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Rey Kull, por Robert E Howard (página 3)



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Sujetó la empuñadura de la espada de Monartho y trató de hacerla servir como palanca, pero tampoco logró nada. Entonces, empezó a tantear con las manos a lo largo de la pared, junto a la columna contigua, en busca del resorte oculto con el que sin duda tuvo que haberse tropezado Grogar. De repente, oyó un clic metálico ahogado por la pared de piedra y el panel se apartó a un lado al deslizarse con suavidad y girar sobre un dispositivo de ruedas.

Un abismo negro se abrió ante ellos como la boca de un pozo que condujera al infierno de los mitos más oscuros. Desde el interior de aquella boca negra surgió una bocanada de aire nauseabundo y húmedo, cargado con un olor fétido indescriptible. Y la horrible flauta pareció sonar entonces con más fuerza, más cercana y misteriosa. Su sonido espectral arrancó un escalofrío glacial de la espalda de Kull. Toda su recia masculinidad se rebeló con repugnancia ante la infame y obscena alegría que se percibía en la música del misterioso flautista demoniaco.

Brule colocó un jarrón de bronce en la abertura, para que la puerta secreta no pudiera cerrarse.

-¿Qué hacemos, Kull? -preguntó-. ¿Queréis que vaya a buscar más hombres?

El rey negó con un gesto de la cabeza, haciendo oscilar la melena negra de un lado a otro.

-No podemos hacer eso, Brule. Mientras perdemos el tiempo aquí, Grogar podría estar enfrentándose a…, ¡sólo Valka sabe a qué!

Brule sonrió con una mueca felina y los dientes blancos llamearon en su rostro bronceado.

-Bien, de todos modos, ¿para qué necesitamos a los demás? Nos bastamos vos y yo, oh, rey, juntos y con las espadas en la mano.

Kull asintió con un gesto y sus ojos furiosos trataron de atravesar la negrura. Avanzó un paso hacia aquella oscuridad desconocida.

-¡Vamos!

4 En el abismo negro

Brule sólo se retrasó el tiempo que necesitó para tomar una antorcha resinosa del aro que la sostenía en la pared. La encendió con los carbones de uno de los incensarios de plata y luego se lanzó hacia la boca oscura de la puerta, tras los talones de Kull.

Se encontraron sobre una estrecha plataforma de piedra sólida. Por debajo, un abismo negro parecía caer y caer, como si descendiera hacia lo más profundo de las entrañas de la tierra. Unos escalones de piedra descendían en espiral hacia la garganta de aquel pozo negro. Desde las profundidades desconocidas del fondo llegaba hasta ellos un aire frío y nauseabundo, portando en sus alas invisibles aquella misteriosa melodía. El rey y el guerrero iniciaron el descenso de los escalones de piedra en espiral, moviéndose con una silenciosa cautela.

La escalera era vieja, muy vieja. Los pies de muchas generaciones habían desgastado la piedra durante siglos. Un limo pálido se aferraba a la piedra húmeda y resbaladiza de los escalones, por debajo de sus pies. Continuaron su descenso hacia la oscuridad, paso a paso, con la antorcha lanzando destellos de luz anaranjada que arrojaban una luz oscilante y engañosa ante ellos. Las sombras bailoteaban y brincaban contra la pared de basta piedra húmeda.

De vez en cuando, burdamente tallados en la pared, aparecían petroglifos monstruosos, vagamente blasfemos, misteriosamente extraños, que les producían escalofríos en la espalda. Era como si las manos que los hubiesen cincelado fueran tan alienígenas e inhumanas como las mentes en cuyas corrompidas profundidades se concibieron aquellos símbolos monstruosos. Brule se detuvo un instante para estudiar los signos tallados en la piedra, acercando a ellos la luz de la antorcha. Al hacerlo, contuvo una maldición, y lanzó un gruñido de sorpresa.

-¡Kull, mirad! ¿Conocéis estos glifos? -El rey los examinó, pero eran enigmas desconocidos para él. Sacudió la cabeza-. Yo sí que los he visto antes, o algo similar -musitó el asesino de la lanza-. Muy lejos de aquí, al occidente, en las viejas ciudades serpiente que se desmoronan entre las ruinas, en medio de los desiertos de Camoonia. Son los pentáculos de una oscura e innombrable brujería que creía desaparecida desde hacía tiempo de los lugares frecuentados por los hombres. Pero parece que aquí todavía pervive un horrible culto de los tiempos antiguos. El culto de…

Su voz se interrumpió bruscamente cuando Kull le sujetó por el brazo con la garra de hierro de su mano. El rey estaba tenso, sus ojos despedían frías llamaradas grises al tiempo que intentaba penetrar las oscuras profundidades de allá abajo.

-¡Escucha! ¿Qué ha sido eso?

El fantasmal ulular se había elevado en un crescendo de frenesí demoniaco, como un sonido chirriante y agudo que parecía querer desgarrar los nervios, como si los dedos dotados de garras de un arpista enloquecido pudieran rasgar y romper las cuerdas de su instrumento. Y en lo más alto de este sonido agudo percibieron un grito fantasmal que les heló la sangre.

-¡Por Valka! -balbuceó Brule, aunque su exclamación fue casi más una oración.

Tenía los ojos encendidos y blancos bajo la luz de la antorch.

El grito murió, convertido en un gorgoteo, ahogado por las flemas, como si hubiera sido estrangulado por una mano implacable. A ello siguió un silencio mortal mientras los ecos reverberaban por todo el pozo, y producían un torrente de ecos que lo engulló todo. El sonido de aquel grito hizo que se les helara la sangre en las venas. Era el último grito, lleno de desesperación, de un alma arrastrada hacia el borde definitivo del terror y la locura. Jamás habría imaginado Kull que de unos labios humanos pudiera surgir tal nota de angustia y pánico impotente. Apretó las mandíbulas y su poderosa mano aferró la empuñadura de la espada con una furia que le puso los nudillos blancos.

-¡Vamos! -gruñó.

Y continuó el descenso por los escalones cubiertos de limo resbaladizo.

5. La cosa sobre el altar

Finalmente, la escalera de caracol terminó en un suelo uniforme de piedra humedecida sumida en una negrura helada. El oscilante resplandor anaranjado de la antorcha reveló una doble hilera de columnas toscamente labradas que se extendían por la oscura caverna como una poderosa sala hipóstila de un templo oscuro de los dioses antiguos. Con las espadas empuñadas, los dos hombres descendieron con rapidez hacia esta nave de columnas, tan vastas y poderosas como los árboles más rectos y titánicos. Unos rostros monstruosos les contemplaban, profundamente tallados en las oscuras piedras erectas. No eran rostros humanos, observó Kull con aire ceñudo. Pero no se detuvo por ello.

Al final, la nave de columnas se abría a un enorme anillo de piedras erectas. En el centro había un altar de cristal negro; un cubo gigantesco de obsidiana resplandeciente. A cada uno de los lados, unas llamas azuladas gemelas parpadeaban en anchas urnas de latón, ardiendo en la oscuridad como los ojos encendidos de una bestia gigantesca e inimaginable.

Brule se agarró al brazo desnudo de Kull, haciendo esfuerzos por reprimir una exclamación.

Agazapado sobre los escalones que conducían al altar, desnudo como un niño, había un hombre sentado que tocaba una flauta. La cacofonía ululante y demoniaca de su enloquecedora melodía se elevaba, insoportablemente fuerte, batiendo el cerebro como martillos amortiguados que golpearan implacables la misma ciudadela de la razón. Kull emitió un gruñido desde lo más profundo de su garganta y vio, claramente revelado, el rostro del hombre. El flautista echó la cabeza hacia atrás, extasiado, al tiempo que elevaba el sonido de su canción demoniaca.

¡Era el poeta Taligaro!

Taligaro, el poeta consentido, sedoso y lánguido, cuyas rimas melindrosas hacían el furor de toda esta metrópoli de ensueño; Taligaro, el tímido y afectado poeta…, encogido ahora como un animal, desnudo, cubierto de sudor, tocaba la flauta como un bacante enloquecido, postrado servilmente ante un altar pagano.

Entonces aparecieron los otros fieles, que se deslizaron en grupos de dos y tres, surgiendo de entre las columnas. Iban envueltos en capas de terciopelo negro, con las cabezas encapuchadas. Pero cuando la melodía enloquecedora se elevó en un atropellado frenesí, se quitaron las capas y empezaron a postrarse ante el reluciente cubo de cristal, del color del ébano.

Kull apenas si pudo contener un juramento, poseído por una rabia irracional. Allí estaban los nobles y señores de Kamula, hombres y mujeres con los que había participado en fiestas, con los que había conversado durante su prolongada estancia indolente en esta ciudad levantada sobre las montañas. Allí estaba el gordo Ergon, barón de la costa septentrional, moviéndose como un sapo desnudo, haciendo oscilar obscenamente su gruesa panza. Y allí estaba también Nargol, el vástago de una casa antigua y honrosa, completamente desnudo a la luz de las llamas gemelas de zafiro. ¡Nargol, que siempre era tan rígido y aristocrático!

A Kull le relampaguearon los ojos como si fuera un tigre de la jungla. Por detrás de su dorada máscara de languidez florida, la ciudad de Kamula se hallaba corrompida hasta lo más profundo de sus entrañas.

Una mujer desnuda irrumpió a través del cfrculo de fieles grotescamente inclinados. Delgada y de proporciones encantadoras, como una muñeca, su cuerpo esbelto pareció como la hoja afilada de una espada de plata. El cabello suelto le flotó a la espalda, como un estandarte ondulante de seda negra. Sus ojos relampaguearon lo mismo que negras joyas húmedas. Empezó a bailar ante el altar, y a Kull la sangre le hirvió en las venas mientras observaba; los brazos blancos de la joven trazaron en el aire redes de atractivo encanto; su boca roja era suave, invitadora y húmeda cual fruta madura; sus pechos virginales oscilaron, jadeantes de pasión, como rosas blancas sacudidas por la violencia de un viento negro.

