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De las pasiones, por David Hume (página 7)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10

Primero: podemos concluir de ello que una consideración del interés público o una benevolencia muy extensa no es nuestro motivo primero y original para la observancia de las reglas de la justicia, ya que se admite que si los hombres se hallasen do

tados de una benevolencia tal estas reglas jamás se hubiesen imaginado. Segundo: podemos concluir del mismo principio que el sentido de la justicia no se funda en la razón o en el descubrimiento de ciertas relaciones o conexiones de las ideas que son eternas, inmutables y universalmente obligatorias, pues ya que se confiesa que una alteración como la antes mencionada, en el temperamento y circunstancias del género humano, alteraría enteramente nuestros deberes y obligaciones, es necesario, por el sistema que afirma que el sentido de la virtud se deriva de la razón, mostrar el cambio que éste debe producir en las relaciones e ideas. Es evidente que la única causa de por qué la generosidad amplia del hombre y la gran abundancia de alguna cosa destruirían la idea de la justicia es el que la hacen inútil, y que, por otra parte, su limitada benevolencia y su necesitada condición dan lugar a esta virtud solamente haciéndola necesaria para el interés público y el de cada individuo. Es, por consiguiente, el interés por nuestro interés y por el interés público el que nos hizo establecer las leyes de la justicia, y nada puede ser más cierto que no existe ninguna relación de ideas que nos conceda este interés, sino que éste proviene de nuestras impresiones y sentimientos, sin lo que todo en la naturaleza sería perfectamente indiferente y no podría afectarnos en lo más mínimo. Este sentido de la justicia, por consiguiente, no se funda en nuestras ideas, sino en nuestras impresiones. Tercero: podemos confirmar más aún la precedente proposición de que las impresiones que dan lugar al sentido de la justicia no son naturales al espíritu del hombre, sino que surgen del artificio y las convenciones humanas, pues ya que una alteración considerable del temperamento y las circunstancias destruye igualmente la justicia y la injusticia, y ya que una alteración tal tiene efecto tan sólo por cambiar nuestro interés y el interés público, se sigue que el primer establecimiento de las reglas de la justicia depende de estos diferentes intereses. Pero si los hombres obedeciesen naturalmente al interés público y experimentasen un cordial afecto no hubieran pensado en limitar a nadie mediante estas reglas, mientras que si buscasen su propio interés sin ninguna precaución caerían de lleno en todo género de injusticias y violencias. Estas reglas, por consiguiente, son artificiales y buscan su fin de una manera oblicua e indirecta, y no es el interés que les da lugar de un género tal que pueda ser buscado por las pasiones naturales y espontáneas de los hombres.

Para hacer esto más evidente consideremos que las reglas de la justicia se establecen meramente por el interés, que su conexión con el interés es en cierto modo única y es diferente de lo que podemos observar en otras ocasiones. Un acto único de justicia es frecuentemente contrario al interés público, y si existiese solo, sin ser seguido de otros actos, podría ser en sí mismo perjudicial a la sociedad. Cuando un hombre de mérito o de disposición benéfica restaura una gran fortuna a un avaro o a un revoltoso fanático ha obrado de un modo justo y laudable, pero la sociedad es una víctima real. Tampoco es cada acto de justicia, considerado aparte, más útil para el interés privado que para el público, y es fácilmente concebible cómo un hombre puede empobrecerse a sí mismo por un único caso de integridad y cómo tiene razón para desear que con respecto a este único acto las leyes de la justicia se suspendieran por un momento en el universo. Sin embargo, aunque los actos particulares de la justicia puedan ser contrarios al interés público o al privado, es cierto que el plan o esquema total es altamente útil y de hecho absolutamente necesario, tanto para mantener la sociedad como para el bienestar de cada individuo. Es imposible separar el bien del mal. La propiedad debe ser estable y debe ser fijada por reglas generales. Aunque en un caso la sociedad sea una víctima, este mal momentáneo se halla ampliamente compensado por la continua validez de la regla y por la paz y orden que establecen en aquélla. Aun cada persona individual debe considerarse como gananciosa ante la consideración de esto, pues sin la justicia la sociedad se disolvería inmediatamente y cada uno caería en la condición salvaje y solitaria, que es infinitamente peor que la situación más mala que podamos conocer en la sociedad. Por consiguiente, cuando los hombres tienen suficiente experiencia para observar que, sea la que quiera la consecuencia de un solo acto de justicia realizado por una sola persona, sin embargo el sistema total de las acciones que se unen a él por la sociedad entera es infinitamente ventajoso para el todo y para cada parte, no nos hallamos ya lejos de que sea establecida la justicia y la propiedad. Cada miembro de la sociedad es sensible a este interés, cada uno expresa su actitud a sus compañeros juntamente con la resolución que ha tomado de adaptar a él sus acciones, a condición de que los otros hagan lo mismo. No se requiere más para inducir a cualquiera a realizar un acto de justicia en cuanto tenga la primera oportunidad. Este llega a ser un ejemplo para los otros, y así la justicia se establece por si misma mediante una especie de convención o acuerdo, esto es, por el sentido del interés, que se supone ser común en todos, y cuando cada acto particular se realiza esperando que los otros lo realicen de modo análogo. Sin una convención tal nadie hubiera imaginado la existencia de una virtud como la justicia o hubiera sido inducido a conformar con ella sus acciones. Considerando cada acto particular, mi justicia puede ser perniciosa en todos respectos, y solamente sobre el supuesto de que otros imitarán mi ejemplo puedo yo ser inducido a admitir esta virtud, pues nada más que esta combinación puede hacer la justicia ventajosa o aportarme motivos para conformarme a sus reglas.

Pasamos ahora a la segunda cuestión que hemos propuesto, a saber: por qué unimos a la idea de virtud con la justicia y la de vicio con la injusticia. Esta cuestión no nos detendrá mucho tiempo después de los principios que ya hemos establecido. Todo lo que podemos decir por el momento será expuesto en pocas palabras, y para más detalles el lector debe esperar a que lleguemos a la tercera parte de este libro. La obligación natural con respecto a la justicia, o sea al interés, ha sido plenamente explicada; pero en cuanto a la obligación mural o al sentimiento de lo justo y lo injusto se necesitará primero examinar las virtudes naturales para que podamos dar una plena y satisfactoria explicación de ella.

Cuando los hombres hallaron, por experiencia, que su egoísmo y limitada generosidad, actuando en libertad, los incapacitaba totalmente para la sociedad, y después de haber observado al mismo tiempo que la sociedad era necesaria para la satisfacción de las pasiones, fueron naturalmente inducidos a ponerse por sí mismos bajo el dominio de tales reglas, como aquellas que pueden hacer su comercio más seguro y cómodo. Para la imposición, pues, y observancia de estas reglas, tanto en general como en cada caso particular, fueron en un principio inducidos por la consideración del interés, y este motivo, después de la formación de la sociedad, es suficientemente fuerte y poderoso. Sin embargo, cuando la sociedad se ha hecho numerosa y ha aumentado desde una tribu a una nación este interés es más remoto y los hombres no perciben tan fácilmente que el desorden y la confusión se siguen de toda transgresión de estas reglas como en una sociedad más pequeña y reducida. Sin embargo, aunque en nuestras acciones frecuentemente perdemos de vista el interés que tenemos en mantener el orden y podemos seguir un interés más o menos presente, jamás dejamos de observar el prejuicio que nos viene, o mediatamente o inmediatamente, de la injusticia de los otros, a no hallarnos en este caso cegados por la pasión o influidos por una tentación contraria. Es más: aun cuando la injusticia se halla tan distante de nosotros que no puede afectar a nuestros intereses, nos desagrada porque la consideramos perjudicial para la sociedad humana y perniciosa para todo el que se aproxime a la persona culpable de ella. Participamos de su desagrado mediante la simpatía, y como todo lo que produce desagrado en las acciones humanas cuando se las somete a una consideración general se llama vicio y lo que produce del mismo modo satisfacción, virtud, resulta de aquí la razón de por qué el sentido moral del bien y el mal acompaña a la justicia e injusticia. Aunque en el presente caso este sentido se derive solamente de la contemplación de las acciones de los otros, no podemos menos de extenderlo a nuestras acciones. Las reglas generales van más allá de los casos de los que surgen, mientras que al mismo tiempo simpatizamos naturalmente con los otros sujetos con respecto de los sentimientos que abrigan hacia nosotros.

Aunque este progreso de los sentimientos es natural y hasta necesario, es cierto que ha sido cultivado por el artificio de los políticos, que para gobernar los hombres más fácilmente y mantener la paz en la sociedad humana han trabajado por producir estima por la justicia y odio por la injusticia. Esto, sin duda, ha tenido su efecto; pero nada puede ser más evidente que el hecho ha sido exagerado por ciertos escritores de moral, que parece que han empleado todos sus esfuerzos en extirpar todo sentido de virtud entre el género humano. El artificio de los políticos puede ayudar a la naturaleza a producir los sentimientos que ella nos sugiere, y puede aun en ciertas ocasiones producir por sí sola una aprobación o estima ante una acción particular; pero es imposible que sea la única causa de la distinción que hacemos entre vicio y virtud, pues si la naturaleza no nos ayudase en este respecto sería en vano para los políticos hablar de honroso y deshonroso, de meritorio y censurable. Estas palabras serían absolutamente ininteligibles y no despertarían más ideas que si constituyeran una lengua totalmente desconocida para nosotros. Lo más que los políticos pueden hacer es extender los sentimientos naturales más allá de sus límites originarios; pero aun en este caso la naturaleza debe proporcionar el material y darnos alguna noción de las distinciones morales.

