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Los modos generales del pensamiento oriental (página 3)



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La influencia del elemento sentimental daña de modo evidente la pureza intelectual de la doctrina, y representa, en suma, hay que decirlo, una decadencia con relación al pensamiento metafísico, decadencia que, por lo demás, ahí donde se ha producido principal y generalmente, es decir, en el mundo occidental, fue en cierto modo inevitable y aun necesaria en un sentido, si la doctrina tenía que adaptarse a la mentalidad de los hombres a los que se dirigía especialmente, y en los que predominaba la sentimentalidad sobre la inteligencia, predominio que alcanzó su más alto grado en los tiempos modernos. Sea de ello lo que fuere, no es menos cierto que el sentimiento no es más que relatividad y contingencia, y que una doctrina que se dirige a él y sobre la cual él reacciona no puede ser por ella misma sino relativa y contingente; y esto puede observarse con particularidad a propósito de la necesidad de "consolaciones", a la cual responde, en una amplia medida, el punto de vista religioso. La verdad, por sí misma, no tiene por qué ser consoladora; si alguien la encuentra así, tanto mejor para él, ciertamente, pero el consuelo que experimenta no viene de la doctrina, no viene más que de él mismo y de las disposiciones particulares de su propia sentimentalidad. Por el contrario, una doctrina que se adapta a las exigencias del ser sentimental, y que debe por lo tanto revestirse ella misma de una forma sentimental, no puede ser ya identificada a la verdad absoluta y total; la alteración profunda que produce en ella la entrada de un principio consolador es correlativa de un desfallecimiento intelectual de la colectividad humana a la cual se dirige. Por otro lado, de ahí nace la diversidad profunda de los dogmas religiosos, que acarrea su incompatibilidad, porque mientras que la inteligencia es una, y la verdad en toda la medida en que es comprendida no puede serlo más que de una manera, la sentimentalidad es diversa, y la religión que tienda a satisfacerla deberá esforzarse por adaptarse lo mejor que sea posible a sus modos múltiples, que son diferentes y variables según las razas y las épocas. Esto no quiere decir que todas las formas religiosas sufran en un grado equivalente, en su parte doctrinal, la acción disolvente del sentimentalismo, ni la necesidad de cambio que le es consecutiva; la comparación del Catolicismo y del Protestantismo, por ejemplo, sería particularmente instructiva a este respecto.

Podemos ver ahora que el punto de vista teológico no es más que una particularización del punto de vista metafísico, particularización que implica una alteración proporcional; es, si se quiere, una aplicación a condiciones contingentes, una adaptación cuyo modo está determinado por la naturaleza de las exigencias a las que debe responder, puesto que estas exigencias especiales son, después de todo, su única razón de ser. Resulta de aquí que toda verdad teológica podrá, por una transposición que la libere de su forma específica, ser encauzada a la verdad metafísica correspondiente, de la que no es más que una especie de traducción, pero sin que haya por esto equivalencia efectiva entre los dos órdenes de concepciones: hay que recordar aquí lo que antes dijimos, que todo lo que puede ser considerado bajo un punto de vista individual puede serlo también desde el punto de vista universal, sin que estos dos puntos de vista estén por esto menos profundamente separados. Si seguidamente se consideran las cosas en sentido inverso, habrá que decir que ciertas verdades metafísicas, pero no todas, son susceptibles de ser traducidas en lenguaje teológico, porque hay que tener en cuenta esta vez todo lo que, no pudiendo considerarse desde ningún punto de vista individual, pertenece exclusivamente a la metafísica: lo universal no podría encerrarse todo entero en un punto de vista especial, como tampoco en una forma cualquiera, lo que por lo demás es la misma cosa en el fondo. Lo mismo vale para las verdades que pueden recibir la traducción de que se trata; esta traducción, como cualquiera otra fórmula, siempre es incompleta y parcial, y lo que deja fuera de ella mide precisamente todo lo que separa el punto de vista de la teología del de la metafísica pura. Ello se podría apoyar en numerosos ejemplos; pero estos mismos ejemplos, para ser comprendidos, presupondrían desarrollos doctrinales que no podemos emprender aquí; tal sería, para limitarnos a un caso típico entre otros, una comparación establecida entre la concepción metafísica de la "Liberación" en la doctrina hindú y la concepción teológica de la "salvación" en las religiones occidentales, concepciones esencialmente distintas, que sólo la incomprehensión de algunos orientalistas ha pretendido asimilar, de un modo, por otro lado, puramente verbal. Notemos de paso, puesto que se presenta aquí la ocasión, que casos como éste deben servir para poner en guardia contra otro peligro muy real: si se afirma a un hindú, al que son extrañas las concepciones occidentales, que los europeos entienden por "salvación" exactamente lo que él mismo entiende por "Moksha", no tendrá ninguna razón, sin duda, para discutir esta aserción o para sospechar de su exactitud, y podría suceder después, por lo menos hasta que esté mejor informado, que él mismo emplease esta palabra "salvación" para designar una concepción que no tiene nada de teológica; habría entonces incomprehensión recíproca, y la confusión se haría más inextricable. Sucede lo mismo con las confusiones que se producen por la asimilación no menos errónea del punto de vista metafísico con los puntos de vista filosóficos occidentales: recordamos el ejemplo de un musulmán que aceptó de buen grado y como cosa del todo natural la denominación de "panteísmo islámico" atribuida a la doctrina metafísica de la "Identidad suprema", pero que, en cuanto se le hubo explicado lo que es realmente el panteísmo en el sentido propio de esta palabra, principalmente en Spinoza, rechazó con verdadero horror semejante nombre.