¡Era Zareta, la bailarina! Apenas el día anterior había bailado ante el rey, en la fiesta del príncipe. Ahora, en cambio, se ondulaba con pagano abandono ante el escuálido altar de algún horrible dios-demonio. Kull sintió que aumentaba su furia.

Y fue entonces cuando vio lo que había sobre el altar negro.

Era Grogar, que yacía espatarrado, sujeto por argollas de hierro en los tobillos y las muñecas. Su cuerpo desnudo brillaba de humedad a causa de cientos de diminutos cortes que salpicaban su figura broncínea con el cálido líquido goteante de la sangre. Tenía el rostro vuelto hacia Kull, y cuando el rey contempló aquellos ojos de mirada fija y vacía, aquella mandíbula caída que dejaba abierta la boca, se dio cuenta, por la contractura de los labios, de dónde había surgido aquel grito horrible y agonizante, lleno de desesperación, que habían oído mientras bajaban por la escalera de piedra, después de haber tenido que soportar tormentos increíbles. Y aquella cosa desnuda y salpicada de sangre farfullaba estúpidamente y se deslizaba lentamente sobre el altar negro, como la esencia del condenado culebreo que se deslizara sobre los suelos al rojo vivo del propio infierno.

6 El gusano demonio

¡Dos ojos llamearon! Kull se puso rígido, y un sudor frío brotó en diminutas gotas sobre su torso desnudo. Desde lo alto del altar, brillaron dos esferas gemelas dotadas de una llama verde pálida…, ¡y se movieron!

La aguda y chirriante melodía de la flauta se elevó aún más, como si tratara de atraer algo. los bailarines se entregaron a una serie de movimientos salvajes, con los brazos levantados y las cabezas echadas hacia atrás. Y la delgada llamarada encendida que era Zareta osciló de un lado a otro con una lánguida voluptuosidad. Aquel rito horripilante estaba a punto de alcanzar su momento cumbre.

Lentamente, con una ondulación que se hinchaba y se enroscaba sobre sí misma, el gigantesco gusano descendió, deslizándose por la piedra tosca de la más alta de las columnas. Nadie podría %aher de qué grieta desconocida había podido surgir, pero la música y el movimiento frenético de los bailarines le habían hecho salir de su morada tenebrosa.

La brillante babosa negra, de treinta metros de longitud, era como un deslizante río de légamo gélido. Dos ojos como discos brillaban suavemente por encima de la mandíbula abierta, de la que babeaba un líquido corrompido y nauseabundo. Aquella cosa deslizante se dirigía lentamente hacia el altar.

Estremecido hasta lo más profundo dc su alma, Kull se preguntó cuántos miles de veces, en las largas eras del pasado, se habría arrastrado esta pesadilla putrefacta fuera de su hedionda guarida para descender hacia el altar negro con la intención de… alimentarse.

No necesitó oír la apresurada y susurrada explicación de Brule para saber lo que era aquello. Los antiguos símbolos grabados en las paredes de roca del abismo no eran tan extraños para el rey, pues incluso en la lejana y salvaje Atlantis había oído pronunciar en voz baja aquel nombre terrible: ¡Zogthuu! Zogthuu, el que se desliza en la noche, el espantoso e inmortal dios gusano cuyo culto habían exterminado los primeros valusos con la antorcha y el hacha, la repugnante monstruosidad cuyo nombre había sido una leyenda de terror durante tres veces diez mil años…, ¡y que ahora aparecía vivo, en los negros abismos existentes bajo Kamula!

El maligno gusano, como un río fétido de aceite negro, se cernió sobre el altar, contemplando con los ojos semicerrados al picto desnudo. A pesar de su locura, Grogar vio y supo cuál sería el horror definitivo destinado a convertirse en su fin. Lanzó un grito terrible capaz de encoger el alma, que tuvo que haberle desgarrado el cuello…

¡Kull se lanzó entonces como un tigre enfurecido!

El salvaje rojo que había en él despertó en su pecho. Una furia incontenible se apoderó de él como una maldición carmesí, nubló su visión ya brumosa e hizo acudir a sus labios contraídos un gruñido de rabia bestial. Saltó como una pantera y se plantó en medio de los serviles bailarines postrados a su alrededor, con la poderosa espada desenvaInada. Los fieles se lanzaron sobre él, pero su acero relampagueó a derecha e izquierda. una y otra vez, y los hombres cayeron hacia atrás, agarrándose los muñones de los que brotaba la sangre allí donde antes había habido manos.

Saltó hacia el pie del altar, donde Taligaro, con ojos de loco, le miró inexpresivamente. El frío acero cruzó el aire, como un relámpago, y su llamarada glacial se hundió en el pútrido corazón del poeta. La flauta demoniaca cayó de aquellos dedos que la sostenían débilmente, sin nervio.

Luego, se montó a horcajadas en lo alto del altar, situándose entre el impotente picto y la cabeza oscilante del gusano endiablado. Aquellos ojos relucientes e inhumanos le miraron, con una llamarada de un jade fosforescente de brillante intensidad. Kull devolvió la mirada, atravesando la penumbra que lo envolvía, mirando hacia las profundidades, hacia la misma alma de Zogthuu. Y allí, en lo más profundo de los ojos del monstruoso gusano, Kull vio algo que despertó un terror primigenio y petrificante en su propia alma, un terror como jamás había experimentado ningún otro hombre mortal; su carne se quedó paralizada, como si se encontrara sometido de pronto al soplido de un poderoso viento helado surgido de las profundidades de pesadilla del abismo negro de los infiernos cósmicos, situados más allá del espacio y del tiempo.

Porque allí dentro, en los ardientes ojos del gusano monstruoso, brillaba una espantosa inteligencia, fría, solitaria y torturada más allá de todo tormento que pudiera imaginarse.

Una bilis agria se elevó, nauseabunda, en la garganta de Kull. Porque en aquella repugnante longitud de baba gelatinosa anidaba una mente pensante, consciente y horriblemente sensible.

Encerrar un cerebro vivo en la prisión fétida de esta cosa fantasmal constituía una idea que sobrepasaba los efectos de diez mil infiernos. A este castigo eterno e inmortal habían condenado los dioses supremos a uno de los suyos, que debía de haber cometido algún crimen innombrable cuya maldad sobrepasaba toda imaginación humana.

Kull golpeó como un hombre enloquecido. El brillante acero silbó y se hundió en la masa gelatinosa, que no le ofreció ninguna resistencia. Un enorme trozo de materia fétida se desprendió y cayó al suelo de piedra con un ruido sordo. Pero Zogthuu no pareció sentir nada; su palpitante carne ameboide no ofreció la menor resistencia al acero de Kull. Los mandobles, propinados uno tras otro como un martillo pilón, atravesaban al gusano demoniaco sin causarle daño alguno.

La petrificada tristeza que anidaba para siempre en aquellos ojos terribles e inteligentes no desapareció con ningún parpadeo de dolor. El reluciente y baboso cuerpo siguió deslizándose sobre el altar, y las mandíbulas babeantes y sin colmillos se abrieron, en busca de la carne de Kull.

Paso a paso, el rey se vio obligado a retroceder, hasta que sus hombros desnudos rozaron la superficie caliente de la alta urna de latón donde bailoteaban unas llamas azuladas. Un momento más, y el gusano estaría sobre él. Kull sabía que no podía rechazar aquella cosa deslizante que avanzaba implacable. Tampoco podía ayudarle Brule, pues en alguna parte, a su espalda, percibió el ruido de la lucha del guerrero picto, que mantenía a raya a la horda de fieles enloquecidos. ¡Su mente buscó desesperadamente una salida!

7. La muerte azul

Zogthuu continuó fluyendo hacia él como un río legamoso de aceite negro y entonces, de repente, un brillo de inspiración surgió en los ojos de Kull. Se volvió hacia un lado, en el momento en que el gusano demoniaco se lanzaba hacia adelante como una cobra. Agarró con las dos manos la urna de latón y la sacudió. desprendiéndola del pedestal e inclinándola sobre aquella cosa negra y reptante. La urna cayó de lleno sobre el lomo de Zogthuu.

El aceite se derramó de la pesada urna, empapando los ondulantes anillos negros de la bestia, y un instante después la llama siguió el rastro brillante del aceite derramado… ¡y Zogthuu se incendió como una gigantesca antorcha viviente!

Una llamarada azul envolvió toda la longitud retorcida de su cuerpo, de un extremo al otro, con llamas que chamuscaban y abrasaban como mil hierros de tortura al rojo vivo. Y ahora sí, ahora un dolor enloquecido apareció en los ojos relucientes del gusano. Durante todos los eones de pesadilla de su existencia eterna, Zoghtuu quizá no había experimentado nunca la furia acuciante de ningún dolor, a excepción del tormento interior de su alma, encerrada en la repugnante prisión de un cuerpo inimaginablemente asqueroso. Ahora, un agudo dolor rojo llameó en sus grandes ojos, y las mandíbulas, sin colmillos ni lengua, se abrieron en un grito silencioso.

El aceite había empapado profundamente la carne esponjosa y gelatinosa. Al cabo de pocos instantes, el enorme gusano no era más que una masa de fluido ardiente, que inundaba el estrado, formando un enorme charco pútrido de légamo ardiente. Kull saltó como un resorte hacia donde se encontraba Brule, jadeante, rodeado por el montón de cuerpos ensangrentados de los fieles muertos.

-Ninguna esperanza queda para Grogar -gimió Brule-.Ese perro de Nargol me arrojó una daga, me agaché para esquivarla y la hoja se hundió en la garganta de Grogar.

-Que Valka acoja el espíritu del pobre diablo -dijo Kull, ceñudo-. Pero es mejor así. De haber vivido no habría sido más que un loco de atar. En cambio, una muerte limpia causada por una hoja de acero…

-¡Sí! ¡Es la muerte de un guerrero!

Kull señaló hacia la distante escalera.

-Salgamos de este pozo maldito antes de que nos asemos.

Mientras subían la escalera de caracol, la mente de Kull continuaba viéndose acosada por aquella cosa que había visto en los ojos moribundos de Zogthuu, apenas un instante antes de que el monstruo se desintegrara en una confusa mezcolanza de légamo hirviente.

