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Crimen y castigo por Fedor Dostoiewski (página 9)



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No, no admiten otra causa prosiguió Rasumikhine con su creciente exaltación. No me equivoco. Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen: «Tal individuo se ha perdido a causa del medio.» Y nada más. Es su frase favorita. O sea que si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían crímenes, pues nadie sentiría el deseo de protestar y todos los hombres llegarían a ser justos. No tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe para ellos. No ven una humanidad que se desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para producir al fin una sociedad normal, sino que suponen un sistema social que surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen de ella que es un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una manera absurda. De aquí también su odio al proceso viviente de la existencia. No hay necesidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no obedece ciegamente a la mecánica; es desconfiada y retrógrada. El alma que ellos quieren puede apestar, estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y la consecuencia de ello es que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el modo de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se puede construir, pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo el proceso de la vida antes de irse al cementerio. La lógica no basta para permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos, cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad es la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad seductora y que hace innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas…!

Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo dijo Porfirio Petrovitch entre risas. Figúrese usted -añadió dirigiéndose a Raskolnikof esta misma música en una habitación y a seis voces. Esto fue la reunión de anoche. Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende usted lo que sería aquello…? Por otra parte, estás equivocado: el medio desempeña un gran papel en la criminalidad. Estoy dispuesto a demostrártelo.

Eso ya lo sé. Pero dime: pongamos el ejemplo del hombre de cuarenta años que deshonra a una niña de diez. ¿Es el medio el que le impulsa?

Pues sí, se puede decir que es el medio el que le impulsa repuso Porfirio Petrovitch adoptando una actitud especialmente grave. Ese crimen se puede explicar perfectamente, perfectísimamente, por la influencia del medio.

Rasumikhine estuvo a punto de perder los estribos.

Yo también te puedo probar a ti gruñó que tus blancas pestañas son una consecuencia del hecho de que el campanario de Iván el Grande mida treinta toesas de altura. Te lo demostraré progresivamente, de un modo claro, preciso e incluso con cierto matiz de liberalismo. Me comprometo a ello. Di: ¿quieres que te lo demuestre?

Sí, vamos a ver cómo te las compones.

¡Siempre con tus burlas! exclamó Rasumikhine con un tono de desaliento. No vale la pena hablar contigo. Te advierto, Rodia, que todo esto lo hace expresamente. Tú todavía no le conoces. Ayer sólo expuso su parecer para mofarse de todos. ¡Qué cosas dijo, Señor! ¡Y ellos encantados de tenerlo en la reunión…! Es capaz de estar haciendo este juego durante dos semanas enteras. El año pasado nos aseguró que iba a ingresar en un convento y estuvo afirmándolo durante dos meses. Últimamente se imaginó que iba a casarse y que todo estaba ya listo para la boda. Incluso se hizo un traje nuevo. Nosotros empezamos a creerlo y a felicitarle. Y resultó que la novia no existía y que todo era pura invención.

Estás equivocado. Primero me hice el traje y entonces se me ocurrió la idea de gastaros la broma.

¿De verdad es usted tan comediante? preguntó con cierta indiferencia Raskolnikof.

Le parece mentira, ¿verdad? Pues espere, que con usted voy a hacer lo mismo. ¡Ja, ja, ja…! No, no; le voy a decir la verdad. A propósito de todas esas historias de crímenes, de medios, de jovencitas, recuerdo un articulo de usted que me interesó y me sigue interesando. Se titulaba… creo que «El crimen», pero la verdad es que de esto no estoy seguro. Me recreé leyéndolo en La Palabra Periódica hace dos meses.

¿Un artículo mío en La Palabra Periódica? exclamó Raskolnikof, sorprendido. Ciertamente, yo escribí un artículo hace unos seis meses, que fue cuando dejé la universidad. En él hablaba de un libro que acababa de aparecer. Pero lo llevé a La Palabra Hebdomadaria y no a La Palabra Periódica.

Pues se publicó en La Palabra Periódica.

La Palabra Hebdomadaria dejó de aparecer a poco de haber entregado yo mi artículo, y por eso no pudo publicarlo…

Sí, pero, al desaparecer, este semanario quedó fusionado con La Palabra Periódica, y ello explica que su articulo se haya publicado en este último periódico. así, ¿no estaba usted enterado?

En efecto, Raskolnikof no sabía nada de eso.

Pues ha de cobrar su artículo. ¡Qué carácter tan extraordinario tiene usted! Vive tan aislado, que no se entera de nada, ni siquiera de las cosas que le interesan materialmente. Es increíble.

Yo tampoco sabía nada exclamó Rasumikhine. Hoy mismo iré a la biblioteca a pedir ese periódico… ¿Dices que el articulo se publicó hace dos meses? ¿En qué día…? Bueno, ya lo encontraré… ¡No decir nada! ¡Es el colmo!

¿Y usted cómo se ha enterado de que el artículo era mío? lo firmé con una inicial.

Fue por casualidad. Conozco al redactor jefe, le vi hace poco, y como su artículo me habia interesado tanto…

Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal mientras cometía el crimen.

Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos momentos, es un enfermo. Es una tesis original, pero en verdad no es esta parte de su articulo la que me interesó especialmente, sino cierta idea que deslizaba al final. Es lamentable que se limitara usted a indicarla vaga y someramente… Si tiene usted buena memoria, se acordará de que insinuaba usted que hay seres que pueden, mejor dicho, que tienen pleno derecho a cometer toda clase de actos criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley.

Raskolnikof sonrió ante esta pérfida interpretación de su pensamiento.

¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia irresistible del miedo? preguntó Rasumikhine, no sin cierto terror.

Sin esa influencia -respondió Porfirio Petrovitch. No se trata de eso. En el artículo que comentamos se divide a los hombres en dos clases: seres ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios. En cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser extraordinarios. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco.

¡Es imposible que haya dicho eso! balbuceó Rasumikhine.

Raskolnikof volvió a sonreír. Habia comprendido inmediatamente la intención de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y, recordando perfectamente lo que habia dicho en su artículo, aceptó el reto.

No es eso exactamente lo que dije -comenzó en un tono natural y modesto. Confieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de pensar, no ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.

Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.

La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido, que los hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de actos criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante tesis no se habría podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre extraordinario tiene el derecho…, no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral…, de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la humanidad… Dice usted que esta parte de mi artículo adolece de falta de claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo que usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de Képler y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podido llegar a la humanidad sino mediante el sacrificio de una, o cien, o más vidas humanas que fueran un obstáculo para ello, Newton habría tenido el derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus descubrimientos por todo el mundo. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a asesinar a quien se le antojara o a cometer toda clase de robos. En el resto de mi artículo, si la memoria no me engaña, expongo la idea de que todos los legisladores y guías de la humanidad, empezando por los más antiguos y terminando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera; todos, hasta los más recientes, han sido criminales, ya que al promulgar nuevas leyes violaban las antiguas, que habían sido observadas fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación, y también porque esos hombres no retrocedieron ante los derramamientos de sangre (de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender las antiguas leyes), por poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.

»Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de la humanidad han hecho correr torrentes de sangre. Mi conclusión es, en una palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, criminales, en un grado variable, como es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No quieren permanecer en ella, y yo creo que no lo deben hacer.

»Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han comentado mil veces de palabra y por escrito. En

cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios, admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión de las cifras que doy. Me limito a creer que el fondo de mi pensamiento es justo. Mi opinión es que los hombres pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de la misma naturaleza, en dos categorías: una inferior, la de los individuos ordinarios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres semejantes a ellos, y otra superior, la de los verdaderos hombres, que se complacen en dejar oír en su medio "palabras nuevas. Naturalmente, las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos característicos de las dos categorías son, a mi entender, bastante precisos. La primera categoría se compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obediencia, porque esta obediencia los encanta. Y a mí me parece que están obligados a obedecer, pues éste es su papel en la vida y ellos no ven nada humillante en desempeñarlo. En la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o, por lo menos, todos tienden a violarlas por todos sus medios.

»Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo mejor. Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden permitirse obrar así; pero…, que quede esto bien claro…, teniendo en cuenta la clase e importancia de sus ideas. Sólo en este sentido hablo en mi artículo del derecho de esos hombres a cometer crímenes. (Recuerden ustedes que nuestro punto de partida ha sido una cuestión jurídica.) Por otra parte, no hay motivo para inquietarse demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los decapita o los ahorca, dicho en términos generales, con lo que cumple del modo más radical su papel conservador, en el que se mantiene hasta el día en que generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a los ajusticiados y crean un culto en torno de ellos…, dicho en términos generales. Los hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del porvenir. La primera conserva el mundo, multiplicando a la humanidad; la segunda empuja al universo para conducirlo hacia sus fines. Las dos tienen su razón de existir. En una palabra, yo creo que todos tienen los mismos derechos. Vive donc la guerre éternelle…, hasta la Nueva Jerusalén, entiéndase.

Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?

Sí respondió firmemente Raskolnikof.

Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no la había apartado durante su largo discurso.

¿Y en Dios? ¿Cree usted…? Perdone si le parezco indiscreto.

Sí, creo repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en Porfirio.

¿Y en la resurrección de Lázaro?

Pues… sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?

¿Cree usted sin reservas?

Sin reservas.

Bien, bien… La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad… Ahora, y perdone, permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre se ejecuta a esos criminales. Por el contrario, algunos…

Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y entonces…

Son ellos los que ejecutan.

Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde luego, su observación es muy sutil.

Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica especial al nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y bienintencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran vestidos de un modo especial o llevaran algún distintivo…? Porque suponga usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus propias y felices palabras. Entonces…

¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la anterior en agudeza.

Gracias.

No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la primera categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les he calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia innata a la obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se encuentra incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos innovadores y suelen despreciarlos, considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo tanto, la inquietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta moralidad. A veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus propias manos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted por qué inquietarse.

Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordinarios? Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me negará usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy numerosos.

¡Oh! No se preocupe tampoco por eso -dijo Raskolnikof sin cambiar de tono. Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que observamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos revelará. La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe, porque debe existir, porque en esto no interviene para nada el azar.

¿Estáis bromeando? exclamó Rasumikhine. ¿Os burláis el uno del otro? Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodia.

Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste rostro, y Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de amargura, consideró inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo de Porfirio.

Bien, querido dijo el estudiante. Si estáis hablando en serio, quiero decirte que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que todas se parecen a las que hemos oído exponer infinidad de veces. Pero yo veo algo original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por completo, muy a pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes con plena conciencia y excusas con tanto fanatismo… Me parece que ésta es la idea principal de tu artículo: la autorización moral a matar…, la cual, por cierto, me parece mucho más terrible que la autorización oficial y legal.

Exacto: es mucho más terrible observó Porfirio.

Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso es un error. Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir… Tú no puedes opinar así… Leeré tu artículo.

En mi artículo no hay nada de todo eso dijo Raskolnikof. Yo me limité a comentar superficialmente la cuestión.

Lo cierto es dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto de juez que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista sobre el crimen. Pero… Perdone que le importune tanto (estoy avergonzado de molestarle de este modo). Oiga: acaba usted de tranquilizarme respecto a los casos de error, esos casos de confusión entre las dos categorías; pero… sigo sintiendo cierta inquietud al pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a destruir todos los obstáculos que encuentra en su camino…, se dirá que va a emprender una larga campaña y que para esta campaña necesita dinero… ¿Comprende…?

Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni le miró siquiera.

Admito repuso tranquilamente que esos casos deben presentarse. Los vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si son demasiado jóvenes.

Por eso se lo digo… ¿Y qué hay que hacer en ese caso?

Raskolnikof sonrió mordazmente.

¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre… Fíjese usted en éste e indicó con un gesto a Rasumikhine. Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.

¿Y si se le encuentra?

Peor para él.

Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.

Eso no debe preocuparle.

Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.

El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del penal.

Así dijo Rasumikhine, malhumorado, los hombres geniales, esos que tienen derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber derramado sangre humana…?

No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran tristeza en este mundo añadió con un aire pensativo que contrastaba con el tono de la conversación.

Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo:

Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que hacerle otra pregunta…, aunque reconozco que estoy abusando de su paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que temo olvidar…

Bien, usted dirá dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez de instrucción.

Pues se trata… No sé cómo explicarme… Es una idea tan extraña… De tipo psicológico, ¿sabe…? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo menos en cierto modo, como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión… ¿No es así?

Es muy posible repuso desdeñosamente Raskolnikof.

Rasumikhine hizo un movimiento.

En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso…, en fin, a matar para robar?

Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual que antes.

Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo diría a usted repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.

Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he hecho con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.

«¡Qué celada tan buena! pensó Raskolnikof, asqueado. La malicia está cosida con hilo blanco.»

Permítame aclararle dijo secamente que yo no me he creído jamás un Mahoma ni un Napoleón, ni ningún otro personaje de este género, y que, en consecuencia, no puedo decirle lo que haría en el caso contrario.

Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un Napoleón? exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente familiar.

Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era singularmente explícito.

De súbito, Zamiotof preguntó desde su rincón:

¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana pasada a Alena Ivanovna?

Raskolnikof seguía mirando a Porfirio Petrovitch con firme fijeza. No dijo nada. Rasumikhine había fruncido las cejas. Desde hacía un momento sospechaba algo que le hizo mirar furiosamente a un lado y a otro. Hubo un minuto de penoso silencio. Raskolnikof se dispuso a marcharse.

¿Ya se va usted? exclamó Porfirio Petrovitch con extrema amabilidad y tendiendo la mano al joven. Estoy encantado de haberle conocido. En cuanto a su petición, puede estar tranquilo. Haga usted el requerimiento por escrito tal como le he indicado. Sin embargo, sería preferible que viniera a verme a la comisaría un día de éstos…, mañana, por ejemplo. A las once estaré allí. Lo arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los últimos que visitó aquella casa añadió en tono amistoso, tal vez pueda aclararnos algo.

Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? preguntó rudamente Raskolnikof.

Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha comprendido usted. Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me han dado una serie de informes, y usted, siendo el último… ¡Ah! ¡Ahora que me acuerdo! exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine. He estado a punto de olvidarme otra vez… El otro día no paraste de hablarme de Nikolachka. Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de que ese joven es inocente se dirigía de nuevo a Raskolnikof. Pero ¿qué puedo hacer yo? También he tenido que molestar a Mitri. En fin, he aquí lo que quería preguntarle. Cuando usted subía la escalera…, por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no?

Sí, entre siete y ocho repuso Raskolnikof, que inmediatamente se arrepintió de haber dado esta contestación innecesaria.

Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no vio usted en el segundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta…, recuerda usted…, no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno, trabajando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos…

¿Dos pintores? Pues no, no los vi repuso Raskolnikof, fingiendo escudriñar en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se ocultaba en aquellas palabras. No, no los vi. Y tampoco advertí que hubiese ninguna puerta abierta… Lo que recuerdo es que en el cuarto piso continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el peligro había un funcionario que estaba de mudanza…, precisamente el de la puerta que está frente a la de Alena Ivanovna… Sí, lo recuerdo perfectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un sofá me arrojaron contra la pared… Pero a los pintores no recuerdo haberlos visto. Y tampoco ningún departamento con la puerta abierta… No, no había ninguna abierta.

Pero ¿qué significa esto? dijo Rasumikhine a Porfirio, comprendiendo de súbito las intenciones del juez de instrucción. Los pintores trabajaban allí el día del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces estas preguntas?

¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! exclamó Porfirio golpeándose la frente. Este asunto acabará volviéndome loco dijo en son de excusa dirigiéndose a Raskolnikof. Es tan importante para nosotros saber si alguien vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted podría facilitarnos este dato. Ha sido una confusión.

Hay que llevar cuidado gruñó Rasumikhine.

Estas palabras las pronunció el estudiante cuando ya estaban en la antesala. Porfirio Petrovitch acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta. Ambos salieron de la casa sombríos y cabizbajos y dieron algunos pasos en silencio. Raskolnikof respiró profundamente…

No lo creo, no puedo creerlo repetía Rasumikhine, rechazando con todas sus fuerzas las afirmaciones de Raskolnikof.

Se dirigían a la pensión Bakaleev, donde Pulqueria Alejandrovna y Dunia los esperaban desde hacía largo rato. Rasumikhine se detenía a cada momento, en el calor de la disputa. Una profunda agitación le dominaba, aunque sólo fuera por el hecho de que era la primera vez que hablaban francamente de aquel asunto.

Tú no puedes creerlo repuso Raskolnikof con una sonrisa fría y desdeñosa; pero yo estaba atento al significado de cada una de sus palabras, mientras tú, siguiendo tu costumbre, no te fijabas en nada.

Tú has prestado tanta atención porque eres un hombre desconfiado. Sin embargo, reconozco que Porfirio hablaba en un tono extraño. Y, sobre todo, ese ladino de Zamiotof… Tiene razón: había en él algo raro… Pero ¿por qué, Señor, por qué?

