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Del entendimiento, por David Hume (página 8)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Tenemos una idea distinta de un objeto que permanece invariable e ininterrumpido a través de las supuestas variaciones del tiempo, y a esta idea la llamamos la de identidad. Tenemos también una idea distinta de varios objetos diferentes existiendo en sucesión y enlazados entre sí por una íntima relación, y esto para una consideración exacta proporciona una noción de diversidad tan perfecta como si no existiese ninguna clase de relación entre los objetos. Sin embargo, aunque estas dos ideas de identidad y de una sucesión de objetos relacionados sean en sí mismas perfectamente distintas y hasta contrarias, es cierto que en nuestra manera de pensar corriente se confunden generalmente entre sí. La actividad de la imaginación por la que consideramos el objeto ininterrumpido e invariable y aquella por la que reflexionamos sobre la sucesión de objetos relacionados son casi las mismas para el sentimiento y no se requiere mucho más esfuerzo de pensamiento en el último caso que en el primero. La relación facilita la transición del espíritu de un objeto al otro y hace su paso tan suave como si contemplase un objeto continuo. Esta semejanza es la causa de la confusión y error que nos hace substituir la noción de identidad a la de objetos relacionados. Aunque en un instante dado podamos considerar la sucesión relacionada como variable o interrumpida, nos hallamos seguros en un momento próximo de atribuirle una identidad perfecta y de estimarla como invariable e ininterrumpida. Nuestra propensión hacia este error es tan grande, debido a la semejanza antes mencionada, que caemos en él antes de darnos cuenta, y aunque lo corregimos incesantemente por la reflexión y volvemos a una manera más exacta de pensar, no podemos mantener firme largo tiempo nuestra filosofía o apartar esta predisposición de la imaginación. Nuestro último recurso es ceder ante ella y afirmar atrevidamente que estos objetos diferentes y relacionados son en efecto lo mismo, aunque interrumpidos y variables. Para justificarnos de este absurdo, fingimos frecuentemente algún nuevo principio ininteligible que enlaza estos objetos entre sí y evita su interrupción y variación. Así, fingimos la existencia continua de las percepciones de nuestros sentidos para evitar la interrupción y recurrimos a la noción de un alma, yo y substancia, para desfigurar la variación. Sin embargo, podemos observar aún que, cuando no hacemos surgir esta ficción, nuestra propensión a confundir la identidad con la relación es tan grande que tendemos a imaginar algo desconocido y misterioso(45), que enlaza las partes, además de la relación, y creo que esto es lo que sucede con respecto de la identidad que atribuimos a las plantas y los vegetales. Aun cuando esto no tiene lugar, sentimos aún una propensión a confundir estas ideas, aunque no somos capaces de satisfacernos plenamente en este particular ni hallemos algo invariable e ininterrumpido que justifica nuestra noción de identidad.

Así, la controversia referente a la identidad no es meramente una disputa de palabras. Pues cuando atribuimos identidad, en un sentido impropio, a los objetos variables o interrumpidos, nuestro error no se limita a la expresión, sino que va comúnmente acompañado con algo invariable e ininterrumpido o de algo misterioso e inexplicable, o al menos de una tendencia a tales ficciones. Lo que bastará para probar estas hipótesis de modo que satisfaga a todo amable investigador será mostrar, partiendo de la experiencia diaria y observación, que los objetos que son variables o interrumpidos, y sin embargo se suponen uno mismo continuo, son tan sólo aquellos que poseen una sucesión de partes enlazadas entre sí por semejanza, contigüidad o causalidad. Pues como una sucesión tal responde evidentemente a nuestra noción de diversidad, sólo por error podemos atribuirle una identidad, y como la relación de las partes que nos lleva a este error no es más que una propiedad que produce una asociación de ideas y una fácil transición de la imaginación de una a la otra, puede tan sólo surgir este error por la semejanza que este acto del espíritu posee con aquel por el que contemplamos un objeto continuo. Nuestro asunto capital, pues, debe ser probar que todos los objetos a los que atribuimos identidad, sin que éstos sean invariables e ininterrumpidos, son aquellos que están formados de una sucesión de objetos relacionados.

Para esto supongo una masa de materia cuyas partes son contiguas y están enlazadas y que se halla situada ante nosotros; es claro que debemos atribuir a esta masa una identidad perfecta coa tal de que sus partes continúen ininterrumpidas e invariablemente las mismas cualquiera que sea el movimiento o cambio de lugar que podamos observar en algunas de sus partes. Pero suponiendo que alguna parte pequeña o insignificante se añade o se resta de la masa, aunque esto destruye en absoluto la identidad del todo, rigurosamente hablando, rara vez pensamos de un modo tan exacto y no experimentamos escrúpulo alguno para declarar que la masa de la materia es la misma cuando hallamos una alteración tan pequeña. El paso del pensamiento de un objeto antes del cambio al objeto después de él es tan suave y fácil que apenas percibimos la transición y nos inclinamos a imaginar que no es más que una consideración continua del mismo objeto.

