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Las interpretaciones occidentales – por Abd Al-Wahid Yahia – René Guénon (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4

Este movimiento "reformador" fue, como era natural, fuertemente
estimulado y sostenido por el gobierno británico y por las sociedades
de misiones anglo-indias; pero era demasiado manifiestamente antitradicional
y demasiado contrario al espíritu hindú para que pudiera tener
buen éxito, y no se vio en él más que lo que es en realidad,
un instrumento de la dominación extranjera. Por lo demás, por
el efecto inevitable de la introducción del "libre examen",
el Brahma-Samâj se subdividió bien pronto en múltiples
"Iglesias", como el Protestantismo al cual se aproximaba siempre más
y más, hasta el punto de merecer el calificativo de "pietismo";
y, después de vicisitudes que es inútil recordar, acabó
por extinguirse casi por completo. Sin embargo, el espíritu que había
presidido a la fundación de esta organización no debía
limitarse a una sola manifestación, y se intentaron otros nuevos ensayos
análogos a medida de las circunstancias, y generalmente sin mayor éxito;
citaremos solamente el Arya-Samâj, asociación fundada hace medio
siglo por Dayânanda Saraswatî, que algunos llamaron el "Lutero de la India"
y que estuvo en relaciones con los fundadores de la Sociedad Teosófica.
Lo que hay que notar es que, aquí como en el BrahmaSamâj,
la tendencia antitradicional tomó por pretexto un retorno a la simplicidad
primitiva y a la doctrina pura del Vêda; para juzgar esta pretensión,
basta saber cuán extraño es al Vêda el "moralismo",
preocupación dominante de todas estas organizaciones; pero el Protestantismo
pretende también restaurar el Cristianismo primitivo en toda su pureza,
y hay en esta similitud algo más que una simple coincidencia. Tal actitud
no carece de habilidad para hacer aceptar las innovaciones, sobre todo en un
medio fuertemente apegado a la tradición, con la cual sería imprudente
romper muy abiertamente; pero si se admitiesen verdadera y sinceramente los
principios fundamentales de esta tradición, se deberían admitir
también, por esto mismo, todos los desarrollos y todas las consecuencias
que se derivan de ella regularmente; es lo que no hacen los llamados "reformadores",
y por ello, cuantos tienen el sentido de la tradición ven sin dificultad
que la desviación real no está de ningún modo del lado
donde aquellos afirman que se encuentra.

Râm Mohun Roy se dedicó particularmente a interpretar el Vedanta conforme a sus propias ideas, aunque insistiendo con razón sobre la concepción de la "unidad divina", que ningún hombre competente había objetado jamás, pero que expresó en términos mucho más teológicos que metafísicos, desnaturalizó bajo muchos aspectos la doctrina para acomodarla a los puntos de vista occidentales, que se habían vuelto los suyos, e hizo algo que acabó por parecerse a una simple filosofía teñida de religiosidad, una especie de "deísmo" vestido de una fraseología oriental. Tal interpretación está pues, en su espíritu mismo, lo más lejos posible de la tradición y de la metafísica pura; no representa ya más que una teoría individual sin autoridad, e ignora totalmente la realización que es el único fin verdadero de la doctrina toda entera. Éste fue el prototipo de las deformaciones del Vedanta, porque debían producirse otras en lo sucesivo; y siempre en el sentido de un acercamiento con el Occidente, pero de un acercamiento en el cual el Oriente haría todo el gasto, con gran detrimento de la verdad doctrinal; empresa verdaderamente insensata y diametralmente contraria a los intereses intelectuales de las dos civilizaciones, pero en la que la mentalidad oriental, en su generalidad, resulta poco afectada, porque las cosas de este género le parecen del todo despreciables. Dentro de la lógica, no es al Oriente al que corresponde acercarse al Occidente siguiéndolo en sus desviaciones mentales, como tratan de obligarlo insidiosamente, pero en vano, los propagandistas de toda especie que le manda Europa; toca al Occidente volver, por el contrario, cuando lo quiera y lo pueda, a las fuentes puras de toda intelectualidad verdadera, de las que el Oriente, por su parte, no se ha apartado jamás; y ese día el acuerdo se realizará por sí mismo, como por acrecentamiento, sobre todos los puntos secundarios que no provienen más que del orden de las contingencias.

Para volver a las deformaciones del Vedanta, si casi nadie en la India les concede importancia, como lo dijimos hace poco, es necesario, sin embargo, hacer una excepción para algunas individualidades que tienen en ello un interés especial, en el cual la intelectualidad no tiene ni la más mínima parte; hay, en efecto, algunas de estas deformaciones, cuyas razones fueron exclusivamente políticas. No referiremos aquí por qué serie de circunstancias tal Mahârâja usurpador, perteneciendo a la casta de los shûdras, fue conducido, para obtener el simulacro de una investidura tradicional imposible, a desposeer de sus bienes a la escuela auténtica de Shankarâchârya, y a instalar en su lugar otra escuela revistiéndose falsamente del nombre y de la autoridad del mismo Shankarâchârya, y dando a su jefe el título de "instructor del mundo" que no pertenece legítimamente más que al único verdadero sucesor espiritual de éste. Esta escuela, naturalmente, sólo enseña una doctrina disminuida y parcialmente heterodoxa; para adaptar la exposición deI Vedanta a las condiciones actuales, pretende apoyarse en las concepciones de la ciencia occidental moderna, que no tiene nada que ver con este dominio; y, de hecho, se dirige sobre todo a los occidentales, de los cuales varios hasta han recibido de ella el título honorífico de Vêdânta-bhûshana u "ornamento del Vedanta", lo cual no carece de cierta ironía.