Habrá reflexionado durante la noche.

No; es todo lo contrario de lo que supones. Si les hubiera asaltado esa idea estúpida, lo habrían disimulado por todos los medios, habrían procurado ocultar sus intenciones, a fin de poder atraparte después con más seguridad. Intentar hacerlo ahora habría sido una torpeza y una insolencia.

Si hubiesen tenido pruebas, verdaderas pruebas, o suposiciones nada más que algo fundadas, habrían procurado sin duda ocultar su juego para ganar la partida… O tal vez habrían hecho un registro en mi habitación hace ya tiempo… Pero no tienen ni una sola prueba. Lo único que tienen son conjeturas gratuitas, suposiciones sin fundamento. Por eso intentan desconcertarme con sus insolencias… ¿Obedecerá todo al despecho de Porfirio, que está furioso por no tener pruebas…? Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un misterio… Parece inteligente… Es muy probable que haya intentado atemorizarme haciéndome creer que sabía algo… Es un hombre de carácter muy especial… En fin, no es nada agradable pretender hallar explicación a todas estas cuestiones… ¡Dejemos este asunto!

Todo esto es ofensivo, muy ofensivo, ya lo sé; pero ya que estamos hablando sinceramente (y me congratulo de que sea así, pues esto me parece excelente), no vacilo en decirte con toda franqueza que hace ya tiempo que observé que habían concebido esta sospecha. Entonces era una idea vaga, imprecisa, insidiosa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma tenían derecho a admitirla. ¿Cómo se han atrevido a acogerla? ¿Y qué es lo que ha dado cuerpo a esta sospecha? ¿Cuál es su origen…? ¡Si supieras la indignación que todo esto me ha producido…! Un pobre estudiante transfigurado por la miseria y la neurastenia, que incuba una grave enfermedad acompañada de desvarío, enfermedad que incluso puede haberse declarado ya (detalle importante); un joven desconfiado, orgulloso, consciente de su valía, y que acaba de pasar seis meses encerrado en su rincón, sin ver a nadie; que va vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas…, este joven está en pie ante unos policías despiadados que le mortifican con sus insolencias. De pronto, a quemarropa, se le reclama el pago de un pagaré protestado. La pintura fresca despide un olor mareante, en la repleta sala hace un calor de treinta grados y la atmósfera es irrespirable. Entonces el joven oye hablar del asesinato de una persona a la que ha visto la víspera. Y para que no falte nada, tiene el estómago vacío. ¿Cómo no desvanecerse? ¡Que hayan basado todas sus sospechas en este síncope…! ¡El diablo les lleve! Comprendo que todo esto es humillante, pero yo, en tu lugar, me reiría de ellos, me reiría en sus propias narices. Es más: les escupiría en plena cara y les daría una serie de sonoras bofetadas. ¡Escúpeles, Rodia! ¡Hazlo…! ¡Es intolerable!

«Ha soltado su perorata como un actor consumado», se dijo Raskolnikof.

¡Que les escupa! exclamó amargamente. Eso es muy fácil de decir. Mañana, nuevo interrogatorio. Me veré obligado a rebajarme a dar nuevas explicaciones. ¿Es que no me humillé bastante ayer ante Zamiotof en aquel café donde nos encontramos?

¡Así se los lleve a todos el diablo! Mañana iré a ver a Porfirio, y te aseguro que esto se aclarará. Le obligaré a explicarme toda la historia desde el principio. En cuanto a Zamiotof…

«Al fin lo he conseguido», pensó Raskolnikof.

¡Óyeme! exclamó Rasumikhine, cogiendo de súbito a su amigo por un hombro. Hace un momento divagabas. Después de pensarlo bien, te aseguro que divagabas. Has dicho que la pregunta sobre los pintores era un lazo. Pero reflexiona. Si tú hubieses tenido «eso» sobre la conciencia, ¿habrías confesado que habías visto a los pintores? No: habrías dicho que no habías visto nada, aunque esto hubiera sido una mentira. ¿Quién confiesa una cosa que le compromete?

Si yo hubiese tenido «eso» sobre la conciencia, seguramente habría dicho que había visto a los pintores, y el piso abierto lijo Raskolnikof, dando muestras de mantener esta conversación con profunda desgana.

Pero ¿por qué decir cosas que le comprometen a uno?

Porque sólo los patanes y los incautos lo niegan todo por sistema. Un hombre avisado, por poco culto e inteligente que sea, confiesa, en la medida de lo posible, todos los hechos materiales innegables. Se limita a atribuirles causas diferentes y añadir algún pequeño detalle de su invención que modifica su significado. Porfirio creía seguramente que yo respondería así, que declararía haber visto a los pintores para dar verosimilitud a mis palabras, aunque explicando las codas a mi modo. Sin embargo…

Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no podía haber pintores en la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tanto, tú habías ido allí el mismo día del suceso, de siete a ocho de la tarde.

Eso es lo que él quería. creía que yo no tendría tiempo de darme cuenta de ese detalle, que me apresuraría a responder del modo que juzgara más favorable para mí, olvidándome de que los pintores no podían estar allí dos días antes del crimen.

Pero ¿es posible olvidar una coda así?

Es lo más fácil. Estas cuestiones de detalle constituyen el escollo de los maliciosos. El hombre más sagaz es el que menos sospecha que puede caer ante un detalle insignificante. Porfirio no es tan tonto como tú crees.

Entonces, es un ladino.

Raskolnikof se echó a reír. Pero al punto se asombró de haber pronunciado sus últimas palabras con verdadera animación e incluso con cierto placer, él, que hasta entonces había sostenido la conversación como quien cumple una obligación penosa.

«Me parece que le voy tomando el gusto a estas codas», pensó.

Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril, como si una idea repentina e inquietante se hubiera apoderado de él. Este estado de ánimo llegó a ser muy pronto intolerable. Estaban ya ante la pensión Bakaleev.

Entra tú solo dijo de pronto Raskolnikof. Yo vuelvo en seguida.

¿Adónde vas, ahora que hemos llegado?

Tengo algo que hacer. Es un asunto que no puedo dejar. Estaré de vuelta dentro de una media hora. Díselo a mi madre y a mi hermana.

Espera, voy contigo.

¿También tú te has propuesto perseguirme? exclamó Raskolnikof con un gesto tan desesperado que Rasumikhine no se atrevió a insistir.

El estudiante permaneció un momento ante la puerta, siguiendo con mirada sombría a Raskolnikof, que se alejaba rápidamente en dirección a su domicilio. Al fin apretó los puños, rechinó los dientes y juró obligar a hablar francamente a Porfirio antes de que llegara la noche. Luego subió para tranquilizar a Pulqueria Alejandrovna, que empezaba a sentirse inquieta ante la tardanza de su hijo.

Cuando Raskolnikof llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes empapadas de sudor y respiraba con dificultad. Subió rápidamente la escalera, entró en su habitación, que estaba abierta, y la cerró. Inmediatamente, loco de espanto, corrió hacia el escondrijo donde había tenido guardados los objetos, introdujo la mano por debajo del papel y exploró hasta el último rincón del escondite. Nada, allí no habia nada. Se levantó, lanzando un suspiro de alivio. Hacía un momento, cuando se acercaba a la pensión Bakaleev, le habia asaltado de súbito el temor de que algún objeto, una cadena, un par de gemelos o incluso alguno de los papeles en que iban envueltos, y sobre los que habia escrito la vieja, se le hubiera escapado al sacarlos, quedando en alguna rendija, para servir más tarde de prueba irrecusable contra él.

Permaneció un momento sumido en una especie de ensoñación mientras una sonrisa extraña, humilde e inconsciente erraba en sus labios. Al fin cogió su gorra y salió de la habitación en silencio. Las ideas se confundían en su cerebro. Así, pensativo, bajó la escalera y llegó al portal.

¡Aquí lo tiene usted! dijo una voz potente.

Raskolnikof levantó la cabeza.

El portero, de pie en el umbral de la portería, señalaba a Raskolnikof y se dirigía a un individuo de escasa estatura, con aspecto de hombre del pueblo. Vestía una especie de hopalanda sobre un chaleco y, visto de lejos, se le habría tomado por una campesina. Su cabeza, cubierta con un gorro grasiento, se inclinaba sobre su pecho. Era tan cargado de espaldas, que parecía jorobado. Su rostro, fofo y arrugado, era el de un hombre de más de cincuenta años. Sus ojillos, cercados de grasa, lanzaban miradas sombrías.