Del mismo modo que la alabanza y censura pública aumentan nuestra estima por la justicia, contribuye la educación privada a igual efecto. Como los padres fácilmente observan que un hombre es tanto más útil para sí y los otros cuanto mayor es el grado de probidad y honor de que se halla dotado y que estos principios tienen mayor fuerza cuando la costumbre y la educación ayudan al interés y la reflexión, son llevados por estas razones a inculcar en sus hijos desde su más tierna infancia los principios de probidad y a enseñarles a considerar la observancia de las reglas por las que la sociedad se sostiene como meritorias y honrosas y a su violación como baja e infame. Por este medio los sentimientos de honor pueden arraigar en sus tiernas almas y adquirir tal firmeza y solidez que llegan a ser poco inferiores en fuerza a los principios más esenciales de nuestra naturaleza y a los más profundamente arraigados en nuestra constitución interna.

Contribuye aún a aumentar esta solidez el interés de la reputación, después de que la opinión de que el mérito y el demérito acompañan a la justicia o la injusticia se halla establecida entre el género humano. No hay nada que nos toque de tan cerca como nuestra reputación y nada de que nuestra reputación dependa tanto como nuestra conducta con respecto a la propiedad de los otros. Por esta razón, todo el que tenga alguna consideración por su carácter o quiera vivir en buenos términos con el género humano debe proponerse como ley inviolable el no ser jamás arrastrado por alguna tentación a violar los principios que son esenciales a un hombre de probidad y honor.

Debo hacer solamente una observación antes de dejar este asunto, a saber: que aunque yo afirmo que en el estado de naturaleza, o estado imaginario que precede a la sociedad, no existían ni justicia ni injusticia, no por esto entiendo que se permitiría en este estado violar la propiedad de los otros. Solamente mantengo que no existía algo que pudiera llamarse propiedad y que, por consecuencia, no habría algo que pudiera llamarse justicia e injusticia. Tendré ocasión para hacer una reflexión similar con respecto a las promesas cuando trate de ellas, y espero que esta reflexión, si se considera debidamente, será bastante para desvanecer toda la antipatía por las opiniones precedentes con respecto a la justicia y la injusticia.

Sección III

De las reglas que determinan la propiedad.

Aunque el establecimiento de las reglas referentes a la estabilidad de la posesión no fuese sólo útil, sino absolutamente necesario para la sociedad humana, no podría servir para ningún propósito mientras permaneciese en términos tan generales. Debe ser mostrado algún método mediante el que se pueda distinguir qué bienes particulares han de ser asignados a cada persona particular, mientras que el resto del género humano es excluido de su posesión y goce. Nuestro inmediato problema, pues, será descubrir las razones que modifican esta regla general y la adaptan al uso y práctica común del mundo.

Es claro que estas razones no se derivan de la utilidad o ventaja que la persona particular o la sociedad puedan sacar del goce de bienes especiales por ser éste más grande que el que resultaría de la posesión de ellos por otra persona. Sería mejor, sin duda, que cada uno poseyese aquello que le fuese más conveniente y propio para su uso; pero aparte de que esta relación o adecuación puede ser común a varios individuos a la vez, está sujeta a tantas controversias y los hombres son tan parciales y apasionados al juzgar de estas controversias, que una regla tan floja e incierta sería incompatible con la paz de la sociedad humana. La convención referente a la estabilidad de las posesiones se ha hecho para evitar todas las ocasiones de discordia y disputa, y este fin no se lograría nunca si permitiésemos aplicar esta regla de modo diferente en cada caso particular, según la utilidad particular que puede ser descubierta en una aplicación tal. La justicia, en sus decisiones, jamás considera la adecuación o inadecuación del objeto a las personas particulares, sino que se conduce por puntos de vista más amplios. Es igualmente bien recibido por ella un hombre generoso que un avaro y obtienen ambos con la misma facilidad una decisión en su favor aun para lo que les es enteramente inútil.

Se sigue, por consiguiente, que la regla general de que la posesión debe ser estable no se aplica por juicios particulares, sino por otras reglas generales que se deben extender a toda la sociedad y que deben ser inflexibles ante la violencia o el favor. Para explicar esto pongo el siguiente ejemplo: Considero primero a los hombres en su condición salvaje y solitaria y supongo que siendo sensibles a lo miserable de su estado y previendo las ventajas que resultarían de la sociedad, buscan la compañía los unos de los otros y se hacen la oferta de protección y asistencia mutua. Supongo, pues, que se hallan dotados con tal sagacidad que inmediatamente perciben que el obstáculo capital de su proyecto de sociedad y compañía está en la avidez y egoísmo de sus temperamentos naturales, y para remediar esto hacen una convención con respecto a la estabilidad de la posesión y para el mutuo dominio y represión. Me doy cuenta de que este modo de proceder no es totalmente natural; pero aparte de que supongo solamente que estas reflexiones se han hecho de una vez, cuando en realidad han surgido insensiblemente y por grados, es muy posible que habiendo sido separadas varias personas por un accidente de las sociedades a las que primitivamente pertenecían puedan hallarse obligadas a formar una nueva sociedad entre ellas mismas, en cuyo caso se encuentran en la situación ahora mencionada.

Es evidente, pues, que su primera dificultad en esta situación, después de la convención general para el establecimiento de la sociedad y para la constancia de la posesión, será saber cómo separar estas posesiones y asignar a cada uno su porción particular que debe gozar de un modo inalterable en lo futuro. Esta dificultad no los detendrá largo tiempo, sino que se les debe ocurrir inmediatamente, como el expediente más natural, que cada uno continúe gozando de lo que es dueño en aquel momento y que la propiedad o posesión constante quede unida a la posesión inmediata. Tal es el efecto de la costumbre, que no sólo nos reconcilia con algo que disfrutamos desde hace largo tiempo, sino que aun nos proporciona una afección por ello y nos hace preferirlo a los otros objetos que son más valiosos, pero menos conocidos. Lo que ha estado largo tiempo ante nuestra vista y ha sido empleado frecuentemente para nuestra utilidad es lo que cedemos más contra nuestra voluntad; pero abandonamos fácilmente a la posesión de otro aquello de que no hemos disfrutado nunca y a que no estamos acostumbrados. Es evidente, pues, que los hombres se avendrán al recurso de que cada uno continúe disfrutando de lo que posee en el momento presente, y ésta es la razón de por qué estarán de acuerdo tan fácilmente al preferirlo (60).

Sin embargo, podemos observar que aunque la regla de la concesión de la propiedad al primer poseedor es natural y por este medio útil, su utilidad no se extiende más allá de la primera formación de la sociedad, y nada sería más pernicioso que su observancia constante, por la cual se excluiría la restitución y toda injusticia sería autorizada y recompensada. Por consiguiente, debemos buscar algunas otras circunstancias que puedan dar lugar a la propiedad, una vez que la sociedad está establecida, y de este género hallo las cuatro capitales siguientes: ocupación, prescripción, accesión y sucesión. Examinaremos brevemente cada una de ellas, empezando por la ocupación.

La posesión de todos los bienes externos es mudable e incierta, lo que es uno de los más considerables obstáculos para el establecimiento de la sociedad y es la razón de por qué, por acuerdo universal, expreso o tácito, los hombres se guían por lo que ahora llamamos las reglas de la justicia y la equidad. La miseria de la condición que precede a este dominio es la causa de por qué nos sometemos a este remedio lo más pronto posible, y esto nos aporta una razón fácil de por qué unimos la idea de la propiedad con la primera posesión u ocupación. Los hombres no gustan de dejar la propiedad en suspenso, aun por el tiempo más breve, o de abrir la más pequeña entrada a la violencia y al desorden. A lo cual debemos añadir que la primera posesión siempre llama más la atención, y si la descuidásemos no habría ninguna razón para asignar la propiedad a una posesión que la sucediese (61).

No nos queda nada más que determinar exactamente lo que se entiende por posesión, y esto no es tan fácil como puede imaginarse a primera vista. Decimos hallarnos en posesión de algo no solamente cuando lo alcanzamos inmediatamente, sino también cuando nos hallamos situados con respecto a ello de manera que podamos tenerlo en nuestro poder y usarlo y podamos moverlo, alterarlo o destruirlo de acuerdo con nuestro placer y ventaja presente. Esta relación, pues, es una especie de causa y efecto, y como la propiedad no es más que una posesión estable derivada de las reglas de la justicia o de las convenciones de los hombres, ha de ser considerada como la misma especie de relación. Podemos observar aquí que como el poder de usar un objeto se hace más o menos cierto según que las interrupciones que encontremos sean más o menos probables, y como esta probabilidad puede aumentar por grados insensibles, es en muchos casos imposible determinar cuándo la posesión comienza o termina y no hay ningún criterio cierto que pueda decidir tales controversias. Un jabalí que cae en nuestra trampa se estima que se halla en nuestra posesión si es imposible que se escape. Pero ¿qué se quiere decir por imposible? ¿Cómo podemos separar esta imposibilidad de una improbabilidad y cómo distinguirla exactamente de una probabilidad? ¡Determine el que pueda los límites precisos de la una y de la otra y muestre el criterio por el que se pueden decidir todas las disputas que puedan surgir y que, como hallamos en la experiencia, surgen frecuentemente acerca de este asunto! (62).

