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De las pasiones, por David Hume



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10

  1. Del orgullo y la humildad
  2. Del amor y el odio
  3. De la voluntad y las pasiones directas
  4. De la Moral
  5. De la Justicia y la Injusticia
  6. De otras virtudes y vicios

Del orgullo y la humildad

Sección Primera

División del asunto.

Del mismo modo que las percepciones de la mente pueden dividirse en impresiones e ideas, las impresiones admiten otra división en originales y secundarias. Esta división de las impresiones es la misma que la que yo empleé (49) por primera vez cuando distinguí entre impresiones de sensación y reflexión. Impresiones originales o impresiones de sensación son las que, sin ninguna percepción antecedente, emergen en el espíritu, originadas por la constitución del cuerpo, por los espíritus animales o por la impresión de los objetos sobre los órganos externos. Impresiones secundarias o reflexivas son aquellas que proceden de alguna de estas originales o inmediatamente o por la interposición de su idea. Del primer género son todas las impresiones de los sentidos y todos los dolores y placeres corporales. Del segundo son las pasiones y otras emociones semejantes.

Es cierto que el espíritu, en sus percepciones, debe comenzar en alguna parte, y puesto que las impresiones preceden a sus correspondientes ideas, deben existir impresiones que sin precedente alguno hagan su aparición en el alma. Como éstas dependen de causas naturales y físicas, el examen de ellas me llevaría demasiado lejos de mi presente asunto a materias de las ciencias, de la anatomía y filosofia natural. Por esta razón debo aquí limitarme a estas otras impresiones que yo he llamado secundarias o reflexivas, por surgir o de las impresiones originales o de sus ideas. El placer y dolor corporales son el origen de varias pasiones cuando son sentidas y consideradas por el espíritu, pero surgen originalmente en el alma o en el cuerpo -sea lo que sea- sin ningún pensamiento o percepción que los preceda. Un acceso de gota produce una larga serie de pasiones, como pena, esperanza, temor; pero no se deriva inmediatamente de una afección o, idea.

Las impresiones reflexivas pueden dividirse en dos géneros: el tranquilo y el violento. Del primer género es el sentimiento de la belleza y fealdad en la acción, composición y objetos externos. Del segundo son las pasiones de amor y odio, pena y alegría, orgullo y humildad. Esta división se halla lejos de ser exacta. Los arrebatos de la poesía y la música alcanzan frecuentemente la más grande intensidad, mientras que las impresiones propiamente llamadas pasiones pueden reducirse a una emoción tan tenue que llegan a ser en cierto modo imperceptibles. Pero como en general las pasiones son más violentas que las emociones que surgen de la belleza o fealdad, se han distinguido comúnmente estas impresiones de las otras. Siendo el problema del espíritu humano tan abundante y vario, debo aprovechar aquí la división corriente y aceptable de modo que pueda proceder con el mayor orden, y habiendo dicho todo lo que considero necesario concerniente a nuestras ideas, debo ahora explicar estas emociones violentas o pasiones, su naturaleza, origen, causas y efectos.

Si echamos una ojeada de conjunto a las pasiones, se presenta por sí misma la división en directas e indirectas. Entiendo por pasiones directas las que nacen inmediatamente del bien o el mal, del placer o el dolor; por indirectas, las que proceden de estos mismos principios, pero mediante la combinación con otras cualidades. Yo no puedo ahora justificar o explicar con más detalle esta distinción; sólo puedo hacer observar en general que entre las pasiones indirectas comprendo el orgullo, humildad, ambición, vanidad, amor, odio, envidia, piedad, malicia y generosidad, con las que dependen de ellas; y entre las pasiones directas, el deseo de aversión, pena, alegría, esperanza, miedo, menosprecio y seguridad. Debo comenzar con las primeras.

Sección II

Del orgullo y la humildad, sus objetos y causas.

Siendo las pasiones del orgullo y la humildad impresiones simples y uniformes, es imposible que podamos mediante una serie de palabras dar de ellas una definición precisa, lo que tampoco es factible de cualquier otra pasión. Lo más que podemos pretender es una descripción suya enumerando las circunstancias que se refieren a ellas. Sin embargo, como las palabras orgullo y humildad son de uso corriente y las impresiones que representan lo más conocido para cualquiera, cada uno, partiendo de su propia vida, será capaz de formarse una idea precisa de ellas sin correr el riesgo de equivocarse, razón por la cual, y por no perder tiempo en los preliminares, debo entrar inmediatamente en el examen de estas pasiones.

Es evidente que el orgullo y la humildad, aunque de un modo absolutamente opuesto, tienen idéntico objeto. Este objeto somos nosotros mismos o la serie de las ideas e impresiones relacionadas de las cuales nosotros tenemos memoria y conciencia íntima. En esto se concentra siempre la vista cuando somos dominados por una de estas dos pasiones. Según que la idea de nosotros mismos es más o menos ventajosa, experimentamos una de estas afecciones opuestas y somos exaltados por el orgullo o deprimidos por la humildad. Sean los que quieran los objetos conocidos por el espíritu, éstos se consideran siempre en relación con nosotros mismos: de otro modo no serían capaces jamás de excitar estas pasiones o producir el más pequeño aumento o disminución de ellas. Cuando la propia persona no entra en consideración no hay lugar para el orgullo y la humildad.