Por lo que hace a la manera como se puede comprender lo que hemos llamado la traducción de las verdades metafísicas en lenguaje teológico, pondremos sólo un ejemplo en extremo simple y elemental: esta verdad metafísica inmediata: "el Ser es", si se quiere expresar en modo teológico o religioso, dará nacimiento a esta otra proposición: "Dios existe", que no le sería estrictamente equivalente sino con la doble condición de concebir a Dios como el Ser universal, lo que está muy lejos de haber tenido lugar siempre efectivamente, y la de identificar la existencia al ser puro, lo que es metafísicamente inexacto. Sin duda, este ejemplo, por su gran simplicidad, no responde por completo a lo que puede haber de más profundo en las concepciones teológicas; tal como es, no carece de interés, porque es precisamente de la confusión entre lo que está implicado respectivamente, en las dos fórmulas que acabamos de citar, confusión que procede de la de los dos puntos de vista correspondientes, es de ahí, decimos, de donde resultan las controversias interminables que han surgido en torno del famoso "argumento ontológico", el cual es, él mismo, un producto de está confusión. Otro punto importante que podemos notar desde luego a propósito de este mismo ejemplo, es el de que las concepciones teológicas, por no estar al abrigo de las influencias individuales como lo están las concepciones metafísicas puras, pueden variar de un individuo a otro, y sus variaciones están entonces en función de las de la más fundamental de entre ellas, queremos decir de la concepción misma de la Divinidad: los que discuten sobre cosas tales como las "pruebas de la existencia de Dios" deberían, ante todo, para poder entenderse, asegurarse de que, al pronunciar la misma palabra "Dios", quieren expresar con ella una concepción idéntica, y se darían cuenta a menudo de que no es así, de manera que tienen tantas probabilidades de ponerse de acuerdo como si hablaran lenguas diferentes. Es aquí, sobre todo, en el dominio de estas variaciones individuales, de las cuales la teología oficial y docta no podría ser de ningún modo responsable, donde se manifiesta una tendencia eminentemente antimetafísica que es casi general entre los occidentales, y que constituye propiamente el antropomorfismo; pero esto requiere algunas explicaciones complementarias, que nos permitirán considerar otro aspecto de la cuestión.

Capítulo VII:

Simbolismo y antropomorfismo

El nombre de "símbolo", en su acepción más general, puede aplicarse a toda expresión formal de una doctrina, expresión verbal lo mismo que figurada: la palabra no puede tener otra función, ni otra razón de ser que la de simbolizar la idea, es decir, dar de ella, en la medida de lo posible, una representación sensible, por lo demás puramente analógica. Comprendido así, el simbolismo, que no es más que el uso de formas o de imágenes constituidas como signos de ideas o de cosas suprasensibles, y del cual el lenguaje es un simple caso particular, es evidentemente natural al espíritu humano, por lo tanto necesario y espontáneo. Es también, en un sentido más restringido, un simbolismo intencional, premeditado, que cristaliza en cierto modo en representaciones figurativas, las enseñanzas de la doctrina; y por lo demás, entre uno y otro no hay, a decir verdad, límites precisos, porque es cierto que la escritura, en su origen, fue por todas partes ideográfica, es decir, esencialmente simbólica, también en esta segunda acepción, por más que sólo en China haya permanecido así de manera exclusiva. Sea como fuere, el simbolismo, tal como se le entiende comúnmente, es de un empleo mucho más constante en la expresión del pensamiento oriental que en la del pensamiento occidental; y esto se comprende con facilidad si se piensa que es un medio de expresión mucho menos estrechamente limitado que el lenguaje usual; sugiriendo más aún de lo que expresa, es el sostén más apropiado para posibilidades de concepción que no podrían alcanzar las palabras. Este simbolismo, en el cual lo indefinido conceptual no excluye un rigor matemático, y que concilia así exigencias aparentemente contrarias es, pues, valga la expresión, la lengua metafísica por excelencia; y, además, símbolos primitivamente metafísicos pudieron, por un proceso de adaptación secundaria paralela a la de la doctrina misma, volverse ulteriormente símbolos religiosos. Los ritos, sobre todo, tienen un carácter eminentemente simbólico a cualquier dominio que se vinculen, y siempre es posible la transposición metafísica para el significado de los ritos religiosos, lo mismo que para la doctrina teológica a la que están ligados; incluso para los ritos simplemente sociales, si se quiere buscar su razón profunda, hay que remontarse del orden de las aplicaciones, donde residen sus condiciones inmediatas, al orden de los principios, es decir, a la fuente tradicional, metafísica en su esencia. No pretendemos decir, por lo demás, que los ritos no sean mas que puros símbolos; son esto sin duda, y no pueden dejar de serlo, so pena de estar totalmente vacíos de sentido, pero se les debe concebir al mismo tiempo como poseedores en sí mismos de una eficacia propia, como medios de realización que obran con vistas al fin al cual están adaptados y subordinados. Ésta es, evidentemente, en el plano religioso, la concepción católica de la virtud del "sacramento"; es también, metafísicamente, el principio de ciertas vías de realización de las que diremos algunas palabras después, y es lo que nos ha permitido hablar de ritos propiamente metafísicos. Además, se podría decir que todo símbolo, cuando debe servir esencialmente de apoyo a una concepción, tiene también una eficacia muy real; y el mismo sacramento religioso, mientras es un signo sensible, tiene precisamente este mismo papel de sostén para la "influencia espiritual" que hará de él el instrumento de una regeneración psíquica inmediata o diferida, de manera análoga al caso en el cual las potencialidades intelectuales incluidas en el símbolo pueden suscitar una concepción efectiva o sólo virtual, en razón de la capacidad receptiva de cada uno. En este aspecto, el rito es también un caso particular del símbolo: es, podría decirse, un símbolo "producido", pero a condición de ver en el símbolo todo lo que es él en realidad, y no sólo su exterioridad contingente: aquí, como en el estudio de los textos, hay que saber ir más allá de la "letra" para dar paso al "espíritu". Ahora bien, esto es precisamente lo que no hacen por lo común los occidentales: los errores de interpretación de los orientalistas suministran un ejemplo característico, porque consisten muy a menudo en desnaturalizar los símbolos estudiados, de la misma manera que la mentalidad occidental, en su generalidad, desnaturaliza espontáneamente los que encuentra a su alcance. El predominio de las facultades sensibles e imaginativas es aquí la causa determinante del error: tomar el símbolo mismo por lo que representa por incapacidad de elevarse hasta su significado puramente intelectual, tal es, en el fondo, la confusión en la que reside la raíz de toda "idolatría" en el sentido propio de esta palabra, el que le da el Islamismo de manera particularmente precisa. Cuando sólo se ve la forma exterior del símbolo, su razón de ser y su eficacia actual desaparecen igualmente; el símbolo no es más que un "ídolo", es decir, una imagen vana, y su conservación no es más que pura "superstición", hasta que no se encuentre alguien cuya comprehensión sea capaz, parcial o integralmente, de restituirle de manera efectiva lo que perdió, o por lo menos lo que no contiene ya sino en el estado de posibilidad latente. Este caso es el de los vestigios que deja tras de sí toda tradición cuyo verdadero sentido cayó en el olvido, y especialmente el de toda religión a la que la incomprehensión común de sus adherentes reduce a un simple formalismo exterior; citamos ya el ejemplo más notable quizá de esta degeneración, el de la religión griega. También entre los Griegos se encuentra en su grado más alto una tendencia que aparece como inseparable de la "idolatría" y de la materialización de los símbolos, la tendencia al antropomorfismo: no concebían sus dioses como representantes de ciertos principios, sino que se los figuraban verdaderamente como seres de forma humana, dotados de sentimientos humanos, y obrando a la manera de los hombres; y estos dioses, para ellos, no tenían ya nada que pudiera distinguirse de la forma con que los habían revestido el arte y la poesía, no eran nada literalmente fuera de esta misma forma. Una antropomorfización tan completa dio pretexto a lo que se ha llamado, con el nombre de su inventor, el "evemerismo", es decir, la teoría según la cual los dioses no fueron en su origen más que hombres ilustres; no se podría en verdad, ir más lejos en el sentido de una incomprehensión grosera, más grosera todavía que la de ciertos modernos que no quieren ver en los símbolos antiguos más que una representación o un ensayo de explicación de diversos fenómenos naturales, interpretación cuyo tipo más conocido es la famosa teoría del "mito solar". El "mito", como el "ídolo", sólo ha sido siempre un símbolo incomprendido: el uno es en el orden verbal lo que el otro es en el orden figurativo; en los Griegos la poesía produjo el primero como el arte produjo el segundo; pero en los pueblos donde, como en los orientales, el naturalismo y el antropomorfismo son igualmente extraños, ni uno ni otro podían nacer, y no lo pudieron en efecto sino en la imaginación de los occidentales que quisieron hacerse los intérpretes de lo que no comprendían. La interpretación naturalista invierte propiamente las relaciones: un fenómeno natural puede, lo mismo que no importa qué en el orden sensible, ser tomado para simbolizar una idea o un principio, y el símbolo no tiene sentido ni razón de ser sino en tanto que es de orden inferior a lo simbolizado. De igual manera, es sin duda una tendencia general y natural del hombre la de utilizar la forma humana en el simbolismo; pero esto, que no se presta en sí a más objeciones que el empleo de un esquema geométrico o de cualquier otro modo de representación, no constituye de ningún modo el antropomorfismo, siempre que el hombre no se engañe con la figuración que ha adoptado. En China y en la India, no hubo nunca nada semejante a lo que se produjo en Grecia, y los símbolos con figura humana, aunque de uso corriente, no se tornaron "ídolos" jamás; y se puede hacer notar a este propósito cuánto se opone el simbolismo a la concepción occidental del arte: nada es menos simbólico que el arte griego, y nada lo es más que las artes orientales; pero ahí donde el arte no es más que un medio de expresión y como un vehículo de ciertas concepciones intelectuales, no se le podría evidentemente considerar como un fin en sí, lo que sólo acontece en los pueblos en los que predomina la sentimentalidad. Sólo a estos mismos pueblos les es natural el antropomorfismo, y hay que notar que es entre ellos, por la misma razón, donde se pudo constituir el punto de vista propiamente religioso; pero, por otra parte, la religión se esforzó siempre en ellos por reaccionar contra la tendencia antropomórfica y por combatirla en principio, cuando su concepción más o menos falseada en el espíritu popular contribuyó a veces por el contrario a desarrollarla de hecho. Los pueblos llamados semíticos, como los Judíos y los Arabes, son vecinos en este aspecto de los pueblos occidentales: no podría haber, en efecto, otra razón para la prohibición de los símbolos con figura humana, común al Judaísmo y al Islamismo, pero con la restricción de que, en este último, jamás se aplicó rigurosamente entre los Persas, para los cuales el uso de tales símbolos ofrecía menos peligros, ya que, más orientales que los Arabes, y además de otra raza, estaban mucho menos inclinados al antropomorfismo.