Tales disputas no surgen tan sólo con respecto a la existencia real de la propiedad o posesión, sino también con motivo de su extensión, y estas disputas frecuentemente no son susceptibles de decisión o no pueden ser decididas por otra facultad más que por la imaginación. Una persona que desembarca en la orilla de una pequeña isla que se halla desierta e inculta es considerada como poseedor desde el primer momento y adquiere la propiedad de todo el objeto porque éste se halla aquí limitado y circunscrito en la fantasía y al mismo tiempo es adecuado al nuevo poseedor. La misma persona, desembarcando en islas desiertas tan grandes como la Gran Bretaña, no extiende su posesión más allá de su posesión inmediata aunque una colonia numerosa sea estimada como propietaria del todo desde el momento de su desembarco.

Sin embargo, cuando sucede frecuentemente que el título de primer poseedor llega a ser obscuro a través del tiempo y que es imposible determinarlo por muchas controversias que puedan surgir referentes a él, aparece naturalmente la posesión continuada o prescripción y concede a la persona propiedad suficiente con respecto a aquello de lo que goza. La naturaleza de la sociedad humana no admite una gran exactitud y no podemos remontar al primer origen de las cosas para determinar su condición presente. Un período considerable de tiempo coloca los objetos a una distancia tal que parecen en cierto modo perder su realidad, y tienen tan poca influencia sobre el espíritu como si no hubieran existido nunca. El título de un hombre, título que es claro, cierto y presente, parecerá obscuro y dudoso cincuenta años más tarde, aunque los hechos, sobre los cuales se funda sean probados con la mayor evidencia y certeza. Los mismos hechos no tienen la misma influencia después de un intervalo tan largo de tiempo. Esto puede ser admitido como un argumento convincente para nuestra precedente doctrina referente a la propiedad y la justicia. La posesión continuada durante un largo período de tiempo concede derecho a un objeto. Aunque es cierto que todo es producido por el tiempo, nada real se produce por el tiempo; de lo que se sigue que la propiedad, siendo producida por el tiempo, no es algo real en los objetos, sino el resultado de los sentimientos sobre los que se sabe que el tiempo tiene influjo (63).

Adquirimos la propiedad de los objetos por accesión cuando éstos están enlazados de un modo íntimo con los objetos que eran ya de nuestra propiedad y que al mismo tiempo les son inferiores. Así, los frutos de nuestro jardín, las crías de nuestro ganado y el trabajo de nuestros esclavos son estimados propiedad nuestra aun antes de su posesión. Cuando los objetos se hallan enlazados en la imaginación pueden ser puestos sobre el mismo pie y se supone comúnmente que se hallan dotados de las mismas cualidades. Pasamos fácilmente del uno al otro y no hacemos diferencia en nuestros juicios referentes a ellos, especialmente si el último es inferior al primero (64).

El derecho de sucesión es muy natural, partiendo del consentimiento supuesto de los padres o parientes próximos y del interés general de la humanidad, que exige que las posesiones de los hombres pasen a los que son más queridos de aquéllos, para hacerlos así más industriosos y frugales. Quizá estas causas se hallan secundadas por la influencia de la relación o la asociación de ideas, por la cual somos llevados a considerar al hijo después de la muerte del padre y atribuirle el derecho a las posesiones de su padre. Estos bienes deben ser la propiedad de alguien, pero la cuestión es de quién. Aquí es evidente que los hijos de la persona se presentan por sí mismos al espíritu, y hallándose ya enlazados con las posesiones por medio del padre difunto nos inclinamos a enlazarlos aún con ellas por la relación de propiedad. De esto existen varios ejemplos análogos (65).

Sección IV

De la transferencia de la propiedad por consentimiento.

A pesar de lo útil o aun necesaria que sea la estabilidad de la posesión para la sociedad humana, va acompañada con considerables inconvenientes. La relación de adecuación o conveniencia no puede entrar nunca en consideración al distribuir las propiedades del género humano, sino que debemos gobernarnos por reglas que sean más generales en su aplicación y más libres de dudas e incertidumbre. De este género es la posesión presente en el primer establecimiento de la sociedad, y más tarde la ocupación, prescripción, accesión y sucesión. Como éstas dependen en gran parte del azar, deben frecuentemente aparecer contradictorias para las necesidades y los deseos del hombre y las personas y las posesiones deben hallarse frecuentemente mal acopladas. Este es un gran inconveniente que necesita un remedio. Aplicar directamente uno y permitir a los hombres apoderarse por violencia de lo que juzgan apropiado para ellos destruiría la sociedad; por consiguiente, las reglas de la justicia buscan algún término medio entre la estabilidad rígida y esta apropiación cambiante e incierta; pero no existe un término medio mejor que el más sencillo, consistente en que la posesión y propiedad sea siempre estable, excepto cuando el propietario consiente en concederla a otra persona. Esta regla no puede tener malas consecuencias, ocasionando luchas y disensiones, puesto que el consentimiento del propietario, que sólo está interesado en ella, es tenido en cuenta en la enajenación y puede servir para fines buenos acoplando personas y propiedad. Partes diferentes de la tierra producen diferentes ventajas, y no sólo esto, sino que hombres diferentes se hallan dotados por la naturaleza para diferentes empleos y alcanzan la más grande perfección en uno de ellos cuando se limitan a él. Todo esto requiere el cambio mutuo y comercio, por lo que la transmisión de la propiedad por consentimiento se funda en una ley de la naturaleza, lo mismo que su estabilidad sin consentimiento.

Hasta aquí todo está determinado por una clara utilidad e interés; pero quizá por razones más triviales, según los más de los autores, se exige por las leyes civiles, y por lo tanto por las leyes de la naturaleza, la tradición o transferencia sensible de un objeto como una circunstancia requerida en la traslación de la propiedad. La propiedad de un objeto, cuando se toma por algo real sin ninguna referencia a la moralidad o los sentimientos del espíritu, es una propiedad totalmente insensible y aun inconcebible y no podemos formar una noción distinta ni de su estabilidad ni de su transmisión. Esta imperfección de nuestras ideas es experimentada menos sensiblemente con respecto a su estabilidad porque atrae menos nuestra atención y es fácilmente pasada por alto sin un examen escrupuloso; pero como la transmisión de propiedad de una persona a otra es un suceso más notable, el defecto de nuestras ideas se hace más sensible en esta ocasión y nos hace dirigirnos en todos sentidos en busca de un remedio. Ahora bien: como nada vivifica más una idea que una impresión presente y una relación entre esta impresión y la idea, nos es natural buscar alguna explicación falsa por este lado. Para ayudar a la imaginación a concebir la transmisión de la propiedad tomamos el objeto sensible y transferimos actualmente su posesión a la persona a la que concedemos su propiedad. La supuesta semejanza de las acciones y la presencia de esta entrega sensible engañan al espíritu y le hacen imaginar que concibe la misteriosa transmisión de la propiedad. Que esta explicación del asunto es exacta aparece de que los hombres han inventado la tradición simbólica para satisfacer su fantasía cuando la tradición real es impracticable. Así, la entrega de las llaves de un granero se entiende como la entrega del grano que está contenido en él; la donación de piedra y tierra representa la entrega de una finca. Esta es una especie de práctica supersticiosa de las leyes civiles y naturales, que se asemeja a la superstición católica romana relativa a la religión. Del mismo modo que los católicos romanos representan los misterios inconcebibles de la religión cristiana y los hacen más presentes al espíritu por un cirio, un traje, un gesto que se supone se asemeja a ellos, así los legistas y moralistas, por la misma razón, han llegado a análogas invenciones y han intentado por estos medios satisfacerse a sí mismos en lo referente a la transferencia de la propiedad por consentimiento.

Sección V

De la obligación de las promesas.

Que la regla de la moralidad que impone el cumplimiento de las promesas no es natural aparecerá suficientemente claro partiendo de las dos proposiciones que yo probaré ahora, a saber: que la promesa no es inteligible antes de que las convencio nes humanas la han establecido y que si fuese inteligible no iría acompañada de ninguna obligación moral.

Digo primeramente que una promesa no es naturalmente inteligible ni anterior a las convenciones humanas y que un hombre que no conozca la sociedad no podrá contraer obligaciones con otro aun cuando pueda percibir el pensamiento de otro por intuición. Si las promesas fuesen naturales e inteligibles debería existir algún acto del espíritu que acompañase a las palabras «yo prometo», y sobre este acto del espíritu debería reposar la obligación. Indaguemos todas nuestras facultades del alma y veamos cuál interviene en nuestras promesas.