¿Qué pasa?preguntó Raskolnikof acercándose al portero.

El desconocido empezó por dirigirle una mirada al soslayo; después lo examinó detenidamente, sin prisa; al fin, y sin pronunciar palabra, dio media vuelta y se marchó.

¿Qué quería ese hombre? preguntó Raskolnikof.

Es un individuo que ha venido a preguntar si vivía aquí un estudiante que ha resultado ser usted, pues me ha dado su nombre y el de su patrona. En este momento ha bajado usted, yo le he señalado y él se ha ido. Eso es todo.

El portero parecía bastante asombrado, pero su perplejidad no duró mucho: después de reflexionar un instante, dio media vuelta y desapareció en la portería. Raskolnikof salió en pos del desconocido.

Apenas salió, lo vio por la acera de enfrente. Aquel hombre marchaba a un paso regular y lento, tenía la vista fija en el suelo y parecía reflexionar. Raskolnikof le alcanzó en seguida, pero de momento se limitó a seguirle. Al fin se colocó a su lado y le miró de reojo. El desconocido advirtió al punto su presencia, le dirigió una rápida mirada y volvió a bajar los ojos. Durante un minuto avanzaron en silencio.

Usted ha preguntado por mí al portero, ¿no?dijo Raskolnikof en voz baja.

El otro no respondió. Ni siquiera levantó la vista. Hubo un nuevo silencio.

Viene a preguntar por mí y ahora se calla… ¿Por qué?

Raskolnikof hablaba con voz entrecortada. Las palabras parecían resistirse a salir de su boca.

Esta vez, el desconocido levantó la cabeza y dirigió al joven una mirada sombría y siniestra.

Asesino dijo de pronto, en voz baja pero clarísima.

Raskolnikof siguió a su lado. Sintió que las piernas le flaqueaban y vacilaban. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Su corazón dejó de latir como si se hubiera separado de su organismo. Dieron en silencio un centenar de pasos más. El desconocido no le miraba.

Pero ¿qué dice usted? ¿Quién… quién es un asesino? balbuceó al fin Raskolnikof, con voz apenas perceptible.

Tú, tú eres un asesino respondió el desconocido, articulando las palabras más claramente todavía.

Con una mirada triunfal y llena de odio, miró el rostro pálido y los ojos vidriosos de Raskolnikof. Entre tanto, habían llegado a una travesía. El desconocido dobló por ella y continuó su camino sin volverse. Raskolnikof se quedó clavado en el suelo, siguiendo al hombre con la vista. Éste se volvió para mirar al joven, que continuaba sin hacer el menor movimiento. La distancia no permitía distinguir sus rasgos, pero Raskolnikof creyó advertir que aquel hombre sonreía aún con su sonrisa glacial y llena de un odio triunfante.

Transido de espanto, temblándole las piernas, Raskolnikof volvió como pudo a su casa y subió a su habitación. Se quitó la gorra, la dejó sobre la mesa y permaneció inmóvil durante diez minutos. Al fin, ya en el límite de sus fuerzas, se dejó caer en el diván y se extendió penosamente, con un débil suspiro. Cerró los ojos y así estuvo una media hora.

No pensaba en nada concreto: sólo pasaban por su imaginación retazos de ideas, imágenes vagas que se hacinaban en desorden, rostros que había conocido en su infancia, fisonomías vistas una sola vez, casualmente, y que en otras circunstancias no habría podido recordar… Veía el campanario de la iglesia de V., una mesa de billar y, junto a ella, de pie, un oficial desconocido… De un estanco instalado en un sótano salía un fuerte olor a tabaco… Una taberna, una escalera de servicio oscura como boca de lobo, cubiertas de cáscaras de huevo y toda clase de basuras caseras; el sonido de una campana dominical… Los objetos cambian de continuo y giran en torno de él como un frenético torbellino. Algunos le gustan e intenta atraparlos, pero al punto se desvanecen. Experimenta una ligera sensación de ahogo, pero en ella hay un algo agradable. Persiste el leve temblor que se ha apoderado de él, y tampoco esta sensación es ingrata…

En esto oyó los pasos presurosos de Rasumikhine, seguidos de su voz, y cerró los ojos para que lo creyera dormido.

Rasumikhine abrió la puerta y permaneció un momento en el umbral, indeciso. Luego entró silenciosamente y se acercó al diván con grandes precauciones.

No lo despiertes; déjalo dormir todo lo que quiera murmuró Nastasia. Ya comerá más tarde.

Tienes razón repuso Rasumikhine.

Los dos salieron de puntillas y cerraron la puerta.

Transcurrió una media hora. De súbito, Raskolnikof empezó a abrir poco a poco los ojos. Después hizo un rápido movimiento y quedó boca arriba, con las manos enlazadas bajo la nuca.

«¿Quién es? ¿Quién será ese hombre que parece haber surgido de debajo de la tierra? ¿Dónde estaba y qué vio? ¡Ah!, de que lo vio todo no hay duda. Bien, pero ¿desde dónde presenció la escena? ¿Y por qué habrá esperado hasta este momento para dar señales de vida? ¿Cómo se las arreglaría para ver? Si parece imposible… Además -siguió reflexionando Raskolnikof, dominado por un terror glacial, ahí está el estuche que Nicolás encontró detrás de la puerta… ¿Se podía esperar que ocurriera esto…? Pruebas… Basta equivocarme en una nimiedad para crear una prueba que va creciendo hasta alcanzar dimensiones gigantescas.»

Con profundo pesar, notó que las fuerzas le abandonaban, que una extrema debilidad le invadía.

«Debí suponerlo se dijo con amarga ironía. No sé cómo me atreví a hacerlo. Yo me conocía, yo sabía de lo que era capaz. Sin embargo, empuñé el hacha y derramé sangre… Debí preverlo todo… Pero ¿acaso no lo había previsto?»

Se dijo esto último con verdadera desesperación. Después le asaltó un nuevo pensamiento.

«No, esos hombres están hechos de otro modo. Un auténtico conquistador, uno de esos hombres a los que todo se les permite, cañonea Tolón, organiza matanzas en París, olvida su ejército en Egipto, pierde medio millón de hombres en la campaña de Rusia, se salva en Vilna por verdadera casualidad, por una equivocación, y, sin embargo, después de su muerte se le levantan estatuas. Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Pero esos hombres están hechos de bronce, no de carne.»

De pronto tuvo un pensamiento que le pareció divertido.

«Napoleón, las Pirámides, Waterloo por un lado, y por otro una vieja y enjuta usurera que tiene debajo de la cama un arca forrada de tafilete rojo… ¿Cómo admitir que puede haber una semejanza entre ambas cosas? ¿Cómo podría admitirlo un Porfirio Petrovitch, por ejemplo? Completamente imposible: sus sentimientos estéticos se oponen a ello… ¡Un Napoleón introducirse debajo de la cama de una vieja…! ¡Inconcebible!»

De vez en cuando experimentaba una exaltación febril y creía desvariar.

«La vieja no significa nada -se dijo fogosamente. Esto tal vez sea un error, pero no se trata de ella. La vieja ha sido sólo un accidente. Yo quería salvar el escollo rápidamente, de un salto. No he matado a un ser humano, sino un principio. Y el principio lo he matado, pero el salto no lo he sabido dar. Me he quedado a la parte de aquí; lo único que he sabido ha sido matar. Y ni siquiera esto lo he hecho bien del todo, al parecer… Un principio… ¿Por qué ese idiota de Rasumikhine atacará a los socialistas? Son personas laboriosas, hombres de negocios que se preocupan por el bienestar general… Sin embargo, sólo se vive una vez, y yo no quiero esperar esa felicidad universal. Ante todo, quiero vivir. Si no sintiese este deseo, sería preferible no tener vida. Al fin y al cabo, lo único que he hecho ha sido negarme a pasar por delante de una madre hambrienta, con mi rublo bien guardado en el bolsillo, esperando la llegada de la felicidad universal. Yo aporto, por decirlo así, mi piedra al edificio común, y esto es suficiente para que me sienta en paz… ¿Por qué, por qué me dejasteis partir? Tengo un tiempo determinado de vida y quiero también… ¡Ah! Yo no soy más que un gusano atiborrado de estética. Sí, un verdadero gusano y nada más.»

Al pensar esto estalló en una risa de loco. Y se aferró a esta idea y empezó a darle todas las vueltas imaginables, con un acre placer.

