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Crimen y castigo por Fedor Dostoiewski (página 5)



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Se trata dijo el empleado, dirigiéndose a Raskolnikof de que, atendiendo a los deseos de su madre, Atanasio Ivanovitch Vakhruchine, de quien usted, sin duda, habrá oído hablar más de una vez, le ha enviado cierta cantidad por mediación de nuestra oficina. Si está usted en posesión de su pleno juicio le entregaré treinta y cinco rublos que nuestra casa ha recibido de Atanasio Ivanovitch, el cual ha efectuado el envío por indicación de su madre. Sin duda, ya estaría usted informado de esto.

Sí, sí…, ya recuerdo… Vakhruchine… murmuró Raskolnikof, pensativo.

¿Oye usted? exclamó Rasumikhine. Conoce a Vakhruchine. Por lo tanto, está en su cabal juicio. Por otra parte, advierto que también usted es un hombre capacitado. Continúe. Da gusto oír hablar con sensatez.

Pues sí, ese Vakhruchine que usted recuerda es Atanasio Ivanovitch, el mismo que ya otra vez, atendiendo a los deseos de su madre, le envió dinero de este mismo modo. Atanasio Ivanovitch no se ha negado a prestarle este servicio y ha informado del asunto a Simón Simonovitch, rogándole le haga entrega de treinta y cinco rublos. Aquí están.

Emplea usted expresiones muy acertadas. Yo adoro también a esa madre. Y ahora juzgue usted mismo: ¿está o no en posesión de sus facultades mentales?

Le advierto que eso está fuera de mi incumbencia. Aquí se trata de que me eche una firma.

Se la echará. ¿Es un libro donde ha de firmar?

Sí, aquí lo tiene.

Traiga… Vamos, Rodia; un pequeño esfuerzo. Incorpórate; yo te sostendré. Coge la pluma y pon tu nombre. En nuestros días, el dinero es la más dulce de las mieles.

No vale la pena dijo Raskolnikof rechazando la pluma.

¿Qué es lo que no vale la pena?

Firmar. No quiero firmar.

¡Ésa es buena! En este caso, la firma es necesaria.

Yo no necesito dinero.

¿Que no necesitas dinero? Hermano, eso es una solemne mentira. Sé muy bien que el dinero te hace falta… Le ruego que tenga un poco de paciencia. Esto no es nada… Tiene sueños de grandeza. Estas cosas le ocurren incluso cuando su salud es perfecta. Usted es un hombre de buen sentido. Entre los dos le ayudaremos, es decir, le llevaremos la mano, y firmará. ¡Hala, vamos!

Puedo volver a venir.

No, no. ¿Para qué tanta molestia…? ¡Usted es un hombre de buen sentido…! ¡Vamos, Rodia; no entretengas a este señor! ¡Ya ves que está esperando!

Y se dispuso a coger la mano de su amigo.

Deja dijo Raskolnikof. Firmaré.

Cogió la pluma y firmó en el libro. El empleado entregó el dinero y se marchó.

¡Bravo! Y ahora, amigo, ¿quieres comer?

Sí.

¿Hay sopa, Nastasia?

Sí; ayer sobró.

¿Está hecha con pasta de sopa y patatas?

Sí.

Lo sabía. Tráenos también té.

Bien.

Raskolnikof contemplaba esta escena con profunda sorpresa y una especie de inconsciente pavor. Decidió guardar silencio y esperar el desarrollo de los acontecimientos.

«Me parece que no deliro pensó. Todo esto tiene el aspecto de ser real. p

Dos minutos después llegó Nastasia con la sopa y anunció que en seguida les serviría el té. Con la sopa había traído no sólo dos cucharas y dos platos, sino, cosa que no ocurría desde hacía mucho tiempo, el cubierto completo, con sal, pimienta, mostaza para la carne… Hasta estaba limpio el mantel.

Nastasiuchka, Prascovia Pavlovna nos haría un bien si nos mandara dos botellitas de cerveza. Sería un buen final.

¡Sabes cuidarte! rezongó la sirvienta. Y salió a cumplir el encargo.

Raskolnikof seguía observando lo que ocurría en su presencia, con inquieta atención y fuerte tensión de ánimo. Entre tanto, Rasumikhine se había instalado en el diván, junto a él. Le rodeó el cuello con su brazo izquierdo tan torpemente como lo habría hecho un oso y, aunque tal ayuda era innecesaria, empezó a llevar a la boca de Raskolnikof, con la mano derecha, cucharadas de sopa, después de soplar sobre ellas para enfriarlas. Sin embargo, la sopa estaba apenas tibia. Raskolnikof sorbió ávidamente una, dos, tres cucharadas. Entonces, súbitamente, Rasumikhine se detuvo y dijo que, para darle más, tenía que consultar a Zosimof.

En esto llegó Nastasia con las dos botellas de cerveza.

¿Quieres té, Rodia? preguntó Rasumikhine.

Sí.

Corre en busca del té, Nastasia; pues, en lo que concierne a esta pócima, me parece que podemos pasar por alto las reglas de la facultad… ¡Ah! ¡Llegó la cerveza!

Se sentó a la mesa, acercó a él la sopa y el plato de carne y empezó a devorar con tanto apetito como si no hubiera comido en tres días.

Ahora, amigo Rodia, como aquí, en tu habitación, todos los días masculló con la boca llena. Ha sido cosa de Pachenka, tu amable patrona. Yo, como es natural, no le llevo la contraria. Pero aquí llega Nastasia con el té. ¡Qué lista es esta muchacha! ¿Quieres cerveza, Nastenka?

No gaste bromas.

¿Y té?

¡Hombre, eso…!

Sírvete… No, espera. Voy a servirte yo. Déjalo todo en la mesa.

Inmediatamente se posesionó de su papel de anfitrión y llenó primero una taza y después otra. Seguidamente dejó su almuerzo y fue a sentarse de nuevo en el diván. Otra vez rodeó la cabeza del enfermo con un brazo, la levantó y empezó a dar a su amigo cucharaditas de té, sin olvidarse de soplar en ellas con tanto esmero como si fuera éste el punto esencial y salvador del tratamiento.

Raskolnikof aceptaba en silencio estas solicitudes. Se sentía lo bastante fuerte para incorporarse, sentarse en el diván, sostener la cucharilla y la taza, e incluso andar, sin ayuda de nadie; pero, llevado de una especie de astucia, misteriosa e instintiva, se fingía débil, e incluso algo idiotizado, sin dejar de tener bien agudizados la vista y el oído.

Pero llegó un momento en que no pudo contener su mal humor: después de haber tomado una decena de cucharaditas de té, libertó su cabeza con un brusco movimiento, rechazó la cucharilla y dejó caer la cabeza en la almohada (ahora dormía con verdaderas almohadas rellenas de plumón y cuyas fundas eran de una blancura inmaculada). Raskolnikof observó este detalle y se sintió vivamente interesado.

Es necesario que Pachenka nos envíe hoy mismo la frambuesa en dulce para prepararle un jarabe dijo Rasumikhine volviendo a la mesa y reanudando su interrumpido almuerzo.

¿Pero de dónde sacará las frambuesas? preguntó Nastasia, que mantenía un platillo sobre la palma de su mano, con todos los dedos abiertos, y vertía el té en su boca, gota a gota haciéndolo pasar por un terrón de azúcar que sujetaba con los labios.

Pues las sacará, sencillamente, de la frutería, mi querida Nastasia… No puedes figurarte, Rodia, las cosas que han pasado aquí durante tu enfermedad. Cuando saliste corriendo de mi casa como un ladrón, sin decirme dónde vivías, decidí buscarte hasta dar contigo, para vengarme. En seguida empecé las investigaciones. ¡Lo que corrí, lo que interrogué…! No me acordaba de tu dirección actual, o tal vez, y esto es lo más probable, nunca la supe. De tu antiguo domicilio, lo único que recordaba era que estaba en el edificio Kharlamof, en las Cinco Esquinas… ¡Me harté de buscar! Y al fin resultó que no estaba en el edificio Kharlamof, sino en la casa Buch. ¡Nos armamos a veces unos líos con los nombres…! Estaba furioso. Al día siguiente se me ocurrió ir a las oficinas de empadronamiento, y cuál no sería mi sorpresa al ver que al cabo de dos minutos me daban tu dirección actual. Estás inscrito.

¿Inscrito yo?

¡Claro! En cambio, no pudieron dar las señas del general Kobelev, que solicitaron mientras yo estaba allí. En fin, abreviemos. Apenas llegué allí, se me informó de todo lo que te había ocurrido, de todo absolutamente. Sí, lo sé todo. Se lo puedes preguntar a Nastasia. He trabado conocimiento con el comisario Nikodim Fomitch, me han presentado a Ilia Petrovitch, y conozco al portero, y al secretario Alejandro Grigorevitch Zamiotof. Finalmente, cuento con la amistad de Pachenka. Nastasia es testigo.

La has engatusado.

Y, al decir esto, la sirvienta sonreía maliciosamente.

Debes echar el azúcar en el té en vez de beberlo así, Nastasia Nikiphorovna.

¡Oye, mal educado! replicó Nastasia. Pero en seguida se echó a reír de buena gana. Cuando se hubo calmado continuó: Soy Petrovna y no Nikiphorovna.

Lo tendré presente… Pues bien, amigo Rodia, dicho en dos palabras, yo me propuse cortar de cuajo, utilizando medios heroicos, cuantos prejuicios existían acerca de mi persona, pues es el caso que Pachenka tuvo conocimiento de mis veleidades… Por eso no esperaba que fuese tan… complaciente. ¿Qué opinas tú de todo esto?

Raskolnikof no contestó: se limitó a seguir fijando en él una mirada llena de angustia.

Sí, está incluso demasiado bien informada dijo Rasumikhine, sin que le afectara el silencio de Raskolnikof y como si asintiera a una respuesta de su amigo. Conoce todos los detalles.

¡Qué frescura! exclamó Nastasia, que se retorcía de risa oyendo las genialidades de Rasumikhine.