El acto del espíritu expresado por una promesa no es una resolución para realizar algo, pues esto jamás impone una obligación. No es tampoco un deseo de una realización, pues podemos obligarnos sin un deseo semejante o aun sintiendo una aversión declarada o manifiesta. Tampoco es la resolución de la acción que prometemos realizar, pues una promesa se refiere siempre al futuro y no tiene la voluntad influencia más que en las acciones presentes. Se sigue, por consiguiente, que puesto que el acto del espíritu que entra en la promesa y produce su obligación no es ni la resolución, ni el deseo, ni la voluntad de una acción particular, debe necesariamente ser la voluntad de esta obligación la que surge de esta promesa. No es ésta solamente una conclusión de la filosofía, sino que está enteramente conforme con nuestro modo común de pensar y de expresarnos cuando decimos que nos hallamos ligados por nuestro propio consentimiento y que la obligación surge de nuestra única voluntad y deseo. La cuestión consiste solamente aquí en si es o no un absurdo manifiesto el suponer este acto del espíritu, y un absurdo tal que ningún hombre caería en él a no ser que se hallase confundido por el prejuicio y el uso engañoso del lenguaje. Toda la moralidad depende de nuestros sentimientos, y cuando una acción o cualidad del espíritu nos agrada de un cierto modo decimos que es virtuosa, y cuando su olvido o no realización nos desagrada, de una manera análoga decimos que nos hallamos bajo la obligación de realizarla. Un cambio de la obligación supone un cambio del sentimiento, y una creación de una nueva obligación supone que surge algún nuevo sentimiento. Sin embargo, es cierto que naturalmente no podemos cambiar más nuestros sentimientos que los movimientos de los cielos, ni por un único acto de nuestra voluntad, esto es, por una promesa, hacer más una acción agradable o desagradable, moral o inmoral, que sin este acto hubiera producido impresiones contrarias o hubiera sido dotada con diferentes cualidades. Sería absurdo, por consiguiente, desear una nueva obligación, esto es, un nuevo sentimiento de dolor o placer, y no es posible que los hombres puedan caer naturalmente en un absurdo tan grande. Una promesa, por consiguiente, es naturalmente algo totalmente ininteligible, y no existe un acto del espíritu que le pertenezca (66).

Segundo: si existiese un acto del espíritu que le perteneciese no podría producir naturalmente la obligación. Esto aparece como evidente, según el razonamiento que precede. Una promesa crea una nueva obligación. Una obligación supone un nuevo sentimiento que surge. La voluntad jamás crea sentimientos. Por consiguiente, no puede jamás surgir naturalmente una obligación de una promesa, aun suponiendo que el espíritu puede caer en el absurdo de querer esta obligación.

La misma verdad puede ser probada por el razonamiento que demostraba que la justicia, en general, era una virtud artificial. Ninguna acción puede ser exigida por nosotros como nuestro deber, a menos que sea implantada en la naturaleza humana alguna pasión actuante o motivo capaz de producir la acción. Este motivo no puede ser el sentido del deber. Un sentido del deber supone una obligación antecedente, y cuando una acción no es exigida por una pasión natural no puede ser requerida por una obligación natural, puesto que puede omitirse sin revelar que existe un defecto o imperfección del espíritu y temperamento, y, por consecuencia, sin vicio. Ahora bien: es evidente que no tenemos un motivo que nos lleve a la realización de las promesas distinto del sentido del deber. Si pensamos que estas promesas no incluyen una obligación moral, jamás sentiremos una inclinación que nos lleve a observarlas. Esto no sucede con las virtudes naturales. Aunque no existiese la obligación de ayudar al desgraciado, por humanidad seríamos llevados a ello, y cuando no cumpliésemos este deber la inmoralidad de su incumplimiento surge de ello, siendo una prueba de que carecemos de los sentimientos naturales de la humanidad. Un padre sabe que es su deber cuidar de sus hijos, pero también experimenta una inclinación natural hacia ellos. Y si ninguna criatura humana tuviera esta inclinación, nadie se hallaría sometido a una obligación tal. Puesto que naturalmente no existe una inclinación a observar las promesas distinta del sentido de su obligación, se sigue que la fidelidad no es una virtud natural y que las promesas no tienen fuerza antes del establecimiento de las convenciones humanas.

Si alguien disiente de esta opinión debe proporcionar una prueba apropiada de estas dos proposiciones, a saber: que hay un acto peculiar del espíritu que va unido a las promesas, y que, por consiguiente, de este acto del espíritu surge una inclinación a realizar algo distinto de un sentido del deber. Presumo que es imposible probar ninguno de estos dos puntos, y, por consiguiente, me aventuro a concluir que las promesas son invenciones humanas fundadas en las necesidades e intereses de la sociedad.

Para descubrir estas necesidades e intereses debemos considerar las mismas propiedades de la naturaleza humana que ya vimos daban lugar a las precedentes leyes de la sociedad. Los hombres, siendo naturalmente egoístas o dotados tan sólo de una generosidad limitada, no son llevados fácilmente a realizar una acción en provecho de los extraños excepto cuando esperan alguna ventaja recíproca que no creen podrían alcanzar más que por dicha acción. Ahora bien: como frecuentemente sucede que estas acciones recíprocas no pueden terminar al mismo momento, es necesario que una parte se contente con permanecer en la incertidumbre y que dependa de la gratitud de la otra en lo que respecta a una afección recíproca. Pero es tan grande la corrupción entre los hombres, que esta seguridad, hablando en general, es muy insuficiente, y como el bienhechor se supone que concede sus favores considerando su propio interés, esto libra de la obligación y da un ejemplo de egoísmo, que es la madre de la ingratitud. Por consiguiente, si siguiésemos el curso natural de nuestras pasiones e inclinaciones llevaríamos a cabo pocas acciones ventajosas para los otros desde puntos de vista desinteresados, porque naturalmente, nos hallaríamos muy limitados en nuestro interés porque no podríamos esperar nada de su gratitud. Aquí, pues, el comercio mutuo de buenos oficios se halla en cierto modo anulado entre el género humano y cada uno está reducido a su propia habilidad de industria para su bienestar y su existencia. El descubrimiento de la ley de la naturaleza concerniente a la estabilidad de la posesión ha hecho más tolerables los hombres los unos para los otros; la de la transferencia de la propiedad y la posesión por consentimiento ha comenzado a hacerlos mutuamente ventajosos; pero estas leyes de la naturaleza, aun estrictamente observadas, no son suficientes para hacerlos tan útiles los unos para los otros como la naturaleza los ha dotado para serlo. Aunque la posesión sea estable, los hombres pueden sacar pocas ventajas de ella mientras posean una mayor cantidad de una especie de bienes de la que necesitan y al mismo tiempo sufran de la carencia de otros. La transmisión de la propiedad, que es el remedio propio para este inconveniente, no puede corregirlo del todo, porque sólo puede tener lugar con respecto a objetos que están presentes y son individuales, pero no con respecto a los que están ausentes o son generales. Una persona no puede transferir la propiedad de una casa particular que está a veinte leguas de distancia, porque el consentimiento no puede ir acompañado de la entrega, que es una circunstancia requerida. No puede tampoco transferir la propiedad de diez fanegas de grano ni de cinco pipas de vino por la mera expresión del sentimiento, porque éstos son sólo términos generales y no tienen una relación peculiar con un determinado montón de grano o barriles de vino. Además, el comercio del género humano no se limita al tráfico de cosas útiles, sino que se extiende a servicios y acciones que podemos cambiar para nuestro mutuo interés y ventaja. Vuestro grano madura hoy, el mío madurará mañana. Es provechoso para ambos que yo trabaje hoy con vos y que vos me ayudéis mañana. No siento cariño ninguno por vos y sé que no lo sentís tampoco por mí. No debo, por consiguiente, preocuparme de vuestras cosas, sino que debo trabajar con vos por mi interés y esperando una acción recíproca; sé que puedo engañarme y que en vano esperaré vuestra gratitud. Así, pues, os dejo trabajar solo y me conduzco de la misma manera. La estación cambia y ambos perdemos nuestras cosechas por la falta de confianza mutua y seguridad.

Todo esto es el efecto de los principios naturales e inherentes a las pasiones de la naturaleza humana, y como estas pasiones y principios son inalterables se puede pensar que nuestra conducta, que depende de ellos, debe serlo también, y que es en vano que los moralistas o los políticos se entremetan en nuestra vida o intenten cambiar el curso usual de nuestras acciones guiados por el interés público. De hecho, si el éxito de sus designios se basase en el buen resultado de su corrección del egoísmo e ingratitud de los hombres, no harían ningún progreso, a menos que no fueran ayudados por el Omnipotente, que es sólo capaz de moldear de nuevo el espíritu humano y cambiar su carácter en respectos tan fundamentales. Todo lo más que pueden pretender es dar una nueva dirección a las pasiones naturales y enseñarnos que podemos satisfacer mejor nuestros apetitos de una manera indirecta y artificial que por movimientos precipitados e impetuosos. Aprendo a hacer un servicio en favor de otro sin sentir por él un cariño real porque preveo que me devolverá mi servicio en expectación de otro del mismo género y para mantener la misma correspondencia de buenos oficios conmigo o con los otros. Según esto, después que yo le he servido y él se halla en posesión de la ventaja que surge de mi acción es inducido a realizar su parte previendo las consecuencias de negarse a ello.