Otra rama más completamente desviada todavía, y más generalmente conocida en Occidente, es la que fue fundada por Vivêkânanda, discípulo infiel del ilustre Râmakrishna, y que ha reclutado sobre todo adherentes en América y en Australia, donde sostiene "misiones" y "templos". El Vedanta se ha vuelto en ella lo que Schopenhauer creyó ver en él, una religión sentimental y "consoladora", con una fuerte dosis de "moralismo" protestante; y bajo esta forma aminorada, se acerca extrañamente al "teosofismo", del cual es más bien aliado natural que rival o competidor. El sesgo "evangélico" de esta pseudo-religión le asegura cierto éxito en los países anglosajones, y, hecho que muestra hasta donde va su sentimentalismo, la mayoría de su clientela está formada por el elemento femenino, en el cual se encuentran también los agentes más ardorosos de su propaganda, porque, bien entendido, la tendencia del todo occidental al proselitismo reina con intensidad en estas organizaciones que no tienen de oriental más que el nombre y algunas apariencias puramente exteriores, lo estrictamente necesario para atraer a los curiosos y a los amantes de un exotismo de la calidad más mediocre. Surgido de esta extravagante invención americana, de inspiración también muy protestante, que se intitula el "Parlamento de las religiones", y tanto más adaptado al Occidente cuanto más profundamente desnaturalizado estaba, tal sedicente Vedanta, que no tiene por así decirlo nada ya en común con la doctrina metafísica por la cual quiere hacerse pasar, no merece que nos detengamos en él más tiempo; pero queríamos por lo menos señalar su existencia, como la de las otras instituciones similares, para poner en guardia contra las asimilaciones erróneas que podrían intentar los que las conocen y también porque, para los que no las conocen, es bueno que estén informados un poco sobre estas cosas, que son mucho menos inofensivas de lo que parecen a primera vista.

Capítulo V:

Últimas observaciones

Al hablar de las interpretaciones occidentales nos hemos atenido voluntariamente
a las generalidades, tanto como hemos podido, para no agitar cuestiones de personas,
a menudo irritantes y, por otra parte, inútiles cuando se trata únicamente
de un punto de vista doctrinal, como es el caso aquí. Es muy curioso
ver el esfuerzo que tiene que hacer la mayoría de los occidentales para
comprender que las consideraciones de este orden no prueban nada absolutamente
ni en pro ni en contra del valor de una concepción cualquiera; esto demuestra
hasta qué grado llevan el individualismo intelectual lo mismo que el
sentimentalismo que le es inseparable. En efecto, se sabe cuánto lugar
ocupan los detalles biográficos más insignificantes en lo que
debería ser la historia de las ideas, y qué común es la
ilusión que consiste en creer que, cuando se conoce un nombre propio
o una fecha, se posee por esto mismo un conocimiento real; y ¿cómo
podría ser de otro modo, cuando se aprecian más los hechos que
las ideas? En cuanto a las ideas mismas, cuando se llega a considerarlas simplemente
como la invención y la propiedad de tal o cual individuo, y cuando, además,
se está influido y hasta dominado por toda clase de preocupaciones morales
y sentimentales, es muy natural que la apreciación de estas ideas, que
no son consideradas ya en sí mismas y por ellas mismas, esté afectada
por lo que se sabe del carácter y de las acciones del hombre al cual
se le atribuyen; en otros términos, se trasladará a las ideas
la simpatía o la antipatía que se experimenta por el que las concibió,
como si su verdad o su falsedad pudieran depender de semejantes contingencias.

En estas condiciones se admitirá también quizá,
aunque con cierta pena, que un individuo perfectamente honorable haya podido
formular o sostener ideas más o menos absurdas; pero en lo que no se
querrá consentir jamás es que otro individuo, al que se juzga
despreciable, tenga por lo menos un valor intelectual o aun artístico,
genio o solamente talento en un punto de vista cualquiera; y sin embargo casos
así están lejos de ser raros. Si hay un prejuicio sin fundamento
es éste, caro a los partidarios de la "instrucción obligatoria",
según la cual el saber real sería inseparable de lo que se ha
convenido en llamar moralidad; y el mismo prejuicio está en el fondo
de los cambios de opinión que se han podido comprobar recientemente a
propósito del valor de la filosofía y de la erudición alemanas,
como ya lo dijimos. No se ve en absoluto, lógicamente, por qué
razón un criminal debería ser necesariamente un necio o un ignorante,
o por qué motivo le sería imposible a un hombre servirse de su
inteligencia o de su ciencia para hacer daño a sus semejantes, lo que
por el contrario acontece muy a menudo; tampoco se ve cómo la verdad
de una concepción dependería de que haya sido emitida por tal
o cual individuo; pero nada es menos lógico que el sentimiento, aunque
algunos psicólogos hayan creído poder hablar de una "lógica
de los sentimientos". Los pretendidos argumentos en que se hacen intervenir
las cuestiones de personas son pues del todo insignificantes; que se sirvan
de ellos en política, dominio en el cual el sentimiento desempeña
un gran papel, se comprende hasta cierto punto, por más que se abuse
de esto a menudo, y que se les haga poco honor a las gentes al dirigirse así
exclusivamente a su sensibilidad; pero que se introduzcan los mismos procedimientos
de discusión en el dominio intelectual, esto es verdaderamente inadmisible.
Hemos creído bueno insistir un poco en esto, porque esta tendencia es
muy común en Occidente, y porque, si no explicásemos nuestras
intenciones, algunos podrían hasta sentirse tentados de reprocharnos
como una falta de precisión y de "referencias" una actitud
que, por nuestra parte, está perfectamente reflexionada y determinada.