Estas últimas consideraciones nos conducen directamente a explicarnos sobre la idea de "creación"; esta concepción, que es tan extraña a los orientales, con excepción de los musulmanes, como lo fue a la antigüedad grecorromana, aparece como específicamente judaica en su origen; la palabra que la designa es latina en su forma, pero no en la acepción, que recibió con el Cristianismo, porque "creare" no quiso decir al principio más que "hacer", sentido que ha guardado siempre en sánscrito, el de la raíz verbal "kri", que es idéntico a esta palabra; hubo ahí un cambio profundo de significado, y éste es, como lo hemos dicho, similar al del término "religión".

Es evidente que la idea de que se trata pasó del Judaísmo al Cristianismo y al Islamismo; y, en cuanto a su razón de ser esencial, en el fondo es la misma que la de la interdicción de los símbolos antropomórficos. En efecto, la tendencia a concebir a Dios como a un ser más o menos análogo a los seres individuales y particularmente a los seres humanos, debe tener por corolario natural, por donde quiera que existe, la tendencia a atribuirle un papel simplemente "demiúrgico", queremos decir una acción que se ejerce sobre una "materia" que se supone exterior a él, lo cual es el modo de acción propio de los seres individuales. En estas condiciones, era necesario, para salvaguardar la noción de la unidad y de la infinitud divinas, afirmar expresamente que Dios ha "hecho el mundo de nada", es decir, en suma, de nada que le fuese exterior, suposición que tendría por efecto limitarlo dando nacimiento a un dualismo radical. La herejía teológica es aquí la expresión de un absurdo metafísico, lo que por lo demás es el caso habitual; pero el peligro, inexistente en cuanto a la metafísica pura, se volvió muy real desde el punto de vista religioso, porque la absurdidad, en esta forma derivada, no apareció ya evidente. La concepción teológica de la "creación" es una traducción apropiada de la concepción metafísica de la "manifestación universal", y la mejor adaptada a la mentalidad de los pueblos occidentales; pero no hay, por lo demás, equivalencia que establecer entre estas dos concepciones, puesto que hay necesariamente entre ellas toda la diferencia de los puntos de vista respectivos a los cuales se refieren: éste es un nuevo ejemplo que viene en apoyo de lo que expusimos en el capítulo precedente.