Existe una circunstancia muy notable que acompaña a este experimento, a saber: que aunque el cambio de una parte considerable de una masa de materia destruye la identidad del todo, sin embargo, debemos medir el tamaño de la parte no absoluta mente, sino en su relación con el todo. La adición o disminución de una montaña no bastará para producir una diversidad en un planeta, aunque el cambio de algunas pulgadas sea capaz de destruir la identidad de algunos cuerpos. Será imposible explicar esto más que reflexionando acerca de que los objetos actúan en el espíritu y rompen o interrumpen la continuidad de sus acciones, no según su tamaño real, sino según su relación con cada uno de los otros, y, por consiguiente, ya que esta interrupción hace que un objeto cese de aparecer el mismo, debe ser el progreso ininterrumpido del pensamiento el que constituye la identidad imperfecta.

Esto puede confirmarse por otro fenómeno. Un cambio en una parte considerable de un cuerpo destruye su identidad; pero es notable que cuando el cambio se produce gradual e insensiblemente somos menos capaces de atribuirle el mismo efecto. La razón no puede ser claramente otra sino que el espíritu, al seguir los cambios sucesivos del cuerpo, experimenta fácil el paso de la consideración de su condición en un momento a la consideración de ella en otro y no percibe en ningún tiempo particular una interrupción en sus acciones. Partiendo de esta percepción continua atribuye una existencia continua e identidad al objeto.

Cualquiera que sea la precaución de que podamos hacer uso al introducir los cambios gradualmente y al hacerlos proporcionados al todo, es cierto que, cuando, por último, observamos que los cambios han llegado a ser muy considerables, experimentamos escrúpulos para atribuir una identidad a tales objetos diferentes. Existe, sin embargo, otro artificio por el que podemos inducir a la imaginación a dar un paso más lejos, y es el producir una referencia de las partes entre sí y una combinación para un fin o propósito común. Un barco del que se han cambiado partes importantes por frecuentes reparaciones se considera como el mismo, y la diferencia de los materiales no nos impide atribuirle una identidad. El fin común para que todas las partes sirven es el mismo en todas sus variaciones y nos proporciona una fácil transición de la imaginación de una situación del cuerpo a otra.

Sin embargo, aun es más notable esto cuando añadimos una simpatía de las partes a su fin común y suponemos que mantienen entre sí la relación recíproca de causa y efecto en todas sus acciones y operaciones. Este es el caso de todos los animales y vegetales, en los que no sólo las varias partes se refieren a algún propósito general, sino que dependen también mutuamente entre sí y se hallan en conexión entre ellas. Es el efecto de una tan fuerte relación que, aunque cada uno debe conceder que en pocos años los vegetales y los animales han sufrido un cambio total, les atribuimos identidad, aunque su forma, tamaño y substancia se hallan totalmente alterados. Una encina que crece desde una planta pequeña a un árbol grande es la misma encina, aunque no existe ni una partícula de materia o ninguna figura de sus partes que sean las mismas. Un niño llega a ser un hombre y es a veces grueso y a veces delgado, sin ningún cambio en su identidad.

Podemos también considerar los dos fenómenos siguientes, que son notables en su género: El primero es que, aunque somos capaces comúnmente de distinguir de un modo exacto entre identidad numérica e identidad específica, sin embargo, sucede a veces que las confundimos y que empleamos la una por la otra en nuestro pensamiento y razonamiento. Así, un hombre que oye un ruido frecuentemente interrumpido y renovado dice que es el mismo ruido, aunque es evidente que los sonidos poseen tan sólo una identidad o semejanza específica y que no existe nada numéricamente idéntico más que la causa que los produce. De igual modo puede decirse, sin herir la propiedad del lenguaje, que una iglesia, que en un principio era de ladrillo, cayó en ruinas y que la parroquia reconstruyó la misma iglesia con piedra y según la arquitectura moderna. Aquí ni la forma ni los materiales son los mismos, ni hay nada común entre los dos objetos más que su relación con los habitantes de la parroquia, y, sin embargo, esto sólo basta para hacer que la llamemos la misma. Debemos observar que en estos casos el primer objeto se halla en cierto modo aniquilado antes de que el segundo exista, por lo que jamás se presentan en un mismo momento del tiempo con la idea de diferencia y multiplicidad, y por esta razón somos menos cuidadosos llamándolos lo mismo.

Segundo. Podemos notar que, aunque en una sucesión de objetos relacionados se requiere que el cambio de las partes no sea repentino ni total para mantener la identidad, sin embargo, cuando los objetos son en su naturaleza mudables e inconstantes admitimos una transición más repentina que la que sería compatible otras veces con esta relación. Así, como la naturaleza de un río consiste en el movimiento y cambio de partes, aunque en menos de veinticuatro horas se hallan éstas alteradas, no deja por ello aquél de continuar siendo el mismo durante muchas generaciones. Lo que es natural y esencial a algo es en cierto modo esperado, y lo esperado hace menos impresión y parece de menos importancia que lo que es inaudito y extraordinario. Un cambio considerable del primer género parece ser menor a la imaginación que un alteración insignificante del último, y como interrumpe menos la continuidad del pensar, tiene menor influencia para destruir la identidad.