Pero aunque esta sucesión enlazada de percepciones que llamamos yo sea siempre el objeto de estas dos pasiones, es imposible que sea su causa o que sea suficiente por sí sola para despertarlas. Puesto que estas pasiones son absolutamente contra rias y tienen el mismo objeto, si fuese este objeto su causa no se podría producir ningún grado de una pasión sin que al mismo tiempo se despertase un grado igual de la otra; mediante la oposición y contrariedad de dichas pasiones deben destruirse ambas. Es imposible que un hombre sea al mismo tiempo orgulloso y humilde, y cuando hay diferentes razones para estas pasiones, como acontece frecuentemente, o surgen las pasiones alternativamente, o si se encuentran, la una destruye a la otra tanto como lo permite su intensidad, y la que persiste, la que es más intensa, continúa actuando sobre el espíritu. Pero en el presente caso ninguna de las pasiones puede llegar a ser la más fuerte, porque suponiendo que surgen tan sólo por la consideración de nosotros mismos, y siendo ésta indiferente para las dos, éstas deben producirse en la misma proporción, o, con otras palabras, no puede producirse ni una ni otra. Si se excita una pasión y al mismo tiempo surge una intensidad análoga de su antagonista, se destruye inmediatamente lo producido y debe quedar el espíritu perfectamente tranquilo e indiferente.

Debemos, por consiguiente, hacer una distinción entre la causa y el objeto de estas pasiones, entre la idea que las despierta y aquella a que se refieren después de excitadas. El orgullo y la humildad, habiendo sido despertados, dirigen inmediata mente nuestra atención hacia nosotros mismos y consideran esto como su objeto final y último; pero existe algún otro requisito para hacer que surjan, algo que es peculiar a cada una de las pasiones y no produce a ambas en un grado exactamente igual. La primera idea que se presenta al espíritu es la de causa o principio productivo. Esta excita la pasión enlazada con ella, y la pasión, cuando ha surgido, dirige nuestra atención a otra idea, que es la idea de nosotros mismos. Aquí se halla, pues, una pasión situada entre dos ideas, de las cuales una la produce y otra es producida por ella. La primera idea, por consiguiente, representa la causa; la segunda, el objeto de la pasión.

Para comenzar con las causas de orgullo y humildad debemos observar que su más obvia y notable propiedad es la variedad de cosas a que pueden referirse. Cada cualidad valuable de la mente, sea de la imaginación, juicio, memoria, o sea el carácter, sabiduría, buen sentido, ilustración, valor, justicia, integridad, son causas de orgullo, y sus opuestas, de la humildad. Tampoco se hallan estas pasiones limitadas al espíritu, sino que se refieren igualmente al cuerpo. Un hombre puede estar orgulloso de su hermosura, fuerza, agilidad, buen semblante, habilidad en el baile, conversación, esgrima y su destreza en cualquier asunto o industria manual; pero esto no es todo. La pasión, yendo más lejos, comprende toda clase de objetos que se refieren a nosotros. Nuestra tierra, familia, hijos, relaciones, casas suntuosas, jardines, caballos, perros, trajes, pueden llegar a ser causa de orgullo o humildad.

Partiendo de la consideración de estas causas, se hace necesario que hagamos una nueva distinción, en las causas de la pasión, entre la cualidad que actúa y la cosa a la que corresponde. Un hombre, por ejemplo, está vanidoso de una hermosa casa que le pertenece o que ha construido e ideado. Aquí el objeto de la pasión es él mismo, y la causa es la casa hermosa, causa que se subdivide en dos partes, a saber: la cualidad que opera sobre la pasión y la cosa a la que es inherente. La cualidad es la belleza y la cosa es la casa, considerada como su propiedad o creación. Ambas partes son esenciales y su distinción no es quimérica o vana. La belleza, considerada meramente como tal, sin ser propiedad de algo relacionado con nosotros, no produce jamás orgullo o vanidad, y la más pequeña relación por sí sola, sin belleza, o alguna otra cosa en su lugar, tiene una pequeña influencia sobre esta pasión. Puesto que estos dos factores son separados fácilmente y existe la necesidad de su unión para producir la pasión, debemos considerarlos como partes de la causa y fijar en nuestra mente una idea exacta de esta distinción.

Sección III

De qué se derivan estos objetos y causas.

Habiendo llegado ya a poder observar la diferencia entre el objeto de las pasiones y su causa y a distinguir en la causa la cualidad que actúa sobre la pasión de la cosa a que es inherente, procedemos ahora a examinar lo que determina a cada una de ellas a ser lo que es y asigna un objeto y cualidad determinados y una cosa a estas afecciones. Por este medio entenderemos totalmente el origen del orgullo y la humildad.