Capítulo VIII:

Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Hemos dicho que la metafísica, que está profundamente separada de la ciencia, no lo está menos de cuanto los occidentales, y sobre todo los modernos, designan con el nombre de filosofía, bajo el cual se encuentran reunidos elementos muy heterogéneos, y hasta desemejantes por completo. Poco importa aquí la intención primera que los Griegos hayan querido encerrar en esta palabra "filosofía", que parece haber comprendido al principio para ellos, de manera bastante indistinta, todo conocimiento humano, en los limites en que eran aptos para concebirlo; sólo nos preocuparemos de lo que actualmente existe de hecho bajo esta denominación. Sin embargo, conviene hacer notar en primer lugar que, cuando hubo en Occidente metafísica verdadera, se trató siempre de unirla a consideraciones que dependen de puntos de vista especiales y contingentes, para hacerla entrar con ellas en un conjunto que llevaba el nombre de filosofía; esto muestra que los caracteres esenciales de la metafísica, con las distinciones profundas que implican, no fueron separados con claridad suficiente. Diremos más: el hecho de tratar a la metafísica como a una rama de la filosofía, ya sea colocándola así en el mismo plano de no importa qué relatividades, o bien calificándola de "filosofía primera", como, lo hizo Aristóteles, denota esencialmente un desconocimiento de su verdadero alcance y de su carácter de universalidad: el todo absoluto no puede ser parte de alguna cosa, y lo universal no puede ser encerrado o comprendido en cualquier cosa que sea. Este hecho es, por sí solo, una prueba evidente del carácter incompleto de la metafísica occidental, la cual se reduce a la sola doctrina de Aristóteles y de los escolásticos; porque, con excepción de algunas consideraciones fragmentarias que pueden encontrarse diseminadas aquí y allá, o bien de cosas que no son conocidas de manera bastante cierta, no se encuentra en Occidente, por lo menos a partir de la antigüedad clásica, ninguna otra doctrina que sea verdaderamente metafísica, ni siquiera con las restricciones que exige la mezcla de elementos contingentes, científicos, teológicos o de cualquiera otra naturaleza; no hablamos de los alejandrinos, sobre los que se ejercieron directamente influencias orientales.

Si consideramos la filosofía moderna en su conjunto, podemos decir, de manera general, que su punto de vista no presenta ninguna diferencia verdaderamente esencial con el punto de vista científico: es siempre un punto de vista racional, o por lo menos que pretende serlo, y cualquier conocimiento que se mantiene en el dominio de la razón, se le califique o no de filosófico, es propiamente un conocimiento de orden científico; si pretende ser otra cosa, pierde por este hecho todo valor, aún relativo, atribuyéndose un alcance que no podría tener legítimamente: es el caso de lo que llamaremos la pseudo-metafísica. Por otra parte, la distinción del dominio filosófico y del dominio científico es tanto menos justificada cuanto que el primero comprende, entre sus múltiples elementos, ciertas ciencias que son tan especiales y restringidas como las otras, sin ningún carácter que pueda diferenciarlas de manera que se les pueda conceder un rango privilegiado; tales ciencias, como la psicología o la sociología por ejemplo, son llamadas filosóficas sólo por el efecto de un uso que no se funda en ninguna razón lógica, y la filosofía no tiene más que una unidad puramente ficticia, histórica si se quiere, sin que se pueda decir por qué no se ha tomado o conservado la costumbre de hacer entrar en ella también a otras ciencias cualesquiera. Por lo demás, ciencias que fueron consideradas como filosóficas en cierta época no lo son ahora, y les basta con adquirir un desarrollo mayor para salir de este conjunto mal definido, sin que haya cambiado para nada su naturaleza intrínseca; el hecho de que algunas permanezcan todavía en él, es un vestigio de la extensión que los Griegos dieron primitivamente a la filosofía, que comprendía en efecto a todas las ciencias.

Dicho esto, es evidente que la metafísica verdadera no puede tener más relaciones, ni relaciones de otra naturaleza, con la psicología, por ejemplo, de las que tiene con la física o con la fisiología: éstas son, exactamente del mismo modo, ciencias de la naturaleza, es decir ciencias físicas en el sentido primitivo y general de esta palabra. Con mayor razón, la metafísica no puede depender en ningún grado de una ciencia especial: pretender darle una base psicológica, como lo querrían algunos filósofos que no tienen otra excusa que la de ignorar totalmente lo que ella es en realidad, es querer hacer depender lo universal de lo individual, el principio de sus consecuencias más o menos indirectas y lejanas, y es también, por otro lado, terminar fatalmente en una concepción antropomórfica y, por lo mismo, propiamente antimetafísica. La metafísica debe necesariamente bastarse a sí misma, siendo el único conocimiento verdaderamente inmediato, y no puede fundarse sobre otra cosa, por el hecho mismo de que es el conocimiento de los principios universales de los cuales se deriva todo lo demás, comprendidos los objetos de las diferentes ciencias, que éstas aíslan de estos principios para considerarlos según sus puntos de vista especiales; y esto, por parte de las ciencias, es sin duda legítimo, puesto que no podrían conducirse de otro modo y unir sus objetos a principios universales, sin salir de los límites de sus dominios propios. Esta última observación muestra que no hay que pensar tampoco en fundar directamente las ciencias sobre la metafísica: la misma relatividad de sus puntos de vista constitutivos es la que les asegura a este respecto cierta autonomía, cuyo desconocimiento tendería a provocar conflictos ahí donde normalmente no deberían producirse; este error, que gravita pesadamente sobre toda la filosofía moderna, fue inicialmente el de Descartes que, por lo demás, sólo hizo pseudo-metafísica y que no se interesó en ella sino a título de prefacio a su física, a la que creyó dar así fundamentos más sólidos.

