dunia obtuvo el convencimiento de que su hermano no estaría nunca solo. Sonia había sido la primera en recibir su confesión: Rodia se había dirigido a ella cuando sintió la necesidad de confiar su secreto a un ser humano. A cualquier parte que el destino le llevara, ella le seguiría. Avdotia Romanovna no había interrogado sobre este punto a Sonetchka, pero estaba segura de que procedería así. Miraba a la muchacha con una especie de veneración que la confundía. La pobre Sonia, que se consideraba indigna de mirar a Dunia, se sentía tan avergonzada, que poco faltaba para que se echase a llorar. Desde el día en que se vieron en casa de Raskolnikof, la imagen de la encantadora muchacha que tan humildemente la había saludado había quedado grabada en el alma de Dunia como una de las más bellas y puras que había visto en su vida.

Al fin, Dunetchka, incapaz de seguir conteniendo su impaciencia, había dejado a Sonia y se había dirigido a casa de su hermano para esperarlo allí, segura de que al fin llegaría.

Apenas volvió a verse sola, Sonia sintió una profunda intranquilidad ante la idea de que Raskolnikof podía haberse suicidado. Este temor atormentaba también a Dunia. Durante todo el día, mientras estuvieron juntas, se habían dado mil razones para rechazar semejante posibilidad y habían conseguido conservar en parte la calma, pero apenas se hubieron separado, la inquietud renació por entero en el corazón de una y otra. Sonia se acordó de que Svidrigailof le había dicho que Raskolnikof sólo tenía dos soluciones: Siberia o… Por otra parte, sabía que Rodia tenía un orgullo desmedido y carecía de sentimientos religiosos.

«¿Es posible que se resigne a vivir sólo por cobardía, por temor a la muerte?», se preguntó de pie junto a la ventana y mirando tristemente al exterior.

Sólo veía la gran pared, ni siquiera blanqueada, de la casa de enfrente. Al fin, cuando ya no abrigaba la menor duda acerca de la muerte del desgraciado, éste apareció.

Un grito de alegría se escapó del pecho de Sonia, pero cuando hubo observado atentamente la cara de Raskolnikof, la joven palideció.

Aquí me tienes, Sonia dijo Rodion Romanovitch con una sonrisa de burla. Vengo en busca de tus cruces. Tú misma me enviaste a confesar mi delito públicamente por las esquinas. ¿Por qué tienes miedo ahora?

Sonia le miraba con un gesto de estupor. Su acento le parecía extraño. Un estremecimiento glacial le recorrió todo el cuerpo. Pero en seguida advirtió que aquel tono, e incluso las mismas palabras, era una ficción de Rodia. Además, Raskolnikof, mientras le hablaba, evitaba que sus ojos se encontraran con los de ella.

He pensado, Sonia, que, en interés mío, debo obrar así, pues hay una circunstancia que… Pero esto sería demasiado largo de contar, demasiado largo y, además, inútil. Pero me ocurre una cosa: me irrita pensar que dentro de unos instantes todos esos brutos me rodearán, fijarán sus ojos en mí y me harán una serie de preguntas necias a las que tendré que contestar. Me apuntarán con el dedo… No iré a ver a Porfirio. Lo tengo atragantado. Prefiero presentarme a mi amigo el «teniente Pólvora». Se quedará boquiabierto. Será un golpe teatral. Pero necesitaré serenarme: estoy demasiado nervioso en estos últimos tiempos. Aunque te parezca mentira, acabo de levantar el puño a mi hermana porque se ha vuelto para verme por última vez. Es una vergüenza sentirse tan vil. He caído muy bajo… Bueno, ¿dónde están esas cruces?

Raskolnikof estaba fuera de sí. No podía permanecer quieto un momento ni fijar su pensamiento en ninguna idea. Su mente pasaba de una cosa a otra en repentinos saltos. Empezaba a desvariar y sus manos temblaban ligeramente.

Sonia, sin desplegar los labios, sacó de un cajón dos cruces, una de madera de ciprés y la otra de cobre. Luego se santiguó, bendijo a Rodia y le colgó del cuello la cruz de madera.

