Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

De las pasiones, por David Hume (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10

Pero voy más lejos, y observo que esta hipótesis moral y presente sistema no sólo concuerdan, sino que admitiendo que la primera es exacta tenemos la prueba irrefutable y absoluta del último. Pues si toda la moralidad se funda en el dolor o la pena que nace de la esperanza de una pérdida o ventaja que puede resultar de nuestro propio carácter o del de los demás, todos los efectos de la moralidad deben derivarse del mismo dolor o placer y también debe suceder lo mismo con la pasión del orgullo y la humildad. La verdadera esencia de la virtud, de acuerdo con esta hipótesis, es producir placer y la del vicio producir dolor. La virtud y el vicio deben formar parte de nuestro carácter para excitar orgullo y humildad. ¿Qué más prueba podemos desear para la doble relación de impresiones e ideas?

El mismo argumento irrefutable puede ser derivado de la opinión que mantiene que la moralidad es algo real fundamentado en la naturaleza. La hipótesis más probable que se ha ideado para explicar la distinción entre vicio y virtud y el origen de los derechos morales y obligaciones es que, por una constitución primaria de la naturaleza, ciertos caracteres y pasiones, por la verdadera consideración y contemplación, producen dolor, mientras que otros, de igual modo, causan placer. El malestar y satisfacción no sólo no son separables del vicio y la virtud, sino que constituyen su verdadera naturaleza y esencia. Aprobar un carácter es sentir un placer originario ante su presentación. El desaprobarlo es experimentar un malestar. Siendo, por consiguiente, el placer y el dolor las causas primarias del vicio y la virtud, deben ser también las causas de todos sus efectos y, por consecuencia, del orgullo y la humildad, que son los inevitables acompañantes de esta distinción.

Aun suponiendo que estas hipótesis de filosofía moral deban ser consideradas como falsas, es evidente que el placer y el dolor, si no las causas del vicio y la virtud, son, en último término, inseparables de ellos. Un carácter generoso y noble proporciona una satisfacción ya en su examen, y cuando se nos presenta, y aunque sea tan sólo en un poema o fábula, no deja jamás de encantarnos y deleitarnos. Por el contrario, la crueldad y falsedad desagradan por su propia naturaleza, y no es posible reconciliarnos con estas cualidades ni en nosotros ni en los otros. Así, una de las hipótesis sobre la moralidad es una prueba innegable del sistema, y la otra, por lo menos, concuerda con él.

Sin embargo, el orgullo y la humildad no surgen sólo de estas propiedades del espíritu que, según los sistemas corrientes de Ética, han ido comprendidas como elementos del deber moral, sino también de cualquier otra cosa, que tenga relación con el placer o el dolor. Nada halaga tanto nuestra vanidad como el talento de agradar por nuestro ingenio, buen humor u otras prendas, y nada nos mortifica más sensiblemente que un fracaso en algún intento de este género. Nadie ha sido capaz de decir qué es el ingenio y mostrar por qué un determinado sistema de pensamiento debe ser comprendido bajo esta denominación mientras que otro no puede serlo. Sólo por el gusto podemos decidir en lo que le concierne, y no poseemos un criterio que nos sirva para formular un juicio de este género. Ahora bien: ¿qué es el gusto, mediante el cual recibe su ser el verdadero y falso ingenio en cierto modo, y sin el que el pensamiento no puede tener un título para una de las dos denominaciones? No es más que una sensación de placer producida por el verdadero ingenio o de dolor producida por el falso, sin que podamos dar las razones de este placer o dolor. La facultad de causar estas sensaciones opuestas es, por consiguiente, la esencia del verdadero y falso ingenio y, en consecuencia, la causa del orgullo y la humildad que surgen de él.

Puede haber quizá algunos que, habituados al estilo de las escuelas y del púlpito, y no habiendo jamás considerado la naturaleza bajo otro aspecto que el escolástico y religioso, se sientan sorprendidos al oírme decir que la virtud excita el orgullo, pasión que aquéllos miran como un vicio, y que el vicio produce humildad, la cual ellos consideran como una virtud. Pero, para no disputar acerca de palabras, hago observar que por orgullo yo entiendo la impresión agradable que surge en el espíritu cuando el espectáculo de nuestra virtud, riqueza o poder nos permite estar satisfechos de nosotros mismos, y que entiendo por humildad la impresión opuesta. Es evidente que la primera impresión no es siempre viciosa ni la última virtuosa. La más rígida moralidad nos permite tener un placer al reflexionar sobre una acción generosa, y por nadie se estima una virtud el sentir remordimientos estériles sobre pensamientos de pasadas villanías y bajezas. Por consiguiente, examinemos estas impresiones, consideradas en si mismas, e inquiramos sus causas, si se hallan en el espíritu o en el cuerpo, sin preocuparnos ahora qué mérito o censura les corresponde.

Sección VIII

De la belleza y fealdad.

Ya consideremos el cuerpo como una parte de nosotros mismos o asintamos a la opinión de aquellos filósofos que lo miran como algo externo, debe siempre admitirse que se halla suficientemente enlazado con nosotros para formar una de estas dobles relaciones que yo he mostrado ser necesarias a las causas de orgullo y humildad. Por consiguiente, siempre que podamos hallar que a esta relación de ideas se une la relación de impresiones podemos esperar con seguridad que se presenten una de estas dos pasiones, según que la impresión sea agradable o desagradable. Pero la belleza, del género que sea, nos proporciona un propio deleite o satisfacción, y la fealdad produce dolor, sea el que sea el sujeto a que corresponde y sea apreciada en objetos animados o inanimados. Si la belleza o fealdad pertenecen a nuestro propio cuerpo, este placer o dolor se convertirá en orgullo o humildad, existiendo en este caso todas las circunstancias requeridas para producir una transición perfecta de impresiones e ideas. Estas sensaciones opuestas se relacionan con las pasiones opuestas. La belleza o fealdad se relaciona íntimamente con el yo, objeto de ambas pasiones. No es, pues, maravilla alguna que la propia belleza llegue a ser objeto de orgullo, y la fealdad, de humildad.

Pero este efecto de las cualidades personales y corporales no es sólo prueba del presente sistema, mostrando que las pasiones no surgen en este caso sin todas las circunstancias que yo he requerido, sino que también puede ser empleado como un argumento más enérgico y más convincente. Si consideramos todas las hipótesis que se han hecho o por la filosofía o por el conocimiento vulgar para explicar la diferencia entre belleza y fealdad, hallamos que todas pueden reducirse a esto, a saber: que la belleza es un orden de construcción de partes que, o por una constitución originaria de nuestra naturaleza o por hábito o capricho, es capaz de producir un placer o satisfacción en el alma. Este es el carácter distintivo de la belleza, y constituye su diferencia con la fealdad, cuya tendencia natural es producir dolor. Placer y dolor, por consiguiente, no son sólo acompañantes necesarios de la belleza y de la fealdad, sino que constituyen su verdadera esencia. Y de hecho, si consideramos que una gran parte de la belleza que admiramos en los animales o en otros objetos se deriva de la idea de la conveniencia o utilidad, no debemos sentir escrúpulo alguno al asentir a esta opinión. La forma que produce fuerza es hermosa en un animal como la forma que es signo de agilidad en otro. El orden y conveniencia de un palacio no son menos esenciales a su belleza que su mera figura y apariencia. De igual modo, las reglas de la arquitectura requieren que la parte superior de un pilar sea más delgada que su base y que por esto su figura nos sugiera la idea de seguridad, que es agradable, mientras que la forma contraria nos dé la impresión del peligro, que es desagradable. De innumerables ejemplos de este género, así como de considerar que la belleza, al igual del ingenio, no puede ser definida, sino que es apreciada sólo por el gusto o la sensación, es dado concluir que la belleza no es más que la forma que produce placer, y fealdad, la estructura de las partes que sugiere dolor; y puesto que la facultad de producir dolor y placer constituye de esta manera la esencia de la belleza y de la fealdad, todos los afectos de estas cualidades deben derivarse de la sensación, y en consecuencia, el orgullo y la humildad, que de todos sus efectos son los más comunes y notables.

Estimo este argumento preciso y decisivo; pero para dar una más alta autoridad al razonamiento presente supongámoslo falso por un momento y veamos lo que se sigue. Es cierto, pues, que si la facultad de producir placer o pena no constituye la esencia de la belleza y la fealdad, las sensaciones no son, en último término, separables de las cualidades y es aun difícil considerarlas aparte. Ahora bien: nada es común a la belleza natural y moral (ambas son las causas del orgullo) más que esta facultad de producir placer, y como un efecto común supone siempre una causa común, es claro que este placer debe ser en ambos casos una causa real y efectiva de las pasiones. De nuevo nada es originalmente diferente entre la belleza de nuestro cuerpo y la belleza de los objetos externos y extraños a nosotros más que el tener aquélla una relación más próxima con nosotros mismos, que falta en la otra. Esta diferencia original, por consiguiente, debe ser la causa de todas las otras diferencias y, por lo tanto, de su diferente influencia sobre la pasión del orgullo, que es despertada por la belleza de nuestra persona, pero no es afectada en lo más mínimo por la de los objetos extraños y externos. Reuniendo estas dos conclusiones hallamos que componen entre las dos el precedente sistema, a saber: que el placer, como una impresión relacionada o semejante, cuando se refiere a un objeto relacionado, por una transición natural, produce orgullo, y su contrario, humildad. Este sistema, pues, parece ya suficientemente confirmado por la experiencia, aunque nosotros no hemos aún agotado todos nuestros argumentos.

