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De las pasiones, por David Hume (página 8)



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Aunque es posible para los hombres mantener una sociedad pequeña e inculta sin Gobierno, es imposible que puedan mantener una sociedad, de cualquier género, sin justicia y sin la observancia de las tres leyes fundamentales concernientes a la estabilidad de la posesión, su transmisión por desconocimiento y la realización de las promesas. Estas leyes son anteriores al Gobierno y se supone que imponen una obligación antes de que se haya pensado en el deber de obediencia a los magistrados civiles; puedo ir más lejos aún y afirmar que el Gobierno, después de su primer establecimiento, naturalmente supondría que derivaba su obligación de estas leyes de la naturaleza y en particular de la concerniente a realización de las promesas. Una vez que los hombres han percibido la necesidad del Gobierno para mantener la paz y ejecutar la justicia, se reunirán naturalmente, elegirán los magistrados y determinarán su poder y les prometerán obediencia. Como una promesa se supone ser un vínculo o garantía ya en uso y acompañada de una obligación moral, debe ser considerada como la sanción original del Gobierno y como la fuente de la primera obligación de obediencia. Este razonamiento parece tan natural que ha llegado a ser la fundamentación de nuestro elegante sistema de política, y es en cierto modo el credo de un partido entre nosotros que se vanagloria con razón de la profundidad de su filosofia y de la libertad de su pensamiento. «Todos los hombres -dicen ellos- han nacido libres e iguales; Gobierno y superioridad han podido ser establecidos tan sólo por el consentimiento; el consentimiento de los hombres al establecer el Gobierno les impone una nueva obligación, desconocida para las leyes de la naturaleza. Los hombres, por consiguiente, se hallan obligados a obedecer a sus magistrados tan sólo porque lo han prometido, y si no hubieran dado su palabra, ya expresa o tácitamente, de mantener su obediencia jamás hubiera sido ésta un elemento de su deber moral.» Esta conclusión, sin embargo, cuando se lleva tan lejos que comprende el Gobierno en todas sus edades y situaciones, es completamente errónea, y mantengo que aunque el deber de obediencia en un principio se derivase de la obligación de las promesas y por algún tiempo se mantuviese por esta obligación, pronto se arraigó por sí mismo, y posee una obligación y autoridad original independiente de todos los contratos. Este es un principio de actualidad que debemos examinar con cuidado y atención antes de ir más lejos.

Es razonable para los filósofos que afirman que la justicia es una virtud natural y anterior a las convenciones humanas el resolver toda obediencia civil en la obligación de una promesa y afirmar que sólo por nuestro consentimiento nos hallamos obligados a una sumisión a los magistrados, pues como todo Gobierno es por completo una invención de los hombres y el origen de los más de los Gobiernos se conoce en la historia, es necesario remontar más arriba para hallar la fuente de nuestros deberes políticos si queremos afirmar que poseen una obligación moral natural. Estos filósofos, por consecuencia, observan en seguida que la sociedades tan antigua como el género humano y que las tres leyes fundamentales de la naturaleza son tan antiguas como la sociedad; así que, valiéndose de la antigüedad del origen obscuro de estas leyes, niegan primeramente que sean invenciones artificiales y voluntarias de los hombres y después tratan de derivar de ellas otros deberes que son más claramente artificiales. Pero habiendo ya sido desengañados en este particular y habiendo hallado que tanto la justicia natural como la civil traen su origen de las convenciones humanas, debemos ver en seguida cuán inútil es reducir la una a las otras y buscar en las leyes de la naturaleza un fundamento más sólido para nuestros deberes políticos que el interés y las convenciones humanas, ya que estas leyes se hallan construidas sobre el mismo fundamento. De cualquier lado que nos dirijamos en este asunto hallaremos que estos dos géneros de deberes son de igual categoría y tienen el mismo origen, radicando en la primera invención y obligación moral. Se han imaginado para remediar análogos inconvenientes, y adquieren su sanción moral, del mismo modo, por el remedio de estos inconvenientes. Son éstos los dos puntos que trataré de probar todo lo claro que sea posible.

Hemos mostrado ya que los hombres inventaron las tres leyes fundamentales de la naturaleza cuando se dieron cuenta de la necesidad de la sociedad para su subsistencia mutua y hallaron que era imposible mantener relaciones entre ellos sin domi nar de algún modo sus apetitos naturales. Por consiguiente, el mismo amor de sí mismos, que hace a los hombres tan molestos los unos para los otros, tomando una dirección nueva y más conveniente, produjo las reglas de la justicia y fue el primer motivo de su observancia. Sin embargo, cuando los hombres observaron que aunque las reglas de la justicia eran suficientes para mantener una sociedad era imposible para ellos observar por su propio impulso en una sociedad amplia y culta estas reglas, establecieron el Gobierno como una nueva invención para lograr su fin y mantener las antiguas ventajas o procurarse otras nuevas mediante una ejecución más estricta de la justicia. Por consiguiente, hasta tal punto se hallan enlazados nuestros deberes civiles con los naturales, que los primeros se inventaron capitalmente para el respeto de los últimos y que el fin principal del Gobierno es obligar a los hombres a observar las leyes de la naturaleza. Sin embargo, en este respecto la ley de la naturaleza concerniente a la realización de las promesas se comprende solamente con las restantes, y su exacta observancia debe ser considerada como un efecto de la institución del Gobierno y no la obediencia al Gobierno como un efecto de la obligación de las promesas. Aunque el objeto de nuestros deberes civiles es el fortalecer nuestros deberes naturales, el primer (68) motivo de la invención, asi como de la realización de ambos, no es más que el interés personal, y puesto que existe un interés distinto en la obediencia al Gobierno del de la realización de las promesas, debemos admitir una obligación diferente. Para obedecer a los magistrados civiles se requiere mantener el orden y la concordia en la sociedad; para realizar las promesas se requiere producir la fe y confianza mutua en las funciones corrientes de la vida. Los fines, como los medios, son totalmente distintos y no se halla el uno subordinado al otro.

Para hacer esto más evidente consideremos que los hombres se obligarán frecuentemente por promesas para la realización de lo que estaba en su interés realizar independientemente de estas promesas, como, por ejemplo, cuando quieran dar a los otros una seguridad más grande, añadiendo una nueva obligación de interés a la que ya habían establecido primeramente. El interés en la realización de las promesas, aparte de su obligación moral, es en general manifiesto y de extrema importancia en la vida. Otros intereses pueden ser más particulares y dudosos, y nos inclinamos a abrigar una más grande sospecha de que los hombres pueden satisfacer su humor o pasión obrando en contra de ellos. Por consiguiente, aquí las promesas se presentan naturalmente y con frecuencia son requeridas para una más plena seguridad y satisfacción. Suponiendo que otros intereses son tan generales y manifiestos como el interés de la realización de las promesas, éstos serán considerados sobre el mismo pie y los hombres comenzarán a tener la misma confianza en ellos. Ahora bien: esto es lo que sucede con respecto a nuestros deberes civiles u obediencia a los magistrados, sin la cual el Gobierno no podría subsistir ni podría ser mantenida la paz y el orden en las sociedades amplias, cuando existen tantas posesiones por una parte y tantas necesidades, reales o imaginarias, por otra. Nuestros deberes civiles, por consiguiente, deben separarse pronto de nuestras promesas y adquirir una influencia y fuerza separadas. El interés en ambos es del mismo género, es general, manifiesto y vale en todo lugar y tiempo. No existe, pues, razón ninguna para fundar el uno sobre el otro, ya que cada uno de ellos posee un fundamento propio. Podemos reducir la obligación de abstenernos de las posesiones de los otros a una obligación de una promesa, del mismo modo que lo hacemos con la obediencia. Los intereses no son menos claros en un caso que en otro. La consideración de la propiedad no es más necesaria para la sociedad natural que la obediencia lo es a la sociedad civil o Gobierno, y no es la primera sociedad más necesaria para la existencia del hombre que la última para su bienestar y felicidad. En breve, si la realización de las promesas es ventajosa, lo es también la obediencia para el Gobierno; si en el primer caso el interés es general, también lo es en el último; si un interés es claro y general, también lo es el otro.