Pasamos ahora a explicar la naturaleza de la identidad personal, que ha llegado a ser una cuestión tan importante en filosofía, especialmente en los últimos años, en Inglaterra, en donde todas las ciencias dificiles son estudiadas con un ardor y aplicación peculiares. Es evidente que aquí puede seguirse empleando el mismo método de razonamiento que ha tenido tan buenos resultados para explicar la identidad de las plantas, animales, barcos, casas y todos los productos compuestos y mudables de la naturaleza o el arte. La identidad que atribuimos al espíritu humano es tan sólo ficticia y del mismo género que la que adscribimos a los cuerpos vegetales o animales. No puede, pues, tener un origen diferente, sino que debe proceder de una actividad análoga de la imaginación dirigida a objetos análogos.

Como temo que este argumento no convenza al lector, aunque a mi parecer es totalmente decisivo, debe tener en cuenta el razonamiento que seguirá, que es aun más firme y más inmediato. Es evidente que la identidad que atribuimos al espíritu humano, por muy perfecta que la imaginemos, no es capaz de convertir en una las múltiples percepciones y hacerles perder sus características de distinción y diferencia que les son esenciales. Es cierto aún que cada percepción que entra en la composición del espíritu es una existencia distinta y diferente, distinguible y separable de cada una de las otras percepciones, ya sean simultáneas, ya sucesivas. Pero como, a pesar de esta distinción y separabilidad, suponemos que la serie total de las percepciones se halla unida por la identidad, surge la cuestión de si esta relación de identidad es algo que realmente enlaza entre sí nuestras varias percepciones o algo que solamente asocia sus ideas er la imaginación, esto es, con otras palabras, si al referirnos a la identidad de una persona observamos algún lazo entre sus percepciones o sólo experimentamos un enlace entre las ideas que nos formamos de ellas. Podemos decidir fácilmente esta cuestión si recordamos lo que ha sido probado extensamente, a saber: que el entendimiento jamás aprecia una conexión real entre los objetos, y que aun el enlace de causa y efecto, si se examina con rigor, se resuelve en una asociación habitual de ideas. De aquí se sigue evidentemente que la identidad no es nada que realmente pertenezca a estas percepciones diferentes y las una entre sí, sino tan sólo meramente una cualidad que les atribuimos a causa de la unión de sus ideas en la imaginación cuando reflexionamos sobre ellas. Ahora bien; las únicas cualidades que pueden dar a las ideas una unión en la imaginación son las tres relaciones antes mencionadas. Estas son los principios unificadores del mundo ideal, y sin ellas cada objeto distinto es separable por el espíritu y puede considerarse separadamente y no parece tener más relación con otro objeto que si se hallase separado de él por la más grande diferencia y lejanía. Por consiguiente, de algunas de estas tres relaciones, de semejanza, continuidad y causalidad, depende la identidad, y como la verdadera esencia de estas relaciones consiste en producir una fácil transición de ideas, se sigue que nuestra noción de la identidad personal procede totalmente del progreso suave y no interrumpido del pensamiento a lo largo de la serie de las ideas enlazadas, según los principios antes expuestos.

La única cuestión, pues, que nos queda es por qué relaciones se produce el progreso continuo de nuestro pensamiento cuando consideramos la existencia sucesiva de un espíritu o persona pensante. Es evidente que aquí debemos limitamos a la semejanza y causalidad y debemos dejar a un lado la continuidad, que sólo tiene una influencia pequeña o no tiene ninguna en el caso presente.

Comenzando con la semejanza, supongamos que podemos ver tan claramente el espíritu de otro y observar la sucesión de percepciones que constituye su alma o principio pensante, y supongamos que esta otra persona conserva siempre la memoria de una parte considerable de sus percepciones pasadas; es evidente que nada puede contribuir más a conceder una relación a esta sucesión a pesar de todas sus variaciones. Pues ¿qué es la memoria más que la facultad por la cual hacemos surgir las imágenes de las percepciones pasadas? Y como una imagen necesariamente se asemeja a su objeto, ¿no debe la colocación frecuente de estas percepciones semejantes en la serie del pensar hacer pasar la imaginación más fácilmente de un término a otro y hacer que el todo parezca la continuidad de un mismo objeto? En este respecto, pues, la memoria no sólo descubre la identidad, sino que contribuye a su producción, creando la relación de semejanza entre las percepciones. El caso es análogo cuando nos consideramos a nosotros mismos que cuando lo hacemos con los otros.

En cuanto a la causalidad, podemos observar que la verdadera idea del espíritu humano es considerarlo como un sistema de diferentes percepciones o diferentes existencias que se hallan enlazadas entre sí por la relación de causa y efecto y se producen, destruyen, influyen y modifican mutuamente. Nuestras impresiones dan lugar a las ideas correspondientes, y estas ideas, a su vez, producen otras impresiones. Un pensamiento persigue a otro y trae tras de sí un tercero, por el cual es expulsado a su vez. En este respecto, a nada puedo comparar el alma mejor que a una República o Estado en que los diferentes miembros se hallen unidos por los lazos recíprocos del gobierno y subordinación y den la vida a otras personas que propagan la misma República, a pesar de los cambios incesantes de sus partes, y como la misma República no sólo puede cambiar sus miembros, sino también sus leyes y constituciones, la misma persona puede del mismo modo variar su carácter y disposición, lo mismo que sus impresiones e ideas, sin perder su identidad. Cualesquiera que sean los cambios que sufre, sus partes diversas siguen enlazadas aun por la relación de causalidad. Desde este punto de vista, nuestra identidad con respecto a las pasiones viene a corroborar la identidad con respecto a la imaginación, haciendo que nuestras percepciones distantes se influyan entre sí y dándonos un interés actual por nuestros dolores y placeres pasados o futuros.