Por lo demás, creemos haber respondido suficientemente por anticipado a la mayoría de las objeciones y de las críticas que se nos puedan dirigir; esto no impedirá sin duda que nos las hagan a pesar de todo, pero los que las hagan probarán sobre todo, con esto su incomprehensión. Así, pues, se nos reprochará tal vez el no someternos a ciertos métodos reputados de "científicos", lo que sería sin embargo de la mayor inconsecuencia, puesto que estos métodos, que no son en verdad más que "literarios", son los mismos cuya insuficiencia hemos tratado de hacer ver, y que, por razones de principio que hemos expuesto, estimamos imposible e ilegítima su aplicación a las cosas de que aquí se trata. Sólo que, la manía de los textos, de las "fuentes" y de la bibliografía está de tal modo difundida en nuestros días, toma de tal modo el sesgo de un sistema, que muchos, sobre todo entre los "especialistas", experimentarán un verdadero malestar al no encontrar nada de esto, como acontece siempre en casos análogos a los que sufren la tiranía de un hábito; y, al mismo tiempo, no comprenderán sino muy difícilmente, si es que llegan a comprenderla, y si consienten en darse este trabajo, la posibilidad de emplazarse, como lo hacemos, en un punto de vista distinto al de la erudición, que es el único que ellos no han considerado nunca. De modo que no es a estos "especialistas" a los que pretendemos dirigirnos particularmente, sino más bien a los espíritus menos estrechos, más despojados de cualquier prejuicio, y que no llevan la huella de esta deformación mental que produce inevitablemente el uso exclusivo de ciertos métodos, deformación que es una verdadera enfermedad y que nosotros hemos llamado "miopía intelectual". Sería comprendernos mal el tomar esto como un llamamiento al "gran público", en cuya competencia no tenemos la menor confianza, y, por otra parte, sentimos horror de todo lo que se parece a la "vulgarización", por motivos que indicamos ya; pero no cometemos la falta de confundir la verdadera "élite" intelectual con los eruditos de profesión, y la facultad de comprehensión amplia vale incomparablemente más, a nuestros ojos, que la erudición, que no puede ser más que un obstáculo en cuanto se vuelve una "especialidad", en lugar de ser, como seria lo normal, un simple instrumento al servicio de esta comprehensión, es decir, del conocimiento puro y de la verdadera intelectualidad.

Mientras tratamos de explicarnos sobre posibles críticas, debemos
señalar también, a pesar de su poco interés, un punto de
detalle que podría prestarse a ellas: no hemos creído necesario
limitarnos a seguir, para los términos sánscritos que teníamos
que citar, la transcripción extraña y complicada que se usa ordinariamente
entre los orientalistas. El alfabeto sánscrito tiene muchos más
caracteres que los alfabetos europeos, y se está naturalmente forzado
a representar varias letras distintas por una sola y misma letra, cuyo sonido
es vecino a la vez de unas y de otras, aunque con diferencias muy apreciables,
pero que escapan a los recursos de pronunciación muy restringidos de
que disponen las lenguas occidentales.

Ninguna transcripción puede ser verdaderamente exacta, y lo mejor
sería sin duda abstenerse de ella; pero además de que es casi
imposible tener, para una obra impresa en Europa, caracteres sánscritos
de forma correcta, la lectura de estos caracteres sería una dificultad
del todo inútil para quienes no los conocen, y que no son por ello menos
aptos que otros para comprender las doctrinas hindúes; por otra parte,
hay también "especialistas" que, por inverosímil que
esto parezca, no saben servirse más que de transcripciones para leer
los textos sánscritos, y existen ediciones hechas bajo esta forma para
ellos.