El mal está, querido Rodia, en que desde el principio seguiste una conducta equivocada. Procediste con ella con gran torpeza. Esa mujer tiene un carácter lleno de imprevistos. En fin, ya hablaremos de esto en mejor ocasión. Pero es incomprensible que hayas llegado a obligarla a retirarte la comida… ¿Y qué decir del pagaré? Sólo no estando en te juicio pudiste firmarlo. ¡Y ese proyecto de matrimonio con Natalia Egorovna…! Ya ves que estoy al corriente de todo… Pero advierto que estoy tocando un punto delicado… Perdóname; soy un asno… Y, ya que hablamos de esto, ¿no opinas que Prascovia Pavlovna es menos necia de lo que parece a primera vista?

Sí respondió Raskolnikof entre dientes y volviendo la cabeza, pues había comprendido que era más prudente dar la impresión de que aceptaba el diálogo.

¿Verdad que sí? exclamó Rasumikhine, feliz ante el hecho de que Raskolnikof le hubiera contestado. Pero esto no quiere decir que sea inteligente. No, ni mucho menos. Tiene un carácter verdaderamente raro. A mí me desorienta a veces, palabra. No cabe duda de que ya ha cumplido los cuarenta, y dice que tiene treinta y seis, aunque bien es verdad que su aspecto autoriza el embuste. Por lo demás, te juro que yo sólo puedo juzgarla desde un punto de vista intelectual, puramente metafísico, por decirlo así. Pues nuestras relaciones son las más singulares del mundo. Yo no las comprendo… En fin, volvamos a nuestro asunto. Cuando ella vio que dejabas la universidad, que no dabas lecciones, que ibas mal vestido, y, por otra parte, cuando ya no te pudo considerar como persona de la familia, puesto que su hija había muerto, la inquietud se apoderó de ella. Y tú, para acabar de echarlo a perder, empezaste a vivir retirado en tu rincón. Entonces ella decidió que te fueras de su casa. Ya hacía tiempo que esta idea rondaba su imaginación. Y te hizo firmar ese pagaré que, según le aseguraste, pagaría tu madre…

Esto fue una vileza mía declaró Raskolnikof con voz clara y vibrante. Mi madre está poco menos que en la miseria. Mentí para que siguiera dándome habitación y comida.

Es un proceder muy razonable. Lo que te echó todo a perder fue la conducta del señor Tchebarof, consejero y hombre de negocios. Sin su intervención, Pachenka no habría dado ningún paso contra ti: es demasiado tímida para eso. Pero el hombre de negocios no conoce la timidez, y lo primero que hizo fue preguntar: «¿Es solvente el firmante del efecto?» Contestación: «Sí, pues tiene una madre que con su pensión de ciento veinte rublos pagará la deuda de su Rodienka, aunque para ello haya de quedarse sin comer; y también tiene una hermana que se vendería como esclava por él.» En esto se basó el señor Tchebarof… Pero ¿por qué te alteras? Conozco toda la historia. Comprendo que te expansionaras con Prascovia Pavlovna cuando veías en ella a tu futura suegra, pero…, te lo digo amistosamente, ahí está el quid de la cuestión. El hombre honrado y sensible se entrega fácilmente a las confidencias, y el hombre de negocios las recoge para aprovecharse. En una palabra, ella endosó el pagaré a Tchebarof, y éste no vaciló en exigir el pago. Cuando me enteré de todo esto, me propuse, obedeciendo a la voz de mi conciencia, arreglar el asunto un poco a mi modo, pero, entre tanto, se estableció entre Pachenka y yo una corriente de buena armonía, y he puesto fin al asunto atacándolo en sus raíces, por decirlo así. Hemos hecho venir a Tchebarof, le hemos tapado la boca con una pieza de diez rublos y él nos ha devuelto el pagaré. Aquí lo tienes; tengo el honor de devolvértelo. Ahora solamente eres deudor de palabra. Tómalo.

Rasumikhine depositó el documento en la mesa. Raskolnikof le dirigió una mirada y volvió la cabeza sin desplegar los labios. Rasumikhine se molestó.

Ya veo, querido Rodia, que vuelves a las andadas. Confiaba en distraerte y divertirte con mi charla, y veo que no consigo sino irritarte.

¿Eres tú el que no conseguía reconocer durante mi delirio?preguntó Raskolnikof, tras un breve silencio y sin volver la cabeza.

Sí, mi presencia incluso te horrorizaba. El día que vine acompañado de Zamiotof te produjo verdadero espanto.

¿Zamiotof, el secretario de la comisaría? ¿Por qué lo trajiste?

Para hacer estas preguntas, Raskolnikof se había vuelto con vivo impulso hacia Rasumikhine y le miraba fijamente.

Pero ¿qué te pasa? Te has turbado. Deseaba conocerte. ¡Habíamos hablado tanto de ti! Por él he sabido todas las cosas que te he contado. Es un excelente muchacho, Rodia, y más que excelente…, dentro de su género, claro es. Ahora somos muy amigos; nos vemos casi todos los días. Porque, ¿sabes una cosa? Me he mudado a este barrio. Hace poco. Oye, ¿te acuerdas de Luisa Ivanovna?

¿He hablado durante mi delirio?

¡Ya lo creo!

¿Y qué decía?

Pues ya lo puedes suponer: esas cosas que dice uno cuando no está en su juicio… Pero no perdamos tiempo. Hablemos de nuestro asunto.

Se levantó y cogió su gorra.

¿Qué decía?

¡Mira que eres testarudo! ¿Acaso temes haber revelado algún secreto? Tranquilízate: no has dicho ni una palabra de tu condesa. Has hablado mucho de un bulldog, de pendientes, de cadenas de reloj, de la isla Krestovsky, de un portero… Nikodim Fomitch a Ilia Petrovitch estaban también con frecuencia en tus labios. Además, parecías muy preocupado por una de tus botas, seriamente preocupado. No cesabas de repetir, gimoteando: «Dádmela; la quiero. El mismo Zamiotof empezó a buscarla por todas partes, y no le importó traerte esa porquería con sus manos, blancas, perfumadas y llenas de sortijas. Cuando recibiste esa asquerosa bota te calmaste. La tuviste en tus manos durante veinticuatro horas. No fue posible quitártela. Todavía debe de estar en el revoltijo de tu ropa de cama. También reclamabas unos bajos de pantalón deshilachados. ¡Y en qué tono tan lastimero los pedías! Había que oírte. Hicimos todo lo posible por averiguar de qué bajos se trataba. Pero no hubo medio de entenderte… Y vamos ya a nuestro asunto. Aquí tienes tus treinta y cinco rublos. Tomo diez, y dentro de un par de horas estaré de vuelta y te explicaré lo que he hecho con ellos. He de pasar por casa de Zosimof. Hace rato que debería haber venido, pues son más de las once… Y tú, Nastenka, no te olvides de subir frecuentemente durante mi ausencia, para ver si quiere agua o alguna otra cosa. El caso es que no le falte nada… A Pachenka ya le daré las instrucciones oportunas al pasar.

Siempre le llama Pachenka, el muy bribón dijo Nastasia apenas hubo salido el estudiante.

Acto seguido abrió la puerta y se puso a escuchar. Pero muy pronto, sin poder contenerse, se fue a toda prisa escaleras abajo. Sentía gran curiosidad por saber lo que Rasumikhine decía a la patrona. Pero lo cierto era que el joven parecía haberla subyugado.

Apenas cerró Nastasia la puerta y se fue, el enfermo echó a sus pies la cubierta y saltó al suelo. Había esperado con impaciencia angustiosa, casi convulsiva, el momento de quedarse solo para poder hacer lo que deseaba. Pero ¿qué era lo que deseaba hacer? No conseguía acordarse.

«Señor: sólo quisiera saber una cosa. ¿Lo saben todo o lo ignoran todavía? Tal vez están aleccionados y no dan a entender nada porque estoy enfermo. Acaso me reserven la sorpresa de aparecer un día y decirme que lo saben todo desde hace tiempo y que sólo callaban porque… Pero ¿qué iba yo a hacer? Lo he olvidado. Parece hecho adrede. Lo he olvidado por completo. Sin embargo, estaba pensando en ello hace apenas un minuto…»

Permanecía en pie en medio de la habitación y miraba a su alrededor con un gesto de angustia. Luego se acercó a la puerta, la abrió, aguzó el oído… No, aquello no estaba allí… De súbito creyó acordarse y, corriendo al rincón donde el papel de la pared estaba desgarrado, introdujo su mano en el hueco y hurgó… Tampoco estaba allí. Entonces se fue derecho a la estufa, la abrió y buscó entre las cenizas.

¡Allí estaban los bajos deshilachados del pantalón y los retales del forro del bolsillo! Por lo tanto, nadie había buscado en la estufa. Entonces se acordó de la bota de que Rasumikhine acababa de hablarle. Ciertamente estaba allí, en el diván, cubierta apenas por la colcha, pero era tan vieja y estaba tan sucia de barro, que Zamiotof no podía haber visto nada sospechoso en ella.

«Zamiotof…, la comisaría… ¿Por qué me habrán citado? ¿Dónde está la citación…? Pero ¿qué digo? ¡Si fue el otro día cuando tuve que ir…! También entonces examiné la bota… ¿Para qué habrá venido Zamiotof? ¿Por qué lo habrá traído Rasumikhine?»

Estaba extenuado. Volvió a sentarse en el diván.

«¿Pero qué me sucede? ¿Estoy delirando todavía o todo esto es realidad? Yo creo que es realidad… ¡Ahora me acuerdo de una cosa! ¡Huir, hay que huir, y cuanto antes…! Pero ¿adónde? Además ¿dónde está mi ropa? No tengo botas tampoco… Ya sé: me las han quitado, las han escondido… Pero ahí está mi abrigo. Sin duda se ha librado de las investigaciones… Y el dinero está sobre la mesa, afortunadamente… ¡Y el pagaré…! Cogeré el dinero y me iré a alquilar otra habitación, donde no puedan encontrarme… Sí, pero ¿y la oficina de empadronamiento? Me descubrirán. Rasumikhine daría conmigo… Es mejor irse lejos, fuera del país, a América… Desde allí me reiré de ellos… Cogeré el pagaré: en América me será útil… ¿Qué más me llevaré…? Creen que estoy enfermo y que no me puedo marchar… ¡Ja, ja, ja…! He leído en sus ojos que lo saben todo… Lo que me inquieta es tener que bajar esta escalera… Porque puede estar vigilada la salida, y entonces me daría de manos a boca con los agentes… Pero ¿qué hay allí? ¡Caramba, té! ¡Y cerveza, media botella de cerveza fresca!»