En resumidas cuentas, esto significa que acabo de cargar con una cruz. ¡Je, je! Como si fuera poco lo que he sufrido hasta hoy… Una cruz de madera, es decir, la cruz de los pobres. La de cobre, que perteneció a Lisbeth, te la quedas para ti. Déjame verla. Lisbeth debía de llevarla en aquel momento. ¿Verdad que la llevaba? Recuerdo otros dos objetos: una cruz de plata y una pequeña imagen. Las arrojé sobre el pecho de la vieja. Eso es lo que debía llevar ahora en mi cuello… Pero no digo más que tonterías y me olvido de las cosas importantes. ¡Estoy tan distraído! Oye, Sonia, he venido sólo para prevenirte, para que lo sepas todo… Para eso y nada más… Pero no, creo que quería decirte algo más… Tú misma has querido que diera este paso. Ahora me meterán en la cárcel y tu deseo se habrá cumplido… Pero ¿por qué lloras? ¡Bueno, basta ya! ¡Qué enojoso es todo esto!

Sin embargo, las lágrimas de Sonia le habían conmovido; sentía una fuerte presión en el pecho.

«Pero ¿qué razón hay para que esté tan apenada? pensó. ¿Qué soy yo para ella? ¿Por qué llora y quiere acompañarme, por lejos que vaya, como si fuera mi hermana o mi madre? ¿Querrá ser mi criada, mi niñera…?u

Santíguate… Di al menos unas cuantas palabras de alguna oración suplicó la muchacha con voz humilde y temblorosa.

Lo haré. Rezaré tanto como quieras. Y de todo corazón, Sonia, de todo corazón.

Pero no era exactamente esto lo que quería decir.

Hizo varias veces la señal de la cruz. Sonia cogió su chal y se envolvió con él la cabeza. Era un chal de paño verde, seguramente el mismo del que hablara Marmeladof en cierta ocasión y que servía para toda la familia. Raskolnikof pensó en ello, pero no hizo pregunta alguna. Empezaba a sentirse incapaz de fijar su atención. Una turbación creciente le dominaba, y, al advertirlo, sintió una profunda inquietud. De pronto observó, sorprendido, que Sonia se disponía a acompañarle.

¿Qué haces? ¿Adónde vas? No, no; quédate; iré solo dijo, irritado, mientras se dirigía a la puerta. No necesito acompañamiento gruñó al cruzar el umbral.

Sonia permaneció inmóvil en medio de la habitación. Rodia ni siquiera le había dicho adiós: se había olvidado de ella. Un sentimiento de duda y de rebeldía llenaba su corazón.

«¿Debo hacerlo? se preguntó mientras bajaba la escalera. ¿No seria preferible volver atrás, arreglar las cosas de otro modo y no ir a entregarme?

Pero continuó su camino, y de pronto comprendió que la hora de las vacilaciones había pasado.

Ya en la calle, se acordó de que no había dicho adiós a Sonia y de que la joven, con el chal en la cabeza, habia quedado clavada en el suelo al oír su grito de furor… Este pensamiento lo detuvo un instante, pero pronto surgió con toda claridad en su mente una idea que parecía haber estado rondando vagamente su cerebro en espera de aquel momento para manifestarse.

«¿Para qué he ido a su casa? Le he dicho que iba por un asunto. Pero ¿qué asunto? No tengo ninguno. ¿Para anunciarle que iba a presentarme? ¡Como si esto fuera necesario! ¿Será que la amo? No puede ser, puesto que acabo de rechazarla como a un perro. ¿Acaso tenía yo alguna necesidad de la cruz? ¡Qué bajo he caído! Lo que yo necesitaba eran sus lágrimas, lo que quería era recrearme ante la expresión de terror de su rostro y las torturas de su desgarrado corazón. Además, deseaba aferrarme a cualquier cosa para ganar tiempo y contemplar un rostro humano… ¡Y he osado enorgullecerme, creerme llamado a un alto destino! ¡Qué miserable y qué cobarde soy!