«Sí, lo soy, aunque sólo sea, primero, porque me llamo gusano a mí mismo, y segundo, porque llevo todo un mes molestando a la Divina Providencia al ponerla por testigo de que yo no hacía aquello para procurarme satisfacciones materiales, sino con propósitos nobles y grandiosos. ¡Ah!, y también porque decidí observar la más rigurosa justicia y la más perfecta moderación en la ejecución de mi plan. En primer lugar elegí el gusano más nocivo de todos, y, en segundo, al matarlo, estaba dispuesto a no quitarle sino el dinero estrictamente necesario para emprender una nueva vida. Nada más y nada menos (el resto iría a parar a los conventos, según la última voluntad de la vieja)… En fin, lo cierto es que soy un gusano, de todas formas añadió rechinando los dientes. Porque soy tal vez más vil e innoble que el gusano al que asesiné y porque yo presentía que, después de haberlo matado, me diría esto mismo que me estoy diciendo… ¿Hay nada comparable a este horror? ¡Cuánta villanía! ¡Cuánta bajeza…! ¡Qué bien comprendo al Profeta, montado en su caballo y empuñando el sable! "¡Alá lo ordena! Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura." Tiene razón, tiene razón el Profeta cuando alinea sus tropas en la calle y mata indistintamente a los culpables y a los justos, sin ni siquiera dignarse darles una explicación. Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura, y guárdate de tener voluntad. Esto no es cosa tuya… ¡Oh! Jamás, jamás perdonaré a la vieja.»

Sus cabellos estaban empapados de sudor, temblaban sus resecos labios, su mirada se fijaba en el techo obstinadamente.

«Mi madre… mi hermana… ¡Cómo las quería…! ¿Por qué las odio ahora? Sí, las odio con un odio físico. No puedo soportar su presencia. Hace unas horas, lo recuerdo perfectamente, me he acercado a mi madre y la he abrazado… Es horrible estrecharla entre mis brazos y pensar que si ella supiera… ¿Y si se lo contara todo…? Me quitaría un peso de encima… Ella debe de ser como yo.»

Pensó esto último haciendo un gran esfuerzo, como si no le fuera fácil luchar con el delirio que le iba dominando.

«¡Oh, cómo odio a la vieja ahora! Creo que la volvería a matar si resucitara… ¡Pobre Lisbeth! ¿Por qué la llevaría allí el azar…? ¡Qué extraño es que piense tan poco en ella! Es como si no la hubiese matado… ¡Lisbeth…! ¡Sonia…! ¡Pobres y bondadosas criaturas de dulce mirada…! ¡Queridas criaturas…! ¿Por qué no lloran? ¿Por qué no gimen? Dan todo lo que poseen con una mirada resignada y dulce… ¡Sonia, dulce Sonia…!»

Perdió la conciencia de las cosas y se sintió profundamente asombrado de verse en la calle sin poder recordar cómo había salido. Ya era de noche. Las sombras se espesaban y la luna resplandecía con intensidad creciente, pero la atmósfera era asfixiante. Las calles estaban repletas de gente. Se percibía un olor a cal, a polvo, a agua estancada.

Raskolnikof avanzaba, triste y preocupado. Sabia perfectamente que había salido de casa con un propósito determinado, que tenía que hacer algo urgente, pero no se acordaba de qué. De pronto se detuvo y miró a un hombre que desde la otra acera le llamaba con la mano. Atravesó la calle para reunirse con él, pero el desconocido dio media vuelta y se alejó, con la cabeza baja, sin volverse, como si no le hubiera llamado.

«A lo mejor, me ha parecido que me llamaba y no ha sido así», se dijo Raskolnikof. Pero juzgó que debía alcanzarle. Cuando estaba a una decena de pasos de él lo reconoció súbitamente y se estremeció. Era el desconocido de poco antes, vestido con las mismas ropas y con su espalda encorvada. Raskolnikof lo siguió de lejos. El corazón le latía con violencia. Entraron en un callejón. El desconocido no se volvía.

«¿Sabrá que le sigo?», se preguntó Rodia.

El hombre encorvado entró por la puerta principal de un gran edificio. Raskolnikof se acercó a él y le miró con la esperanza de que se volviera y le llamase. En efecto, cuando el desconocido estuvo en el patio, se volvió y pareció indicarle que se acercara. Raskolnikof se apresuró a franquear el portal, pero cuando llegó al patio ya no vio a nadie. Por lo tanto, el hombre de la hopalanda había tomado la primera escalera. Raskolnikof corrió tras él. Efectivamente, se oían pasos lentos y regulares a la altura del segundo piso. Aquella escalera cosa extraña no era desconocida para Raskolnikof. Allí estaba la ventana del rellano del primer piso. Un rayo de luna misteriosa y triste se filtraba por los cristales. Y llegó al segundo piso.

«¡Pero si es aquí donde trabajaban los pintores!»

¿Cómo no habría reconocido antes la casa…? El ruido de los pasos del hombre que le precedía se extinguió.

«Por lo tanto, se ha detenido. Tal vez se haya ocultado en alguna parte… He aquí el tercer piso. ¿Debo seguir subiendo o no? ¡Qué silencio…!»

El ruido de sus propios pasos le daba miedo.

«¡Señor, qué oscuridad! El desconocido debe de estar oculto por aquí, en algún rincón… ¡Toma! La puerta que da al rellano está abierta de par en par.»

Tras reflexionar un momento, entró. El vestíbulo estaba oscuro y vacío como una habitación desvalijada. Pasó a la sala lentamente, andando de puntillas. Toda ella estaba iluminada por una luna radiante. Nada había cambiado: allí estaban las sillas, el espejo, el sofá amarillo, los cuadros con sus marcos. Por la ventana se veía la luna, redonda y enorme, de un rojo cobrizo.

«Es la luna la que crea el silencio -pensó Raskolnikof, la luna, que se ocupa en descifrar enigmas.»

Estaba inmóvil, esperando. A medida que iba aumentando el silencio nocturno, los latidos de su corazón eran más violentos y dolorosos. ¡Qué calma tan profunda…! De pronto se oyó un seco crujido, semejante al que produce una astilla de madera al quebrarse. Después todo volvió a quedar en silencio. Una mosca se despertó y se precipitó contra los cristales, dejando oír su bordoneo quejumbroso. En este momento, Raskolnikof descubrió en un rincón, entre la cómoda y la ventana, una capa colgada en la pared.

«¿Qué hace esa capa aquí? pensó. Entonces no estaba.»

Apartó la capa con cuidado y vio una silla, y en la silla, sentada en el borde y con el cuerpo doblado hacia delante, una vieja. Tenía la cabeza tan baja, que Raskolnikof no podía verle la cara. Pero no le cupo duda de que era ella… Permaneció un momento inmóvil. «Tiene miedo», pensó mientras desprendía poco a poco el hacha del nudo corredizo. Después descargó un hachazo en la nuca de la vieja, y otro en seguida. Pero, cosa extraña, ella no hizo el menor movimiento: se habría dicho que era de madera. Sintió miedo y se inclinó hacia delante para examinarla, pero ella bajó la cabeza más todavía. Entonces él se inclinó hasta tocar el suelo con su cabeza y la miró de abajo arriba. Lo que vio le llenó de espanto: la vieja reventaba de risa, de una risa silenciosa que trataba de ahogar, haciendo todos los esfuerzos imaginables.

De súbito le pareció que la puerta del dormitorio estaba entreabierta y que alguien se reía allí también. Creyó oír un cuchicheo y se enfureció. Empezó a golpear la cabeza de la vieja con todas sus fuerzas, pero a cada hachazo redoblaban las risas y los cuchicheos en la habitación vecina, y lo mismo podía decirse de la vieja, cuya risa había cobrado una violencia convulsiva. Raskolnikof intentó huir, pero el vestíbulo estaba lleno de gente. La puerta que daba a la escalera estaba abierta de par en par, y por ella pudo ver que también el rellano y los escalones estaban llenos de curiosos. Con las cabezas juntas, todos miraban, tratando de disimular. Todos esperaban en silencio. Se le oprimió el corazón. Las piernas se negaban a obedecerle; le parecía tener los pies clavados en el suelo… Intentó gritar y se despertó.

tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar, y aunque estaba bien despierto le parecía que su sueño continuaba. La causa de ello era que, en pie en el umbral de la habitación, cuya puerta estaba abierta de par en par, un hombre al que no había visto jamás le contemplaba atentamente.

Raskolnikof, que no había abierto los ojos del todo, se apresuró a volver a cerrarlos. Estaba echado boca arriba y no hizo el menor movimiento.

