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De las pasiones, por David Hume (página 10)



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Si fuese necesario en este asunto arrebatar el sentimiento de los lectores o emplear algo más que argumentos sólidos, encontraríamos suficientes tópicos para interesar a las afecciones. Todos los amantes de la virtud (y yo estoy seguro de que todos lo somos en la especulación aunque podamos degenerar en la práctica) deben ciertamente sentirse halagados al ver derivadas las distinciones morales de un origen tan noble, que nos da una noción justa de la generosidad y capacidad de la naturaleza humana. Se necesita tan sólo un conocimiento muy pequeño de los asuntos humanos para darse cuenta de que el sentido moral es un principio inherente al alma y uno de los más poderosos que entran en su composición. Sin embargo, este sentido debe adquirir nueva fuerza cuando reflexionando sobre sí mismo aprueba los principios de que se deriva y no halla más que lo bueno y lo grande en su comienzo y origen. Los que reducen el sentir moral a instintos originales del espíritu humano pueden defender la causa de la virtud con la autoridad suficiente; pero carecen de la ventaja que poseen los que explican este sentido mediante una simpatía extensa con el género humano. Según su sistema, no sólo la virtud puede ser aprobada, sino también el sentido de la virtud, y no solamente este sentido, sino también los principios de que se deriva. Así, que nada se presenta en alguna parte más que lo que es laudable y bueno.

Esta observación puede extenderse a la justicia y las demás virtudes de este género. Aunque la justicia es artificial, el sentido de su moralidad es natural. Es la combinación de los hombres en un sistema de conducta la que hace un acto de justi cia beneficioso para la sociedad; pero una vez que posee esta tendencia naturalmente la aprobamos, y si no lo hiciéramos así sería imposible que una combinación o convención pudiese producir este sentimiento.

Las más de las invenciones de los hombres se hallan sujetas al cambio, dependen del humor y del capricho. Están en boga durante un cierto tiempo y después caen en olvido. Puede pensarse quizá que si la justicia se estimase ser del mismo género se hallaría colocada en las mismas condiciones. Sin embargo, los casos son muy diferentes. El interés sobre el que la justicia se funda es el más grande imaginable y se extiende a todos los tiempos y lugares. No puede ser garantizado por ninguna otra invención. Es manifiesto y se descubre por sí mismo ya en el primer momento de la formación de la sociedad. Todas estas causas hacen a las reglas de la justicia firmes e inmutables, o por lo menos tan inmutables como la naturaleza humana. Si se fundasen en instintos originales, ¿podrían tener una más grande estabilidad?

El mismo sistema nos puede ayudar a formarnos una justa noción de la felicidad lo mismo que de la dignidad de la virtud y puede interesar a todo principio de nuestra naturaleza para abrazar y apreciar esta noble cualidad. ¿Quién de hecho no experimenta un aumento de su celo en su persecución del conocimiento y habilidad, de cualquier género que sea, cuando considera que, aparte de las ventajas que resultan inmediatamente de estas adquisiciones, le concederán éstas un nuevo brillo ante los ojos del género humano e irán acompañadas universalmente de la estima y aprobación? ¿Y quién puede pensar que una ventaja de fortuna es compensación suficiente para la más pequeña violación de las virtudes sociales, cuando considera que no sólo su carácter con respecto a los otros, sino también su paz y satisfacción interior dependen de la estricta observancia de ellos y que un espíritu jamás será capaz de sufrir la consideración de sí mismo cuando ha faltado con respecto a sus cualidades con el género humano y la sociedad? Pero me abstengo de insistir sobre este asunto. Tales reflexiones requieren una obra aparte muy distinta del tono de la presente. El anatónomo no puede nunca emular al pintor ni pretende dar en sus exactas disecciones y reproducciones de las más pequeñas partes del cuerpo humano una actitud o expresión graciosa o atractiva. Existe algo repugnante, o al menos mezquino, en el aspecto de las cosas que nos presentan, y es necesario que los objetos sean vistos a más distancia y dominados más en conjunto por la vista para hacerlos atractivos a los ojos y a la imaginación. Un anatónomo, sin embargo, se halla admirablemente dotado para hacer indicaciones a un pintor, y aun es imposible ser excelente en el último arte sin la ayuda del primero. Debemos tener un conocimiento exacto de las partes, de su situación y conexión, antes de que podamos dibujar con alguna elegancia o corrección. Así, las especulaciones más abstractas referentes a la naturaleza humana, aunque frías y áridas, llegan a ser útiles a la moral práctica y pueden hacer a esta ciencia más correcta en sus preceptos y más persuasiva en sus exhortaciones (76).