Avanzaba a lo largo del malecón del canal y ya estaba muy cerca del término de su camino. Pero al llegar al puente se detuvo, vaciló un momento y, de pronto, se dirigió a la plaza del Mercado.

Miraba ávidamente a derecha e izquierda. Se esforzaba por examinar atentamente las cosas más insignificantes que encontraba en su camino, pero no podía fijar la atención: todo parecía huir de su mente.

« Dentro de una semana o de un mes se dijo volveré a pasar este puente en un coche celular… ¿Cómo miraré entonces el canal? ¿Volveré a fijarme en el rótulo que ahora estoy leyendo? En él veo la palabra "Compañía". ¿Leeré las letras una a una como ahora? Esa "a" que ahora estoy viendo, ¿me parecerá la misma dentro de un mes? ¿Qué sentiré cuando la mire? ¿Qué pensaré entonces? ¡Dios mío, qué mezquinas son estas preocupaciones…! Verdaderamente, todo esto debe de ser curioso… dentro de su género… ¡Ja, ja, ja! ¡Qué cosas se me ocurren! Estoy haciendo el niño y me gusta mostrarme así a mí mismo… ¿Por qué he de avergonzarme de mis pensamientos…? ¡Qué barahúnda…! Ese gordinflón, que sin duda es alemán, acaba de empujarme, pero ¡qué lejos está de saber a quién ha empujado! Esa mujer que tiene un niño en brazos y pide limosna me cree, no cabe duda más feliz que ella. Seria chocante que pudiera socorrerla… ¡Pero si llevo cinco kopeks en el bolsillo! ¿Cómo diablo habrán venido a parar aquí?»

Toma, hermana.

Que Dios se lo pague dijo con voz lastimera la mendiga.

Llegó a la plaza del Mercado. Estaba llena de gente. Le molestaba codearse con aquella multitud, sí, le molestaba profundamente, pero no por eso dejaba de dirigirse a los lugares donde la muchedumbre era más compacta. Habría dado cualquier cosa por estar solo, pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que no podría soportar la soledad un solo instante. En medio de la multitud, un borracho se entregaba a las mayores extravagancias: intentaba bailar, pero lo único que conseguía era caer. Los curiosos le habían rodeado. Raskolnikof se abrió paso entre ellos y llegó a la primera fila. Estuvo contemplando un momento al borracho y, de pronto, se echó a reír convulsivamente. Poco después se olvidó de todo. Estuvo aún un momento mirando al hombre bebido y luego se alejó del grupo sin darse cuenta del lugar donde se hallaba. Pero, al llegar al centro de la plaza, le asaltó una sensación que se apoderó de todo su ser.

Acababa de acordarse de estas palabras de Sonia: « Ve a la primera esquina, saluda a la gente, besa la tierra que has mancillado con tu crimen y di en voz alta, para que todo el mundo te oiga: "¡Soy un asesino!"

Ante este recuerdo empezó a temblar de pies a cabeza. Estaba tan aniquilado por las inquietudes de los días últimos y, sobre todo, de las últimas horas, que se abandonó ávidamente a la esperanza de una sensación nueva, fuerte y profunda. La sensación se apoderó de él con tal fuerza, que sacudió su cuerpo, iluminó su corazón como una centella y al punto se convirtió en fuego devorador. Una inmensa ternura se adueñó de él; las lágrimas brotaron de sus ojos. Sin vacilar, se dejó caer de rodillas en el suelo, se inclinó y besó la tierra, el barro, con verdadero placer. Después se levantó y en seguida volvió a arrodillarse.

¡Éste ha bebido lo suyo! dijo un joven que pasaba cerca.

El comentario fue acogido con grandes carcajadas.

Es un peregrino que parte para Tierra Santa, hermanos dijo otro, que había bebido más de la cuenta, y que se despide de sus amados hijos y de su patria. Saluda a todos y besa el suelo patrio en su capital, San Petersburgo.

Es todavía joven observó un tercero.

Es un noble dijo una voz grave.