Como la memoria por sí sola nos hace conocer la continuidad y extensión de esta sucesión de percepciones, debe ser considerada, por esta razón capitalmente, como la fuente de la identidad personal. Si no tuviésemos memoria, jamás podríamos te ner una noción de la causalidad, ni, por consecuencia, de la cadena de causas y efectos que constituyen nuestro yo o persona. Sin embargo, habiendo adquirido esta noción de causalidad por la memoria, podemos extender la misma cadena de causas y, por consiguiente, la identidad de nuestras personas más allá de nuestra memoria, y podemos comprender tiempos, circunstancias y acciones que hemos olvidado enteramente, pero que suponemos en general que han existido. Pues ¡de qué pocas de nuestras acciones tenemos memoria! ¿Quién puede decirme, por ejemplo, cuáles fueron sus pensamientos y acciones el primero de enero de 1715, el 11 de marzo de 1719 y el 13 de agosto de 1733? ¿O se afirmará que, porque se han olvidado totalmente los incidentes de estos días, el Yo actual no es la misma persona que el Yo de aquel tiempo y por medio de esto se echarán abajo las nociones más firmes de la identidad personal? Desde este punto de vista, pues, la memoria no tanto produce como descubre la identidad personal, mostrándonos la relación de causas y efectos entre nuestras diferentes percepciones. Incumbirá a los que afirman que la memoria produce enteramente nuestra identidad personal dar una razón de por qué nuestra identidad personal se extiende más allá de nuestra memoria.

Esta doctrina, en su conjunto, nos lleva a una conclusión que es de gran importancia en el asunto presente, a saber: que no es posible que todas las cuestiones refinadas y sutiles relativas a la identidad personal sean jamás resueltas y deben considerarse más bien como dificultades gramaticales que como dificultades filosóficas. La identidad depende de las relaciones de las ideas, y estas relaciones producen la identidad por medio de una transición fácil que ocasionan. Sin embargo, como las relaciones y la facilidad de la transición pueden disminuir por grados insensibles, no tenemos un criterio exacto que nos sirva para decidir cualquier discusión referente al momento en que se adquiere o pierde el derecho al nombre de identidad. Todas las discusiones referentes a la identidad de objetos relacionados son meramente verbales, excepto en tanto que las relaciones de las partes dan lugar a alguna ficción o principio de unión imaginario, como ya hemos observado.

Lo que he dicho con respecto al primer origen e incertidumbre de nuestra noción de identidad, en tanto que se aplica al espíritu humano, puede extenderse con una pequeña variación, o con ninguna, a la simplicidad. Un objeto cuyas diferentes par tes coexistentes se hallan enlazadas entre sí por una relación íntima actúa sobre la imaginación del mismo modo que un objeto totalmente simple e indivisible y no requiere un esfuerzo más grande de pensamiento para su concepción. De la semejanza de la actividad proviene el atribuirle una simplicidad y el fingir un principio de unión como él sostén de esta simplicidad y el centro de todas las diferentes partes y cualidades del objeto.

Así, hemos terminado nuestro examen de los diferentes sistemas de la filosofía, tanto del mundo intelectual como del moral, y en nuestro método mixto de razonamiento hemos sido llevados a varios tópicos que ilustrarán y confirmarán algunas partes del precedente discurso o prepararán nuestro camino para nuestras siguientes opiniones. Es ahora el momento de volver a examinar más estrictamente nuestro asunto y a proceder a una anatomía exacta de la naturaleza humana, habiendo explicado la naturaleza de nuestro juicio y entendimiento.

Sección VII

Conclusión de este libro

Antes de que penetre en las inmensas profundidades de la filosofía que se hallan ante mí, me encuentro inclinado a detenerme un momento en mi situación presente y a calcular el viaje que he emprendido, viaje que indudablemente requiere la más grande arte e industria para ser llevado a un feliz término. Me parece asemejarme a un hombre que, habiendo embarrancado en muchos bajos y escapado difícilmente a un naufragio al pasar por pequeño estrecho, tiene ahora la temeridad de volverse a embarcar en el mismo navío resquebrajado y golpeado por las aguas y lleva su ambición tan lejos que piensa recorrer el Globo bajo estas circunstancias desventajosas. Mi memoria de los errores y perplejidades pasadas me hace desconfiado para el futuro. La desventurada condición, debilidad y desorden de mis facultades, que debo emplear en mis investigaciones, aumenta mis dudas, y la imposibilidad de enmendar o corregir estas facultades me hace casi desesperar y resolverme a perecer en la infecunda roca sobre la que me hallo en el presente, mejor que aventurarme en un Océano sin límites que lleva a la inmensidad. Esta repentina visión de mi peligro me llena de melancolía, y como es usual a esta pasión entre las demás halagarse a sí misma, no puedo menos de alimentar mi desesperación con todas las reflexiones abatidoras que el asunto presente me ofrece con tal abundancia.