Apéndice

Nada haría con más gusto que buscar una oportunidad para confesar mis errores, y estimaría que este regreso hacia la verdad y la razón era más honroso que el juicio más exacto. El que se halla libre de errores no puede pretender más alabanzas que las que se refieren a la exactitud de su entendimiento; pero el que corrige sus errores muestra al mismo tiempo la exactitud de su entendimiento y el candor e ingenuidad de su temperamento. No he sido todavía tan feliz que haya descubierto algún error considerable en los razonamientos expuestos en el volumen precedente, excepto en un solo respecto; pero he hallado por experiencia que algunas de mis expresiones no han sido bien escogidas para evitar la mala inteligencia en los lectores, y para remediar capitalmente este defecto he unido a mi obra el siguiente Apéndice.

Jamás podemos ser llevados a creer en un hecho más que cuando su causa o su efecto nos están presentes; pero cuál es la naturaleza de la creencia que surge de la relación de causa y efecto es algo que pocos han tenido la curiosidad de preguntarse. En mi opinión, el siguiente dilema es inevitable: O la creencia es alguna nueva idea, como la de realidad o existencia, que se une a la simple concepción de un objeto, o es meramente una cualidad afectiva o sentimiento peculiar. Podemos convencernos por los dos argumentos que ahora expongo de que no es una nueva idea unida a la concepción simple. Primeramente, no tenemos una idea abstracta de existencia distinguible y separable de la idea de los objetos particulares. Por consiguiente, es imposible que esta idea de existencia pueda unirse con la idea de un objeto o constituir la diferencia entre una concepción simple y la creencia. Segundo, el espíritu posee el dominio sobre todas sus ideas y puede separarlas, unirlas, combinarlas y variarlas como le agrade; de modo que si la creencia consistiese meramente en una nueva idea unida a la concepción, estaría en el poder del hombre creer lo que le agradase. Por consiguiente, podemos concluir que la creencia consiste tan sólo en una cierta cualidad afectiva o sentimiento, en algo que no depende de la voluntad, sino que debe surgir de ciertas causas determinadas y principios determinados de los cuales no somos los dueños. Cuando nos hallamos convencidos de un hecho no hacemos más que concebirlo al mismo tiempo que experimentamos una cierta cualidad afectiva diferente de la que acompaña al mero soñar despierto de la imaginación. Cuando expresamos nuestra incredulidad referente a un hecho queremos decir que los argumentos en favor de este hecho no producen esta cualidad afectiva. Si la creencia no consistiese en un sentimiento diferente de nuestra mera concepción, todos los objetos que nos fueran presentados por la imaginación más desenfrenada estarían en el mismo plano que las verdades más firmes fundadas en la historia y la experiencia. Tan sólo la cualidad afectiva o sentimiento distinguen las unas de las otras.

Por consiguiente, siendo considerado como una verdad indudable que la creencia no es más que un sentimiento peculiar diferente de la simple concepción, la cuestión que se presenta naturalmente en seguida es la de cuál es la naturaleza de esta cualidad afectiva o sentimiento y si es análoga a otro sentimiento de la naturaleza humana. Esta cuestión es importante, pues si no es análoga a algún otro sentimiento, podemos perder la esperanza de explicar sus causas y debemos considerarla como un principio original del espíritu humano. Si es análoga, podemos esperar explicar sus causas por analogías y derivarla de principios más generales. Ahora bien: que existe una mayor firmeza y solidez en las concepciones que son objeto de la convicción y seguridad que en las vagas e indolentes divagaciones del que hace castillos en el aire, lo confesará fácilmente todo el mundo. Nos impresionan con más fuerza, nos están más presentes, el espíritu tiene más dominio sobre ellas y es más influido y movido por ellas. Les concede su aquiescencia y en cierto modo se fija y reposa sobre ellas. En breve se aproximan más a las impresiones que nos son inmediatamente presentes y son, por consiguiente, análogas a muchas otras operaciones del espíritu.