Como estas dos reglas se hallan fundadas sobre iguales obligaciones de interés, cada una de ellas debe tener una autoridad peculiar independiente de la de la otra. Sin embargo, no sólo las obligaciones naturales de interés son distintas en las promesas y la obediencia, sino también las obligaciones morales de honor y conciencia, y no puede el mérito y demérito de las unas depender en lo más mínimo del de las otras. De hecho, si consideramos la estrecha conexión que existe entre las obligaciones naturales y morales hallaremos que esta conclusión es enteramente inevitable. Nuestro interés se encuentra siempre del lado de la obediencia a los magistrados, y tan sólo una gran ventaja presente puede llevarnos a la rebelión, haciéndonos no considerar el interés remoto que tenemos en mantener la paz y el orden en la sociedad. Aunque un interés presente pueda cegarnos así con respecto a nuestras acciones, no tiene esto lugar con respecto a las acciones de los otros y no impide que éstas aparezcan en su aspecto real como altamente perjudiciales al interés público y al nuestro propio en particular. Esto, naturalmente, nos produce dolor al considerar tales acciones sediciosas y desleales y nos hace unir a ellas la idea de vicio o fealdad moral. Es éste el mismo principio que nos lleva a desaprobar todo género de injusticia privada, y en particular la violación de las promesas. Censuramos toda traición y violación de la fe porque consideramos que la libertad y la extensión del comercio humano dependen enteramente de la fidelidad con respecto a las promesas. Censuramos toda deslealtad a los magistrados porque percibimos que la ejecución de la justicia, en la estabilidad de la posesión, su traslación por consentimiento y el cumplimiento de las promesas es imposible sin la sumisión al Gobierno. Como allí, existen aquí dos intereses enteramente distintos el uno del otro, que deben dar lugar a dos obligaciones morales igualmente separadas e independientes. Aunque no existiese algo semejante a la promesa en el mundo, los Gobiernos serían todavía necesarios en las sociedades amplias y civilizadas, y si las promesas poseyesen sólo su propia obligación sin la sanción separada del Gobierno tendrían muy poca eficacia en estas sociedades. Esto separa los límites de nuestros deberes públicos y privados y muestra que los últimos dependen más de los primeros que los primeros de los últimos. La educación y el artificio de los políticos concurren para conceder una moralidad ulterior basada en la lealtad y para marcar toda rebelión con un mayor grado de delito e infamia. No es de maravillar que los políticos hayan sido muy hábiles para inculcar dichas nociones, cuando su interés se halla tan particularmente interesado.

Si estos argumentos no aparecen totalmente concluyentes (como pienso que lo son) recurriré a la autoridad y probaré por el consentimiento universal del género humano que la obligación de sumisión al Gobierno no se deriva de una promesa de los súbditos. Nadie debe maravillarse de que aunque yo he intentado siempre establecer mi sistema sobre la pura razón y he citado muy poco siempre el juicio aun de los filósofos o historiadores sobre algún punto, apele a la autoridad popular ahora y oponga los sentimientos de la plebe a los del razonamiento filosófico. Pero debe observarse que las opiniones de los hombres en este caso llevan consigo una autoridad peculiar y son en gran medida infalibles. La distinción de bien y mal moral se funda en el placer o el dolor que resulta de la presencia de un sentimiento o carácter, y como el placer o el dolor no pueden ser desconocidos por la persona que los experimenta, se sigue (69) que existe precisamente tanto vicio y virtud en un carácter como cada uno coloca en él y que es imposible en este particular que podamos equivocarnos nunca. Y aunque nuestros juicios referentes al origen del vicio y la virtud no sean tan ciertos como los concernientes a sus grados, sin embargo, ya que la cuestión no se refiere en este caso a ningún origen filosófico de una obligación, sino a un hecho claro, no es fácil concebir cómo podemos caer en el error. Un hombre que reconoce hallarse ligado a otro por una cierta suma debe ciertamente saber si es por su propia hipoteca o por la de su padre por lo que esto sucede así, o si esto acaece por su buena voluntad o por dinero que ha tomado prestado, y bajo qué condiciones y para qué propósito se ha ligado él mismo. De igual modo, siendo cierto que existe una obligación moral de someterse al Gobierno porque cada individuo lo piense así, debe ser cierto que esta obligación no surge de una promesa, pues nadie, cuando su juicio no esté descarriado por su adhesión demasiado estricta a un sistema de filosofía, ha soñado atribuirle este origen. Ni los magistrados ni los súbditos se han formado esta idea de nuestros deberes civiles.

Hallamos que los magistrados se hallan tan lejos de derivar su autoridad y la obligación de obediencia de sus súbditos del fundamento de una promesa o contrato original, que ocultan tanto como es posible a su pueblo, especialmente al vulgo, que tienen su origen aquí. Si fuese ésta la sanción del Gobierno, nuestros gobernantes jamás la recibirían tácitamente, que es lo más que puede pretenderse, ya que lo que se concede tácita e insensiblemente no puede tener tanta influencia sobre el género humano como lo que es realizado expresa y públicamente. Una promesa tácita existe cuando la voluntad se expresa por otros signos más difusos que los del lenguaje; pero debe hallarse en ella incluida una voluntad, y esto no puede escapar al conocimiento de la persona que la hace, aunque sea no verbal o tácita. Ahora bien: si preguntáis a la mayor parte de la nación si ha consentido en la autoridad de sus gobernantes o prometido obedecerlos, ésta se hallará inclinada a pensar algo extraño de vosotros y replicará ciertamente que el asunto no depende de su consentimiento, sino que ellos han nacido ya en una obediencia semejante. En consecuencia de esta opinión, vemos que imagina frecuentemente que son sus gobernantes naturales personas que en el momento se hallan privadas de todo poder y autoridad y a las que nadie, aunque estuviese tonto, querría escoger voluntariamente, y esto porque se hallan en la línea de los que gobernaron antes y en el grado que acostumbra a sucederles, aunque quizá en un período tan distante que ningún hombre vivo puede haber prometido obediencia. ¿No tiene, pues, un Gobierno autoridad sobre personas como éstas, porque no han consentido en él, y estimará el intento de una elección tal como un caso de arrogancia e impiedad? Hallamos por experiencia que los castiga sin restricción por lo que llama traición y rebelión, que según parece, de acuerdo con este sistema, se reduce a la injusticia común. Si se dice que por vivir en sus dominios consienten, en efecto, para establecer el Gobierno, responderé que esto sólo podría ser si pensasen que el asunto dependía de su elección, lo que pocos o ningunos, aparte de los filósofos a que nos referimos, han imaginado hasta ahora. Jamás se ha usado para la defensa de un rebelde que el primer acto que ha realizado después de llegar a los años de madurez fue el promover una guerra contra los soberanos de un Estado, ya que mientras era niño no se pudo obligar por su propio consentimiento, y habiendo llegado a ser hombre mostró claramente por el primer acto que realizó que no tiene el designio de imponerse la obligación de obediencia. Hallamos, por el contrario, que las leyes civiles castigan este crimen a la misma edad que otro que es criminal por sí mismo sin nuestro consentimiento, esto es, cuando la persona llega al pleno uso de razón, mientras que para este crimen debería en justicia ser concedido algún tiempo intermedio, en el que un consentimiento, tácito al menos, pudiera ser supuesto. A esto puede añadirse que un hombre, viviendo bajo un Gobierno absoluto no le debería obediencia, pues por su propia naturaleza no depende de nuestro consentimiento. Sin embargo, como éste es un Gobierno tan natural y común como otro cualquiera, debe ocasionar alguna obligación, y es claro, por experiencia, que los hombres que están sometidos a él piensan siempre así. Esto es una prueba clara de que no estimamos comúnmente nuestra obediencia derivada de nuestro consentimiento o promesa, y es una prueba además de que cuando nuestra promesa se halla ligada expresamente por alguna razón distinguimos siempre exactamente entro las dos obligaciones y creemos que la una añade más fuerza a la otra que en una repetición de la misma promesa. Cuando ninguna promesa hubiese sido hecha, una persona no considera rota su fe en asuntos privados por motivo de rebelión, sino que considera los dos deberes de honor y obediencia como completamente distintos y separados. El que la unión de ellos fue pensada por estos filósofos, una invención muy sutil, es una prueba convincente de que no es verdadera, pues una persona no puede prestar una promesa o ser dominada por su sanción y obligación quedando éstas desconocidas para ella.

Sección IX

De las medidas de obediencia.

Los escritores políticos que han recurrido a las promesas o contrato originario como fuente de nuestra obediencia para con los Gobiernos pretenden establecer un principio que es perfectamente justo y razonable, aunque el razonamiento sobre el que intenten establecerlo sea erróneo y sofistico. Desean probar que nuestra sumisión al Gobierno admite excepciones y que una extraordinaria tiranía en los gobernantes es suficiente para libertar a los súbditos de todos los lazos de la obediencia. Puesto que los hombres, dicen ellos, entran en sociedad y se someten al Gobierno por su consentimiento libre y voluntario, deben tener presentes ciertas ventajas que se proponen obtener y por las que les agrada abandonar su libertad nativa. Existe, por lo tanto, algo prometido por la parte de los magistrados, a saber: la protección y la seguridad, y es tan sólo por la esperanza de estas ventajas por lo que se puede persuadir al hombre de someterse a ellos. Pero cuando en lugar de la protección y la seguridad encuentran la tiranía y la opresión, se hallan liberados de sus promesas (como sucede en todo contrato condicional) y vuelven al estado de libertad que precede a la institución del Gobierno. Los hombres no serán nunca tan tontos que realicen compromisos que resulten sólo ventajosos para otros sin una esperanza de mejorar su propia condición. Todo el que quiera sacar algún provecho de nuestra sumisión debe comprometerse él mismo, expresa o tácitamente, a hacernos sacar alguna ventaja de su autoridad, y no puede esperar que sin la realización de su parte nosotros continuemos obedeciéndole.