Me hallo asustado y confundido por la desamparada situación en que me encuentro en mi filosofia, y me imagino a mí mismo como un monstruo extraño y grosero, que, no siendo capaz de mezclarse y unirse en sociedad, ha sido expulsado del comercio humano, abandonado totalmente y dejado inconsolable. De buena gana me mezclaría con la muchedumbre en busca de protección y cordialidad, pero no puedo osar mezclarme con una fealdad tal. Llamo a los otros para que se unan conmigo con el fin de hacer una sociedad aparte, pero ninguno me atiende. Todos se ponen a distancia y temen la tormenta que me golpea de todas partes. Me he expuesto a la enemistad de todos los metafísicos, lógicos, matemáticos y aun teólogos; ¿puedo maravillarme de los insultos que debo sufrir? He declarado mi desaprobación de su sistema; ¿puedo sorprenderme de que expresen ellos su odio del mío y de mi persona? Cuando miro en torno mío veo en todas partes disputas, contradicciones, calumnia y detractación. Cuando dirijo la atención a mi interior no hallo más que duda e ignorancia. Todo el mundo se me opone y me contradice, aunque es tal la debilidad que experimento, que todas mis opiniones se deshacen y caen por sí mismas cuando no se hallan sostenidas por la aprobación de los otros. Cada paso que doy lo hago con vacilación, y cada nueva reflexión me hace temer un error o un absurdo en mi razonamiento.

Pues ¿con qué confianza puedo aventurarme a una empresa tan audaz cuando, además de las infinitas debilidades que me son peculiares, hallo tantas que son comunes a la naturaleza humana? ¿Puedo estar seguro de que al abandonar todas las opiniones establecidas voy en pos de la verdad? ¿Y por qué criterio debo distinguirla si la fortuna guía por fin mis pasos? Después del más preciso y exacto de mis razonamientos no puedo dar una razón de por qué deba asentir a él y no experimento más que una fuerte inclinación a considerar los objetos fuertemente desde este punto de vista desde el cual se me presentan. La experiencia es un principio que me instruye de varios enlaces de objetos en el pasado. El hábito es otro principio que me determina a esperar lo mismo para el futuro, y ambos, uniéndose para actuar sobre la imaginación, me hacen formarme ciertas ideas de una manera más intensa y vivaz que otras que no van acompañadas de las mismas ventajas. Sin esta propiedad por la que el espíritu vivifica algunas ideas más que otras (y que aparentemente es tan insignificante y se funda tan poco en la razón), no podríamos jamás asentir a ningún argumento ni investigar más allá de los pocos objetos que se hallan presentes a nuestros sentidos. Es más: no podríamos atribuir a estos objetos ninguna existencia más que la que dependiese de los sentidos, y debíamos comprenderlos totalmente en la sucesión de percepciones que constituye nuestro Yo o persona. Es más aún: hasta con respecto a esta sucesión podríamos admitir tan sólo las percepciones que nos están inmediatamente presentes en la conciencia, y las imágenes vivaces que la memoria nos presenta no podrían ser admitidas como fieles reproducciones de nuestras percepciones pasadas. La memoria, los sentidos y el entendimiento se hallan, pues, fundados en la imaginación o en la vivacidad de nuestras ideas.

No es de extrañar que un principio tan inconstante y engañoso nos lleve a errores cuando es seguido implícitamente (como debe serlo) en todas sus variaciones. Este principio es el que nos hace razonar de causa a efecto, y es el mismo principio el que nos convence de la existencia continua de los objetos externos cuando se hallan ausentes de nuestros sentidos. Sin embargo, aunque estas dos actividades son igualmente naturales y necesarias en el espíritu humano, en algunas circunstancias son totalmente contrarias(46), y no es posible para nosotros razonar de un modo exacto y preciso acerca de causas y efectos y al mismo tiempo creer en la existencia continua de la materia. ¿Cómo debemos armonizar estos principios entre sí? ¿Cuál de los dos debemos preferir? O en el caso de no preferir ninguno de ellos y de asentir sucesivamente a los dos, como es común entre los filósofos, ¿con qué confianza podemos usurpar después este nombre glorioso cuando admitimos a sabiendas una contradicción manifiesta?