Sin duda, es posible remediar en cierta medida, por medio de algunos
artificios, la ambigüedad ortográfica que resulta del demasiado
pequeño número de letras de que se compone el alfabeto latino;
es precisamente lo que han querido hacer los orientalistas, pero el modo de
transcripción que han adoptado está lejos de ser el mejor posible,
porque implica convenciones demasiado arbitrarias, y, si la cosa hubiera tenido
aquí alguna importancia, no habría sido muy difícil encontrar
otro modo que fuese preferible, desfigurando menos las palabras y acercándose
más a su pronunciación real. Sin embargo, como los que tienen
algún conocimiento del sánscrito no deben encontrar ninguna dificultad
para restablecer la ortografía exacta, y como los otros no tienen ninguna
necesidad de ella para la comprehensión de las ideas, única que
importa verdaderamente en el fondo, pensamos que no había serios inconvenientes
en dispensarnos de todo artificio de escritura y de toda complicación
tipográfica, y que podíamos limitarnos a adoptar la transcripción
que nos parecía a la vez la más simple y la más conforme
a la pronunciación, y a remitir a las obras especiales a quienes les
interesen particularmente los detalles relativos a estas cosas. Sea como fuere,
debíamos por lo menos esta explicación a los espíritus
analíticos, prontos siempre a las argucias, como una de las raras concesiones
que nos fuera posible hacer a sus hábitos mentales, concesión
apetecida siempre por la cortesía de la que se debe usar siempre con
las personas de buena fe, no menos que por nuestro deseo de alejar todos los
malentendidos, que no recaerían más que sobre puntos secundarios
y sobre cuestiones accesorias, y que no provendrían estrictamente más
que de la diferencia irreductible entre los puntos de vista nuestros y los de
contradictores eventuales; para los que se adhirieran a esta última causa
no podemos hacer nada, porque no tenemos desgraciadamente ningún medio
para suministrar a otro las posibilidades de comprehensión que le faltan.
Dicho esto, podemos ahora extraer de nuestro estudio las pocas conclusiones
que se imponen para precisar su alcance mejor de como hasta aquí lo hemos
hecho, conclusiones en las cuales las cuestiones de erudición no tendrán
la menor parte, como es fácil de prever, pero en las que indicaremos,
sin apartarnos por lo demás de cierta reserva que es indispensable por
más de un concepto, el beneficio efectivo que debe resultar esencialmente
de un conocimiento verdadero y profundo de las doctrinas orientales.

Conclusión

Si algunos occidentales pudiesen, por la lectura de la precedente exposición, tomar conciencia de lo que intelectualmente les falta, si pudiesen, no digamos siquiera comprenderlo, sino únicamente entreverlo y presentirlo, este trabajo no habría sido hecho en vano. No hablamos únicamente de las ventajas inapreciables que podrían obtener directamente, para ellos mismos, los que así fueran impulsados a estudiar las doctrinas orientales, en las que encontrarían, por poco que tuviesen las aptitudes requeridas, conocimientos a los que no hay nada comparable en Occidente, y junto a los cuales las filosofías que pasan por geniales y sublimes no son más que juegos de niños; no hay medida común entre la verdad plenamente asentida, por una concepción de posibilidades ilimitadas, y en una realización adecuada a esta concepción, y cualesquiera hipótesis imaginadas por fantasías individuales a la medida de su capacidad esencialmente limitada. Hay también otros resultados, de interés más general, y que por lo demás están ligados a aquellas a titulo de consecuencias más o menos lejanas; queremos aludir a la preparación, sin duda a largo plazo, pero no obstante efectiva, de un acercamiento intelectual entre el Oriente y el Occidente.

Al hablar de la divergencia del Occidente con relación al Oriente, que se ha ido acentuando más que nunca en la época moderna, hemos dicho que no pensábamos, a pesar de las apariencias, que esta divergencia pudiera continuar indefinidamente. En otros términos, nos parece difícil que el Occidente, por su mentalidad y por el conjunto de sus tendencias, se aleje siempre más y más del Oriente, como lo hace en la actualidad, y que no se produzca tarde o temprano una reacción que podría, bajo ciertas condiciones, tener los efectos más felices; esto nos parece muy difícil porque el dominio en el cual se desarrolla la civilización occidental moderna es, por su naturaleza propia, el más limitado de todos. Además, el carácter cambiante e inestable, particular a la mentalidad del Occidente, permite no desesperar de que se le vea tomar, llegado el caso, una dirección del todo distinta y aun opuesta, de manera que el remedio se encontraría entonces en lo que, a nuestros ojos, es la marca misma de su inferioridad; pero esto no sería realmente un remedio, lo repetimos, sino bajo ciertas condiciones, fuera de las cuales podría ser por el contrario un mal todavía más grande en comparación del estado actual. Esto puede parecer oscuro, y hay, lo reconocemos, alguna dificultad para hacerlo tan completamente inteligible como fuera de desear, aun colocándose en el punto de vista del Occidente y esforzándose por hablar su lenguaje; ensayaremos hacerlo, sin embargo, pero advirtiendo que las explicaciones que vamos a dar no podrían corresponder a todo nuestro pensamiento.

Desde luego, la mentalidad especial de ciertos occidentales nos obliga a declarar expresamente que no queremos formular aquí nada que se parezca de cerca o de lejos a "profecías"; quizá no es muy difícil dar la ilusión de ellas exponiendo bajo una forma apropiada los resultados de ciertas deducciones, pero esto va acompañado de algo de charlatanismo, a menos que esté uno en un estado de espíritu que predisponga a cierta autosugestión: de los dos términos de esta alternativa, el segundo presenta un caso que felizmente no es el nuestro. Luego evitaremos las precisiones que no podríamos justificar, por cualquier razón que sea, y que por otra parte, si no fueran aventuradas, serían por lo menos inútiles; no somos de los que piensan que un conocimiento detallado del porvenir podría ser ventajoso para el hombre, y estimamos perfectamente legítimo el descrédito que tiene en Oriente la practica de las artes adivinatorias. Habría ahí ya un motivo suficiente para condenar al ocultismo y a las otras especulaciones similares, que atribuyen tanta importancia a esta clase de cosas, si no hubiera ya, en el orden doctrinal, otras consideraciones todavía más graves y más decisivas para desechar en absoluto concepciones que son a la vez quiméricas y peligrosas.

