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Rey Kull, por Robert E Howard



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

  1. Exilio de Atlantis
  2. El Reino de las Sombras
  3. El altar y el escorpión
  4. Abismo negro
  5. La gata de Delcardes
  6. El Espectro del Silencio
  7. Jinetes del sol naciente
  8. ¡ Con esta hacha gobierno!
  9. El estruendo del gong
  10. Espadas del reino púrpura
  11. Hechicero y guerrero
  12. Los espejos de Tuzun Thune
  13. El rey y el roble
  14. Epílogo

Poco se sabe de aquella época conocida por los cronistas
nemedianos como la Era Precataclísmica, excepto de su última parte,
y eso se halla envuelto en las neblinas de la leyenda. La historia conocida
se inicia con el declive de la civilización precataclísmica, dominada
por los reinos de Kamelia, Valusia, Verulia, Grondar, Thule y Commoria. Esos
pueblos hablaban una lengua similar, y argumentaban un origen común.
Había otros reinos, igualmente civilizados, pero habitados por otras
razas diferentes y aparentemente, más antiguas.

Los bárbaros de aquellos tiempos eran los pictos, que vivían en islas lejanas, en el océano de poniente; los atlantes, que habitaban en el pequeño continente situado entre las islas pictas y la tierra firme o continente thurio; y los lemures, que habitaban una cadena de grandes islas situadas en el hemisferio oriental.

Había vastas regiones de territorios inexplorados. Los reinos civilizados. aunque de extensión enorme, sólo ocupaban una parte comparativamente pequeña de todo el planeta. Valusia era el más occidental de los reinos del continente thurio, y Grondar el más oriental. Al este de Grondar, cuyo pueblo era menos civilizado que los de otros reinos, se extendía un territorio salvaje y árido de desiertos. En las zonas menos áridas, en las junglas, y entre las montañas, vivían diseminados clanes y tribus de salvajes primitivos. Bastante más al sur había una civilización misteriosa, no relacionada con la cultura thuria, con la que de vez en cuando entraban en contacto los lemures. Aparentemente, procedía de un continente envuelto en las sombras, sin nombre, que debía encontrarse en alguna parte al este de las islas lemures.

La civilización thuria se estaba desmoronando; sus ejércitos estaban compuestos, en buena parte, por mercenarios bárbaros. Los pictos, los atlantes y los lemures eran sus generales, sus hombres de Estado y, a menudo, incluso sus reyes. Lo que se sabe sobre los altercados que se produjeron entre los reinos, sobre las guerras que esta1laron entre Valusia y Commoria, y sobre las conquistas mediante las cuales los atlantes fundaron un reino en el continente, pertenece más al reino de la leyenda que a la ciencia exacta de la historia.

a Era Hyboria

Exilio de Atlantis

Se ponía el sol. Un último esplendor carmesí llenaba el paisaje y se posaba, como una corona de sangre, sobre los picos moteados de nieve de las montañas. Los tres hombres que contemplaban el agonizar del día respiraron profundamente la fragancia de la brisa que surgía desde los distantes bosques, y luego volvieron su atención hacia una tarea mucho más material. Uno de ellos se hallaba asando un venado sobre una pequeña hoguera; tocó con un dedo la carne humeante y se lo llevó a la boca, probándolo con el gesto propio de un connoisseur.

-Ya está preparado, Kull, Khor-nah; podemos comer.

Quien así había hablado era joven, apenas poco más que un muchacho, alto de estatura, de cintura delgada y hombros anchos, que se movía con la gracia natural de un leopardo. En cuanto a sus compañeros, uno, el hombre de mayor edad, mostraba una constitución poderosa y maciza, peludo y con un rostro de expresión agresiva. El otro era el contrapunto del joven que había hablado, excepto por el hecho de que era más alto, con un pecho más ancho y unos hombros algo más amplios. Daba la impresión, incluso en mayor medida que el primer joven, de poseer una gran velocidad dinámica oculta en sus músculos largos y suaves.

-Bien -dijo éste-, ya empiezo a tener hambre.

-¿Y cuándo no la tienes, Kull? -bromeó el primer joven.

-Cuando lucho -contestó Kull con expresión seria.

El mayor de los hombres dirigió una rápida mirada a su amigo, tratando de imaginar qué estaría pensando en lo más recóndito de su mente. Nunca estaba totalmente seguro de lo que pensaba su amigo.

-Lo que sientes entonces es sed, pero de sangre -dijo el mayor de los hombres-. Am-ra, termina ya con tus bromas y córtanos algo de carne.

Empezó a caer la noche y algunas estrellas iniciaron su parpadeo. El viento del anochecer se file extendiendo sobre el paisaje montañoso, envuelto en el crepúsculo. A lo lejos. un tigre rugió de repente. Khor-nah efectuó un movimiento instintivo hacia la lanza de punta de pedernal que había dejado en el suelo, a su lado. Kull volvió la cabeza, y una extraña luz parpadeó en sus fríos ojos grises.

-Los hermanos rayados salen de caza esta noche -dijo.

-Adoran a la luna naciente -indicó Am-ra señalando hacia el este, donde se ponía de manifiesto un resplandor rojizo.

-¿Por qué? -preguntó Kull -. La luna pone al descubierto tanto a sus víctimas como a sus enemigos.

-Una vez, hace muchos cientos de años -dijo Khor-nah- un rey tigre, perseguido por los cazadores, invocó a la mujer de la luna, y ella le arrojó una parra por la que él subió hacia la seguridad, y habitó durante muchos años en la luna. Desde entonces, los hermanos rayados adoran a la luna.