Hoy en día es imposible distinguir a los nobles de los que no lo son.

Estos comentarios detuvieron en los labios de Raskolnikof las palabras «Soy un asesino» que se disponía a pronunciar. Sin embargo, soportó con gran calma las burlas de la multitud, se levantó y, sin volverse, echó a andar hacia la comisaría.

Pronto apareció alguien en su camino. No se asombró, porque lo esperaba. En el momento en que se había arrodillado por segunda vez en la plaza del Mercado había visto a Sonia a su izquierda, a unos cincuenta pasos. Trataba de pasar inadvertida para él, ocultándose tras una de las barracas de madera que había en la plaza. Comprendió que quería acompañarle mientras subía su Calvario.

En este momento se hizo la luz en la mente de Raskolnikof. Comprendió que Sonia le pertenecía para siempre y que le seguiría a todas partes, aunque su destino le condujera al fin del mundo. Este convencimiento le trastornó, pero en seguida advirtió que había llegado al término fatal de su camino.

Entró en el patio con paso firme. Las oficinas de la comisaría estaban en el tercer piso.

«El tiempo que tarde en subir me pertenece», se dijo.

El minuto fatídico le parecía lejano. Aún tendría tiempo de pensarlo bien.

Encontró la escalera como la vez anterior: cubierta de basuras y llena de los olores infectos que salían de las cocinas cuyas puertas se abrían sobre los rellanos. Raskolnikof no había vuelto a la comisaría desde su primera visita. Sus piernas se negaban a obedecerle y le impedían avanzar. Se detuvo un momento para tomar aliento, recobrarse y entrar como un hombre.

«Pero ¿por qué he de preocuparme del modo de entrar? se preguntó de pronto. De todas formas, he de apurar la copa. ¿Qué importa, pues, el modo de bebérmela? Cuanto más amargue el contenido, más mérito tendrá mi sacrificio.»

Pensó de pronto en Ilia Petrovitch, el «teniente Pólvora».

«Pero ¿es que sólo con él puedo hablar? ¿Acaso no podría dirigirme a otro, a Nikodim Fomitch, por ejemplo? ¿Y si volviera atrás y fuese a visitar al comisario de policía en su domicilio? Entonces la escena se desarrollaría de un modo menos oficial y menos… No, no; me enfrentaré con el "teniente Pólvora". Puesto que hay que beberse la copa, me la beberé de una vez.»

Y presa de un frío de muerte, con movimientos casi inconscientes, Raskolnikof abrió la puerta de la comisaría.

Esta vez sólo vio en la antecámara un ordenanza y un hombre del pueblo. Ni siquiera apareció el gendarme de guardia. Raskolnikof pasó a la pieza inmediata.

«A lo mejor, no puedo decir nada todavía», pensó.

Un empleado que vestía de paisano y no el uniforme reglamentario escribía inclinado sobre su mesa. Zamiotof no estaba. El comisario, tampoco.

¿No hay nadie? preguntó al escribiente.

¿A quién quiere ver?

En esto se dejó oír una voz conocida.

No necesito oídos ni ojos: cuando llega un ruso, percibo por instinto su presencia…, como dice el cuento. Encantado de verle.

Raskolnikof empezó a temblar. El «teniente Pólvora» estaba ante él. Había salido de pronto de la tercera habitación.

« Es el destino pensó Raskolnikof. ¿Qué hace este hombre aquí?»

¿Viene usted a vernos? ¿Con qué objeto?

Parecía estar de excelente humor y bastante animado.

Si ha venido usted por algún asunto del despacho continuó, es demasiado temprano. Yo estoy aquí por casualidad… Dígame: ¿puedo serle útil en algo? Le aseguro, señor… ¡Caramba no me acuerdo del apellido! Perdóneme…

Raskolnikof.

¡Ah, sí! Raskolnikof. Lo siento, pero se me había ido de la memoria… Le ruego que me perdone, Rodion Ro… Ro… Rodionovitch, ¿no?

Rodion Romanovitch.