Admitiremos que no es posible prever actualmente las circunstancias que
podrían determinar un cambio de dirección en el desarrollo del
Occidente; pero la posibilidad de tal cambio no es discutible más que
para los que creen que este desarrollo, en su sentido actual, constituye un
"progreso" absoluto. Para nosotros, esta idea de un "progreso"
absoluto está desprovista de significado, y hemos indicado ya la incompatibilidad
de ciertos desarrollos, cuya consecuencia es que un progreso relativo en un
dominio determinado trae en otro una regresión correspondiente; no decimos
equivalente, porque no se puede hablar de equivalencia entre cosas que no son
ni de la misma naturaleza ni del mismo orden. Es lo que ha sucedido con la civilización
occidental: las investigaciones hechas únicamente con vistas a aplicaciones
prácticas y de progreso material han traído, como debía
suceder necesariamente, una regresión en el orden puramente especulativo
e intelectual; y, como no hay ninguna medida común entre estos dos dominios,
lo que se pierde así de un lado vale incomparablemente más que
lo que se gana del otro; se necesita toda la deformación mental de la
gran mayoría de los occidentales modernos para apreciar las cosas de
otro modo. Sea como fuere, si se considera sólo que un desarrollo unilateral
está sometido forzosamente a ciertas condiciones limitativas que son
más estrictas cuando este desarrollo se realiza en el orden material
que en cualquiera otro caso, se puede decir que el cambio de dirección
de que acabamos de hablar deberá, casi seguramente, producirse en un
momento dado. En cuanto a la naturaleza de los acontecimientos que contribuirán
a él, es posible que se acabe por percibir que las cosas a las cuales
se atribuye al presente una importancia exclusiva son impotentes para proporcionar
los resultados que se esperan; pero esto mismo supondría ya cierta modificación
de la mentalidad común, aunque el desencanto pueda ser sobre todo sentimental
y recaer, por ejemplo, sobre la comprobación de la inexistencia de un
"progreso moral" paralelo al progreso llamado científico. En
efecto, los medios del cambio, si no vienen de otro modo, deberán ser
de una mediocridad proporcionada a la de la mentalidad sobre la cual tendrán
que obrar; pero esta mediocridad más bien haría augurar mal lo
que de esto resultará.

Se puede suponer también que las invenciones mecánicas,
llevadas siempre más lejos, llegarán a un grado en que parecerán
de tal modo peligrosas que se estará obligado a renunciar a ellas, ya
sea por el terror que engendrarán poco a poco algunos de sus efectos,
o bien a consecuencia de un cataclismo del cual dejaremos a cada uno la posibilidad
de representárselo a su gusto. En este caso también el móvil
del cambio sería de orden sentimental, pero de esa sentimentalidad que
está muy cerca de lo fisiológico; y haremos notar, sin insistir
en ello, que se han producido ya síntomas que se refieren a una y otra
de estas dos posibilidades que acabamos de indicar, aunque en una débil
medida, a causa de los recientes acontecimientos que han perturbado a Europa,
pero que todavía no son lo bastante considerables, piénsese lo
que se quiera sobre ellos, para determinar a este respecto resultados profundos
y durables. Por otro lado, cambios como los que consideramos pueden operarse
lenta y gradualmente, y necesitan de algunos siglos para realizarse, así
como también pueden surgir de improviso, por trastornos rápidos
e imprevistos; sin embargo, aun en el primer caso, es verosímil que deba
llegar un momento en que haya una ruptura más o menos brusca, una verdadera
solución de continuidad con relación al estado anterior. De todas
maneras, admitiremos también que es imposible fijar por anticipado, ni
siquiera aproximadamente, la fecha de tal cambio; no obstante debemos, verdaderamente,
decir que los que tienen algún conocimiento de las leyes cíclicas
y de su aplicación a los períodos históricos, podrían
permitirse por lo menos algunas previsiones y determinar épocas comprendidas
entre ciertos límites; pero nos abstendremos aquí por completo
de este género de consideraciones, tanto más cuanto que han sido
simuladas a veces por gentes que no tenían ningún conocimiento
real de las leyes a las cuales acabamos de hacer alusión, y para las
que era mucho más fácil hablar de estas cosas porque las ignoraban
completamente: esta última reflexión no debe ser tomada como una
paradoja, porque lo que expresa es literalmente exacto.