Repito que esta conclusión es justa, aunque sus principios sean erróneos, y me vanaglorio de poder llegar a la misma conclusión sobre principios más razonables. No intentaré al establecer nuestros deberes políticos afirmar que los hombres se dan cuenta de las ventajas del Gobierno, que instituyen después un Gobierno teniendo en cuenta estas ventajas y que esta institución requiere una promesa que impone una obligación moral en un cierto grado, pero que, siendo condicional, cesa de ser obligatoria cuando la otra parte contratante no realiza su parte en el compromiso. Comprendo que la promesa misma surge totalmente de las convenciones humanas y está inventada con el fin de un cierto interés. Busco, por consiguiente, algún interés semejante, enlazado más inmediatamente con el Gobierno y que pueda ser a la vez el motivo original para su institución y la fuente de la obediencia a él. Este interés hallo que consiste en la seguridad y protección que disfruto en la sociedad política. y que no podemos jamás alcanzar cuando somos absolutamente libres o independientes. Como el interés, por consiguiente, es la sanción inmediata del Gobierno, el uno no puede tener más larga existencia que el otro, y siempre que los magistrados civiles llevan su opresión tan lejos que hacen intolerable totalmente su autoridad no nos hallamos obligados a someternos a ellos. La causa cesa: el efecto debe cesar también.

Hasta aquí es inmediata y directa la conclusión concerniente a la obligación natural que tenemos de obediencia. En cuanto a la obligación moral, podemos observar que sería aquí falsa la máxima de que cuando la causa cesa el efecto debe cesar, pues existe un principio en la naturaleza humana, del que frecuentemente hemos tenido noticia, según el cual los hombres se hallan poderosamente adheridos a las reglas generales y frecuentemente aplican nuestras máximas más allá de las razones que nos indujeron a establecerlas en un comienzo. Cuando los casos son similares en muchas particularidades nos sentimos inclinados a considerarlos del mismo modo, sin ver que difieren en las más de sus circunstancias importantes y que su semejanza es más aparente que real. Debe, por consiguiente, pensarse que en el caso de la obediencia nuestra obligación del deber no cesará aun cuando la obligación natural del interés, que es su causa, haya cesado, y que los hombres pueden hallarse obligados por conciencia a someterse a un Gobierno tiránico contra su propio y público interés. De hecho, sólo admito la fuerza de este razonamiento en cuanto reconozco que las reglas generales se aplican más allá de los principios sobre los que han sido fundadas y que rara vez notamos una excepción de ellas, a menos que esta excepción tenga las cualidades de una regla general y se funde en casos muy numerosos y comunes. Ahora bien: afirmo que esto ocurre en el caso presente. Cuando los hombres se someten a la autoridad de los otros es para procurarse alguna seguridad contra la maldad e injusticia de los hombres, que son llevados continuamente por sus pasiones indóciles y por su interés presente e inmediato a la violación contra las leyes de la sociedad. Pero como esta imperfección es inherente a la naturaleza humana, sabemos que debe alcanzar a los hombres, en todos sus estados y condiciones, y que aquellos que elegimos por gobernantes no deben llegar a ser inmediatamente superiores al resto de la humanidad por razón de su superior poder y autoridad. Lo que esperamos de ellos no depende de un cambio de su naturaleza, sino de su situación, cuando adquieren un interés más inmediato en el mantenimiento del orden y la ejecución de la justicia. Sin embargo, aparte de que este interés es solamente más inmediato en la realización de la justicia entre sus súbditos, digo que debemos esperar frecuentemente de la irregularidad de la naturaleza humana que olviden aquéllos aun su interés inmediato y sean llevados por sus pasiones a todos los excesos de crueldad y ambición. Nuestro conocimiento general de la naturaleza humana, nuestra observación de la historia pasada del género humano, nuestra experiencia de la época presente nos llevan a abrir la puerta a las excepciones y nos hacen concluir que podemos oponernos a los efectos más violentos del poder supremo sin cometer crimen o injusticia.

De acuerdo con esto, podemos observar que es la práctica general y el principio de la humanidad lo que acabamos de exponer y que ninguna nación que sepa hallar remedio para ello sufre los estragos de un tirano o es censurada por su resistencia. Los que tomaron armas contra Dionisio, Nerón o Felipe II se atraen la simpatía de todo lector en la lectura de su historia y sólo la perversión del sentido común puede llevarnos a condenarlos. Por consiguiente, es cierto que en todas nuestras nociones de moral jamás mantenemos un absurdo tal como lo es la obediencia pasiva, sino que permitimos la resistencia en los más evidentes casos de tiranía y opresión. La opinión general del género humano tiene alguna autoridad en todos los casos; pero en moral es perfectamente infalible y no es menos infalible porque los hombres no puedan explicar claramente los principios en que se funda. Pocas personas pueden seguir la marcha de este razonamiento: el Gobierno es una mera invención humana para el interés de la sociedad. Cuando la tiranía del gobernante suprime este interés suprime la obligación natural de la obediencia; la obligación moral se funda en la natural y, por consiguiente, debe cesar cuando ésta cesa, especialmente cuando el asunto es tal que nos hace prever muchas ocasiones en que la obligación natural puede cesar y producirnos una especie de reglas generales para la regulación de nuestra conducta en tales casos. Aunque este razonamiento es demasiado sutil para el vulgo, es cierto que todos los hombres tienen una noción implícita de él y se dan cuenta de que deben obediencia al Gobierno tan sólo por razón del interés público, y al mismo tiempo de que la naturaleza humana se halla tan sometida a tantas fragilidades y pasiones que puede pervertir fácilmente esta institución y cambiar sus gobernantes en tiranos y enemigos públicos. Si el sentido del interés público no fuese nuestro motivo original de obediencia, preguntaría gustosamente qué otro principio existe en la naturaleza humana capaz de dominar la ambición de los hombres y forzarlos a una sumisión tal. La imitación y la costumbre no son suficientes, pues se pone de nuevo la cuestión de qué motivo produjo los primeros casos de sumisión que imitamos y la serie de acciones que dan lugar a la costumbre. No es evidentemente otro principio más que el del interés público, y si el interés produce primeramente obediencia al Gobierno, la obligación de la obediencia debe cesar cuando el interés cesa en un grado alto y en un número considerable de casos.

Sección X

De los objetos de la obediencia.

Aunque en algunas ocasiones puede ser justificado, tanto en la sana política como en la moralidad, resistir al poder supremo, es cierto que en el curso ordinario de los asuntos humanos nada puede ser más pernicioso y criminal, y que aparte de las convulsiones que acompañan siempre a las revoluciones, un proceder semejante tiende directamente a la destrucción de todo Gobierno y a la producción de una anarquía y confusión total entre el género humano. Como las sociedades numerosas y civilizadas no pueden subsistir sin Gobierno, así el Gobierno es enteramente inútil sin una exacta obediencia. Podemos siempre pesar las ventajas que obtenemos de la autoridad frente a sus desventajas, y de este modo llegaremos a ser más escrupulosos para poner en práctica la doctrina de la resistencia. La regla general requiere sumisión, y sólo en los casos de gravosa tiranía y opresión la excepción puede tener lugar.

Puesto que una sumisión ciega de este tipo se exige corrientemente a los magistrados, surge la cuestión de a quién es debida y a quién debemos considerar como magistrados legales. Para responder a esta cuestión resumamos lo que ya se estable ció con respecto al origen del Gobierno y sociedad política. Una vez que los hombres han experimentado la imposibilidad de mantener un orden estable en la sociedad, mientras cada uno de ellos es dueño de sí mismo y viola u observa las leyes del interés según su interés o placer presente, van a dar naturalmente a la invención del Gobierno y apartan de su poder propio, tan lejos como les es posible, el violar las leyes de la sociedad. Por consiguiente, el Gobierno surge de la convención voluntaria de los hombres, y es evidente que la misma convención que establece el Gobierno determina las personas que han de gobernar y evita toda duda y ambigüedad en este respecto. El consentimiento voluntario de los hombres debe tener aquí más grande eficacia, de modo que la autoridad de los magistrados debía hallarse en un principio basada en el fundamento de la promesa de sus súbditos, por la que se obligaban a la obediencia, lo mismo que en otro contrato o acuerdo. La misma promesa, pues, que los obliga a la obediencia los somete a una persona particular y la hace objeto de su obediencia.

Pero cuando el Gobierno ha sido establecido sobre este fundamento durante algún tiempo considerable y el interés separado que tenemos en la sumisión ha producido un sentimiento diferente de moralidad, el caso cambia totalmente y una promesa no es ya capaz de determinar el magistrado particular, puesto que ya no se considera como fundamento del Gobierno. Nos suponemos naturalmente nacidos para esta sumisión e imaginamos que estas personas determinadas tienen el derecho de gobernarnos, del mismo modo que nosotros por nuestra parte nos hallamos obligados a obedecerlas. Estas nociones de derecho y obligación no se derivan más que de las ventajas que obtenemos del Gobierno, lo que nos produce una repugnancia a resistirnos a ellas y nos desagrada cuando vemos un caso de este tipo en nosotros. Sin embargo, es aquí notable que en este nuevo estado de cosas la sanción original del Gobierno, que es el interés, no se admite para determinar las personas a que hemos de obedecer, como lo hizo la sanción original en un comienzo, cuando los asuntos se basaban en la promesa. Una promesa fija y determina las personas sin vacilación; pero es evidente que si los hombres hubieran de regular su conducta en este particular por la consideración de un interés peculiar, ya público o privado, se verían envueltos en una confusión sin fin y harían todo Gobierno en gran parte ineficaz. El interés privado de cada uno es diferente, y aunque el interés público es siempre en sí mismo uno e idéntico, sin embargo llega a ser la fuente de grandes disensiones por razón de las diferentes opiniones que mantienen las personas particulares con respecto de él. El mismo interés, por consiguiente, que nos lleva a someternos a los magistrados nos hace renunciar a la elección de éstos y nos obliga a una cierta forma de Gobierno y a personas particulares, sin permitirnos aspirar a la más grande perfección en ambas cosas. El caso es aquí el mismo que en la ley de la naturaleza referente a la estabilidad de la posesión. Es muy ventajoso, y aun absolutamente necesario, para la sociedad que la posesión sea estable, y esto nos lleva al establecimiento de una regla tal; pero hallamos que si persiguiésemos la misma ventaja asignando posesiones particulares a personas particulares no lograríamos nuestro fin y perpetuaríamos la confusión que esta regla intenta evitar. Debemos, por consiguiente, proceder por reglas generales y guiarnos por intereses generales al modificar la ley de la naturaleza concerniente a la estabilidad de las posesiones. No necesitamos temer que nuestro asentimiento a esta ley disminuirá por razón de la aparente insignificancia de los intereses por los que se halla determinada. El impulso del espíritu se deriva de un interés muy fuerte, y los restantes intereses, pequeños, sirven solamente para dirigir el movimiento, sin añadirle nada o disminuirlo. Lo mismo sucede con el Gobierno. Nada es más ventajoso para la sociedad que una invención semejante, y este interés es suficiente para hacérnoslo abrazar con ardor y presteza aunque estemos obligados después a regular y dirigir nuestra sumisión al Gobierno por diversas consideraciones que no tienen la misma importancia y a elegir nuestros magistrados sin tener presente una ventaja particular para hacer dicha elección.

