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Los modos generales del pensamiento oriental (página 2)



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Debemos decir, desde luego, que la mayoría de las definiciones, o más bien de los ensayos de definición que se han propuesto, en lo que se refiere a la religión, tienen como defecto común el poderse aplicar a cosas en extremo diferentes, y de las cuales algunas no tienen nada de religioso en realidad. Así pues, hay sociólogos que pretenden, por ejemplo, que "lo que caracteriza a los fenómenos religiosos, es su fuerza obligatoria"[3]. Sería oportuno hacer notar que este carácter obligatorio está lejos de pertenecer en el mismo grado a todo lo que es igualmente religioso, que puede variar de intensidad, ya sea por prácticas y creencias diversas en el interior de una misma religión, ya sea generalmente de una religión a otra; pero aun admitiendo que sea más o menos común a todos los hechos religiosos, está muy lejos de serles propio, y la lógica más elemental enseña que una definición debe convenir, no sólo "a todo lo definido", sino también, "a lo sólo definido". De hecho, la obligación, impuesta más o menos estrictamente por una autoridad o un poder de cualquiera naturaleza, es un elemento que se encuentra de manera casi constante en todo lo que son instituciones sociales propiamente dichas; en particular, ¿hay algo que se imponga como más rigurosamente obligatorio que la legalidad? Por lo demás, que la legislación se adhiera directamente a la religión como en el Islam, o que esté por el contrario enteramente separada e independiente como en los Estados europeos actuales, tiene este carácter de obligación tanto en un caso como en otro, y lo tiene siempre necesaria y simplemente porque ésta es una condición de posibilidad para no importa qué forma de organización social; ¿quién se atrevería, pues, a sostener seriamente que las instituciones jurídicas de la Europa moderna están revestidas de un carácter religioso? Tal suposición es manifiestamente ridícula, y, si nos detenemos en ella un poco más de lo que quizá conviene, es porque se trata de teorías que han adquirido, en ciertos medios, una influencia tan considerable como poco justificada. Para terminar con este punto, no es sólo en las sociedades que se ha convenido en llamar "primitivas", erróneamente a nuestro juicio, donde todos los fenómenos sociales tienen el mismo carácter "obligatorio", en tal o cual grado; esta comprobación obliga a nuestros sociólogos, cuando hablan de esas sociedades tituladas "primitivas" cuyo testimonio les agrada invocar tanto más cuanto que su "control" es más difícil, a confesar que "la religión es todo en ellas, a menos que se prefiera decir que no es nada"[4]. Es verdad que agregan inmediatamente, para esta segunda alternativa que nos parece que es la buena, esta restricción: "si se la quiere considerar como una función especial"; pero precisamente, si no es una "función especial", no es de ningún modo la religión.

Pero aún no terminamos con todas las fantasías de los sociólogos: otra teoría que les es querida consiste en decir que la religión se caracteriza esencialmente por la presencia de un elemento ritual; en otras palabras, donde quiera que se compruebe la existencia de no importa qué ritos, debe concluirse, sin otro examen, que por esto mismo se está en presencia de fenómenos religiosos. Cierto, en toda religión se encuentra un elemento ritual, pero este elemento no basta, por sí solo, para caracterizar como tal a la religión; aquí, como un poco antes, la definición propuesta es demasiado amplia, porque hay ritos que de ningún modo son religiosos, y hasta los hay de varias clases. Hay, en primer lugar, ritos que tienen un carácter pura y exclusivamente social, civil si se quiere: este caso debió encontrarse en la civilización greco-romana, si no hubiera habido entonces las confusiones de las que hemos hablado; existe actualmente en la civilización china, en la que no hay ninguna confusión del mismo género, y donde las ceremonias del Confucianismo son efectivamente ritos sociales, sin el menor carácter religioso: sólo en tal sentido estas ceremonias son objeto de un reconocimiento oficial, que, en China, sería inconcebible en cualquiera otra condición. Esto lo comprendieron muy bien los jesuitas establecidos en China en el siglo XVII, cuando encontraron muy natural participar en estas ceremonias, sin ver en ellas nada de incompatible con el Cristianismo, en lo que tenían mucha razón, porque el Confucianismo, al colocarse enteramente fuera del dominio religioso, y no haciendo intervenir sino lo que puede y debe ser admitido normalmente por todos los miembros del cuerpo social sin ninguna distinción, es por lo mismo perfectamente conciliable con cualquier religión, y también con la ausencia de cualquiera religión. Los sociólogos contemporáneos cometen exactamente el mismo error que cometieron en otra época los adversarios de los jesuitas, cuando los acusaron de estar sometidos a las prácticas de una religión extraña al Cristianismo: al ver que allí había ritos, pensaron como es natural que estos ritos debían, como los que estaban acostumbrados a considerar en su medio europeo, ser de naturaleza religiosa. La civilización extremo-oriental nos servirá todavía de ejemplo para otro orden de ritos no religiosos: en efecto, el Taoísmo que es, como lo hemos dicho, una doctrina puramente metafísica, posee también ciertos ritos que le son propios; y es que existen, por extraño y hasta incomprensible que pueda parecer a los occidentales, ritos que tienen un carácter y un alcance esencialmente metafísicos. Como por el momento no queremos insistir más en esto, agregaremos simplemente que, sin ir tan lejos como a China o a la India, se podrían encontrar tales ritos en ciertas ramas del Islam (si éste no permaneciera tan cerrado a los europeos, y en gran parte por su culpa, como todo el resto del Oriente). Después de todo, son excusables los sociólogos al equivocarse sobre cosas que les son completamente extrañas, y podrían, con alguna apariencia de razón, creer que todo rito es de esencia religiosa, si el mundo occidental, sobre el cual deberían estar mejor informados, no les presentara mas que ritos semejantes; pero nos permitiríamos de buena gana preguntarles, por ejemplo, si los ritos masónicos, cuya verdadera naturaleza no tratamos de investigar aquí, poseen, por el hecho mismo de que efectivamente son ritos, un carácter religioso en cualquier grado que sea.