Aunque este comercio egoísta comienza a tener lugar entre los hombres y a predominar en la sociedad, no suprime el más generoso y noble comercio de la amistad y los buenos oficios. Debo aún prestar servicio a las personas que quiero y que particularmente conozco sin ninguna esperanza de ventajas, y ellas se comportan conmigo del mismo modo sin tener presente otro motivo más que recompensar mis servicios pasados. Por consiguiente, para distinguir estos dos tipos de comercio entre los hombres, el interesado y el desinteresado, existe una cierta fórmula verbal inventada para el primero, por la que nos obligamos nosotros mismos a la realización de una acción. Esta fórmula verbal constituye lo que llamamos una promesa, que es la sanción del comercio interesado del género humano. Cuando un hombre dice que promete algo expresa, en efecto, la resolución de realizar algo, y con esto, haciendo uso de esta fórmula verbal, se somete él mismo a la penalidad de que los demás no tengan otra vez confianza en él en caso de faltar a la palabra. Una resolución es el acto natural del espíritu que se expresa por la promesa; pero si no existiese más que una resolución, en este caso la promesa declararía tan sólo nuestros motivos anteriores y no crearía ningún motivo nuevo u obligación. Son las convenciones de los hombres las que crean un nuevo motivo cuando la experiencia nos ha enseñado que los asuntos humanos serían conducidos con mucha más ventaja mutua si se instituyeran ciertos símbolos o signos por los que pudiéramos darnos los unos a los otros la seguridad de nuestra conducta en un incidente particular. Después que estos signos han sido instituidos todo el que los use se hallará inmediatamente obligado por su propio interés a cumplir sus compromisos y no debe esperar que tengan en él confianza jamás si se niega a realizar lo que ha prometido.

No es este conocimiento, que es requerido para hacer que el género humano se dé cuenta de su interés en la institución y observancia de las promesas, superior a la capacidad de la naturaleza humana, aun de la salvaje e inculta. Se necesita una práctica muy pequeña del mundo para percibir todas estas consecuencias y ventajas. La más escasa experiencia de la sociedad se las descubre a todo mortal, y cuando el individuo percibe en todos sus compañeros el mismo sentido del interés inmediatamente realiza su parte en un contrato, estando asegurado de que ellos no dejarán de hacerla en los suyos. Todo esto, mediante un acuerdo, entra a formar parte de una regla de las acciones, calculada para el beneficio común, y que se admite está de acuerdo con la palabra dada, y no se requiere nada más para realizar este acuerdo o convención que cada uno tenga un sentido del interés por la realización leal de sus compromisos y exprese este sentido a los otros miembros de la sociedad. Esto inmediatamente produce que el interés actúe sobre ellos, y el interés es la primera obligación para realizar las promesas.

Después se une un sentimiento moral al interés y llega a ser un nuevo vínculo para el género humano. Este sentimiento de moralidad en la realización de las promesas surge de los mismos principios que en el respeto de la propiedad de los otros. El interés público, la educación y los artificios de los políticos tienen el mismo efecto en los dos casos. Las dificultades que se nos presentan al suponer que una obligación moral acompaña a las promesas pueden vencerse o eludirse. Por ejemplo, la expresión de una obligación no se supone comúnmente que sea obligatoria, y no podemos concebir fácilmente cómo el hacer uso de una cierta fórmula verbal puede ser capaz de producir una diferencia material. Por consiguiente, fingimos aquí un nuevo acto del espíritu, que llamamos querer una obligación, y suponemos que la moralidad depende de él. Pero hemos probado ya que no existe un acto tal en el espíritu y, por consecuencia, que la promesa no impone una obligación natural.

Para confirmar esto podemos unir algunas otras reflexiones concernientes a esta voluntad que se supone entra en la promesa y causa su obligación. Es evidente que no se supone nunca que la voluntad sola produzca la obligación; debe ser expresada por palabras y signos para obligar a una persona. La expresión, siendo considerada ya como un auxiliar de la voluntad, pronto se convierte en el elemento principal de la promesa, y no se obligará menos por su palabra quien dé secretamente una dirección diferente a su intención y se niegue a la resolución y a querer la obligación. Sin embargo, aunque la expresión constituye en las más de las ocasiones el total de la promesa, no sucede siempre así, y quien haga uso de una expresión de la que no conoce el sentido y que usa sin la intención de obligarse no se hallará ligado por ella. Es más: aunque conozca su sentido, si la usa tan sólo en broma y con signos tales que muestren evidentemente que no tiene la intención seria de obligarse, no se hallará sometido a la obligación de su realización; es necesario que las palabras sean una expresión perfecta de la voluntad y sin existir ningún signo contrario. No debemos llevar esto tan lejos que imaginemos que una persona de la que por nuestra precipitación de juicio conjeturamos por ciertos signos que tiene la intención de engañarnos no se halla ligada por su expresión o promesa verbal si nosotros la aceptamos, sino que debemos limitar esta conclusión a los casos donde los signos son de un género diferente del engaño. Todas estas contradicciones son fácilmente explicadas si la obligación de la promesa es meramente una invención humana para la conveniencia de la sociedad; pero no podrán explicarse nunca si se la considera real y natural surgiendo de una acción del espíritu o el cuerpo.

Debo hacer observar además que, dado que toda nueva promesa impone una nueva obligación moral a la persona que promete, y dado que esta nueva obligación surge de su voluntad, es una de las más misteriosas e incomprensibles operaciones que puedan imaginarse y puede ser comparada a la transubstanciación u órdenes sagradas (67), en las que una determinada fórmula verbal unida a cierta intención cambia enteramente la naturaleza de un objeto externo o aun de una criatura humana. Aunque estos misterios son análogos, es muy de notar que se diferencian mucho en otros respectos, y esta diferencia puede ser considerada como una prueba poderosa de la diferencia de sus orígenes. Como la obligación de la promesa es una invención para los intereses de la sociedad, se halla modificada en tantas formas diferentes como el interés lo requiere y aun más bien cae antes en contradicciones que perder de vista a su objeto. Pero como aquellas otras doctrinas monstruosas son meramente invenciones de los sacerdotes y no tienen en vista el interés público, son menos perturbadas en su progreso por nuevos obstáculos y se debe confesar que después del primer absurdo siguen más directamente la corriente de la razón y buen sentido. Los teólogos perciben claramente que la forma externa de las palabras, siendo un mero sonido, requiere una intención para que tenga eficacia, y que si esta intención se considera como una circunstancia necesaria su ausencia debe igualmente evitar el efecto, ya sea tácita o expresa, sincera o engañosa. Según esto, han determinado comúnmente que la intención del sacerdote hace el sacramento y que cuando secretamente rechaza esta intención es altamente criminal consigo mismo, si no es que destruye aún el valor del bautismo, de la comunión o las órdenes sagradas. Las consecuencias terribles de esta doctrina no son capaces de impedir que tenga lugar del mismo modo que los inconvenientes de una doctrina similar con respecto a las promesas no evitan que esta doctrina se establezca. Los hombres se preocupan más de la vida presente que de la futura y se inclinan a pensar que el mal más pequeño con respecto a la primera es mayor que el más grande con respecto a la última.

Podemos sacar la misma conclusión concerniente al origen de las promesas de la fuerza que se supone puede anular todos los contratos y libertarnos de sus obligaciones. Un principio tal es la prueba de que las promesas no incluyen una obligación natural y son meros mecanismos artificiosos para la conveniencia y ventaja de la sociedad. Si consideramos como es debido el asunto, la fuerza no es esencialmente diferente de algún otro motivo de esperanza o temor que pueda inducirnos a dar nuestra palabra o imponernos una obligación. Un hombre herido peligrosamente que promete una gran cantidad de dinero a un cirujano para que le cure se hallará ciertamente ligado a realizar su promesa; aunque el caso no sea muy diferente del que promete una suma a un bandido, para producir una diferencia tan grande en nuestros sentimientos, si éstos no se basasen enteramente en el interés público o conveniencia.

Sección VI

Algunas reflexiones concernientes a la justicia y a la injusticia.

Hemos recorrido las tres leyes fundamentales de la naturaleza: la de la estabilidad de la posesión, la de su transferencia por consentimiento y la de la realización de las promesas. De la estricta observancia de estas tres leyes dependen la paz y la seguridad de la sociedad humana, y no es posible establecer un buen sistema de relaciones entre los hombres cuando éstas son descuidadas. La sociedad es absolutamente necesaria para el bienestar de los hombres, y éstas son necesarias para el sostenimiento de la sociedad. Sean los que quieran los límites que impongan a las pasiones de los hombres, son el resultado de estas pasiones y son sólo un modo más hábil y refinado de satisfacerlas. Nada es más vigilante e inventivo que nuestras pasiones y nada es más fácil que la convención para la observancia de estas reglas. La naturaleza ha confiado, por consiguiente, este asunto a la conducta del hombre y no ha colocado en el espíritu principios peculiares y originales para suscitar acciones a las que nos llevan de un modo suficiente otros principios de nuestra estructura y constitución. Para convencernos más plenamente de esta verdad debemos detenernos aquí un momento, y mediante una revista de los precedentes razonamientos podemos deducir algunos nuevos argumentos para probar que estas leyes, aunque necesarias, son enteramente artificiales y de invención humana y que, por consecuencia, la justicia es una virtud artificial y no natural.

I. El primer argumento del que haré uso se deriva de la definición vulgar de la justicia. La justicia se define comúnmente como una voluntad constante y perpetua de dar a cada uno lo que le es debido. En esta definición se supone que existen cosas tales como derecho y propiedad, independientes de la justicia y anteriores a ella, y que subsistirían aunque los hombres no hubieran jamás soñado en practicar alguna virtud. Ya he hecho observar, de una manera incidental, la falacia de esta opinión, y debo continuar aquí exponiendo, algo más claramente, mi opinión sobre este asunto.