-Eso no me lo creo -dijo Kull con brusquedad-. ¿Por qué iban a adorar a la luna sólo por el hecho de que ésta ayudara a uno de los de su raza hace ya tanto tiempo? Más de un tigre ha subido por el Acantilado de la Muerte y ha escapado así de sus perseguidores, a pesar de lo cual no adoran ese acantilado. ¿Cómo iban a saber lo que ocurrió hace tantos años?

Khor-nah frunció el ceño.

-Poco te favorece mofarte de tus mayores, o burlarte de las leyendas de tu pueblo de adopción, Kull. Esa historia debe de ser cierta porque ha sido transmitida de una generación a otra durante más tiempo del que pueda recordarse. Y lo que siempre fue, siempre será.

-Pues yo no me lo creo -reiteró Kull-. Estas montañas siempre han existido y, sin embargo, algún día se desmoronarán y desaparecerán. Llegará el día en que el mar inundará todas estas montañas…

-¡Ya basta de blasfemias! -exclamó Khor-nah con una pasión que era casi expresión de cólera-. Kull, somos buenos amigos y tengo paciencia contigo porque eres joven. Pero hay algo que debes aprender: a respetar la tradición. Te burlas de las costumbres y usos de tu pueblo, precisamente tú. a quien ese pueblo rescató de la selva y te ofreció un hogar y una tribu.

-No era más que un mono sin pelo deambulando por los bosques -admitió Kull francamente, sin la menor vergüenza-. No sabía hablar la lengua de los hombres, y mis únicos amigos eran los tigres y los lobos. No sé quién era mi pueblo, ni de qué sangre procedía…

-Eso no importa -le interrumpió Khor-nah-. Tienes todo el aspecto de pertenecer a esa tribu fuera de la ley que vivía en el valle del Tigre, y que pereció en la Gran Inundación. Pero eso importa poco. Has demostrado ser un guerrero valiente y un cazador poderoso…

-¿Dónde encontrarías a un joven que se le igualara en el lanzamiento de la lanza o en la lucha cuerpo a cuerpo? -preguntó Am-ra con los ojos encendidos.

-Muy cierto -asintió Khor-nah-. Es un honor para la tribu de la montaña del mar, pero precisamente por eso debería controlar su lengua y aprender a reverenciar las cosas sagradas del pasado y del presente.

-Yo no me burlo -dijo Kull sin malicia-, pero sé que muchas de las cosas que dicen los sacerdotes son mentiras, pues yo mismo he ido con los tigres y conozco a las bestias salvajes mejor que a los sacerdotes. Los animales no son ni buenos ni malos, pero los hombres, con la lujuria y la avidez que les son propias…

-¡Más blasfemias! -le interrumpió Khor-nah enojado-. ¡El hombre es la creación más magnífica de Valka!

Am-ra intervino entonces para cambiar de tema.

-Esta mañana he oído el sonido de los tambores en la costa. Hay guerra en el mar. Valusia lucha contra los piratas lemures.

-Sólo les deseo mala suerte a ambos -gruñó Khor-nah.

-¡Valusia! -exclamó Kull con los ojos nuevamente encendidos-. ¡La tierra de los encantamientos! Algún día veré la gran Ciudad de las Maravillas.

-Maldito sea el día en que lo hagas -le espetó Khor-nah con dureza-. Te verás cargado de cadenas, y sobre ti se cernirá el espectro de la tortura y de la muerte. Ningún hombre de nuestra raza ve jamás la Ciudad de las Maravillas, a no ser que sea como esclavo.

-Que la mala suerte caiga sobre ella -murmuró Am-ra.

-¡Que sea una suerte negra y un destino rojo! -exclamó Khor-nah esgrimiendo el puño hacia el este-. ¡Que por cada gota de sangre atlante derramada, por cada esclavo que se afana en sus malditas galeras, caiga una plaga negra sobre Valusia ylos Siete Imperios!

Am-ra, entusiasmado, se puso en pie de un salto y repitió parte de la maldición, mientras Kull, tranquilamente, se cortaba un nuevo trozo de carne.

-He luchado contra los valusos -dijo-, y debo admitir que se dispusieron valerosamente en orden de batalla, aunque no fueron difíciles de matar. Tampoco parecían tan malvados.

-Porque sólo luchaste contra los débiles guardias de la costa norte -gruñó Khor-nah-, o contra las tripulaciones de los barcos mercantes varados en la costa. Espera a que tengas que enfrentarte con la carga de los escuadrones negros de las legiones de Valusia, o contra el Gran Ejército, como he hecho yo. ¡Eso sí que es bueno! ¡Había sangre hasta para beber! Junto con Gandaro, el de la lanza, recorrí las costas valusas cuando todavía era más joven que tú, Kull. Ah, aquellos si que fueron buenos tiempos. Llevamos la antorcha y la espada hasta lo más profundo del imperio. Éramos quinientos hombres, procedentes de todas las tribus ribereñas de Atlantis. ¡Y sólo regresamos cuatro! El grueso de los escuadrones negros nos diezmó en las afueras del pueblo de los Halcones, que antes habíamos incendiado y saqueado. Allí bebieron las espadas y las lanzas saciaron su sed de sangre. Descuartizamos y fuimos descuartizados, pero una vez que terminó el fragor de la batalla sólo cuatro de nosotros pudimos escapar del campo, y los cuatro estábamos llenos de heridas.