No es sólo la belleza del cuerpo lo que produce orgullo, sino también su vigor y fuerza. El vigor es una especie de poder y, por consiguiente, el deseo de ser superior en vigor debe ser considerado como una especie inferior de ambición. Por esta razón el fenómeno presente será suficientemente explicado al exponer esta pasión.

En lo que concierne a las demás cualidades ventajosas corporales haremos observar, en general, que lo que en nosotros mismos es útil, bello o sorprendente constituye objeto de orgullo, y su contrario, de humildad. Ahora bien: es claro que todo lo útil, hermoso o sorprendente concuerda en producir un placer separado y sólo en esto. El placer en relación con el yo, por consiguiente, debe ser la causa de la pasión.

Aunque no se discutirá si la belleza es algo real y diferente de la facultad de producir placer, no puede ser puesto en duda que la sorpresa, no siendo más que un placer surgiendo de la novedad, no constituye, exactamente hablando, la cualidad de un objeto, sino solamente una pasión o impresión en el alma. Por consiguiente, de esta pasión debe surgir el orgullo, por una transición natural; y surge tan naturalmente que no hay nada en nosotros o concerniente a nosotros que produzca sorpresa que al mismo tiempo no excite esta otra pasión. Así, nos sentimos orgullosos de las sorprendentes aventuras que hemos corrido, las escapadas que hemos hecho y los peligros a que hemos estado expuestos. De aquí el origen del mentir, corriente en el hombre, el cual, sin ningún interés y meramente por vanidad, amontona un número extraordinario de sucesos que o son ficciones de su cerebro o si verdaderos no tienen la más mínima relación con ellos mismos. Su fecunda imaginación los provee con numerosas aventuras, y si este talento falta, se apropian las pertenecientes a otros para satisfacer su vanidad.

En este fenómeno se contienen dos experiencias que si las comparo entre sí, según las reglas conocidas por las cuales juzgamos acerca de la causa y el efecto en anatomía, filosofía natural y otras ciencias, obtendremos un irrefutable argumento en favor de la influencia de la doble relación arriba mencionada. Por una de estas experiencias hallamos que un objeto produce orgullo solamente por la interposición del placer, y esto porque la cualidad por la que produce orgullo no es en realidad más que la facultad de producir placer. Por la otra experiencia hallamos que el placer produce el orgullo por una transición que acompaña a las ideas relacionadas, por lo que cuando suprimimos la relación se destruye la pasión inmediatamente. Una aventura sorprendente que nosotros mismos hayamos corrido se relaciona con nosotros, y por este medio produce orgullo; pero la aventura de otros, aunque pueda causar placer, faltándole esta relación de ideas no excita jamás esta pasión. ¿Qué más prueba se puede desear para el presente sistema?

Hay sólo una objeción a este sistema con relación a nuestro cuerpo, que es que aunque no hay nada más agradable que la salud ni nada más penoso que la enfermedad, los hombres no se sienten comúnmente ni vanidosos de la una ni mortificados por la otra. Esto se explicará fácilmente si tenemos en cuenta la segunda y cuarta limitación propuestas para nuestro sistema general. Se hizo observar que ningún objeto produce orgullo o humildad si no posee algo peculiar a nosotros mismos, así como también que toda causa de esta pasión debe ser en algún modo constante y posee una cierta proporción con respecto a nuestra duración, que es su objeto. Ahora bien: como la salud y la enfermedad varían incesantemente en todos los hombres y no hay ninguno que se halle sometido fija y ciertamente a una u otra, estas ventajas y calamidades son en cierto modo independientes de nosotros y no se las considera enlazadas con nuestro ser o existencia. Que esta explicación es verdadera aparece claro si se considera que siempre que una enfermedad, de cualquier género, se halla tan arraigada en nuestra constitución que no tenemos ninguna esperanza de curar se convierte en un objeto de humildad, lo que es evidente en los viejos, a quien nada mortifica más que la consideración de su edad y enfermedades. Estos intentan ocultar tan largo tiempo como pueden hacerlo su ceguera y sordera, su reuma y gota, y no los confiesan más que con repugnancia y desagrado. Y aunque los hombres jóvenes no se sientan avergonzados por cada dolor de cabeza o resfriado que padecen, no hay tópico tan apropiado para mortificar el orgullo humano y fomentar una humilde opinión de nuestra naturaleza como el saber que nos hallamos sometidos en cada momento de nuestra vida a semejantes molestias. Esto prueba de un modo suficiente que el dolor físico y la enfermedad son por sí mismos causas propias de humildad, aunque el hábito de estimar las cosas por comparación más que por su valor intrínseco nos hace no ver estas calamidades, que hallamos pueden acaecer a todo el mundo, y nos lleva a formarnos una idea de nuestra mente y carácter independiente de ellas.

Nos avergonzamos de las enfermedades que afectan a los otros y son o peligrosas o desagradables para ellos: de la epilepsia, porque causa horror a todo el que está presente; de la sarna, porque es infecciosa; del mal real, porque pasa comúnmente a la posteridad. Los hombres consideran los sentimientos de los otros en un juicio de sí mismos. Esto ha aparecido evidente en alguno de los razonamientos precedentes, y lo parecerá aún más y será más explicado más tarde.

Sección IX

De las ventajas y desventajas externas.

Aunque el orgullo y la humildad tienen por su causa natural y más inmediata las cualidades de nuestro espíritu y cuerpo, que constituyen el yo, hallamos por experiencia que existen muchos otros objetos que producen estas afecciones y que la causa primera es, en cierta medida, obscurecida y perdida por la multiplicidad de las externas y extrínsecas. Nos sentimos vanidosos de casas, jardines, carruajes, del mismo modo que de méritos y excelencias personales, y estas ventajas externas, aunque se hallan muy distantes en sí mismas de nuestra persona, influyen considerablemente sobre una pasión que se halla dirigida a ellas como a su último objeto. Esto acontece cuando los objetos externos adquieren una relación particular con nosotros y están asociados y enlazados con nosotros. Un hermoso pez en el océano, un animal en el desierto, y de hecho todo lo que no concierne ni está relacionado con nosotros, no puede tener influencia en nuestra vanidad, sean las que sean las extraordinarias cualidades de que está dotado y sea el que sea el grado de sorpresa o admiración que puede producir ocasionalmente. Debe estar de algún modo asociada con nosotros para excitar nuestro orgullo. Su idea debe depender, en cierto modo, de nosotros mismos, y la transición de la una a la otra debe ser fácil y natural. Pero es aquí notable que, aunque la relación de semejanza opera sobre el espíritu de la misma manera que la de la causa y contigüidad, llevándonos de una idea a otra, constituye esto rara vez una fundamentación del orgullo o la humildad. Si nos parecemos a una persona en alguno de los elementos valuables de su carácter, debemos poseer en algún grado la cualidad en que nos parecemos a ella, y escogemos siempre esta cualidad en nosotros, para considerarla, más bien que en la reflexión sobre otra persona, cuando sentimos algún grado de vanidad por ella. Así que, aunque una semejanza puede ocasionalmente producir una idea más ventajosa de nosotros mismos, es en esta última en la que la atención se fija y en la que la pasión halla su última y final causa.

Hay casos, de hecho, en que los hombres se muestran vanidosos de parecerse a un gran hombre en su presencia, figura, aire u otras pequeñas circunstancias que no contribuyen en algún grado a su reputación; pero debe reconocerse que esto no va muy lejos ni es un factor considerable en estas afecciones. Para esto doy la siguiente razón. No podemos sentir vanidad jamás por asemejarnos en aspectos insignificantes a una persona, a menos que aquélla posea cualidades verdaderamente brillantes que nos causen respeto y veneración por ella. Estas cualidades, pues, son, hablando propiamente, las causas de nuestra vanidad mediante su relación con nosotros. Ahora bien: ¿de qué modo se relacionan con vosotros mismos? Son aspectos de la persona que valoramos, y por consecuencia enlazados con sus aspectos insignificantes, que se supone también son aspectos de ella. Estas cualidades insignificantes se hallan enlazadas con las que se le asemejan en nosotros, y estas cualidades nuestras, siendo aspectos, son enlazadas con el todo. De este modo se forma una cadena de varios eslabones entre nosotros y las cualidades brillantes de la persona a que nos parecemos. Pero aparte de que esta multitud de relaciones debe debilitar el enlace, es evidente que el espíritu, pasando de las cualidades brillantes a las triviales, debe, por contraste, percibir mejor la insignificancia de las últimas y sentirse, en alguna medida, avergonzado por la comparación y semejanza.

Por consiguiente, la relación de contigüidad o de causalidad entre la cansa y el objeto de orgullo y humildad es sólo requisito para hacer surgir estas pasiones, y estas relaciones no son más que cualidades por las que la imaginación es llevada de una idea a otra. Consideremos ahora qué efecto pueden tener éstas sobre el espíritu y por qué medios se hacen tan necesarias para la producción de las pasiones. Es evidente que la asociación de ideas opera de una manera tan callada e imperceptible que nos damos muy poca cuenta de ella y la descubrimos más por sus efectos que por su sentimiento o percepción. No produce emoción, no da lugar a una nueva impresión de cualquier género, sino que sólo modifica las ideas que el espíritu posee primeramente, y que éste puede reproducir en cualquier ocasión. De este razonamiento, así como de una experiencia indubitable, podemos concluir que una asociación de ideas, aunque necesaria, no es, sola, suficiente para que surja una pasión.