No existe, a mi ver, ninguna posibilidad de evadir esta conclusión más que afirmar que la creencia, además de la concepción simple, consiste en alguna impresión o cualidad afectiva distinguible de la concepción. No modifica la concepción y la hace más presente e intensa; tan sólo se une a ella del mismo modo que la voluntad y el deseo se unen a las concepciones particulares del bien y placer. Pero las siguientes consideraciones espero que sean suficientes para eliminar esta hipótesis:

Primero. Es totalmente contraria a la experiencia y a nuestra conciencia inmediata. Todos los hombres han concedido al razonar que es ésta meramente una operación de nuestros pensamientos e ideas, y aunque estas ideas puedan variar con respecto de la cualidad afectiva, nada entra en nuestras conclusiones más que ideas o nuestras concepciones más débiles. Por ejemplo: oigo en el momento presente la voz de una persona que me es conocida, y este sonido viene de la habitación contigua a la que ocupo. Esta impresión de mis sentidos sugiere inmediatamente mis pensamientos relativos a la persona juntamente con todos los objetos que la rodean. Me la imagino como existente en el momento presente, con las mismas cualidades y relaciones que poseía primeramente. Estas ideas dominan más a mi espíritu que las ideas de un castillo encantado. Son diferentes en cuanto a la cualidad afectiva; pero no existe una impresión distinta o separada que las acompañe. Sucede lo mismo que cuando yo recuerdo los diferentes incidentes de un día o los sucesos de una historia. Todo hecho particular es objeto de creencia. Su idea se modifica de un modo diferente a las vagas divagaciones del que hace castillos en el aire; pero no acompaña a toda idea distinta o concepción de un hecho una impresión distinta. Esto es asunto de simple experiencia. Si esta experiencia puede ser discutida en alguna ocasión, lo será cuando el espíritu se halla agitado por dudas y dificultades, y después, considerando el objeto desde un nuevo punto de vista, o siendo presentado éste con un nuevo argumento, se fija y reposa en una concisión y creencia estable. En este caso existe una cualidad afectiva distinta y separada de la concepción. El paso de la duda y agitación a la tranquilidad y el reposo sugiere una satisfacción y un placer al espíritu. Pero consideremos otro caso. Supongamos que veo las piernas y muslos de una persona en movimiento, mientras que algún objeto interpuesto nos oculta el resto de su cuerpo. En este caso es cierto que la imaginación reconstruye toda su figura. Le concedo una cabeza y espaldas y un pecho y cuello. Estos miembros los imagino y creo que la persona los posee. Nada puede ser más evidente que esta operación entera se realiza tan sólo por el pensamiento o la imaginación. La transición es inmediata. Las ideas nos impresionan presentemente. Su conexión habitual con la impresión presente las varía y modifica de cierta manera; pero no produce un acto del espíritu distinto de esta peculiaridad de la concepción. Si cada uno examina su propio espíritu hallará evidentemente que esto es cierto.

Segundo. Cualquiera que sea el caso con respecto a esta impresión distinta, debe concederse que el espíritu tiene un más firme dominio sobre la concepción de un hecho o que ésta es más firme que cuando se trata de ficciones. ¿Por qué indagar más lejos o multiplicar los supuestos sin necesidad?

Tercero. Podemos explicar las causas de la concepción firme, pero no las de una impresión separada. Y no solamente esto, sino que las causas de la concepción firme agotan todo el asunto y nada queda para producir otro efecto. Una inferencia concer niente a los hechos no es más que la idea de un objeto que se halla frecuentemente unida o está asociada con la impresión presente. Esto es todo. Cada parte se requiere para explicar por analogía la concepción más firme, y nada queda capaz de producir una impresión distinta.

Cuarto. Los efectos de la creencia influyendo sobre las pasiones y la imaginación pueden ser explicados por la concepción firme, y no hay ocasión alguna para recurrir a otro principio. Estos argumentos, con muchos otros enumerados en los precedentes volúmenes, prueban suficientemente que la creencia modifica tan sólo la idea o concepción y hace diferente la cualidad afectiva sin producir una impresión distinta.

Así, después de una consideración general del asunto, aparecen dos cuestiones de importancia que nos podemos aventurar a recomendar a la consideración de los filósofos: si existe algo que distinga la creencia de la simple concepción, además de la cualidad afectiva o sentimiento, y si esta cualidad afectiva es algo más que una concepción más firme o un dominio más firme que tenemos del objeto.

Si después de una investigación imparcial la misma conclusión a que he llegado es admitida por los filósofos, la próxima cuestión consistiría en examinar la analogía que existe entre la creencia y los otros actos del espíritu y hallar la causa de la firmeza y rigor de la concepción, y no considero que esto sea una tarea difícil. La transición de la impresión presente vivifica y fortalece siempre la idea. Cuando un objeto se presenta, surge en nosotros la idea de lo que lo acompaña usualmente como algo real y sólido. Es más bien sentido que concebido y se aproxima a la impresión de que se deriva en cuanto a su fuerza e influencia. He probado esto con amplitud y no puedo añadir ahora nuevos argumentos.