-Ascalante me dice que las murallas de la Ciudad de Cristal tienen diez veces la altura de un hombre -dijo Kull que no deseaba abandonar el tema-. Que el fulgor del oro y de la plata sería suficiente para deslumbrarle a uno, y que las mujeres que abarrotan las calles o se asoman a las ventanas van vestidas con extrañas túnicas suaves que crujen y brillan al moverse.

-Quién mejor podría saberlo que Ascalante -dijo Khor-nah con una mueca-. Fue esclavo entre ellos durante tanto tiempo que basta olvidó su buen nombre atlante, y tuvo que conformarse a partir de entonces con el nombre valuso que le pusieron.

-Sin embargo, logró escapar -comentó Am-ra.

-Cierto, pero por cada esclavo que consigue escapar de las cadenas de los Siete Imperios hay por lo menos siete que se pudren en las mazmorras y mueren cada día, pues ningún atlante estuvo destinado nunca a soportar la esclavitud.

-Hemos sido enemigos de los Siete Imperios desde el alborear de los tiempos -musitó Am-ra.

-Y seguiremos siéndolo hasta que el mundo se derrumbe -dijo Khor-nah con una salvaje satisfacción- Pues Atlantis, gracias a Valka, es enemiga de todos los hombres.

Am-ra se incorporó, tomó su lanza y se preparó para hacerse cargo de la guardia. Los otros dos se tumbaron sobre la hierba, dispuestos a dormir. ¿Con qué soñaría Khor-nah? Quizás con una batalla, o con el retumbar de los búfalos, o con una mujer de las cavernas. En cuanto a Kull…

A través de la neblina de su sueño resonó débil y lejana la dorada melodía de las trompetas. Nubes de radiante esplendor flotaban sobre él; entonces, una magnífica visión se abrió ante su sueño. Una gran multitud de gente se extendía en la distancia, y hasta ellos llegaba un rugido tormentoso expresado en una lengua extraña. Se percibía un ligero matiz de acero al entrechocar, y grandes ejércitos negros se extendían a la derecha y a la izquierda; la neblina se disipó, y un rostro surgió nítidamente, destacándose; un rostro por encima del cual flotaba una corona regia. Era un rostro como de halcón, de expresión desapasionada, inmóvil, con los ojos del gris del mar frío. Entonces, la multitud volvió a rugir: «¡Viva el rey! ¡Viva el rey! ¡Viva Kull,el rey!».

Kull se despertó con un sobresalto. El resplandor de la luna iluminaba las distantes montañas, el viento soplaba por entre la alta hierba. Khor-nah dormía a su lado, y Am-ra estaba de pie, como una desnuda estatua de bronce que contrastara con la luz de las estrellas. Kull recorrió con la mirada su escasa vestimenta: una piel de leopardo enrollada sobre sus caderas de pantera. Un bárbaro desnudo. Los ojos de Kull refulgieron. ¡Kull, el rey! Volvió a quedarse dormido.

Se levantaron por la mañana y emprendieron el camino hacia las cavernas de la tribu. El sol todavía no se había elevado mucho cuando distinguieron el ancho río azul y las cavernas de la tribu aparecieron ante su vista.

-¡Mirad! -exclamó Am-ra-. ¡Están quemando a alguien!

Delante de las cavernas se había instalado un pesado palo, al que habían atado a una mujer joven. Las gentes que lo rodeaban, con miradas endurecidas. no mostraban el menor signo de piedad.

-Sareeta -dijo Khor-nah con el rostro impertérrito-. Esa lasciva se casó con un pirata lemur.

-¡Ah! -exclamó una anciana de ojos pétreos-. ¡Mi propia hija! ¡Ha traído la vergüenza a Atlantis! ¡Ya ha dejado de ser mi hija! Su hombre murió y ella fue arrastrada a la costa cuando el barco fue asaltado por las embarcaciones de Atlantis.

Kull miró a la joven con expresión compasiva. No lo entendía; ¿por qué razón aquellas gentes, que eran de su propia sangre y clase, se enojaban tanto con ella por el simple hecho de haber elegido a un enemigo de su raza? En ninguna de las miradas centradas sobre ella logró distinguir el menor rastro de simpatía. Sólo en los extraños ojos azules de Am-ra había tristeza y compasión.

No hay forma de saber lo que reflejaba el propio rostro inmóvil de Kull. Pero la mirada de la mujer se fijó en él. No había temor en sus ojos; sólo una profunda y vibrante llamada. La mirada de Kull se posó sobre los haces de leña apilados a sus pies. El sacerdote, que ahora canturreaba una maldición, no tardaría en inclinarse para prenderles fuego con la antorcha que sostenía en la mano izquierda.

Kull se dio cuenta de que la mujer se hallaba sujeta al palo mediante una pesada cadena de madera, un objeto muy peculiar que mostraba la típica manufactura atlante. No podía cortar aquella cadena, aunque lograra llegar hasta ella, abriéndose paso entre la multitud. Los ojos de la mujer no dejaban de mirarle, implorantes.

Observó de nuevo la leña y se llevó la mano a la daga de larga punta de pedernal que le colgaba del cinto. La mujer, al ver su gesto, asintió con un movimiento de cabeza y una expresión de alivio se extendió sobre sus ojos.