Es evidente, pues, que cuando el espíritu siente una pasión o de orgullo o de humildad ante la presencia de un objeto relacionado existe además de la relación o transición del pensamiento una emoción o impresión original producida por algún otro principio. La cuestión es si la emoción primeramente producida es la pasión misma o alguna otra impresión relacionada con ella. Esta cuestión no podemos tardar en decidirla, pues, aparte de todos los argumentos que abundan en favor de esto, debe aparecer evidente que la relación de las ideas, que la experiencia muestra ser una circunstancia tan indispensable para la producción de la pasión, resultaría enteramente superflua si no secundase una relación de afecciones y facilitase la transición de una impresión a otra. Si la naturaleza produjera inmediatamente la pasión del orgullo o la humildad se hallaría completa en sí misma, no requeriría una ulterior adición o aumento de alguna otra afección. Suponiendo que la primera emoción es solamente relacionada con el orgullo y la humildad, es fácil de concebir para qué propósito puede servir la relación de los objetos y cómo las dos asociaciones diferentes de impresiones e ideas pueden, midiendo sus fuerzas, ayudarse recíprocamente. No solamente se concibe fácilmente esto, sino que yo me atrevo a afirmar que es la única manera en que podemos concebir este proceso. Una fácil sucesión de ideas que por sí misma no produce una emoción no es ni necesaria ni aun útil para la pasión más que favoreciendo la transición entre algunas impresiones relacionadas. No es preciso relacionar que el mismo objeto causa un grado mayor o menor de orgullo, no sólo en proporción del aumento o disminución de sus cualidades, sino también en relación de la distancia o proximidad de la relación, lo que es un claro argumento de la transición de las afecciones que acompaña a la relación de las ideas, pues todo cambio en la relación produce un cambio proporcional en la pasión. Así, una parte del sistema precedente, concerniente a la relación de las ideas, es una prueba suficiente de la otra, que se refiere a las impresiones, y se halla tan evidentemente fundado en la experiencia que sería perder el tiempo intentar demostrarlo.

Esto parecerá más evidente en casos particulares. Los hombres se sienten vanidosos de la belleza de su tierra, de su condado, de su parroquia. Aquí la idea de la belleza produce, sin más, un placer. Este placer se relaciona con el orgullo. El objeto o causa de este placer es, por hipótesis, referido al yo o al objeto del orgullo. Por esta doble relación de impresiones e ideas se verifica una transición de una impresión a otra.

Los hombres se sienten vanidosos de la temperatura, del clima en que han nacido y de la fertilidad de su tierra natal, de la bondad de los vinos, frutos o vituallas producidos por ella, de la suavidad o fuerza de su idioma y de otras particularidades de este género. Estos objetos contienen en sí una referencia al placer de los sentidos y son originalmente considerados como agradables para el tacto, gusto u oído. ¿Cómo es posible que lleguen a ser objetos de orgullo más que mediante la transición antes explicada?

Hay algunos que experimentan una vanidad pasional de un género opuesto y afectan despreciar su propia tierra en comparación con aquellas por las que han viajado. Estas personas notan, cuando se hallan en su hogar y rodeadas de sus compatriotas, que la relación íntima entre ellos y su propia nación es común a tantos, que en cierto modo se pierde para ellos, mientras que su relación distante con una comarca extraña, relación que se ha formado por haber visto aquélla y vivido en ella, es aumentada por la consideración de que hay muy pocos que hayan hecho lo mismo. Por esta razón admiran siempre más la belleza, utilidad y la rareza de lo extranjero que lo que hay en su propia casa.

Ya que podemos sentirnos vanidosos de nuestra tierra o de un objeto inanimado que posea alguna relación con nosotros, no es ninguna maravilla que nos sintamos vanidosos de las cualidades de aquellos que se hallan enlazados con nosotros por la sangre o la amistad. De acuerdo con esto, hallamos que las mismas cualidades que en nosotros producen orgullo producen, en grado menor, la misma afección cuando las descubrimos en personas relacionadas con nosotros. La belleza, habilidad, mérito, crédito y honores de su estirpe son exhibidas calurosamente por el vanidoso y constituyen el manantial más considerable de su vanidad.

Si nosotros mismos somos vanidosos de nuestras riquezas para satisfacer nuestra vanidad, deseamos que todo el que tenga alguna relación con nosotros deba igualmente poseer riquezas y nos sentimos avergonzados del que es humilde o pobre entre nuestros amigos y relaciones. Por esta razón apartamos al pobre tan lejos de nosotros como es posible, y cuando no podemos evitar la pobreza en alguna distante rama colateral y sabemos que nuestros antepasados eran parientes cercanos sentimos, sin embargo, que somos de una buena familia y descendemos de una larga sucesión de antecesores ricos y honorables.

He observado frecuentemente que los que se vanaglorian de la antigüedad de sus familias se alegran cuando pueden añadir la circunstancia de que sus antepasados, por muchas generaciones, han sido sin interrupción propietarios de la misma porción de tierra y que su familia jamás ha cambiado sus posesiones o ha sido trasplantada a otra comarca o provincia. He observado también que es un motivo adicional de vanidad el poderse vanagloriar de que estas posesiones hayan sido transmitidas a través de una descendencia compuesta enteramente de varones y de que los honores y fortuna no hayan jamás pasado a través de alguna hembra. Expliquemos este fenómeno por el siguiente sistema.

Es evidente que cuando alguno se vanagloria de la antigüedad de su familia el motivo de su vanidad no es sólo el curso del tiempo o el número de antepasados, sino sus riquezas y crédito, que se supone les conceden un honor a causa de su relación con ellos. Primeramente, si se consideran estos objetos y se es afectado por ellos de un modo agradable, y después se vuelve sobre sí mismo y a través de la relación de padre a hijo, se siente uno elevado con la pasión del orgullo mediante la doble relación de impresiones e ideas. Puesto que, por consiguiente, la pasión depende de estas relaciones, el vigor de alguna de estas relaciones debe aumentar la pasión y la debilidad de las relaciones disminuirla. Ahora bien: es cierto que la identidad de la posesión fortalece la relación de las ideas que surgen de la sangre y la raza y lleva a la fantasía con mayor facilidad de una generación a otra, de los más remotos antecesores a su posteridad, que se forma al mismo tiempo de sus herederos y sus descendientes. Por esta facilidad la impresión se transmite más entera y excita un grado más alto de orgullo o vanidad.

El caso es el mismo en la transmisión de honores y fortuna a través de una sucesión de varones sin pasar a través de alguna hembra. Es una propiedad de la naturaleza humana, propiedad que debemos considerar después que la imaginación naturalmente se dirige a lo que es importante y considerable, y cuando dos objetos se presentan a ella, el uno pequeño y el otro grande, abandona usualmente el primero y se concentra enteramente en el último. Como en la sociedad del matrimonio, el sexo masculino tiene ventajas sobre el femenino; el marido es el primero que atrae nuestra atención, y ya lo consideremos directamente o lleguemos a él a través de objetos relacionados, el pensamiento se detiene en él con mayor satisfacción, llega a él con mayor facilidad, que a la consorte. Es fácil ver que esta propiedad debe fortalecer la relación de los hijos con el padre y debilitar su relación con la madre; pues como todas las relaciones no son sino la inclinación a pasar de una idea a otra, siempre que se refuerza la inclinación se refuerza la relación, y como tenemos una inclinación más marcada a pasar de la idea de los hijos a la del padre que de la misma idea a la de la madre, debemos considerar la primera relación como la más estrecha y más considerable. Esta es la razón de por qué los hijos exhiben comúnmente el nombre de los padres y se consideran ser de un nacimiento noble o bajo de acuerdo con su familia, y aunque la madre posea un espíritu y genio superior al del padre, como a menudo sucede, prevalece la regla general, a pesar de la excepción, de acuerdo con la doctrina antes explicada. Es más: cuando la superioridad, en cualquier género, es tan grande, o cuando otras razones tienen tal efecto que hacen que los hijos se representen más bien la familia de la madre que la del padre, la regla general obtiene de aquí tal eficacia, que se debilita la relación y se produce una ruptura en la línea de los antecesores. La imaginación no corre a través de ella con facilidad ni es capaz de transferir el honor y el crédito de los antecesores a su descendencia del mismo nombre y familia tan rápidamente como cuando la transición se conforma a la regla general y pasa de padres a hijos o de hermano a hermano.

Sección X

De la propiedad y riquezas.

Pero la relación que se estima más estrecha y que entre todos produce más comúnmente la pasión del orgullo es la de propiedad. Me será imposible explicar plenamente esta relación hasta que llegue a tratar de la justicia y otras virtudes morales. Es suficiente hacer observar en esta ocasión que la propiedad puede ser definida como una relación entre una persona y un objeto de modo que permite a aquélla y prohíbe a otras la libre posesión y uso de algo sin violar las leyes de justicia y equidad moral. Si la justicia, por consiguiente, es una virtud que tiene una influencia original y natural sobre el espíritu humano, la propiedad puede ser considerada como una especie particular de causacion, ya consideremos la libertad que al propietario concede de operar como le place sobre el objeto o las ventajas que obtiene de él. Sucede lo mismo si la justicia, de acuerdo con el sistema de ciertos filósofos, se estima, una virtud artificial y no natural, pues el honor, costumbres y leyes civiles desempeñan el papel de la conciencia natural y producen en algún grado los mismos efectos. Es cierto, sea dicho de paso, que la mención de la propiedad lleva nuestro pensamiento al propietario y la del propietario a la propiedad, lo que, siendo una prueba de una perfecta relación de ideas, es todo lo que se requiere para nuestro presente propósito. Una relación de ideas, unida a la de las impresiones, produce siempre una transición de las afecciones, y, por consiguiente, siempre que un placer o pena surge de un objeto enlazado por nosotros por propiedad podemos estar ciertos que debe surgir de esta unión de relaciones u orgullo o humildad si el sistema precedente es sólido y satisfactorio. Y si es así o no podemos saberlo pronto por la más rápida ojeada de la vida humana.