Esta contradicción (47) sería más excusable si se hallase compensada por algún grado de solidez y satisfacción en las restantes partes del razonamiento. Sin embargo, sucede todo lo contrario. Cuando seguimos al entendimiento humano hasta sus primeros principios, nos hallamos llevados a tales opiniones que parecen poner en ridículo nuestros trabajos e industria y desanimarnos para las investigaciones futuras. Nada es investigado más curiosamente por el espíritu que las causas de los fenómenos, y no nos contentamos con conocer las causas inmediatas, sino que no cejamos en nuestra investigación hasta que llegamos al principio último y original. No nos detenemos voluntariamente antes de haber conocido la energía en la causa por la que actúa sobre su efecto, el lazo que los enlaza entre sí y la cualidad eficaz de que depende dicho enlace. Es esto nuestro objetivo en todos nuestros estudios y reflexiones. ¡Cómo debemos sentirnos desengañados cuando veamos que esta conexión, lazo o energía, se halla tan sólo en nosotros y no es más que la determinación del espíritu que se adquiere por la costumbre y nos hace realizar una transición de un objeto a su acompañante usual y de la impresión del uno a la idea vivaz del otro! Un descubrimiento tal no sólo desvanece toda esperanza de lograr satisfacernos, sino que hasta nos impide aspirar a ello, ya que resulta que cuando deseamos conocer el principio último y activo de algo que reside en el objeto externo o nos contradecimos o hablamos sin dar un sentido a nuestras palabras.

Esta deficiencia de nuestras ideas no se percibe de hecho en la vida corriente ni nos damos cuenta de que en las relaciones más comunes de causa y efecto ignoramos tanto el principio último de enlace como en las menos usuales y extraordinarias. Esto procede meramente de una ilusión de la imaginación, y la cuestión es hasta qué punto podemos ceder a estas ilusiones. Esta cuestión es muy difícil y nos pone ante un peligroso dilema de cualquier modo que la resolvamos. Pues si asentimos a toda sugestión insignificante de la fantasía, además de que estas sugestiones son frecuentemente contrarias entre sí, nos llevan a tales errores, absurdos y obscuridades, que al final debemos sentirnos avergonzados de nuestra credulidad. Nada es más peligroso para la razón que los altos vuelos de la imaginación y nada ha sido más veces motivo de errores entre los filósofos. Los hombres de una fantasía poderosa son comparables en este respecto a los ángeles que nos presenta la Escritura cubriéndose sus ojos con sus alas. Esto ha aparecido ya en tantos casos que podemos economizarnos la molestia de extendernos acerca de ello.

Por otra parte, si la consideración de estos casos nos hacen aceptar la resolución de rechazar todas las sugestiones insignificantes de la fantasía y de atenernos al entendimiento, esto es, a las propiedades generales y más establecidas de la imaginación, esta resolución misma, si se lleva a cabo con firmeza, será peligrosa o irá acompañada de las consecuencias más fatales. Pues he mostrado ya(48) que el entendimiento, cuando actúa por sí solo y según sus principios más generales, se destruye a sí mismo y no deja ni el más leve grado de evidencia en una proposición, ya sea en la filosofia o en la vida común. Nos salvamos de este escepticismo total tan sólo por medio de la propiedad singular y en apariencia trivial de la fantasía por la cual penetramos con dificultad en las consideraciones remotas de las cosas y no somos capaces de acompañarlas de una impresión tan sensible como lo hacemos con aquellas que son más fáciles y naturales. ¿Estableceremos, pues, como una máxima general que se admitan los razonamientos sin refinar o elaborar? Consideremos las consecuencias de un principio tal. Por este medio podemos acabar totalmente con toda ciencia y filosofia; se procede partiendo de una cualidad singular de la imaginación, y por una razón semejante deben aceptarse todas ellas, contradiciéndose así con nosotros mismos, ya que esta máxima se construiría sobre el razonamiento precedente, que se concederá lo suficientemente refinado y metafisico. ¿Qué partido debemos elegir, pues, en estas dificultades? Si aceptamos este principio y condenamos todo razonamiento refinado, vamos a dar a los absurdos más manifiestos. Si lo rechazamos en favor de estos razonamientos, destruimos totalmente el entendimiento humano. Por consiguiente, no podemos hacer más que elegir entre una razón falsa y la ausencia de razón. Por mi parte, no sé lo que debe hacerse en el caso presente. Solamente hago observar lo que se hace en general, a saber: que no se piensa o se piensa rara vez en esta dificultad, y aun cuando se ha presentado al espíritu, se la olvida pronto, dejando tan sólo una leve impresión detrás de ella. Las reflexiones muy refinadas no tienen o tienen muy poca influencia sobre nosotros, y, sin embargo, no podemos establecer como una regla que no deben tener ninguna influencia, lo que implicaría una contradicción manifiesta.

Sin embargo, ¿qué he dicho aquí, que las reflexiones muy refinadas y metafísicas tienen muy poca o ninguna influencia sobre nosotros? Apenas puedo resistirme a retractarme de esta opinión y a condenarla partiendo de mi sentimiento y experiencia presente. La consideración intensa de las varias contradicciones e imperfecciones de la razón humana han causado tanta impresión sobre mí y agitado de tal modo mi cerebro, que me hallo dispuesto a rechazar toda creencia y razonamiento y no puedo considerar ninguna opinión como más probable que otra. ¿Dónde estoy o qué soy? ¿De qué causas deriva mi existencia y a qué condición debo volver? ¿Qué favores debo buscar y qué cóleras debo temer? ¿Qué seres me rodean? ¿Sobre qué tengo yo influencia y qué tiene influencia sobre mí? Todas estas cuestiones me confunden y comienzo a imaginarme en la condición más deplorable que pueda pensarse, rodeado de la más profunda obscuridad y totalmente privado del uso de todo miembro y facultad.