Kull actuó tan repentina e inesperadamente como una cobra. Extrajo la daga del cinto y la arrojó con fuerza. Se clavó un poco por debajo del corazón de la mujer, matándola instantáneamente. Y mientras la multitud permanecía boquiabierta, Kull giró sobre sus talones y se alejó corriendo, subiendo varios metros por la escarpadura que caía casi a pico, ágil como un felino.

La gente continuó quieta y en silencio durante un momento más. Luego, un hombre extrajo arco y flechas y miró hacia la escarpadura por la que Kull seguía subiendo, a punto de llegar ya a lo más alto. El arquero apuntó, entrecerrando los ojos, y en ese preciso instante Am-ra, como por accidente, tropezó contra él, desplazándole, y la flecha partió hacia un lado. Luego, Kull ya había desaparecido en lo alto del risco.

Oyó los gritos que le siguieron. Los miembros de su propia tribu, encendidos por el afán de sangre, parecían ávidos por atraparle y asesinarle, por haber violado lo que para él no era sino un extraño y sangriento código moral.

Pero en la tribu de la montaña del mar no había ningún atlante capaz de ganar a Kull corriendo.

Kull escapa de las garras de sus enfurecidos compañeros de tribu, sólo para caer cautivo de los lemures. Durante los dos años siguientes, trabaja como esclavo en los remos de una galera, antes de lograr escapar Emprende entonces el viaje a Valusia, donde se convierte en un proscrito, oculto en las montañas, hasta que, capturado, va aparar a sus mazmorras. La fortuna, sin embargo, le sonríe, y se convierte sucesivamente en gladiador en la arena, soldado en el ejército y finalmente, comandante Luego, con el apoyo de los mercenarios y ciertos nobles valusos descontentos, aspira al trono. Y es Kull quien asesina al despótico rey Borna y le arranca la corona de su ensangrentada cabeza. El sueño, por fin, se ha convertido en realidad: Kull de Atlantis se instala en el trono de la antigua Valusia.

El Reino de las Sombras

1. Llega un rey a caballo

El estrépito de las trompetas se hizo más fuerte, como una profunda marejada dorada, como el suave atronar de las olas nocturnas sobre las playas plateadas de Valusia. la multitud gritaba, las mujeres arrojaban flores desde lo tejados, y el repiqueteo rítmico de los cascos de plata se iba acercando hasta que el inicio del poderoso desfile apareció a la vista en la ancha y blanca avenida que rodeaba la Torre del Esplendor, con sus chapiteles dorados.

Primero venían los trompeteros, jóvenes delgados vestidos de escarlata, montados a caballo, haciendo sonar unas largas y delgadas trompetas doradas; a continuación, seguían los arqueros, hombres altos de las montañas; y detrás de ellos avanzaban los hombres de a pie, pesadamente armados, con sus anchos escudos repiqueteando al unísono, con las largas lanzas oscilando con un ritmo perfecto, al compás de su marcha. Detrás de ellos aparecieron los soldados más poderosos del mundo, los asesinos rojos, montados en espléndidos caballos, luciendo sus rojas armaduras, desde el casco hasta las espuelas. Montaban con expresión de orgullo, con la vista dirigida al frente, pero muy conscientes de todo el griterío que se despenó a su paso. Eran como estatuas de bronce y en ningún momento pudo observarse la menor oscilación en el bosque de lanzas que se elevaha por encima de ellos.

Por detrás de esas filas terribles y orgullosas llegaron las abigarradas hileras de mercenarios, guerreros de aspecto feroz y salvaje, hombres de Mu y de Kaa-u, de las montañas orientales y de las islas occidentales. Iban armados con lanzas y largas espadas, y formaban un grupo compacto que marchaba algo aparte de los arqueros de Lemuria. Les seguía la infantería ligera de la nación, y cerraba el desfile un nuevo grupo de trompeteros.

Un espectáculo magnifico, capaz de despertar un feroz estremecimiento en el alma de Kull, rey de Valusia, que no se hallaba sentado en el trono topacio situado frente a la regia Torre del Esplendor. sino montado en su gran caballo, como un verdadero rey guerrero. Su poderoso brazo se elevaba en contestación al saludo de sus hombres, a medida que éstos pasaban ante él. Sus feroces ojos contemplaron casi con indiferencia a los alegres trompeteros, se detuvieron y siguieron por más tiempo a la soldadesca, y relampaguearon con un brillo feroz cuando los asesinos rojos se detuvieron ante él haciendo sonar las armas y retroceder a los corceles, para presentarle el saludo debido a la Corona. Los ojos de Kull se estrecharon ligeramente ante el paso de los mercenarios, que no tenían por costumbre saludar a nadie. Marchaban con los hombros echados hacia atrás, y miraron a Kull directamente, con osadía, aunque también con cierto aprecio; eran ojos crueles que no parpadeaban; ojos salvajes que miraban desde debajo de pobladas cejas y melenas.

Y Kull les devolvió una mirada similar. Le gustaban los hombres valientes y no había en el mundo hombres más valientes que ellos, ni siquiera entre las tribus salvajes que ahora renegaban de él. Pero Kull era demasiado despiadado como para sentir ningún afecto por aquellas tribus. Había demasiados feudos. Muchos de ellos eran antiguos enemigos de la nación de Kull, y aunque el nombre de Kull era ahora maldito entre las montañas y los valles de su pueblo, y él había tratado de apartarlos de su mente, todavía permanecían los viejos odios y las antiguas pasiones. Porque Kull no era valuso, sino atlante.