Cogió la botella, que contenía aún un buen vaso de cerveza, y se la bebió de un trago. Experimentó una sensación deliciosa, pues el pecho le ardía. Pero un minuto después ya se le había subido la bebida a la cabeza. Un ligero y no desagradable estremecimiento le recorrió la espalda. Se echó en el diván y se cubrió con la colcha. Sus pensamientos, ya confusos e incoherentes, se enmarañaban cada vez más. Pronto se apoderó de él una dulce somnolencia. Apoyó voluptuosamente la cabeza en la almohada, se envolvió con la colcha que había sustituido a la vieja y destrozada manta, lanzó un débil suspiro y se sumió en un profundo y saludable sueño.

Le despertó un ruido de pasos, abrió los ojos y vio a Rasumikhine, que acababa de abrir la puerta y se había detenido en el umbral, vacilante. Raskolnikof se levantó inmediatamente y se quedó mirándole con la expresión del que trata de recordar algo. Rasumikhine exclamó:

¡Ya veo que estás despierto…! Bueno, aquí me tienes…

Y gritó, asomándose a la escalera:

¡Nastasia, sube el paquete!

Luego añadió, dirigiéndose a Raskolnikof:

Te voy a presentar las cuentas.

¿Qué hora es? preguntó el enfermo, paseando a su alrededor una mirada inquieta.

Has echado un buen sueño, amigo. Deben de ser las seis de la tarde. Has dormido más de seis horas.

¡Seis horas durmiendo, Señor…!

No hay ningún mal en ello. Por el contrario, el sueño es beneficioso. ¿Acaso tenías algún negocio urgente? ¿Una cita? Para eso siempre hay tiempo. Hace ya tres horas que estoy esperando que té despiertes. He pasado dos veces por aquí y seguías durmiendo. También he ido dos veces a casa de Zosimof. No estaba… Pero no importa: ya vendrá… Además, he tenido que hacer algunas cosillas. Hoy me he mudado de domicilio, Ilevándome a mi tío con todo lo demás…, pues has de saber que tengo a mi tío en casa. Bueno, ya hemos hablado bastante de cosas inútiles. Vamos a lo que interesa. Trae el paquete, Nastasia… ¿Y tú cómo estás, amigo mío?

Me siento perfectamente. Ya no estoy enfermo… Oye, Rasumikhine: ¿hace mucho tiempo que estás aquí?

Ya té he dicho que hace tres horas que estoy esperando que té despiertes.

No, me refiero a antes.

¿Cómo a antes?

¿Desde cuándo vienes aquí?

Ya te lo he dicho. ¿Lo has olvidado?

Raskolnikof quedó pensativo. Los acontecimientos de la jornada se le mostraban como a través de un sueño. Todos sus esfuerzos de memoria resultaban infructuosos. Interrogó a Rasumikhine con la mirada.

Sí, lo has olvidado dijo Rasumikhine. Ya me había parecido a mí que no estabas en tus cabales cuando te hablé de eso… Pero el sueño té ha hecho bien. De veras: tienes mejor cara. Ya verás como recobras la memoria en seguida. Entre tanto, echa una mirada aquí, grande hombre.

Y empezó a deshacer aquel paquete que, al parecer, era para él cosa importante.

Te aseguro, mi fraternal amigo, que era esto lo que más me interesaba. Pues es preciso convertirte en lo que se llama un hombre. Empecemos por arriba. ¿Ves esta gorra? preguntó sacando del paquete una bastante bonita, pero ordinaria y que no debía de haberle costado mucho. Permíteme que te la pruebe.

No, ahora no; después rechazó Raskolnikof, apartando a su amigo con un gesto de impaciencia.

No, amigo Rodia; debes obedecer; después sería demasiado tarde. Ten en cuenta que, como la he comprado a ojo, no podría dormir esta noche preguntándome si te vendría bien o no.

Se la probó y lanzó un grito triunfal.

¡Te está perfectamente! Cualquiera diría que está hecha a la medida. El cubrecabezas, amigo mío, es lo más importante de la vestimenta. Mi amigo Tolstakof se descubre cada vez que entra en un lugar público donde todo el mundo permanece cubierto. La gente atribuye este proceder a sentimientos serviles, cuando lo único cierto es que está avergonzado de su sombrero, que es un nido de polvo. ¡Es un hombre tan tímido…! Oye, Nastenka, mira estos dos cubrecabezas y dime cuál prefieres, si este palmón cogió de un rincón el deformado sombrero de su amigo, al que llamaba palmón por una causa que sólo él conocía o esta joya… ¿Sabes lo que me ha costado, Rodia? A ver si lo aciertas… ¿A ti qué te parece, Nastasiuchka? preguntó a la sirvienta, en vista de que su amigo no contestaba.

Pues no creo que te haya costado menos de veinte kopeks.

¿Veinte kopeks, calamidad? exclamó Rasumikhine, indignado. Hoy por veinte kopeks ni siquiera a ti se lo podría comprar… ¡Ochenta kopeks…! Pero la he comprado con una condición: la de que el año que viene, cuando ya esté vieja, te darán otra gratis. Palabra de honor que éste ha sido el trato… Bueno, pasemos ahora a los Estados Unidos, como Ilamábamos a esta prenda en el colegio. He de advertirte que estoy profundamente orgulloso del pantalón.

Y extendió ante Raskolnikof unos pantalones grises de una frágil tela estival.

Ni una mancha, ni un boquete; aunque usados, están nuevos. El chaleco hace juego con el pantalón, como exige la moda. Bien mirado, debemos felicitamos de que estas prendas no sean nuevas, pues así son más suaves, más flexibles… Ahora otra cosa, amigo Rodia. A mi juicio, para abrirse paso en el mundo hay que observar las exigencias de las estaciones. Si uno no pide espárragos en invierno, ahorra unos cuantos rublos. Y lo mismo pasa con la ropa. Estamos en pleno verano: por eso he comprado prendas estivales. Cuando llegue el otoño necesitarás ropa de más abrigo. Por lo tanto, habrás de dejar ésta, que, por otra parte, estará hecha jirones… Bueno, adivina lo que han costado estas prendas. ¿Cuánto te parece? ¡Dos rublos y veinticinco kopeks! Además, no lo olvides, en las mismas condiciones que la gorra: el año próximo te lo cambiarán gratuitamente. El trapero Fediaev no vende de otro modo. Dice que el que va a comprarle una vez no ha de volver jamás, pues lo que compra le dura toda la vida… Ahora vamos con las botas. ¿Qué té parecen? Ya se ve que están usadas, pero durarán todavía lo menos dos meses. Están confeccionadas en el extranjero. Un secretario de la Embajada de Inglaterra se deshizo de ellas la semana pasada en el mercado. Sólo las había llevado seis días, pero necesitaba dinero. He dado por ellas un rublo y medio. No son caras, ¿verdad?

Pero ¿y si no le vienen bien?preguntó Nastasia.

¿No venirle bien estas botas? Entonces, ¿para qué me he llevado esto? replicó Rasumikhine, sacando del bolsillo una agujereada y sucia bota de Raskolnikof. He tomado mis precauciones. Las he medido con esta porquería. He procedido en todo concienzudamente. En cuanto a la ropa interior, me he entendido con la patrona. Ante todo, aquí tienes tres camisas de algodón con el plastrón de moda… Bueno, ahora hagamos cuentas: ochenta kopeks por la gorra, dos rublos veinticinco por los pantalones y el chaleco, unos cincuenta por las botas, cinco por la ropa interior (me ha hecho un precio por todo, sin detallar), dan un total de nueve rublos y cincuenta y cinco kopeks. O sea que tengo que devolverte cuarenta y cinco kopeks. Y ya estás completamente equipado, querido Rodia, pues tu gabán no sólo está en buen use todavía, sino que conserva un sello de distinción. ¡He aquí la ventaja de vestirse en Charmar!. En lo que concierne a los calcetines, tú mismo te los comprarás. Todavía nos quedan veinticinco buenos rublos. De Pachenka y de tu hospedaje no te has de preocupar: tienes un crédito ilimitado. Y ahora, querido, habrás de permitirnos que te mudemos la ropa interior. Esto es indispensable, pues en tu camisa puede cobijarse el microbio de la enfermedad.

Déjame le rechazó Raskolnikof. Seguía encerrado en una actitud sombría y había escuchado con repugnancia el alegre relato de su amigo.

Es preciso, amigo Rodia insistió Rasumikhine. No pretendas que haya gastado en balde las suelas de mis zapatos… Y tú, Nastasiuchka, no te hagas la pudorosa y ven a ayudarme.

Y, a pesar de la resistencia de Raskolnikof, consiguió mudarle la ropa.

El enfermo dejó caer la cabeza en la almohada y guardó silencio durante más de dos minutos. «No quieren dejarme en paz, pensaba.

Al fin, con la mirada fija en la pared, preguntó:

¿Con qué dinero has comprado todo eso?

¿Que con qué dinero? ¡Vaya una pregunta! Pues con el tuyo. Un empleado de una casa comercial de aquí ha venido a entregártelo hoy, por orden de Vakhruchine. Es tu madre quien te lo ha enviado. ¿Tampoco de esto te acuerdas?

Sí, ahora me acuerdo repuso Raskolnikof tras un largo silencio de sombría meditación.

Rasumikhine le observó con una expresión de inquietud.

En este momento se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre alto y fornido. Su modo de presentarse evidenciaba que no era la primera vez que visitaba a Raskolnikof.

¡Al fin tenemos aquí a Zosimof! exclamó Rasumikhine.