En primer lugar, es evidente que estas pasiones son determinadas a tener el yo (persona), por su objeto, por una propiedad no sólo natural, sino también original. Nadie puede dudar que esta propiedad es natural, dada la constancia y estabilidad de sus operaciones. Es siempre el yo el que es el objeto del orgullo y la humildad, y siempre que las pasiones tienen una relación ulterior sucede esto aun con una referencia a nosotros mismos. No puede una persona u objeto tener de otro modo influencia sobre nosotros.

Que esto procede de, una cualidad original o impulso primario aparecerá igualmente evidente si consideramos lo que constituye la característica distintiva de estas pasiones. Sin que la naturaleza haya dado algunas cualidades originales al espíritu no puede existir ninguna cualidad secundaria, porque en este caso no habría fundamento para la acción ni podría comenzar para producir ella misma. Ahora, bien: estas cualidades que consideramos como originales son aquellas más inseparables del alma y que no pueden ser reducidas a otras, y de este género es la cualidad que determina el objeto del orgullo y la humildad.

Quizá podemos considerar un grave problema, si las causas que producen la pasión son naturales, como el objeto a que son dirigidas, o si toda una gran variedad procede del capricho o de la constitución del espíritu. Esta duda debe desaparecer pronto si dirigimos nuestra vista a la naturaleza humana y consideramos que en todas las naciones y edades los mismos objetos producen el orgullo, y la humildad, y que aun ante un extranjero podemos conocer aproximadamente lo que aumentarán o disminuirán las pasiones de este género. Si existe alguna variación en este particular, no procede más que de la diferencia en el temperamento y complexión de los hombres, y es, sea dicho de paso, muy poco considerable. ¿Podemos imaginar que sea posible que mientras que la naturaleza humana permanece la misma los hombres sean indiferentes a su poder, riqueza, belleza o mente personal y que su orgullo y vanidad no sean afectados por estas propiedades ventajosas?

Pero aunque las causas del orgullo y la humildad son completamente naturales, hallaremos después del examen que no son originales y que es imposible de todo punto que cada una de ellas se halle adaptada a estas pasiones por una disposición particular y constitución primaria de la naturaleza. Haciendo abstracción de su número prodigioso, muchas de ellas son efectos del arte, y surgen en parte de la industria, en parte del capricho, en parte de la buena fortuna del hombre. La industria produce las cosas, los muebles, los vestidos. El capricho determina sus géneros y cualidades particulares. La buena suerte contribuye frecuentemente a ello descubriendo los efectos que resultan de las diferentes mezclas y combinaciones de los cuerpos. Es absurdo, por consiguiente, pensar que cada una de estas cosas fue prevista y procurada por la naturaleza y que cada nueva producción del arte que causa el orgullo o la humildad, en vez de adaptarse a la pasión participando de alguna cualidad general que naturalmente actúa sobre el espíritu, es el objeto de un principio original que hasta entonces yacía oculto en el alma y que se ha revelado tan sólo por accidente. Así, el primer mecánico que inventó un elegante escritorio produjo el orgullo en el que lo poseyó, por principios diferentes de los que lo hacían sentirse orgulloso de sillas y mesas hermosas. Como esto es evidentemente ridículo, debemos concluir que cada causa del orgullo y la humildad no se halla adaptada a estas pasiones por una cualidad propia y original, sino que existen una o más circunstancias comunes a todas ellas, de las que depende su eficacia.

Además hallamos que en el curso de la naturaleza, aunque los efectos son muy diversos, los principios de que surgen son comúnmente pocos y simples y que es de mal naturalista recurrir a una cualidad especial para explicar cada operación diferente. Tanto más debe ser cierto esto con respecto del espíritu, que siendo una realidad tan limitada hemos de pensarla incapaz de contener un cúmulo semejante de principios como serían necesarios para despertar las pasiones de orgullo y humildad si cada causa diferente fuese adaptada a la pasión por una diferente cualidad de principios.

Aquí, por consiguiente, se halla la filosofía moral en las mismas condiciones que la natural con respecto a la astronomía anterior a Copémico. Los antiguos, aunque sensibles a la máxima la naturaleza no hace nada vano, imaginaban sistemas tan complicados del cielo que parecían incompatibles con la verdadera filosofía, y que por último cedían su lugar a otros más simples y naturales. Inventar sin escrúpulos un nuevo principio para cada nuevo fenómeno en lugar de adaptar a éste el antiguo, sobrecargar nuestra hipótesis con una variedad de este género, son pruebas ciertas de que ninguno de estos principios es el verdadero y que sólo deseamos ocultar nuestra ignorancia de la verdad mediante una serie de errores.

Sección IV

De la relación de impresiones e ideas.

Así, hemos establecido dos verdades sin ningún obstáculo o dificultad, a saber: que depende de principios naturales esta variedad de causas que producen el orgullo y la humildad, y que no se halle adaptada cada causa diferente a la pasión que produce por un principio diferente. Debemos ahora proceder a investigar cómo podemos reducir estos principios a un número menor y hallar en las causas algo común de lo que depende su influencia.