Los ejércitos desaparecieron de la vista al otro lado de la Torre del Esplendor, resplandeciente de gemas, y Kull hizo girar a su caballo y se dirigió hacia el palacio, haciendo avanzar al animal a paso lento, mientras hablaba de la revista de las tropas con los comandantes que cabalgaban a su lado. En su forma de expresarse, no utilizaba muchas palabras, pero sí decía mucho.

-El ejército es como una espada -dijo Kull-, y no debemos permitir que se oxide.

Cabalgaron lentamente por la amplia avenida, sin que Kull prestara la menor atención a los rumores que le llegaban desde la multitud que todavía abarrotaba las calles.

-¡Ése es Kull! ¿Lo ves? ¡Por Valka! ¡Qué rey! ¡Y qué hombre! ¡Fíjate en sus brazos! ¡Mira qué hombros tiene!

Y tampoco prestó atención a otra clase de susurros, expresados en tonos más bajos.

-¡Kull! ¡Ja! El maldito usurpador que ha venido de las islas paganas… Es una vergüenza para Valusia que un bárbaro se haya instalado en el trono de los reyes.

Poco le importaban esos comentarios a Kull. Se había apoderado con mano firme del trono en decadencia de la antigua Valusia, y ahora sostenía la corona con mano más firme aún, como un hombre contra una nación.

Acudió a la sala del consejo. el palacio social donde replicaba a las frases formales y de alabanza de las damas y caballeros, divertido ante tales frivolidades, aunque se preocupaba de ocultarlo cuidadosamente; luego, las damas y caballeros se despidieron formalmente, y Kull se reclinó sobre el trono de armiño, y se dedicó al estudio de las cuestiones de estado, hasta que un ayudante solicitó permiso para hablar ante el gran rey y, tras recibirlo, anunció la llegada de un emisario de la embajada picta.

Kull apartó sus pensamientos del complicado laberinto de las cuestiones del gobierno de Valusia, y contempló al picto con expresión poco amistosa. El hombre le devolvió la mirada sin pestañear siquiera. Era un guerrero de caderas ágiles y pecho macizo, de estatura media, fuerte estructura y piel oscura, como todos los de su raza. En aquellos rasgos fuertes e inmóviles sobresalían unos ojos impávidos e inescrutables.

-Ka-nu, jefe de los consejeros y mano derecha del rey de Picta, os envía sus saludos y dice: «En la fiesta de la luna llena hay un trono para Kull, rey de reyes, señor entre los señores, emperador de Valusia».

-Bien -contestó Kull-. Dile a Ka-nu el Viejo, embajador de las islas occidentales, que el rey de Valusia beberá vino con él cuando la luna brille sobre las montañas de Zalgara.

El picto, sin embargo, no se marchó.

-Tengo algo que decirle al rey, no apto para los oídos de estos esclavos -dijo con un gesto despreciativo de la mano hacia los presentes.

Kull despidió a sus ayudantes con una sola palabra, y observó con cautela al picto. El hombre se le acercó algo más y bajó el tono de su voz.

-Venid esta noche a solas a la fiesta. Ésas fueron las palabras de mi jefe.

Los ojos del rey se estrecharon y brillaron como espadas de acero gris, friamente.

-¿A solas?

-Así es.

Se miraron el uno al otro, en silencio, con su mutua enemistad tribal enmascarada por debajo de la capa de formalidad que rodeaba el encuentro. Sus bocas hablaban el lenguaje civilizado, expresaban las frases convencionales de la corte de una raza muy civilizada que no era la suya, pero en los ojos de ambos podían observarse las tradiciones primitivas de un salvajismo elemental. Puede que Kull fuera el rey de Valusia, y el picto un emisario ante su corte. pero allí, en el salón del reino, sólo había dos hombres tribales que se miraban con ferocidad y cautela, mientras los fantasmas de las guerras salvajes y de los feudos antiguos continuaban susurrando en sus mentes.

El rey, sin embargo, tenía la ventaja de su posición y la disfrutaba plenamente. Con la mandíbula apoyada sobre una mano, observó al picto, que permaneció ante él como una estatua de bronce, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos impertérritos.

Sobre los labios de Kull se extendió una sonrisa que se transformó casi en un bufido.

-De modo que quiere que el rey vaya así, ¿a solas? -La civilización le había enseñado a hablar de forma indirecta. Los oscuros ojos del picto brillaron, pero no dijo nada-. ¿Y cómo sabe el rey que tú eres el emisario de Ka-nu?

-Yo he hablado -fue la hosca respuesta.

-¿Y desde cuándo un picto dice la verdad? -se burló Kull, sabiendo perfectamente que los pictos no mentían nunca, pero utilizando su comentario como una forma de enojar al hombre.

-Veo vuestro plan, mi rey -dijo el picto con expresión imperturbable-. Deseáis enojarme. ¡Por Valka que no necesitáis esforzaros mucho! Ya me siento bastante enojado. Y os desafío a enfrentaros conmigo en batalla singular, con espada, lanza o daga, ya sea a pie o a caballo. ¿Sois un rey o un hombre?

En los ojos de Kull surgió esa admiración que un guerrero se ve obligado a sentir de mala gana ante un enemigo tan directo, pero no desaprovechó la oportunidad para molestar un poco más a su antagonista.

-Un rey no acepta el desafío de un salvaje sin nombre -le espetó-, y el emperador de Valusia tampoco rompe la tregua debida a los embajadores. Tienes mi permiso para marcharte. Dile a Ka-nu que acndiré solo.