Cualquier cosa que pertenece a un hombre vanidoso es lo mejor que puede existir. Su casa, sus coches, sus muebles, vestidos, caballos, perros, son superiores en todos conceptos a los de los otros, y es fácil de observar que de la menor superiori dad en alguna de estas cosas obtiene un nuevo motivo de orgullo o vanidad. Su vino, si se le da crédito, tiene un sabor más fino que ningún otro; su cocina es más exquisita; su mesa, más ordenada; su servidumbre, más experta; el aire en que vive, más saludable; el suelo que cultiva, más fértil; sus frutos maduran más pronto y mejor; un objeto que posee es notable por su novedad, otro por su antigüedad; éste es la obra de un famoso artista que corresponde a un príncipe o gran hombre semejante; en una palabra: todos los objetos que son útiles, bellos o sorprendentes o relacionados con tales, pueden, mediante la propiedad, dar lugar a estas pasiones. Estos objetos convienen en producir placer y no convienen más que en esto. Esto sólo es común a ello, y, por consiguiente, debe ser la cualidad que produce la pasión, que es su efecto común. Como todo nuevo ejemplo es un nuevo argumento y como los ejemplos son innumerables, puedo aventurarme a afirmar que ningún sistema fue jamás tan plenamente demostrado por la experiencia como el que yo he presentado aquí. Si la propiedad de alguna cosa que produce placer por su utilidad, belleza o novedad produce también orgullo por una doble relación de impresiones e ideas, no debemos admirarnos de que la facultad de adquirir esta propiedad tenga el mismo efecto. Ahora bien: las riquezas deben ser consideradas como la facultad de adquirir lo que place, y sólo en este respecto influyen en estas pasiones. El papel podrá en muchas ocasiones ser considerado como riqueza, y esto sucede porque puede concedernos la facultad de adquirir moneda, y la moneda tampoco es riqueza, sino un metal dotado de ciertas cualidades, como solidez, peso y solubilidad; pero sólo él tiene relación con los placeres y ventajas de la vida. Considerando esto como verdadero, que es tan evidente en sí mismo, podemos sacar de ello uno de los más poderosos argumentos que yo he empleado para probar la influencia de la doble relación sobre el orgullo y la humildad.

Se ha hecho observar, al tratar del entendimiento, que la distinción que a veces hacemos ante una facultad y su ejercicio es completamente fútil y que ni un hombre ni ningún otro ser puede ser pensado como poseyendo una capacidad, a menos que ésta no sea ejercitada y puesta en acción. Pero aunque esto sea estrictamente verdadero y justo en una manera filosófica de pensar, es cierto que no es la filosofía de nuestras pasiones, que suponen que muchas cosas operan sobre ellas mediante la idea y supuesto de una facultad independiente de su ejercicio actual. Nos sentimos agradados cuando descubrimos alguna capacidad de procurarnos placer, y nos desagrada que otros adquieran alguna capacidad que produzca dolor. Esto es, por experiencia, evidente; pero para dar una explicación precisa de la materia y explicar esta satisfacción y desagrado debemos considerar las siguientes reflexiones:

Es evidente que el error de distinguir la facultad de su ejercicio no procede enteramente de la doctrina escolástica de la voluntad libre, que de hecho representa un papel insignificante en la vida corriente y tiene escaso influjo sobre nuestra manera popular y vulgar de pensar. Según esta doctrina, los motivos no nos privan de la voluntad libre ni nos despojan de nuestra facultad de realizar o no realizar una acción. Pero, según las ideas vulgares, el hombre no tiene este poder cuando existen motivos verdaderamente considerables entre él y la satisfacción de sus deseos y le determinan a no realizarlo que él desea hacer. Yo no pienso que he caído bajo el poder de mi enemigo cuando le veo pasar junto a mí en la calle con una espada al lado, mientras que yo me hallo desprovisto de arma alguna. Sé que el temor a los magistrados civiles es una defensa tan fuerte como un arma de acero y que yo me hallo tan seguro como si él estuviera encadenado o encarcelado. Pero cuando una persona adquiere tal autoridad sobre mí que no sólo no existe obstáculo externo para sus acciones, sino que también puede castigarme o premiarme como le plazca sin el menor miedo de castigo por su parte, yo le atribuyo un pleno poder y me considero yo mismo como súbdito o vasallo.

Ahora bien: si comparamos estos dos casos, el de una persona que tiene motivos verdaderamente poderosos de interés o seguridad para evitar una acción y el de una que no se halla bajo tal presión, hallaremos, de acuerdo con la filosofía explicada en el libro anterior, que la sola diferencia entre ellos está en que en el primer caso concluimos de la experiencia pasada que la persona no realiza la acción, y en el último, que es posible o probable que la realice. Nada es más inconstante y fluctuante en muchas ocasiones que la voluntad del hombre, y nada hay más que los motivos poderosos que puedan ofrecernos una certeza absoluta al pronunciarnos en lo concerniente a las acciones futuras. Cuando vemos una persona libre dominada por estos motivos, suponemos la posibilidad de su acción o inhibición de su acción, y aunque, en general, podemos concluir que se halla determinada por motivos y causas, sin embargo, esto no quita la incertidumbre de nuestro juicio en lo que concierne a estas causas ni la influencia de esta incertidumbre sobre las pasiones. Puesto que, por consiguiente, adscribimos la facultad de realizar una acción a todo el que no tiene motivos poderosos para reprimirla y se la negamos al que los tiene, se puede concluir justamente que la facultad incluye siempre una referencia a su ejercicio actual o probable y que consideramos a una persona como dotada con una capacidad cuando hallamos, por la experiencia pasada, que es probable, o por lo menos posible, que pueda ejercerla, y de hecho, como nuestras pasiones siempre se refieren a la existencia real de objetos y juzgamos siempre de esta realidad por las cosas pasadas, nada puede ser más fácil por sí mismo, sin ningún razonamiento ulterior, que la facultad consista en la posibilidad o probabilidad de una acción descubierta por la experiencia y práctica del mundo.

Ahora, es evidente que siempre que una persona se halla en tal situación con respecto a mí o que no hay un motivo poderoso para determinarla a que me dañe y, por consiguiente, es incierto que me dañe o no, yo me encontraré mal en tal situación, y no puedo considerar la posibilidad o probabilidad de este daño sin una sensible inquietud. Las pasiones no son sólo afectadas por sucesos que son ciertos e infalibles, sino también, en un grado inferior, por los posibles y contingentes. Y aunque quizá yo no experimente nunca realmente ningún daño y descubra por las consecuencias que, filosóficamente hablando, la persona no posee ningún poder de dañarme, puesto que ella no ha ejercido ninguno, esto no evita mi malestar, que procede de mi anterior incertidumbre. Una pasión agradable puede operar aquí lo mismo que una desagradable y sugerir un placer cuando yo percibo ser posible o probable un bien por la posibilidad o probabilidad de que otro me lo conceda por la supresión de motivos poderosos que pueden haberlo impedido antes.

Pero podemos además observar que esta satisfacción aumenta cuando se aproxima algún bien de tal manera que se halla en el poder de uno tomarlo o dejarlo y no existe ningún obstáculo físico ni ningún motivo verdaderamente poderoso para impedir nuestro goce. Como todos los hombres desean el placer, nada puede ser más probable que su existencia cuando no hay un obstáculo externo para producirlo y los hombres no ven peligro ninguno en seguir sus inclinaciones. En este caso, su imaginación anticipa fácilmente la satisfacción y sugiere la misma alegría que si se hallasen persuadidos de su real y actual existencia.

Pero esto no da suficientemente razón de la satisfacción que acompaña a las riquezas. El avaro obtiene un placer de su dinero, esto es, del poder que le concede de procurarse todos los placeres y ventajas de la vida, aunque sabe que ha gozado de sus riquezas durante cuarenta años sin gozar de ellas, y, por consecuencia, no se puede concluir, por ninguna especie de razonamiento, que la existencia real de estos placeres está más cercana que si él se hallase enteramente privado de todo lo que posee. Pero aunque no puede llegar a una conclusión semejante mediante el razonamiento referente a la mayor proximidad del placer, es cierto que él imagina estar más cerca de aquél siempre que se apartan todos los objetos externos y también los más poderosos motivos de interés y peligro que se oponen a ello. Para mayor información sobre este asunto debo remitirme a mi explicación de la voluntad, donde yo explicaré la falsa sensación de libertad que nos hace imaginarnos que podemos realizar algo que no es ni muy poderoso ni muy destructivo. Siempre que otra persona no se halle obligada por algún interés a abstenerse de un placer, juzgamos por experiencia que el placer existirá y que ella lo obtendrá probablemente. Pero cuando somos nosotros mismos los que nos hallamos en esta situación, juzgamos, mediante una ilusión de la fantasía, que el placer es aún más próximo e inmediato. La voluntad parece moverse fácilmente en todas direcciones y lograr una imagen de sí misma aun en aquel aspecto en que no produce nada. Mediante esta imagen, el placer parece aproximarse más cerca de nosotros y nos da la misma satisfacción que si fuese perfectamente cierto y seguro.