Se preguntó si acaso aquella inteligencia torturada y triste que había existido durante eones incontables por detrás de aquellos ojos brillantes, dentro de su cuerpo pútrido de gusano, le había dirigido una última e inconmovible mirada de patética gratitud por haberle liberado, al fin, de su nauseabunda prisión, permitiéndole entrar así en la noche eterna de la muerte.

Quizá…

Por encima de ellos, a través de la puerta que todavía permanecía parcialmente abierta, se introducía el aire fresco y limpio del mundo superior, y la luz brillante del sol que alumbraba un mundo donde, seguramente, jamás podrían existir los horrores que habían presenciado allá abajo.

La gata de Delcardes

En compañía de Tu, primer consejero del trono, el rey Kull acudió a ver a la gata parlante de Delcardes, pues aunque un gato pueda mirar a un rey, no a todos los reyes les es dado ver a una gata como la de Delcardes. Así, Kull se olvidó de las amenazas de Thulsa Doom, el nigromante, y acudió a ver a Delcardes.

Kull se mostraba escéptico, y Tu era cauteloso y se mostraba receloso sin saber por qué, pero años de contraconspiraciones e intrigas le habían agriado el ánimo. Juraba obstinadamente que una gata parlante no era sino un fraude, una estafa y un engaño, y afirmaba que si una cosa así existía de verdad, ello sería un insulto directo a los dioses, pues éstos habían dispuesto que sólo el hombre tuviera el poder de la palabra.

Pero Kull sabía que en los tiempos antiguos las bestias habían hablado con los hombres, pues había oído contar las leyendas, transmitidas de una generación a otra por sus antepasados bárbaros. Así, aunque escéptico, su mente se hallaba abierta a la convicción.

Delcardes avudó a aumentar esa convicción. La dama se hallaba tendida con una sutil naturalidad sobre su diván de seda, como un gran y hermoso felino, y miró a Kull desde debajo de unas pestañas largas y curvadas, que proporcionaban un encanto inimaginable a sus ojos estrechos, atractivamente rasgados.

Tenía unos labios llenos y rojos, habitualmente curvados, como ahora, en una débil sonrisa enigmática. Su vestimenta de seda y sus ornamentos de oro y piedras preciosas ocultaban poco de su gloriosa figura.

Pero a Kull no le interesaban las mujeres. Gobernaba Valusia, cierto, pero aparte de eso seguía siendo un atlante y un salvaje a los ojos de sus súbditos. La guerra y la conquista atraían toda su atención, junto con la tarea de mantener los pies firmemente asentados sobre el siempre tambaleante trono de un imperio antiguo, y la de aprender las costumbres y la forma de pensar del pueblo que gobernaba.

Para Kull, Delcardes era una figura misteriosa, como una reina atractiva, pero rodeada por un halo de sabiduría antigua y de magia femenina.

Para Tu, en cambio, no era más que una mujer y. en consecuencia, fundamento latente de la intriga y el peligro.

Para Ka-nu, el embajador picto y más estrecho consejero de Kull, era como una niña ávida, que hacía ostentación de sus actitudes, pero Ka-nu no estaba presente cuando Kull acudió a ver a la gata parlante.

La gata se hallaba repantingada sobre un cojín de seda, en un pequeño diván propio, y observó al rey con ojos inescrutables. Se llamaba Saremes, y disponía de un esclavo, situado tras ella, dispuesto a satisfacer sus menores deseos; se trataba de un hombre larguirucho, que mantenía oculta la parte inferior de su rostro bajo un tenue velo que le caía hasta el pecho.

-Rey Kull -dijo Delcardes-. Debo pediros un favor antes de que Saremes empiece a hablar, ya que entonces deberé permanecer en silencio.

-Puedes hablar -dijo Kull.

La mujer sonrió ávidamente y entrelazó las manos.

-Os ruego que me permitáis casarme con Kulra Thoom de Zarfhaana.

Tu intervino antes de que Kull pudiera hablar.

-Mi señor, este tema ya ha sido largamente discutido antes. Ya me imaginaba yo que habría algún propósito oculto al pediros esta visita. Esta mujer tiene sangre real en sus venas, y va en contra de las costumbres de Valusia el permitir que las mujeres de sangre real se casen con extranjeros de rango inferior.

-Pero el rey puede dictaminar otra cosa si así lo desea -replicó Delcardes.

-Mi señor -dijo Tu, que movía las manos como alguien que se encuentra en las últimas fases de la irritación nerviosa-, si se le permite casarse de ese modo, probablemente eso será causa de guerra, rebelión y discordia durante los cien próximos años.

Pareció dispuesto a lanzarse a una disertación sobre el rango, la genealogía y la historia, pero Kull le interrumpió, agotada ya su breve reserva de paciencia.

-¡Por Valka y Hotath! ¿Acaso soy una anciana o un sacerdote para que se me importune con tales asuntos? Arregladlo entre vosotros y no me irritéis más con cuestiones matrimoniales. ¡Por Valka! En Atlantis, los hombres y las mujeres se casan con quienes les place, y con nadie más.

Delcardes puso mala cara y le dirigió un mohín a Tu, que se encogió; luego, sonrió encantadoramente y se volvió sobre el diván, con un movimiento ágil.

-Hablad con Saremes, Kull, antes de que sienta celos de mí. -Kull miró a la gata con desconcierto. Tenía un pelaje largo, sedoso y gris, y unos ojos rasgados y misteriosos-. Parece muy joven, Kull, pero en realidad es muy vieja -dijo Delcardes-. Es una gata de la vieja raza, que vivían hasta los mil años. Preguntadle su edad, Kull.

-¿Cuántos años has visto, Saremes? -preguntó Kull, distraído.

-Valusia aún era joven cuando yo ya era vieja -contestó la gata con una voz clara aunque curiosamente timbrada.

Kull se sobresalió violentamente.

-¡Por Valka y Hotath! -exclamó-. ¡Pero si habla!

Delcardes se echó a reír suavemente, regocijada, pero la expresión de la gata no se alteró.

-Hablo, pienso, sé y soy -añadió la gata-. He sido aliada de reinas y consejera de reyes desde mucho antes de que las playas blancas de Atlantis conocieran vuestros pies, rey de Valusia. Vi a los antepasados valusos cabalgar hacia el extremo más oriental para aplastar a los de la vieja raza, y ya estaba aquí cuando los de la vieja raza surgieron de los océanos, hace tantos eones que la mente del hombre se aturde al tratar de medirlos. Soy más vieja que Thulsa Doom, a quien pocos hombres han visto. He visto surgir los imperios y desmoronarse los reinos, a los reyes cabalgar en sus corceles y salir de sus guaridas. He sido una divinidad en mis tiempos, y extraños fueron los neófitos que se inclinaron ante mí, y terribles los ritos que se practicaron en mi honor. He sido respetada por seres exaltados de mi misma clase, seres tan extraños como sus hazañas.

-¿Puedes leer en las estrellas y predecir el futuro? -preguntó Kull, cuya mente de bárbaro se abalanzó de inmediato sobre ideas materiales y prácticas.

-En efecto, los libros del pasado y del futuro están abiertos ante mí, y le digo al hombre lo que es bueno que éste sepa.

-En tal caso -dijo Kull-, dime dónde he guardado la carta secreta que Ka-nu me envió ayer y que ya no encuentro.

-La guardasteis en el fondo de la funda de vuestra daga, y la olvidasteis de inmediato -contestó la gata.

Kull se sobresaltó, extrajo la daga y sacudió la funda, de la que cayó una delgada tira de pergamino.

-¡Por Valka y Hotath! -exclamó-. Saremes, ¡eres la bruja de los gatos! ¡Observa esto, Tu!

Pero Tu mantenía los labios apretados, formando una línea de expresión desaprobadora, y miró tenebrosamente a Delcardes. Ella le devolvió la mirada sin vacilar y el consejero se volvió a Kull, con irritación.

-¡Reflexionad, mi señor! Esto no es más que alguna clase de farsa ridícula.

-Tu, nadie me vio guardar esta carta aquí, pues hasta yo mismo lo había olvidado.

-Mi señor, cualquier espía habría podido…

-¿Espía? No seas más estúpido de lo que ya eres, Tu. ¿Acaso crees que una gata puede enviar espías para que vean dónde oculto una carta?

Tu emitió un suspiro. A medida que se iba haciendo más viejo, cada vez le resultaba más difícil contener las demostraciones de exasperación ante los reyes.

-Pensad, mi señor, en los humanos que puede haber detrás de la gata.

-Mi señor Tu -intervino Delcardes con un tono de suave reproche-, vuestras palabras me avergüenzan y ofenden a Saremes.

Kull se sintió vagamente enojado con Tu.

-La gata, al menos, habla -le dijo a Tu-. Eso no puedes negarlo.

-Tiene que haber algún truco -sostuvo Tu con obstinación-. El hombre habla. las bestias no pueden.

-Las cosas no son así -dijo Kull, convencido de la realidad de la gata parlante, ávido por demostrar que tenía razón-. Un león le habló a Kambra, y los pájaros han hablado con los ancianos de la tribu de la montaña del mar, diciéndoles dónde se ocultaba la caza. Nadie niega que las bestias puedan hablar entre ellas. Más de una noche me he deslizado por las faldas de las montañas cubiertas por los bosques, o he salido a las praderas cubiertas de hierba, y he oído a los tigres rugirse los unos a los otros, bajo la luz de las estrellas. Si eso es así, ¿por qué no habrían podido aprender algunas bestias a hablar con el hombre? Hubo un tiempo en que casi podía comprender los rugidos de los tigres. El tigre es mi tótem, y es tabú para mí, como no sea en caso de autodefensa -añadió, sin darle importancia.

Tu se sintió violento. Que este jefe salvaje hablara de tótem y tabú estaba muy bien, pero le irritaba extremadamente oír tales observaciones de labios del rey de Valusia.

-Mi señor, una gata no es un tigre -dijo.

-Eso es muy cierto -admitió Kull-. Y ésta es mucho más sabia que todos los tigres.