Zosimof era, como ya hemos dicho, alto y grueso. Tenía veintisiete años, una cara pálida, carnosa y cuidadosamente rasurada, y el cabello liso. Llevaba lentes y en uno de sus dedos, hinchados de grasa, un anillo de oro. Vestía un amplio, elegante y ligero abrigo y un pantalón de verano. Toda la ropa que llevaba tenía un sello de elegancia y era cómoda y de superior calidad. Su camisa era de una blancura irreprochable, y la cadena de su reloj, gruesa y maciza. En sus maneras había cierta flemática lentitud y una desenvoltura que parecía afectada. Ejercía una tenaz vigilancia sobre sí mismo, pero su presunción hallaba a cada momento el modo de delatarse. Entre sus conocidos cundía la opinión de que era un hombre difícil de tratar, pero todos reconocían su capacidad como médico.

He pasado dos veces por tu casa, querido Zosimof exclamó Rasumikhine. Como ves, el enfermo ha vuelto en sí.

Ya lo veo, ya lo veo dijo Zosimof. Y preguntó a Raskolnikof, mirándole atentamente: ¿Qué, cómo van esos ánimos?

Acto seguido se sentó en el diván, a los pies del enfermo, mejor dicho, se recostó cómodamente.

Continúa con su melancolía dijo Rasumikhine. Hace un momento le ha faltado poco para echarse a llorar sólo porque le hemos mudado la ropa interior.

Me parece muy natural, si no tenía ganas de mudarse. La muda podía esperar… El pulso es completamente normal… Un poco de dolor de cabeza, ¿eh?

Estoy bien, estoy perfectamente repuso Raskolnikof, irritado.

Al decir esto se había incorporado repentinamente, con los ojos centelleantes. Pero pronto volvió a dejar caer la cabeza en la almohada, quedando de cara a la pared. Zosimof le observaba con mirada atenta.

Muy bien, la cosa va muy bien dijo en tono negligente. ¿Ha comido algo hoy?

Rasumikhine le explicó lo que había comido y le preguntó qué se le podía dar.

Eso tiene poca importancia… Té, sopa… Nada de setas ni de cohombros, por supuesto… Ni carnes fuertes…

Cambió una mirada con Rasumikhine y continuó:

Pero, como ya he dicho, eso tiene poca importancia… Nada de pociones, nada de medicamentos. Ya veremos si mañana… El caso es que hoy hubiéramos podido… En fin, lo importante es que todo va bien.

Mañana por la tarde me lo llevaré a dar un paseo dijo Rasumikhine. Iremos a los jardines Iusupof y luego al Palacio de Cristal.

Mañana tal vez no convenga todavía… Aunque un paseo cortito… En fin, ya veremos.

Lo que me contraría es que hoy estreno un nuevo alojamiento cerca de aquí y quisiera que estuviese con nosotros, aunque fuera echado en un diván… Tú sí que vendrás, ¿eh? preguntó de improviso a Zosimof. No lo olvides; tienes que venir.

Procuraré ir, pero hasta última hora me será imposible. ¿Has organizado una fiesta?

No, simplemente una reunión íntima. Habrá arenques, vodka, té, un pastel.

¿Quién asistirá?

Camaradas, gente joven, nuevas amistades en su mayoría. También estará un tío mío, ya viejo, que ha venido por asuntos de negocio a Petersburgo. Nos vemos una vez cada cinco años.

¿A qué se dedica?

Ha pasado su vida vegetando como jefe de correos en una pequeña población. Tiene una modesta remuneración y ha cumplido ya los sesenta y cinco. No vale la pena hablar de él, aunque té aseguro que lo aprecio. También vendrá Porfirio Simonovitch, juez de instrucción y antiguo alumno de la Escuela de Derecho. Creo que tú lo conoces.

¿Es también pariente tuyo?

¡Bah, muy lejano…! Pero ¿qué te pasa? Pareces disgustado. ¿Serás capaz de no venir porque un día disputaste con él?

Eso me importa muy poco.

¡Mejor que mejor! También asistirán algunos estudiantes, un profesor, un funcionario, un músico, un oficial, Zamiotof…

¿Zamiotof? Te agradeceré que me digas lo que tú o él indicó al enfermo con un movimiento de cabeza tenéis que ver con ese Zamiotof.

¡Ya salió aquello! Los principios… Tú estás sentado sobre tus principios como sobre muelles, y no té atreves a hacer el menor movimiento. Mi principio es que todo depende del modo de ser del hombre. Lo demás me importa un comino. Y Zamiotof es un excelente muchacho.

Pero no demasiado escrupuloso en cuanto a los medios para enriquecerse.

Admitamos que sea así. Eso a mí no me importa. ¿Qué importancia tiene? exclamó Rasumikhine con una especie de afectada indignación. ¿Acaso he alabado yo este rasgo suyo? Yo sólo digo que es un buen hombre en su género. Además, si vamos a juzgar a los hombres aplicándoles las reglas generales, ¿cuántos quedarían verdaderamente puros? Apostaría cualquier cosa a que si se mostraran tan exigentes conmigo, resultaría que no valgo un bledo… ni aunque té englobaran a ti con mi persona.

No exageres: yo daría dos bledos por ti.

Pues a mí me parece que tú no vales más de uno… Bueno, continúo. Zamiotof no es todavía más que un muchacho, y yo le tiro de las orejas. Siempre es mejor tirar que rechazar. Si rechazas a un hombre, no podrás obligarlo a enmendarse, y menos si se trata de un muchacho. Debemos ser muy comprensivos con estos mozalbetes… Pero vosotros, estúpidos progresistas, vivís en las nubes. Despreciáis a la gente y no veis que así os perjudicáis a vosotros mismos… Y té voy a decir una cosa: Zamiotof y yo tenemos entre manos un asunto que nos interesa a los dos por igual.

Me gustaría saber qué asunto es ése.

Se trata del pintor, de ese pintor de brocha gorda. Conseguiremos que lo pongan en libertad. No será difícil, porque el asunto está clarísimo. Nos bastará presionar un poco para que quede la cosa resuelta.

No sé a qué pintor té refieres.

¿No? ¿Es posible que no té haya hablado de esto…? Se trata de la muerte de la vieja usurera. Hay un pintor mezclado en el suceso.

Ya tenía noticias de ese asunto. Me enteré por los periódicos. Por eso sólo me interesó hasta cierto punto. Bueno, explícame.

También asesinaron a Lisbeth dijo de pronto Nastasia dirigiéndose a Raskolnikof. (Se había quedado en la habitación, apoyada en la pared, escuchando el diálogo.)

¿Lisbeth? murmuró Raskolnikof, con voz apenas perceptible.

Sí, Lisbeth, la vendedora de ropas usadas. ¿No la conocías? Venía a esta casa. Incluso arregló una de tus camisas.

Raskolnikof se volvió hacia la pared. Escogió del empapelado, de un amarillo sucio, una de las numerosas florecillas aureoladas de rayitas oscuras que había en él y se dedicó a examinarla atentamente. Observó los pétalos. ¿Cuántos había? Y todos los trazos, hasta los menores dentículos de la corola. Sus miembros se entumecían, pero él no hacía el menor movimiento. Su mirada permanecía obstinadamente fija en la menuda flor.

Bueno, ¿qué me estabas diciendo de ese pintor? preguntó Zosimof, interrumpiendo con viva impaciencia la palabrería de Nastasia, que suspiró y se detuvo.

Que se sospecha que es el autor del asesinato dijo Rasumikhine, acalorado.

¿Hay cargos contra él?

Sí, y, fundándose en ellos, se le ha detenido. Pero, en realidad, estos cargos no son tales cargos, y esto es lo que pretendemos demostrar. La policía sigue ahora una falsa pista, como la siguió al principio con…, ¿cómo se llaman…? Koch y Pestriakof… Por muy poco que le afecte a uno el asunto, uno no puede menos de sublevarse ante una investigación conducida tan torpemente. Es posible que Pestriakof pase dentro de un rato por mi casa… A propósito, Rodia. Tú debes de estar enterado de todo esto, pues ocurrió antes de tu enfermedad, precisamente la víspera del día en que té desmayaste en la comisaría cuando se estaba hablando de ello.

¿Quieres que te diga una cosa, Rasumikhine? dijo Zosimof. Te estoy observando desde hace un momento y veo que té alteras con una facilidad asombrosa.

¡Qué importa! Eso no cambia en nada la cuestión exclamó Rasumikhine dando un puñetazo en la mesa. Lo más indignante de este asunto no son los errores de esa gente: uno puede equivocarse; las equivocaciones conducen a la verdad. Lo que me saca de mis casillas es que, aún equivocándose, se creen infalibles. Yo aprecio a Porfirio, pero… ¿Sabes lo que les desorientó al principio? Que la puerta estaba cerrada, y cuando Koch y Pestriakof volvieron a subir con el portero, la encontraron abierta. Entonces dedujeron que Pestriakof y Koch eran los asesinos de la vieja. Así razonan.

No té acalores. Tenían que detenerlos… De ese Koch tengo noticias. Al parecer, compraba a la vieja los objetos que no se desempeñaban.

No es un sujeto recomendable. También compraba pagarés. ¡Que el diablo se lo lleve! lo que me pone fuera de mí es la rutina, la anticuada e innoble rutina de esa gente. Éste era el momento de renunciar a los viejos procedimientos y seguir nuevos sistemas. Los datos psicológicos bastarían para darles una nueva pista. Pero ellos dicen: «Nos atenemos a los hechos.» Sin embargo, los hechos no son lo único que interesa. El modo de interpretarlos influye en un cincuenta por ciento como mínimo en el éxito de las investigaciones.

¿Y tú sabes interpretar los hechos?

Lo que té puedo decir es que cuando uno tiene la íntima convicción de que podría ayudar al esclarecimiento de la verdad, le es imposible contenerse… ¿Conoces los detalles del suceso?

Estoy esperando todavía la historia de ese pintor de paredes.