Tengo la esperanza de que aunque mi teoría del mundo intelectual fuese deficiente se hallaría libre de las contradicciones y absurdos que parecen acompañar toda explicación que la razón humana puede dar del mundo material. Sin embargo, después de una rigurosa revisión de la sección referente a la identidad personal me hallo metido en un laberinto tal, que confieso no sé cómo corregir mis opiniones o cómo hacerlas consistentes. Si no es ésta una buena razón general para el escepticismo, es al menos una razón suficiente para mantener mi desconfianza y modestia en todas mis decisiones (si no me hallase ya abundantemente dotado de aquéllas).Propondré los argumentos en favor del pro y el contra, comenzando con los que me llevan a negar la identidad y simplicidad estricta y propia de un yo o ser pensante.

Cuando hablamos de un yo o subsistencia debemos tener una idea unida a estos términos, pues de otro modo serían totalmente aquellas palabras ininteligibles. Toda idea se deriva de impresiones precedentes, y no poseemos una impresión del yo o substancia como algo simple e individual. Por consiguiente, no tenemos ninguna idea de ellos en este sentido.

Todo lo que es distinto es distinguible, y todo lo que es distinguible es separable por el pensamiento o la imaginación. Todas las percepciones son distintas. Por consiguiente, son distinguibles y separables, y muchas pueden ser concebidas como existentes separadamente y pueden existir separadamente sin ninguna contradicción o absurdo.

Cuando yo miro esta mesa y esta chimenea no tengo presente más que percepciones que son de un género análogo a todas las otras percepciones. Esta es la doctrina de los filósofos. Pero esta mesa que se llalla presente ante mí y esta chimenea pueden y deben existir separadamente. Esta es la doctrina del vulgo, y no implica contradicción. No implica contradicción, por consiguiente, extender esta doctrina a todas las percepciones.

En general, el siguiente razonamiento parece satisfactorio. Todas las ideas son tomadas de percepciones precedentes. Nuestras ideas de los objetos, por consiguiente, se derivan de este origen. Por consecuencia, ninguna proposición puede ser inteligible o firme con respecto de objetos que no lo sea también con respecto de percepciones; pero es inteligible y firme decir que los objetos existen distinta e independientemente sin una substancia simple común o un sujeto en que son inherentes. Esta proposición, por consiguiente, no puede jamás ser absurda con respecto a las percepciones.

Cuando dirijo mi reflexión sobre mí mismo no puedo percibir nunca este yo sin una o más percepciones, ni puedo percibir algo más que estas percepciones. Así, pues, es la composición de éstas la que constituye el yo.

Podemos concebir que un ser pensante, tiene más o menos percepciones. Supongamos que el espíritu se reduce a menos que la vida espiritual de una ostra. Supongamos que tiene solamente una percepción tal como la de la sed o del hambre. Con siderémosle en esta situación. ¿Se verá en ella algo más que esta percepción? ¿Se halla en ella alguna noción de yo o substancia? Si no es así, la adición de las otras percepciones no puede jamás dar esta noción.

La destrucción que algunos suponen que sigue a la muerte, y que hace desaparecer totalmente su yo, no es más que la extinción de todas las percepciones particulares: amor y odio, pena y placer, pensamiento y sensación. Por consiguiente, éstas deben ser lo mismo que el yo, ya que éste no puede sobrevivir a aquéllas.

¿Es el yo lo mismo que la substancia? Si lo es, ¿cómo puede tener lugar esta cuestión, que se refiere a la subsistencia del yo, cuando existe un cambio de substancia? Si es distinto, ¿qué diferencia hay entre ellos? Por mi parte, no poseo una no ción de ninguno de ellos cuando se conciben como distintos de las percepciones particulares. Los filósofos comienzan a reconciliarse con el principio de que no tenemos una idea de la substancia externa distinta de las ideas de las cualidades particulares. Esto debe abrir camino a un principio análogo con respecto al espíritu, a saber: que no tenemos una noción de él distinta de las percepciones particulares.