El primero de los principios de que yo debo ocuparme como fundamento del derecho de la magistratura es el que da autoridad a los más de los Gobiernos establecidos del mundo, sin excepción; me refiero a la posesión continuada de una forma de Gobierno o a la sucesión de los príncipes. Es cierto que si remontamos al primer origen de toda nación hallaremos que pocas veces existe una dinastía real o un Gobierno que no se halle fundado primitivamente en la usurpación y la rebelión y cuyo derecho no sea en un comienzo peor que dudoso e incierto. Sólo el tiempo concede solidez a su derecho, y actuando gradualmente sobre los espíritus de los hombres los reconcilia con la autoridad y hace que ésta les parezca justa y razonable. Nada como la costumbre causa un sentimiento que tenga más influencia sobre nosotros o que dirija nuestra imaginación más poderosamente hacia el objeto. Cuando nos hemos acostumbrado durante largo tiempo a obedecer a una serie de hombres, este instinto general o tendencia que suponemos una obligación moral que acompaña a la lealtad toma fácilmente su dirección propia y elige esta serie de hombres para su objeto. Es el interés el que da el instinto general, pero la costumbre es la que da su dirección particular.

Se puede observar aquí que la misma longitud de tiempo tiene una influencia diferente sobre nuestros sentimientos de moralidad, según su diversa influencia sobre el espíritu. Juzgamos naturalmente de todo por comparación, y puesto que considerando la fortuna de los reyes y repúblicas abarcamos un largo período de tiempo, una pequeña duración no tiene en este caso una influencia sobre nuestros sentimientos igual a la que ejerce cuando consideramos algún otro objeto. Una persona piensa que adquiere el derecho a un caballo o a un surtido de telas en un tiempo muy breve; pero una centuria es apenas suficiente para establecer un nuevo Gobierno y desarraigar todos los escrúpulos en los espíritus de sus súbditos y que se refieren a él. Añádase a esto que un período más breve de tiempo bastará para dar a un príncipe el derecho para un poder adicional que haya usurpado que el que es preciso para fijar su derecho cuando en su totalidad se debe a una usurpación, Los reyes de Francia no han poseído un poder absoluto arriba de dos reinos y, sin embargo, nada aparecerá más extravagante a un francés que hablarle de sus libertades. Si consideramos lo que se ha dicho referente a la accesión, explicaremos fácilmente este fenómeno.

Cuando no existe forma de Gobierno establecida por una larga posesión, la posesión presente es suficiente para suplirla y puede ser considerada como el segundo origen de toda autoridad pública. El derecho a la autoridad no es más que la posesión constante de la autoridad mantenida por las leyes de la sociedad y los intereses del género humano, y nada puede ser más natural que unir esta constante posesión con la presente según los principios antes mencionados. Si los mismos principios no tienen lugar con respecto a la propiedad de las personas privadas es porque estos principios se hallan equilibrados por consideraciones muy poderosas de interés desde el momento que observamos que toda restitución seria impedida por medio de ellos y toda violencia autorizada y protegida. Aunque los mismos motivos pueda parecer que tienen fuerza con respecto a la autoridad pública, se hallan, sin embargo, contrarrestados por un interés contrario que consiste en el mantenimiento de la paz y la supresión de todos los cambios, que aunque puedan producirse fácilmente en los asuntos privados, van inevitablemente unidos con derramamiento de sangre y confusión cuando la vida pública se halla interesada.

Todo el que al hallar la imposibilidad de explicar el derecho del poseedor presente por un sistema admitido de ética se resuelva a negar en absoluto este derecho y afirme que no está autorizado por la moralidad, será estimado como defensor de una paradoja muy extravagante y chocará con el sentido común y el juicio del género humano. Ninguna máxima está más de acuerdo con la prudencia y la moral que el someternos tranquilamente al Gobierno que hallamos establecido en la comarca donde vivimos, sin inquirir demasiado curiosamente su origen y primer establecimiento. Pocos Gobiernos resistirían el ser examinados tan rigurosamente. ¡Cuántos Gobiernos existen hoy día en el mundo y cuántos hallamos en la historia cuyos gobernantes no tienen un mejor fundamento para su autoridad que la posesión presente! Para limitarnos al imperio de los romanos y de los griegos, ¿no es evidente que la larga sucesión de los emperadores desde la ruina de la libertad romana hasta la total extinción del imperio por los turcos no puede presentar otro derecho al imperio? La elección del Senado era una pura fórmula que seguía siempre a la elección de las legiones, y hallándose éstas en oposición casi siempre, en las diferentes provincias sólo la espada era capaz de terminar con las diferencias. Por consiguiente, por la espada adquiría y defendía todo emperador su derecho, y debemos decir, o que todo el mundo conocido, durante tantas edades, no tenía Gobierno y no debía obediencia a nadie, o debemos admitir que el derecho del más fuerte en los asuntos públicos debe ser admitido como legítimo y autorizado por la moralidad cuando no se le opone algún otro título.

El derecho de conquista debe ser considerado como un tercer origen del derecho de los soberanos. Este derecho se parece mucho al de la posesión presente; pero tiene más bien una fuerza superior por hallarse secundado por las nociones de gloria y honor que adscribimos a los conquistadores, en lugar de los sentimientos de odio y aborrecimiento que acompañan a los usurpadores. Los hombres, naturalmente, favorecen a aquellos a quienes aman y, por consiguiente, se inclinan más a atribuir un derecho a una violencia con éxito entre un soberano y otro que a la rebelión triunfante de un súbdito contra sus soberanos (70). Cuando no tiene lugar ni la posesión continuada, ni la posesión presente, ni la conquista, como cuando el soberano que fundó una monarquía muere, el derecho de sucesión prevalece naturalmente en su lugar y los hombres se sienten comúnmente inducidos a colocar al hijo del monarca muerto sobre el trono y a suponer que hereda la autoridad de su padre. El presunto consentimiento del padre, la imitación de la sucesión en las familias privadas, el interés que el Estado tiene en elegir la persona que es más poderosa y tiene el mayor número de partidarios, todas estas razones llevan a los hombres a preferir al hijo del monarca muerto a otra persona (71)

Estas razones tienen algún peso; pero estoy persuadido de que el que considere imparcialmente el asunto verá que concurren algunos principios de la imaginación con estas consideraciones de interés. La autoridad real parece hallarse enlazada con el joven príncipe aun durante la vida de su padre, por la natural transición de nuestro pensamiento, y todavía más después de su muerte; así que nada es más natural que completar esta unión por una nueva relación poniéndole actualmente en posesión de lo que parecía de un modo tan natural pertenecerle.

Para confirmar esto debemos considerar los siguientes fenómenos, que son muy curiosos en su género. En las monarquías electivas el derecho de sucesión no tiene lugar por las leyes y costumbres establecidas, y sin embargo su influencia es tan natural, que es imposible excluirlas de la imaginación y hacer a los súbditos indiferentes ante el hijo de su monarca muerto. Por esta razón en algunos Gobiernos de este género la elección recae comúnmente en alguna persona de la familia real y en otros se hallan éstas todas excluidas. Estos fenómenos contrarios proceden del mismo principio. Cuando la familia real es excluida lo es por un refinamiento de política que hace al pueblo sensible de su inclinación a elegir soberano en esta familia y le concede el celo de su libertad de miedo que el nuevo monarca, ayudado por esta inclinación, establezca su familia y destruya la libertad de la elección para el futuro.

La historia de Artajerjes y el joven Ciro puede proporcionarnos algunas reflexiones sobre el mismo asunto. Ciro pretendía el derecho a la Corona sobre su hermano mayor porque había nacido después de haber subido su padre al trono. No pretendo que esta razón fuese válida. Quiero tan sólo inferir de esto que no hubiera hecho uso de un pretexto tal si no fuese por las cualidades de la imaginación antes mencionadas, por lo que nos sentimos naturalmente inclinados a unir por una nueva relación los objetos que hemos hallado ya unidos. Artajerjes tenía la ventaja sobre su hermano de ser el hijo mayor y el primero en la sucesión; pero Ciro se hallaba más íntimamente relacionado con la autoridad real por haber sido engendrado después de que el padre fue investido con ella.