Comenzaré observando que esta cualidad que llamamos propiedad es análoga a muchas de las cualidades de la filosofía peripatética y se desvanece con una investigación más detallada del asunto. Es evidente que la propiedad no consiste en alguna de las cualidades sensibles del objeto, pues éstas pueden permanecer invariablemente las mismas, mientras que la propiedad cambia. Por consiguiente, la propiedad debe consistir en alguna relación del objeto; pero no puede ser con relación a otros objetos externos e inanimados, pues éstos pueden continuar invariablemente los mismos, mientras que la propiedad cambia. Por consiguiente, esta cualidad consiste en las relaciones de los objetos con los seres inteligentes y racionales. Sin embargo, no es la relación externa y corporal la que constituye la esencia de la propiedad, pues esta relación puede ser la misma entre objetos inanimados o con respecto a los animales, aunque en estos casos no da lugar a la propiedad. Por consiguiente, la propiedad consiste en una relación interna, es decir, en alguna influencia que los objetos tienen sobre el espíritu y las acciones. Así, la relación externa que llamamos ocupación o primera posesión no pensamos que por sí misma es la propiedad del objeto, sino que tan sólo causa esta propiedad. Ahora bien: es evidente que esta relación externa no influye nada en los objetos externos y que sólo influye sobre el espíritu produciendo en nosotros un sentido del deber de no apoderarnos del objeto y de entregarlo a su primer poseedor. Estas acciones son lo que propiamente llamamos justicia, y, por consecuencia, de esta virtud depende la naturaleza de la propiedad y no la virtud de la propiedad.

Si alguno, por consiguiente, afirmase que la justicia es una virtud natural y la injusticia un vicio natural, debe afirmar también que, haciendo abstracción de las nociones de propiedad, derecho y obligación, naturalmente, una cierta conducta y serie de acciones, en ciertas relaciones externas de los objetos, posee una belleza o fealdad moral y causa un placer o dolor original. Así, la devolución de los bienes a su propietario se consideraría como virtuosa no porque la naturaleza ha unido un cierto sentimiento de placer a una conducta tal con respecto a la propiedad de los otros, sino porque la naturaleza ha unido este sentimiento a la conducta que se dirige a los objetos externos, de los cuales los otros tienen la primera o la más larga posesión, o la que han recibido por el consentimiento de los que tuvieron antes la primera posesión. Si la naturaleza no nos ha dado un sentimiento semejante, no es natural ni anterior a las convenciones humanas, algo análogo a la propiedad. Ahora bien: aunque parece suficientemente evidente en esta consideración sobria y exacta del presente asunto que la naturaleza no ha unido un placer o sentimiento de aprobación a una conducta tal, como yo no quiero dejar el más pequeño espacio para una duda posible añadiré algunos argumentos más para confirmar mi opinión.

Primeramente, si la naturaleza nos hubiera dado un placer de este género, hubiera sido tan evidente y discernible como lo es en toda ocasión, y no hubiéramos encontrado dificultad ninguna en percibir que la consideración de acciones tales en una situación tal proporciona un cierto placer y sentimiento de aprobación. No nos hubiéramos visto obligados a recurrir a las ficciones de la propiedad para la definición de la justicia y al mismo tiempo a hacer uso de las nociones de justicia en la definición de la propiedad. Este modo engañoso de razonar es una prueba clara de que existen en el asunto algunas obscuridades y dificultades que no somos capaces de dominar y que deseamos evadir por este artificio.

Segundo: estas reglas por las que se determinan propiedades, derechos y obligaciones no presentan ni restos de un origen natural, sino, por el contrario, del artificio y mecanismo. Son demasiado numerosas para proceder de la naturaleza, demasiado mudables por las leyes humanas, y tienen una tendencia directa y evidente hacia el bien público y el sostén de la sociedad civil. Esta última circunstancia es notable en dos respectos: primero, porque, aunque la causa del establecimiento de estas leyes ha sido la consideración del bien público, lo mismo que el bien público es su tendencia natural, han sido aún artificiales porque se han imaginado y dirigido a un cierto fin intencionalmente; segundo, porque si los hombres se hallasen dotados de una poderosa consideración del bien público no se hubieran limitado por estas reglas; de modo que las leyes de la justicia surgen de los principios naturales de una manera más indirecta y artificial. Es el amor de sí mismo el que constituye su origen real, y como el amor de sí mismo de una persona es naturalmente contrario al de las otras, esta serie de pasiones interesadas se encuentra obligada a armonizarse de una manera tal que se organice en algún sistema de conducta y vida. Este sistema, pues, comprendiendo el interés de cada individuo, es, por consecuencia, ventajoso para el interés público, aunque no sea imaginado para este propósito por sus inventores.

II. En segundo lugar podemos observar que todos los géneros de vicio y virtud pasan insensiblemente de los unos a los otros y pueden aproximarse por grados tan imperceptibles que hacen muy difícil, si no totalmente imposible, determinar cuán do uno termina y otro comienza, y de esta observación podemos derivar un nuevo argumento para el precedente principio, pues, cualquiera que sea el caso con respecto a todos los géneros de vicio y virtud, es cierto que los derechos, obligaciones y propiedad no admiten una gradación insensible, sino que un hombre o posee la propiedad plena y perfectamente o no la tiene de ningún modo, o está totalmente obligado a realizar una acción o no se halla de ningún modo sometido a esta obligación. Aunque la ley civil pueda hablar de un dominio perfecto e imperfecto, es fácil observar que esto surge de una ficción que no tiene un fundamento en la razón y que no puede entrar en nuestras nociones de justicia natural y equidad. Un hombre que alquila un caballo, aunque sea por un día, tiene un tan pleno derecho a hacer uso de él por este tiempo como el que llamamos propietario lo tiene para hacerlo cualquier otro día, y es evidente que aunque el uso pueda ser limitado en tiempo y grado, el derecho mismo no es susceptible de una gradación, sino que es absoluto y total tan lejos como se extiende. De acuerdo con esto podemos observar que este derecho surge y desaparece en un instante y que un hombre adquiere enteramente la propiedad de un objeto por ocupación o por el consentimiento del propietario y la pierde por su propio consentimiento, sin ninguna de las gradaciones insensibles que se pueden apreciar en otras cualidades y relaciones. Por consiguiente, puesto que sucede esto con respecto a la propiedad, los derechos y obligaciones, pregunto ahora: ¿Qué sucede con respecto a la justicia o injusticia? De cualquier manera que se responda a esta cuestión se cae en dificultades inextricables. Si se responde que la justicia y la injusticia admiten grados y se transforman insensiblemente la una en la otra, se contradice expresamente la afirmación que precede de que obligación y propiedad no son susceptibles de una gradación tal. Estas últimas dependen totalmente de la justicia y la injusticia y las siguen en todas sus variaciones. Donde la justicia es total, la propiedad es también total; donde la justicia es imperfecta, la propiedad debe ser también imperfecta. Por el contrario, si la propiedad no admite tales variaciones, debe ser también incompatible con la justicia. Por consiguiente, si se asiente a esta última proposición y se afirma que la justicia y la injusticia no son susceptibles de grados se afirma, en efecto, que no son naturalmente ni viciosas ni virtuosas, puesto que vicio y virtud, bien y mal moral, y de hecho todas las cualidades naturales, se transforman insensiblemente las unas en las otras y son en muchas ocasiones indistinguibles.

Merece la pena detenernos aquí para observar que aunque el razonamiento abstracto y las máximas generales de la filosofía y la ley establecen esta afirmación de que la propiedad, el derecho y la obligación no admiten grados, sin embargo, en nuestro modo común y negligente de pensar hallamos una gran dificultad para mantener esta opinión y aun abrazarnos secretamente el principio contrario. Un objeto debe hallarse en la posesión de una persona o de otra, una acción debe realizarse o no. La necesidad, que aquí está en escoger en estos dilemas, y la imposibilidad, que está aquí frecuentemente en hallar un término justo, nos obligan, cuando reflexionamos sobre el asunto, a reconocer que toda propiedad y obligación es total. Sin embargo, por otra parte, cuando consideramos el origen de la propiedad y obligación y hallamos que dependen de la utilidad pública y a veces de la imaginación, que son rara vez completas en una de sus direcciones, nos sentimos naturalmente inclinados a imaginar que estas relaciones morales admiten una gradación insensible. Por esto, en las transacciones, cuando el consentimiento de las partes deja al árbitro ser el que decide el asunto, aquél habitualmente descubre tanta equidad y justicia en ambos lados, que le inducen a buscar un término medio y divide la diferencia entre las partes. Los jueces civiles, que no tienen esta libertad, sino que se hallan obligados a pronunciar su sentencia en favor de una de las partes, no saben a veces cómo determinarse y se hallan en la necesidad de apoyarse en las razones más frívolas del mundo. La mitad de los derechos y obligaciones que parecen tan naturales en la vida común son perfectos absurdos ante su tribunal, por cuya razón se hallan frecuentemente obligados a tomar la mitad de los argumentos por el todo, para terminar el asunto de una manera o de otra.