Para esto debemos reflexionar acerca de ciertas propiedades de la naturaleza humana, que aunque tienen una poderosa influencia sobre cada operación, tanto sobre el entendimiento como sobre la pasión, no son puestas comúnmente de relieve por los filósofos. La primera de éstas es la asociación de ideas, que yo he observado y explicado tan frecuentemente. Es imposible para el espíritu concentrarse continuamente en una idea durante un tiempo considerable, ni puede, aun con los mayores esfuerzos, llegar a semejante constancia. Pero aunque nuestro pensamiento es inestable, no carece enteramente de ley y método en sus cambios. La ley según la cual procede es pasar de un objeto a lo que le es semejante, contiguo o producido por él. Cuando una idea está presente en la imaginación, otra, unida a aquélla por las relaciones dichas, la sigue y surge con más facilidad mediante esta instrucción.

La segunda propiedad que yo notaré en el espíritu humano es una asociación del mismo género de impresiones. Todas las impresiones semejantes se enlazan entre sí, y tan pronto una de ellas surge es seguida por la otra. Pena y desilusión dan lugar a la ira, la ira a la envidia, la envidia a la malicia y la malicia de nuevo a la pena hasta que se completa el círculo. De igual manera, nuestro ánimo, cuando se exalta con la alegría se siente inclinado al amor, generosidad, piedad, valor, orgullo y otras afecciones semejantes. Es difícil para el espíritu, cuando está afectado por una pasión, limitarse a esta pasión sola, sin cambio o relación alguna. La naturaleza humana es demasiado inconstante para admitir una regularidad semejante. La mutabilidad le es esencial, y ¿en qué puede cambiar más naturalmente que en las afecciones o emociones, que son consecuencia del ánimo y están de acuerdo con la clase de pasiones que entonces prevalece? Es, pues, evidente que existe una atracción o asociación entre impresiones como entre ideas, aunque con esta diferencia notable: que las ideas se asocian por semejanza, contigüidad y causalidad, mientras que las impresiones sólo se asocian por semejanza.

En tercer lugar, se puede observar que estos dos géneros de asociación se apoyan y favorecen entre sí y que la transición es realizada más fácilmente cuando ambas concurren en el mismo objeto. Así, un hombre que a causa de haber sido agraviado por otro se halla muy descompuesto e irritado en su ánimo, está en disposición de encontrar mil motivos de descontento, impaciencia, miedo y otras pasiones desagradables, especialmente si puede descubrir estos motivos en o cerca de la persona que fue la causa de la primera pasión. Los principios que favorecen la sucesión de las ideas concurren aquí con los que actúan sobre las pasiones, y ambos, uniéndose en la acción, imprimen al espíritu un doble impulso. La nueva pasión, por consiguiente, debe surgir con una violencia mucho más grande y la transición a ella debe hacerse mucho más fácil y natural.

En esta ocasión puedo citar la autoridad de un elegante escritor, que se expresa de la siguiente manera: «Como la fantasía se deleita en todo lo que es grande, extraño o bello y se siente tanto más satisfecha cuanto más halla estas perfecciones en el mismo objeto, es capaz de recibir nueva satisfacción por el auxilio de un nuevo sentido. Así, un son continuado, como la música de los pájaros o la caída de las aguas, despierta en cada momento el espíritu del espectador y le hace más atento a las varias bellezas del lugar que se halla ante él. Así, si surge una fragancia de olores o perfumes, éstos aumentan el placer de la imaginación y hacen aparecer aún más agradables los colores y verdura del paisaje; pues las ideas de ambos sentidos se apoyan y son más agradables juntas que si entrasen en el espíritu separadamente, del mismo modo que los diferentes colores de una pintura, cuando se hallan bien dispuestos, ponen de relieve a los otros y reciben una belleza adicional por la ventaja de su situación. En este fenómeno podemos notar la asociación de impresiones por una parte y de ideas por otra, y también la asistencia mutua que entre sí se prestan.»

Sección V

De la influencia de estas relaciones sobre el orgullo y la humildad.

Habiendo sido establecidos estos principios sobre una sólida experiencia, comienzo a considerar que debemos aplicarlos en la indagación de todas las causas del orgullo y la amistad, ya sea que se estimen estas causas como cualidades que actúan o como sujetos a los que se atribuyen estas cualidades, Examinando estas cualidades hallo inmediatamente que concurren varias de ellas en la producción del dolor y el placer, independientemente de las afecciones que yo intento explicar. Así, la belleza de nuestra persona por ella misma y por su verdadera apariencia produce placer del mismo modo que orgullo, y su fealdad, dolor del mismo modo que humildad. Una fiesta magnífica nos agrada, una comida sórdida nos desplace. Lo que descubro que es verdadero en algún caso supongo que lo es en todos, y asi, considero como garantizado ahora que toda causa de orgullo, en virtud de sus cualidades peculiares, produce un placer separado, y toda causa de humildad, un malestar separado.