¡Ah, sí! Pues escucha. Al día siguiente del crimen, por la mañana, cuando la policía sólo pensaba aún en Koch y Pestriakof (a pesar de que éstos habían dado toda clase de explicaciones convincentes sobre sus pasos), he aquí que se produce un hecho inesperado. Un campesino llamado Duchkhine, que tiene una taberna frente a la casa del crimen, se presentó en la comisaría y entrega un estuche que contiene un par de pendientes de oro. A continuación refiere la siguiente historia:

«Anteayer, un poco después de las ocho de la noche (hora que coincide con la del suceso), Mikolai, un pintor de oficio que frecuenta mi establecimiento, me trajo estos pendientes y me pidió que le prestara dos rublos, dejándome la joya en prenda.

»¿De dónde has sacado esto? le pregunté.

»Él me contestó que se los había encontrado en la calle, y yo no le hice más preguntas. Le di un rublo. Pensé que si yo no hacia la operación, se aprovecharía otro, que Mikolai se bebería el dinero de todas formas y que era preferible que la joya quedara en mis manos, pues estaba decidido a entregarla a la policía si me enteraba de que era un objeto robado, al venir alguien a reclamarla.»

Naturalmente dijo Rasumikhine, esto era un cuento tártaro. Duchkhine mentía descaradamente, pues le conozco y sé que cuando aceptó de Mikolai esos pendientes que valen treinta rublos no fue precisamente para entregarlos a la policía. Si lo hizo fue por miedo. Pero esto poco importa. Dejemos que Duchkhine siga hablando.

«Conozco a Mikolai Demetiev desde mi infancia, pues nació, como yo, en el distrito de Zaraisk, gobierno de Riazán. No es un alcohólico, pero le gusta beber a veces. Yo sabía que él estaba pintando unas habitaciones en la casa de enfrente, con Mitri, que es paisano suyo. Apenas tuvo en sus manos el rublo, se bebió dos vasitos, pagó, se echó el cambio al bolsillo y se fue. Mitri no estaba con él entonces. A la mañana siguiente me enteré de que Alena Ivanovna y su hermana Lisbeth habían sido asesinadas a hachazos. Las conocía y sabia que la vieja prestaba dinero sobre los objetos de valor. Por eso tuve ciertas sospechas acerca de estos pendientes. Entonces me dirigí a la casa y empecé a investigar con el mayor disimulo, como si no me importara la cosa. Lo primero que hice fue preguntar:

»¿Está Mikolai?

»Y Mitri me explicó que Mikolai no había ido al trabajo, que había vuelto a su casa bebido al amanecer, que había estado en ella no más de diez minutos y que habia vuelto a marcharse. Mitri no le había vuelto a ver y estaba terminando solo el trabajo.

»El departamento donde trabajaban los dos pintores está en el segundo piso y da a la misma escalera que las habitaciones de las victimas.

»Hechas estas averiguaciones y sin decir ni una palabra a nadie, reuní cuantos datos me fue posible acerca del asesinato y volví a mi casa sin que mis sospechas se hubieran desvanecido.

»A la mañana siguiente, o sea dos después del crimen continuó Duchkhine, apareció Mikolai en mi establecimiento. Había bebido, pero no demasiado, de modo que podía comprender lo que se le decía. Se sentó en un banco sin pronunciar palabra. En aquel momento sólo habia en la taberna otro cliente, que dormía en un banco, y mis dos muchachos.

»¿Has visto a Mitri? pregunté a Mikolai.

»No, no lo he visto repuso.

»Entonces, ¿no has venido por aquí?

»No, no he venido desde anteayer.

»¿Dónde has pasado esta noche?

»En las Arenas, en casa de los Kolomensky.

»Entonces le pregunté:

»¿De dónde sacaste los pendientes que me trajiste anteanoche?

»Me los encontré en la acera respondió con un tonillo sarcástico y sin mirarme.

»¿Te has enterado de que aquella noche y a aquella hora ocurrió tal y tal cosa en la casa donde trabajabas?

»No, no sabía nada de eso.

»Había escuchado mis últimas palabras con los ojos muy abiertos. De pronto se pone blanco como la cal, coge su gorro, se levanta… Yo intento detenerle.

»Espera, Mikolai. ¿No quieres tomar nada?

»Y digo por señas a uno de mis muchachos que se sitúe en la puerta. Yo, entre tanto, salgo de detrás del mostrador. Pero él adivina mis intenciones y se planta de un salto en la calle. Inmediatamente echa a correr y desaparece tras la primera esquina. Desde este momento, ya no me cupo duda de que era culpable.»

Lo mismo creo yo dijo Zosimof.

Espera, escucha el final… Naturalmente, la policía empezó a buscar a Mikolai por todas partes. Se detuvo a Duchkhine y se registró su casa. En la vivienda de Mitri y en casa de los Kolomensky no quedó nada por mirar y revolver. Al fin, anteayer se detuvo a Mikolai en una posada próxima a la Barrera. Al llegar a la posada, Mikolai se había quitado una cruz de plata que colgaba de su cuello y la había entregado al dueño de la posada para que se la cambiara por vodka. Se le dio la bebida. Unos minutos después, una campesina que volvía de ordeñar a las vacas vio en una cochera vecina, mirando por una rendija, a un hombre que evidentemente iba a ahorcarse. Habla colgado una cuerda del techo y, después de hacer un nudo corredizo en el otro extremo, se había subido a un montón de leña y se disponía a pasar la cabeza por el nudo corredizo. La mujer empezó a gritar con todas sus fuerzas y acudió gente.

»¡Vaya unos pasatiempos que té buscas!

»Llevadme a la comisaría. Allí lo contaré todo.

»Se atendió a su demanda y se le condujo a la comisaría correspondiente, que es la de nuestro barrio. En seguida empezó el interrogatorio de rigor.

»¿Quién es usted y qué edad tiene?

»Tengo veintidós años y soy…, etcétera.

»Pregunta:

»Mientras trabajaba usted con Mitri en tal casa, ¿no vio a nadie en la escalera a tal hora?

»Respuesta:

»Subía y bajaba bastante gente, pero yo no me fijé en nadie.

»¿Y no oyó usted ningún ruido?

»No oí nada de particular.

»¿Sabía usted que tal día y a tal hora mataron y desvalijaron a la vieja del cuarto piso y a su hermana?

»No lo sabía en absoluto. Me lo dijo Atanasio Pavlovitch anteayer en su taberna.

»¿De dónde sacó los pendientes?

»Me los encontré en la calle.

»¿Por qué no fue a trabajar al día siguiente con su compañero Mitri?

»Tenía ganas de divertirme.

»¿Adónde fue?

»De un lado a otro.

»¿Por qué huyó usted de la taberna de Duchkhine?

»Tenía miedo.

»¿De qué?

»De que me condenaran.

»¿Cómo explica usted ese temor si tenía la conciencia tranquila?

»Aunque parezca mentira, Zosimof continuó Rasumikhine, se le hizo esta pregunta y con estas mismas palabras. Lo sé de buena fuente… ¿Qué té parece? Dime: ¿qué té parece?

Las pruebas son abrumadoras.

Yo no té hablo de las pruebas, sino de la pregunta que se le hizo, del concepto que tiene de su deber esa gente, esos policías… En fin, dejemos esto… Desde luego, presionaron al detenido de tal modo, que acabó por declarar:

«No fue en la calle donde encontré los pendientes, sino en el piso donde trabajaba con Mitri.

»¿Cómo se produjo el hallazgo?

»Lo voy a explicar. Mitri y yo estuvimos todo el día trabajando y, cuando nos íbamos a marchar, Mitri cogió un pincel empapado de pintura y me lo pasó por la cara. Después echó a correr escaleras abajo y yo fui tras él, bajando los escalones de cuatro en cuatro y lanzando juramentos. Cuando llegué a la entrada, tropecé con el portero y con unos señores que estaban con él y que no recuerdo cómo eran. El portero empezó a insultarme, el segundo portero hizo lo mismo; luego salió de la garita la mujer del primer portero y se sumó a los insultos. Finalmente, un caballero que en aquel momento entraba en la casa acompañado de una señora nos puso también de vuelta y media porque no los dejábamos pasar. Cogí a Mitri del pelo, lo derribé y empecé a atizarle. El, aunque estaba debajo, consiguió también asirme por el pelo y noté que me devolvía los golpes. Pero todo era broma. Al fin, Mitri consiguió libertarse y echó a correr por la calle. Yo le perseguí, pero, al ver que no le podía alcanzar, volví al piso donde trabajábamos para poner en orden las cosas que habíamos dejado de cualquier modo. Mientras las arreglaba, esperaba a Mitri. Creía que volvería de un momento a otro. De pronto, en un rincón del vestíbulo, detrás de la puerta, piso una cosa. La recojo, quito el papel que la envuelve y veo un estuche, y en el estuche los pendientes.

¿Detrás de la puerta? ¿Has dicho detrás de la puerta? preguntó de súbito Raskolnikof, fijando en Rasumikhine una mirada llena de espanto. Seguidamente, haciendo un gran esfuerzo, se incorporó y apoyó el codo en el diván.

Sí, ¿y qué? ¿Por qué té pones así? ¿Qué té ha pasado? preguntó Rasumikhine levantándose de su asiento.

No, nada balbuceó Raskolnikof penosamente, dejando caer la cabeza en la almohada y volviéndose de nuevo hacia la pared.

Hubo un momento de silencio.

Debía de estar medio dormido, ¿verdad? preguntó Rasumikhine, dirigiendo a Zosimof una mirada interrogadora.

El doctor movió negativamente la cabeza.

Bueno dijo, continúa. ¿Qué ocurrió después?

¿Después? Pues ocurrió que, apenas vio los pendientes, se olvidó de su trabajo y de Mitri, cogió su gorro y corrió a la taberna de Duchkhine. Éste le dio, como ya sabemos, un rublo, y Mikolai le mintió diciendo que se había encontrado los pendientes en la calle. Luego se fue a divertirse. En lo que concierne al crimen, mantiene sus primeras declaraciones.»Yo no sabía nada insiste, no supe nada hasta dos días después.

»¿Y por qué se ocultó?

»Por miedo.

»¿Por qué quería ahorcarse?

»Por temor.

»¿Temor de qué?

»De que me condenaran.

»Y esto es todo terminó Rasumikhine. ¿Qué conclusiones crees que han sacado?