La cuestión que se plantea ahora es ésta: suponiendo que
se produzca una reacción en Occidente en una época indeterminada,
y a causa de cualesquiera acontecimientos, y que provoque el abandono de aquello
en lo que consiste enteramente la civilización europea actual, ¿qué
resultará ulteriormente? Son posibles varios casos, y hay motivo para
considerar las diversas hipótesis que a ellos corresponden: la más
desfavorable es aquella en la que nada vendrá a reemplazar a esta civilización,
y en la que, al desaparecer ésta, el Occidente, entregado a sí
mismo, se encontraría sumergido en la peor barbarie. Para comprender
esta posibilidad hasta reflexionar que, sin remontar siquiera más allá
de los tiempos llamados históricos, se encuentran muchos ejemplos de
civilizaciones que han desaparecido enteramente; a veces eran las de pueblos
que igualmente se han extinguido, pero esta suposición no es realizable
más que para civilizaciones muy estrictamente localizadas, y, para las
que tienen una extensión mayor, es más verosímil que los
pueblos sobrevivan a ellas encontrándose reducidos a un estado de degeneración,
más o menos comparable al que representan, como dijimos antes, los salvajes
actuales; no es necesario insistir más largamente en esto para darse
cuenta de todo lo que tiene de inquietante esta primera hipótesis.

El segundo caso seria aquel en el que los representantes de otras civilizaciones,
es decir los pueblos orientales, para salvar el mundo occidental de esta decadencia
irremediable se lo asimilaran de grado o por fuerza, suponiendo que la cosa
fuese posible, y que por otra parte el Oriente consintiera en ello, en su totalidad
o en alguna de sus partes componentes. Esperamos que nadie estará bastante
cegado por los prejuicios occidentales como para no reconocer lo preferible
que sería esta hipótesis a la precedente: habría con seguridad,
en tales circunstancias, un período transitorio de revoluciones étnicas
muy penosas, de las cuales es muy difícil formarse una idea, pero el
resultado final sería de naturaleza tal que compensaría los daños
causados fatalmente por semejante catástrofe; sólo que el Occidente
debería renunciar a sus características propias y se encontraría
absorbido pura y simplemente. Por esto conviene considerar un tercer caso más
favorable desde el punto de vista occidental, aunque equivalente, a decir verdad,
al punto de vista del conjunto de la humanidad terrestre, puesto que, si llegara
a realizarse, el efecto sería el de hacer desaparecer la anomalía
occidental, no por supresión como en la primera hipótesis, sino,
como en la segunda, por retorno a la intelectualidad verdadera y normal; pero
este retorno, en lugar de ser impuesto y obligado, o cuando más sufrido
y aceptado desde fuera, se efectuaría entonces voluntariamente y como
de manera espontánea. Se ve lo que implica, para ser realizable, esta
última posibilidad: se necesitaría que el Occidente, en el momento
mismo en que su desarrollo en el sentido actual tocara a su fin, encontrara
en sí mismo los principios de un desarrollo en otro sentido, que podría
desde entonces realizarse de manera natural; y este nuevo desarrollo, haciendo
comparable su civilización a las del Oriente, le permitiría conservar
en el mundo, no una preponderancia para la cual no tiene ningún título
y que no debe más que al empleo de la fuerza bruta, sino, al menos, el
sitio que puede ocupar legítimamente como representante de una civilización
entre otras, y de una civilización que, en estas condiciones, no sería
ya un elemento de desequilibrio y de opresión para el resto de los hombres.
No hay que creer, en efecto, que la dominación occidental pueda ser apreciada
de otro modo por los pueblos de civilizaciones diferentes sobre los cuales se
ejerce en la actualidad; no hablamos, naturalmente, de ciertos pueblos degenerados,
y aun para éstos es quizá más nociva que otra, porque no
toman de sus conquistadores sino lo peor que éstos tienen.

Para los orientales, hemos indicado ya en diversas ocasiones lo justificado
que nos parece su menosprecio del Occidente, tanto más cuanto que la
raza europea pone más insistencia en afirmar su odiosa y ridícula
pretensión a una superioridad mental inexistente, y en querer imponer
a todos los hombres una asimilación que, en razón de sus caracteres
inestables y mal definidos, es por fortuna incapaz de realizar. Se necesita
de toda la ilusión y de toda la ceguera que engendra el más absurdo
prejuicio para creer que la mentalidad occidental atraerá nunca al Oriente,
y que hombres para los que no existe verdadera superioridad más que en
la intelectualidad llegarán a dejarse seducir por invenciones mecánicas,
por las cuales experimentan mucha repugnancia, pero no la más mínima
admiración. Sin duda, puede suceder que los orientales acepten o más
bien sufran ciertas necesidades de la época actual, pero mirándolas
como puramente transitorias y más incómodas que ventajosas, y
no aspirando en el fondo más que a desprenderse de todo este material,
en el cual no se interesaron nunca verdaderamente fuera de ciertas excepciones
individuales debidas a una educación completamente occidental; de un
modo general, las modificaciones en este sentido quedan mucho más superficiales
que lo que ciertas apariencias podrían inducir a hacer creer a veces
a los observadores de fuera, y esto a pesar de todos los esfuerzos del proselitismo
occidental más ardiente y más intempestivo. Los orientales tienen
el mayor interés, intelectualmente, en no cambiar hoy como no han cambiado
en el curso de los siglos anteriores; todo lo que hemos dicho aquí lo
prueba, y es una de las razones por las cuales un acercamiento verdadero y profundo
no puede venir, como es lógico y normal, sino de un cambio realizado
del lado occidental.