Será fácil ahora llevar este razonamiento a su término y probar que cuando las riquezas producen orgullo o vanidad en sus poseedores, como nunca dejan de hacerlo, es sólo mediante la doble relación de las impresiones e ideas. La verdadera esen cia de las riquezas consiste en la facultad de procurar los placeres y conveniencias de la vida. La verdadera esencia de esta facultad consiste en la probabilidad de su ejercicio e impeliéndonos a anticipar por un razonamiento verdadero o falso la existencia real del placer. Esta anticipación del placer es en sí misma un placer muy considerable, y su causa es alguna posesión o propiedad de que gozamos y que está por esto relacionada con nosotros; vemos aquí claramente todas las partes del precedente sistema presentarse más exacta y distintamente ante nosotros.

Por la misma razón que las riquezas causan placer y orgullo y que la pobreza da lugar al desagrado y humildad, debe el poder producir la primera de estas emociones y la esclavitud la segunda. El poder o la autoridad sobre los otros nos hace capaces de satisfacer todos nuestros deseos; la esclavitud, por someternos a la voluntad de los otros, nos expone a mil necesidades y mortificaciones.

Vale aquí la pena de observar que la vanidad del poder o la vergüenza de la esclavitud se aumenta considerablemente por la consideración de las personas sobre quien ejercemos nuestra autoridad o que la ejercen sobre nosotros; pues suponiendo ser posible que fabricásemos estatuas con un mecanismo tan admirable que pudieran moverse y obrar obedeciendo a la voluntad, es evidente que su posesión produciría placer y orgullo, pero no en grado tan grande como la misma autoridad cuando se ejerce sobre criaturas sensibles y racionales, pues su condición, al ser comparada con la nuestra, hace que ésta parezca más agradable y honorable. La comparación es, en todo caso, un método seguro de aumentar nuestra estima con respecto a alguna cosa. Un hombre rico siente mejor la felicidad de su condición oponiéndola a la de un mendigo. Pero existe una ventaja particular en el poder, por el contraste que se nos presenta en cierto modo entre, nosotros y la persona sobre quien mandamos. La comparación es obvia y natural: la imaginación lo halla en el verdadero sujeto: el paso del pensamiento a su concepción, es suave y fácil. Y que esta circunstancia tiene un efecto considerable aumentando su influencia aparece más adelante, al examinar la naturaleza de la malicia y de la envidia.

Sección XI

Del amor de la gloria.

Pero además de estas causas originarias del orgullo y la humildad existe una causa secundaria que tiene su raíz en la opinión de los otros y que posee una igual influencia sobre las afecciones. Nuestra reputación, carácter y nombre son conside raciones de gran peso e importancia, y hasta las demás causas del orgullo y la humildad, virtud, belleza y riquezas, tienen una pequeña influencia si no están secundadas por las opiniones y los sentimientos de los otros. Para dar razón de este fenómeno será necesario detenernos un poco y explicar primero la naturaleza de la simpatía.

Ninguna cualidad de la naturaleza humana es más notable, ni en sí misma ni en sus consecuencias, que la inclinación que poseemos a simpatizar con los otros y a recibir por comunicación sus inclinaciones y sentimientos aunque sean diferentes o contrarios a los nuestros. Esto no se revela sólo en los niños, que tácitamente abrazan toda opinión que les es propuesta, sino también en hombres de la mayor capacidad de juicio e inteligencia que hallan muy difícil seguir su propia razón o inclinaciones en oposición con la de sus amigos o compañeros acostumbrados. A este principio es posible atribuir la gran uniformidad que podemos observar en los caracteres y los modos de pensar de los individuos de una misma nación, y es mucho más probable que esta semejanza surja de la simpatía que de alguna influencia del suelo o clima, la cual, aunque continúa siempre la misma, no es capaz de conservar el carácter de una nación idéntico durante una centuria. Un hombre de buen natural se encuentra en un instante dado del mismo humor que su compañía, y hasta el más orgulloso y arisco torna en su vida un tinte de sus compatriotas y conocidos. Un aspecto jovial produce una sensible complacencia y serenidad en mi espíritu; del mismo modo, un aspecto irritado o triste me llena de un repentino desaliento. Odio, resentimiento, estima, amor, valor, júbilo y melancolía son pasiones que experimento más por comunicación que por mi temperamento o disposición natural. Un fenómeno tan notable merece nuestra atención y debe ser investigado hasta llegar a sus primeros principios.

Cuando una afección es producida por simpatía, es sólo primeramente conocida por los efectos y por las manifestaciones externas, en el porte y la conversación, que sugieren sil idea. La idea se convierte en aquel momento en una impresión y adquie re un grado tal de fuerza y vivacidad que llega a convertirse en la verdadera pasión y a producir una emoción igual a la de una afección original. Tan instantáneo como sea este cambio de la idea en impresión, procede, sin embargo, de ciertas consideraciones y reflexiones que no escapan a la indagación rigurosa del filósofo, aunque sea él la persona en que tiene lugar.

Es evidente que la idea, o más bien la impresión, de nosotros mismos nos está siempre íntimamente presente y que nuestra conciencia nos da una concepción tan vivaz de nuestra persona que no es posible imaginar que algo pueda en este respecto superarla. Cualquiera, pues, que sea el objeto relacionado con nosotros mismos, debe ser concebido con una vivacidad de concepción semejante, de acuerdo con los anteriores principios, y aunque esta relación no será tan fuerte como la de causalidad, debe tener aún una influencia considerable. Semejanza y contigüidad son relaciones que no deben ser olvidadas, especialmente cuando, por una inferencia de causa y efecto y por la observación de signos externos, nos hallamos informados de la existencia real del objeto que es semejante o contiguo.

Ahora bien: es claro que la naturaleza ha establecido una gran semejanza entre las criaturas humanas y que jamás notamos una pasión o principio en otros sujetos de la que, en algún grado, no podamos hallar en nosotros un análogo. Sucede lo mismo con la estructura del espíritu que con la del cuerpo. Aunque las partes puedan diferir en su figura y tamaño, su estructura y composición son en general las mismas. Existe una notable semejanza que se conserva a pesar de toda la variedad, y esta semejanza debe contribuir mucho a hacernos experimentar los sentimientos de los otros y concebirlos con facilidad y placer. De acuerdo con esto hallamos que cuando, además de la semejanza general de nuestras naturalezas, existe una similaridad peculiar de nuestros modales, carácter, comarca o lenguaje, se facilita la simpatía. Cuanto más fuerte es la relación entre nosotros y un objeto tanto más fácilmente realiza la imaginación la transición y concede a la idea relacionada la vivacidad de concepción que posea la idea que nos formamos de nuestra propia persona.

Tampoco es la semejanza la única relación que ejerce este efecto, sino que ésta recibe nueva fuerza de otras relaciones que pueden acompañarla. Los sentimientos de los otros sujetos tienen poca influencia si están lejos de nosotros: requieren de la relación de contigüidad para comunicarse enteramente. Las relaciones de sangre, siendo una especie de causación, pueden a veces contribuir al mismo efecto, e igualmente la vecindad, que opera del mismo modo que la educación y costumbre, como veremos más adelante y más detenidamente (50). Todas estas relaciones, cuando van juntas, llevan la impresión o conciencia de nuestra propia persona hacia la idea de los sentimientos o pasiones de los otros y nos hacen concebirlos de la manera más intensa y vivaz.

Ya se ha hecho notar al comienzo de este TRATADO que todas las ideas provienen de impresiones y que estos dos géneros de percepciones difieren solamente en el grado de fuerza y vivacidad con que se presentan en el alma. Los elementos componentes de las ideas y de las impresiones son los mismos. La manera y el orden de su presentación pueden ser los mismos. Los diferentes grados de su fuerza y vivacidad son, por consiguiente, las únicas particularidades que los distinguen, y ya que esta diferencia puede ser suprimida en cierto modo por una relación entre impresiones e ideas, no es de extrañar que una idea de un sentimiento o pasión pueda por este medio ser vivificada de tal modo que se convierta en el verdadero sentimiento o pasión. La idea vívida de un objeto se aproxima siempre a su impresión, y es cierto que podemos sentir malestar o dolor por la mera fuerza de la imaginación y hacer que sea real una enfermedad sólo por pensar frecuentemente en ella. Esto es más notable en las opiniones y afecciones, y aquí es principalmente donde una idea vivaz se convierte en una impresión. Nuestras afecciones dependen más de nosotros mismos y de las operaciones internas del espíritu que ninguna otra clase de impresiones, razón por la que surgen más naturalmente de la imaginación y de las ideas vivaces que nos formamos de ellas. Esta es la naturaleza y causa de la simpatía, y de este modo experimentamos tan profundamente las opiniones y afecciones de los otros siempre que las descubrimos.