Mientras nos ocupamos de este asunto, aprovecharemos la ocasión para señalar que la ausencia total del punto de vista religioso entre los chinos ha dado lugar a otro error, pero que es inverso del precedente, y que esta vez se debe a una incomprehensión recíproca. El chino, que tiene, en cierto modo por naturaleza, el mayor respeto por todo lo que es de orden tradicional, adoptará con gusto, cuando se encuentre transportado a otro medio, lo que le parecerá que constituye la tradición; ahora bien, en Occidente, como nada más que la religión presenta este carácter, podrá adoptarla así, pero de manera por completo superficial y pasajera. De retorno a su país de origen, que nunca abandonó de manera definitiva, porque la "solidaridad de la raza" es demasiado poderosa para permitírselo, este mismo chino ya no se preocupará en absoluto de la religión cuyos usos siguió temporalmente; y es que esta religión, que lo es para los otros, él mismo jamás la concibió en modo religioso, porque este modo es extraño a su mentalidad, y por lo demás, como no encontró nada en Occidente que tuviera un carácter siquiera un poco metafísico, esta religión no podía ser a sus ojos sino el equivalente más o menos exacto de una tradición de orden puramente social, a la manera del Confucianismo. Los europeos cometerían, pues, un gran error al calificar tal actitud de hipocresía, como les acontece hacerlo; no es para el chino más que una simple cuestión de cortesía, porque según la idea que él se formó, la cortesía quiere que se amolde uno tanto como es posible a las costumbres del país en el que vive, y los jesuitas del siglo XVII estaban estrictamente en regla con ella cuando, al vivir en China, ocupaban su puesto en la jerarquía oficial de los letrados y rendían a los Antepasados y a los Sabios los honores rituales que les correspondían.

En el mismo orden de ideas, otro hecho interesante que hay que notar es el de que, en el Japón, el Shintoismo tiene, en cierta medida, el mismo carácter y el mismo papel que el Confucianismo en China; aunque tenga otros aspectos definidos con menos claridad, es antes que nada una institución ceremonial del Estado, y sus funcionarios, que no son "sacerdotes", son enteramente libres para adoptar la religión que les agrade o de no tener ninguna. Recordamos haber leído a este propósito, en un manual de historia de las religiones, esta reflexión singular: que "en el Japón lo mismo que en China la fe en las doctrinas de una religión no excluye en absoluto la fe en las doctrinas de otra religión"[5]; en realidad, doctrinas diferentes no pueden ser compatibles sino a condición de no colocarse sobre el mismo terreno, lo que es en efecto el caso, y esto debería bastar para probar que de ningún modo se puede tratar aquí de religión. De hecho, fuera del caso de importaciones extranjeras que no han podido tener una influencia muy profunda ni muy extensa, el punto de vista religioso es tan desconocido de los Japoneses como de los Chinos; hasta es uno de los raros rasgos comunes que se pueden observar en la mentalidad de estos dos pueblos.