-Eso no es más que la verdad -dijo Saremes con serenidad-. Señor consejero, ¿creeríais si os dijera lo que sucede en este momento en el tesoro real?

-¡No! -exclamó Tu-. Por lo que he descubierto, los espías astutos son capaces de enterarse de cualquier cosa.

-Ningún hombre puede convencerse si no quiere -dijo Saremes imperturbablemente, citando un viejo dicho valuso-. Y, sin embargo, señor Tu, debéis saber que se ha descubierto un sobrante de veinte tales de oro, y que en estos precisos momentos un mensajero cruza presuroso las calles para comunicároslo. Ah, ahí creo que llega -añadió cuando unos pasos sonaron en el pasillo exterior.

Un delgado cortesano, vestido con los alegres ropajes de la tesorería real, entró en la estancia, se inclinó profundamente y pidió permiso para hablar. Una vez que Kull se lo hubo dado, el hombre dijo:

-Poderoso rey y señor Tu, en el tesoro real acabamos de encontrar un sobrante de veinte tales de oro.

Delcardes se echó a reír y aplaudió, encantada. Tu, en cambio, se limitó a preguntar:

-¿Cuándo lo han descubierto?

-Hace apenas media hora -fue la respuesta.

-¿Cuántos estaban enterados de ello?

-Nadie, mi señor. Sólo yo y el tesorero real lo sabíamos hasta el instante en que os lo he comunicado.

-¡Eso ya lo veremos! -exclamó Tu, que despidió al hombre con un gesto de acritud-. Vete. Ya me ocuparé más tarde de este asunto.

-Delcardes dijo Kull-, esta gata es tuya, ¿verdad?

-Mi señor, nadie posee a Saremes -contestó la mujer-. Ella es mi invitada. Es su propia dueña, como lo ha sido durante mil años.

-Me gustaría tenerla en el palacio -dijo Kull.

Saremes -dijo Delcardes con deferencia-, al rey le gustaría que fueras su invitada.

-Iré con el rey de Valusia -dijo la gata con dignidad-, y permaneceré en el palacio real hasta que llegue el momento en que me plazca ir a cualquier otra parte, pues soy una gran viajera, rey Kull, y a veces me agrada salir al mundo y recorrer las calles de las ciudades situadas en los mismos lugares donde hace mucho tiempo vagaba por los bosques, y visitar las arenas de los desiertos donde, también hace mucho tiempo, se levantaron calles imperiales.

De ese modo, Saremes, la gata parlante, llegó al palacio real de Valusia, acompañada por su esclavo. Se le asignó una espaciosa cámara cubierta con divanes exquisitos y almohadones de seda. Diariamente se colocaban ante ella las mejores viandas de la mesa real, y todo el personal del servicio del rey le rendía homenaje, excepto Tu, que gruñía al ver exaltada de ese modo a una gata, aunque pudiera hablar. Saremes le trataba con un divertido desprecio, pero admitía a Kull a un nivel de dignificada igualdad.

Acudía a menudo al salón del trono, transportada por su esclavo, sobre un cojín de seda, pues éste siempre la acompañaba a donde fuera.

En otras ocasiones era el propio Kull quien acudía a su cámara, y ambos hablaban hasta las oscuras horas del alba, y fueron muchas las historias que la gata le contó, y muy antigua la sabiduría que le impartió. Kull la escuchaba con interés y atención pues, evidentemente, esta gata era mucho más sabia que la mayoría de sus consejeros, y había tenido más sabiduría antigua que todos ellos juntos. Sus palabras eran sentenciosas y oraculares, pero se negaba a emitir profecías sobre los asuntos menores que se producían en la vida cotidiana del palacio o del reino, salvo por el hecho de que le advirtió que se guardara de Thulsa Doom, que había enviado una amenaza contra Kull.

-Pues yo, que he vivido muchos más años que minutos hayáis vivido vos -dijo-, sé que el hombre se siente mejor sin saber las cosas que aún han de sucederle, porque lo que ha de ser, será, y el hombre no puede impedirlo ni acelerarlo. Es mejor caminar en la oscuridad cuando el camino tiene que pasar ante un león y no hay otra vía.

-Entonces -dijo Kull-, silo que tiene que suceder termina por suceder, algo que dudo, y si un hombre al que se le dicen las cosas que han de pasar ve por ello debilitado o fortalecido su brazo, ¿quiere decir que eso también estaba predestinado?

-Si él estaba predestinado a que se le dijera, sí-contestó Saremes, aumentando la perplejidad y la duda de Kull-, Sin embargo, no todos los caminos de la vida se establecen previamente, pues un hombre puede hacer esto o puede hacer aquello, y ni siquiera los dioses conocen lo que hay en la mente de un hombre.

-En tal caso, no todas las cosas se hallan predestinadas si el hombre puede seguir más de un camino -reflexionó Kull, dubitativo-. ¿Cómo se pueden profetizar entonces los acontecimientos?

-La vida tiene muchos caminos, Kull -contestó Saremes-. Yo me encuentro en las encrucijadas del mundo, y sé lo que hay en cada uno de los caminos. Sin embargo, ni los dioses saben qué camino tomará el hombre, si el de la derecha o el de la izquierda, una vez que haya llegado a la encrucijada que los divide. Y una vez que haya iniciado el recorrido de uno de ellos, ya no puede rehacer sus pasos.

-Entonces, en nombre de Valka, ¿por qué no indicarme los peligros o las ventajas de seguir uno u otro camino cuando llegue la hora de elegir? -preguntó Kull.

-Porque incluso los poderes de alguien como yo tienen también sus límites -contestó la gata-, y no podemos impedir el funcionamiento de la alquimia de los dioses. No podemos destapar por completo el velo que cubre los ojos de los humanos, no sea que los dioses nos quiten nuestro poder y que causemos daño al hombre. Así, la esperanza enciende su lámpara a lo largo del camino que sigue el hombre, aunque cabe que ese camino sea el peor de todos. -Al ver que Kull tenía dificultades para comprender sus palabras, siguió diciendo-: Como veis, mi señor, nuestros poderes también tienen que hallarse sujetos a límites, pues de otro modo seríamos demasiado poderosos y amenazaríamos a los mismos dioses. Así, un conjuro místico se ha lanzado sobre nosotros, y aunque podemos abrir los libros del pasado, no podemos sino ofrecer fugaces visiones del futuro, a través de la bruma que lo vela.

De algún modo, a Kull le pareció que la argumentación de Saremes era bastante endeble e ilógica, y que olía a brujería y a farsa, pero al ver que los ojos fríos y oblicuos de la gata le miraban sin parpadear, no se sintió inclinado a oponer objeción alguna, aunque se le hubiese ocurrido.

-Y ahora -dijo la gata-, haré a un lado el velo, aunque sólo sea por un instante. porque es por vuestro propio bien… Permitid que Delcardes se case con Kulra Thoom.

Kull se levantó con un encogimiento de impaciencia de sus poderosos hombros.

-No quiero tener nada que ver con la boda de una mujer. Que Tu se ocupe de eso.

Kull, sin embargo, consultó esa idea con la almohada, y su voluntad sobre el asunto se fue debilitando a medida que Saremes entretejía hábilmente el consejo en las conversaciones filosóficas y morales que iban teniendo lugar.

Resultaba verdaderamente extraño ver a Kull, con la barbilla apoyada sobre su enorme puño, inclinado hacia adelante para beber en las claras entonaciones de las palabras de la gata Saremes, enroscada sobre un cojín de seda, o extendida lánguidamente sobre un diván, enfrascada en hablar sobre temas misteriosos y fascinantes, con los ojos brillándole extrañamente, sin mover apenas los labios, si es que los movía, mientras el esclavo Kuthulos permanecía en pie tras ella, como una estatua, inmóvil y silencioso.

Kull valoraba mucho las opiniones de la gata, y se mostraba inclinado a pedirle consejo sobre temas de gobierno, que ella le daba cautelosamente, o que no le daba. Sin embargo, los consejos que recibía Kull solían coincidir con sus deseos más íntimos, y empezó a preguntarse si acaso aquella gata no sería capaz también de leer en las mentes de los hombres.

La presencia de Kuthulos le irritaba, con su aspecto tan adusto, su inmovilidad y silencio, pero Saremes no permitía que ningún otro la atendiera. Kull trató de penetrar con la mirada el velo que enmascaraba las facciones del hombre, pero, a pesar de ser bastante tenue, no distinguió nada en el rostro que se ocultaba tras él y, por cortesía con Saremes, nunca le pidió a Kuthulos que se lo quitara.

Un día, Kull acudió a la cámara de Saremes y la gata le miró con ojos enigmáticos. El esclavo enmascarado se hallaba de pie tras ella, como una estatua.

-Kull -dijo la gata-, apartaré el velo para vos. Brule, el asesino picto de la lanza, el guerrero de Ka-nu y vuestro amigo, acaba de ser asaltado por un monstruo horrible, de la superficie de las aguas del lago prohibido.

Kull se puso en pie de un salto, rabioso y alarmado.

-¿Qué? ¿Brule? En el nombre de Valka! ¿Qué está haciendo en el lago prohibido?

-Estaba nadando en sus aguas. Apresuraos. porque todavía podéis salvarle, aun cuando sea arrastrado hacia el país encantado, que se encuentra bajo el lago.

Kull se precipitó hacia la puerta. Se sentía perplejo, pero no tanto como se habría sentido si el nadador hubiera sido otro, porque conocía la implacable irreverencia del jefe picto, uno de los más poderosos aliados de Valusia.

Empezó a gritar, llamando a los guardias, pero la voz de Saremes le interrumpió.

-No, mi señor. Será mejor que vayáis solo. Ni siquiera vuestras órdenes inducirían a ningún hombre a acompañaros a las aguas de ese lago cruel y, según la leyenda de Valusia, es la muerte lo que le espera a cualquiera que entre en sus aguas, salvo al rey.

-Está bien, iré yo solo -asintió Kull-, y así salvaré a Brule de las iras del pueblo en el caso de que escape de las garras de los monstruos. Informa a Ka-nu.