De nuevo, considerando los sujetos a los que estas cualidades pertenecen, hago un nuevo supuesto, que también aparece como probable, según lo muestran varios casos palmarios, a saber: que estos sujetos son o partes de nosotros mismos o algo que se refiere íntimamente a nosotros. Así, las cualidades buenas y malas de nuestras acciones y porte constituyen la virtud y el vicio y determinan nuestro carácter personal, y nada actúa más fuertemente sobre nuestras pasiones que ésta. De igual modo, la belleza o fealdad de nuestra persona, casa, carruajes, muebles, es lo que hace que nos sintamos vanos o humildes. Las mismas cualidades referidas a sujetos que no tienen relación con nosotros no influyen en lo más mínimo en alguna de estas dos afecciones.

Habiendo así, en cierto modo, supuesto dos propiedades de las causas de estas afecciones, a saber: que las cualidades producen un placer o dolor separados y que los sujetos en los cuales se hallan estas cualidades se refieren a la propia persona, procedo a examinar las pasiones mismas, para hallar algo en ellas correspondiente a las propiedades supuestas en sus causas. Primeramente hallo que el objeto peculiar del orgullo y la humildad está, determinado por un instinto original y natural, y que es absolutamente imposible, dada la constitución originaria del espíritu, que estas pasiones puedan referirse a algo remoto, al yo o la persona individual de cuyas acciones y sentimientos somos íntimamente consocios cada uno de nosotros. Aquí, en último término, se dirige la atención cuando somos dominados por una de estas dos pasiones, y no podemos en esta situación del espíritu ni perder de vista este objeto. No pretendo dar una razón para esto, sino que considero una dirección semejante del pensamiento como una cualidad original.

La segunda cualidad que yo descubro en estas pasiones, y que considero igualmente como una cualidad original, son sus sensaciones o las peculiares emociones que producen en el alma, y que constituyen su verdadero ser y esencia. Así, el orgullo es una sensación placentera y la humildad una sensación dolorosa, y suprimiendo el placer y el dolor no existirían en realidad el orgullo y la humildad. Nuestro sentimiento real nos convence de esto, y más allá de nuestro sentimiento es en vano razonar o disputar aquí.

Si yo comparo, por consiguiente, estas dos propiedades de las pasiones que se acaban de establecer, a saber: su objeto, que es el yo, y su sensación, que es el placer o dolor, con las dos propiedades propuestas de las causas, a saber: su relación con el yo y su tendencia a producir placer o dolor independientemente de la pasión, hallo inmediatamente, suponiendo que estos supuestos son exactos, que el verdadero sistema se me presenta con una evidencia irresistible. La causa que despierta la pasión se refiere al objeto que la naturaleza ha atribuido a la pasión; la sensación que produce la causa separadamente se refiere a la sensación de la pasión; de esta doble relación de ideas e impresiones se deriva la pasión. Una de las ideas se convierte fácilmente en su correlativa, y una de las impresiones, en la que se le asemeja y le corresponde. ¡Con cuánta mayor facilidad no debe ser hecha esta transición cuando estos procesos se asisten recíprocamente y la mente recibe un doble impulso de las relaciones de impresiones e ideas a la vez!

Para comprender esto mejor debemos suponer que la naturaleza ha dado a los órganos del espíritu humano una cierta disposición, adecuada para producir una peculiar impresión o conmoción que nosotros llamamos orgullo; a esta emoción ha asignado una cierta idea, a saber: la del yo, que jamás deja de producir. Esta disposición de la naturaleza se concibe fácilmente. Tenemos muchos ejemplos de un mecanismo semejante. Los nervios de la nariz y del paladar se hallan dispuestos de manera que en ciertas circunstancias llevan sensaciones semejantes al espíritu; las sensaciones de apetito y hambre producen en nosotros siempre la idea de los objetos particulares que son adecuados, a cada deseo. Estas dos circunstancias se hallan unidas en el orgullo. Los órganos se hallan dispuestos para producir la pasión, y la pasión, después de producida, despierta naturalmente una cierta idea. Todo esto no necesita pruebas. Es evidente que no podemos ser poseídos por esta pasión cuando no existe en el espíritu una disposición apropiada para ello, y es evidente también que la pasión dirige siempre su mirada hacia nosotros mismos y nos hace pensar sobre nuestras cualidades y circunstancias.

Habiendo sido bien entendido esto se puede preguntar ahora si la naturaleza produce la pasión inmediatamente por ella misma o si debe ser auxiliada por la cooperación de otras causas, pues se observa que en este respecto su conducta es distinta en las diferentes pasiones y sensaciones. El paladar debe ser excitado por un objeto externo para producir algún sabor agradable; pero el hambre surge internamente sin que concurra un objeto externo. Sucede lo que ocurre con otras pasiones e impresiones, es cierto: que el orgullo requiere de algún objeto externo y que los órganos que lo producen no se hallan impulsados, como el corazón y las arterias, por un movimiento original e interno.

Pues primeramente la experiencia de todos los días nos convence de que el orgullo requiere ciertas causas para ser producido y languidece cuando no es mantenido por alguna cualidad excelente en el carácter, alguna ventaja corporal en el traje, coches o fortuna.