«¿Sigo soñando o ya estoy despierto?», se preguntó.

Y levantó los párpados casi imperceptiblemente para mirar al desconocido. Éste seguía en el umbral, observándole con la misma atención. De pronto entró cautelosamente en el aposento, cerró la puerta tras él con todo cuidado, se acercó a la mesa, estuvo allí un minuto sin apartar los ojos del joven y, sin hacer el menor ruido, se sentó en una silla, cerca del diván. Dejó su sombrero en el suelo, apoyó las manos sobre el puño del bastón y puso la barbilla sobre las manos. Era evidente que se preparaba para una larga espera.

Raskolnikof le dirigió una mirada furtiva y pudo ver que el desconocido no era ya joven, pero sí de complexión robusta, y que llevaba barba, una barba espesa, rubia, que empezaba a blanquear.

Estuvieron así diez minutos. Había aún alguna claridad, pero el día tocaba a su fin. En la habitación reinaba el más profundo silencio. De la escalera no llegaba el menor ruido. Sólo se oía un moscardón que se había lanzado contra los cristales y que volaba junto a ellos, zumbando y golpeándolos obstinadamente. Al fin, este silencio se hizo insoportable. Raskolnikof se incorporó y quedó sentado en el diván.

Bueno, ¿qué desea usted?

Ya sabia yo que usted no estaba dormido de veras, sino que lo fingía respondió el desconocido, sonriendo tranquilamente. Permítame que me presente. Soy Arcadio Ivanovitch Svidrigailof…

Cuarta parte

Debo de estar soñando todavía volvió a pensar Raskolnikof, contemplando al inesperado visitante con atención y desconfianza ¡Svidrigailof! ¡Qué cosa tan absurda!»

No es posible dijo en voz alta, dejándose llevar de su estupor.

El visitante no mostró sorpresa alguna ante esta exclamación.

He venido a verle dijo por dos razones. En primer lugar, deseaba conocerle personalmente, pues he oído hablar mucho de usted y en los términos más halagadores. En segundo lugar, porque confío en que no me negará usted su ayuda para llevar a cabo un proyecto relacionado con su hermana Avdotia Romanovna. Solo, sin recomendación alguna, sería muy probable que su hermana me pusiera en la puerta, en estos momentos en que está llena de prevenciones contra mí. En cambio, contando con la ayuda de usted, yo creo…

No espere que le ayude le interrumpió Raskolnikof.

Permítame una pregunta. Hasta ayer no llegaron su madre y su hermana, ¿verdad?

Raskolnikof no contestó.

Sí, sé que llegaron ayer. Y yo llegué anteayer. Pues bien, he aquí lo que quiero decirle, Rodion Romanovitch. Creo innecesario justificarme, pero permítame otra pregunta: ¿qué hay de criminal en mi conducta, siempre, claro es, que se miren las cosas imparcialmente y sin prejuicios? Usted me dirá que he perseguido en mi propia casa a una muchacha indefensa y que la he insultado con mis proposiciones deshonestas (ya ve usted que yo mismo me adelanto a enfrentarme con la acusación), pero considere usted que soy un hombre et nihil humanum… En una palabra, que soy susceptible de caer en una tentación, de enamorarme, pues esto no depende de nuestra voluntad. Admitido esto, todo se explica del modo más natural. La cuestión puede plantearse así: ¿soy un monstruo o una víctima? Yo creo que soy una víctima, pues cuando proponía al objeto de mi pasión que huyera conmigo a América o a Suiza alimentaba los sentimientos más respetuosos y sólo pensaba en asegurar nuestra felicidad común. La razón es esclava de la pasión, y era yo el primer perjudicado por ella…

No se trata de eso -replicó Raskolnikof con un gesto de disgusto. Esté usted equivocado o tenga razón, nos parece usted un hombre sencillamente detestable y no queremos ningún trato con usted. No quiero verle en mi casa. ¡Váyase!

Svidrigailof se echó a reír de buena gana.

¡A usted no hay modo de engañarlo! exclamó con franca alegría. He querido emplear la astucia, pero estos procedimientos no se han hecho para usted.

Sin embargo, sigue usted intentando embaucarme.

¿Y qué? exclamó Svidrigailof, riendo con todas sus fuerzas. Son armas de bonne guerre, como suele decirse; una astucia de lo más inocente… Pero usted no me ha dejado acabar. Sea como fuere, yo le aseguro que no habría ocurrido nada desagradable de no producirse el incidente del jardín. Marfa Petrovna…

Se dice le interrumpió rudamente Raskolnikof que a Marfa Petrovna la ha matado usted.

¿Conque ya le han hablado de eso? En verdad, es muy comprensible. Pues bien, en cuanto a lo que acaba usted de decir, sólo puedo responderle que tengo la conciencia completamente tranquila sobre ese particular. Es un asunto que no me inspira ningún temor. Todas las formalidades en use se han cumplido del modo más correcto y minucioso. Según la investigación médica, la muerte obedeció a un ataque de apoplejía producido por un baño tomado después de una copiosa comida en la que la difunta se había bebido una botella de vino casi entera. No se descubrió nada más… No, no es esto lo que me inquieta. Lo que yo me preguntaba mientras el tren me traía hacia aquí era si habría contribuido indirectamente a esta desgracia… con algún arranque de indignación, o algo parecido. Pero he llegado a la conclusión de que no puede haber ocurrido tal cosa.

Raskolnikof se echó a reír.

Entonces, no tiene usted por qué preocuparse.

¿De qué se ríe? Óigame: yo sólo le di dos latigazos tan flojos que ni siquiera dejaron señal… Le ruego que no me crea un cínico. Yo sé perfectamente que esto es innoble y…, etcétera; pero también sé que a Marfa Petrovna no le desagradó… mi arrebato, digámoslo así. El asunto relacionado con la hermana de usted estaba ya agotado, y Marfa Petrovna, no teniendo ningún asunto que ir llevando por las casas de la ciudad, se veía obligada a permanecer en casa desde hacia tres días. Ya había fastidiado a todo el mundo con la lectura de la carta (¿ha oído usted hablar de esa carta?). De pronto cayeron sobre ella, como enviados por el cielo, aquellos dos latigazos. Lo primero que hizo fue ordenar que preparasen el coche… Sin hablar de esos casos especiales en que las mujeres experimentan un gran placer en que las ofendan, a pesar de la indignación que simulan (casos que se presentan a veces), al hombre, en general, le gusta que lo humillen. ¿No lo ha observado usted? Pero esta particularidad es especialmente frecuente en las mujeres. Incluso se puede afirmar que es algo esencial en su vida.

Hubo un momento en que Raskolnikof pensó en levantarse e irse, para poner término a la conversación, pero cierta curiosidad y también cierto propósito le decidieron a tener paciencia.

Le gusta manejar el látigo, ¿eh? preguntó con aire distraído.

No lo crea respondió con toda calma Svidrigailof. En lo que concierne a Marfa Petrovna, no disputaba casi nunca con ella. Vivíamos en perfecta armonía, y ella estaba satisfecha de mí. Sólo dos veces usé el látigo durante nuestros siete años de vida en común (dejando aparte un tercer caso bastante dudoso). La primera vez fue a los dos meses de casarnos, cuando llegamos a nuestra hacienda, y la segunda, en el caso que acabo de mencionar… Y usted me considera un monstruo, ¿no?, un retrógrado, un partidario de la esclavitud… A propósito, Rodion Romanovitch, ¿recuerda usted que hace algunos años, en el tiempo de nuestras felices asambleas municipales, se cubrió de oprobio a un terrateniente, cuyo nombre no recuerdo, culpable de haber azotado a una extranjera en un vagón de ferrocarril? ¿Se acuerda? Me parece que fue el mismo año en que se produjo «el más horrible incidente del siglo». Es decir, Las noches egipcias, las conferencias, ¿recuerda…? ¡Los ojos negros…! ¡Oh, tiempos maravillosos de nuestra juventud!, ¿dónde estáis…? Pues bien, he aquí mi opinión. Yo critico severamente a ese señor que fustigó a la extranjera, pues es un acto inicuo que uno no puede menos de censurar. Pero también debo decirle que algunas de esas extranjeras le soliviantan a uno de tal modo, que ni el hombre de ideas más avanzadas puede responder de sus actos. Nadie ha examinado la cuestión en este aspecto, pero estoy seguro de que ello es un error, pues mi punto de vista es perfectamente humano.