No sé qué decirte. Existe una sospecha, discutible tal vez pero fundada. No podían dejar en libertad a tu pintor de fachadas.

¡Pero es que le atribuyen el asesinato! ¡No les cabe la menor duda!

Óyeme. No te acalores. Has de convenir que si el día y a la hora del crimen, unos pendientes que estaban en el arca de la víctima pasaron a manos de Nicolás, es natural que se le pregunte cómo se los procuró. Es un detalle importante para la instrucción del sumario.

¿Que cómo se los procuró? exclamó Rasumikhine. Pero ¿es posible que tú, doctor en medicina y, por lo tanto, más obligado que nadie a estudiar la naturaleza humana, y que has podido profundizar en ella gracias a tu profesión, no hayas comprendido el carácter de Nicolás basándote en los datos que te he dado? ¿Es posible que no estés convencido de que sus declaraciones en los interrogatorios que ha sufrido son la pura verdad? Los pendientes llegaron a sus manos exactamente como él ha dicho: pisó el estuche y lo recogió.

Podrá decir la pura verdad; pero él mismo ha reconocido que mintió la primera vez.

Oye, escúchame con atención. El portero, Koch, Pestriakof, el segundo portero, la mujer del primero, otra mujer que estaba en aquel momento en la portería con la portera, el consejero Krukof, que acababa de bajar de un coche y entraba en la casa con una dama cogida a su brazo; todas estas personas, es decir, ocho, afirman que Nicolás tiró a Mitri al suelo y lo mantuvo debajo de él, golpeándole, mientras Mitri cogía a su camarada por el pelo y le devolvía los golpes con creces. Están ante la puerta y dificultan el paso. Se les insulta desde todas partes, y ellos, como dos chiquillos (éstas son las palabras de los testigos), gritan, disputan, lanzan carcajadas, se hacen guiños y se persiguen por la calle. Como verdaderos chiquillos, ¿comprendes? Ten en cuenta que arriba hay dos cadáveres que todavía conservan calor en el cuerpo; sí, calor; no estaban todavía fríos cuando los encontraron… Supongamos que los autores del crimen son los dos pintores, o que sólo lo ha cometido Nicolás, y que han robado, forzando la cerradura del arca, o simplemente participado en el robo. Ahora, admitido esto, permíteme una pregunta. ¿Se puede concebir la indiferencia, la tranquilidad de espíritu que demuestran esos gritos, esas risas, esa riña infantil en personas que acaban de cometer un crimen y están ante la misma casa en que lo han cometido? ¿Es esta conducta compatible con el hacha, la sangre, la astucia criminal y la prudencia que forzosamente han de acompañar a semejante acto? Cinco o diez minutos después de haber cometido el asesinato (no puede haber transcurrido más tiempo, ya que los cuerpos no se han enfriado todavía), salen del piso, dejando la puerta abierta y, aun sabiendo que sube gente a casa de la vieja, se ponen a juguetear ante la puerta de la casa, en vez de huir a toda prisa, y ríen y llaman la atención de la gente, cosa que confirman ocho testigos… ¡Qué absurdo!

Sin duda, todo esto es extraño, incluso parece imposible, pero…

¡No hay pero que valga! Yo reconozco que el hecho de que se encontraran los pendientes en manos de Nicolás poco después de cometerse el crimen constituye un grave cargo contra él. Sin embargo, este hecho queda explicado de un modo plausible en las declaraciones del acusado y, por lo tanto, es discutible. Además, hay que tener en cuenta los hechos que son favorables a Nicolás, y más aún cuando se da el caso de que estos hechos están fuera de duda. ¿Tú qué crees? Dado el carácter de nuestra jurisprudencia, ¿son capaces los jueces de considerar que un hecho fundado únicamente en una imposibilidad psicológica, en un estado de alma, por decirlo así, puede aceptarse como indiscutible y suficiente para destruir todos los cargos materiales, sean cuales fueren? No, no lo admitirán jamás. Han encontrado el estuche en sus manos y él quería ahorcarse, cosa que, a su juicio, no habría ocurrido si él no se hubiera sentido culpable… Ésta es la cuestión fundamental; esto es lo que me indigna, ¿comprendes?

Sí, ya veo que estás indignado. Pero oye, tengo que hacerte una pregunta. ¿Hay pruebas de que esos pendientes se sacaron del arca de la vieja?

Sí repuso Rasumikhine frunciendo las cejas. Koch reconoció la joya y dijo quién la había empeñado. Esta persona confirmó que los pendientes le pertenecían.

Lamentable. Otra pregunta. ¿Nadie vio a Nicolás mientras Koch y Pestriakof subían al cuarto piso, con lo que quedaría probada la coartada?

Desgraciadamente, nadie lo vio repuso Rasumikhine, malhumorado. Ni siquiera Koch y Pestriakof los vieron al subir. Claro que su testimonio no valdría ya gran cosa. «Vimos dicen que el piso estaba abierto y nos pareció que trabajaban en él, pero no prestamos atención a este detalle y no podríamos decir si los pintores estaban o no allí en aquel momento.»

¿Así, la inculpabilidad de Nicolás descansa enteramente en las risas y en los golpes que cambió con su camarada…? En fin, admitamos que esto constituye una prueba importante en su favor. Pero dime: ¿cómo puedes explicar el proceso del hallazgo de los pendientes, si admites que el acusado dice la verdad, o sea que los encontró en el departamento donde trabajaba?

¿Que cómo puedo explicarlo? Del modo más sencillo. La cosa está perfectamente clara. Por lo menos, el camino que hay que seguir para llegar a la verdad se nos muestra con toda claridad, y es precisamente esa joya la que lo indica. Los pendientes se le cayeron al verdadero culpable. Éste estaba arriba, en el piso de la vieja, mientras Koch y Pestriakof llamaban a la puerta. Koch cometió la tontería de bajar a la entrada poco después que su compañero. Entonces el asesino sale del piso y empieza a bajar la escalera, ya que no tiene otro camino para huir. A fin de no encontrarse con el portero, Koch y Pestriakof, ha de esconderse en el piso vacío que Nicolás y Mitri acaban de abandonar. Permanece oculto detrás de la puerta mientras los otros suben al piso de las víctimas, y, cuando el ruido de los pasos se aleja, sale de su escondite y baja tranquilamente. Es el momento en que Mitri y Nicolás echan a correr por la calle. Todos los que estaban ante la puerta se han dispersado. Tal vez alguien le viera, pero nadie se fijó en él. ¡Entraba y salía tanta gente por aquella puerta! El estuche se le cayó del bolsillo cuando estaba oculto detrás de la puerta, y él no lo advirtió porque tenía otras muchas cosas en que pensar en aquel momento. Que el estuche estuviera allí demuestra que el asesino se escondió en el piso vacío. He aquí explicado todo el misterio.

Ingenioso, amigo Rasumikhine, diabólicamente ingenioso, incluso demasiado ingenioso.

¿Por qué demasiado?

Porque todo es tan perfecto, porque los detalles están tan bien trabados, que uno cree hallarse ante una obra teatral.

Rasumikhine abrió la boca para protestar, pero en este momento se abrió la puerta, y los jóvenes vieron aparecer a un visitante al que ninguno de ellos conocía.

V

Era un caballero de cierta edad, movimientos pausados y fisonomía reservada y severa. Se detuvo en el umbral y paseó a su alrededor una mirada de sorpresa que no trataba de disimular y que resultaba un tanto descortés. «¿Dónde me he metido?», parecía preguntarse. Observaba la habitación, estrecha y baja de techo como un camarote, con un gesto de desconfianza y una especie de afectado terror.

Su mirada conservó su expresión de asombro al fijarse en Raskolnikof, que seguía echado en el mísero diván, vestido con ropas no menos miserables, y que le miraba como los demás.

Después el visitante observó atentamente la barba inculta, los cabellos enmarañados y toda la desaliñada figura de Rasumikhine, que, a su vez y sin moverse de su sitio, le miraba con una curiosidad impertinente.

Durante más de un minuto reinó en la estancia un penoso silencio, pero al fin, como es lógico, la cosa cambió.

Comprendiendo sin duda pues ello saltaba a la vista que su arrogancia no imponía a nadie en aquella especie de camarote de trasatlántico, el caballero se dignó humanizarse un poco y se dirigió a Zosimof cortésmente pero con cierta rigidez.

Busco a Rodion Romanovitch Raskolnikof, estudiante o ex estudiante dijo, articulando las palabras sílaba a sílaba.

Zosimof inició un lento ademán, sin duda para responder, pero Rasumikhine, aunque la pregunta no iba dirigida a él, se anticipó.

Ahí lo tiene usted, en el diván dijo. ¿Y usted qué desea?

La naturalidad con que estas palabras fueron pronunciadas pareció ablandar al presuntuoso caballero, que incluso se volvió hacia Rasumikhine. Pero en seguida se contuvo y, con un rápido movimiento, fijó de nuevo la mirada en Zosimof.

Ahí tiene usted a Raskolnikof repuso el doctor, indicando al enfermo con un movimiento de cabeza. Después lanzó un gran bostezo y, seguidamente y con gran lentitud, sacó del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de oro, que consultó y volvió a guardarse, con la misma calma.

Raskolnikof, que en aquel momento estaba echado boca arriba, no quitaba ojo al recién llegado y seguía encerrado en su silencio. Ahora se veía su semblante, pues ya no contemplaba la florecilla del empapelado. Estaba pálido y en su expresión se leía un extraordinario sufrimiento. Era como si el enfermo acabara de salir de una operación o de experimentar terribles torturas… Sin embargo, el visitante desconocido le inspiraba un interés creciente, que primero fue sorpresa, en seguida desconfianza y finalmente temor.

Cuando Zosimof dijo: «Ahí tiene usted a Raskolnikof, éste se levantó con un movimiento tan repentino, que tuvo algo de salto, y manifestó, con voz débil y entrecortada pero agresiva:

Si, yo soy Raskolnikof. ¿Qué desea usted?

El visitante le observó atentamente y repuso, en un tono lleno de dignidad:

Soy Piotr Petrovitch Lujine. Tengo motivos para creer que mi nombre no le será enteramente desconocido.