Los ojos del picto llamearon con una expresión asesina. Evidentemente, se hallaba poseído por el ansia primitiva de sangre; tras un instante, le dio la espalda al rey de Valusia, cruzó el salón del trono y desapareció al otro lado de la enorme puerta.

Kull volvió a reclinarse sobre el trono de armiño y reanudó su meditación.

¿De modo que el jefe del consejo de los pictos deseaba que acudiera a solas? Pero ¿por qué razón? ¿Sería una traición? Con expresión hosca, Kull se llevó la mano a la empuñadura de su gran espada. Pero no, eso no podía ser. Los pictos valoraban en mucho la alianza con Valusia, demasiado como para romperla por cualquier razón feudal. Es posible que Kull fuera un guerrero de Atlantis y enemigo hereditario de todos los pictos, pero también era rey de Valusia, el más poderoso aliado de los hombres de occidente.

Reflexionó durante largo tiempo sobre aquella extraña situación que había terminado por convertirle en aliado de antiguos enemigos, y en enemigo de antiguos amigos. Se levantó y caminó, inquieto, por el salón, con los pasos rápidos y silenciosos de un león.

Había roto las cadenas de la amistad, la tribu y la tradición para satisfacer su ambición. ¡Y por Valka, dios de los mares y de la tierra, que había cumplido sus ambiciones! Se había convertido en rey de Valusia, una nación en decadencia y degeneración, que vivía en sueños gracias a las glorias del pasado, pero que seguía siendo un territorio poderoso, y el mayor de los Siete Imperios. Valusia, el Reino de los Sueños, como lo llamaban los hombres de las tribus. A veces, Kull tenía la sensación de moverse como en un sueño.

Le resultaban extrañas las intrigas de la corte y del palacio, del ejército y del pueblo. Todo aquello le parecía como una mascarada en la que los hombres y las mujeres ocultaban sus verdaderos pensamientos, tras una máscara de suavidad. Y, sin embargo, le había resultado relativamente fácil apoderarse del trono, un simple aprovechamiento de la oportunidad que se le presentó, el rápido giro de las espadas, el asesinato de un tirano de quien los hombres estaban mortalmente hartos, la conspiración, rápida y poderosa, con ambiciosos hombres de estado que habían perdido el favor de la corte…, sólo eso había bastado para que Kull. el aventurero errante, el exiliado atlante, se encumbrara hasta las alturas más mareantes de sus propios sueños, se convirtiera en el señor de Valusia, en el rey de reyes.

Ahora, sin embargo, parecía que haberse apoderado del trono le había resultado más fácil que conservarlo. la imagen de aquel picto había despertado en su mente viejas asociaciones juveniles, la violencia libre y salvaje de su juventud. Y ahora, una extraña sensación de inquietud, de irrealidad, se había ido apoderando últimamente de él. ¿Quién era él, un hombre directo de los mares y las montañas, para gobernar a una raza que conocía los extraños y terribles misticismos de la antigüedad? Una raza antigua que…

-¡Soy Kull! -exclamó de pronto, echando la cabeza hacia atrás como un león. haciendo ondear su melena-. ¡Soy Kull!

Su mirada de halcón recorrió toda la extensión del salón. Recuperó de nuevo la confianza en si mismo… Y en un oscuro nicho del salón un tapiz se movió… ligeramente.

2. Así hablaron los silenciosos salones de Valusia

La luna no se había elevado todavía y el jardín se hallaba iluminado por antorchas, que refulgían en sus hachones de plata, cuando Kull se sentó en el trono, ante la mesa de Ka-nu, embajador de las islas occidentales. A su derecha se sentaba el anciano picto, tan diferente de como pudiera serlo cualquier emisario de aquella raza feroz. Porque, ea efecto, Ka-nu era anciano y sabio en cuestiones de estado. Se había hecho viejo practicando ese juego.

No había ningún odio elemental en sus ojos, que observaron a Kull con expresión halagadora; su buen juicio no se veía dificultado por ninguna tradición tribal. Aquella clase de telarañas habían quedado eliminadas gracias a su prolongada asociación con los hombres de estado de las naciones civilizadas. La pregunta que siempre surgía en la mente de Ka-nu no era: «¿Quién y qué es este hombre?». sino antes bien: «¿Puedo utilizar a este hombre, y cómo?». En cuanto a los prejuicios tribales, los utilizaba únicamente en beneficio de sus propios planes.

Kull observó a Ka-nu, contestando brevemente a sus preguntas, mientras se preguntaba si la civilización no le estaría convirtiendo en alguien como los pictos, porque Ka-nu era blando y barrigón. Ya habían transcurrido muchos años desde la última vez que Ka-nu sostuviera una espada. Cierto que ahora era viejo, pero Kull había visto a otros de mayor edad luchando en la vanguardia de la batalla. Los pictos eran una raza de longevos. Al lado de Ka-nu había una hermosa muchacha dedicada a llenarle la copa, y por Valka que no dejaba de tener trabajo. Mientras tanto, Ka-nu mantenía una verdadera riada de bromas y comentarios y Kull, a pesar de sentir en su fuero interno un cierto desprecio por tanta palabrería, no se perdía un solo detalle del humor sagaz del viejo.