Si se pretendiese que la consideración de la conveniencia puede ser el origen de todo derecho de sucesión y que los hombres se aprovechan con gusto de una regla que pueda fijar el sucesor de su soberano muerto y evitar la anarquía y confusión que acompañan a una nueva elección, responderé que concedo que este motivo puede contribuir algo al mismo efecto; pero al mismo tiempo afirmo que sin otro principio es imposible que un motivo tal pueda tener lugar. El interés de una nación requiere que la sucesión de la Corona sea fijada de un modo o de otro; pero es indiferente para su interés de qué manera está fijada; así, que si la relación de sangre no tiene un efecto independiente del interés público, jamás hubiera sido considerada sin una ley positiva y hubiera sido imposible que tantas leyes positivas o diferentes naciones pudieran haber coincidido en las mismas consideraciones e intenciones.

Esto nos lleva a considerar la quinta fuente de la autoridad, a saber: las leyes positivas, cuando los legisladores establecen una cierta forma de Gobierno y sucesión de los príncipes. A primera vista puede pensarse que ésta debe resolverse en alguno de los precedentes títulos a la autoridad. El poder legislativo, del que se deriva la ley positiva, debe ser establecido o por un contrato original o por la posesión duradera, posesión presente, conquista o sucesión, y, por consecuencia, la ley positiva debe derivar su fuerza de alguno de estos principios. Pero aquí es notable que aunque la ley positiva puede derivar su fuerza sólo de estos principios, sin embargo no adquiere toda su fuerza de los principios de que se deriva, sino que pierde una parte considerable de ella en la transición, como es natural imaginarlo. Por ejemplo, un Gobierno se establece durante varias centurias sobre un cierto sistema de leyes, formas y modos de sucesión. El poder legislativo establecido sobre esta larga sucesión cambia de un modo repentino todo el sistema e introduce una nueva Constitución en su lugar. Creo que pocos de los súbditos se creerán obligados a conformarse con esta alteración, a menos que muestre una tendencia evidente hacia el bien público, sino que se sentirán libres de restablecer el antiguo Gobierno. De aquí la noción de las leyes fundamentales que se supone son inalterables por la voluntad del soberano, y en Francia la ley sálica se entiende ser de esta naturaleza. Hasta dónde se extienden estas leyes fundamentales no se determina en ningún Gobierno ni es posible que se determine jamás. Existe una gradación insensible tal desde las leyes más importantes a las más triviales y de las más antiguas a las más modernas, que sería imposible poner límites al poder legislativo y determinar hasta qué limite puede introducir innovaciones en los principios del Gobierno. Es esto más obra de la imaginación y la pasión que de la razón.

Todo el que considere la historia de las diversas naciones del mundo, sus revoluciones, conquistas, aumento y disminución, modo en que se han establecido sus Gobiernos particulares y el derecho que sucesivamente se ha transmitido de una persona a otra, aprenderá a considerar como algo muy superficial las disputas concernientes a los derechos de los príncipes y se convencerá de que una adhesión estricta a las reglas generales y la rígida lealtad a personas particulares y familias, a la que algunas gentes atribuyen tanto valor, son virtudes que participan menos de la razón que de la intolerancia y la superstición. En este particular el estudio de la historia confirma los razonamientos de la verdadera filosofía, que mostrándonos las cualidades originales de la naturaleza humana nos enseña a considerar las controversias en política como incapaces de una solución en muchos casos y como totalmente subordinadas a los intereses de la paz y la libertad. Cuando el bien público no exige un cambio evidentemente, es cierto que la concurrencia de los siguientes títulos de derecho, contrato original, posesión continuada, posesión presente, sucesión y leyes positivas, constituye el derecho más poderoso de la soberanía, y es éste justamente considerado como sagrado e inviolable; pero cuando estos títulos de derecho se hallan mezclados y contrapuestos en diferentes grados ocasionan frecuentemente una perplejidad y son menos capaces de solución por los argumentos de los legistas y los filósofos que por la espada de los soldados. ¿Quién puede decirme, por ejemplo, quién debía suceder a Tiberio, si Germánico o Druso, habiendo muerto aquél mientras que los dos vivían y no habiendo nombrado a ninguno de ellos sucesor? ¿Puede el derecho de la adopción ser considerado equivalente al de la sangre en una nación en la que tiene el mismo efecto en las familias privadas y tuvo lugar ya dos veces en la vida pública? ¿Puede Germánico ser estimado el hijo mayor por haber nacido antes que Druso o el menor porque ha sido adoptado después del nacimiento de su hermano? ¿Puede el derecho del hermano mayor ser tenido en cuenta en una nación en la que el hijo mayor no goza de ninguna ventaja en la sucesión de las familias privadas? ¿Puede el imperio romano al mismo tiempo ser estimado hereditario a causa de dos ejemplos o puede igualmente ser considerado como perteneciente al más fuerte o al poseedor presente por estar fundado en una tan reciente usurpación? Sean los que quieran los principios sobre los que pretendamos responder tales cuestiones y otras análogas, temo que jamás seremos capaces de satisfacer a un inquiridor imparcial que no tome un partido en las controversias políticas y no quiera satisfacerse con nada más que con la sólida razón y la filosofía.

Un lector inglés deseará aquí indagar este problema con respecto de la famosa revolución que tuvo una influencia tan beneficiosa sobre nuestra Constitución y que ha ido acompañada de consecuencias tan importantes. Hemos hecho notar ya que en el caso de una tiranía y opresión grande es legal tomar las armas aun contra el poder supremo, y que como el Gobierno es una mera invención humana para la mutua ventaja y seguridad, no impone ninguna obligación, ni natural ni moral, una vez que cesa de tener esta tendencia. Aunque este principio general se halle autorizado por el sentido común y la práctica de todos los tiempos, es ciertamente imposible para las leyes o para la filosofía establecer una regla particular por la que se pueda saber cuándo la resistencia es legal y decidir de las controversias que puedan surgir acerca de este asunto. No puede suceder sólo esto con respecto del poder supremo, sino que es posible, aun en ciertas constituciones en las que la autoridad legislativa no reside en una única persona, que exista un magistrado tan eminente y poderoso que obligue a guardar silencio a las leyes en este particular. Este silencio no será sólo un efecto de su respeto, sino también de su prudencia, ya que es cierto que en la vasta variedad de circunstancias que se presentan en todos los Gobiernos un ejercicio del poder en un magistrado tan grande puede en un respecto ser beneficioso al bien público, mientras que en otras ocasiones es pernicioso y tiránico. A pesar de este silencio de las leyes en las monarquías limitadas, es cierto que el pueblo conserva aún el derecho de la resistencia, ya que es imposible, hasta en los Gobiernos más despóticos, privarle de él. La misma necesidad de defensa propia y el mismo motivo del bien público le conceden la misma libertad en un caso que en otro. Podemos observar además que en tales Gobiernos mixtos los casos en que la resistencia es legal deben ocurrir más frecuentemente, y debe tolerarse más que los súbditos se defiendan por la fuerza de las armas que en un Gobierno absoluto. No sólo cuando el magistrado principal interviene en medidas extremamente perniciosas por sí mismas para el bien público, sino cuando quiere usurpar los otros elementos de la Constitución y extender su poder más allá de los límites legales, es permitido resistirle y destronarle, aunque tal resistencia y violencia puedan, en el aspecto general de las leyes, ser consideradas como ilegales y sediciosas, pues, aparte de que nada es más esencial al interés público que el mantenimiento de la libertad pública, es evidente que si un Gobierno tal mixto se supone hallarse ya establecido, cada parte o miembro de la Constitución tiene el derecho de propia defensa y de mantener sus antiguos límites contra la usurpación de toda otra autoridad. Del mismo modo que la materia hubiera sido creada en vano si se hallase desprovista del poder de resistencia, sin el que cada parte no podría conservar una existencia distinta y el universo entero se amontonaría en un solo punto, es un gran absurdo suponer en un Gobierno un derecho sin un remedio para él o permitir que el poder supremo esté unido con el pueblo sin conceder que es legal para éste el defender su parte contra todo invasor. Por consiguiente, aquellos que parecen respetar nuestro libre gobierno y niegan el derecho de resistencia han renunciado a todas las pretensiones del sentido común y no merecen una respuesta seria.

No corresponde a mi propósito presente mostrar que estos principios generales se aplican a la pasada revolución y que todos los derechos y privilegios que pueden ser sagrados para una nación libre se hallasen en aquel tiempo amenazados del ma yor peligro. Me agrada más abandonar este discutido asunto, si realmente admite discusión, y permítirme algunas reflexiones filosóficas que naturalmente surgen de tan importante suceso.