Si ahora consideramos la lógica, el caso es algo diferente del de las ciencias que hemos considerado hasta aquí, y a todas las cuales se les puede llamar experimentales porque tienen como base los datos de la observación. La lógica es también una ciencia especial, puesto que es esencialmente el estudio de las condiciones propias del entendimiento humano; pero tiene un lazo más directo con la metafísica, en el sentido de que lo que se denomina los principios lógicos no son más que la aplicación y la especificación, en un dominio determinado, de verdaderos principios, que son de orden universal; se puede, pues, con respecto a ellos, operar una transposición del mismo género que la que indicamos como posible a propósito de la teología. La misma observación puede hacerse igualmente en lo que concierne a las matemáticas: éstas, aunque de un alcance restringido, puesto que se limitan exclusivamente al solo dominio de la cantidad, aplican a su objeto especial principios relativos que pueden ser considerados como constitutivos de una determinación inmediata con relación a ciertos principios universales. Así pues, la lógica y las matemáticas, son, en todo el dominio científico, las que ofrecen más relaciones reales con la metafísica; pero, bien entendido, porque entran en la definición general del conocimiento científico, es decir en los límites de la razón y en el orden de las concepciones individuales, también ellas están profundamente separadas de la metafísica pura. Esta separación no permite conceder un valor efectivo a puntos de vista que se establecen como más o menos mixtos entre la lógica y la metafísica, como el de las "teorías del conocimiento" y que han adquirido tanta importancia en la filosofía moderna; reducidas a lo que pueden contener de legítimo, estas teorías no son más que lógica pura y simple, y, en la parte en que pretenden superar a la lógica, no son más que fantasías pseudo-metafísícas sin la menor consistencia. En una doctrina tradicional, la lógica sólo ocupa el sitio de una rama de conocimiento secundario y dependiente, y es lo que sucede en efecto tanto en China como en la India; como la cosmología, que estudió también la Edad Media occidental, pero que ignora la filosofía moderna, no es más que una aplicación de los principios metafísicos desde un punto de vista especial y en un dominio determinado; insistiremos sobre el particular a propósito de las doctrinas hindúes.

Lo que acabamos de decir de las relaciones de la metafísica y de la lógica podrá asombrar algo a los que están acostumbrados a considerar que la lógica domina en un sentido todo conocimiento posible, porque una especulación de un orden cualquiera no es valedera sino a condición de conformarse rigurosamente a sus leyes; sin embargo, es evidente que la metafísica, siempre en razón de su universalidad, no puede ser dependiente de la lógica, como no puede estarlo de no importa qué otra ciencia, y se podría decir que hay aquí un error que proviene de que no se concibe el conocimiento más que en el dominio de la razón. Hay que distinguir, eso sí, entre la metafísica misma, como concepción intelectual pura, y su exposición formulada: mientras que la primera escapa totalmente a las limitaciones individuales, por lo tanto a la razón, la segunda, en la medida en que ella es posible, no puede consistir más que en una especie de traducción de las verdades metafísicas en modo discursivo y racional, porque la misma constitución de cualquier lenguaje humano no permite que sea de otro modo. La lógica, como las matemáticas, es exclusivamente una ciencia del razonamiento; la exposición metafísica puede revestir un carácter análogo en su forma nada más, y, si entonces debe conformarse a las leyes de la lógica, es que estas mismas leyes tienen un fundamento metafísico esencial, sin el cual carecerían de valor; al mismo tiempo, es necesario que esta exposición, para que tenga un alcance metafísico verdadero, sea formulada siempre de tal manera que, como lo indicamos ya, deje abiertas posibilidades ilimitadas, de concepción como el dominio mismo de la metafísica.