Segundo: es evidente que el orgullo sería perpetuo si surgiese inmediatamente, por naturaleza, pues el objeto es siempre el mismo y no existe disposición del cuerpo peculiar del orgullo, como de la sed o del hambre.

Tercero: la humildad se halla exactamente en la misma situación que el orgullo, y, por consiguiente, dado lo antes supuesto, debe ser igualmente perpetua o debe destruir la pasión contraria desde el primer momento, de modo que ninguna de ellas puede hacer su aparición. En general, debemos sentirnos satisfechos con la conclusión precedente de que el orgullo debe tener una causa, así como un objeto, y que la una no ejerce influencia sin el otro.

La dificultad, pues, estriba tan sólo en descubrir esta causa y hallar qué es lo que da el primer impulso y pone en acción aquellos órganos que son naturalmente adecuados para producir la emoción. Al consultar mi propia experiencia para resolver esta dificultad hallo inmediatamente un sinnúmero de diferentes causas que producen el orgullo, y examinando estas causas supongo, lo que a primera vista percibo como probable, que en todas ellas concurren dos circunstancias, que son: que por sí mismas producen una impresión relacionada con la pasión y que están situadas en un sujeto relacionado con el objeto de la pasión. Si considero después de esto la naturaleza de la relación y sus efectos sobre las pasiones y las ideas, no puedo ya dudar de estos supuestos, a saber: que expresan el verdadero principio que produce el orgullo e imprime el movimiento a los órganos de éste, que, hallándose dispuestos naturalmente para producir la afección, requieren solamente un primer impulso o comienzo para su acción. Todo lo que produce una sensación agradable y se relaciona con el yo produce la pasión del orgullo, que es también agradable y tiene como objeto el yo.

Lo que he dicho del orgullo es igualmente cierto de la humildad. La sensación de humildad es desagradable como el orgullo es agradable, razón por la cual debe cambiar de cualidad la sensación producida por las causas, mientras que la relación con el yo continúa siendo la misma. Aunque orgullo y humildad son completamente contrarios en sus efectos y sensaciones, tienen, sin embargo, el mismo objeto, de modo que se requiere tan sólo cambiar la relación de las impresiones, sin hacer ningún cambio en las ideas. De acuerdo con lo anterior, hallamos que una hermosa casa que nos pertenece produce orgullo, y que la misma casa, aun perteneciéndonos, produce humildad si por un accidente su belleza se ha cambiado en fealdad, y por esto la sensación de placer que correspondía al orgullo se ha transformado en dolor, que es la correspondiente a la humildad. La doble relación entre las ideas y las impresiones subsiste en ambos casos y produce una fácil transición de una emoción a la otra.

En una palabra: la naturaleza ha concedido una especie de atracción a ciertas impresiones e ideas, por la cual, al surgir naturalmente, traen tras sí a sus correlativas. Si estas dos atracciones o asociaciones de impresiones e ideas concurren en el mismo objeto se apoyan recíprocamente y la transición de las afecciones y de la imaginación se hace con la más grande naturalidad y facilidad. Cuando una idea produce una impresión relacionada con una impresión que se halla enlazada con una idea, relaciona con la primera idea estas dos impresiones y no dejará de presentarse la una con la otra en cualquier caso. La cualidad que actúa sobre la pasión produce separadamente una impresión que se le asemeja; el sujeto al cual pertenece la cualidad se pone en relación con el yo, el objeto de la pasión; por esto no debe maravillar que la causa total, consistente en una cualidad y en un sujeto, haga surgir de un modo instable la pasión.

Para ilustrar esta hipótesis podemos comparar el presente caso con el que empleé en otro lugar para explicar la creencia perteneciente a los juicios que formulamos acerca de la causalidad. Yo he observado que en todos los juicios de este género hay siempre una impresión actual y una idea relacionada con ella, y que la impresión presente concede vivacidad a la fantasía, mientras que la relación transfiere esta vivacidad, por una transmisión fácil, a la idea relacionada. Sin la impresión presente, la atención no se halla fijada ni los espíritus excitados. Sin la relación, esta atención permanece dirigida a su primer objeto y no tiene ulteriores consecuencias. Existe, evidentemente, una gran analogía entre esta hipótesis y la que ahora hemos propuesto con respecto a una impresión y una idea que se transforman en otra impresión e idea por medio de su doble relación, analogía que debe ser considerada como una prueba no despreciable de ambas hipótesis.

Sección VI

Limitaciones de este sistema.

Antes de ir más lejos en este asunto y examinar en particular todas las causas de orgullo y humildad será conveniente hacer alguna restricción en el sistema general de que todos los objetos agradables relacionados con nosotros por una asociación de ideas e impresiones producen orgullo, y todos los desagradables, humildad. Estas limitaciones se derivan de la naturaleza real del asunto.