Hasta aquí me parece que mi razonamiento va acompañado de una evidencia suficiente. Sin embargo, habiendo así separado todas nuestras percepciones particulares, cuando intento explicar el principio de unión que las enlaza y nos hace atribuirles una simplicidad e identidad real me doy cuenta que mi explicación es muy defectuosa y que nada más que la evidencia aparente de los razonamientos precedentes puede haberme inducido a admitirla. Si las percepciones son existencias distintas, forman tan sólo un todo por hallarse enlazadas entre sí. Sin embargo, no pueden descubrirse por el entendimiento humano conexiones entre existencias distintas. Sólo sentimos un enlace o determinación del pensamiento a pasar de un objeto a otro. Se sigue, pues, que el pensamiento sólo siente la identidad personal cuando, reflexionando sobre la serie de las percepciones pasadas que componen el espíritu, siente las ideas de ellas como enlazadas entre sí e introduciéndose naturalmente las unas en las otras. Aunque esta conclusión parezca extraordinaria no debe sorprendernos. Los más de los filósofos parecen inclinarse a pensar que la identidad personal surge de la conciencia, y conciencia no es más que un pensamiento o una percepción reflexiva. La presente filosofía, por consiguiente, tiene hasta aquí un aspecto lleno de promesas. Pero todas mis esperanzas se desvanecen cuando trato de explicar los principios que unen nuestras percepciones sucesivas en nuestro pensamiento o conciencia. No puedo descubrir una teoría que me satisfaga en este asunto.

En breve existen dos principios que no puedo hacer compatibles y no está en mí poder renunciar a ninguno de ellos, a saber: que todas nuestras percepciones distintas son existencias distintas y que el espíritu jamás percibe una conexión real entre existencias distintas. No existiría dificultad en este caso si nuestras percepciones fueran inherentes a algo simple e individual o percibiese el espíritu alguna conexión real entre ellas. Por mi parte, yo debo defender el privilegio del escéptico y confesar que esa dificultad es demasiado grande para mi entendimiento. No pretendo, sin embargo, decir que es absolutamente insuperable. Otros quizá, o yo mismo después de reflexiones más maduras, pueden descubrir alguna hipótesis que reconcilie estas contradicciones.

Aprovecharé esta oportunidad para confesar otros dos errores de menos importancia que una reflexión más madura me ha descubierto en mis razonamientos. El primero puede hallarse en el tomo 1, página 105, donde digo que la distancia entre dos cuerpos se conoce, entre otras cosas, por los ángulos formados por los rayos de luz que provienen del cuerpo. Es cierto que estos ángulos no son conocidos por el espíritu, y por consecuencia no pueden descubrirnos la distancia. El segundo error se halla en el tomo 1, página 161, donde digo que dos ideas de un mismo objeto pueden ser sólo diferentes por los diferentes grados de fuerza y vivacidad. Creo que existen otras diferencias entre las ideas que no pueden ser comprendidas propiamente bajo estos términos. Si yo hubiera dicho que dos ideas del mismo objeto pueden ser solamente diferentes por su diferente cualidad afectiva me hubiera acercado más a la verdad.

David Hume nació el 26 de abril de 1711 en Edimburgo. Estudió en aquella Universidad jurisprudencia; pero sus aficiones le llevaban a la filosofía y a la literatura. Tras un intento de ejercer la abogacía en Bristol, se trasladó a Francia, donde permaneció tres años para proseguir sus estudios. Estableció, entonces, aquel plan de vida que siguió constantemente después. «Resolví suplir mi escasa fortuna con una rígida frugalidad, mantener intacta mi libertad y considerar como despreciable todo lo que no se refiriese a la aplicación de mi ingenio a las letras.»

El Tratado de la naturaleza humana es la cumbre de la filosofía de Hume. «La naturaleza humana, dice, es la única ciencia del hombre». En realidad, todas las ciencias se vinculan con la naturaleza humana, aun aquellas que parecen más independientes, como las matemáticas, la física y la religión natural; porque también éstas forman parte de los conocimientos del hombre y caen bajo el juicio de las potencias y las facultades humanas. La primera parte trata del conocimiento humano, el cómo de nuestro conocimiento, las sensaciones… La segunda parte habla de las pasiones. Y en la tercera de la moral.

La filosofía de Hume procede a la vez del empirismo de Locke y del idealismo de Berkeley. Trata de reducir los principios racionales, entre ellos el de la causalidad, a su filtrado humano; por tanto las leyes científicas sólo son válidas para los casos en que la experiencia ha probado su certeza. La sustancia material o espiritual no existe. Es el fenomenismo y agnosticismo absoluto.

Hume influyó en Kant y es inspirador de Adam Smith y de los economistas
liberales clásicos.

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®

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