Primeramente podemos observar que si los lores y comunes, en nuestra Constitución, pudiesen sin razón de interés público deponer al rey actual o después de su muerte excluir al príncipe que por las leyes y costumbres establecidas debía sucederle, nadie estimaría este procedimiento legal o se creería obligado a contentarse con él. Pero si el rey, por sus prácticas injustas o sus intentos de un poder tiránico y despótico, perdiese su carácter legal, entonces no sólo es moralmente justo y conveniente a la naturaleza de la sociedad política destronarlo, sino que, lo que es más aún, nos inclinaremos a pensar que los miembros restantes de la Constitución adquieren el derecho de excluir a su próximo heredero y a escoger quien les agrade. Esto se funda en una propiedad muy particular de nuestro pensamiento e imaginación. Cuando un rey pierde su autoridad, su heredero, naturalmente, permanece en la misma situación que si el rey hubiera desaparecido por muerte, a menos que por mezclarse en la tiranía no pierda su autoridad también. Sin embargo, aunque esto pueda parecer razonable, fácilmente nos satisfacemos con la opinión contraria. La deposición de un rey en un Gobierno como el nuestro es ciertamente un acto que va más allá de la autoridad corriente y la asunción ilegal del poder para el bien público, que en el curso ordinario del Gobierno no puede pertenecer a ningún miembro de la Constitución. Cuando el bien público es tan grande y tan evidente que justifica esta acción, el uso recomendable de esta licencia nos lleva a atribuir al Parlamento el derecho de usar de licencias ulteriores, y siendo una vez transgredidos con aprobación los antiguos límites de las leyes, no nos hallamos inclinados a ser tan rigurosos confinándonos en sus límites. El espíritu continúa, naturalmente, una serie de acciones que ha comenzado, y no sentimos corrientemente ningún escrúpulo referente a nuestro deber después que la primera acción, del género que sea, ha sido realizada por nosotros. Así, en la revolución ninguno de los que pensaban que el destronamiento del padre era justificable estimaban hallarse limitados a su hijo, aún niño; aunque el desgraciado monarca hubiera muerto inocente en este tiempo y su hijo, por un accidente, hubiera atravesado el mar, no hay duda de que una regencia hubiera sido nombrada hasta que él hubiera llegado a la debida edad y pudiera ser repuesto en sus dominios. Como las propiedades más insignificantes de la imaginación tienen un efecto sobre los juicios del pueblo, es una muestra de la sabiduría de las leyes y del Parlamento aprovechar estas propiedades y elegir los magistrados en una o en otra línea, según como el vulgo les atribuya, naturalmente, autoridad y derecho.

Segundo: aunque la subida al trono del príncipe de Orange pudo en un principio dar ocasión a muchas disputas y pudo ser su derecho contestado, no debe aparecer ahora dudoso, sino haber adquirido una autoridad suficiente por los tres príncipes que le han sucedido en el mismo derecho. Nada es más usual, aunque nada puede parecer a primera vista más irracional, que este modo de pensar. Los príncipes parecen frecuentemente adquirir un derecho por sus sucesores lo mismo que por sus antecesores, y un rey que durante su vida pudo ser considerado como usurpador será considerado por la posteridad como un príncipe legal porque ha tenido la buena fortuna de poner su familia sobre el trono y de cambiar enteramente la forma de Gobierno. Julio César se considera como el primer emperador romano, mientras que Sila y Mario, cuyos derechos eran iguales a los de éste, son tratados como tiranos y usurpadores. El tiempo y la costumbre dan autoridad a todas las formas de Gobierno y a todas las sucesiones de los príncipes, y el poder, que en un comienzo se hallaba fundado solamente en la injusticia y la violencia, llega a ser con el tiempo legal y obligatorio. No se detiene aquí el espíritu, sino que, retrocediendo sobre sus huellas, transfiere a los predecesores y antepasados el derecho que naturalmente atribuye a la posteridad, por hallarse relacionados y unidos en la imaginación. El actual rey de Francia hace a Hugo Capeto un príncipe más legal que Cromwell, del mismo modo que la libertad establecida de los holandeses no es una apología poco considerable para su obstinada resistencia contra Felipe II.

Sección XI

De las leyes de las naciones.

Cuando la sociedad civil ha sido establecida entre la mayor parte del género humano y han sido formadas diferentes sociedades contiguas las unas a las otras surge un nuevo sistema de deberes entre los estados vecinos, deberes adecuados a la naturaleza de las relaciones que mantienen los unos con los otros. Los tratadistas de política nos dicen que en todo género de relaciones un cuerpo político debe ser considerado como una persona, y de hecho esta aserción es justa en tanto que las diferentes naciones, del mismo modo que las personas privadas, requieren de la asistencia mutua y al mismo tiempo que su egoísmo y ambición son las fuentes perpetuas de la guerra y la discordia. Sin embargo, aunque las naciones en este particular se asemejen a los individuos, como son muy diferentes en otros respectos, no hay que maravillarse de que se determinen por máximas muy diferentes y den lugar a un nuevo sistema de reglas que nosotros llamamos las leyes de las naciones. Bajo este título comprendemos la inviolabilidad de las personas de los embajadores, la declaración de guerra, el abstenerse de envenenar las armas, con otros deberes del mismo género que son evidentemente calculados para las relaciones que son peculiares a las diferentes sociedades.

Aunque estas leyes se añaden a las leyes de la naturaleza, no las suprimen completamente, y se puede afirmar con seguridad que las tres reglas fundamentales de la justicia, la estabilidad de la posesión, su transmisión por consentimiento y la realización de las promesas, son deberes tanto de los príncipes como de los súbditos. El mismo interés produce el mismo efecto en ambos casos. Cuando la posesión no tiene estabilidad, la lucha debe ser continua. Cuando la propiedad no se transmite por consentimiento, no puede existir comercio alguno. Cuando las promesas no se observan, no puede haber ni ligas ni alianzas. Por consiguiente, las ventajas de la paz, comercio y auxilio mutuo nos hacen extender a los diferentes reinos las mismas nociones de justicia que tienen lugar entre los individuos.

Existe una máxima muy corriente en el mundo que pocos políticos conceden con gusto, pero que ha sido autorizada por la práctica de todas las edades, según la que existe un sistema de moral calculado para los príncipes, mucho más libre que el que debe regir para las personas privadas. Es evidente que esto no ha de ser entendido en el sentido más limitado de los deberes y obligaciones públicas ni será nadie tan extravagante que afirme que los tratados más solemnes no puedan tener fuerza entre los príncipes, pues cuando los principes realizan entre ellos tratados deben proponerse alguna ventaja por la ejecución de los mismos, y la espera de una ventaja tal para el futuro debe obligarlos a realizar su parte y debe establecer esta ley de la naturaleza. Por consiguiente, el sentido de esta máxima política es que aunque la moralidad de los príncipes tiene la misma extensión no tiene la misma fuerza que la de las personas privadas y puede ser violada por el motivo más trivial. Aunque esta proposición pueda parecer extraña a ciertos filósofos, será fácil defenderla sobre los principios con que explicamos el origen de la justicia y la equidad.

Cuando los hombres han hallado por experiencia que es imposible subsistir sin sociedad y que es imposible mantener la sociedad mientras se da libre curso a los apetitos, un interés tan urgente domina rápidamente sus acciones y les impone la obligación de observar las reglas que yo llamo leyes de justicia. Esta obligación de interés no permanece aquí, sino que, por el curso necesario de las pasiones y sentimientos, da lugar a la obligación moral del deber, cuando aprobamos las acciones que tienden a la paz de la sociedad y desaprobamos las que tienden a su perturbación. La misma obligación natural de interés tiene lugar entre reinos independientes y da lugar a la misma moralidad; así, que ninguno que profese tan corrompida moral aprobará que un príncipe voluntariamente y por su propio acuerdo no cumpla su palabra o viole un tratado. Sin embargo, podemos observar aquí que aunque las relaciones de diferentes Estados sean ventajosas y a veces necesarias no son tan necesarias y ventajosas como las que existen entre los individuos, sin las que es totalmente imposible para la naturaleza humana la existencia. Por consiguiente, ya que la obligación natural de justicia entre los diferentes Estados no es tan poderosa como entre los individuos, la obligación moral que surge de ella debe participar de su debilidad y debemos ser más indulgentes con un príncipe o un ministro que engaña a otro que con un caballero particular que rompe su palabra de honor.

Si se pregunta qué relación existe entre estas dos especies de moralidad responderé que ésta es una cuestión a la que no podemos dar una respuesta precisa y no es posible reducir a números esta relación que podemos fijar entre ellas. Se puede afirmar seguramente que esta relación se halla por si misma, sin ninguna clase de estudio de los hombres, como podemos observarla en muchas otras ocasiones. La práctica del mundo va más lejos y nos enseña los grados de nuestro deber mejor que la más sutil filosofia que hasta ahora se haya inventado. Esto puede servir como una prueba convincente de que todos los hombres tienen una noción implícita de la fundamentación de las reglas morales referentes a la justicia natural y civil y se dan cuenta de que surgen meramente de las convenciones humanas y del interés que tenemos en el mantenimiento de la paz y el orden, pues de otro modo la disminución de interés jamás produciría una relajación de la moralidad y jamás nos reconciliaría más fácilmente con la violación de la justicia entre los príncipes y repúblicas que en el comercio privado de un súbdito con otro.

Sección XII

De la castidad y la modestia.

Si alguna dificultad acompaña al sistema concerniente a las leyes de la naturaleza y de las naciones se referirá a la aprobación o censura universal que sigue a su observancia o violación, y que no se puede pensar suficientemente explicada por el interés general de la sociedad. Para evitar tanto como sea posible los escrúpulos de este género consideraré aquí otra serie de deberes, a saber: la modestia y la castidad, que pertenecen al bello sexo, y no dudo se hallará que estas virtudes son casos aún más notables de la actuación de los principios sobre los que yo he insistido.