¡Eso es: Rodion Romanovitch! Lo tenía en la punta de la lengua. He procurado tener noticias de usted con frecuencia. Le aseguro que he lamentado profundamente nuestro comportamiento con usted hace unos días. Después supe que era usted escritor, incluso un sabio, en el principio de su carrera. ¿Y qué escritor joven no ha empezado por…? Tanto mi mujer como yo somos aficionados a la lectura. Pero mi mujer me aventaja: siente verdadera pasión, una especie de locura, por las letras y las artes… Excepto la nobleza de sangre, todo lo demás puede adquirirse por medio del talento, el genio, la sabiduría, la inteligencia. Fijémonos, por ejemplo, en un sombrero. ¿Qué es un sombrero? Sencillamente, una cosa que se puede comprar en casa de Zimmermann. Pero lo que queda debajo del sombrero, usted no lo podrá comprar… Le aseguro que incluso estuve a punto de ir a visitarlo, pero me dije que… Bueno, a todo esto no le he preguntado qué es lo que desea… Su familia está en Petersburgo, ¿verdad?

Sí, mi madre y mi hermana.

Incluso he tenido el honor y el placer de conocer a su hermana, persona tan encantadora como instruida. Le confieso que lamento profundamente nuestro altercado. En cuanto a las conjeturas que hicimos sobre su desvanecimiento, todo ha quedado explicado de un modo que no deja lugar a dudas. Fue una ofuscación, un desatino. Su indignación es muy explicable… ¿Se va usted a mudar a causa de la llegada de su familia?

No, no; no es eso. Yo venía para… Creía que encontraría aquí a Zamiotof.

Ya comprendo. He oído decir que eran ustedes amigos. Pues bien, ya no está aquí. Desde anteayer nos vemos privados de sus servicios. Discutió con nosotros y estuvo bastante grosero. Habíamos fundado ciertas esperanzas en él, pero ¡vaya usted a entenderse con nuestra brillante juventud! Se le ha metido en la cabeza presentarse a unos exámenes sólo para poder darse importancia. No tiene nada en común con usted ni con su amigo el señor Rasumikhine. Ustedes viven para la ciencia, y los reveses no pueden abatirlos. Las diversiones no son nada para ustedes. Nihil esi, como dicen. Ustedes llevan una vida austera, monástica, y un libro, una pluma en la oreja, una indagación científica, bastan para hacerlos felices. Incluso yo, hasta cierto punto… ¿Ha leído usted las Memorias de Livinstone?

No.

Yo sí que las he leído. Desde hace algún tiempo, el número de nihilistas ha aumentado considerablemente. Esto es muy comprensible si uno piensa en la época que atravesamos. Pero le digo esto porque… Usted no es nihilista, ¿verdad? Respóndame francamente.

No lo soy.

Sea franco, tan franco como lo sería con usted mismo. La obligación es una cosa, y otra la… Creía usted que iba a decir la «amistad», ¿verdad? Pues se ha equivocado: no iba a decir la amistad, sino el sentimiento de hombre y de ciudadano, un sentimiento de humanidad y de amor al Altísimo. Yo soy un personaje oficial, un funcionario, pero no por eso debo ser menos ciudadano y menos hombre… Hablábamos de Zamiotof, ¿verdad? Pues bien, Zamiotof es un muchacho que quiere imitar a los franceses de vida disipada. Después de beberse un vaso de champán o de vino del Don en un establecimiento de mala fama, empieza a alborotar. Así es su amigo Zamiotof. Estuve tal vez un poco fuerte con él, pero es que me dejé llevar de mi celo por los intereses del servicio. Por otra parte, yo desempeño cierto papel en la sociedad, tengo una categoría, una posición. Además, estoy casado, soy padre de familia y cumplo mis deberes de hombre y de ciudadano. En cambio, él ¿qué es? Permítame que se lo pregunte. Me dirijo a usted como a un hombre ennoblecido por la educación. ¿Y qué me dice de las comadronas?. También se han multiplicado de un modo exorbitante…

Raskolnikof arqueó las cejas y miró al oficial con una expresión de desconcierto. La mayoría de las palabras de aquel hombre, que evidentemente acababa de levantarse de la mesa, carecían para él de sentido. Sin embargo, comprendió parte de ellas y observaba a su interlocutor con una interrogación muda en los ojos, preguntándose adónde le quería llevar.