Mas, afortunadamente, sucede que, ya que la razón es incapaz de disipar estas nubes, la naturaleza por sí misma se basta para este propósito y me cura de esta melancolía y delirio filosófico, ya relajando esta tendencia del espíritu o ya por alguna llamada o impresión vivaz de mis sentidos, que hace olvidar estas quimeras. Como, echo una partida de ajedrez, converso, me divierto con mis amigos, y cuando después de tres o cuatro horas de diversión vuelvo a estas especulaciones, me parecen tan frías, violentas y ridículas, que no me siento con ánimo de penetrar más adelante en ellas.

Aquí, pues, me hallo absoluta y necesariamente determinado a vivir, hablar y actuar como las restantes gentes en los asuntos diarios de la vida. A pesar de que mi inclinación natural y el curso de mis espíritus animales y pasiones me traen de nuevo a esta creencia indolente en las máximas generales del mundo, experimento aún tales restos de mi primera disposición, que me hallo dispuesto a arrojar todos mis libros y papeles al fuego y a decidirme a no renunciar jamás a los placeres de la vida en favor del razonamiento y la filosofia; pues estos son mis sentimientos en el humor melancólico que me domina en el presente. Puedo y, es más, debo ceder a la corriente de la naturaleza sometiéndome a mis sentidos y entendimientos, y en esta sumisión ciega muestro más perfectamente mi disposición y principios escépticos. Sin embargo, ¿se sigue que yo debo luchar contra la corriente de la naturaleza, que me conduce a la indolencia y el placer; que debo apartarme en cierta medida del comercio y la sociedad de los hombres, que es tan agradable, y que debo torturar mi cerebro con sutilidades y sofismas al mismo tiempo que no puedo satisfacerme con respecto a la racionalidad de una aplicación tan penosa ni tengo una esperanza tolerable de llegar por estos medios a la certidumbre y la verdad? ¿Bajo qué obligación me hallo de hacer un abuso tal del tiempo? ¿Y para qué fin puede servir esto, ya sea para el servicio de la humanidad o para mis intereses privados? No; si debo ser un loco, como lo son ciertamente todos los que razonan o creen en algo, mis locuras deben ser por lo menos naturales y agradables. Cuando lucho contra mi inclinación, debo tener una buena razón para mi resistencia, y no seré llevado ya más a un viaje por tan lúgubres soledades y ásperos pasos como hasta aquí he encontrado.

Estas son las opiniones de mi melancolía e indolencia, y de hecho debo confesar que la filosofia no tiene nada que oponerles y espera una victoria más de la vuelta de una disposición seria y de buen humor que de la fuerza de la razón y convicción. En todos los incidentes de la vida debemos conservar nuestro escepticismo. Si creemos que el fuego calienta y el agua refresca es tan sólo porque nos cuesta mucho trabajo pensar de otro modo. Es más; si somos filósofos, debemos serlo tan sólo sobre principios escépticos y partiendo de una inclinación que experimentamos de conducirnos de esta manera. Cuando la razón es activa y se combina con alguna inclinación puede asentirse a ella. Cuando no lo hace, no puede tener derecho alguno a actuar sobre nosotros.

En el momento, pues, que me hallo fatigado de la diversión y la sociedad y he cedido a la meditación en mi cuarto o en un paseo solitario a la orilla de un río, experimento que mi espíritu se concentra en sí mismo y se inclina naturalmente a considerar todos aquellos asuntos en torno de los cuales he encontrado tantas discusiones en el curso de mi lectura y conversación. No puedo menos de sentir la curiosidad de conocer los principios del bien y el mal moral, la naturaleza y fundamento del gobierno y la causa de las varias pasiones e inclinaciones que actúan sobre mí y me dirigen. Me hallo incómodo al pensar que apruebo un objeto y censuro otro, llamo a una cosa bella y a otra fea, decido con respecto a la verdad y falsedad, razón y locura, sin conocer sobre qué principios procedo. Me intereso por la condición de las gentes cultas que se hallan poseídas de una ignorancia deplorable con respecto a todas estas particularidades. Experimento una ambición que surge en mí de contribuir a la instrucción del género humano y adquirir un nombre por mis invenciones y descubrimientos. Estos sentimientos surgen naturalmente en mi disposición presente, y si trato de desterrarlos interesándome por otros asuntos o diversiones, experimento que perderé un placer, y éste es el origen de mi filosofía.