Hasta aquí sólo hemos tratado de manera negativa la cuestión que planteamos, porque hemos mostrado sobre todo la insuficiencia de ciertas denominaciones, insuficiencia que va hasta provocar su falsedad; ahora debemos indicar, si no una definición propiamente hablando, por lo menos una concepción positiva de lo que verdaderamente constituye la religión. Diremos que la religión permite esencialmente la reunión de tres elementos de órdenes diversos: un dogma, una moral, un culto; cuando falte uno de estos elementos, no se tratará ya de una religión en el sentido propio de esta palabra. Agregaremos desde luego que el primer elemento forma la parte intelectual de la religión, que el segundo forma su parte social, y que el tercero, que es el elemento ritual, participa a la vez de una y otra; pero esto exige algunas explicaciones. El nombre de dogma se aplica propiamente a una doctrina religiosa; sin investigar más por el momento cuáles son las características especiales de tal doctrina, podemos decir que, aunque evidentemente intelectual en lo que tiene de más profundo, no es sin embargo de orden puramente intelectual; y, por lo demás, si lo fuera, sería metafísica y no religiosa. Se necesita, pues, que esta doctrina, para que tome la forma particular que conviene a su punto de vista, sufra la influencia de elementos extra-intelectuales, que son, en su mayor parte, de orden sentimental; la misma palabra "creencias", que sirve por lo común para designar las concepciones religiosas, marca bien este carácter, porque es una observación psicológica elemental la de que la creencia, entendida en su acepción más precisa, y en tanto que se opone a la certidumbre que es toda intelectual, es un fenómeno en el que la sentimentalidad desempeña un papel esencial, una especie de inclinación o de simpatía por una idea, lo que, por lo demás, presupone necesariamente que esta idea fue concebida con un matiz sentimental más o menos pronunciado. El mismo factor sentimental, secundario en la doctrina, se vuelve preponderante y aun casi exclusivo en la moral, cuya dependencia de principio con respecto al dogma es una afirmación sobre todo teórica; esta moral cuya razón de ser es puramente social, podría ser considerada como una especie de legislación, la única que continúa surgiendo de la religión allí donde las instituciones civiles son independientes. En fin, los ritos cuyo conjunto constituye el culto, tienen un carácter intelectual en tanto que se los considera como una expresión simbólica y sensible de la doctrina, y un carácter social en tanto que se los ve como practicas que solicitan, de una manera que puede ser más o menos obligatoria, la participación de todos los miembros de la comunidad religiosa. El nombre de culto se debería reservar propiamente a los ritos religiosos; sin embargo, de hecho, se emplea también corrientemente, pero de un modo algo abusivo, para designar otros ritos, los ritos puramente sociales por, ejemplo, como cuando se habla del "culto de los antepasados" en China: Hay que hacer notar que, en una religión en la cual el elemento social y sentimental supera al elemento intelectual, la parte del dogma y la del culto se reducen simultáneamente más y más, de manera que tal religión tiende a degenerar en un "moralismo" puro y simple, como se ve un ejemplo muy claro en el caso del Protestantismo; en el límite que casi ha alcanzado en la actualidad cierto "protestantismo liberal", lo que queda no es ya en absoluto una religión, porque no ha conservado más que una de las partes esenciales de ella, sino que es simplemente una especie de pensamiento filosófico especial. Importa precisar, en efecto, que la moral puede ser concebida de dos maneras muy diferentes: ya sea en modo religioso, cuando se une en principio a un dogma al cual se subordina, o bien en modo filosófico, cuando se la considera como independiente; insistiremos más adelante sobre esta segunda forma. Ahora se podrá comprender por qué motivo decíamos antes que es difícil aplicar rigurosamente el término de religión fuera del conjunto formado por el Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo, lo que confirma el origen específicamente judaico de la concepción que esta palabra expresa actualmente. Y es que, por dondequiera que sea, las tres partes que acabamos de caracterizar no se encuentran reunidas en una misma concepción tradicional; así, en China, vemos el punto de vista intelectual y el punto de vista social, representados por dos cuerpos de tradición distintos, pero el punto de vista moral está ausente en absoluto, incluso de la tradición social. En la India igualmente, es este punto de vista moral el que falta: si la legislación no es religiosa como en el Islam, es que está desprovista por completo del elemento sentimental, único que puede imprimirle el carácter especial de moralidad; en cuanto a la doctrina, es puramente intelectual, es decir metafísica, sin ninguna huella tampoco de esta forma sentimental que sería necesaria para darle el carácter de un dogma religioso, y sin la cual la unión de una moral a un principio doctrinal es del todo inconcebible. Puede decirse que el punto de vista moral y el mismo punto de vista religioso suponen esencialmente cierta sentimentalidad, que en efecto se ha desarrollado sobre todo en los occidentales, en detrimento de la intelectualidad. Hay pues aquí algo verdaderamente especial a los occidentales, a los que habría que agregar los musulmanes, pero sin hablar siquiera del aspecto extra-religioso de la doctrina de estos últimos, con la gran diferencia de que para ellos la moral, mantenida en su rango secundario, jamás ha podido ser considerada como existente por sí misma; la mentalidad musulmana no podría admitir la idea de una "moral independiente", es decir "filosófica", idea que se encontró en otro tiempo en los Griegos y en los Romanos, y que se ha difundido de nuevo en Occidente en la época actual.