Kull rechazó con gruñidos sin palabras las respetuosas preguntas que se le hicieron, montó en su gran corcel y salió de Valusia a toda velocidad. Cabalgaba solo, pues había ordenado que nadie le siguiera. Lo que tenía que hacer, podía hacerlo solo, y no deseaba que hubiera nadie presente cuando sacara a Brule, o el cadáver de Brule, de las profundidades del lago prohibido. Maldijo la implacable desconsideración del picto, y también maldijo el tabú que pendía sobre el lago, y cuya violación bien podía causar una rebelión entre los valusos.

El crepúsculo descendía por las montañas de Zalgara cuando Kull detuvo su caballo junto a la orilla del lago, que se extendía en medio de un bosque grande y solitario. Desde luego, no había nada de prohibido en su aspecto, pues las aguas se extendían, azules y plácidas, de una playa blanca a otra, y las diminutas islas que se elevaban de su fondo parecían más bien como pequeñas gemas de esmeralda y jade. Una débil y trémula neblina se elevaba de ellas, lo que daba al aire un hálito de irrealidad que se extendía por todas las zonas circundantes del lago. Kull escuchó con atención durante un momento y tuvo la impresión de que una música débil y lejana surgía de las aguas de color zafiro.

Lanzó una maldición impaciente, y se preguntó si acaso no estaría siendo embrujado. Se quitó todos los ropajes y ornamentos, a excepción del cinto, el taparrabos y la espada, y se introdujo en las trémulas aguas azules hasta que éstas le llegaron a la altura de los muslos. Luego, sabiendo que la profundidad aumentaba con rapidez, aspiró una intensa bocanada de aire y se zambulló.

Mientras descendía a través del brillo de color zafiro, tuvo tiempo para pensar en que aquélla era quizá una misión estúpida. Debería haberse tomado el tiempo necesario para averiguar por Saremes dónde había nadado Brule en el momento de verse atacado, y si sus propios esfuerzos se hallaban destinados a rescatar al guerrero o no. Sin embargo, pensó que quizá la gata no se lo hubiera dicho y que, aun cuando le hubiera asegurado el más estrepitoso de los fracasos, él habría intentado de todos modos lo que intentaba hacer ahora. Por lo visto, había algo de verdad en las palabras de Saremes cuando afirmaba que era mejor no contar a los hombres nada sobre su futuro.

En cuanto al lugar donde hubiera estado nadando Brule, daba igual, porque el monstruo podría haberle arrastrado hacia cualquier parte. Así pues, Kull se propuso explorar todo el lecho del lago hasta que…

Mientras reflexionaba en todas estas cosas, una sombra pasó relampagueante junto a él, como un vago temblor en el tremolar de jade y zafiro del lago. Fue consciente de que otras sombras pasaban también a su lado, desde todos los puntos, pero no pudo distinguir sus formas.

Por debajo de él, empezó a vislumbrar el fondo del lago, que parecía emitir una extraña radiación. Ahora, las sombras le rodeaban por completo. tejiendo una red serpentina sobre él, una red de colores de mil matices distintos, siempre cambiantes. Aquí, las aguas adquirieron el color del topacio, y aquellas cosas se ondularon y parpadearon en su mágico esplendor. Al igual que los tonos y las sombras de colores, eran vagas e irreales, opacas y, al mismo tiempo, brillantes.

Tras haber decidido que no tenían la intención de causarle ningún daño, Kull no les prestó mayor atención, y dirigió la mirada hacia el lecho del lago, que ahora rozó ligeramente con los pies. Se sobresaltó por un momento, pues casi podría haber jurado que acababa de posarse sobre una criatura viviente, ya que percibió un movimiento rítmico por debajo de sus pies desnudos.

El débil resplandor era evidente allá, en el fondo del lago; por lo que podía ver el lecho del lago se extendía hacia todos lados, hasta que se desvanecía en las tranquilas sombras de zafiro, y formaba una superficie sólida que se apagaba y se encendía con una inquietante regularidad. Kull se inclinó para mirar con más atención; el suelo se hallaba cubierto por una especie de sustancia como de musgo, que brillaba como una llama blanca. Era como si el lecho del lago lo formaran miríadas de luciérnagas que abrieran y bajaran sus alas al unísono. Y este musgo parecía palpitar bajo sus pies como algo vivo.

Ahora, Kull empezó a nadar de nuevo hacia la superficie. Criado entre las montañas del mar de Atlantis, era casi como una criatura marina. Se sentía tan a gusto entre las aguas como cualquier lemur, y era capaz de permanecer bajo la superficie el doble de tiempo que cualquier nadador ordinario, pero este lago era algo profundo, y deseaba conservar toda su fortaleza.

Llegó a la superficie, se llenó de aire el enorme pecho, y volvió a bucear. Las sombras volvieron a rodearle, casi aturdiendo su visión con sus brillos fantasmagóricos. Esta vez nadó con mayor rapidez y, al llegar al fondo, empezó a caminar por él todo lo a prisa que le permitía aquella sustancia pegajosa que rodeaba sus pies, mientras el musgo de fuego parecía respirar y encenderse, aquellas cosas de colores relampagueaban a su alrededor y unas sombras monstruosas y de pesadiHa surgían detrás de su hombro para caer sobre el ardiente fondo.

El musgo se hallaba cubierto por los huesos y las calaveras de los hombres que se habían atrevido a nadar en el lago prohibido. De repente, con una silenciosa agitación de las aguas, algo se precipitó hacia Kull. Al principio, el rey creyó que se trataba de un pulpo gigante, pues el cuerpo era el de un pulpo, dotado de largos y ondulantes tentáculos; pero al cargar contra él se dio cuenta de que tenía las piernas de un hombre, y que un espantoso rostro semihumano le miraba entre los brazos retorcidos y serpentinos del monstruo.

Kull afianzó los pies y al notar que los crueles tentáculos se le enroscaban en las piernas, dio una embestida con la espada, que golpeó con una fría exactitud en medio de aquel rostro demoniaco, con lo que la criatura se desmoronó y murió a sus pies, entre crueles y silenciosos estremecimientos. La sangre se extendió como una niebla a su alrededor y con un fuerte impulso de sus piernas contra el fondo, Kull ascendió de nuevo hacia la superficie.

Su cabeza surgió con violencia a la luz, que se desvanecía con rapidez, y en ese mismo instante una gran forma avanzó espumeante hacia él; era una araña de agua, pero más grande que un cerdo, y sus ojos fríos brillaban con una mirada infernal. Kull se mantuvo a flote con movimientos de los pies y de una mano y levantó la espada cuando la araña se precipitaba sobre él; la hoja partió el cuerpo en dos, y el monstruo se hundió en silencio.

Un ligero sonido le hizo volverse a tiempo de ver que otra, más grande aún que la primera, estaba ya casi sobre él. El monstruo extendió sobre los brazos y los hombros del rey unos pegajosos hilos de telarana que habrían significado la perdición para cualquiera que no fuera un gigante como el rey. Pero Kull cortó las crueles cadenas como si hubieran sido cuerdas, sujetó una pata de aquella cosa que se cernía sobre él y atravesó al monstruo una y otra vez hasta que lo notó debilirado, lo soltó y el animal flotó, alejándose, enrojeciendo las aguas a su alrededor.

-¡Por Valka! -murmuró el rey-. Parece que no voy a quedarme sin nada que hacer. Y, sin embargo, me resulta fácil matar a estas cosas. ¿Cómo habrán podido superar a Brule, que sólo se ve superado por mí en combate en todos los Siete Reinos?

Pero Kull no tardaría en descubrir que otros espectros más crueles poblaban los abismos surcados de muerte del lago prohibido. Buceó de nuevo, y su mirada sólo encontró esta vez las sombras de colores y los huesos de hombres olvidados. Volvió a nadar hacia la superficie en busca de aire y luego buceó por cuarta vez.

No se encontraba lejos de una de las islas y, al descender, se preguntó qué cosas extrañas se ocultarían tras el denso follaje esmeralda que cubría las islas. Según decía la leyenda, allí se habían levantado templos y santuarios que no fueron construidos por manos humanas, y en ciertas noches, los seres del lago surgían de las profundidades para realizar allí sus ritos misteriosos.

La agitación se produjo justo en el momento en que sus pies tocaban el musgo. Procedía de atrás y Kull, advertido por un instinto primigenio, se volvió justo a tiempo para ver a una gran forma que se cernía sobre él, una forma que no era ni de hombre ni de bestia, sino una horrible mezcolanza de ambos. Sintió entonces que unos dedos gigantescos se cerraban sobre su brazo y su hombro.

Forcejeó salvajemente, pero aquella cosa le aferró con firmeza el brazo que sostenía la espada, dejándole impotente, y sus garras se hundieron profundamente en el antebrazo izquierdo. Tomando un impulso volcánico, se retorció para darse media vuelta y poder ver por fin a su atacante. Aquella cosa era parecida a un tiburón monstruoso, pero dotado de un cuerno largo y cruel, que se curvaba como un sable y le sobresalía del hocico. Tenía cuatro brazos, de forma humana, pero era inhumano en cuanto a su tamaño y en cuanto a la fortaleza que había en las garras engarfiadas de sus dedos.

Con sólo dos brazos el monstruo inmovilizaba a Kull, mientras que con los otros dos le inclinaba la cabeza hacia atrás, para romperle la nuca. Pero ni un ser tan tenaz como éste, por mucho que fuera su poder, podía conquistar tan fácilmente a Kull de Atlantis. Una salvaje rabia se apoderó de él y el rey de Valusia se puso furioso.

Afianzó los pies sobre el musgo, liberó el brazo izquierdo con una poderosa contorsión y tirón del hombro y, con la velocidad de un felino, trató de pasarse la espada de la mano derecha a la izquierda. Al ver fracasado su intento, golpeó salvajemente al monstruo con el puño. Pero la burlona materia de color zafiro que le rodeaba le engañó y amortiguó la fuerza de su golpe. El hombre tiburón hizo descender su hocico pero, antes de que pudiera golpear hacia arriba, Kull agarró el cuerno con la mano izquierda y lo sostuvo con firmeza.