Aun suponiendo que esta curiosidad y ambición no me transporte a especulaciones fuera de la esfera de la vida corriente, sucederá naturalmente que por mi debilidad debo ser llevado a investigaciones tales. Es cierto que la superstición es mucho más audaz en sus sistemas e hipótesis que la filosofia, y mientras que la última se contenta asignando nuevas causas y principios a los fenómenos que aparecen en el mundo visible, la segunda nos revela un mundo propio y nos presenta escenas, seres y objetos que son totalmente nuevos. Ya que es casi imposible para el espíritu humano permanecer, como el de los animales, dentro del estrecho círculo de objetos que son el asunto de la conversación y acción diaria, podemos solamente deliberar con respecto a la elección de nuestra guía y debemos preferir la más segura y más agradable. En este respecto me atrevo a recomendar la filosofía, y no experimento escrúpulo alguno en darle la preferencia sobre la superstición, de cualquier género o denominación que sea. Pues como la superstición surge natural y fácilmente de las opiniones populares del género humano, arraiga más poderosamente en el espíritu y frecuentemente es capaz de perturbarnos en la conducta de nuestras vidas y acciones. La filosofía, por el contrario, si es exacta puede presentamos solamente opiniones indulgentes y moderadas, y si es falsa y extravagante, sus opiniones son meramente los objetos de una especulación fría y general, y rara vez consiguen interrumpir el curso de nuestras tendencias naturales. Los cínicos son un ejemplo extraordinario de filósofos que partiendo de razonamientos puramente filosóficos cayeron en extravagancias tan grandes de conducta como cualquier monje o derviche que haya existido en el mundo. Hablando en general, los errores en religión son peligrosos; los errores en filosofia, solamente ridículos.

Me doy cuenta de que estos dos casos de fuerza y debilidad del espíritu no comprenderán todo el género humano y que existen, en Inglaterra en particular, hombres muy honrados que, habiéndose dedicado a sus asuntos domésticos o habiéndose divertido con entretenimientos corrientes, no han ido en su pensamiento mucho más allá de estos objetos que todos los días se nos aparecen a los sentidos. De hecho no pretendo hacer de ellos filósofos ni espero asociarlos a estas investigaciones o hacerlos oyentes de estos descubrimientos. Hacen bien en seguir en su estado presente, y en lugar de refinarse para convertirse en filósofos, deseo que comuniquen a nuestros fundadores de sistemas un poco de su mixtura terrena como un ingrediente que les es muy necesario y que servirá para templar las partículas ígneas de que se hallan compuestos. Mientras que se permita entrar en la filosofía a una imaginación ardiente y se acepten las hipótesis meramente porque son plausibles y agradables, no podremos tener principios firmes ni opiniones que se armonicen con las prácticas comunes y experiencias. Si se suprimiesen estas hipótesis, podríamos esperar establecer un sistema o serie de opiniones que, sin ser verdaderas (quizá es mucho esperar esto), puedan por lo menos ser satisfactorias para el espíritu humano y puedan resistir la prueba del examen más crítico. No debemos desesperar de alcanzar este fin por los varios sistemas quiméricos que han surgido y decaído sucesivamente entre los hombres, si consideramos la brevedad del período en que estas cuestiones han sido asunto de investigación y razonamiento. Dos mil años, con tan largas interrupciones y bajo tan poderosos descorazonamientos, son un período de tiempo pequeño para conceder una perfección tolerable a las ciencias, y quizá nos hallamos en una edad demasiado temprana del mundo para descubrir los principios que examinará una posteridad tardía. Por mi parte, mi única esperanza es que pueda contribuir un poco al avance del conocimiento, dándole en algunos respectos una dirección diferente a las especulaciones de los filósofos y poniendo de relieve más claramente aquellos asuntos que sólo pueden esperar seguridad y convicción. La naturaleza humana es la única ciencia del hombre y ha sido hasta ahora la más descuidada. Será suficiente para mí el poder haberla encarrilado y que la esperanza de esto sirva para curar a mi temperamento de la melancolia y a vigorizarle de la indolencia que a veces me domina. Si el lector se halla en la misma disposición favorable, le ruego que me siga en mis especulaciones futuras. Si no, que ceda a su inclinación y espere que vuelva la aplicación y el buen humor. La conducta de un hombre que estudia filosofia de esta manera libre de preocupación es más verdaderamente escéptica que la de uno que, experimentando en sí mismo una inclinación hacia ella, se halle tan oprimido por dudas y escrúpulos que la rechace totalmente. Un verdadero escéptico desconfiará de sus dudas filosóficas lo mismo que de sus convicciones filosóficas y no rehusará jamás una satisfacción inocente que se presente por razón de alguna de ellas.

No es tampoco conveniente que cedamos en general a nuestra inclinación en las investigaciones filosóficas más elaboradas, a pesar de nuestros principios escépticos, sino que debemos ceder también a la tendencia que nos inclina a ser positivos y ciertos en puntos particulares, según el aspecto bajo el que los consideramos en un instante particular. Es más fácil evitar todo examen e investigación que refrenar una tendencia tan natural y ponernos en guardia contra la seguridad que surge siempre de la consideración exacta y plena de un objeto. En una ocasión tal no sólo propendemos a olvidar nuestro escepticismo, sino también nuestra modestia, y hacemos uso de términos, como es evidente, es cierto, es innegable, que debía evitar quizá una deferencia debida al público. Puedo haber caído en esta falta por el ejemplo de otro; pero me excuso aquí frente a las objeciones que se me puedan hacer en este respecto, y declaro que expresiones tales me fueron sugeridas por la consideración presente del objeto y no implican ningún espíritu dogmático ni idea vanidosa de mi propio juicio, que son opiniones que, según creo, no puede profesar ninguno, y un escéptico menos que los otros.

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

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Santiago de los Caballeros,

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2015.

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