I. Si suponemos que un objeto agradable adquiere una relación con el yo, la primera pasión que aparece es alegría, y esta pasión presenta una relación más simple que orgullo o vanagloria. Podemos experimentar alegría estando presentes a una fiesta en que nuestros sentidos son regalados con delicias de todo género; pero sólo el que da la fiesta, además de la alegría experimenta la pasión adicional de satisfacción de sí mismo y vanidad. Es cierto que hay hombres que se vanaglorian a veces de una diversión en la que tan sólo han estado presentes, y mediante una relación tan débil convierten su placer en orgullo; sin embargo, debe en general ser concedido que la alegría surge de una relación menos importante que la vanidad y que muchas cosas que nos son demasiado extrañas para producir orgullo son capaces de proporcionarnos deleite y placer. La razón de la diferencia puede ser explicada así. Una relación es requisito para la alegría, a fin de que se aproxime el objeto a nosotros y nos produzca alguna satisfacción. Pero, aparte de lo que es común a ambas pasiones, se requiere esto para el orgullo, a fin de producir la transición de una pasión a otra y convertir la satisfacción en vanidad. Como tiene una doble tarea que realizar, debe ser dotado con doble fuerza y energía. A lo que podemos añadir que cuando los objetos agradables no poseen una relación íntima con nosotros la poseen con respecto a otra persona, y que esta última relación no solamente supera a la primera, sino que la destruye, como veremos más adelante.

Aquí, pues, radica la primera limitación que debemos hacer en nuestra posición general, a saber: que todo lo que se halla relacionado con nosotros y produce placer o dolor produce igualmente orgullo o humildad. No se requiere sólo una relación, sino una relación íntima, y más íntima que la necesaria para la alegría.

II. La segunda limitación es que el objeto agradable no debe ser sólo relacionado íntimamente, sino también ser perteneciente a nosotros mismos, o por lo menos común a nosotros y a unas cuantas personas. Es una cualidad observable en la naturaleza humana, que nosotros intentaremos explicar más tarde, que todo lo que se presenta frecuentemente y a lo que estamos desde largo tiempo habituados pierde su valor para nosotros y pronto es despreciado y descuidado. Además, nosotros juzgamos los objetos más por comparación que por su mérito real e intrínseco, y donde no podemos aumentar su valor mediante el contraste nos inclinamos a no estimar sino lo que es esencialmente bueno en ellos. Estas propiedades del espíritu ejercen su efecto sobre la alegría y sobre el orgullo, y es notable que bienes que son comunes al género humano y mediante el hábito nos han llegado a ser familiares nos producen tan sólo una pequeña satisfacción, aunque quizá de una especie más excelente que aquellos a los que por su rareza atribuimos un valor mucho más alto. Aunque estas circunstancias influyen en las dos pasiones que nos ocupan, tienen mucho mayor influjo sobre la vanidad. Nos alegramos por muchos bienes que a causa de su frecuencia no nos producen orgullo. La salud, cuando vuelve después de una larga ausencia nos produce una satisfacción realmente sensible; pero es rara vez considerada como un motivo de vanidad porque se disfruta con muchos otros.

La razón por que el orgullo es mucho más delicado en este respecto que la alegría creo que es la siguiente:

Para que se produzca el orgullo debemos considerar siempre dos objetos, a saber: la causa o el objeto que produce placer, y el yo, que es objeto real de la pasión. Para la alegría es sólo necesario un objeto para que se produzca, a saber: el que cause placer, y aunque es requisito indispensable que posea alguna relación con el yo, lo es tan sólo para hacerlo agradable, y no es el yo, propiamente hablando, el objeto de esta pasión. Puesto que, por consiguiente, el orgullo tiene, en cierto respecto, dos objetos hacia los cuales dirige nuestra vista, se sigue que cuando ni uno ni otro tienen alguna singularidad la pasión debe ser más debilitada por ello que una pasión que tiene sólo un objeto. Comparándonos con los otros, como podemos hacerlo en cada momento, hallamos que no nos distinguimos de ellos en lo más mínimo, y comparando el objeto que poseemos descubrimos aún la misma lamentable circunstancia. Por estas dos comparaciones tan desventajosas la pasión debe ser enteramente destruida.

III. La tercera restricción es que el objeto placentero o doloroso tiene que ser muy claro y manifiesto, y no sólo para nosotros mismos, sino también para los otros. Esta circunstancia, como las dos precedentes, ejerce un efecto sobre la alegría y sobre el orgullo. Nos imaginamos más felices y también más virtuosos o hermosos cuando aparecemos como tales a los otros, pero hacemos aún más ostentación de nuestras virtudes que de nuestros placeres. Esto procede de causas que yo trataré de explicar después.

IV La cuarta restricción se deriva de la inconstancia de la causa de estas pasiones y de la breve duración de su enlace con nosotros mismos. Lo que es casual e inconstante produce una alegría pequeña y un orgullo aún menor. No nos satisfacemos mucho con la cosa misma, y somos aún menos aptos para sentir algún nuevo grado de satisfacción de nosotros mismos con respecto a ella. Prevemos y anticipamos su cambio por la imaginación, que nos hace sentirnos poco satisfechos con la cosa: la comparamos con nosotros mismos, que poseemos una existencia más durable, por lo que su inconstancia aparece aún más grande. Parece ridículo atribuirnos una excelencia que proviene de un objeto que es de mucha más corta duración y nos concierne sólo en una época tan breve de nuestra existencia. Será fácil comprender por qué razón esta causa no actúa con la misma fuerza en la alegría que en el orgullo, puesto que la idea del yo nos es tan esencial a la primera pasión como a la última.