A ello siguió una verdadera prueba de poder y resistencia. Kull, incapaz de moverse con rapidez en el agua, sabía que su única esperanza consistía en permanecer cerca de su enemigo, para forcejear con él y contrarrestar así la mayor rapidez del monstruo. Se esforzó desesperadamente por liberar el brazo que sostenía la espada, hasta el punto de que el hombre tiburón se vio obligado a sujetárselo con las cuatro manos de que disponía. Kull seguía sujetando firmemente el cuerno, sin atreverse a soltarlo para que no le desgarrara con su terrible embestida hacia arriba, mientras que el hombre tiburón tampoco se atrevía a apartar una sola de sus manos del brazo de Kull, que sostenía la larga espada.

Así enzarzados, forcejearon y se retorcieron. Pero Kull no tardó en darse cuenta de que estaba condenado si continuaban de aquella manera, porque ya empezaba a sufrir los efectos de la falta de aire. El brillo que observó en los fríos ojos del hombre tiburón le indicó que él también se había dado cuenta de que sólo tenía que sujetar de ese modo a Kull, bajo la superficie del agua, hasta que se ahogara.

Era una situación realmente desesperada para cualquier hombre. Pero Kull de Atlantis no era un hombre ordinario. Entrenado desde la niñez en una dura y sangrienta escuela, dotado de unos músculos de acero y un cerebro impávido, añadía a todo ello la coordinación de movimientos que distingue al superluchador, un valor que nunca se amilanaba, y una rabia felina que, en ocasiones, le empujaba a realizar hazañas sobrehumanas.

Ahora, consciente de que el fin se aproximaba con rapidez, e impulsado frenéticamente por su propia impotencia, decidió emprender una acción tan desesperada como la necesidad en que se hallaba. Soltó el cuerno del monstruo al mismo tiempo que inclinaba todo o que podía el cuerpo hacia atrás, y con la mano libre agarraba el brazo más cercano de aquella cosa.

El hombre tiburón golpeó al instante y el cuerno rozó desgarradoramente uno de los muslos de Kull, cuando de pronto, ¡afortunado atlante!, se enganchó en el pesado cinto del rey. Mientras el monstruo pugnaba por liberar el cuerno, Kull imprimió toda la potencia a los dedos que sujetaban uno de los brazos de aquella cosa y aplastó una carne fría y húmeda, junto con unos huesos inhumanos, como si se tratara de una fruta madura.

La boca del hombre tiburón se abrió en silencio a causa del tormento que sufría, y, liberado ya el cuerno, volvió a golpear salvajemente. Kull evitó el golpe, pero perdió entonces el equilibrio y ambos cayeron juntos, medio tragados por la superficie de jade sobre la que se movían. Y mientras seguían forcejeando allí, Kull liberó por fin el brazo que sostenía la espada, apartándolo de las debilitadas garras del monstruo, y lanzó un mandoble hacia arriba, rajando al monstruo y abriéndolo en dos.

Toda la batalla había consumido apenas un momento, pero a Kull le parecieron horas mientras nadaba a toda velocidad hacia arriba, luchando contra el mareo que se apoderaba de su cabeza y contra el gran peso que parecía querer aplastarle las costillas. Vio débilmente que el fondo del lago se elevaba de repente, a su lado, y se dio cuenta de que formaba un declive que daba a una isla. Luego, el agua pareció cobrar vida a su alrededor, y se sintió azotado desde los hombros hasta los talones por unos gigantescos anillos que ni siquiera sus músculos de acero pudieron quebrar. Empezaba a fallarle la conciencia, sentía que se agotaba a una velocidad terrible, notó en su cabeza el sonido de muchas campanillas y entonces, de repente, se encontró con la cabeza por encima del agua y sus torturados pulmones absorbieron el aire en grandes cantidades. Se agitó, envuelto en la mayor oscuridad, y sólo tuvo tiempo de aspirar una prolongada bocanada de aire antes de verse arrastrado de nuevo hacia el fondo.

La luz volvió a brillar a su alrededor y vio de nuevo el musgo de fuego palpitando allá a lo lejos, en el fondo. Se había visto atrapado por una gran serpiente que le había rodeado varias veces con los anillos de su sinuoso cuerpo, como enormes cables, y que ahora le arrastraba hacia un destino que sólo Valka podía conocer.

Esta vez, Kull no forcejeó, y prefirió conservar su fortaleza. Si la serpiente no le mantenía bajo el agua el tiempo suficiente como para morir ahogado, sin duda alguna se presentaría una oportunidad de combatir cuando la criatura llegara a su guarida o al lugar hacia donde le llevaba. Tal y como se hallaba atrapado, las extremidades de Kull se encontraban tan aprisionadas que no habría podido ni liberar un brazo, ni mucho menos huir de ella.

La serpiente, que avanzaba con rapidez a través de las azules profundidades, era la más grande que Kull hubiera visto jamás, pues medía sus buenos sesenta metros cubiertos de escamas de color jade y dorado, vívidas y maravillosamente coloreadas. Sus ojos, cuando se volvió hacia él, eran de un intenso fuego helado si es que algo así pudiera concebirse. A pesar de lo comprometido de su situación, el alma imaginativa de Kull no pudo dejar de maravillarse ante aquella escena tan extraña: la gran forma verde y dorada volando a través del ardiente topacio del lago, mientras que los colores de las sombras ondulaban lánguidamente a su alrededor.

El fondo, que parecía una gema encendida, volvió a curvarse hacia arriba, como si se acercaran a una isla, o a la orilla del lago, cuando, de pronto, una gran caverna apareció ante ellos. La serpiente se deslizó en el interior, desapareció de improviso el musgo de fuego, y Kull se encontró parcialmente por encima de la superficie del agua, envuelto por la oscuridad. Fue transportado de este modo durante lo que pareció un largo rato, y luego el monstruo volvió a zambullirse.

Salieron de nuevo a la luz, pero una luz como Kull no había visto jamás. Era un brillo luminoso que tremolaba crepuscularmente sobre la superficie de las aguas, que permanecían quietas y oscuras. Kull supo entonces que se hallaba en el reino encantado, por debajo del fondo del lago prohibido, pues ésta no era ninguna radiación terrenal, sino una luz negra, más negra que cualquier oscuridad, a pesar de lo cual iluminaba aquellas aguas impías lo suficiente como para poder ver el brillo opaco de las aguas y su propio reflejo oscuro en ellas. Le repente, los anillos se aflojaron alrededor de sus miembros y se impulsó rápidamente hacia un enorme bulto que había surgido de entre las sombras, frente a él.

Nadó con fuerza y se aproximó a lo que en algún tiempo había sido una gran ciudad. Se elevaba más y más arriba, sobre una gran superficie de piedra negra, hasta que sus sombríos chapiteles se perdían en la negrura, por encima incluso de aquella luz profana que, también negra, parecía tener una tonalidad diferente. Se trataba de enormes edificios cuadrados, de construcción maciza; de poderosos bloques basálticos que salieron a su encuentro cuando surgió de entre las pegajosas aguas y empezó a subir los escalones tallados en la piedra, como los que se hubieran podido tallar en la roca viva de un acantilado. Unas columnas gigantescas se elevaban entre los edificios.

Ningún resplandor de luz terrenal aliviaba la macabra visión de esta ciudad inhumana, pero la luz negra brotaba de sus muros y torres para derramarse sobre las aguas, en vastas oleadas palpitantes.

Kull se dio cuenta de que una enorme multitud de seres parecían esperarle en un amplio espacio que se extendía ante él, abierto entre los edificios que se retiraban hacia los lados. Parpadeó, e hizo esfuerzos por acostumbrar su visión a esta extraña iluminación. los seres se acercaron más, y un susurro recorrió sus filas, como el ondear de la hierba bajo el viento nocturno. Eran lumínicos y sombreados, relucientes contra la negrura de su ciudad, y sus ojos eran fantasmagóricos y luminosos.

Entonces, el rey vio que uno se destacaba de los demás, ante él. Este se parecía mucho a un hombre, y poseía un rostro barbudo, altivo y noble, aunque un ceño fruncido se extendía sobre sus magníficas cejas.

-Vienes como un heraldo de todos los de tu raza -dijo de repente este hombre lacustre-. Ensangrentado y sosteniendo una espada enrojecida.

Kull se echó a reír enojado ante esta evidente injusticia.

– ¡Por Valka y Hotath! -exclamó el rey-. La mayor parte de esa sangre es mía y ha sido derramada por los bichos de vuestro maldito lago.

-La muerte y la ruina siguen el curso de tu raza -dijo sombríamente el hombre lacustre-. ¿Acaso no lo sabemos? Claro que sí, nosotros mismos reinamos en el lago de aguas azules antes de que la humanidad fuera siquiera un sueño de los dioses.

-Nadie os molesta… -empezó a decir Kull.

-Porque temen hacerlo. En los viejos tiempos, los hombres de la tierra intentaron invadir nuestro reino de oscuridad. Los matamos, y se entabló la guerra entre los hijos del hombre y el pueblo de los lagos. Salimos de nuestro mundo y esparcimos el temor entre los terrenos, pues sabíamos que sólo podían significar muerte para nosotros, y que sólo se sienten inclinados a matar. lanzamos conjuros y encantos, hicimos reventar sus cerebros y conmocionamos sus almas con nuestra magia, hasta que se vieron obligados a rogarnos la paz. A partir de entonces, los hombres de la tierra impusieron un tabú sobre este lago, de modo que ningún hombre puede llegar hasta aquí, salvo el propio rey de Valusia. Eso ocurrió hace miles de años y, desde entonces, ningún hombre ha llegado al país encantado y ha podido salir de él, salvo como un cadáver flotante sobre las tranquilas aguas del lago superior. Rey de Valusia, o quienquiera que seas, estás condenado.

Kull le miró, desafiante.

-No he venido a buscar vuestro condenado reino -espetó-, sino que busco a Brule, el asesino de la lanza, a quien habéis arrastrado hasta aquí abajo.