Es indispensable aquí una última observación: no admitimos de ningún modo, como los sociólogos de que hablamos antes, que la religión sea pura y simplemente un hecho social; sólo afirmamos que tiene un elemento constitutivo que es de orden social, lo que, evidentemente, no es en absoluto la misma cosa, puesto que este elemento es normalmente secundario con relación a la doctrina, que es de otro orden, de manera que la religión, siendo social bajo cierto aspecto, es al mismo tiempo algo más. Por otra parte, hay casos en que todo lo que es del orden social se encuentra unido y como supeditado a la religión: es el caso del Islamismo, como ya tuvimos ocasión de decirlo, y también del Judaísmo, en el cual la legislación también es esencialmente religiosa, pero con la particularidad de no ser aplicable sino a un pueblo determinado; es igualmente el caso de una concepción del Cristianismo que podríamos llamar "integral", y que tuvo en otro tiempo una realización efectiva. La opinión sociológica sólo corresponde al estado actual de Europa, y eso haciendo abstracción de consideraciones doctrinales, que no han perdido sin embargo realmente su importancia primordial sino en los pueblos protestantes; cosa bastante curiosa, podría servir para justificar la concepción de una "religión de Estado", es decir, en el fondo, de una religión que es más o menos completamente asunto del Estado, y que, como tal, corre peligro de ser reducida a un papel de instrumento político: concepción que, en ciertos aspectos, nos lleva a la de la religión greco-romana, así como antes lo indicamos. Esta idea aparece como diametralmente opuesta a la de la "Cristiandad": ésta, anterior a las nacionalidades, no podría subsistir o restablecerse después de su constitución sino a condición de ser esencialmente "supranacional"; por el contrario, la "religión de Estado" ha sido considerada siempre de hecho, si no de derecho, como nacional, ya sea por completo independiente o que admita una unión a otras instituciones similares por una especie de lazo federativo, que no deja en todo caso a la autoridad superior y central más que un poder considerablemente disminuido. La primera de estas dos concepciones, la de la "Cristiandad", es eminentemente la de un "Catolicismo" en el sentido etimológico de la palabra; la segunda, la de una "religión de Estado", encuentra lógicamente su expresión, según los casos, ya sea en un galicanismo a la manera de Luis XIV, o bien en el Anglicanismo o en ciertas formas de la religión protestante, a la cual, en general, no parece repugnarle este descenso. Agreguemos para terminar que, de estas dos maneras occidentales de considerar la religión, la primera es la única capaz de presentar, con las particularidades propias al modo religioso, los caracteres de una verdadera tradición tal como la concibe, sin excepción alguna, la mentalidad oriental.

Capítulo V:

Caracteres esenciales de la metafísica

Mientras que el punto de vista religioso implica esencialmente la intervención de un elemento de orden sentimental, el punto de vista metafísico es exclusivamente intelectual; pero esto, por más que tiene para nosotros un significado muy claro, podría parecer a muchos que caracteriza de manera insuficiente este último punto de vista, poco familiar a los occidentales, si no tuviésemos cuidado de aportar otras precisiones. La ciencia y la filosofía, en efecto, tal y como existen en el mundo occidental, tienen también pretensiones de intelectualidad; si nosotros no admitimos que estas pretensiones estén fundadas, y: si sostenemos que hay una diferencia de las más profundas entre todas las especulaciones de este género y la metafísica, es que la intelectualidad pura, en el sentido en que la consideramos, es otra cosa que lo que se entiende ordinariamente por ella de manera más o menos vaga.

Debemos declarar desde luego que, cuando empleamos el término "metafísica" como lo hacemos, poco nos importar su origen histórico, que es algo dudoso, y que sería puramente fortuito si hubiese que admitir la opinión, por lo demás muy poco verosímil a nuestros ojos, según la cual habría servido al principio para designar simplemente lo que venía "después de la física" en la colección de las obras de Aristóteles. No tenemos tampoco por qué preocuparnos de las acepciones diversas y más o menos abusivas que algunos atribuyeron a esta palabra en esta o en aquella época; éstos no son motivos suficientes para hacérnosla abandonar, porque, tal como es, es muy apropiada para lo que debe designar normalmente, al menos tanto como puede serlo un término tomado a las lenguas occidentales. En efecto, su sentido más natural, aun etimológicamente, es aquel según el cual designa lo que está "más allá de la física", entendiendo aquí por "física", como lo hicieron siempre los antiguos, el conjunto de todas las ciencias de la naturaleza, considerado de una manera por completo general, y no simplemente una de estas ciencias en particular, según la acepción restringida que es propia a los modernos. Es pues con tal interpretación como tomamos este término de metafísica, y debe entenderse bien de una vez por todas que, si nos adherimos a él, es nada más por la razón que acabamos de indicar, y porque estimamos que es siempre desagradable tener que recurrir a neologismos fuera de los casos de absoluta necesidad?