Lo que es más notable en este asunto es la decisiva confirmación que estos fenómenos nos proporcionan para el precedente sistema referente al entendimiento y, por consiguiente, para el presente, concerniente a las pasiones, puesto que ambos son análogos. De hecho, es evidente que cuando simpatizamos con las pasiones y sentimientos de los otros estos movimientos de ánimo aparecen primeramente en nuestro espíritu como meras ideas y se consideran como perteneciendo a otra persona de un modo idéntico al que tenemos de concebir cualquiera otra realidad. Es también evidente que las ideas de las afecciones de los otros se convierten en las impresiones que ellas representan, y que la pasión surge en conformidad con la imagen que nos formamos de ella. Todo esto es asunto de la más corriente experiencia y no depende de ninguna hipótesis filosófica. La ciencia puede ser sólo admitida a explicar este fenómeno, aunque al mismo tiempo se debe confesar que es tan claro por sí mismo que hay poca ocasión de emplearla; pues aparte de la relación de causa y efecto, por la cual nos convencemos de la realidad de la pasión con la que simpatizamos, aparte de esto, digo, debemos ser auxiliados por las relaciones de semejanza y contigüidad para sentir la simpatía en su plena perfección. Y puesto que estas relaciones pueden convertir enteramente una idea en una impresión y hacer pasar la vivacidad de la última a la primera tan perfectamente que nada se pierda en la transición, podemos concebir fácilmente hasta qué punto la relación de causa y efecto, por sí sola, sirve para fortalecer y vivificar una idea. En la simpatía existe una conversión evidente de una idea en una impresión. Esta conversión surge de la relación del objeto con nosotros mismos. Nuestro propio yo nos es siempre íntimamente presente. Si comparamos todas estas circunstancias hallaremos que la simpatía corresponde exactamente a las operaciones de nuestro entendimiento y que aun contiene algo más sorprendente y extraordinario.

Ha llegado ya el momento de que volvamos nuestra vista de la consideración general de la simpatía a su influencia sobre el orgullo y la humildad, cuando estas pasiones surgen de la alabanza o censura, reputación o ignominia. Podemos observar que ninguna persona es alabada por otra con motivo de una cualidad que si fuese real no produjese sobre la persona que la posee orgullo. Los elogios se refieren al poder, riquezas, familia o virtud de aquélla, motivos todos de vanidad que ya hemos expuesto y explicado antes. Así, es cierto que si una persona se considera a sí misma bajo el mismo aspecto en que aparece a su admirador, recibirá de ello un placer separado y después experimentará orgullo o satisfacción de sí propia, de acuerdo con la hipótesis antes expuesta. Ahora bien: nada es más natural para nosotros que abrazar las opiniones de los demás en este particular, mediante la simpatía, que hace que sus sentimientos nos sean íntimamente presentes, y mediante el razonamiento, que nos hace considerar su juicio como una especie de argumento para lo que ellos afirman. Estos dos principios de autoridad y simpatía influyen en casi todas nuestras opiniones, pero tienen una peculiar influencia cuando juzgamos acerca de nuestro propio valor y carácter. Tales juicios van siempre acompañados de pasión (51) y nada tiende más a perturbar nuestro entendimiento y a arrastrarnos a opiniones, aun irracionales, que su conexión con la pasión, la que, extendiéndose sobre la imaginación, concede una fuerza adicional a toda idea relacionada. A lo que podemos añadir que, siendo conscientes de la gran parcialidad en nuestro propio favor, nos sentimos particularmente halagados por todo lo que confirma la buena opinión que tenemos de nosotros mismos y molestados por todo lo que se opone a ella.

Todo esto parece muy probable en teoría; pero para lograr plena certidumbre en este razonamiento debemos examinar el fenómeno de las pasiones y ver si está de acuerdo con él.

Entre estos fenómenos podemos considerar como muy favorable para nuestro propósito el de que aunque la gloria en general es agradable, obtenemos una mayor satisfacción de la aprobación de aquellos que estimamos y aprobamos que la de aquellos que odiamos o despreciamos. Del mismo modo nos sentimos principalmente mortificados con el desprecio de las personas cuyo razonamiento consideramos de algún valor, y somos indiferentes en gran medida frente a las opiniones del resto del género humano. Si el espíritu, por un instinto original, obtuviera un deseo de gloria y una aversión de la infamia, la fama y la ignominia nos influirán sin distinción alguna, y toda opinión, según fuera favorable o desfavorable, excitaría igualmente este deseo o aversión. El juicio de un tonto es el juicio de otra persona lo mismo que el de un hombre sabio, y es tan sólo inferior en su influencia sobre nuestro propio juicio.

No sólo nos sentimos más halagados con la aprobación de un hombre sabio que con la de un tonto, sino que recibimos una satisfacción adicional de la primera cuando es obtenida después de un íntimo y largo trato. Esto se explica del mismo modo.

Las alabanzas de los otros jamás nos procuran mucho placer, a no ser cuando coinciden con nuestra propia opinión y nos ensalzan con motivo de aquellas cualidades en las cuales nos distinguimos principalmente. Un mero soldado estima en poco el carácter de elocuencia; un hombre civil, poco el valor; un obispo, el humor, y un comerciante, el saber. Sea la que quiera la estima que un hombre pueda tener por una cualidad considerada abstractamente, cuando es consciente de que no la posee, le causará un placer escaso la opinión del mundo entero en este respecto, y esto porque no será capaz jamás de estar de acuerdo con la opinión de los otros.

Nada es más usual en hombres de buena familia pero de poca fortuna que abandonar sus amigos y patria y buscar su vida por medio de trabajos manuales entre extranjeros y no entre los que conocen su nacimiento y educación. Seremos desconocidos, dicen, en donde estemos. Nadie sospechará de qué familia procedemos. Nos apartaremos de todos nuestros amigos y conocidos y llevaremos así más fácilmente nuestra pobreza y falta de recursos. Al examinar estos argumentos encuentro que aportan pruebas muy convincentes para mi propósito presente.

Primeramente, podemos inferir de esto que el sufrimiento de ser despreciado depende de la simpatía y que la simpatía depende a su vez de la relación de los objetos con nosotros mismos, puesto que nos sentimos más heridos por el desprecio de personas que se hallan relacionadas con nosotros por la sangre y por la contigüidad en el espacio. Por esto tratamos de disminuir esta simpatía y sufrimiento separándonos de estas relaciones y colocándonos en una contigüidad con extranjeros y a distancia de nuestros conocidos.

Segundo: podemos concluir que las relaciones son necesarias, para la simpatía, no consideradas en absoluto como relaciones, sino por su influencia en la conversión de nuestras ideas de los sentimientos de los otros, en los sentimientos reales, mediante la asociación existente entre la idea de las personas que los experimentan y nuestro propio yo. Pues aquí cuando las relaciones de familia y contigüidad subsisten, pero no están unidas en las mismas personas, contribuyen en un grado menor a la simpatía.

Tercero: esta circunstancia de la disminución de la simpatía por la separación de las relaciones es digna de nuestra atención. Supóngase que me hallo colocado en una mala situación económica entre extranjeros y que, en consecuencia, se me considera bajamente: yo me hallaré en esta situación mejor que si estuviese todos los días expuesto al desprecio de mi familia y mis compatriotas. En aquel caso sufro un doble despecho: por parte de mis relaciones, pero están ausentes; por otra, de los que viven en torno mío, pero éstos son extranjeros. Este doble despecho es igualmente fortalecido por las dos relaciones de familia y contigüidad. Pero como no son las mismas personas las que están enlazadas conmigo por estas dos relaciones, esta diferencia de ideas separa las impresiones que surgen del despecho y evita que se reúnan. El despecho de mis vecinos tiene una cierta influencia, como la tiene el de mi familia; pero estas influencias son diferentes y no van jamás unidas, lo que acaece cuando el despecho procede de personas que son a la vez mis vecinos y mi familia. Este fenómeno es análogo al sistema del orgullo y la humildad antes explicado, que puede parecer tan extraordinario para la opinión vulgar.

Cuarto: una persona, en estas circunstancias, oculta naturalmente su origen a aquellos entre los que vive y se halla muy molesto si alguno de ellos sospecha que pertenece a una familia muy superior a su presente fortuna y modo de vivir. Todo en este mundo se juzga por comparación. Lo que es una inmensa fortuna para un hombre privado es pobreza para un príncipe. Un aldeano se considerará feliz con lo que no aportará ni lo necesario para un caballero. Cuando un hombre se ha habituado a un modo espléndido de vida o se cree digno de él por su nacimiento o cualidad, cualquier cosa más inferior le parece desagradable y aun vergonzosa, y con la mayor habilidad oculta sus pretensiones a una fortuna mejor. Aquí él mismo conoce su poca fortuna; pero como aquellos con quien vive la ignoran, experimenta tan sólo la desagradable reflexión y comparación que le sugiere su pensamiento; pero no la experimenta jamás mediante la simpatía con otros, lo que contribuye mucho a su tranquilidad y satisfacción.

Si hay algunas objeciones a esta hipótesis, a saber: que el placer que obtenemos de la alabanza surge de la comunicación de los sentimientos, hallaremos al examinarlas que, si se consideran en su verdadera luz, sólo servirán para confirmarla. La gloria popular puede ser agradable aun al hombre que desprecia al vulgo; pero esto es porque su multitud le da un peso y autoridad adicional. Los plagiarios se deleitan con las alabanzas cuando son conscientes de que no las merecen; pero esto es una especie de construcción de castillos en el aire, en la que la imaginación se divierte con sus propias ficciones e intenta fortalecerlas mediante la simpatía con los sentimientos de los otros. Los hombres orgullosos son las más veces heridos por el desprecio aunque no presten a él su asentimiento; pero esto es por la oposición entre la pasión que les es natural y la que reciben por simpatía. Aun amante apasionado, del mismo modo, le desagrada en extremo que se censure y condene su amor, aunque es evidente que la oposición que se le hace no puede tener influencia más que por la actitud que toma ante sí mismo y por su simpatía con el que le censura. Si desprecia a éste o nota que bromea, sea lo que sea lo que se le diga no tendrá efecto alguno sobre él.

Sección XII

Del orgullo y la humildad en los animales.