III. El tercer argumento de este género del que debo hacer uso puede ser expuesto como sigue: Si consideramos el curso ordinario de las acciones humanas hallaremos que el espíritu no se gobierna por reglas generales y universales, sino que obra en muchas ocasiones del modo como es determinado por sus motivos presentes e inclinaciones. Como cada acción es un suceso individual, debe proceder de principios particulares y de nuestra situación inmediata con respecto a nosotros mismos y al resto del universo. Si en algunas ocasiones nuestros motivos van más allá de las circunstancias que les han dado origen y constituyen algo análogo a reglas generales para nuestra conducta, es fácil observar que estas reglas no son perfectamente inflexibles, sino que permiten muchas excepciones. Por consiguiente, ya que éste es el curso ordinario de las acciones humanas, podemos concluir que las leyes de la justicia, siendo universales y totalmente inflexibles, no pueden derivarse de la naturaleza ni ser el producto inmediato de un motivo o inclinación natural. Ninguna acción puede ser, naturalmente, buena o mala moralmente, a menos que no exista alguna pasión natural o motivo que nos impela a ella o nos disuada de ella, y es evidente que la moralidad debe ser susceptible de todas las variaciones que son naturales a la pasión. Dos personas pleitean por un patrimonio: de ellas, una es un rico, loco y soltero, y la otra, un pobre, de buen sentido y que tiene una numerosa familia; la primera es mi enemigo; la segunda, mi amigo. Ya esté influido en este asunto por el punto de vista del interés público o del privado, por la amistad o por la enemistad, debo ser llevado a hacer lo más posible para procurar el patrimonio al segundo. Ninguna consideración referente al derecho y propiedad de las personas será capaz de moverme, si me hallase influido tan sólo por motivos naturales, sin existir un arreglo o convención con los otros, pues como toda propiedad depende de la moralidad, y como toda moralidad depende del curso natural de nuestras pasiones y acciones, y como éstas se dirigen solamente por motivos particulares, es evidente que una conducta parcial de este género, para adaptarse a la más estricta moralidad, no debe ser nunca una violación de la propiedad. Si los hombres pudiesen tener la libertad de acción con respecto a las leyes de la sociedad como la tienen en todo otro asunto se conducirían en muchas ocasiones por juicios particulares y tendrían en cuenta los caracteres y circunstancias de las personas lo mismo que la naturaleza general de la cuestión. Sin embargo, es fácil observar que esto produciría una confusión infinita en la sociedad humana y que la avidez y parcialidad de los hombres traerían rápidamente el desorden al mundo si no fuesen dominadas por principios inflexibles y generales. Por consiguiente, teniendo en cuenta este inconveniente, los hombres establecieron estos principios y acordaron someterse a ellos mediante reglas generales que no pueden cambiarse ni por el favor ni por las consideraciones de interés público o privado. Estas reglas, pues, han sido inventadas para un propósito particular y son contrarias a los principios comunes de la naturaleza humana, que se acomodan a las circunstancias y no tienen un modo declarado e invariable de acción.

No veo cómo puedo engañarme fácilmente en este asunto. Evidentemente, me doy cuenta de que cuando un hombre se impone a sí mismo reglas generales e inflexibles para su conducta con los otros considera ciertos objetos como de su propiedad, objetos que supone son sagrados e inviolables. Ninguna proposición puede ser más evidente que la de que la propiedad es totalmente ininteligible sin suponer primero la justicia y la injusticia, y que estas virtudes y vicios son también ininteligibles, a menos que no tengamos motivos independientes de la moralidad que nos impelan a las acciones justas y nos separen de las injustas. Sean estos motivos los que quieran, deben, por consiguiente, acomodarse a las circunstancias y deben admitir todas las variaciones de las que los asuntos humanos son susceptibles en sus incesantes cambios. Son, por consiguiente, un fundamento muy inadecuado para tales reglas, inflexibles como las leyes de la naturaleza, y es evidente que estas leyes pueden tan sólo derivarse de las convenciones humanas cuando los hombres hayan percibido los desórdenes que resultan de seguir sus principios naturales y variables.

En resumen, pues, debemos considerar la distinción entre justicia e injusticia como teniendo dos fundamentos diferentes, a saber: el del interés, cuando los hombres observan que es imposible vivir en sociedad sin gobernarse por ciertas reglas, y el de la moralidad, cuando este interés es ya una vez observado y los hombres experimentan placer ante la vista de las acciones que tienden a la paz de la sociedad y dolor por las que son contrarias a ella. La convención voluntaria y el artificio de los hombres son los que hacen que el primer interés tenga lugar, y, por consiguiente, las leyes de la justicia deben considerarse de este modo artificiales. Después que este interés está establecido y reconocido se sigue naturalmente el sentido de la moralidad en la observancia de estas reglas y por sí mismo, aunque es cierto que es también aumentado por un nuevo artificio y que las disposiciones públicas de los políticos y la educación privada de los padres contribuyen a darnos un sentido del honor y el deber en la regulación estricta de nuestras acciones con respecto a la propiedad de los otros.

Sección VII

Del origen del Gobierno.

Nada es tan cierto como que los hombres se guían en gran medida por el interés y que aun cuando se preocupan por algo que trasciende de ellos mismos no llegan muy lejos; no es usual para ellos en la vida corriente interesarse más que por sus amigos más cercanos y próximos. No es menos cierto que es imposible para los hombres asegurar su interés de una manera más efectiva que mediante la observancia universal e inflexible de las reglas de la justicia, por las cuales pueden mantener firme la sociedad y evitar la recaída en la condición miserable y salvaje que corrientemente se nos presenta como el estado de naturaleza. Siendo grande este interés que todos los hombres tienen en el mantenimiento de la sociedad y la observancia de las reglas de la justicia, es palpable y evidente aun para el más rudo e inculto de los miembros de la raza humana y es casi imposible para cualquiera que tenga experiencia de la sociedad engañarse en este particular. Por consiguiente, ya que los hombres se hallan tan sinceramente ligados a su interés, y su interés se preocupa tanto por la observancia de las reglas de la justicia, y este interés es tan cierto y declarado, puede preguntarse cómo puede surgir el desorden en la sociedad y qué principio tan poderoso existe en la naturaleza humana que venza a una pasión tan fuerte o que sea tan violento que obscurezca un conocimiento tan claro.

Ya se observó, al tratar de las pasiones, que los hombres se hallan poderosamente guiados por la imaginación y adaptan sus afecciones más a la manera como un objeto se les aparece que a su valor intrínseco y real. Lo que les impresiona median te una idea intensa y vivaz prevalece corrientemente sobre lo que se presenta obscuramente, y debe existir una gran superioridad de valor para compensar esta ventaja. Ahora bien: como todo lo que es contiguo en el espacio o en el tiempo nos impresiona mediante una idea tal, tiene un efecto proporcional sobre la voluntad y las pasiones y actúa comúnmente con más fuerza que un objeto que está en una mayor distancia y más obscurecido. Aunque podamos estar plenamente convencidos de que el último objeto supera al primero, no somos capaces de regular nuestras acciones por este juicio, sino que cedemos a las solicitaciones de nuestras pasiones, que hablan siempre en favor de todo lo que está cerca o contiguo.

Esta es la razón de por qué los hombres obran tan frecuentemente en contradicción con su interés conocido, y en particular de por qué prefieren una pequeña ventaja presente al mantenimiento del orden en la sociedad, que depende tanto de la observancia de la justicia. La consecuencia de cada violación de la equidad parece hallarse muy remota y no se inclina a oponerse a las ventajas inmediatas que pueden ser obtenidas por ella. Sin embargo, no son menos reales por ser remotas, y como los hombres se hallan en algún grado sometidos a las mismas debilidades, sucede necesariamente que las violaciones de la equidad deben llegar a ser muy frecuentes en la sociedad y el comercio de los hombres; de este modo debe hacerse muy peligroso e incierto. Vosotros tenéis la misma propensión que yo tengo hacia lo que es contiguo frente a lo que es remoto. Por consiguiente, sois llevados a cometer como yo actos de injusticia. Vuestro ejemplo me empuja en esta vía por imitación y también me proporciona una nueva razón para la violación de la equidad mostrándome que seré la víctima de mi integridad si me impongo solo yo el deber de dominarme en medio de la licencia de los otros.

Por consiguiente, esta cualidad de la naturaleza humana no sólo es muy peligrosa para la sociedad, sino que parece, en una ojeada rápida, ser incapaz de remedio. El remedio puede venir con sólo el consentimiento de los hombres, y si los hombres son incapaces de preferir lo remoto a lo contiguo no consentirán jamás en algo que los obligue a esta elección y contradiga de una manera tan sensible sus principios e inclinaciones naturales. Siempre que se escogen los medios se escoge el fin, y si nos es imposible preferir lo que es remoto nos es igualmente imposible someternos a una necesidad que nos obligue a un método tal de acción.

Sin embargo, aquí puede observarse que esta debilidad de la naturaleza humana llega a ser el remedio de sí misma y que nos precavemos contra nuestra negligencia de los objetos remotos solamente porque somos inclinados a esta negligencia. Cuando consideramos los objetos a distancia, todas sus pequeñas particularidades se desvanecen y damos siempre preferencia a lo que es preferible en sí mismo, sin considerar su situación y circunstancias. Esto da lugar a lo que en un sentido impropio llamamos razón, que es un principio que es frecuentemente contrario a las inclinaciones que se presentan ante la proximidad de un objeto. Al reflexionar sobre una acción que realizaré de aquí a doce meses me determino a preferir el bien más grande, ya se halle más contiguo o más remoto en este tiempo, y una diferencia en este particular no trae consigo una diferencia en mis intenciones y resoluciones presentes. Mi alejamiento de la determinación final hace que estas pequeñas diferencias se desvanezcan, y no estoy afectado por nada más que por las cualidades generales y más discernibles del bien y el mal; pero cuando me aproximo más cerca, estas circunstancias que en un principio eché de ver comienzan a aparecer y tienen una influencia en mi conducta y mis afecciones. Una nueva inclinación hacia el bien presente surge y me hace difícil el adherirme a mi primer propósito y resolución. Esta debilidad natural puedo lamentarla mucho y puedo intentar por todos los medios posibles el librarme de ella. Puedo recurrir al estudio y a la reflexión sobre mí mismo, al consejo de los amigos, a la meditación frecuente y la resolución repetida, y habiendo experimentado qué poco eficaces son todos estos medios, puedo abrazar gustoso otro expediente por el que me imponga el dominio sobre mi mismo y que me defienda contra esta debilidad.