Me refiero a esas muchachas de cabellos cortos continuó el inagotable Ilia Petrovitch. Las llamo a todas comadronas y considero que el nombre les cuadra admirablemente. ¡Je, je! Se introducen en la escuela de Medicina y estudian anatomía. Pero le aseguro que si caigo enfermo, no me dejaré curar por ninguna de ellas. ¡Je, je!

Ilia Petrovitch se reía, encantado de su ingenio.

Admito que todo eso es solamente sed de instrucción; pero ¿por qué entregarse a ciertos excesos? ¿Por qué insultar a las personas de elevada posición, como hace ese tunante de Zamiotof? ¿Por qué me ha ofendido a mí, pregunto yo…? Otra epidemia que hace espantosos estragos es la del suicidio. Se comen hasta el último céntimo que tienen y después se matan. Muchachas, hombres jóvenes, viejos, se quitan la vida. Por cierto que acabamos de enterarnos de que un señor que llegó hace poco de provincias se ha suicidado. Nil Pavlovitch, ¡eh, Nil Pavlovitch! ¿Cómo se llama ese caballero que se ha levantado la tapa de los sesos esta mañana?

Svidrigailof respondió una voz ronca e indiferente desde la habitación vecina.

Raskolnikof se estremeció.

¿Svidrigailof? ¿Se ha matado Svidrigailof?exclamó.

¿Cómo? ¿Le conocía usted?

Sí… Había llegado hacía poco.

En efecto. Había perdido a su mujer. Era un hombre dado a la crápula. Y de pronto se suicida. ¡Y de qué modo! No se lo puede usted imaginar… Ha dejado unas palabras escritas en un bloc de notas, declarando que moría por su propia voluntad y que no se debía culpar a nadie de su muerte. Dicen que tenía dinero. ¿Cómo es que lo conoce usted?

¿Yo? Pues… Mi hermana fue institutriz en su casa.

Entonces, usted puede facilitarnos datos sobre él. ¿Sospechaba usted sus propósitos?

Le vi ayer. Estaba bebiendo champán. No observé en él nada anormal.

Raskolnikof tenía la impresión de que había caído un peso enorme sobre su pecho y lo aplastaba.

Otra vez se ha puesto usted pálido. ¡Está tan cargada la atmósfera en estas oficinas!

Sí murmuró Raskolnikof. Me marcho. Perdóneme por haberle molestado.

No diga usted eso. Estoy siempre a su disposición. Su visita ha sido para mí una verdadera satisfacción.

Y tendió la mano a Rodion Romanovitch.

Sólo quería ver a Zamiotof.

Comprendido. Encantado dé su visita.

Yo también… he tenido mucho gusto en verle –dijo Raskolnikof con una sonrisa. Usted siga bien.

Salió de la comisaría con paso vacilante. La cabeza le daba vueltas. Le costaba gran trabajo mantenerse sobre sus piernas. Empezó a bajar la escalera apoyándose en la pared. Le pareció que un ordenanza que subía a la comisaría tropezó con él; que, al llegar al primer piso, oyó ladrar a un perro, y vio que una mujer le arrojaba un rodillo de pastelería mientras le gritaba para hacerle callar. Al fin llegó a la planta baja y salió a la calle. Entonces vio a Sonia. Estaba cerca del portal, y, pálida como una muerta, le miraba con una expresión de extravío. Raskolnikof se detuvo ante ella. Una sombra de sufrimiento y desesperación pasó por el semblante de la joven. Enlazó las manos, y una sonrisa que no fue más que una mueca le torció los labios. Rodia permaneció un instante inmóvil. Luego sonrió amargamente y volvió a subir a la comisaría.

Ilia Petrovitch, sentado a su mesa, hojeaba un montón de papeles. El mujik que acababa de tropezar con Raskolnikof estaba de pie ante él.