Al pronunciar estas palabras, Svidrigailof volvió a echarse a reír. Raskolnikof comprendió que aquel hombre obraba con arreglo a un plan bien elaborado y que era un perillán de clase fina.

Debe usted de llevar varios días sin hablar con nadie, ¿verdad? preguntó el joven.

Algo de eso hay. Pero dígame: ¿no le extraña a usted mi buen carácter?

No, de lo que estoy asombrado es de que tenga usted demasiado buen carácter.

Usted dice eso porque no me he dado por ofendido ante el tono grosero de sus preguntas, ¿no es verdad? Sí, no me cabe duda. Pero ¿por qué tenía que enfadarme? Usted me ha preguntado francamente, y yo le he respondido con franqueza su acento rebosaba comprensión y simpatía. Ahora continuó, pensativo nada me preocupa, porque ahora no hago absolutamente nada… Por lo demás, usted puede suponer que estoy tratando de ganarme su simpatía con miras interesadas, ya que mi mayor deseo es ver a su hermana, como le he confesado. Pero créame si le digo que estoy verdaderamente aburrido, sobre todo después de mi inactividad de estos tres últimos días. Por eso me he alegrado tanto de verle… No se enfade, Rodion Romanovitch, pero me parece usted un hombre muy extraño. Usted podrá decir que cómo se me ha ocurrido semejante cosa precisamente en este momento, pero es que yo no me refiero a ahora, sino a estos últimos tiempos… En fin, me callo; no quiero verle poner esa cara. No soy tan oso como usted cree.

Raskolnikof le dirigió una mirada sombría.

Tal vez no lo sea usted nada. A mí me parece que es un hombre sumamente sociable, o, por lo menos, que sabe usted serlo cuando es preciso.

Sin embargo, a mí no me preocupa la opinión ajena repuso Svidrigailof en un tono seco y un tanto altivo. Por otra parte, ¿por qué no adoptar los modales de una persona

mal educada en un país donde esto tiene tantas ventajas, y sobre todo cuando uno se siente inclinado por temperamento a la mala educación? terminó entre risas.

Pues yo he oído decir que usted tiene aquí muchos conocidos y que no es eso que llaman «un hombre sin relaciones». Si no persigue usted ningún fin, ¿a qué ha venido a mi casa?

Es cierto que tengo aquí conocidos dijo el visitante, sin responder a la pregunta principal que se le acababa de dirigir. Ya me he cruzado con algunos, pues llevo tres días paseando. Yo los he reconocido y ellos me han reconocido a mí, creo yo. Es natural que sea un hombre bien relacionado. Voy bien vestido y se me considera como hombre acomodado, pues, a pesar de la abolición de la esclavitud, nos quedan bosques y praderas fertilizados por nuestros ríos, que siguen proporcionándonos una renta. Pero no quiero reanudar mis antiguas relaciones; hace ya tiempo que estas amistades no me seducen. Ya hace tres días que voy vagando por aquí, y todavía no he visitado a nadie… Además, ¡esta ciudad…! ¿Ha observado usted cómo está edificada? Es una población de funcionarios y seminaristas. Verdaderamente, hay muchas cosas en que yo no me fijaba hace ocho años, cuando no hacía otra cosa que holgazanear e ir por esos círculos, por esos clubes, como el Dussaud. No volveré a visitar ninguno continuó, fingiendo no darse cuenta de la muda interrogación del joven. ¿Qué placer se puede experimentar en hacer fullerías?

¡Ah!¿Hacía usted trampas en el juego?

Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiempo. Pertenecíamos a la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y capitalistas. ¿Ha observado usted que aquí, en Rusia, abundan los fulleros entre las personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero estuve encarcelado por deudas. El acreedor era un griego de Nejin. Entonces conocí a Marfa Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó de mi deuda mediante la entrega de treinta mil rublos (yo sólo debía setenta mil), nos unimos en legítimo matrimonio y se me llevó al punto a sus propiedades, donde me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más que yo y me adoraba. En siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera intentado sacudirme el yugo, ella me habría hecho enchiquerar. Si, no le quepa duda de que lo habría hecho. Las mujeres tienen estas contradicciones.

De no existir ese pagaré, ¿la habría plantado usted?

No sé qué decirle. Desde luego, ese documento no me preocupaba lo más mínimo. Yo no sentía deseos de ir a ninguna parte, y la misma Marfa Petrovna, viendo cómo me aburría, me propuso en dos ocasiones que hiciera un viaje al extranjero. Pero yo habia ya salido anteriormente de Rusia y el viaje me había disgustado profundamente. Uno contempla un amanecer aquí o allá, o la bahía de Nápoles, o el mar, y se siente dominado por una profunda tristeza. Y lo peor es que uno experimenta una verdadera nostalgia. No, se está mejor en casa. Aquí, al menos, podemos acusar a los demás de todos los males y justificarnos a nuestros propios ojos. Tal vez me vaya al Polo Norte con una expedición, pues j'ai le vin mauvais y no quiero beber. Pero es que no puedo hacer ninguna otra cosa. Ya lo he intentado, pero nada. ¿Ha oído usted decir que Berg va a intentar el domingo una ascensión en globo en el parque Iusupof y que admite pasajeros?

¿Pretende usted subir al globo?

¿Yo? No, no… Lo he dicho por decir -murmuró Svidrigailof, pensativo.

«¿Será sincero?, pensó Raskolnikof.

No, el pagaré no me preocupó en ningún momento dijo Svidrigailof, volviendo al tema interrumpido. Permanecía en el campo muy a gusto. Por otra parte, pronto hará un año que Marfa Petrovna, con motivo de mi cumpleaños, me entregó el documento, como regalo, añadiendo a él una importante cantidad… Pues era rica. «Ya ves cuánta es mi confianza en ti, Arcadio Ivanovitch», me dijo. Sí, le aseguro que me lo dijo así. ¿No lo cree? Yo cumplía a la perfección mis deberes de propietario rural. Se me conocía en toda la comarca. Hacía que me enviaran libros. Esto al principio mereció la aprobación de Marfa Petrovna. Después temió que tanta lectura me fatigara.

Me parece que echa mucho de menos a Marfa Petrovna.

¿Yo…? Tal vez… A propósito, ¿cree usted en apariciones?

¿Qué clase de apariciones?

¿Cómo que qué clase? lo que todo el mundo entiende por apariciones.

¿Y usted? ¿Usted cree?

Si y no. Si usted quiere, no, pour vous plaire… En resumen, que no lo puedo afirmar.

¿Usted las ha tenido?

Svidrigailof le dirigió una mirada extraña.

Marfa Petrovna tiene la atención de venir a visitarme respondió torciendo la boca en una sonrisa indefinible.

¿Es posible?

Se me ha aparecido ya tres veces. La primera fue el mismo día de su entierro, o sea la víspera de mi salida para Petersburgo. La segunda, hace dos días, durante mi viaje, en la estación de Malaia Vichera, al amanecer, y la tercera, hace apenas dos horas, en la habitación en que me hospedo. Estaba solo.

¿Despierto?

Completamente despierto las tres veces. Aparece, me habla unos momentos y se va por la puerta, siempre por la puerta. Incluso me parece oírla marcharse.

¿Por qué tendría yo la sensación de que habían de ocurrirle estas cosas? dijo de súbito Raskolnikof, asombrándose de sus palabras apenas las habia pronunciado. Estaba extraordinariamente emocionado.

¿De veras ha pensado usted eso? exclamó Svidrigailof, sorprendido. ¿De veras? ¡Ah! Ya dela yo que entre nosotros existía cierta afinidad.

Usted no ha dicho eso replicó ásperamente Raskolnikof.

¿No lo he dicho?

No.

Pues creía haberlo dicho. Cuando he entrado hace un momento y le he visto acostado, con los ojos cerrados y fingiendo dormir, me he dicho inmediatamente: «Es él mismo.»

¿Qué quiere decir eso de «él mismo? exclamó Raskolnikof. ¿A qué se refiere usted?

Pues no lo sé respondió Svidrigailof ingenuamente, desconcertado.

Los dos guardaron silencio mientras se devoraban con los ojos.

¡Todo eso son tonterías! exclamó Raskolnikof, irritado. ¿Qué le dice Marfa Petrovna cuando se le aparece?