V Puedo añadir como una quinta limitación, o más bien extensión, de mi sistema que las reglas generales tienen una gran influencia sobre el orgullo y la humildad, como sobre todas las otras pasiones. Por esto nos formamos una noción de las diferentes clases de los hombres según el poder o riquezas de que son poseedores, y esta noción no la cambiamos teniendo en cuenta la salud o temperamento de las personas, que pueden privarlos de todo goce en su posesión. Esto puede explicarse por los mismos principios que dan razón de la influencia de las leyes generales sobre el entendimiento. El hábito nos lleva más allá de los justos límites de nuestras pasiones como de nuestros razonamientos.

No será importuno observar en esta ocasión que la influencia de las leyes generales y máximas sobre las pasiones contribuye a facilitar mucho los efectos de todos los principios que explicaremos en el curso de este TRATADO. Pues es evidente que si una persona madura y de la misma naturaleza que nosotros fuese transportada súbitamente de nuestro mundo se hallaría muy embarazada ante cada objeto y no sabría determinar en el acto qué grado de amor u odio, orgullo o amistad, u otras pasiones, debía atribuirle. Las pasiones varían frecuentemente por principios muy insignificantes, y éstos no se presentan con una regularidad perfecta, especialmente en las primeras veces. Pero como la costumbre y la práctica han descubierto estos principios y han establecido el justo valor de cada cosa, debe esto ciertamente contribuir a una fácil producción de las pasiones y guiarnos, por medio de máximas generales establecidas, en la medida que debemos observar al preferir un objeto a otro. Esta indicación puede servir quizá para evitar las dificultades que pueden surgir en lo que concierne a algunas causas que debo más adelante adscribir a ciertas pasiones y que pueden ser estimadas demasiado tenues para operar tan universal y ciertamente como se halla que lo hacen.

Terminaré este asunto con una reflexión derivada de estas cinco limitaciones. Esta reflexión es que las personas que son más vanidosas y que a los ojos del mundo tienen más razón de sentirse orgullosas no son las más felices, ni las más humildes las más miserables, como a primera vista podría imaginarse partiendo del anterior sistema. Un mal puede ser real aunque su causa no tenga relación con nosotros, puede ser real sin ser propio de cada uno, puede ser real sin mostrarse a los otros, puede ser real sin ser constante, y puede ser real sin hallarse sometido a leyes generales. Tales males no dejarán de hacernos miserables aunque posean sólo una pequeña tendencia a disminuir el orgullo, y quizá el más real y el más sólido mal de la vida se hallará que es de esta clase.

Sección VII

Del vicio y la virtud.

Teniendo en cuenta estas limitaciones, procedamos a examinar las causas del orgullo y la humildad y ver si en cada caso podemos descubrir la doble relación por la que actúan sobre las pasiones. Si hallamos que todas estas causas se relacionan con el yo y producen un placer o dolor separado de la pasión, no quedará ningún escrúpulo con respecto al presente sistema. Debemos intentar principalmente probar el último punto, siendo en cierto modo evidente el primero.

Al comenzar con el vicio y la virtud, que son las causas más palmarias de estas pasiones, es completamente ajeno a mi propósito entrar en la controversia, que en los últimos años ha excitado mucho la curiosidad del público, de si estas distinciones morales se fundan en principios naturales y originales o surgen del interés y la educación. Reservo el examen de esto para el siguiente libro, y ahora intentaré mostrar que mi sistema se mantiene firme en ambas hipótesis, lo que será una prueba rigurosa de su solidez.

Pues concediendo que la moralidad se funda en la naturaleza, debe ser admitido que el vicio y la virtud, por el interés propio o por los prejuicios de la educación, produce en nosotros un dolor o placer real, y podemos observar que esto es rigurosa mente defendido por los partidarios de esta hipótesis, Toda pasión, hábito o propiedad de carácter -dicen- que tiende a nuestra ventaja o prejuicio nos proporciona un placer o un dolor, y después es de donde surge la aprobación o no aprobación. Naturalmente, nos es provechosa la liberalidad de los otros; pero nos hallamos siempre en peligro de ser dañados por su avaricia; el valor nos defiende, pero la cobardía nos expone a todo ataque; la justicia es el soporte de la sociedad, pero la injusticia, a menos que sea reprimida, causará rápidamente su ruina; la humildad nos eleva, pero el orgullo nos mortifica. Por estas razones, las primeras cualidades se estiman como virtudes y las últimas se consideran vicios. Ahora bien: puesto que es cierto que existe un placer o dolor también relativo al mérito o demérito, de cualquier clase que sea, he logrado lo que era preciso para mi propósito.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10

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