Así, en cualquier respecto que consideremos este problema, podemos observar que las causas del orgullo y la humildad corresponden exactamente a nuestra hipótesis y que nada puede excitar una de estas dos pasiones sin hallarse relacionado con nosotros y producir un placer o dolor independiente de la pasión. Hemos probado no solamente que una tendencia a producir un placer o dolor es común a todas las causas del orgullo o la humildad, sino también que esto es lo único que les es común y que, por consecuencia, es la cualidad en virtud de la cual actúan. Hemos probado además que las causas más considerables de estas pasiones no son realmente otra cosa sino la facultad de producir sensaciones agradables o desagradables, y que, por consiguiente, que todos sus efectos, y entre ellos el orgullo y la humildad, se derivan solamente de este origen. Estos simples principios naturales, fundados en tales sólidas pruebas, deben ser admitidos por los filósofos, a menos que no se les puedan oponer objeciones que se me hayan ocultado.

Es usual entre los anatomistas unir a sus observaciones y experimentos sobre el cuerpo humano otros verificados sobre animales, y de la coincidencia de estos experimentos derivar una prueba, adicional para alguna hipótesis particular. Es indudablemente cierto que cuando la estructura de las partes en los animales es la misma que en el hombre, y la función de estas partes, por consiguiente, también la misma, las causas de la función no pueden ser diferentes, y lo que descubrimos como verdadero de una especie debe concluirse sin vacilación como verdadero de la otra. Así, aunque la mezcla de los humores y la composición de las partes diminutas se puede con razón presumir ser algo diferente en los hombres y en los animales, y que, por consiguiente, algún experimento que hagamos sobre los unos concerniente a los efectos de las medicinas no se aplicará a los otros, sin embargo, como la estructura de las venas y músculos, la fábrica y situación del corazón, de los pulmones, del estómago, del hígado y otras partes son las mismas o casi las mismas en todos los animales, la misma hipótesis que explica en una especie el movimiento muscular, la circulación del quilo, la circulación de la sangre, debe poderse aplicar a todas, y según su coincidencia o no coincidencia con los experimentos que hagamos en alguna especie de seres podemos obtener una prueba de su verdad o falsedad con respecto a todas. Apliquemos, por consiguiente, este método de investigación, que se ha mostrado tan justo y útil en los razonamientos concernientes al cuerpo, a nuestra presente anatomía del espíritu y veamos qué descubrimientos podemos hacer mediante él.

Para esto debemos mostrar primero la correspondencia de las pasiones en el espíritu de los animales y los hombres y después comparar las causas que producen estas pasiones.

Es claro que en casi todas las especies de animales, particularmente en las de género noble, hay evidentes signos de orgullo y humildad. El porte y marcha del cisne, del pavo o del pavo real muestran la alta idea que se forman de si mismos y su desprecio de todos los demás. Lo más notable es que en las dos últimas especies de animales el orgullo se refiere siempre a la belleza y se presenta sólo en el macho. La vanidad y emulación de los ruiseñores en su canto ha sido comúnmente notada, lo mismo que la de los caballos en la velocidad de la carrera, de los perros en la finura del olfato, del toro y del gallo en la fortaleza, y de cualquier otro animal en su excelencia propia. Añádase a esto que todas las especies de animales que viven tan próximos del hombre que pueden familiarizarse con él muestran un evidente orgullo al obtener la aprobación de éste y se sienten halagados con sus alabanzas y caricias independientemente de toda otra consideración. No son las caricias de cualquiera, sin distinción, las que les producen vanidad, sino principalmente las de las personas que conocen y quieren; del mismo modo que la pasión es excitada en los hombres. Todo esto es prueba evidente de que el orgullo y la humildad no son meramente pasiones humanas, sino que se extienden a todo el género animal.

Las causas de estas pasiones son también las mismas en los animales que en nosotros, haciendo una justa concesión a nuestro conocimiento e inteligencia superiores. Así, los animales no poseen o poseen sólo un escaso sentido del vicio y la virtud, rápidamente olvidan las relaciones de sangre y son incapaces de las de derecho y propiedad. Por esta razón las causas de su orgullo y humildad deben estar sólo en el cuerpo y no pueden ser referidas ni al espíritu ni a los objetos externos. Pero en lo que se refiere al cuerpo, las mismas cualidades causan orgullo en los animales y en los hombres, y es en la belleza, fortaleza, rapidez o alguna otra cualidad útil o agradable en lo que este hecho se halla siempre fundado.

La próxima cuestión es, puesto que estas pasiones son las mismas y surgen de las mismas causas en todos los seres, si la manera de operar estas causas es la misma. Según todas las reglas de la analogía, esto es lo que precisamente debe ser esperado, y si nosotros hallamos en el examen que la explicación del fenómeno de la que hicimos uso en una especie no se aplica a las restantes, debemos presumir que esta explicación, aunque plausible, carece en realidad de fundamento.

Para decidir esta cuestión consideremos que evidentemente es la misma relación de ideas la que aquí hallamos y que se deriva de las mismas causas en el espíritu de los hombres que en el de los animales. Un perro que ha ocultado un hueso, frecuentemente olvida el sitio en donde está; pero cuando llega a él su pensamiento pasa fácilmente a lo que ocultó por medio de la contigüidad que produce una relación entre sus ideas. Del mismo modo, cuando ha sido golpeado duramente en algún lugar, tiembla al aproximarse a él aunque no distinga signos de un peligro presente. Los efectos de la semejanza no son tan notables; pero como esta relación constituye un elemento considerable de la causalidad, de la cual todos los animales muestran tan evidentemente un juicio, podemos concluir que las tres relaciones de semejanza, contigüidad y causalidad actúan de la misma manera en los animales que en los seres humanos.

Hay casos suficientes de relación de impresiones para convencernos que existe una unión de ciertas afecciones con otras, en las especies inferiores de los seres del mismo modo que en las superiores, y que sus espíritus son llevados frecuentemente a través de una serie de emociones enlazadas. Un perro, cuando se halla exaltado por la alegría es llevado naturalmente a sentir amor y ternura o por su dueño o por un individuo del otro sexo. Del mismo modo, cuando se halla lleno de dolor o tristeza se hace pendenciero y de mal natural, y esta pasión, que en un comienzo era tristeza, con la más mínima ocasión se convierte en cólera.

Así, los principios internos que son necesarios en nosotros para producir orgullo o humildad son comunes a todos los seres, y puesto que las causas que excitan estas pasiones son las mismas, debemos concluir que estas causas actúan de la misma manera en todos los animales. Mi hipótesis es tan simple y supone una tan pequeña reflexión y juicio, que es aplicable a todo ser sensible, lo que no sólo debe ser admitido como una prueba convincente de su veracidad, sino que también, yo lo espero, constituirá una objeción a todo otro sistema.

Parte Segunda

Del amor y el odio

Sección Primera

Del objeto y causas del amor y el odio.

Es imposible por completo dar una definición de las pasiones del amor y el odio, y esto porque producen meramente una impresión simple sin mezcla o composición. Sería innecesario intentar una descripción de ellas partiendo de su naturaleza, origen, causas y objetos, porque serán los asuntos de la presente investigación y porque estas pasiones son lo suficientemente conocidas por sí mismas mediante nuestro sentir corriente y experiencia. Esto lo hemos hecho observar siempre con respecto al orgullo y la humildad y lo repetimos aquí con respecto al amor y al odio, y de hecho existe una semejanza tan grande entre estos dos pares de pasiones que nos hallamos obligados a comenzar resumiendo nuestros razonamientos concernientes a las primeras para poder explicar las últimas.

Así como el objeto inmediato del orgullo y la humildad es el yo o la persona idéntica de cuyos pensamientos, acciones y sensaciones somos íntimamente conscientes, el objeto del amor y el odio se halla en alguna otra persona de cuyos pensamientos, acciones y sensaciones no somos conscientes. Esto es, por experiencia, suficientemente evidente. Nuestro amor u odio se hallan siempre dirigidos a algún ser sensible externo a nosotros, y cuando hablamos de amor a nosotros mismos no lo hacemos en sentido directo y no tiene la sensación que éste produce nada de común con la tierna sensación que es producida por un amigo o por una amante. Lo mismo sucede con el odio. Podemos sentirnos martirizados por nuestras propias faltas y locuras, pero jamás sentimos cólera u odio más que por las injurias de los otros.

Sin embargo, aunque el objeto del amor y el odio sea siempre alguna otra persona, es claro que el objeto no constituye, hablando propiamente, la causa de esta pasión ni es suficiente por sí solo para excitarla. Ya que el amor y el odio son completamente contrarios en su sensación y tienen el mismo objeto, si este objeto fuese la causa de ellos produciría las dos pasiones opuestas en igual grado, y puesto que desde el primer momento se destruirían la una a la otra, no sería capaz ninguna de ellas de presentarse. Debe, por consiguiente, existir alguna causa independiente de su objeto.

Si consideramos las causas del amor y el odio, hallaremos que son muy diversas y que no tienen muchos elementos comunes. La virtud, el conocimiento, el ingenio, el buen sentido, el buen humor de una persona producen amor o estima, del mismo modo que sus cualidades opuestas odio o desprecio. Las mismas pasiones surgen de perfecciones corporales como la hermosura, fuerza, ligereza, destreza, y de sus contrarios, y también de las ventajas y desventajas externas de familia, posesiones, vestidos, nación y clima. Todos estos objetos son los que, por sus diferentes cualidades, pueden producir amor y estima u odio y desprecio.