Diremos ahora que la metafísica, comprendida así, es esencialmente el conocimiento de lo universal, o, si se quiere, de los principios de orden universal, únicos a los que conviene este nombre de principios; pero no queremos verdaderamente dar con esto una definición de la metafísica, lo que es rigurosamente imposible, en razón de esta misma universalidad que consideramos como el primero de sus caracteres, del cual se derivan todos los otros. En realidad, sólo puede ser definido lo que es limitado, y la metafísica es por el contrario, en su esencia misma, absolutamente ilimitada, lo que evidentemente, no nos permite encerrar su noción en una fórmula más o menos estrecha; una definición en este caso sería tanto más inexacta cuanto más se esforzase uno por hacerla más precisa. Importa resaltar que hemos dicho conocimiento y no ciencia; nuestra intención, en esto, es indicar la distinción profunda que hay que establecer necesariamente entre la metafísica por una parte, y, por la otra, las diversas ciencias en el sentido propio de esta palabra, es decir todas las ciencias particulares y especializadas, que tienen por objeto tal o cual aspecto determinado de las cosas individuales. Ésta es, en el fondo, la misma distinción de lo universal y de lo individual, distinción que no se debe tomar por una oposición, porque no hay entre sus dos términos ninguna medida común ni ninguna relación de simetría o de coordinación posible. Por otra parte, no podría haber oposición o conflicto de ninguna especie entre la metafísica y las ciencias, precisamente porque sus dominios respectivos están profundamente separados; sucede exactamente lo mismo, por lo demás, con la religión. Hay que comprender bien, sin embargo, que la separación de que se trata no se refiere tanto a las cosas mismas como a los puntos de vista bajo los cuales consideramos las cosas; y esto es particularmente importante para lo que diremos de manera más especial sobre el modo como deben ser concebidas las relaciones que tienen entre si las diferentes ramas de la doctrina hindú. Es fácil darse cuenta de que un mismo objeto puede ser estudiado por diversas ciencias bajo aspectos diferentes; así también, todo lo que consideramos desde ciertos puntos de vista individuales y especiales puede igualmente, por una transposición adecuada, considerarse desde el punto de vista universal, que por lo demás no es ningún punto de vista especial, al igual que aquello que no se puede considerar de modo individual. De esta manera, se puede decir que el dominio de la metafísica lo comprende todo, lo cual es necesario para que sea verdaderamente universal, como debe serlo esencialmente; y los dominios propios de las diversas ciencias no quedan por ello menos distintos del de la metafísica, porque ésta, como no se coloca sobre el mismo terreno de las ciencias particulares, no es su análoga en ningún grado, de tal manera que no puede haber jamás motivo para establecer ninguna comparación entre los resultados de la una y los de las otras. Por otra parte, el dominio de la metafísica no es de ningún modo, como lo piensan ciertos filósofos que no saben de lo que se trata aquí, lo que las diversas ciencias pueden dejar fuera de ellas porque su desarrollo actual es más o menos incompleto, sino lo que, por su misma naturaleza, escapa al alcance de estas ciencias y supera inmensamente la extensión a la cual pueden aspirar legítimamente. El dominio de cualquier ciencia depende siempre de la experiencia, en una cualquiera de sus modalidades diversas, mientras que el de la metafísica está esencialmente constituido por aquello donde no hay ninguna experiencia posible: como está "más allá de la física", estamos también, y por ello mismo, más allá de la experiencia. Por consecuencia, el dominio de cada ciencia particular puede extenderse indefinidamente, si es susceptible de ello, sin llegar nunca a tener el menor punto de contacto con el de la metafísica.

La consecuencia inmediata de lo que precede es que, cuando se habla del objeto de la metafísica, no se debe tener en consideración algo más o menos análogo a lo que puede ser el objeto especial de tal o cual ciencia. También, que este objeto debe siempre ser absolutamente el mismo, que no puede ser de ningún modo algo cambiante y sometido a las influencias de los tiempos y de los lugares; lo contingente, lo accidental, lo variable, pertenecen al dominio de lo individual, y aun son caracteres que condicionan necesariamente las cosas individuales como tales, o, para hablar de una manera todavía más rigurosa, el aspecto individual de las cosas con sus modalidades múltiples. De modo que, cuando se trata de metafísica, lo que puede cambiar con los tiempos y los lugares son nada más que los modos de exposición, es decir las formas más o menos exteriores de las que puede estar revestida la metafísica, y que son susceptibles de adaptaciones diversas, y tal es también, evidentemente, el estado de conocimiento o de ignorancia de los hombres, o por lo menos de la generalidad de ellos, con respecto a la metafísica verdadera; pero ésta permanece siempre, en el fondo, perfectamente idéntica a sí misma, porque su objeto, es esencialmente uno, o con más exactitud, "sin dualidad", como dicen los hindúes, y este objeto, por estar "más allá de la naturaleza", también está más allá del cambio: es lo que expresan los árabes al decir que "la doctrina de la Unidad es única". Yendo más lejos todavía en el orden de las consecuencias, podemos agregar que no hay absolutamente descubrimientos posibles en metafísica, porque, desde el momento en que se trata de un modo de conocimiento que no recurre al empleo de ningún medio especial y exterior de investigación, todo lo que es susceptible de ser conocido puede haberlo sido igualmente por ciertos hombres en todas las épocas; y esto es, efectivamente, lo que resulta de un examen profundo de las doctrinas metafísicas tradicionales. Por otra parte, aun admitiendo que las ideas de evolución y de progreso pueden tener cierto valor relativo en biología y en sociología, lo que está lejos de haberse probado, no sería menos cierto que no tienen ninguna aplicación posible con relación a la metafísica; de modo que estas ideas son completamente extrañas a los orientales, como lo fueron por lo demás hasta fines del siglo XVIII a los mismos occidentales, que ahora las creen elementos esenciales del espíritu humano. Esto implica, notémoslo bien, la condenación formal de cualquier tentativa de aplicación del "método histórico" a lo que es de orden metafísico: en efecto, el mismo punto de vista metafísico se opone radicalmente al punto de vista histórico, o llamado así, y hay que ver en esta oposición no sólo una cuestión de método, sino también y sobre todo, lo que es mucho más grave, una verdadera cuestión de principio, porque el punto de vista metafísico, en su inmutabilidad esencial, es la negación misma de las ideas de evolución y de progreso; de modo que podría decirse que la metafísica no se puede estudiar más que metafísicamente. No hay que tener en cuenta aquí contingencias tales como las influencias individuales, que rigurosamente no existen a este respecto y no pueden ejercerse sobre la doctrina, puesto que ésta, siendo de orden universal, y por lo tanto esencialmente supra-individual, escapa por fuerza a su acción; aun las circunstancias de tiempo y de lugar no pueden, insistimos de nuevo, influir más que sobre la expresión exterior, y de ningún modo sobre la esencia misma de la doctrina; y en fin, en metafísica no se trata, como en el orden de lo relativo y contingente, de "creencias" o de "opiniones" más o menos variables y cambiantes porque son más o menos dudosas, sino exclusivamente de certidumbre permanente e inmutable. En efecto, por lo mismo que la metafísica no participa de ningún modo de la relatividad de las ciencias, debe implicar la certidumbre absoluta como carácter intrínseco, y esto desde luego por su objeto, pero también por su método, si es que esta palabra puede aplicarse aquí todavía, sin lo cual éste método, o con cualquier otro nombre con que se le quiera designar, no sería adecuado al objeto. La metafísica excluye, pues, necesariamente, cualquier concepción de carácter hipotético, de donde resulta que las verdades metafísicas, en sí mismas, no pueden de ningún modo ser discutibles; por lo tanto, si puede haber motivo a veces de discusión y de controversia, no será nunca sino por causa de una exposición defectuosa o de una comprehensión imperfecta de estas verdades. Por lo demás, cualquier exposición posible es aquí necesariamente defectuosa, porque las concepciones metafísicas, por su naturaleza universal, no son jamás totalmente expresables, ni siquiera imaginables, ni pueden ser alcanzadas en su esencia más que por la inteligencia pura y "no-formal"; superan inmensamente a todas las formas posibles, y especialmente a las fórmulas en que quisiera encerrarlas el lenguaje, fórmulas siempre inadecuadas que tienden a restringirlas, y por esto a desnaturalizarlas. Estas fórmulas, como todos los símbolos, sólo sirven de punto de partida, de "sostén" por decirlo así, para ayudar a concebir lo que permanece inexpresable en sí, y cada uno debe esforzarse por concebirlo efectivamente según la medida de su propia capacidad intelectual, supliendo así, en esta misma medida precisamente, a las imperfecciones fatales de la expresión formal y limitada; es por lo demás evidente que estas imperfecciones llegarán a su máximo cuando la expresión deba hacerse en lenguas que, como las europeas, sobre todo las modernas, parecen lo menos aptas que cabe imaginar para la exposición de las verdades metafísicas. Como lo dijimos antes, justamente a propósito de las dificultades de traducción y adaptación, la metafísica, porque se abre sobre posibilidades ilimitadas, debe siempre reservar la parte de lo inexpresable que, en el fondo, es para ella todo lo esencial.