Tenemos que insistir también sobre las tres hipótesis que
describimos, para marcar más precisamente las condiciones que determinarían
la realización de una u otra de ellas; todo depende evidentemente, a
este respecto, del estado mental en el cual se encontraría el mundo occidental
en el momento en que llegara a detenerse su civilización actual. Si este
estado mental fuera entonces tal, como lo es ahora, es la primera hipótesis
la que debería necesariamente realizarse, puesto que no habría
nada que pudiera reemplazar aquello a lo que se renunciara y que, por otra parte,
la asimilación por otras civilizaciones sería imposible, porque
iría hasta la oposición la diferencia de mentalidades. Esta asimilación,
que responde a nuestra segunda hipótesis, supondría, como mínimo
de condiciones, la existencia de un núcleo intelectual en Occidente,
aun formado nada más por una "élite" poco numerosa,
pero muy fuertemente constituida que suministrara el intermediario indispensable
para conducir la mentalidad general, imprimiéndole una dirección
que, por lo demás, no tendría ninguna necesidad de ser consciente
para la masa, hacia las fuentes de la intelectualidad verdadera. En cuanto se
considera como posible el supuesto de una detención de la civilización,
la constitución previa de esta "élite" aparece pues
como la sola capaz de salvar al Occidente, en el momento requerido, del caos
y de la disolución; y, por lo demás, para interesar en la suerte
del Occidente a los poseedores de las tradiciones orientales, sería esencial
mostrarles que, si sus apreciaciones más severas no son injustas hacia
la intelectualidad occidental tomada en su conjunto, puede haber en ella por
lo menos honorables excepciones, que indican que la decadencia de esta intelectualidad
no es absolutamente irremediable.

Hemos dicho que la realización de la segunda hipótesis
no estaría exenta, al menos transitoriamente, de ciertos actos desagradables,
desde el momento en que el papel de la "élite" se reduciría
a servir de punto de apoyo a una acción en la que el Occidente no tendría
la iniciativa; pero este papel sería otro si los acontecimientos le dejasen
el tiempo de ejercer tal acción, directamente y por ella misma, lo que
correspondería a la posibilidad de la tercera hipótesis. Se puede
concebir en efecto que la "élite" intelectual, una vez constituida,
obrase en cierto modo a la manera de un "fermento" en el mundo occidental,
para preparar la transformación que, tornándose efectiva, le permitiera
tratar, si no de igual a igual, por lo menos como una potencia autónoma
con los representantes autorizados de las civilizaciones orientales. En este
caso, la transformación tendría una apariencia de espontaneidad,
tanto más cuanto que podría verificarse sin choque, por poco que
la "élite" hubiese adquirido a tiempo una influencia suficiente
para dirigir realmente la mentalidad general; y, por otra parte, el apoyo de
los orientales no le faltaría en esta tarea, porque siempre serán
favorables, como es natural, a un acercamiento que se realice sobre tales bases,
porque ellos tendrían igualmente en esto un interés que, aunque
de otro orden que el que pudieran encontrar los occidentales, no sería
de ningún modo desatendible, pero que tal vez seria muy difícil
y aún inútil tratar de definir aquí. Sea como fuere, sobre
lo que insistimos es que, para preparar el cambio de que se trata, no es de
ningún modo necesario que la masa occidental, aún limitándose
a la masa llamada intelectual, tome parte en él de inmediato; aunque
esto no fuese por completo imposible, sería más bien nocivo bajo
ciertos aspectos; basta pues, para comenzar, con que algunas individualidades
comprendan la necesidad de tal cambio, pero a condición, bien entendido,
que la comprendan verdadera y profundamente.

Ya indicamos el carácter esencialmente tradicional de todas las civilizaciones orientales; la falta de vinculación efectiva a una tradición es, en el fondo, la raíz misma de la desviación occidental. El retorno a una civilización tradicional en sus principios y en todo el conjunto de sus instituciones aparece, pues, como la condición fundamental de la transformación de que acabamos de hablar, o más bien como idéntica a esta misma transformación, que se realizaría en cuanto este retorno se efectuara plenamente y en condiciones que hasta permitirían guardar lo que la civilización occidental actual puede contener de verdaderamente ventajoso bajo algunos aspectos, con tal solamente que las cosas no llegaran antes hasta un punto en que se impusiera una renunciación total. Este retorno a la tradición se presenta, pues, como el más esencial de los fines que la "élite" intelectual debería asignar a su actividad; la dificultad está en realizar integralmente todo lo que esto implica en órdenes diversos, y también en determinar exactamente sus modalidades. Diremos solamente que la Edad Media nos ofrece el ejemplo de un desarrollo tradicional propiamente occidental; se trataría, en suma, no de copiar o de reconstruir pura y simplemente lo que existió entonces, sino de inspirarse en ello para la adaptación que requieren las circunstancias. Si hay una "tradición occidental", es allí donde se encuentra, y no en las fantasías de los ocultistas y de los pseudo-esoteristas; esta tradición fue concebida entonces en modo religioso, pero no vemos que el Occidente esté apto para concebirla de otro modo, ahora menos que nunca; bastaría con que algunos espíritus tuviesen conciencia de la unidad esencial de todas las doctrinas tradicionales en su principio, como debió suceder en aquella época, porque hay muchos indicios que permiten pensarlo así, a falta de pruebas tangibles y escritas cuya ausencia es muy natural, a pesar del "método histórico", del cual no dependen en absoluto estas cosas. Indicamos, a medida que se presentó la ocasión durante el curso de nuestra exposición, los caracteres principales de la civilización de la Edad Media, en lo que presenta de analogías, muy reales aunque incompletas, con las civilizaciones orientales, y no insistiremos ya; todo lo que deseamos decir ahora es que el Occidente, encontrándose en posesión de la tradición más apropiada a sus condiciones particulares y, por lo demás, suficiente para la generalidad de los individuos, estaría dispensado por esto de adaptarse más o menos penosamente a otras formas tradicionales que no han sido hechas para esta parte de la humanidad; se ve lo apreciable que seria esta ventaja.