En cuanto a la moral, hablando desde el punto de vista religioso, hemos dicho en parte lo que es, pero nos reservamos entonces lo que se refiere a su concepción propiamente filosófica, en cuanto es claramente distinta de su concepción religiosa. No hay nada, en todo el dominio de la filosofía, que sea más relativo y más contingente que la moral; a decir verdad, no es ya ni siquiera un conocimiento de orden más o menos restringido, sino simplemente un conjunto de consideraciones más o menos coherentes cuyo fin y alcance no podrían ser más que puramente prácticos, aunque a menudo se haga uno muchas ilusiones sobre el particular. Se trata exclusivamente, en efecto, de formular reglas que sean aplicables a la acción humana, y cuya razón de ser está por completo en el orden social porque estas reglas no tendrían ningún sentido fuera del hecho de que los individuos humanos viven en sociedad, constituyendo colectividades más o menos organizadas; y aun se las formula colocándose en un punto de vista especial, que, en lugar de no ser más que social como entre los orientales, es el punto de vista específicamente moral, y extraño a la mayoría de la humanidad. Hemos visto cómo podía introducirse este punto de vista en las concepciones religiosas, por la sujeción del orden social a una doctrina que ha sufrido la influencia de elementos sentimentales; pero haciendo a un lado este caso, no se ve bien lo que puede servirle de justificación. Fuera del punto de vista religioso, que da un sentido a la moral, todo lo que se relaciona con este orden debería reducirse lógicamente a un conjunto de puras y simples convenciones, establecidas y observadas únicamente con vistas a hacer posible y soportable la vida en sociedad; pero, si se reconociese francamente este carácter convencional y tomase uno su partido, no habría ya moral filosófica. También la sentimentalidad interviene aquí y para encontrar materia con la cual satisfacer sus necesidades especiales, se esfuerza por tomar y hacer tomar estas convenciones por lo que no son: de allí un despliegue de consideraciones diversas, unas que permanecen nítidamente sentimentales tanto en su forma como en su fondo, otras disfrazándose bajo apariencias más o menos racionales. Por lo demás, si la moral, como todo lo que corresponde a las contingencias sociales, varía grandemente según los tiempos y los países, las teorías morales que aparecen en un medio dado, por opuestas que puedan parecer, tienden todas a la justificación de las mismas reglas prácticas, que son siempre las que se observan comúnmente en este mismo medio; ello bastaría para mostrar que estas teorías carecen de todo valor real, porque están construidas por cada filósofo para poner –cuando ya es tarde- su conducta y la de sus semejantes, o por lo menos la de los que están más próximos a él, de acuerdo con sus propias ideas y sobre todo con sus propios sentimientos. Hay que hacer notar que el nacimiento de estas teorías morales se produce sobre todo en las épocas de decadencia intelectual, sin duda porque esta decadencia es correlativa o consecutiva a la expansión del sentimentalismo, y también porque, divagando sobre especulaciones ilusorias, se conserva por lo menos la apariencia del pensamiento ausente; este fenómeno tuvo lugar sobre todo entre los Griegos, cuando su intelectualidad proporcionó, con Aristóteles, todo aquello de lo que era susceptible: para las escuelas filosóficas posteriores, tales como las de los epicúreos y de los estoicos, todo se subordinó al punto de vista moral, y lo que determinó su éxito entre los Romanos, para los que cualquier especulación más elevada hubiera sido muy difícilmente accesible. El mismo carácter se encuentra en la época actual, en la que el "moralismo" se vuelve extrañamente invasor pero, sobre todo esta vez, por una degeneración del pensamiento religioso, como lo demuestra el caso del Protestantismo; es natural, por otra parte, que pueblos de mentalidad puramente práctica, cuya civilización es del todo material, traten de satisfacer sus aspiraciones sentimentales con este falso misticismo que encuentra una de sus expresiones en la moral filosófica.