Este conocimiento de orden universal debe estar mas allá de todas las distinciones que condicionan el conocimiento de las cosas individuales y del cual el sujeto y el objeto es el tipo general y fundamental; esto muestra también que el objeto especial de la metafísica no es nada comparable al objeto especial de no importa qué otro género de conocimiento, y que ni siquiera puede ser llamado objeto sino en un sentido puramente analógico, porque está uno obligado, para poder hablar, a atribuirle una denominación cualquiera. Así también, si se quiere hablar del medio para el conocimiento metafísico, este medio no podrá ser más que uno con el conocimiento mismo, en el cual el sujeto y el objeto están esencialmente unificados; es decir que este medio, si se nos permite llamarlo así, no puede ser nada que se asemeje al ejercicio de una facultad discursiva como la razón humana individual. Se trata, lo hemos dicho, del orden supra-individual, y, por consecuencia, suprarracional, lo que de ningún modo quiere decir irracional: la metafísica no podría ser contraria a la razón, pero está por encima de la razón, que no puede intervenir aquí sino de una manera por completo secundaria, para la formulación y la expresión exterior de estas verdades que superan su dominio y su alcance. Las verdades metafísicas no pueden ser concebidas sino por una facultad que ya no es del orden individual, y que el carácter inmediato de su operación permite llamar intuitiva, pero, bien entendido, a condición de agregar que no tiene absolutamente nada en común con lo que algunos filósofos contemporáneos denominan intuición, facultad puramente sensitiva y vital que está propiamente por debajo de la razón y no por encima de ella. Hay que decir pues, para mayor precisión, que la facultad de que hablamos aquí es la intuición intelectual, cuya existencia ha negado la filosofía moderna porque no la comprendía, a menos que no haya preferido ignorarla pura y simplemente; se puede designarla también como el intelecto puro, siguiendo en esto el ejemplo de Aristóteles y de sus continuadores escolásticos, para quienes el intelecto es lo que posee inmediatamente el conocimiento de los principios. Aristóteles declara expresamente[6]que "el intelecto es más verdadero que la ciencia", es decir, en suma, que la razón construye la ciencia, pero que "nada es más verdadero que el intelecto", porque necesariamente es infalible por lo mismo que su operación es inmediata, y, como en realidad no es distinto de su objeto, no forma más que uno con la misma verdad. Tal es el fundamento esencial de la certidumbre metafísica; se ve por esto que no se puede introducir el error sino con el uso de la razón, es decir al formular verdades concebidas por el intelecto, y esto porque la razón es evidentemente falible a causa de su carácter discursivo y mediato. Por otra parte, como toda expresión es por fuerza imperfecta y limitada, el error es inevitable en cuanto a la forma, si no en cuanto al fondo: por rigurosa que se quiera hacer a la expresión, lo que deja fuera de ella es siempre mucho más de lo que puede encerrar; pero este error puede no tener nada de positivo como tal y no ser más que una verdad menor, en suma, que reside sólo en una fórmula parcial e incompleta de la verdad total.