El trabajo por realizar debería, al principio, atenerse al punto de vista puramente intelectual, que es el más esencial de todos, puesto que es el de los principios, de los cuales depende el resto; es evidente que las consecuencias se extenderían después, más o menos rápidamente, a todos los otros dominios, por una repercusión muy natural; modificar la mentalidad de un medio es la única manera de producir en él, aun socialmente, un cambio profundo y durable, y querer comenzar por las consecuencias es un método eminentemente ilógico, que no es digno más que de la agitación impaciente y estéril de los occidentales actuales. Por lo demás, el punto de vista intelectual es el único inmediatamente abordable, porque la universalidad de los principios los hace asimilables para cualquier hombre, de no importa qué raza, bajo la sola condición de una capacidad de comprehensión suficiente; puede parecer singular que lo que es más fácilmente perceptible en una tradición sea precisamente lo que ésta tiene de más elevado, pero esto se comprende sin embargo sin esfuerzo, puesto que es lo que está despojado de todas las contingencias. Es también lo que explica que las ciencias tradicionales secundarias, que no son más que aplicaciones contingentes, no sean, en su forma oriental, enteramente asimilables para los occidentales; en cuanto a constituir o a restituir el equivalente en un modo que convenga a la mentalidad occidental, es una tarea cuya realización no puede aparecer más que como una posibilidad muy lejana, y cuya importancia, por otro lado, aunque muy grande también, no es en suma sino accesoria.

Si nos limitamos a considerar el punto de vista intelectual, es porque,
de todas maneras, es el primero que hay motivo para considerar de hecho; pero
recordamos que hay que entenderlo de tal modo que las posibilidades que contiene
sean verdaderamente ilimitadas, como lo explicamos al caracterizar el pensamiento
metafísico. Se trata de metafísica esencialmente, pues sólo
ésta puede llamarse propia y puramente intelectual; y esto nos lleva
a precisar que, para la "élite" de la que hemos hablado, la
tradición en su esencia profunda no tiene por qué ser concebida
bajo el modo específicamente religioso, que no es, después de
todo, más que un asunto de. adaptación a las condiciones de la
mentalidad general y media.

Por otra parte, esta "élite", aun antes de haber realizado
una modificación apreciable en la orientación del pensamiento
común, podría ya, por su influencia, obtener en el orden de las
contingencias algunas ventajas bastante importantes, como la de hacer desaparecer
las dificultades y los malentendidos que de otro modo son inevitables en las
relaciones con los pueblos orientales; pero, lo repetimos, éstas no son
más que consecuencias secundarias de la sola realización primordialmente
indispensable, y ésta, que condiciona todo el resto y no está
condicionada ella misma por otra cosa, es de un orden por completo interior.

Lo que debe desempeñar el primer papel es, pues, la comprehensión
de las cuestiones de principios de los cuales hemos intentado indicar aquí
su naturaleza verdadera, y esta comprehensión implica, en el fondo, la
asimilación de los modos esenciales del pensamiento oriental; además,
mientras se piense de modos diferentes y sobre todo sin que, de un lado, se
tenga conciencia de la diferencia, evidentemente no es posible ningún
acuerdo, exactamente como si se hablasen lenguas distintas, ignorando la del
otro uno de los interlocutores. Por ello, los trabajos de los orientalistas
no pueden ser de ninguna ayuda para esto de que se trata, cuando no son un obstáculo
por las razones que hemos dado; es también por ello que, habiendo juzgado
útil escribir estas cosas, nos proponemos además precisar y desarrollar
ciertos puntos en una serie de estudios metafísicos, ya sea exponiendo
directamente algunos aspectos, de las doctrinas orientales, de las de la India
en particular, o bien adaptando estas mismas doctrinas de la manera que nos
parezca más inteligible, cuando estimemos tal adaptación preferible
a la exposición pura y simple; en todos los casos, lo que presentaremos
así será siempre, en el espíritu, si no en la letra, una
interpretación tan escrupulosamente exacta y fiel como es posible de
las doctrinas tradicionales, y lo que en ellas pondremos como nuestro serán
sobre todo las imperfecciones fatales de la expresión.

Partes: 1, 2, 3, 4
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