¿Usted otra vez? ¿Se le ha olvidado algo? ¿Qué le pasa?

Con los labios amoratados y la mirada inmóvil, Raskolnikof se acercó lentamente a la mesa de Ilia Petrovitch, apoyó la mano en ella e intentó hablar, pero ni una sola palabra salió de sus labios: sólo pudo proferir sonidos inarticulados.

¿Se siente usted mal? ¡Una silla! Siéntese. ¡Traigan agua!

Raskolnikof se dejó caer en la silla sin apartar los ojos del rostro de Ilia Petrovitch, donde se leía una profunda sorpresa. Durante un minuto, los dos se miraron en silencio. Trajeron agua.

Fui yo… empezó a decir Raskolnikof.

Beba.

El joven rechazó el vaso y, en voz baja y entrecortada, pero con toda claridad, hizo la siguiente declaración:

Fui yo quien asesinó a hachazos, para robarles, a la vieja prestamista y a su hermana Lisbeth.

Ilia Petrovitch abrió la boca. Acudió gente de todas partes. Raskolnikof repitió su confesión.

Epílogo

Ln Siberia. O orillas de un ancho río que discurre por tierras desiertas hay una ciudad, uno de los centros administrativos de Rusia. La ciudad contiene una fortaleza, y la fortaleza, una prisión. En este presidio está desde hace nueve meses el condenado a trabajos forzados de la segunda categoría Rodion Raskolnikof. Cerca de año y medio ha transcurrido desde el día en que cometió su crimen. La instrucción de su proceso no tropezó con dificultades. El culpable repitió su confesión con tanta energía como claridad, sin embrollar las circunstancias, sin suavizar el horror de su perverso acto, sin alterar la verdad de los hechos, sin olvidar el menor incidente. Relató con todo detalle el asesinato y aclaró el misterio del objeto encontrado en las manos de la vieja, que era, como se recordará, un trocito de madera unido a otro de hierro. Explicó cómo había cogido las llaves del bolsillo de la muerta y describió minuciosamente tanto el cofre al que las llaves se adaptaban como su contenido.

Incluso enumeró algunos de los objetos que había encontrado en el cofre. Explicó la muerte de Lisbeth, que había sido hasta entonces un enigma. Refirió cómo Koch, seguido muy pronto por el estudiante, había golpeado la puerta y repitió palabra por palabra la conversación que ambos sostuvieron.

Después él se había lanzado escaleras abajo; había oído las voces de Mikolka y Mitri y se había escondido en el departamento desalquilado.

Finalmente habló de la piedra bajo la cual había escondido (y fueron encontrados) los objetos y la bolsa robados a la vieja, indicando que tal piedra estaba cerca de la entrada de un patio del bulevar Vosnesensky.

En una palabra, aclaró todos los puntos. Varias cosas sorprendieron a los magistrados y jueces instructores, pero lo que más les extrañó fue que el culpable hubiera escondido su botín sin sacar provecho de él, y más aún, que no solamente no se acordara de los objetos que había robado, sino que ni siquiera pudiera precisar su numero.

Aún se juzgaba más inverosímil que no hubiera abierto la bolsa y siguiera ignorando lo que contenía. En ella se encontraron trescientos diecisiete rublos y tres piezas de veinte kopeks. Los billetes mayores, por estar colocados sobre los otros, habían sufrido considerables desperfectos al permanecer tanto tiempo bajo la piedra. Se estuvo mucho tiempo tratando de comprender por qué el acusado mentía sobre este punto pues así lo creían, habiendo confesado espontáneamente la verdad sobre todos los demás.

Al fin algunos psicólogos admitieron que podía no haber abierto la bolsa y haberse desprendido de ella sin saber lo que contenía, de lo cual se extrajo la conclusión de que el crimen se había cometido bajo la influencia de un ataque de locura pasajera: el culpable se había dejado llevar de la manía del asesinato y el robo, sin ningún fin interesado. Fue una buena ocasión para apoyar esa teoría con la que se intenta actualmente explicar ciertos crímenes.

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