En el banquete había presentes jefes y hombres de estado pictos, estos últimos de actitudes joviales y naturales, mientras que los guerreros se mostraban formalmente corteses, pero evidentemente contenidos en sus afinidades tribales. Con un cierto matiz de envidia, Kull era muy consciente de la libertad y naturalidad con que se desarrollaba la velada, en contraste con otras situaciones similares en la corte valusa. Esa clase de libertad era la que prevalecía en los toscos campamentos de Atlantis. Kull se encogió de hombros. Después de todo, Ka-nu, que parecía haber olvidado que era un picto en cuanto se refería a costumbres y prejuicios antiguos, no dejaba de tener razón al considerar que Kull debiera convertirse en un valuso, tanto de mentalidad como de nombre.

Finalmente, cuando la luna hubo llegado a su cenit, Ka-nu, que había comido y bebido como tres hombres de los allí presentes, se reclinó sobre su diván, emitió un suspiro de satisfacción y dijo:

-Y ahora ya podéis marcharos, amigos míos, porque el rey y yo tenemos que hablar de cosas que no preocupan a los niños. Sí, tú también, hermosa mía. Pero deja que bese antes esos labios dc rubí…, así. No, nada de bailes, mi rosa en flor.

Los ojos de Ka-nu parpadearon con malicia por encima de su barba blanca, al tiempo que observaba a Kull, que, sentado muy erecto, mantenía una actitud ceñuda e intransigente.

-Seguramente -dijo de repente el viejo estadista-, estáis pensando que Ka-nu no es más que un viejo réprobo inútil, que ya no sirve para nada excepto para trasegar vino y besar a las furcias.

En realidad, ese comentario se hallaba tan en consonancia con los verdaderos pensamientos de Kull, y se había expuesto de una forma tan clara, que Kull se sintió asombrado ante la perspicacia del viejo, aunque no dio la menor muestra de ello.

Ka-nu se echó a reír y su panza se sacudió con las risas.

-El vino es rojo y las mujeres suaves -añadió con expresión tolerante-. Pero…, ¡ja, ja!, no creáis que el viejo Ka-nu permite que nada se Interponga en los asuntos de estado.

Volvió a lanzar una risotada, y Kull se removió inquieto en su asiento. Daba la impresión de que se estuviera burlando de él, y los ojos centelleantes del rey empezaron a brillar con una luz felina. Ka-nu tomó la jarra de vino, se llenó la copa y miró a Kull con gesto interrogativo, que hizo un ademán negativo con la cabeza, irritado.

-Ah, como queráis -dijo Ka-nu con tono afable-. Se necesita una vieja cabeza como la mía para soportar la bebida. Ya me estoy haciendo viejo, Kull, de modo que no hace falta que los hombres jóvenes envidiéis los placeres que los viejos aún podamos encontrar. Ah sí, me voy haciendo viejo y arrugado, me voy quedando sin amigos ni alegrías.

Sin embargo, ni su aspecto ni su expresión hacían justicia a sus palabras. Tenía el rostro rubicundo y bastante encendido, le brillaban los ojos, hasta el punto de que su barba blanca parecía incongruente. De hecho, su aspecto le pareció un tanto mágico a Kull, que experimentó un vago resentimiento por ello. El viejo bribón había perdido todas las virtudes primitivas propias de su raza y de la raza de Kull, a pesar de lo cual parecía sentirse mucho más a gusto con su edad.

-Os ruego que me escuchéis, Kull -siguió diciendo Ka-nu levantando un dedo de advertencia-, porque ésta es una buena oportunidad para elogiar a un hombre joven y, sin embargo, debo expresaros mis verdaderos pensamientos para ganarme

vuestra confianza.

-Si crees posible conseguirlo por medio de la lisonja…

-Tonterías. ¿Quién ha hablado aquí de lisonjas? Yo sólo lisonjeo a alguien para pillarlo desprevenido.

En los ojos de Ka-nu apareció un brillante centelleo, un resplandor frío que no encajaba con su sonrisa indolente. Conocía a

los hombres, y sabía que para alcanzar sus fines debía mostrarse muy directo con este bárbaro felino que, lo mismo que un lobo que oliera la presencia de una serpiente, detectaría sin la menor vacilación cualquier falsedad que pudiera aparecer en la madeja de su telaraña de palabras.

-Tenéis poder, Kull -siguió diciendo, eligiendo sus palabras con mucho mayor cuidado del que solía emplear en los consejos de la nación-. Suficiente para convertiros en el más poderoso de todos los reyes y restaurar algunas de las glorias pasadas de Valusia. En realidad, Valusia me importa bien poco, aunque sus mujeres y su vino sean excelentes, de no ser por el hecho de que cuanto más fuerte sea Valusia, tanto más fuerte será también la nación picta. Y mucho más ahora que, con un atlante en el trono, cabe esperar que Atlantis quede finalmente unida…

Kull se echó a reír con una dura expresión de burla. Ka-un acababa de tocar una vieja herida.

-En Atlantis se maldijo mi nombre cuando me marché a buscar fama y fortuna entre las ciudades del mundo. Nosotros…, ellos son sempiternos enemigos de los Siete imperios, y los mayores enemigos de los aliados de los Imperios. Deberías saberlo.

Ka-nu se acarició la barba y sonrió enigmáticamente.

-Bueno, dejemos eso de lado, aunque sé muy bien de qué hablo. Una vez conseguida la unión, dejará de haber guerras en las que nadie gana nada. Ya me imagino un mundo de paz y prosperidad, en el que el hombre ame a sus semejantes. al bien supremo. Y eso es algo que podéis conseguir… si vivís.

-¡Ja!