¿De qué me habla? De nimiedades. Y, para que vea usted lo que es el hombre, eso es precisamente lo que me molesta. La primera vez se me presentó cuando yo estaba rendido por la ceremonia fúnebre, el réquiem, la comida de funerales… Al fin pude aislarme en mi habitación, encendí un cigarro y me entregué a mis reflexiones. De pronto, Marfa Petrovna entró por la puerta y me dijo: «con tanto trajín, te has olvidado de subir la pesa del reloj del comedor.» Y es que durante siete años me encargué yo de este trabajo, y cuando me olvidaba de él, ella me lo recordaba… Al día siguiente partí para Petersburgo. Al amanecer, llegué a la estación que antes le dije y me dirigí a la cantina. Había dormido mal y tenía el cuerpo dolorido y los ojos hinchados. Pedí café. De pronto, ¿sabe usted lo que vi? A Marfa Petrovna, que se sentó a mi lado con un juego de cartas en la mano. «¿Quieres que te prediga, Arcadio Ivanovitch me preguntó, cómo transcurrirá tu viaje?» Debo decirle que era una maestra en el arte de echar las cartas… Nunca me perdonaré haberme negado. Eché a correr, presa de pánico. Bien es verdad que la campana que llama a los viajeros al tren estaba ya sonando… Y hoy, cuando me hallaba en mi habitación, luchando por digerir la detestable comida de figón que acababa de echar a mi cuerpo, con un cigarro en la boca, ha entrado Marfa Petrovna, esta vez elegantemente ataviada con un flamante vestido verde de larga cola.

»Buenos días, Arcadio Ivanovitch. ¿Qué te parece mi vestido? Aniska no habría sido capaz de hacer una cosa igual.

»Aniska es una costurera de nuestra casa, que primero había sido sierva y que había hecho sus estudios en Moscú… Una bonita muchacha.

»Marfa Petrovna no cesa de dar vueltas ante mí. Yo contemplo el vestido, después la miro á ella a la cara, atentamente.

»¿Qué necesidad tienes de venir a consultarme estas bagatelas, Marfa Petrovna?

»¿Es que te molesta hasta que venga a verte?

»Oye, Marfa Petrovna le digo para mortificarla, voy , a volver a casarme.

»Eso es muy propio de ti me responde. Pero no te hace ningún favor casarte cuando todavía está tan reciente la muerte de tu mujer. Aunque tu elección fuera acertada, sólo conseguirías atraerte las críticas de las personas respetables.

»Dicho esto, se ha marchado, y a mí me ha parecido oír el frufrú de su cola. ¡Qué cosas tan absurdas!, ¿verdad?

¿No me estará usted contando una serie de mentiras? preguntó Raskolnikof.

Miento muy pocas veces repuso Svidrigailof, pensativo y sin que, al parecer, advirtiera lo grosero de la pregunta.

Y antes de esto, ¿no había tenido usted apariciones?

No… Mejor dicho, sólo una vez, hace seis años. Yo tenía un criado llamado Filka. Acababan de enterrarlo, cuando empecé a gritar, distraído: «¡Filka, mi pipa!» Filka entró y se fue derecho al estante donde estaban alineados mis utensilios de fumador. Como habíamos tenido un fuerte altercado poco antes de su muerte, supuse que su aparición era una venganza. Le grité: «¿Cómo te atreves a presentarte ante mí vestido de ese modo? Se te ven los codos por los boquetes de las mangas. ¡Fuera de aquí, miserable!» El dio media vuelta, se fue y no se me apareció nunca más. No dije nada de esto a Marfa Petrovna. Mi primera intención fue dedicarle una misa, pero después pensé que esto sería una puerilidad.

Usted debe ir al médico.

No necesito que usted me lo diga para saber que estoy enfermo, aunque ignoro de qué enfermedad. Sin embargo, yo creo que mi conducta es cinco veces más normal que la de usted. Mi pregunta no ha sido si usted cree que pueden verse apariciones, sino si opina que las apariciones existen.

No, de ningún modo puedo creer eso dijo Raskolnikof con cierta irritación.

La gente murmuró Svidrigailof como si hablara consigo mismo, inclinando la cabeza y mirando de reojo suele decir: «Estás enfermo. Por lo tanto, todo eso que ves son alucinaciones.» Esto no es razonar con lógica rigurosa. Admito que las apariciones sólo las vean los enfermos; pero esto sólo demuestra que hay que estar enfermo para verlas, no que las apariciones no existan.

Estoy seguro de que no existen exclamó Raskolnikof con energía.

¿Usted cree?

Observó al joven largamente. Después siguió diciendo:

Bien, pero no me negará usted que se puede razonar como yo voy a hacerlo… Le ruego que me ayude… Las apariciones son algo así como fragmentos de otros mundos…, sus ambiciones. Un hombre sano no tiene motivo alguno para verlas, ya que es, ante todo, un hombre terrestre, es decir, material. Por lo tanto, sólo debe vivir para participar en el orden de la vida de aquí abajo. Pero, apenas se pone enfermo, apenas empieza a alterarse el orden normal, terrestre, de su organismo, la posible acción de otro mundo comienza a manifestarse en él, y a medida que se agrava su enfermedad, las relaciones con ese otro mundo se van estrechando, progresión que continúa hasta que la muerte le permite entrar de lleno en él. Si usted cree en una vida futura, nada le impide admitir este razonamiento.

Yo no creo en la vida futura replicó Raskolnikof.

Svidrigailof estaba ensimismado.

¿Y si no hubiera allí más que arañas y otras cosas parecidas? preguntó de pronto.

«Está loco, pensó Raskolnikof.

Nos imaginamos la eternidad -continuó Svidrigailofcomo algo inmenso e inconcebible. Pero ¿por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos de baño lugareños, ennegrecidos por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le confieso que así me la imagino yo a veces.

Raskolnikof experimentó una sensación de malestar.

¿Es posible que no haya sabido usted concebir una imagen más justa, más consoladora? preguntó.

¿Más justa? ¡Quién sabe si mi punto de vista es el verdadero! Si dependiera de mí, ya me las compondría yo para que lo fuera respondió Svidrigailof con una vaga sonrisa.

Ante esta absurda respuesta, Raskolnikof se estremeció, Svidrigailof levantó la cabeza, le miró fijamente y se echó a reír.

Fíjese usted en un detalle y dígame si no es curioso -exclamó. Hace media hora, jamás nos habíamos visto, y ahora todavía nos miramos como enemigos, porque tenemos un asunto pendiente de solución. Sin embargo, lo dejamos todo a un lado para ponernos a filosofar. Ya le decía yo que éramos dos cabezas gemelas.

Perdone dijo Raskolnikof bruscamente. Le ruego que me diga de una vez a qué debo el honor de su visita. Tengo que marcharme.

Pues lo va usted a saber. Dígame: su hermana, Avdotia Romanovna, ¿se va a casar con Piotr Petrovitch Lujine?

Le ruego que no mezcle a mi hermana en esta conversación, que ni siquiera pronuncie su nombre. Además, no comprendo cómo se atreve usted a nombrarla si verdaderamente es Svidrigailof.

¿Cómo quiere usted que no la nombre si he venido expresamente para hablarle a ella?

Bien. Hable, pero de prisa.

No me cabe duda de que si ha tratado usted sólo durante media hora a mi pariente político el señor Lujine, o si ha oído hablar de él a alguna persona digna de crédito, ya tendrá formada su opinión sobre dicho señor. No es un partido conveniente para Avdotia Romanovna. A mi juicio, Avdotia Romanovna va a sacrificarse de un modo tan magnánimo como impremeditado por… por su familia. Fundándome en todo lo que había oído decir de usted, supuse que le encantaría que ese compromiso matrimonial se rompiera, con tal que ello no reportase ningún perjuicio a su hermana. Ahora que le conozco, estoy seguro de la exactitud de mi suposición.

No sea usted ingenuo…, mejor dicho, desvergonzado.

¿Cree usted acaso que obro impulsado por el interés? Puede estar tranquilo, Rodion Romanovitch: si fuera así, lo disimularía. No me crea tan imbécil. Respecto a este particular, voy a descubrirle una rareza psicológica. Hace un momento, al excusarme de haber amado a su hermana, le he dicho que yo había sido en este caso la primera victima. Pues bien, le confieso que ahora no siento ningún amor por ella, lo cual me causa verdadero asombro, al recordar lo mucho que la amé.

Lo que usted sintió -dijo Raskolnikof fue un capricho de hombre libertino y ocioso.

Ciertamente soy un hombre ocioso y libertino; pero su hermana posee tan poderosos atractivos, que no es nada extraño que yo no pudiera desistir. Sin embargo, todo aquello no fue más que una nube de verano, como ahora he podido ver.

¿Hace mucho que se ha dado cuenta de eso?

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