Ahora podemos darnos cuenta de lo que es, en su sentido más profundo, la distinción del conocimiento metafísico y del conocimiento científico: el primero procede del intelecto puro, que tiene por dominio lo universal; el segundo procede de la razón, que tiene por dominio lo general, porque, como lo dijo Aristóteles, "solamente hay ciencia de lo general". No hay pues que confundir de ninguna manera lo universal y lo general, como acontece muy a menudo a los lógicos occidentales, que no se elevan nunca realmente por encima de lo general, aun cuando le dan abusivamente el nombre de universal. El punto de vista de las ciencias, dijimos, es de orden individual; y es que lo general no se opone a lo individual sino sólo a lo particular, y es, en realidad, lo individual extendido; pero lo individual puede recibir una extensión, aun indefinida, sin perder por esto su naturaleza y sin salir de sus condiciones restrictivas y limitativas, y, por esta razón, decimos que la ciencia podría extenderse indefinidamente sin alcanzar nunca a la metafísica, de la que siempre permanecerá también profundamente separada, porque sólo la metafísica es el conocimiento de lo universal.

Creemos haber caracterizado a la metafísica suficientemente, y no podríamos hacer más sin entrar en la exposición de la doctrina misma, que no encontraría lugar aquí; estos datos serán completados en los siguientes capítulos, y particularmente cuando hablemos de la distinción de la metafísica y lo que generalmente se designa con el nombre de filosofía en el Occidente moderno. Todo lo que acabamos de decir es aplicable, sin ninguna restricción, a no importa cuál de las doctrinas tradicionales del Oriente, a pesar de las grandes diferencias de forma que pueden disimular la identidad del fondo a un observador superficial: esta concepción de la metafísica es verdadera a la vez en el Taoísmo, en la doctrina hindú, y también en el aspecto profundo y extra-religioso del Islamismo. Ahora bien, ¿hay algo parecido en el mundo occidental? Si se considera nada más lo que actualmente existe, con seguridad no se podría dar a esta cuestión más que una respuesta negativa, porque lo que el pensamiento filosófico moderno se complace a veces en decorar con el nombre de metafísica no corresponde en ningún grado a la concepción que hemos expuesto; tendremos ocasión de insistir sobre este punto. Sin embargo, lo que hemos indicado a propósito de Aristóteles y de la doctrina escolástica muestra que, por lo menos, hubo realmente en ella metafísica en cierta medida, aunque no la metafísica total; y, a pesar de esta reserva necesaria, esto es algo acerca de lo cual la mentalidad moderna no ofrece el menor equivalente, y cuya comprehensión parece que le está prohibida. Por otra parte, si se impone la reserva que acabamos de hacer, es que hay, como antes lo dijimos, limitaciones que parecen en verdad inherentes a toda la intelectualidad occidental, por lo menos a partir de la antigüedad clásica; y hemos notado ya a este respecto, que los Griegos no tenían la idea de lo Infinito. Por lo demás, ¿por qué motivo los occidentales modernos, cuando creen pensar en el Infinito, se representan casi siempre un espacio, que no podría ser sino indefinido, y por qué confunden invariablemente la eternidad, que reside esencialmente en el "no-tiempo", si cabe expresarse así, con la perpetuidad, que no es más que una extensión indefinida del tiempo, pero no se les ocurren parecidos errores a los orientales? Es que la mentalidad occidental, dirigida casi exclusivamente hacia las cosas sensibles, hace una confusión constante entre concebir e imaginar, a tal punto que lo que no es susceptible de ninguna representación sensible le parece por esto mismo realmente impensable; y, ya entre los Griegos, las facultades imaginativas eran preponderantes. Esto es, evidentemente, todo lo contrario del pensamiento puro; en tales condiciones, no puede haber intelectualidad en el verdadero sentido de esta palabra, ni, por consiguiente, metafísica posible. Si se agrega a estas consideraciones otra confusión ordinaria; la de lo racional y de lo intelectual, se percibe que la pretendida intelectualidad occidental no es en realidad, sobre todo en los modernos, más que el ejercicio de estas facultades del todo individuales y formales que son la razón y la imaginación; y entonces se puede comprender todo lo que separa de la intelectualidad oriental, para la que no hay conocimiento verdadero y que valga, si no es el que tiene su raíz profunda en lo universal y en lo "informal".