La mano ágil de Kull descendió con rapidez hacia la empuñadura de su espada. y medio se incorporó en su asiento, con un movimiento repentino lleno de tanto dinamismo que Ka-nu, que se imaginaba a los hombres tal y como algunos se imaginan a los caballos pura sangre, sintió que la sangre se le aceleraba con una repentina emoción. ¡Por Valka, qué guerrero! Tenía nervios fibras de acero y fuego, todo ello conjuntado con una perfecta coordinación, con el instinto de lucha propio de un guerrero terrible.

Pero en el tono suavemente sarcástico que empleó al hablar no mostró nada del entusiasmo que sentía.

-Tonterías. Permaneced sentado. Mirad a vuestro alrededor. Los jardines están desiertos, los asientos vacíos. No hay nadie, salvo nosotros. Y no tendréis miedo de mí, ¿verdad? -Kull volvió a sentarse y miró a su alrededor con cautela-. Ésa es la actitud del salvaje -musitó Ka-nu-. ¿Acaso creéis que si hubiera tenido la intención de traicionaros lo habría hecho aquí, donde sin lugar a dudas todas las sospechas habrían recaído sobre mí? ¡Vamos! Los jóvenes aún tenéis muchas cosas que aprender. Ahí estaban antes mis jefes, que no se sentían cómodos porque habéis nacido en las montañas de Atlantis, y me despreciáis en vuestro fuero interno porque sólo soy un picto. Tonterías. Yo os veo como Kull, rey de Valusia, y no como el despiadado atlante, jefe de los que asolaron las islas occidentales. Del mismo modo, no deberíais ver en mí a un picto, sino a un hombre de carácter internacional, a una figura de mundo. Pero escuchad lo que os dice esa figura; si mañana fuerais asesinado ¿quién sería el rey?

-Kaanuub, barón de Blaal.

-El mismo. Me opongo a Kaanuub por muchas razones, pero la mayoría de nosotros nos oponemos a él porque no es más que un figurón.

-¿Cómo es eso? Fue mi mayor adversario, pero no tengo noticia de que defendiera ninguna otra causa más que la suya.

-la noche puede oír las palabras -dijo Ka-nu indirectamente-. Hay mundos dentro de los mundos. Pero podéis confiar en mí, y también en Brule, el asesino de la lanza. Mirad. -Se extrajo de los pliegues de la túnica un brazalete de oro que representaba un dragón alado enroscado tres veces, con tres cuernos de rubí en la cabeza-. Examinadlo atentamente. Brule lo llevará en el brazo cuando acuda a vuestro lado mañana por la noche, para que podáis reconocerle. Confiad en Brule como en vos mismo, y haced lo que él os diga. Y como prueba de confianza de lo que os digo, ¡mirad!

Y entonces, con la rapidez del halcón que se lanza en picado sobre su presa, el anciano extrajo algo de debajo de la túnica, algo que emitió una extraña luz verde sobre ellos, y que volvió a guardarse en un instante.

-¡la gema robada! -exclamó Kull, retrocediendo-. ¡La joya verde del templo de la serpiente! ¡Por Valka! ¡Tú! ¿Y por qué me la enseñas ahora?

-Para salvaros la vida. Para demostraros que podéis confiar en mí. Si traicionara vuestra confianza, haced de mí lo que queráis. Tenéis mi vida en vuestras manos. Ahora ya no podría ser falso con vos aunque quisiera, pues una sola palabra vuestra sería mi condena.

A pesar de todas aquellas palabras, el viejo bribón parecía contento y ampliamente satisfecho consigo mismo.

-Pero ¿por qué me das este poder sobre ti? -preguntó Kull, que se sentía cada vez más desconcertado.

-Ya os lo he dicho. Y ahora, como veis, no tengo la menor intención de engañaros, de modo que mañana por la noche, cuando Brule acuda a vuestro lado, seguid sus consejos sin la menor sombra de temor por una posible traición. Y ahora, ya es suficiente. Una escolta os espera fuera para acompañaros de vuelta a palacio, mi señor.

Kull se levantó.

-Pero no me has dicho nada.

-Vamos, ¡qué impacientes son los jóvenes! -Ka-nu parecía un mago travieso, ahora más que nunca-. Id y soñad con los tronos, con el poder y los reinos, mientras yo sueño en el vino, las mujeres y las rosas. Y que la buena fortuna cabalgue con vos, rey Kull.

Al abandonar el jardín, Kull miró por encima del hombro hacia donde Ka-nu seguía reclinado indolentemente, con todo el aspecto de un anciano satisfecho que irradiaba toda la jovialidad del mundo.

Justo a la salida del jardín le esperaba un guerrero montado a caballo. A Kull le sorprendió un poco comprobar que se trataba del mismo hombre que le había comunicado la invitación de Ka-nu. No cruzaron una sola palabra mientras Kull saltaba sobre la silla y recorrían las calles desiertas haciendo sonar los cascos de los caballos.

El colorido y la alegría del día habían dado paso a la extraña quietud de la noche. La antigüedad de la ciudad se ponía mucho más de manifiesto bajo la luz plateada de la luna. las enormes columnas de las mansiones y los palacios se elevaban imponentes hacia las estrellas. Las amplias avenidas, silenciosas y desiertas, parecían ascender interminablemente, hasta perderse en la oscuridad de las zonas altas. Como escaleras que condujeran a las estrellas, pensó Kull, con su mente imaginativa inspirada por la extraña grandiosidad del escenario.

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