-Mientes -dijo el hombre lacustre-. Ningún hombre se ha atrevido a meterse en este lago desde hace más de cien años Has venido a buscar tesoros, o a saquear y matar como todos los de tu sangriento linaje. ¡Y morirás por ello!

Kull sintió entonces los susurros de los encantos mágicos que le rodeaban, que llenaban el aire y adoptaban forma física, flotando en la trémula luz como telarañas muy tenues que se aferraran a él con vagos tentáculos Pero él emitió una imprecación impaciente y los apartó a un lado con el movimiento de la mano desnuda, haciéndolos desaparecer. Porque, según la feroz lógica elemental del salvaje, la magia de la decadencia no posee fuerza alguna.

-Eres joven y fuerte -dijo el rey lacustre-. La podredumbre de la civilización todavía no ha penetrado en tu alma y es posible que nuestros encantamientos no te hagan el menor daño, porque no los comprendes. En tal caso, debemos intentar otras cosas.

Los seres lacustres que le rodeaban sacaron sus dagas y se lanzaron sobre él. El rey se echó a reír, apoyó la espalda contra una columna y aferró la empuñadura de su espada hasta que los músculos de su brazo derecho sobresalieron como grandes bultos.

-Éste sí es un juego que entiendo bien, fantasmas – dijo con una nueva risotada.

Todos se detuvieron de pronto.

-No trates de evadir tu destino -dijo el rey del lago-, pues somos seres inmortales y no podemos morir a manos de un mortal.

-Ahora eres tú el que miente -replicó Kull con la astucia propia del bárbaro-, puesto que, según tus propias palabras, temíais la muerte que podrían causaros los de mi propia raza. Es posible que podáis vivir interminablemente, pero el acero puede con vosotros. Sería bueno que os lo pensarais mejor. Sois blandos, débiles y no estáis acostumbrados a combatir; ni siquiera sabéis sostener las armas como es debido. Yo, en cambio, nací y me educaron para matar. Podéis acabar conmigo, puesto que sois miles y yo sólo uno, pero vuestros encantamientos han fracasado conmigo y os aseguro que muchos de vosotros moriréis antes de que yo caiga. Os voy a diezmar en grandes cantidades, así que pensároslo mejor, hombres del lago, ¿valdrá la pena matarme, a cambio de tantas de vuestras vidas?

Kull sabía muy bien que todos aquellos seres capaces de matar con el acero, podían morir por el acero. Por eso no sentía el menor miedo. Su figura, amenazadora y tenebrosa, sangrienta y terrible, se erguía sobre todos ellos.

-Reflexionad -repitió-. Es mucho mejor que me traigáis a Brule y ambos nos marcharemos en paz. En caso contrario, mi cadáver se verá rodeado por montones de vuestros muertos cuando la batalla haya terminado. Además, si muero aquí habrá pictos y lemures que seguirán mi rastro, incluso bajo las aguas del lago prohibido, hasta empapar este país encantado con vuestra sangre o lo que tengáis en las venas. Ellos tienen sus propios tabúes, y no retroceden ni se dejan amilanar por los tabúes de las razas civilizadas, ni les importa lo que pueda sucederle a Valusia, sino que sólo pensarían en mí, que soy de sangre bárbara, como ellos mismos.

-El viejo mundo continúa su marcha por el camino de la ruina y el olvido -dijo el rey lacustre con tristeza-. Y nosotros, que fuimos todopoderosos en tiempos pasados, tenemos que soportar ahora el desafío de un salvaje arrogante en nuestro propio reino. Jura que jamás volverás a hollar el lago prohibido, que nunca permitirás que sean otros los que contravengan el tabú, y serás libre.

-Antes traed a mi lado al asesino de la lanza.

-Ningún hombre así ha llegado nunca a este lago.

-¿No? La gata Saremes me dijo…

-¿Saremes? Sí, la conocíamos de los viejos tiempos, cuando atravesó a nado las aguas verdes y habitó durante unos siglos en las cortes del país encantado; posee la sabiduría que sólo da el tiempo, pero no sabía que hablara el lenguaje de los hombres terrenales. En cualquier caso, aquí no está ese hombre, y te juro…

-No me jures por los dioses o los demonios -le interrumpió Kull-. Sólo quiero tu palabra de hombre.

-Te la doy -dijo el rey lacustre.

Y Kull le creyó, pues había en aquel rey un porte majestuoso que le hacía sentirse extrañamente pequeño y rudo.

-Y yo, por mi parte -dijo Kull-, te doy mi palabra, que nunca he roto, de que ningún hombre romperá el tabú ni os volverá a molestar de ningún modo.

-Y yo te creo, pues eres un hombre terrenal diferente de todos los que he conocido hasta ahora. Eres un rey real y, lo que es más importante, un verdadero hombre.

Kull le dio las gracias y envainó la espada. Luego, se volvió hacia los escalones.

-¿Sabes cómo llegar al mundo exterior, rey de Valusia?

-En cuanto a eso -contestó Kull-, supongo que si nado el tiempo suficiente terminaré por encontrar el camino. Sé que la serpiente me trajo a través de las aguas pasando por debajo de una isla y posiblemente muchas, y que nadamos en una cueva durante largo rato.

-Eres franco -dijo el rey lacustre-, pero podrías pasarte toda la eternidad nadando en la oscuridad. -Levantó las manos y una criatura grotesca nadó hasta el pie de los escalones-. Eso es un corcel cruel -añadió-, pero te llevará a salvo hasta la misma orilla del lago superior.

-Un momento -dijo Kull-. ¿Me encuentro ahora bajo una isla, bajo la tierra firme, o se encuentra este territorio realmente bajo el fondo del lago?

-Te encuentras en el centro del universo, como has estado siempre. El tiempo, el lugar y el espacio no son más que ilusiones, no tienen existencia más que en la mente del hombre, que debe establecer limites y fronteras para poder comprender. Sólo existe la realidad subyacente, de la que todas las apariencias no son más que una manifestación exterior, del mismo modo que el lago superior se ve alimentado por las aguas que surgen de éste, que es el verdadero lago. Vete ahora, rey, pues eres un hombre verdadero aunque sólo seas el primero de una marea que empieza, llena de salvajismo, que terminará por arrollar el mundo a medida que éste se encoge.

Kull prestó una atención respetuosa a aquellas palabras que comprendió poco, aunque no dejó de darse cuenta de que eran muy mágicas. Le estrechó la mano al rey lacustre, estremeciéndose un poco al contacto de algo que era carne, pero no humana. Luego, observó una vez más los grandes edificios negros que se elevaban silenciosos, contempló las formas como luciérnagas, que murmuraban entre sí, extendió la mirada por encima de la brillante superficie de las aguas, surcadas por olas de luz negra que parecían arrastrarse como arañas, y finalmente se volvió, bajó los escalones que conducían al borde del agua, y montó sobre el corcel lacustre que le esperaba.

Transcurrieron eones llenos de cuevas oscuras y aguas que se precipitaban, del susurro de monstruos gigantescos que no podía ver; unas veces por encima de la superficie y otras por debajo del agua, el corcel transportaba al rey, hasta que finalmente apareció el musgo de fuego y ascendieron a través del azul del agua ardiente. Luego, Kull avanzó hacia la tierra, vadeando.

El brioso caballo de Kull esperaba impaciente allí donde el rey lo había dejado. La luna empezaba a levantarse sobre el lago y Kull no pudo reprimir su sorpresa.

-¡Por Valka! Hace apenas una hora desmonté aquí mismo. Creía que habían transcurrido muchas horas, e incluso días, desde entonces.

Montó y regresó a caballo a la ciudad de Valusia, sin dejar de pensar que quizá hubiera algún significado oculto en las observaciones del rey lacustre sobre la ilusión del tiempo.

Kull se sentía fatigado, enojado y aturdido. El viaje a través del lago le había limpiado de la sangre, pero el movimiento sobre el caballo le abrió la herida del muslo, que empezó a sangrar de nuevo. Además, la pierna estaba rígida y le irritaba algo. No obstante, su principal pensamiento era el hecho de que Saremes le había mentido, ya fuera por ignorancia o con maliciosa intencionalidad, algo que había estado a punto de costarle la vida. ¿Por qué razón?

Lanzó una maldición y pensó en lo que diría Tu. Pero hasta una gata parlante podía equivocarse inocentemente. De todos modos, decidió no hacer caso de sus palabras.

Cruzó en silencio las calles plateadas de la antigua ciudad, y los hombres que montaban la guardia ante palacio se quedaron boquiabiertos al verle aparecer pero, prudentemente, no le hicieron preguntas.

Encontró el palacio alborotado. Lanzó un juramento y se dirigió con paso airado a la sala del consejo y de allí a la cámara de la gata Saremes. Estaba enroscada, imperturbable, sobre un cojín; agrupados en la cámara se encontraban Tu y los principales consejeros, cada uno de ellos tratando de convencer a los demás. El esclavo Kuthulos no se veía por ninguna parte.

Kull se vio saludado por una explosiva aclamación de gritos y preguntas, pero él se dirigió directamente hacia el cojín que ocupaba Saremes y la observó con la mirada brillante.

Saremes -dijo el rey-, me has mentido.

La gata le miró fríamente, bostezó y no contestó. Kull permaneció ante ella, enojado, y Tu le tomó por un brazo.

-Kull, ¿dónde habéis estado, en nombre de Valka? ¿De dónde procede esta sangre?

Kull se sacudió la mano, con irritación.

-Dejadme -espetó-. Esta gata me ha enviado a cumplir una misión estúpida… ¿Dónde está Brule?

-¡Kull!

El rey se volvió en redondo y vio a Brule que en ese momento entraba en la estancia, con sus escasas ropas manchadas por el polvo, como si hubiera cabalgado duramente. los rasgos de bronce del picto aparecían impertérritos, pero en sus ojos oscuros surgió una expresión de alivio.

-¡En el nombre de los siete diablos! -exclamó el guerrero, malhumorado para ocultar la emoción que le embargaba-. Mis jinetes han peinado las montañas y los bosques. ¿Dónde estabais?