La única dificultad, por consiguiente, es hallar este expediente por el que el hombre se libra de su debilidad natural y se ponga bajo la necesidad de observar las leyes de la justicia y equidad, a pesar de su violenta inclinación a preferir lo contiguo a lo remoto. Es evidente que un remedio tal jamás podrá tener efecto sin corregir esta propensión, y como es imposible cambiar o corregir algo material en nuestra naturaleza, lo más que podemos hacer es cambiar las circunstancias de la situación y hacer de la observancia de las leyes de la justicia nuestro interés más inmediato y de su violación nuestro interés más remoto. Sin embargo, siendo esto impracticable con respecto a todo el género humano, puede tener tan sólo lugar con respecto a pocas personas, que nosotros inmediatamente interesamos en la ejecución de la justicia. Estas son aquellas que llamamos magistrados civiles, reyes y ministros de éstos o gobernantes y legisladores, que siendo personas indiferentes a la mayor parte del Estado no tienen interés o tienen un interés muy remoto en algún acto de injusticia, y hallándose satisfechos con su condición presente y con su parte en la sociedad tienen un interés inmediato en toda ejecución de la justicia, ya que es tan necesaria para el mantenimiento de la sociedad. Aquí, pues, radica el origen del Gobierno y sociedad civil. Los hombres no son capaces de desarraigar en ellos o en los otros la estrechez de horizonte que les hace preferir lo presente a lo remoto. Estas personas, pues, no son solamente inducidas a observar estas reglas en su propia conducta, sino también a obligar a los otros a una igual regularidad y a inculcar los dictados de la equidad a través de la sociedad entera. Y si ello es necesario deben interesar a otros más inmediatamente en la ejecución de la justicia y crear un número determinado de funcionarios civiles y militares para asistirlos en su gobierno.

Sin embargo, esta realización de la justicia, aunque es la principal, no es la única ventaja del Gobierno. Como las pasiones violentas impiden a los hombres percibir claramente el interés que tienen en una conducta justa con respecto a los otros, les impide también ver esta equidad misma y los hace de un modo notable parciales en sus propios favores. Dicho inconveniente se corrige del mismo modo que el antes mencionado. Las mismas personas que ejecutan las leyes de la justicia decidirán de las controversias referentes a ellos, y siendo indiferentes a la mayor parte de la sociedad, decidirán de un modo más equitativo que cada uno lo haría en su propio caso.

Mediante estas dos ventajas de la ejecución y de la decisión de la justicia los hombres adquieren una garantía contra la pasión y debilidad de los otros, así como contra las suyas propias, y bajo el amparo de sus gobernantes comienzan a probar a gusto las dulzuras de la sociedad y de la mutua asistencia. El Gobierno extiende aún más allá su influencia beneficiosa, y no contento con proteger a los hombres en estas convenciones que realizan para sus mutuos intereses, los obliga frecuentemente a hacer tales convenciones y los fuerza a buscar su propia ventaja mediante el acuerdo acerca de cualquier fin o propósito común. No existe cualidad de la naturaleza humana que cause errores más fatales en nuestra conducta que la que nos lleva a preferir lo que es presente a lo distante y lo remoto y nos hace desear los objetos más por su situación que por su valor intrínseco. Dos vecinos pueden ponerse de acuerdo para desecar un campo que poseen en común, porque es fácil para ellos conocer recíprocamente sus espíritus y cada uno de ellos puede ver que la consecuencia inmediata de no llevar a cabo su parte es el abandono del proyecto total. Sin embargo, es verdaderamente difícil, y de hecho imposible, que mil personas se pongan de acuerdo para una labor tal, siendo imposible para ellos concertar un designio tan complicado, y aun más difícil para ellos realizarlo, ya que cada uno trata de buscar un pretexto para librarse de la perturbación y gasto y quiere dejar todo el peso del asunto a los otros. La sociedad política remedia fácilmente estos inconvenientes. Los magistrados hallan un interés inmediato en el interés de una parte considerable de sus súbditos. No necesitan consultar a nadie más que a sí mismos para el fomento de este interés, y cuando el fracaso de un elemento en la ejecución va unido, aunque no inmediatamente, con el fracaso del todo, evitan este fracaso porque no tienen un interés ni inmediato ni remoto en él. Así, se construyen puentes, se abren puertos, se levantan fortificaciones, se hacen canales, se equipan flotas y se instruyen ejércitos en todas partes por el cuidado del Gobierno, que, aunque compuesto de hombres sometidos a todas las debilidades humanas, llega a ser, por una de las invenciones más finas y sutiles imaginables, una composición que se halla en cierta medida libre de estas debilidades.

Sección VIII

La fuente de la obediencia.

Aunque el Gobierno sea una invención muy ventajosa y aun en algunas circunstancias absolutamente necesaria para el género humano, no es necesaria en todas las circunstancias y no es imposible para los hombres mantener la sociedad por algún tiempo sin recurrir a una invención tal. Es cierto que los hombres se hallan muy inclinados a preferir el interés presente al distante y remoto y no les es fácil resistir a la tentación de alguna ventaja que puedan gozar inmediatamente, basándose en la estimación de un mal que está a distancia de ellos; pero aun esta debilidad es menos notable cuando las posesiones y placeres de la vida tienen escaso o pequeño valor, como acontece siempre en la infancia de la sociedad. Un indio experimenta una tentación muy pequeña a desposeer a otro de su choza o a robarle su arco hallándose ya dotado de estas ventajas, y con respecto a toda su fortuna superior a la de los otros, que puede alcanzar cazando o pescando, por ser tan sólo casual y temporal, poseerá sólo una pequeña tendencia a perturbar la sociedad. Tan lejos estoy de pensar con algunos filósofos que los hombres son totalmente incapaces de sociedad sin Gobierno, que afirmo que los rudimentos del Gobierno surgen de las querellas, no entre los hombres de la misma sociedad, sino los pertenecientes a diferentes sociedades. Un menor grado de riqueza puede ser suficiente para este último efecto que el que es requerido para el primero. Los hombres no temen más de la lucha pública y violencia que la resistencia que encuentran, la que cuando la comparten en común parece menos terrible, y cuando proviene de extranjeros parece menos perniciosa en sus consecuencias que cuando se hallan expuestos a luchar individuo contra individuo, siendo su comercio entre ellos ventajoso y sin cuya sociedad es imposible que puedan subsistir. Ahora bien: la guerra contra los extraños en una sociedad sin Gobierno produce necesariamente la guerra civil. Si se lanzan algunos bienes considerables entre los hombres, inmediatamente comenzarán a luchar entre sí, ya que cada uno se esforzará en apoderarse de lo que le agrada, sin consideración de las consecuencias. En una guerra contra extraños los más considerables de todos los bienes, la vida y los miembros, están en peligro, y como cada uno evita toda actitud peligrosa, elige las mejores armas y busca excusa para las más pequeñas heridas; las leyes, que pueden ser bastante bien observadas mientras que los hombres están tranquilos, no pueden ya mantenerse cuando se hallan en una agitación tal.

Esto lo hallamos verificado en las tribus americanas, en las que los hombres viven concordes y en amistad entre ellos sin un Gobierno establecido, y no se someten a ninguno de sus compañeros más que en tiempo de guerra, en que su jefe disfru ta de una sombra de autoridad, que pierde después del regreso a su territorio y del establecimiento de la paz con las tribus vecinas. Esta autoridad, sin embargo, los instruye en las ventajas del Gobierno y los enseña a recurrir a él cuando, o por el pillaje de la guerra, o por el comercio, o por hallazgos fortuitos, sus riquezas y posesiones han llegado a ser tan considerables que les hacen olvidar en cada aparición el interés que tienen en la conservación de la paz y la justicia. Por esto podemos dar, entre otras cosas, una razón plausible de por qué el Gobierno fue primero monárquico sin ninguna mezcla y variedad alguna, y por qué las repúblicas sólo surgen de los abusos de la monarquía y del poder despótico. Los campamentos son los padres de las ciudades, y como la guerra no puede ser dirigida, por la rapidez de sus exigencias, sin la autoridad de una sola persona, el mismo género de autoridad tiene lugar naturalmente en el Gobierno civil que sucede al militar. Me parece que esta razón es más natural que la corriente, derivada del gobierno patriarcal o de la autoridad de los padres que se dice tuvo lugar primeramente en la familia y acostumbró a los miembros de ella al gobierno de una sola persona. El estado de la sociedad sin Gobierno es uno de los estados más naturales del hombre y debe subsistir con la unión de varias familias largo tiempo después de la primera generación. Sólo un aumento de la riqueza de posesiones puede obligar a los hombres a abandonarlo, y tan bárbaras e incultas son las sociedades en su primera formación, que deben pasar muchos años antes de que puedan llegar éstas a un grado tal que perturben al hombre en el goce de la paz y concordia.

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