Hay algunos filósofos que combaten con vehemencia las virtudes femeninas, y yo pienso que han ido demasiado lejos disipando errores populares cuando creen poder mostrar que no existe fundamento en la naturaleza para la modestia exterior que exigimos en las expresiones, traje y conducta del bello sexo. Creo que puedo economizarme el trabajo de insistir sobre un asunto tan claro, y me es dado proceder sin más preparación a examinar de qué manera estas nociones surgen de la educación de las convenciones voluntarias de los hombres y del interés de la sociedad.

Quien considere la longitud y debilidad de la infancia humana al mismo tiempo que el interés que ambos sexos tienen por su progenie verá fácilmente que debe existir una unión del hombre y la mujer para la educación de la juventud y que esta unión debe ser de duración considerable. Sin embargo, para inducir al hombre a imponerse a él mismo esta obligación y a someterse gustosamente a todas las fatigas y gastos a los que se halla por ella sujeto debe creer que sus hijos son los suyos propios y que su instinto natural no se dirige a un objeto injusto cuando da rienda suelta a su amor y ternura. Ahora bien: si examinamos la estructura del cuerpo humano hallaremos que esta seguridad es muy difícil de alcanzarse por nuestra parte y que ya que en la copulación de los sexos el principio de la generación pasa del hombre a la mujer, puede tener fácilmente lugar un error por parte del primero, aunque es totalmente imposible con respecto a la última. De esta observación trivial y anatómica se deriva la gran diferencia entre la educación y los deberes de los dos sexos.

Si un filósofo considerase el asunto a priori razonaría del siguiente modo: Los hombres son inclinados al trabajo para la alimentación y nutrición de sus hijos, por la persuasión de que son realmente los propios, y, por consiguiente, es razonable y aun necesario darles alguna seguridad en este particular. Esta seguridad no puede consistir totalmente en la imposición de severos castigos para las transgresiones de la fidelidad conyugal por parte de la mujer, puesto que estos castigos públicos no pueden ser infligidos sin prueba legal, lo que es difícil de encontrar en este asunto. ¿Qué imposición, por consiguiente, debemos imponer a la mujer para equilibrar una tentación tan fuerte como es la que tienen con respecto a la infidelidad? No parece existir más imposición posible que el castigo de la mala fama o reputación, castigo que tiene una poderosa influencia sobre el espíritu humano y que al mismo tiempo es infligido por el mundo valiéndose de presunciones y conjeturas y de pruebas que jamás se admitirían ante un tribunal de justicia. Por consiguiente, para imponer un debido dominio sobre sí al sexo femenino debemos unir un grado peculiar de vergüenza con su infidelidad, sobre todo con la que surge meramente de su injusticia, y debemos conceder una alabanza proporcionada a su castidad.

Sin embargo, aunque éste es un motivo muy poderoso para la fidelidad, nuestro filósofo descubrirá rápidamente que no basta por sí solo para este propósito. Todas las criaturas humanas, especialmente las del sexo femenino, se inclinan a abandonar los motivos remotos en favor de una tentación presente. La tentación es aquí la más fuerte imaginable; su aproximación es insensible y seductora, y una mujer fácilmente halla, o se vanagloria de hallar, ciertos medios de proteger su reputación y evitar todas las consecuencias perniciosas de sus placeres. Por consiguiente, es necesario que, aparte de la infamia que acompaña a tales licencias, debe existir algún precedente retraimiento o temor que pueda evitar la aproximación primera y pueda dar al sexo femenino repugnancia por todas las expresiones, posturas y libertades que tienen inmediata relación con este placer.

Tal sería el razonamiento de nuestro filósofo especulativo; pero yo estoy persuadido de que si no tiene un conocimiento perfecto de la naturaleza humana lo considerará como una especulación quimérica y estimará la infamia que acompaña a la infidelidad y el temor a toda su aproximación como principios que serían más de desear que de esperar en este mundo. ¿Por qué medios, dicen, persuadir al género humano que las transgresiones del deber conyugal son más infames que cualquier otro género de injusticia, cuando es evidente que son más excusables por lo grande de la tentación? ¿Y qué posibilidad existe de conceder temor a la aproximación del placer, para el cual la naturaleza ha dado una inclinación tan fuerte y una inclinación que es absolutamente necesaria de satisfacer para la propagación de la especie?

Pero los razonamientos especulativos, que cuestan tanto trabajo a los filósofos, se forman naturalmente por las gentes y sin reflexión, del mismo modo que dificultades que parecen insolubles en teoría son fácilmente dominadas en la práctica. Los que tienen interés en la fidelidad de la mujer desaprueban, naturalmente, su infidelidad y toda aproximación a ella. Los que no tienen interés son llevados por la corriente. La educación toma posesión de los espíritus dúctiles del bello sexo en su infancia. Y cuando una regla general de este género se halla establecida los hombres se inclinan a establecerla más allá de los principios de los que surgió en un comienzo. Así, los solteros, aun viciosos, no pueden preferir un caso de lascivia e impudor en la mujer, sino que esto los molesta. Aunque todas estas máximas hayan tenido una clara referencia a la generación, sin embargo, las mujeres que han pasado de la edad de tener hijos no tienen más privilegio en este respecto que las que se hallan en la flor de su juventud y de la belleza. Los hombres tienen implícitamente una noción de que todas estas ideas de modestia y decencia se refieren a la generación, puesto que no imponen las mismas leyes con la misma fuerza al sexo masculino, en el que esta razón no tiene lugar. La excepción es aquí clara y extensiva y se funda sobre una notable diferencia que produce una clara separación y disyunción de ideas. El caso no es el mismo con respecto a las diferentes edades de la mujer, por la razón de que, aunque los hombres conocen que estas nociones se hallan fundadas sobre el interés público, la regla general los lleva aún más allá del principio original y les hace extender las nociones de modestia sobre el sexo entero desde su más temprana infancia hasta la más extrema vejez y debilidad.

El valor, que es el punto de honor entre los hombres, deriva su mérito en gran parte de un artificio, del mismo modo que la castidad de la mujer, aunque posee alguna fundamentación en la naturaleza, como veremos más adelante.

En cuanto a las obligaciones a que se halla sometido el sexo masculino con respecto a la castidad, podemos observar, según las nociones generales del común sentir, que guardan la misma relación aproximadamente con las obligaciones de la mujer que las obligaciones de la ley de las naciones con la ley de la naturaleza. Es contrario al interés de la sociedad civil que los hombres tengan entera libertad de entregarse a sus apetitos sexuales; pero como este interés es más débil que el existente en el caso del sexo femenino, la obligación moral que surge de él ha de ser igualmente más débil. Para probar esto debemos tan sólo apelar a la práctica y los sentimientos de todas las naciones y tiempos.

Parte Tercera

De otras virtudes y vicios

Sección Primera

Del origen de las virtudes y vicios naturales.

Pasamos ahora a examinar las virtudes y vicios que son enteramente naturales y no dependen del artificio e invención de los hombres. El examen de éstos pondrá fin a nuestro sistema de moral.

El resorte capital o principio propulsor de las acciones del espíritu humano es el placer o el dolor, y cuando estas sensaciones se suprimen en nuestro pensamiento y en nuestro sentimiento somos en gran medida incapaces de pasión o acción y de deseo o volición. Los efectos más inmediatos del placer y dolor son las acciones del espíritu de aproximarse a algo o apartarse de algo, y que se hallan diversificadas en volición, deseo y aversión, pena y alegría, esperanza y temor, según como el placer o el dolor cambia la situación y se hace más probable o improbable, cierto o incierto, o es considerado fuera de nuestro poder en el momento presente. Cuando al mismo tiempo que esto los objetos que causan placer o pena adquieren una relación con nosotros o los otros, continúan excitando deseo o aversión, pena o alegría; pero causan también al mismo tiempo las pasiones indirectas de orgullo y humildad, amor u odio, que en este caso tienen una doble relación de impresiones e ideas con el dolor y el placer.

Hemos hecho observar ya que las distinciones morales dependen enteramente de ciertos sentimientos peculiares de dolor o placer y que cualquier cualidad espiritual que en nosotros o los otros nos produce satisfacción por su consideración o contem plación es en consecuencia virtuosa, del mismo modo que todo lo que dentro de este género produce dolor es vicioso. Ahora bien: puesto que toda cualidad en nosotros o los otros que causa placer produce siempre orgullo o amor, del mismo modo que todo lo que produce dolor despierta la humildad o el odio, se sigue que se han de considerar como equivalentes con respecto a nuestras cualidades mentales las dos propiedades: virtud y poder de producir amor u orgullo, y vicio y poder de producir humildad u odio. Por consiguiente, en cada caso debemos juzgarle la una por la otra y podemos declarar virtuosa una cualidad del espíritu cuando produce amor u orgullo y viciosa cuando causa odio o humildad.