Capítulo VI:

Relaciones de la metafísica y de la teología

La cuestión que acabamos de considerar ahora no se plantea en Oriente, en razón de la ausencia del punto de vista propiamente religioso, al cual es inherente el pensamiento teológico; por lo menos, no podría plantearse sino en lo que concierne al Islam, en el que se plantearía más exactamente la cuestión de las relaciones que deben existir entre sus dos aspectos esenciales, religioso y extra-religioso, que se podrían llamar justamente teológico y metafísico. En Occidente, es por el contrario la ausencia del punto de vista metafísico la que hace que la misma cuestión no se plantee generalmente; no ha podido plantearse, de hecho más que para la doctrina escolástica, que, en efecto, era a la vez teológica y metafísica, aunque bajo este segundo aspecto su alcance fuese restringido, como ya lo indicamos; pero no parece que se haya aportado nunca una solución muy precisa. Hay, por lo mismo, mayor interés en tratar esta cuestión de manera por completo general, y lo que ella implica esencialmente es, en el fondo, una comparación entre dos modos de pensamiento diferentes, el pensamiento metafísico puro y el pensamiento específicamente religioso.

El punto de vista metafísico, ya lo dijimos, es el único verdaderamente universal, por lo tanto ilimitado; cualquier otro punto de vista está, por consiguiente, más o menos especializado y obligado, por su naturaleza propia, a ciertas limitaciones. Mostramos ya que así es principalmente desde el punto de vista científico, y mostraremos también que lo mismo sucede con otros diversos puntos de vista a los que se agrupa por lo general bajo la denominación común y bastante vaga de filosóficos, y que, por lo demás, no difieren muy profundamente del punto de vista científico propiamente dicho, aunque se presenten con pretensiones mayores y del todo injustificadas. Ahora bien, esta limitación esencial, susceptible de ser más o menos estrecha, existe también para el punto de vista teológico; en otros términos, éste es también un punto de vista especial, aunque, naturalmente, no lo sea de la misma manera que el de las ciencias, ni en los límites que le asignan un alcance tan restringido; pero es precisamente porque la teología está, en un sentido, más cerca de la metafísica que las ciencias, por lo que es más delicado distinguirla claramente, y por lo que pueden introducirse confusiones con más facilidad todavía aquí que en otras partes. De hecho, no han dejado de producirse estas confusiones y han llegado hasta un trastorno de las relaciones que deberían existir normalmente entre la metafísica y la teología, puesto que aun en la Edad Media, que fue sin embargo la única época en que la civilización occidental recibió un desarrollo verdaderamente intelectual, sucedió que la metafísica, por otra parte insuficientemente separada de diversas consideraciones de orden simplemente filosófico, fue concebida como dependiente de la teología; y si pudo ser así, fue porque la metafísica, tal como la consideró la doctrina escolástica, había permanecido incompleta, de manera que no podía uno darse cuenta por completo de su carácter de universalidad, que implica la ausencia de cualquier limitación, puesto que no se la concebía efectivamente sino dentro de ciertos límites, y que ni siquiera se sospechaba que hubiese más allá de estos límites una posibilidad de concepción. Esta observación suministra una excusa suficiente al error que se cometió entonces, y es cierto que los Griegos, aun en la medida en que hicieron metafísica verdadera, habrían podido engañarse exactamente de la misma manera, si hubiese habido entre ellos algo que correspondiese a lo que es la teología en las religiones judeo-cristianas; esto es, en suma, lo que ya dijimos, que los Occidentales, aun los que fueron verdaderamente metafísicos hasta cierto punto, no conocieron nunca la metafísica total. Acaso hubo, sin embargo, excepciones individuales, porque, así como lo notamos antes, nada se opone en principio a que haya habido, en todos los tiempos y en todos los países, hombres que pudieran alcanzar el conocimiento metafísico completo; y esto sería posible aun en el mundo occidental de hoy, aunque más difícilmente sin duda, en razón de las tendencias generales de la mentalidad que determinan un medio tan desfavorable como es posible bajo este concepto. De todos modos, conviene agregar que si ha habido tales excepciones no existe de ellas ningún testimonio escrito, y que no han dejado huella en lo que es habitualmente conocido, lo que por lo demás no prueba nada en el sentido negativo, y que tampoco tiene nada de sorprendente dado que, si se produjeron efectivamente casos de este género, sólo pudo ser gracias a circunstancias muy particulares, acerca de cuya naturaleza no nos es posible insistir aquí.

Volviendo a la cuestión que nos ocupa, recordaremos que indicamos ya lo que distingue, de la manera más esencial, una doctrina metafísica de un dogma religioso: mientras que el punto de vista metafísico es puramente intelectual, el punto de vista religioso implica, como característica fundamental, la presencia de un elemento sentimental que influye sobre la misma doctrina y que no le permite conservar la actitud de una especulación puramente desinteresada; esto es, en efecto, lo que acontece con la teología, aunque de manera más o menos marcada según que se considere una u otra de las diferentes ramas en que se la puede dividir. Este carácter sentimental en ninguna parte se acentúa tanto como en la forma propiamente "mística" del pensamiento religioso; y decimos a este propósito que, en contra de una opinión muy difundida, el misticismo, por el hecho de que no podría ser concebido fuera del punto de vista religioso, es totalmente desconocido en Oriente. No entraremos aquí en detalles más amplios sobre el particular, lo que nos conduciría a desarrollos muy extensos; en la confusión tan común que acabamos de señalar, y que consiste en atribuir una interpretación mística a ideas que de ningún modo lo son, se puede ver un ejemplo de la tendencia habitual de los occidentales, en virtud de la cual quieren encontrar por doquiera el equivalente puro y simple de los modos de pensamiento que les son propios.

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