-Buscando tu valioso cadáver en las profundidades del lago prohibido -contestó Kull con una expresión de alegría al ver la perturbación reflejada en el rostro del picto.

-¡El lago prohibido! -exclamó Brule con la libertad propia del salvaje-. ¿Estáis en vuestros cabales? ¿Qué iba a hacer yo allí? Ayer acompañé a Ka-nu hasta la frontera zarfhaana, y al regresar me enteré de que Tu había puesto a todo el ejército en pie de guerra para que os buscara. Desde entonces, mis hombres se han desparramado en todas direcciones, excepto la del lago prohibido, donde jamás se nos habría ocurrido buscaros.

Saremes me mintió… -empezó a decir el rey.

Pero su voz se vio ahogada por una explosión de voces que le reprendían, y cuyo tema principal consistía en decir que un rey no debía desaparecer nunca sin ceremonia alguna y dejar que el reino cuidara de sí mismo.

-¡Silencio! -rugió por fin Kull con los brazos levantados y un brillo peligroso en la mirada-. ¡Por Valka y Hotath! ¿Acaso soy un mocoso como para tener que pedir permiso? Tu, cuéntame lo que ha ocurrido aquí.

Tras el repentino silencio que se hizo después de esta explosión de cólera regia, Tu empezó a explicarse.

-Mi señor, hemos sido embaucados desde el principio. Esta gata no es mas que un engaño y un fraude peligroso, tal y como yo había afirmado.

-Y sin embargo…

-Mi señor, ¿no habéis oído hablar nunca de hombres capaces de disfrazar sus voces en la distancia, haciéndolas aparecer como si fuera otro el que hablara, o como si sonaran palabras pronunciadas por seres invisibles?

-¡Claro! ¡Por Valka! -exclamó Kull de pronto, ruborizándose-. He sido un estúpido por haberlo olvidado. Un viejo brujo de Lemuria poseía ese don. No obstante, ¿quién hablaba…?

-¡Kuthulos! -exclamó Tu-. También yo fui un estúpido al no recordar a Kuthulos, un esclavo, sí, pero el más grande erudito y el hombre más sabio de los Siete Imperios. Esclavo de esa desalmada de Delcardes que debe de estar ahora retorciéndose a causa de los tormentos. -Kull le dirigió una penetrante exclamación-. Sí, mi señor -siguió diciendo Tu, ceñudo-. Cuando llegué aquí y descubrí que os habíais marchado solo, y nadie supo decirme adónde, sospeché de inmediato una traición. Me senté entonces a reflexionar. Y recordé a Kuthulos y su arte de fingir voces, y cómo esa gata falsa os había estado diciendo cosas pequeñas, sin haceros ninguna gran profecía, ofreciendo falsos argumentos con la intención de refrenaros. Me di cuenta entonces de que Delcardes os había enviado a esta gata y a Kuthulos para engañaros, para que se ganaran vuestra confianza. Envié a buscar a Delcardes y la sometí a tortura, para que lo confesara todo. Había planeado las cosas muy astutamente. Ah, claro, Saremes debía llevar siempre consigo a su esclavo Kuthulos… para que él pudiera hablar con su voz fingida e inducir extrañas ideas en vuestra mente.

-Entonces, ¿dónde está Kuthulos? -preguntó Kull.

-Había desaparecido cuando llegué a la cámara de Saremes y…

-¡Os saludo, Kull! -exclamó entonces una voz alegre desde la puerta, por la que entró en la estancia una figura barbuda, como un duende, acompañada por una delgada y aparentemente asustada muchacha.

-¡Ka-nu! ¡Delcardes! ¿De modo que finalmente no te han torturado?

-¡Oh, mi señor! -exclamó la joven, que se hincó de rodillas ante él, abrazándose a sus piernas-. Soy culpable de haberos engañado, mi señor, pero no pretendía causaros ningún daño. ¡Yo sólo deseaba casarme con Kulra Thoom!

Kull la tomó por los hombros e hizo que se incorporara, perplejo, pero apiadado al ver el evidente terror y remordimiento de aquella mujer.

-Kull -dijo Ka-nu-, es una suerte que haya vuelto cuando lo he hecho, a tiempo para impedir que vos y Tu arrojéis el reino al mar. -Tu emitió un gruñido sin palabras, siempre celoso del embajador picto, que también era consejero de Kull-. He encontrado todo el palacio alborotado a mi regreso; los hombres iban de un lado a otro, tropezaban los unos con los otros sin saber qué hacer. Envié a Brule y a sus jinetes a buscaros, y me dirigí a la cámara de torturas…, naturalmente, eso fue lo primero que hice, puesto que Tu había quedado a cargo de todo… -El primer consejero le miró con una mueca-. El caso es que acudí a la cámara de torturas -siguió diciendo Ka-nu plácidamente-, y los encontré a punto de torturar a la pequeña Delcardes, que no hacía sino llorar y contarles todo lo que tenía que contar, a pesar de lo cual ellos no la creían. Sólo es una muchacha inquisitiva, Kull, a pesar de toda su belleza. Así que la traje aquí. Delcardes os ha dicho la verdad, Kull, al informaros de que Saremes era su invitada y que se trataba de una gata muy antigua. Eso es cierto. Es, en efecto, una gata de la raza antigua, más sabia que otros gatos, y va y viene a donde quiere, como le place…, pero no es más que eso, una simple gata. Delcardes tenía en palacio espías que le informaron de detalles tan poco importantes como el lugar donde habíais guardado una carta, en la funda de vuestra daga, o del sobrante encontrado en el tesoro… El cortesano que os informó de ello era precisamente uno de esos espías, y se lo comunicó a ella antes de decírselo al tesorero real. Sus espías eran vuestros servidores más leales y cercanos; las cosas que le contaban no podían haceros daño alguno y, en cambio, la ayudaban a ella, a quienes todos quieren, porque no tiene la intención de causar daño a nadie. Su idea consistía en hacer que Kuthulos hablara a través de la boca de Saremes, se ganara vuestra confianza mediante pequeñas profecías y hechos de los que cualquiera podría estar enterado, como advertiros en contra de Thulsa Doom. Luego, mediante el constante planteamiento de la cuestión, pretendía obtener de vos el permiso para que Kulra Thoom se casara con Delcardes. Ése era el único deseo de la muchacha.

-Y entonces Kuthulos se convirtió en un traidor -dijo Tu.

En ese momento se produjo un ruido en la puerta de la estancia y entraron unos guardias, arrastrando por los brazos a una figura larguirucha que llevaba el rostro cubierto por un velo y las manos atadas a la espalda.

-¡Kuthulos!

-Sí, Kuthulos -asintió Ka-nu, aunque no parecía sentirse muy tranquilo, pues sus ojos se movían inquietos-. Kuthulos, sin duda, con el velo sobre el rostro, para ocultar así los movimientos de su boca y de su cuello al hablar a través de Saremes.

Kull observó a la figura silenciosa que se hallaba de pie ante él, como una estatua. Un profundo silencio se hizo entre el grupo, como si un viento frío hubiera pasado entre ellos. Había una gran tensión en el ambiente. Delcardes miró a la silenciosa figura y sus ojos se abrieron desmesuradamente mientras los guardias explicaban cómo habían capturado al esclavo, que intentaba escapar de palacio deslizándose por un pequeño y viejo corredor.

Volvió a hacerse el silencio Kull se adelantó y extendió una mano para arrancar el velo que cubría el rostro oculto. A través de la tenue tela, Kull sintió como si dos ojos le traspasaran hasta la conciencia. Sin que nadie se diera cuenta, Ka-nu cerró las manos y las convirtió en puños, poniéndose todo tenso, como si se preparara para una lucha terrible.

Luego, cuando la mano de Kull casi tocaba el velo, un sonido repentino quebró el tenso silencio…, un sonido como el que podría producir un hombre al golpear el suelo con la frente o con un codo. El ruido parecía proceder de detrás de una pared. Kull cruzó la estancia en dos zancadas y golpeó un panel, por detrás del cual surgía el sonido. Una puerta oculta se deslizó hacia el interior, y dejó al descubierto un corredor polvoriento, en cuyo suelo se encontraba la figura de un hombre atado y amordazado.

lo sacaron a rastras hacia la estancia, lo pusieron de pie y lo desataron.

-¡Kuthulos! -gritó Delcardes.

Kull lo miró fijamente. El rostro del bombre, ahora revelado, era delgado y de expresión afable, como el que pudiera tener un maestro de filosofía y de moral.

-Sí, mis señores y mi señora -dijo-. Ese hombre que lleva ahora mi velo se abalanzó sobre mí y me ocultó tras esa puerta secreta, después de golpearme y atarme. He permanecido ahí, oyendo como enviaba al rey hacia lo que él creía que sería su muerte segura, sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo.

-Entonces, ¿quién es él?

Todas las miradas se volvieron hacia la figura de rostro todavía cubierto por el velo. Kull se adelantó hacia él.

-¡Llevad cuidado, mi señor! -exclamó el verdadero Kuthulos-. Ese hombre…

Con un solo movimiento de la mano, Kull arrancó el velo del hombre, y se quedó boquiabierto. Delcardes lanzó un grito y sus rodillas cedieron y cayó al suelo. los consejeros retrocedieron, pálidos, y los guardias soltaron los brazos que sujetaban y se encogieron, horrorizados.

El rostro del hombre no era más que una calavera pelada y blanca, en cuyas cuencas ardía un fuego vivo.

-¡Thulsa Doom! Eso era lo que me había imaginado -exclamó Ka-nu.

-En efecto, Thulsa Doom, estúpidos -repitió una voz cavernosa-. El más grande de todos los brujos, y vuestro enemigo eterno, Kull de Atlantis. Habéis ganado esta partida, pero habrá otras, os lo advierto.

Se liberó de las ligaduras que le sujetaban los brazos con un solo y despreciativo gesto y se encaminó hacia la puerta, haciendo retroceder a los presentes.

-Sois un estúpido sin discernimiento alguno, Kull -dijo-. De no ser así, no me habríais tomado nunca por ese otro estúpido de Kuthulos, ni siquiera con el velo y sus vestiduras.

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