Pero Raskolnikof, que esperaba otra cosa, se limitó a mirar a su interlocutor con gesto pensativo y estúpido, sin contestarle y como si aquélla fuera la primera vez que oía semejante nombre.

¿Es posible que todavía no le hayan hablado de mí? exclamó Piotr Petrovitch, un tanto desconcertado.

Por toda respuesta, Raskolnikof se dejó caer poco a poco sobre la almohada. Enlazó sus manos debajo de la nuca y fijó su mirada en el techo. Lujine dio ciertas muestras de inquietud. Zosimof y Rasumikhine le observaban con una curiosidad creciente que acabó de desconcertarle.

Yo creía…, yo suponía…balbuceó que una carta que se cursó hace diez días, tal vez quince…

Pero oiga, ¿por qué se queda en la puerta?le interrumpió Rasumikhine. Si tiene usted algo que decir, entre y siéntese. Nastasia y usted no caben en el umbral. Nastasiuchka, apártate y deja pasar al señor. Entre; aquí tiene una silla; pase por aquí.

Echó atrás su silla de modo que entre sus rodillas y la mesa quedó un estrecho pasillo, y, en una postura bastante incómoda, esperó a que pasara el visitante. Lujine comprendió que no podía rehusar y llegó, no sin dificultad, al asiento que se le ofrecía. Cuando estuvo sentado, fijó en Rasumikhine una mirada llena de inquietud.

No esté usted violento dijo éste levantando la voz. Hace cinco días que Rodia está enfermo. Durante tres ha estado delirando. Hoy ha recobrado el conocimiento y ha comido con apetito. Aquí tiene usted a su médico, que lo acaba de reconocer. Yo soy un camarada suyo, un ex estudiante como él, y ahora hago el papel de enfermero. Por lo tanto, no haga caso de nosotros: siga usted conversando con él como si no estuviéramos.

Muy agradecido, pero ¿no le parece a usted se dirigía a Zosimof que mi conversación y mi presencia pueden fatigar al enfermo?

No, repuso Zosimof. Por el contrario, su charla le distraerá.

Y volvió a lanzar un bostezo.

¡Oh! Hace ya bastante tiempo que ha vuelto en sí: esta mañana dijo Rasumikhine, cuya familiaridad respiraba tanta franqueza y simpatía, que Piotr Petrovitch empezó a sentirse menos cohibido. Además, hay que tener presente que el impertinente y desharrapado joven se había presentado como estudiante.

Su madre… comenzó a decir Lujine.

Rasumikhine lanzó un ruidoso gruñido. Lujine le miró con gesto interrogante.

No, no es nada. Continúe.

Su madre empezó a escribirle antes de que yo me pusiera en camino. Ya en Petersburgo, he retrasado adrede unos cuantos días mi visita para asegurarme de que usted estaría al corriente de todo. Y ahora veo, con la natural sorpresa…

Ya estoy enterado, ya estoy enterado replicó de súbito Raskolnikof, cuyo semblante expresaba viva irritación. Es usted el novio, ¿verdad? Bien, pues ya ve que lo sé.

Piotr Petrovitch se sintió profundamente herido por la aspereza de Raskolnikof, pero no lo dejó entrever. Se preguntaba a qué obedecía aquella actitud. Hubo una pausa que duró no menos de un minuto. Raskolnikof, que para contestarle se había vuelto ligeramente hacia él, empezó de súbito a examinarlo fijamente, con cierta curiosidad, como si no hubiese tenido todavía tiempo de verle o como si de pronto hubiese descubierto en él algo que le llamara la atención. Incluso se incorporó en el diván para poder observarlo mejor.

Sin duda, el aspecto de Piotr Petrovitch tenía un algo que justificaba el calificativo de novio que acababa de aplicársele tan gentilmente. Desde luego, se veía claramente, e incluso demasiado, que Piotr Petrovitch había aprovechado los días que llevaba en la capital para embellecerse, en previsión de la llegada de su novia, cosa tan inocente como natural. La satisfacción, acaso algo excesiva, que experimentaba ante su feliz transformación podía perdonársele en atención a las circunstancias. El traje del señor Lujine acababa de salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta, y sólo en un punto permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su indumentaria se ajustaba al plan establecido, desde el elegante y flamante sombrero, al que él prodigaba toda suerte de cuidados y tenía entre sus manos con mil precauciones, hasta los maravillosos guantes de color lila, que no llevaba puestos, sino que se contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta predominaban los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona americana habanera, pantalones claros, un chaleco del mismo color, una fina camisa recién salida de la tienda y una encantadora y pequeña corbata de batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso era que esta elegancia le sentaba perfectamente. Su fisonomía, fresca e incluso hermosa, no representaba los cuarenta y cinco años que ya habían pasado por ella. La encuadraban dos negras patillas que se extendían elegantemente a ambos lados del mentón, rasurado cuidadosamente y de una blancura deslumbrante. Su cabello se mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil peluquero había conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos casos, el ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. Lo que pudiera haber de desagradable y antipático en aquella fisonomía grave y hermosa no estaba en el exterior.

Después de haber examinado a Lujine con impertinencia, Raskolnikof sonrió amargamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada y continuó contemplando el techo.

Pero el señor Lujine parecía haber decidido tener paciencia y fingía no advertir las rarezas de Raskolnikof.

Lamento profundamente encontrarle en este estado dijo para reanudar la conversación. Si lo hubiese sabido, habría venido antes a verle. Pero usted no puede imaginarse las cosas que tengo que hacer. Además, he de intervenir en un debate importante del Senado. Y no hablemos de esas ocupaciones cuya índole puede usted deducir: espero a su familia, es decir, a su madre y a su hermana, de un momento a otro.

Raskolnikof hizo un movimiento y pareció que iba a decir algo. Su semblante dejó entrever cierta agitación. Piotr Petrovitch se detuvo y esperó un momento, pero, viendo que Raskolnikof no desplegaba los labios, continuó:

Sí, las espero de un momento a otro. Ya les he encontrado un alojamiento provisional.

¿Dónde? preguntó Raskolnikof con voz débil.

Cerca de aquí, en el edificio Bakaleev.

Eso está en el bulevar Vosnesensky interrumpió Rasumikhine. El comerciante Iuchine alquila dos pisos amueblados. Yo he ido a verlos.

Sí, son departamentos amueblados…

Aquello es un verdadero infierno, sucio, pestilente y, además, un lugar nada recomendable. Allí han ocurrido las cosas más viles. Sólo el diablo sabe qué vecindario es aquél. Yo mismo fui allí atraído por un asunto escandaloso. Por lo demás, los departamentos se alquilan a buen precio.

Como es natural, yo no pude procurarme todos esos informes, pues acababa de llegar a Petersburgo dijo Piotr Petrovitch, un tanto molesto; pero, sea como fuere, las dos habitaciones que he alquilado son muy limpias. Además, hay que tener en cuenta que todo esto es provisional… Yo tengo ya contratado nuestro definitivo…, mejor dicho, nuestro futuro hogar añadió volviéndose hacia Raskolnikof. Sólo falta arreglarlo, y ya lo estoy haciendo. Yo mismo tengo ahora una habitación amueblada bastante reducida. Está a dos pasos de aquí, en casa de la señora de Lipevechsel. Vivo con un joven que es amigo mío: Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Él es precisamente el que me ha indicado la casa Bakaleev.

¿Lebeziatnikof? preguntó Raskolnikof, pensativo, como si este nombre le hubiese recordado algo.

Sí, Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Está empleado en un ministerio. ¿Le conoce usted?

No…, no repuso Raskolnikof.

Perdone, pero su exclamación me ha hecho suponer que lo conocía. Fui tutor suyo hace ya tiempo. Es un joven simpatiquísimo, que está al corriente de todas las ideas. A mí me gusta tratar con gente joven. Así se entera uno de las novedades que corren por el mundo.

Piotr Petrovitch miró a sus oyentes con la esperanza de percibir en sus semblantes un signo de aprobación.

¿A qué clase de novedades se refiere? preguntó Rasumikhine.

Alas de tipo más serio, es decir, más fundamental repuso Piotr Petrovitch, al que el tema parecía encantar. Hacía ya diez años que no habia venido a Petersburgo. Todas las reformas sociales, todas las nuevas ideas han llegado a provincias, pero para darse exacta cuenta de estas cosas, para verlo todo, hay que estar en Petersburgo. Yo creo que el mejor modo de informarse de estas cuestiones es observar a las generaciones jóvenes… Y créame que estoy encantado.

¿De qué?

Es algo muy complejo. Puedo equivocarme, pero creo haber observado una visión más clara, un espíritu más critico, por decirlo así, una actividad más razonada.

Es verdad dijo Zosimof entre dientes.

No digas tonterías replicó Rasumikhine. El sentido de los negocios no nos llueve del cielo, sino que sólo lo podemos adquirir mediante un difícil aprendizaje. Y nosotros hace ya doscientos años que hemos perdido el hábito de la actividad… De las ideas continuó, dirigiéndose a Piotr Petrovitch puede decirse que flotan aquí y allá. Tenemos cierto amor al bien, aunque este amor sea, confesémoslo, un tanto infantil. También existe la honradez, aunque desde hace algún tiempo estemos plagados de bandidos. Pero actividad, ninguna en absoluto.

No estoy de acuerdo con usted dijo Lujine, visiblemente encantado. Cierto que algunos se entusiasman y cometen errores, pero debemos ser indulgentes con ellos. Esos arrebatos y esas faltas demuestran el ardor con que se lanzan al empeño, y también las dificultades, puramente materiales, verdad es, con que tropiezan. Los resultados son modestos, pero no debemos olvidar que los esfuerzos han empezado hace poco. Y no hablemos de los medios que han podido utilizar. A mi juicio, no obstante, se han obtenido ya ciertos resultados. Se han difundido ideas nuevas que son excelentes; obras desconocidas aún, pero de gran utilidad, sustituyen a las antiguas producciones de tipo romántico y sentimental. La literatura cobra un carácter de madurez. Prejuicios verdaderamente perjudiciales han caído en el ridículo, han muerto… En una palabra, hemos roto definitivamente con el pasado, y esto, a mi juicio, constituye un éxito.