Que una acción sea virtuosa o viciosa es tan sólo un signo de alguna cualidad o carácter y debe depender esto de principios duraderos del espíritu, que se extienden sobre la conducta total y penetran en el carácter personal. Las acciones mismas, no procediendo de un principio constante, no tienen influencia sobre el amor o el odio, orgullo o humildad, y por consiguiente no son consideradas jamás en la moralidad. Esta reflexión es evidente por sí misma y merece ser tenida en cuenta, siendo de la mayor importancia para el presente asunto. No debemos considerar nunca una acción particular en nuestra investigación concerniente al origen de la moral, sino tan sólo la cualidad o carácter de que la acción procede. Este sólo es duradero suficientemente para afectar nuestros sentimientos concernientes a la persona. Las acciones son, de hecho, mejores indicaciones del carácter que las palabras o aun los deseos y sentimientos; pero solamente en tanto que son tales indicaciones, porque van acompañadas de amor u odio, alabanza o censura.

Para descubrir el verdadero origen de la moral y el del amor u odio que surge de estas cualidades mentales debemos entrar muy profundamente en el asunto y comparar algunos principios que ya han sido examinados y explicados.

Podemos comenzar considerando de nuevo la naturaleza y fuerza de la simpatía. Los espíritus de todos los hombres son similares en sus sentimientos y operaciones, y no puede ser influido uno de ellos por alguna afección de la que todos los demás no sean en algún grado susceptibles. Lo mismo que en las cuerdas enlazadas de un modo igual el movimiento de la una se comunica al resto de ellas, las afecciones pasan rápidamente de una persona a otra y ejecutan movimientos correspondientes en toda criatura humana. Cuando yo veo los efectos de la pasión en la voz y gestos de una persona mi espíritu pasa inmediatamente de estos efectos a sus causas y se forma una idea vivaz de la pasión tal, que se convierte en el momento en la pasión misma. De igual modo, cuando yo percibo las causas de una emoción mi espíritu es llevado a sus efectos y afectada con una emoción igual. Si yo me hallase presente a una de las más terribles operaciones de la cirugía es cierto que, antes que comenzase, la preparación de los instrumentos, la colocación de los vendajes en orden, el calentar los hierros, con todos los signos de ansiedad y preocupación del paciente y los asistentes, tendrían un gran efecto sobre mi espíritu y excitarían los sentimientos más poderosos de piedad y terror. Ninguna pasión de otro sujeto se descubre por sí misma inmediatamente al espíritu. Solamente somos sensibles a sus causas y efectos. De éstos inferimos la pasión y, por consecuencia, éstos son los que dan lugar a nuestra simpatía.

Nuestro sentido de la belleza depende en gran parte de este principio, y cuando un objeto tiene tendencia a producir placer en su poseedor es considerado siempre como bello, del mismo modo que todo objeto que tiene tendencia a producir dolor es desagradable y feo. Así, lo conveniente de una casa, la fertilidad de un campo, la fuerza de un caballo, la capacidad, seguridad y rapidez para navegar de un barco constituyen la belleza capital de estos varios objetos. Aquí el objeto que se llama bello agrada tan sólo por su tendencia a producir un cierto efecto. Este efecto es el placer o la ventaja de alguna otra persona. Ahora bien: el placer de un extraño por el que no experimentamos amistad nos agrada tan sólo por la simpatía. A este principio, por consiguiente, se debe la belleza que hallamos en todo lo que es útil. Qué elemento tan considerable de la belleza es éste lo veremos después de reflexionar sobre ello. Siempre que un objeto tiene la tendencia a producir placer en el poseedor, o, con otras palabras, es la causa propia del placer, es seguro que agradará al espectador por una delicada simpatía con el poseedor. Las más de las obras de arte se estiman bellas en proporción a su adecuación para el uso del hombre, y aun muchas de las producciones de la naturaleza tienen su belleza en este origen. Hermosura y belleza no son en muchas ocasiones una cualidad absoluta, sino relativa, y no nos agradan más que por su tendencia a producir lo que es agradable (72).

El mismo principio produce en muchos casos tanto nuestro sentimiento de moral como el de belleza. Ninguna virtud es más estimada que la justicia y ningún vicio más odiado que la injusticia, y no hay otras cualidades que vayan más lejos para fijar este carácter que el ser amable u odioso. Ahora bien: la justicia es una virtud moral meramente porque posee la tendencia hacia el bien del género humano y de hecho no es más que una invención artificial para este propósito. Lo mismo puede decirse de la obediencia de las leyes de las naciones, de la modestia y de las buenas maneras. Todas ellas son meros artificios humanos para el interés de la sociedad. Puesto que existe un sentimiento muy fuerte de la moral, que en todas las naciones y en todos los tiempos lo ha acompañado, debemos conceder que la reflexión sobre la tendencia del carácter y las cualidades mentales es suficiente para producirnos el sentimiento de aprobación y censura. Ahora bien: dado que los medios para un fin pueden ser sólo agradables cuando el fin es agradable y que el bien de la sociedad cuando nuestro interés no está contra ello o el de nuestros amigos agrada por simpatía, se sigue que la simpatía es el origen de la estima que concedemos a toda las virtudes artificiales.

Así, resulta que la simpatía es un principio muy poderoso de la naturaleza humana, que tiene una gran influencia sobre nuestro sentido de la belleza y que produce nuestro sentimiento de la moral en todas las virtudes artificiales. De aquí podemos presumir que da lugar también a muchas de las otras virtudes y que las cualidades adquieren nuestra aprobación por su tendencia al bien del género humano. Esta presunción debe convertirse en certidumbre cuando hallemos que estas cualidades que aprobamos naturalmente poseen esta tendencia y hacen al hombre propio para la sociedad, mientras que las cualidades que desaprobamos naturalmente tienen la tendencia contraria y hacen las relaciones con la persona que las posee peligrosas o desagradables. Habiendo hallado que tendencias tales tienen fuerza suficiente para producir los más fuertes sentimientos morales, no podemos en estos casos buscar razonablemente jamás otra causa de aprobación o censura, siendo una máxima inviolable en la filosofía que cuando una causa particular es suficiente para un efecto debemos contentarnos con ella y no debemos multiplicar las causas sin necesidad. Hemos logrado experimentos en las virtudes artificiales en los que la tendencia de las cualidades al bien de la sociedad eran la única causa de nuestra aprobación, sin existir rastro de la participación de otro principio. De aquí vemos la fuerza de este principio. Cuando este principio puede tener lugar y la cualidad aprobada es realmente beneficiosa para la sociedad, un verdadero filósofo no buscará jamás otro principio para explicar la más decidida aprobación y estima.

Nadie puede dudar de que muchas de las virtudes naturales tienen esta tendencia al bien de la sociedad. Mansedumbre, beneficencia, caridad, generosidad, clemencia, moderación y equidad poseen la mayor consideración entre las cualidades morales, y se denominan comúnmente virtudes sociales para indicar su tendencia al bien de la sociedad. Sucede esto hasta tal punto que algunos filósofos han expuesto que todas las distinciones morales son un producto del artificio y la educación porque los políticos hábiles han intentado dominar las pasiones turbulentas de los hombres y hacerlos laborar por el bien público mediante las nociones de honor y vergüenza. Este sistema, sin embargo, no concuerda con la experiencia, pues primeramente existen otras virtudes y vicios además de los que tienen esta tendencia hacia la ventaja y desventaja pública. Segundo: si los hombres no tuviesen un sentimiento natural de aprobación o censura no podría haber sido esto despertado por los políticos, ni las palabras laudable y digno de alabanza, censurable y odioso serían más inteligibles que si perteneciesen a un lenguaje desconocido totalmente para nosotros, como ya lo hemos hecho observar. Sin embargo, aunque este sistema sea erróneo, puede enseñarnos que las distinciones morales surgen en gran medida de la tendencia de cualidades y caracteres hacia los intereses de la sociedad y que la preocupación por este interés es la que nos hace aprobarlas o desaprobarlas. Ahora bien: nosotros no tenemos un interés tan extenso por la sociedad más que mediante la simpatía, y, por consiguiente, este principio es el que nos aparta hasta tal punto de nosotros que nos proporciona el mismo placer o dolor por los caracteres de los otros que si éstos tendieran hacia nuestra propia ventaja o desventaja.

La única diferencia existente entre las virtudes naturales y la justicia está en que el bien que resulte de la primera surge de cada acto particular y es objeto de alguna pasión natural, mientras que un acto separado de justicia considerado en sí mismo puede ser contrario frecuentemente al bien público, y sólo la concurrencia del género humano en un esquema o sistema de acción es lo ventajoso. Cuando ayudo a las personas que se hallan en la desgracia, mi motivo es mi humanidad natural y hasta donde llega mi auxilio he promovido la felicidad de mis semejantes; pero si examinamos todas las cuestiones que se presentan ante un tribunal de justicia hallaremos que, considerando aparte cada caso, será un ejemplo de humanidad frecuentemente decidir en contra de las leyes de justicia y no conformarse a ella. Los jueces toman el caudal de un hombre pobre para entregárselo a un rico, conceden al disoluto el trabajo del industrioso y ponen en manos de los viciosos los medios de dañarse a sí mismos y de dañar a los demás. El sistema total, sin embargo, de la ley y la justicia es ventajoso para la sociedad, y en consideración a esta ventaja fue por lo que los hombres la establecieron mediante sus convenciones voluntarias. Una vez que fue establecida por estas convenciones, va siempre naturalmente acompañada con un fuerte sentimiento moral que no puede proceder más que de nuestra simpatía con los intereses de la sociedad. No necesitamos otra explicación de esta estima que acompaña a las virtudes naturales que tienen tendencia hacia el bien público.

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