Hemos pasado revista a todas las ramas de la filosofía que presentan un carácter bien definido; pero hay además, en el pensamiento filosófico, toda clase de elementos bastante mal determinados, que no se pueden hacer entrar propiamente en ninguna de estas ramas y cuya ligazón no está constituida por algún rasgo de su propia naturaleza, sino sólo por el hecho de su agrupamiento en el interior de una misma concepción sistemática. Por ello, después de haber separado por completo la metafísica de las diversas ciencias llamadas filosóficas, hay que distinguirla, además, no menos profundamente, de los sistemas filosóficos, una de cuyas causas más comunes es, lo dijimos ya, la pretensión a la originalidad intelectual; el individualismo que se afirma en esta pretensión es manifiestamente contrario a cualquier espíritu tradicional, y también incompatible con cualquier concepción que tenga un alcance metafísico verdadero. La metafísica pura excluye esencialmente todo sistema, porque un sistema, cualquiera que sea, se presenta como una concepción cerrada y limitada, como un conjunto más o menos estrechamente definido y limitado, lo que de ningún modo es conciliable con la universalidad de la metafísica; y, por lo demás, un sistema filosófico es siempre el sistema de alguien, es decir una construcción cuyo valor no puede ser más que individual. Además, cualquier sistema está necesariamente establecido sobre un punto de partida especial y relativo, y puede decirse que no es, en suma, sino el desarrollo de una hipótesis, mientras que la metafísica, que tiene un carácter de absoluta certidumbre, no podría admitir nada de hipotético. No queremos decir que todos los sistemas no puedan contener cierta parte de verdad, en lo que se refiere a tal o cual punto particular; pero es que son ilegítimos en tanto que sistemas, y a la forma sistemática misma le es inherente la falsedad radical de tal concepción tomada en su conjunto. Leibniz decía con razón que "todo sistema es verdadero en lo que afirma y falsa en lo que niega", es decir, en el fondo, que es tanto más falso cuanto más estrechamente limitado está, o, lo que equivale a lo mismo, más sistemático, porque semejante concepción termina inevitablemente en la negación de todo lo que es impotente para contener; y esto debería, en toda justicia, aplicarse al mismo Leibniz, así como a los otros filósofos, en la medida que su propia concepción se presenta también como sistema; todo lo que se encuentra en él de metafísica verdadera está, por lo demás, tomado de la escolástica, y eso, desnaturalizado a menudo, por mal comprendido. Para la verdad de lo que afirma un sistema, no habría que ver ahí la expresión de un "eclecticismo" cualquiera; esto equivale a decir que un sistema es verdadero en la medida que permanece abierto sobre posibilidades menos limitadas, lo que es evidente, pero que implica precisamente la condenación del sistema como tal. Como la metafísica está fuera y más allá de las relatividades, que pertenecen todas al orden individual, escapa por eso mismo a toda sistematización, y no se deja encerrar en ninguna fórmula. Ahora se puede comprender lo que entendemos exactamente por pseudo-metafísica: es todo lo que, en los sistemas filosóficos, se presenta con pretensiones metafísicas, totalmente injustificadas por el hecho de la misma forma sistemática, que basta para quitar a las consideraciones de este género cualquier alcance real. Ciertos problemas que habitualmente plantea el pensamiento filosófico aparecen hasta como desprovistos, no sólo de toda importancia, sino de todo significado; hay allí una multitud de cuestiones que sólo descansan sobre un equívoco, sobre una confusión de puntos de vista, que no existen en el fondo sino porque están mal planteadas, y porque no hay motivo para plantearlas realmente; bastaría pues, en muchos casos, con precisar su enunciado para hacerlas desaparecer pura y simplemente, si la filosofía no tuviera, por el contrario, el mayor interés en conservarlas, porque vive sobre todo de equívocos. Hay también otras cuestiones, que pertenecen a órdenes de ideas muy diversos, que se pueden plantear, pero para las cuales un enunciado preciso y exacto acarrearía una solución casi inmediata, porque la dificultad que en ellas se encuentra es más verbal que real; pero si entre estas cuestiones hay algunas cuya naturaleza sería susceptible de tener cierto alcance metafísico, lo pierden completamente por estar incluidas en un sistema, porque no basta que una cuestión sea de naturaleza metafísica, se necesita además que, siendo reconocida como tal, sea considerada y tratada metafísicamente. Es evidente, en efecto, que una misma cuestión puede ser tratada, ya sea desde el punto de vista metafísico, o bien desde otro punto de vista cualquiera; así también las consideraciones a las cuales la mayoría de los filósofos han creído oportuno entregarse sobre toda clase de cosas, pueden ser más o menos interesantes en sí mismas, pero no tienen, en todo caso, nada de metafísico. Es por lo menos lamentable que la falta de precisión que es tan característica del pensamiento occidental moderno, y que aparece tanto en las mismas concepciones como en su expresión, y permite discutir indefinidamente sin discernimiento y sin llegar a resolver nada, deje libre el campo a una multitud de hipótesis que con seguridad tiene uno el derecho de llamar filosóficas, pero que no tienen absolutamente nada en común con la metafísica verdadera. A este propósito podemos también hacer notar, de manera general, que las cuestiones que se plantean en cierto modo accidentalmente, que sólo tienen un interés particular y momentáneo, como se encuentran muchas en la historia de la filosofía moderna, están por esto mismo manifiestamente desprovistas de cualquier carácter metafísico, puesto que este carácter no es otra cosa que la universalidad; las cuestiones de este género pertenecen por lo común a la categoría de los problemas cuya existencia es artificial. No puede ser verdaderamente metafísico, lo repetimos una vez más, sino lo que es absolutamente estable, permanente, independiente de todas las contingencias, y en particular de las contingencias históricas; lo que es metafísico, es lo que no cambia, y es también la universalidad de la metafísica lo que hace su unidad esencial, independientemente de la multiplicidad de los sistemas filosóficos así como de los dogmas religiosos, y, por consecuencia, su profunda inmutabilidad.

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