Ha dado suelta a la lengua sólo para lucirse gruñó inesperadamente Raskolnikof.

¿Cómo? preguntó Lujine, que no había entendido.

Pero Raskolnikof no le contestó.

Todo eso es exacto se apresuró a decir Zosimof.

¿Verdad? exclamó Piotr Petrovitch dirigiendo al doctor una mirada amable. Después se volvió hacia Rasumikhine con un gesto de triunfo y superioridad (sólo faltaba que le llamase «joven») y le dijo: Convenga usted que todo se ha perfeccionado, o, si se prefiere llamarlo así, que todo ha progresado, por lo menos en los terrenos de las ciencias y la economía.

Eso es un lugar común.

No, no es un lugar común. Le voy a poner un ejemplo. Hasta ahora se nos ha dicho: «Ama a tu prójimo.» Pues bien, si pongo este precepto en práctica, ¿qué resultará? Piotr Petrovitch hablaba precipitadamente. Pues resultará que dividiré mi capa en dos mitades, daré una mitad a mi prójimo y los dos nos quedaremos medio desnudos. Un proverbio ruso dice que el que persigue varias liebres a la vez no caza ninguna. La ciencia me ordena amar a mi propia persona más que a nada en el mundo, ya que aquí abajo todo descansa en el interés personal. Si te amas a ti mismo, harás buenos negocios y conservarás tu capa entera. La economía política añade que cuanto más se elevan las fortunas privadas en una sociedad o, dicho en otros términos, más capas enteras se ven, más sólida es su base y mejor su organización. Por lo tanto, trabajando para mí solo, trabajo, en realidad, para todo el mundo, pues contribuyo a que mi prójimo reciba algo más que la mitad de mi capa, y no por un acto de generosidad individual y privada, sino a consecuencia del progreso general. La idea no puede ser más sencilla. No creo que haga falta mucha inteligencia para comprenderla. Sin embargo, ha necesitado mucho tiempo para abrirse camino entre los sueños y las quimeras que la ahogaban.

Perdóneme le interrumpió Rasumikhine. Yo pertenezco a la categoría de los imbéciles. Dejemos ese asunto. Mi intención al dirigirle la palabra no era despertar su locuacidad. Tengo los oídos tan llenos de toda esa palabrería que no ceso de escuchar desde hace tres años, de todas esas trivialidades, de todos esos lugares comunes, que me sonroja no sólo hablar de ello, sino también que se hable delante de mi. Usted se ha apresurado a alardear ante nosotros de sus teorías, y no se lo censuro. Yo sólo deseaba saber quién es usted, pues en estos últimos tiempos se han introducido en los negocios públicos tantos intrigantes, y esos desaprensivos han ensuciado de tal modo cuanto ha pasado por sus manos, que han formado a su alrededor un verdadero lodazal. Y no hablemos más de este asunto.

Caballero exclamó Lujine, herido en lo más vivo y adoptando una actitud llena de dignidad, ¿quiere usted decir con eso que también yo…?

¡De ningún modo! ¿Cómo podría yo permitirme…? En fin, basta ya…

Y después de cortar así el diálogo, Rasumikhine se apresuró a reanudar con Zosimof la conversación que había interrumpido la entrada de Piotr Petrovitch.

Éste tuvo el buen sentido de aceptar la explicación del estudiante, y adoptó la firme resolución de marcharse al cabo de dos minutos.

Ya hemos trabado conocimiento dijo a Raskolnikof. Espero que, una vez esté curado, nuestras relaciones serán más íntimas, debido a las circunstancias que ya conoce usted. Le deseo un rápido restablecimiento.

Raskolnikof ni siquiera dio muestras de haberle oído, y Piotr Petrovitch se puso en pie.

Seguramente dijo Zosimof a Rasumikhine, el asesino es uno de sus deudores.

Seguramente repitió Rasumikhine. Porfirio no revela a nadie sus pensamientos pero sólo interroga a los que tenían algo empeñado en casa de la vieja.

¿Los interroga?exclamó Raskolnikof.

Sí, ¿por qué?

No, por nada.

Pero ¿cómo sabe quiénes son? preguntó Zosimof.

Koch ha indicado algunos. Los nombres de otros figuraban en los papeles que envolvían los objetos, y otros, en fin, se han presentado espontáneamente al enterarse de lo ocurrido.

El culpable debe de ser un profesional de gran experiencia. ¡Qué resolución, qué audacia!

Pues no replicó Rasumikhine. En eso, tú y todo el mundo estáis equivocados. Yo estoy seguro de que es un inexperto de que éste es su primer crimen. Si nos imaginamos un plan bien urdido y un criminal experimentado, nada tiene explicación. Para que la tenga, hay que suponer que es un principiante y admitir que sólo la suerte le ha permitido escapar. ¿Qué no podrá hacer el azar? Es muy posible que no previera ningún obstáculo. ¿Y cómo lleva a cabo el robo? Busca en la caja donde la vieja guardaba sus trapos, coge unos cuantos objetos que no valen más de treinta rublos y se llena con ellos los bolsillos. Sin embargo, en el cajón superior de la cómoda se ha encontrado una caja que contenía más de mil quinientos rublos en metálico y cierta cantidad de billetes. Ni siquiera supo robar. Lo único que supo hacer fue matar. ¡Lo dicho: un principiante! Perdió la cabeza, y si no Lo han descubierto no Lo debe a su destreza, sino al azar.

¿Hablan ustedes del asesinato de esa vieja prestamista? intervino Lujine, dirigiéndose a Zosimof. Con el sombrero en las manos se disponía a despedirse, pero deseaba decir todavía algunas cosas profundas. Quería dejar buen recuerdo en aquellos jóvenes. La vanidad podía en él más que la razón.

Sí. ¿Ha oído usted hablar de ese crimen?

¿Cómo no? Ha ocurrido en las cercanías de la casa donde me hospedo.

¿Conoce usted los detalles?

Los detalles, no, pero este asunto me interesa por la cuestión general que plantea. Dejemos a un lado el aumento incesante de la criminalidad durante los últimos cinco años en las clases bajas. No hablemos tampoco de la sucesión ininterrumpida de incendios provocados y actos de pillaje. Lo que me asombra es que la criminalidad crezca de modo parecido en las clases superiores. Un día nos enteramos de que un ex estudiante ha asaltado el coche de correos en la carretera. Otro, que hombres cuya posición los sitúa en las altas esferas fabrican moneda falsa. En Moscú se descubre una banda de falsificadores de billetes de la lotería, uno de cuyos jefes era un profesor de historia universal. Además, se da muerte a un secretario de embajada por una oscura cuestión de dinero… Si la vieja usurera ha sido asesinada por un hombre de la clase media (los mujiks no tienen el hábito de empeñar joyas), ¿cómo explicar este relajamiento moral en la clase más culta de nuestra ciudad?

Los fenómenos económicos han producido transformaciones que… comenzó a decir Zosimof.

¿Cómo explicarlo? le interrumpió Rasumikhine. Pues precisamente por esa falta de actividad razonada.

¿Qué quiere usted decir?

¿Qué respondió ese profesor de historia universal cuando le interrogaron? «Cada cual se enriquece a su modo. Yo también he querido enriquecerme Lo más rápidamente posible.» No recuerdo las palabras que empleó, pero sé que quiso decir «ganar dinero rápidamente y sin esfuerzo». El hombre se acostumbra a vivir sin esfuerzo, a andar por el camino llano, a que le pongan la comida en la boca. Hoy cada uno se muestra como realmente es.

Pero la moral, las leyes

¿Qué le sorprende? preguntó repentinamente Raskolnikof. Todo esto es la aplicación de sus teorías.

¿De mis teorías?

Sí, la conclusión lógica de los principios que acaba usted de exponer es que se puede incluso asesinar.

Un momento, un momento… exclamó Lujine.

No estoy de acuerdo dijo Zosimof.

Raskolnikof estaba pálido y respiraba con dificultad. Su labio superior temblaba convulsivamente.

Todo tiene su medida dijo Lujine con arrogancia. Una idea económica no ha sido nunca una incitación al crimen, y suponiendo…

¿Acaso no es cierto le interrumpió Raskolnikof con voz trémula de cólera, pero llena a la vez de un júbilo hostil que usted dijo a su novia, en el momento en que acababa de aceptar su petición, que lo que más le complacía de ella era su pobreza, pues Lo mejor es casarse con una mujer pobre para poder dominarla y recordarle el bien que se le ha hecho?

Pero… exclamó Lujine, trastornado por la cólera. ¡Oh, qué modo de desnaturalizar mi pensamiento! Perdóneme, pero puedo asegurarle que las noticias que han llegado a usted sobre este punto no tienen la menor sombra de fundamento. Ya sé dónde está el origen del mal… Por Lo menos, Lo supongo… Se Lo diré francamente. Me pareció que su madre, pese a sus excelentes prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las novelerías. Sin embargo, estaba muy lejos de creer que pudiera interpretar mis palabras con tanta inexactitud y que, al citarlas, alterase de tal modo su sentido. Además…

¡Óigame! bramó el joven, levantando la cabeza de la almohada y fijando en Lujine una mirada ardiente. ¡Escuche!

Usted dirá.

Lujine pronunció estas palabras en un tono de reto. A ellas siguió un silencio que duró varios segundos.

Pues lo que quiero que sepa es que si usted se permite decir una palabra más contra mi madre, lo echo escaleras abajo.

¡Pero Rodia! exclamó Rasumikhine.

¡Si, escaleras abajo!

Lujine había palidecido y se mordía los labios.

Óigame, señor comenzó a decir, haciendo un gran esfuerzo por dominarse: la acogida que usted me ha dispensado me ha demostrado claramente y desde el primer momento su enemistad hacia mí, y si he prolongado la visita ha sido solamente para acabar de cerciorarme. Habría perdonado muchas cosas a un enfermo, a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni pensarlo!

¡Yo no estoy enfermo! exclamó Raskolnikof.

¡Peor que peor!

¡Váyase al diablo!

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