Partiendo de la consideración de estas causas podemos derivar una nueva distinción entre la cualidad que opera y el sujeto en la que está colocada. Un príncipe que posee un soberbio palacio obtiene la estima del pueblo por este hecho: primeramente, por la belleza del palacio, y segundo, por la relación de propiedad que le enlaza con aquél. La supresión de uno de estos dos factores destruye la pasión, lo que prueba evidentemente que su causa es compuesta.

Sería aburrido seguir las pasiones del amor y el odio a través de todas las observaciones que hemos hecho con motivo del orgullo y la humildad, y que son también aplicables a este segundo par de pasiones. Es suficiente hacer notar, en general, que el objeto del amor y el odio es evidentemente alguna persona pensante y que la sensación de la primera pasión es siempre agradable y la de la segunda desagradable. Podemos, por consiguiente, suponer con alguna apariencia de probabilidad que la causa de estas dos pasiones es siempre referida a un ser pensante y que la causa de la primera produce un placer separado y la de la segunda un dolor separado.

Uno de estos supuestos, a saber: que la causa del amor y el odio debe ser referida a una persona o a un ser pensante, para producir estas pasiones, es no sólo probable, sino demasiado evidente, para ser contestada. La virtud y el vicio, cuando son considerados en abstracto; la belleza y la deformidad, cuando se hallan en objetos inanimados; la pobreza y la riqueza, cuando conciernen a una tercera persona, no producen grado alguno de amor u odio, estima o desprecio con respecto de aquellos que no tienen relación con todo ello. Una persona que mira por la ventana y me ve a mí en la calle y detrás de mí un hermoso palacio que ninguna relación tiene conmigo, no creo que se pretenda que me otorgue el mismo respeto que si yo fuese el propietario del palacio.

No es evidente a primera vista que una relación de impresiones se requiera para estas pasiones por la razón que en la transición se confunden tanto una impresión con la otra que en cierto modo no se pueden distinguir. Pero del mismo modo que en el orgullo y la humildad fuimos capaces de hacer la separación y de probar que cada causa de estas pasiones produce un dolor o placer separado, nos es dado observar aquí el mismo método con éxito, y en consecuencia examinar las varias causas del amor y el odio. Sin embargo, como yo tengo prisa por llegar a una plena y decisiva prueba de este sistema, dejo este examen por el momento, y mientras tanto intentaré relacionar con mi presente estudio todos mis razonamientos concernientes al orgullo y la humildad, por un argumento, fundado en una indiscutible experiencia.

Hay pocas personas que estando satisfechas con su propio carácter, talento o fortuna no deseen mostrarse a las gentes y adquirir el amor o aprobación del género humano. Ahora bien: es evidente que las mismas cualidades y circunstancias, que son las causas de orgullo o estima de sí mismo, son también las causas de vanidad o de deseo de reputación y que nosotros exhibimos siempre las particularidades de las que nos hallamos más satisfechos. Si el amor y la estima no fuesen producidos por las mismas cualidades que el orgullo, teniendo en cuenta cómo estas cualidades son atribuidas a nosotros mismos y los otros, este modo de proceder sería absurdo y no podría esperar nadie una correspondencia de sus sentimientos con los de cualquiera otra persona con la que éstos son compartidos. Es cierto que pocos pueden formarse sistemas exactos de pasiones o hacer reflexiones sobre su naturaleza general y semejanzas. Pero aun sin un progreso semejante, en filosofía no nos hallamos sometidos a muchos errores en este particular, pues somos guiados de un modo suficiente por la experiencia común y por el género de presentación, que nos indica qué voluntad actúa en los otros, por lo que la experimentamos inmediatamente en nosotros mismos. Puesto que la misma cualidad que produce orgullo o humildad causa el amor o el odio, todos los argumentos que han sido empleados para probar que las causas de las primeras pasiones producen un dolor o placer separado son aplicables con igual evidencia a las causas de las últimas.

Sección II

Experimentos para confirmar este sistema.

Considerando debidamente estos argumentos no hallará nadie escrúpulos para asentir a la conclusión que yo saco de ellos, y que concierne a la transición de impresiones y de ideas relacionadas especialmente, dado que es éste un principio por sí mismo fácil y natural. Pero para que podamos poner este sistema fuera de duda, tanto con referencia al amor y al odio como al orgullo y humildad, será apropiado hacer algunos nuevos experimentos acerca de estas pasiones y también recordar algunas de las observaciones que hemos antes ya realizado.

Para hacer estos experimentos supongamos que estoy en compañía de una persona por la que primeramente no experimentaba ningún sentimiento, ni de amistad ni de enemistad. Aquí tengo el objeto natural y último de estas cuatro pasiones situado ante mí. Yo mismo soy el objeto propio del orgullo o la humildad; la otra persona es el objeto del amor o el odio.

Consideremos ahora con atención la naturaleza de estas pasiones y su situación con respecto de cada una de las otras. Es evidente que aquí hay cuatro afecciones colocadas como en un cuadrado, o en un enlace regular y en determinada distancia. Las pasiones del orgullo y la humildad, lo mismo que las del amor y el odio, se hallan enlazadas por la identidad de su objeto, que para el primer par de pasiones es el yo y para el segundo alguna otra persona. Estas dos líneas de comunicación o conexión forman los dos lados opuestos de un cuadrado. Además, orgullo y amor son pasiones agradables; odio y humildad, desagradables. Esta semejanza de sensación entre orgullo y amor y entre humildad y odio forma una nueva conexión y puede ser considerada como constituyendo los dos otros lados del cuadrado. En total: el orgullo se relaciona con la humildad, el amor con el odio, por sus ideas; el orgullo con el amor, la humildad con el odio, por sus sensaciones o impresiones.

Digo, pues, que nada puede producir alguna de estas pasiones sin encerrar una doble relación, a saber: la de las ideas con el objeto de la pasión y la de la sensación con la pasión misma. Esto es lo que debemos probar por nuestros experimentos.

Primer experimento. -Para proceder con el mayor orden en este experimento, supongamos que estando colocado en la situación antes mencionada, a saber, en compañía con alguna otra persona, se presenta un objeto que no tiene relación ni en las impresiones ni en las ideas con alguna de estas pasiones. Así, supongamos que miramos una piedra vulgar u otro objeto común que no se refiere a ninguno de los dos y no causa por sí mismo ninguna emoción o placer o pena independiente; es evidente que un objeto tal no producirá en nosotros ninguna de las cuatro pasiones. Ensayemos con cada una sucesivamente. Apliquemos el caso al amor, al odio, a la humildad y al orgullo; ninguna de estas pasiones surge ni en su grado más mínimo imaginable. Cambiemos el objeto tan frecuentemente como nos plazca, con la única condición de que escojamos uno que no contiene ninguna de las dos antedichas relaciones. Repitamos el experimento en todas las disposiciones de las que es susceptible el espíritu. Ningún objeto, en la vasta variedad de la naturaleza ni en disposición alguna, produce una pasión sin estas relaciones.

Segundo experimento. -Puesto que un objeto que carece de estas dos relaciones no puede jamás producir una pasión, concedámosle solamente una de estas relaciones y veamos qué se sigue. Así, supongamos que miro a una piedra o un objeto común que se refiere a mí o a mi compañero, y por este medio adquiere una relación de ideas con el objeto de la pasión; es claro que, considerando el asunto a priori, ninguna emoción, de cualquier género que sea, puede ser esperada razonablemente; pues aparte de que una relación de ideas actúa secreta y tranquilamente en el espíritu, concede un impulso igual hacia las pasiones opuestas de orgullo y humildad, amor y odio, teniendo en cuenta que el objeto concierne a nosotros o los otros; esta oposición de las pasiones debe destruir a ambas y dejar al espíritu perfectamente libre de alguna afección o emoción. Este razonamiento a priori se confirma por la experiencia. Ningún objeto trivial o vulgar que no cause un dolor o placer independiente de la pasión será capaz, por su propiedad o relaciones con nosotros o los otros, de producir las afecciones de orgullo o de humildad, amor u odio.

Tercer experimento. -Es evidente, por consiguiente, que una relación de ideas no es capaz por sí sola de hacer surgir estas afecciones. Apartemos esta relación y en su lugar coloquemos una relación de impresiones, presentando un objeto que es agra dable o desagradable, pero que no tiene relación con nosotros o nuestro compañero, y observemos las consecuencias. Al considerar el asunto primeramente a priori, como en el precedente experimento, podemos concluir que el objeto tendrá una escasa e incierta conexión con estas pasiones; pues, aparte de que esta relación no es una relación indiferente, no tiene el inconveniente de la relación de ideas ni nos dirige con igual fuerza a dos pasiones contrarias, que por su oposición se destruyen entre sí. Si consideramos, por otra parte, que esta transición de la sensación a la afección no está producida por un principio que produce una transición de ideas, sino que, al contrario, aunque una impresión pase fácilmente a otra, se supone el cambio de objetos contrario a todos los principios que causan una transición de este género podemos concluir de esto que nada será una causa durable o firme de una pasión si está enlazada con la pasión tan sólo por una relación de impresiones. Lo que nuestra razón concluirá por analogía, después de considerar estos argumentos, será que un objeto que produce placer o dolor, pero no tiene ninguna suerte de conexión ni con nosotros ni con los otros, puede dar una tendencia al espíritu para que éste naturalmente experimente orgullo o amor, humildad u odio y busque otros objetos en los que, mediante una doble relación, pueda hallar estas afecciones; pero un objeto que posee tan sólo una de estas relaciones, aunque una de las más ventajosas, no puede originar jamás una pasión constante y estable.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter