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Los templarios, por Juan De Dios Mora



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  1. El suplicio de la gota de agua
  2. Donde se ve que los fantasmas hablan con notable discreción
  3. La mar serena comienza a agitarse
  4. La cita
  5. Revelaciones
  6. Lo vivo y lo pintado
  7. Un aforismo de Hipócrates
  8. De cómo el señor de Alconetar se encuentra de repente muy favorecido del rey
  9. Donde se habla del esclavo prisionero
  10. Despedida
  11. Que trata de lo que verá el que lo leyere
  12. En una mano el pan y en la otra el palo
  13. De la respuesta que secretamente dio el rey de Granada al embajador del rey de Castilla
  14. El milano y la paloma
  15. El caballero de la muerte
  16. Planes de ambición
  17. La señorita Amalia Molay
  18. ¡Ya es tarde!
  19. El sueño del criminal
  20. Traición
  21. Los dos amigos
  22. La madre
  23. Conversación en la fuente
  24. La segunda heroicidad del alcaide de Tarifa
  25. La rueda de la fortuna
  26. Quid pro quo
  27. Desaliento
  28. Las dos copas
  29. Modelo ideal
  30. Que trata de muchas y grandes cosas
  31. Consejos paternales
  32. De cómo llegó a noticia del misterioso templario la fuga de Elvira con Castiglione
  33. De cómo Castiglione se convirtió en el más implacable enemigo de la orden del templo
  34. De cómo el verdadero amor suele confundirse: con la devoción
  35. Una conseja oriental
  36. El mago de Sierra Elvira
  37. De cómo hay casualidades que parecen Providencias
  38. Conciliábulo de los enemigos del temple
  39. Conjeturas sobre la muerte del rey don Sancho
  40. La esfinge
  41. Singularidades y contradicciones
  42. Ondinas y sirenas
  43. Amargura de la dulzura
  44. Posada de Pietro Maccarroni di la Polenta
  45. Nuevos viajeros
  46. En el que se ve el resultado de la trama del posadero mellado y del templario tuerto
  47. En Roma
  48. Donde se refiere el encuentro que tuvo el trovador con uno de los más ilustres poetas del mundo
  49. El manuscrito de Cattinara
  50. Astucia contra astucia
  51. Funesta fascinación
  52. Donde se prueba que el manuscrito de Cattinara era un tejido horrible de falsedades

Capítulo I

El suplicio de la gota de agua

     Era una noche fría y lóbrega de uno de los últimos años del siglo XIII.

     Toda la creación yacía sumergida en silencio, tinieblas y sueño, como si los resortes de la vida y del Universo se hubiesen paralizado. Entre las negras brumas de esta noche de invierno, se divisaban, en la cumbre de un alto y fragoso monte, dos masas imponentes, dos monstruos de fantásticos contornos, dos gigantes de piedra, que frente a frente parecían contemplarse silenciosos y amenazadores. Eran dos vastos edificios, colocado el uno a muy corta distancia del otro. El primero era un castillo de los más fuertes e inexpugnables; el segundo era una iglesia dedicada a Nuestra Señora de la Concepción. Ambos edificios pertenecían a la poderosa, acatada y temida orden de los caballeros Templarios.

     A la falda septentrional del monte, entre peñascos y maleza, se elevaba una torre solitaria, carcomida, ruinosa y cuyos muros de verdinegros colores atestiguaban su edad caduca. En lo más alto de aquella torre había una campana; en lo más profundo había un subterráneo. La campana servía para comunicarse al aire libre, con la iglesia y el castillo; el subterráneo servía para el mismo objeto, si bien de una, manera invisible y misteriosa.

     Sólo turbaba el espacio el murmurar monótono y eterno de un caudaloso arroyo que corría poco distante del solitario torreón, y los lúgubres chirridos de la lechuza y el búho, que, como los genios de las tinieblas y de las ruinas, agitaban en torno de la torre sus crujientes alas, produciendo un ruido semejante al choque de huesosos esqueletos que surcasen el espacio.

     Quien hubiese mirado atentamente a una ventanilla practicada, en el muro del salón principal de la torre, habría podido notar las oscilaciones de una luz, que brillaba a intervalos, según que se interponía o desaparecía entre la ventana y la luz una sombra que vagaba por el aposento. Un silencio verdaderamente sepulcral reinaba en el interior de la misteriosa torre. Todo era oscuridad y silencio, excepto en aquella estancia por donde se paseaba el único habitante que, al parecer, existía en aquella mansión. En su centro, pendiente de una cadena de hierro, veíase una lámpara que esparcía en torno la moribunda luz que ya hemos divisado.

     El salón, cuya techumbre estaba escaqueada de púrpura y oro, entapizado el pavimento con una alfombra oriental, y adornado con ricos y bien labrados sitiales de nogal con remates dorados, presentaba un aspecto muy diferente en su interior del que pudiera esperarse, a juzgar por la apariencia ruinosa y desvencijada de aquel caduco edificio.

     En la semioscuridad que inundaba el aposento, pues que la luz espirante sólo esparcía alguna débil claridad en un círculo muy limitado, confundiendo en sombras los extremos del espacioso salón, se destacaba vigorosamente una figura blanca y una fisonomía enérgica que hubiera podido servir de estudio a un gran pintor. Era una cabeza digna de Rembrandt, el genio trágico de la pintura.

     Figúrese el lector un hombre de estatura mediana, pero fornido y vigoroso como un atleta; un rostro de color cetrino, facciones muy pronunciadas, y una barba, espesa y encrespada como un matorral, larga hasta la cintura y negra corno el azabache. Una enorme y profunda cicatriz le atravesaba desde la frente y la ceja hasta la mejilla izquierda, donde se perdía entre su aborrascada barba. Excusado parece decir que era tuerto del ojo izquierdo, y que, por lo tanto, su aspecto era fiero y disforme. Sus cabellos eran espesos, ásperos y entrecanos en la parte posterior de la cabeza, mientras que la superior estaba completamente calva, y sólo dos mechones de pelo venían a caer a los lados, de su frente nebulosa, ceñuda y surcada de arrugas transversales, signo de dureza, de crueldad y de pasiones mezquinas, no de la meditación ni del estudio. Su andar era rápido y firme, y sus precipitados e impacientes paseos por el salón pudieran compararse a los del tigre encerrado en una jaula. Era, en fin, una de esas figuras sombrías de tragedia, de revolución o de venganza, una de esas cabezas de sayón o de verdugo, uno de esos hombres cuyo aspecto impresiona fuertemente, y que, una vez vistos, aun cuando sea a la luz de un relámpago, jamás se olvidan.

     Vestía el hábito blanco de la orden del Templo de Salomón, y en su pecho lucía la cruz roja, señal de que era caballero profeso. Llamábase Matías Rafael Castiglione, era calabrés de nación y había merecido la más ilimitada confianza del maestro provincial de Castilla y de algunos comendadores, que le habían encargado en varias ocasiones tenebrosos manejos y confiádole algunos de esos secretos terribles que con frecuencia suelen ser el alma de ciertas sociedades o corporaciones cuando, como la orden del Templo, encuentran toda su fuerza y prestigio en sus misteriosas ceremonias, en sus reuniones ocultas y en su presencia universal. Los caballeros Templarios estaban en todas partes, como Dios, invisibles y presentes, según les convenía.

     Respecto al bueno de Castiglione, debemos añadir que era el genio malo de la orden, el espíritu de ingeniosa y lenta tortura, el demonio de las venganzas misteriosas.

     Largo rato continuo en sus paseos, hasta que de pronto se detuvo. La campana del reloj de la torre repitió doce veces su tañido, que se dilató en el espacio como la voz sollozante de un moribundo. Sin duda tiene algo de solemne ese momento en que decimos. ¡Es la media noche! Si es cierto que en ese instante comienza el reinado de los espíritus, infernales, de seguro debía empezar entonces la vida y el contento para el horrible italiano.

     Y a la verdad, aquella hora produjo en él un efecto maravilloso. Inmediatamente encendió una lamparilla, y, cargado de un cesto, salió rápidamente del espacioso salón por una puerta que se abrió en el mismo muro de la estancia; pero una puerta, no de madera, sino cuyos tableros estaban formados de piedras de sillería. En seguida bajó una escalera de caracol estrecha, desgastada y húmeda. Al fin de aquella escalera había una habitación inmensa, dividida en tres piezas, cada una de las cuales estaba iluminada por una gran lámpara. Debe advertirse que no había aceite, ni luz ardiendo, sino que las lámparas contenían un líquido fosfórico y luminoso que en medio de las tinieblas producía una viva claridad. Aquella prodigiosa mixtura era la misma que usaban los romanos en sus enterramientos o panteones subterráneos. En nuestros días se han descubierto algunos de estos vasos pasmosos, cuyo líquido apenas se había consumido algunas líneas después de miles de años.

     A la puerta de la primera pieza veíase atado con una cadena un formidable león de erizadas guedejas, al cual arrojó Castiglione grandes trozos de carne, que el terrible animal devoró con ansia. Luego el disforme caballero comenzó a acariciar a la fiera, que azotaba su roja y luciente piel con su enarcada cola, en señal de cariño y agradecimiento. El león estaba perfectamente domesticado, se entiende para Castiglione solamente, pues que otro cualquiera habría sido al punto víctima de sus robustas y sanguinarias garras. El ojo único del espantoso italiano chispeaba feroz y jubiloso al contemplar1a actitud fiera, la encendida boca, el vahoso aliento y los ojos centelleantes del temible animal. Y por cierto que aquella horrible simpatía entre el hombre y la fiera, aquella especie de entre dos seres fuertes y feroces, aquella calva frente, aquella barba negra, aquel hábito blanco; el rojo león, la pálida luz, el subterráneo y la solitaria noche, todo esto formaba un grupo horrible, fantástico, espeluznador.

     Por fin Matías Rafael Castiglione pasó adelante. ¡Quién podrá describir las maravillosas riquezas, los espléndidos tesoros que aquel apartado recinto contenía! En cada una de las espaciosas salas veíanse alrededor de los muros hileras de grandes vasos de bronce en forma de cáliz, todos llenos de oro, de plata y de piedras y joyas de valor. Igualmente se veían lujosos paramentos, mantas de seda de color de púrpura y sillas de montar ricamente bordadas de estriberas de plata y espuelas de oro; puñales, dagas, cimitarras, sables y espadas con suntuosas esmaltadas de diamantes, todo lo cual estaba colocado sobre la pared con admirable simetría, formando vistosos pabellones, caprichosas figuras y labores del más exquisito gusto.

     Pero lo que más llamaba la atención en la última pieza era una multitud de figuras extrañas de animales, construidas de oro macizo y colocadas en nichos semejantes a los casilleros de un armario que revestían las paredes. En muchos de aquellos compartimientos había también guardadas con inmensa profusión ricas telas de brocado de ora, de sirgo y damasco de los más bellos dibujos y espléndidos colores. Tanto, arriba como abajo en los muros de la última sala, a manera de zócalo y cornisa, veíanse dos hileras de nichos, dentro de cada uno de los cuales había representado, ¡cosa rara! un gato de gran tamaño y ejecutado con prodigiosa perfección; mas las tales figuras no eran menos estimables por la materia que por el arte, pues que todas estaban hechas de luciente oro.

     He aquí la razón por qué el vulgo acusaba a los Templarios de idólatras, porque decían adoraban la figura de un gato. También, muchos escritores, teniendo en cuenta las extrañas y espantosas figuras esculpidas en sus iglesias, les imputaron doctrinas gnósticas; y habiendo descubierto entre ellos varios grados de iniciación, se ha pretendido ver en esta orden el origen de las logias masónicas. El que tenga la paciencia, de seguirnos vera más adelante hasta qué punto eran o no fundadas semejantes acusaciones en el proceso más ruidoso de los siglos medios, tan fecundos, sin embargo, en procesos, pues hasta los mismos animales no estuvieron exentos de la jurisdicción de Themis.

     El lector habrá reconocido fácilmente que nos encontramos en el lugar donde los opulentos Templarios tenían guardados sus inmensos tesoros; y si no era aquel su único escondite, podemos asegurar que, por lo menos, allí estaba el depósito más considerable de las riquezas de la orden en Castilla. Y en verdad que no era fácil atinar con aquellas habitaciones subterráneas, cuya entrada guardaba el rey de las fieras y en cuyo recinto habitaba el formidable tuerto. Este, cerrando la puerta, que era también un lienzo de pared que se movía por medio de ingeniosos resortes, desembocó en una extensa galería, a cuyo frente apareció una puerta de bronce. Sobre la portada veían se pintados con vivísimos colores trofeos y símbolos que hacían erizarse los cabellos. Constituían aquel horrible pabellón dos sables cruzados, un manto imperial, una cabaña, una corona, dos calaveras y una figura espantosa con cabellera de sierpes y cabeza de dragón. Aquella cabeza era el bafomet, que en la ideografía masónica de los Templarios significaba el mal principio o el genio del mal. A la temblorosa luz de la lamparilla del italiano, aquellas culebras parecían retorcerse, aquella boca de dragón parecía abrirse, y parecía que aquellos ojos feroces brillaban de júbilo y que las peladas calaveras, con sus cavidades vacías, lanzaban carcajadas llenas de un sarcasmo horrible.

     Castiglione miró todo esto, y su disforme semblante se cubrió de una palidez mortal. Sin duda alguna aquella habitación encerraba terribles misterios o recuerdos espantosos para el italiano, supuesto que, sin volver atrás la cara, cerró su ojo único y se precipitó desatentado por aquellos sótanos interminables y lóbregos.

     Después de haber bajado otra escalera estrechísima y que se sumergía en las entrañas de la tierra a una profundidad prodigiosa, se detuvo en un largo callejón. Allí permaneció inmóvil y de pie como una estatua durante mucho tiempo. La luz apenas ardía en aquella atmósfera estancada, y no se oía más que un ruido acompasado, lento y monótono, como una gota de agua que se estrellase sobre un cuerpo duro. Aquel ruido era la única palpitación de vida que interrumpía aquel silencio de muerte en aquella fría, lúgubre y solitaria mansión, tan distante del rumoroso y vívido estruendo que cubre la superficie de la tierra.

     De repente se oyó un suspiro tristísimo que se dilató en mil ondulaciones por las tinieblas, cual si por allí vagase el ángel de los dolores. El italiano salió de su meditación y se dirigió rápidamente hacia el punto donde había sonado la dolorosa exclamación.

     -¿Por qué te quejas? -preguntó Matías con una ironía cruel-. ¿No hemos sido bastante piadosos contigo dejándote la vida?      Nadie respondió; solamente sonó un nuevo suspiro más doliente, más lúgubre, más desgarrador aún que el primero.

     Castiglione se había detenido delante de un edificio tan extraño como espantoso. Figúrese el lector un inmenso círculo que se hacía al fin del callejón. Aquella extensa explanada estaba rodeada de muros sólidos y macizos. Contiguo a la muralla se levantaba una perforación en toda la altura de la bóveda y pared, que eran de una elevación considerable. Aquella perforación era una celdita, que, superpuesta a la muralla, se levantaba allí, formando un cubo de prodigiosa altura, pero que seguramente no excedía de tres pies su longitud y latitud. Aquello era verdaderamente una alacena, un nicho, una tumba de piedra dentro de un panteón subterráneo, como la doble cubierta de plomo y de madera de un ataúd que contiene los restos de algún mortal célebre. Solamente que aquellos restos eran vivos.

     Por la parte exterior y a la altura de un hombre sentado se veía una ventanilla con una tupida reja de fuertes barrotes de hierro. Aquella era la única comunicación del ser vivo que allí se encontraba; por aquella pequeña abertura, si se nos permite la expresión, respiraba gota a gota el aire suficiente para no morir, el aire bastante para prolongar el horroroso martirio de su existencia. En vano el Creador del mundo hacía que todas las mañanas el refulgente carro de la aurora anunciase a los mortales el movimiento y el júbilo y el estruendo de la vida. Ni los cantares de las zagalas, ni los trinos de las aves, ni el soplo de los vientos, ni el murmurar de los arroyos, ni el perfume de las flores, ni los rayos del sol penetraban jamás en aquella, espantosa mansión de tinieblas y de lágrimas. Ni ruido, ni luz, ni movimiento, ni nada que se asemejase al mundo de los vivos se experimentaba allí. Todo era silencio, soledad y horror. Aquel aire mefítico sólo guardaba dolorosos ayes, y alguna que otra vez solían oírse los pasos del horrible carcelero o los rugidos del amarrado león, que se dilataban retumbando por aquellas tenebrosas concavidades.

     Castiglione sacó del cesto un pedazo de pan y un trozo de carne, y colocándolos en la reja, dijo:

     -Toma, y come.

     La luz que llevaba el disforme caballero hirió de lleno en la ventanilla. ¡Gran Dios! ¡Qué doloroso espectáculo!      Al través de la reja veíase una cabellera greñuda y más blanca que la nieve. Un rostro pálido y triste asomó a la abertura y una mano descarnada cogió con ansia el esperado alimento.

     Nunca en humano semblante ha aparecido una palidez más intensa que la que cubría el rostro del prisionero. Sus ojos, cargados de largas cejas, tenían una expresión inexplicable de tristeza, de ternura y de odio, como si en el alma de aquel desdichado batallasen juntas la resignación más evangélica y la desesperación más diabólica.

     Y en verdad que era preciso estar dotado de una bondad más que humana para no acusar al cielo de cruel en tan espantoso infortunio. El emparedado solía mezclar con frecuencia, los lamentos de su amargura y las oraciones de su fe religiosa con sus recuerdos mundanos y con las blasfemias terribles de su desesperación.

     ¡Cuánta nobleza y dignidad podía leerse en el semblante de aquel hombre! Su vejez era anticipada por las privaciones y amarguras de la vida más bien que por el peso de los años.

     En torno de aquel inmundo tugurio se esparcía un olor repugnante. Castiglione se alejó con paso lento y aire distraído.

     La luz se fue extinguiendo por grados en aquel subterráneo. Todo volvió a quedar sumergido en el más profundo silencio, que tan solamente era interrumpido por los sollozos del emparedado y por un ruido confuso, lento, extraño, casi imperceptible, pero acompasado, constante, eterno.

     Una gota de agua caía a intervalos medidos sobre la cabeza del infeliz condenado al más cruel de todos los suplicios. Nunca ha podido encontrarse un símbolo, una forma, una expresión tan elocuente como repugnante del valor del tiempo y de la constancia.

     El prisionero tenía la parte superior del cráneo desnuda de cabellos y en extremo dolorida por el continuo choque de la gota de agua.

     Acaso parezca a primera vista que era insignificante este suplicio; pero, si atentamente se considera, se comprenderá que nunca el demonio de la tortura debió sonreír con más júbilo que cuando se ocurriera a los mortales castigar a sus hermanos con una agonía, cuya hiel inagotable se saboreaba gota a gota. Al inventar este suplicio, se inventó la manera de eternizar las ansias de la muerte. Es verdad que los reos sucumbían después de mucho tiempo; pero sucumbían con el cráneo podrido y entre dolores espantosos.

     El anciano que se encontraba en la solitaria torre de los Templarios era una de esas organizaciones privilegiadas, uno de esos hombres extraordinarios que al vigor intelectual reúnen la energía del carácter y la fuerza del cuerpo. No obstante, algunas veces le abandonaba su razón y se entregaba a los más extraños delirios, y comenzaba a rugir de dolor y de ira. Esto, al parecer, sucedía a impulsos de algún recuerdo más doloroso todavía que los que cotidianamente le atormentaban. Entre las nubes hay nubarrones, así como también entre las estrellas hay luceros. Tanto en el bien como en el mal, tanto en la dicha como en el tormento, el alma humana ve siempre un más allá, un abismo más profundo que todos los abismos, un cielo más alto que todos los cielos. El mundo sin límites de lo infinito es la verdadera patria del hombre.

     El Templario consideraba loco al infeliz condenado, porque en sus furiosos arrebatos demandaba al cielo la fuerza suficiente para desmoronar los muros de su tumba.

     Y con ademán delirante comenzaba a sacudir fuertemente los hierros de la reja, hasta que, jadeando y maldiciendo su impotencia, caía en el fangoso piso de aquella especie de ataúd infecto.

     Jamás la esperanza le había abandonado, y siempre aguardaba que de un momento a otro llegase el de su libertad. Esta fe tan viva en el porvenir le había dado fuerza sobrehumana para resistir sus desdichas. Dios ha permitido que el que cree y espera sea más fuerte que el que no abriga fe ni esperanza.

     Pero con una gran actividad intelectual, sepultada entre tinieblas, no podía hacer otra cosa sino entregarse a sus delirios. La vida sólo se completa con el espectáculo del Universo, causa ocasional, aura fecundante que hace florecer la verdad con toda su plenitud en los espacios luminosos del pensamiento.

     -¡No! ¡No! -exclamaba-. No es un sueño, no es un delirio… Yo he visto en esta noche interminable, yo he visto aparecer una figura blanca con una luz en la mano; me ha hablado, me ha prometido la libertad… ¡Oh! ¡La libertad!…

     Mientras que el triste prisionero deliraba con esta mágica palabra, el feroz Castiglione se dirigía a su aposento por el mismo camino que antes le hemos visto llegar adonde gemía el emparedado.

     Ya hemos hecho notar que cuando Castiglione pasó por la puerta, sobre la cual se veía la monstruosa cabeza del bafomet, se alejó de aquel sitio con rápida planta y ademán temeroso.

     Ahora, cuando de nuevo volvió a pasar por allí, exhaló un terrible grito, que resonó siniestramente en aquel 1úgubre sótano.

     El Templario permaneció inmóvil, apoyado contra el muro, lívido el semblante y con todas las muestras del más helado terror, que se retrataba en su mirada atónita.

     La misteriosa puerta acababa de abrirse, dando paso a una figura vestida con un hábito blanco. Su aspecto era extraño, pasmoso, sobrenatural. Llevaba los ojos fijos al frente, el andar firme y recto, y en toda su actitud se revelaba una especie de extático arrobamiento.

     Pero lo que más llamaba la atención era que el misterioso fantasma llevaba en la mano derecha su misma mano izquierda, que, al parecer, le habían cortado por la muñeca mucho tiempo hacía. A lo menos así podía creerse, a juzgar por el tronco del brazo izquierdo, que llevaba descubierto y horriblemente mutilado.

     Verdaderamente era terrible el espectáculo que presentaba aquella mano separada del tronco y cuyos dedos estaban rígidos y extremadamente apartados unos de otros. Aquella mano parecía señalar a Castiglione, como la víctima a su verdugo.

     El calabrés, helado de terror, murmuró con voz desfallecida:

     -¡Aún vive!… ¡No! ¡No!… Es que ha salido de las profundidades del infierno para maldecirme… ¿El infierno?… ¡Locura y mentira!      Y el italiano se pasó la mano por la frente como para arrancarse sus lúgubres pensamientos, y prorrumpió en una carcajada febril, procurando tranquilizarse; pero, a pesar suyo, el remordimiento le roía las entrañas y la temerosa fantasía le presentaba delante mil horrendas visiones.

     El blanco fantasma se perdió en la lobreguez del subterráneo, mientras que el estupor tenía como encadenado a Castiglione.

     Al cabo de mucho tiempo, el Templario se alejó de allí con paso lento y vacilante.

     Luego, nada más se oyó, sino aquel ruido acompasado, como el de una péndola, ruido terrible, que servía para marcar el tiempo en aquel mundo de tinieblas, donde yacía el triste emparedado.

     Cada gota de agua apagaba un latido de su corazón.

Capítulo II

Donde se ve que los fantasmas hablan con notable discreción

     Hemos dicho que el castillo situado en la cumbre del monte tenía comunicaciones subterráneas con la misteriosa torre habitada por el disforme cuanto feroz italiano. En este castillo solía residir gran parte del año el maestre provincial de la orden de los Templarios en Castilla.

     Cuando el maestre no habitaba en aquel castillo, no por eso dejaba éste de estar completamente guarnecido y pertrechado con arreglo a todos los recursos militares que en la época se conocían, pues debe tenerse entendido que jamás milicia alguna ha demostrado tanto valor y destreza en las armas, como la orden de los Caballeros Templarios.

     Frecuentemente en las casas o encomiendas de los caballeros del Templo se acostumbraba a admitir algunos otros caballeros que, según la expresión de la regla, iban a servir de por tiempo, llevando sus armas y caballos y todo lo demás necesario para prestar convenientemente sus servicios. Estos agregados estaban en un todo sujetos a las órdenes de los maestres y comendadores, y vivían como los caballeros profesos hasta tanto que, concluido su empeño volvían otra vez a sus tierras y castillos como señores particulares.

     Además de estos hidalgos, que en Aragón llamaban infanzones, había en las casas de los Templarios otra clase de soldados, que servían como de escuderos o pajes. Era condición precisa que los tales soldados vistiesen el hábito negro, a diferencia de los caballeros profesos, que le usaban blanco y con el distintivo de la cruz roja, campeando sobre el pecho. Por lo demás, la orden abastecía de todo lo necesario a estos servidores que entre los Templarios se denominaban armigueros y también armigazos.

     La noche se encontraba ya muy avanzada. Ni una estrella brillaba en el firmamento, encapotado por negros nubarrones, que pesaban sobre la tierra como una losa de mármol negro sobre una tumba. Corría un viento frío que a cada instante traía en sus alas el rumor de algunos truenos lejanos. De vez en cuando la luz fosfórica y azulada de los relámpagos hendía los espacios. A este pálido fulgor, los centinelas que se hallaban en la plataforma del castillo vislumbraban el monte, la torre y la iglesia, como fantásticos edificios que su imaginación les pintase en sueños. Después todo volvía a quedar sumergido en las más profundas tinieblas.

     Aquella noche, ya muy tarde, habían regresado todos los caballeros de la Encomienda después de haber hecho algunas correrías por tierra de moros, con los cuales acababan de tener un encuentro asaz encarnizado. Así, pues, todos los caballeros estaban recogidos en sus lechos y entregados al descanso, del cual harto necesitaban. Solamente velaban en el castillo el comendador, las varias centinelas que recorrían los muros y el vigía de la torre principal.

     Envuelto en su manto, empuñada su pica, paseándose por la plataforma y murmurando una oración se hallaba un joven armiguero contemplando el formidable a la par que magnífico espectáculo, que la tempestad rugiente le ofrecía.

     De repente el centinela quedose inmóvil.

     En el extremo opuesto de la plataforma distinguió un hombre, que con precipitado paso se le acercaba. El centinela requirió su pica, y con marcial acento preguntó:

     -¿Quién va?      -¿No me conoces?      ¡Fortún!      -Querido Jimeno, vengo a buscarte para que te convenzas de que digo verdad.

     -A fe que eres testarudo como buen aragonés. ¿Todavía estás en tus trece?      -Y lo estoy con mucha razón.

     -Pero ¿querrás hacerme creer en visiones?      -Yo no quiero que creas sino a tus propios ojos.

     -Solamente a ese testimonio irrecusable pudiera yo dar crédito.

     -Pues en ese caso, muy pronto has de creer en el fantasma blanco.

     -¿Qué quieres decir?      -Digo que esta misma noche has de ver la aparición como yo la he visto.

     -¿En dónde?      -Hará cosa de una hora, que yo me encontraba en el patio del castillo, cuando de pronto distinguí a lo lejos la figura blanca, que cruzaba rápida como una exhalación.

     -Y tú ¿qué hiciste?      -¿Qué había de hacer? Santiguarme y rezar un Paternoster y un Ave María.

     -¿Y estás seguro de que no es un antojo de tu imaginación?      -¡Cuerpo de Cristo! ¿Me tomas acaso por una dueña? Ya sabes que en más de una ocasión me han cosido el pellejo agujereado por las lanzas de los moros, y que en llegándoseme a atufar el ventisquero, soy muy capaz de enristrar con una legión de demonios, si es que se atreven a ponerse delante de mí en los momentos en que me toma la ira.

     - ¡Cáspita! Cualquiera que te oyese pensaría que eres un Bernardo del Carpio, según te muestras alentado y brioso en las palabras.

     -Y en los hechos, -gritó colérico Fortún.

     Jimeno, que era un mozo muy vivaracho, de mucho ingenio y un sí es no es zumbón, se le rió en las barbas a su compañero, dándole matraca acerca de su credulidad y superstición, que le hacía tener por cosa averiguada e innegable la existencia de los fantasmas.

     No poco mohíno escuchaba Fortún los donaires de su amigo el picaresco Jimeno, quien, a la cuenta, tenía muy malas tragaderas para esto de creer en aparecidos. Era, además, Jimeno de muy buena índole, muy sabido, y se preciaba de hacer las mejores y mas tiernas trovas que jamás cantaron escuderos y pajecillos. A mayor abundamiento, nuestro joven tenía la habilidad de cantar sus endechas con inimitable gracia y expresión, acompañándose con su bandolín, instrumento que sabía tañer como el más pintado trovador de Provenza.

     Apenas rayaba el mancebo en los diecisiete años: pero era alto como un roble, encendido como una rosa, valiente como un Orlando, alegre y jovial como unas carnestolendas, decidor y travieso como estudiante en vacaciones y apuesto y bien ceñido como mantenedor en justas.

     El joven armiguero era huérfano, o, por mejor decir, jamás había conocido a los que le dieron el ser. De niño, nunca había reclinado su blonda cabellera en el regazo maternal; nunca los amorosos labios de una madre habían enjugado las lágrimas que corrían de sus lindos ojos negros. Ya hombre, tampoco había gustado las caricias de un hermano, ni habían resonado en su oído los sabios consejos de un padre, que, como luciente faro, suelen servirnos de guía y norte en el mar proceloso de la vida.

     -Así es que el mancebo, en medio de su jovialidad y gracias casi infantiles, solía alguna vez entristecerse al pensar en su destino adverso, que le había arrojado en este mundo desde las tinieblas de un origen desconocido. El cielo le había negado hasta lo que concede a las fieras y a las aves del bosque, las cuales, ya en sus guaridas, ya en sus nidos, rugen de gozo y trillan de alegría al reconocer a sus padres. La leona amamanta a sus cachorros, y el águila altanera con amoroso pico lleva el apetecido alimento a sus polluelos, que aletean de júbilo y gratitud. Pero al infeliz Jimeno lo había criado una cabra en una choza de pastores, quienes lo habían recogido por caridad al verlo expuesto a la clemencia divina dentro de una cesta, pendiente de un árbol, junto a un camino. ¡Pobre niño abandonado!      Tres años hacía que lo habían recibido en la encomienda en calidad de armiguero, y ya en más de una ocasión había mostrado en las morunas lides incomparable bravura, por lo cual era muy estimado de todos los caballeros, y más particularmente del comendador don Diego de Guzmán.

     Por fortuna el gallardo trovador (así le llamaban sus compañeros) se hallaba ahora en esa edad deliciosa, en ese período encantador, en esa aurora brillante de la vida, en que el espíritu juvenil sólo descubre en el horizonte nacarados celajes o radiosas nubes de azul, de oro y de púrpura. Así, pues, los pensamientos de dolor pasaban por el alma de Jimeno ligeros y fugitivos, como los bajeles por la superficie de los mares. Muy pronto volvía a recobrar su jovialidad nativa, encontrando un alivio a sus pesares, ya en el espectáculo de la naturaleza, fuente inagotable de dulcísimas emociones, ya pulsando el bandolín y entonando los armoniosos cantares que él mismo componía. Jimeno era poeta y había recibido del cielo las más bellas flores que existen sobre la tierra, la imaginación y el sentimiento, flores ¡ay! cuyo aroma es con frecuencia funesto para el mismo que lo posee. Los trinos de las aves canoras suelen servir de gula a las mortíferas saetas del cazador.

     Con los ligeros apuntes biográficos que preceden, ya comprenderá fácilmente el lector la inmensa superioridad de Jimeno sobre su compañero Fortún, hombre de buena índole, de valor temerario y cristiano viejo, pero de inteligencia ruda y nada cultivada, en tanto que el trovador hurtaba a las fatigas militares todo el tiempo que le era posible, sin menoscabo de sus deberes, para entregarse a la lectura de los poetas lemosinos y de las obras de Aristóteles, filósofo que, en la edad media, puede decirse que casi reinó despóticamente en las escuelas.

     -Vamos, hombre, no te enfades, -dijo, por último, Jimeno-; pero ya ves que nada de extraño tendría el que, si hoy has ido a la aldea, esta noche veas fantasmas y aun candiles.

     Y Jimeno prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

     -Anda al diablo que te entienda, -murmuró Fortún amostazado.

     -Pues es muy fácil entenderme.

     -¿Qué tiene que ver la aldea con las visiones?      -Tiene más estrecha relación de lo que te imaginas. Como es natural, hoy habrás visto a la Majuelo, que, según otras veces te he oído decir, tiene un mosto resucitador, y yo he observado que siempre que vas a la aldea, por la noche tienes visiones, lo cual me prueba que son los humos de tu embriaguez los que tú tomas por aparecidos de carne y hueso.

     ¡Ira de Dios! Que ya estás cansado y asaz importuno con tus incrédulas agudezas, y que parece que te empeñas en desconocer mi gran capacidad para comer y beber. Aun cuando yo apurase todas las tinajas de la Majuelo, yo te juro y te conjuro que no por eso había de ver ni candiles ni fantasmas, y que ni aun siquiera mis pies habían de dar un mal paso. Pero no perdamos tiempo, pues esta noche me he propuesto convencerte de la verdad de mis noticias, y el corazón me dice que tú, que tienes más magín que yo, has de descubrir por este medio grandes cosas.

     El acento de gravedad y convicción, que revelaban las palabras de Fortún, no pudo menos de impresionar vivamente el ánimo de Jimeno, quien presintió que en aquella aventura se le habían de hacer grandes revelaciones. De pronto se vio acosado por una curiosidad impaciente y calenturienta, y se le hacía tarde el profundizar aquel misterio, que hasta entonces había tenido por vano ensueño de la simplicidad de su compañero.

     Luego dijo el trovador:

     -Pero si ya esta noche ha aparecido la sombra, ¿cómo quieres que volvamos a verla?      -Me parece haberte dicho, y si no te lo digo ahora, que muchas noches el fantasma aparece dos veces.

     -El caso es que yo no puedo separarme de aquí.

     -Muy pronto va a dar la una, y entonces serás relevado.

     -¡Oh! Ya estoy impaciente porque llegue la hora del relevo. ¡Hace una noche horrorosa!      -Y un frío insoportable.

     -La tempestad va en aumento.

     -¡Jesús, María y José!, -exclamó santiguándose Fortún, a quien acababa de deslumbrar un tremendo y súbito relámpago.

     Durante algunos minutos los dos religiosos armigueros permanecieron mudos, contemplando el cielo, encapotado por negros nubarrones, que en mil caprichosas y fantásticas figuras arremolinaba el huracán por la vaga región de los espacios.

     Al cabo Fortún dijo:

     -¿Conque me prometes venir luego?      -¿Adónde?      -Al segundo patio, junto al huerto, por cuya puerta es muy probable que vuelva a aparecer la sombra después de la una.

     -Pues bien; te prometo ir, pero antes quisiera que me respondieses a lo que voy a preguntarte.

     -Pues pregunta.

     -¿Tú le has hablado al fantasma alguna vez?      -¡Jesús! ¡Pues no faltaba más! No me he metido nunca en esos ruidos.

     -Y la aparición, ¿no te ha dicho nada?      -Pues qué, ¿hablan los duendes?      -Déjate de simplezas. ¿Es posible que creas que los espíritus se aparecen así?      Lo creo hasta el punto de jurarlo. ¿Y tú?      -Yo, supuesto que tú tan de veras lo afirmas, creo en la aparición, pero niego que sea un ser sobrenatural.

     -Pues entonces, ¿quién quieres que sea?      -Un hombre.

     -Me parece que tiene el semblante de mujer.

     -Pues bien, en ese caso ya ves que tengo razón.

     -Sin embargo, lleva un hábito blanco con la cruz roja sobre el lado izquierdo, y esto me pone en dudas, es decir, que aumenta la probabilidad de que sea un hombre o un espíritu, que toma la figura de caballero Templario.

     -Vamos, no seas impertinente; la cuestión es que ese fantasma no puede menos de ser una persona humana.

     -Pues en ese caso es muda; porque yo una noche, haciendo la señal de la cruz, me aventuré a preguntarle que me dijese de parte de Dios quién era, y siguió su camino, haciendo oídos de mercader, sin mirarme tan siquiera.

     En esto se oyeron pasos en la escalera de la torre.

     -Ahora van a relevarte. ¡Adiós! Ya sabes en dónde te aguardo.

     -Pues descuida, que luego iré yo a buscarte.

     Fortún desapareció rápidamente, y pocos momentos después, el trovador fue relevado de su centinela y se encaminó al punto en donde Fortún le aguardaba.

     La casa de aquella Encomienda era de una extensión considerable, supuesto que no tan sólo era un castillo, sino también un convento que contenía en su recinto numerosas celdas para caballeros y armigazos, hermosos picaderos, amplias caballerizas, bien surtidas armerías, fructíferas huertas y amenos jardines.

     El sitio por donde, según Fortún, solía aparecer el fantasma, era uno de los lugares más apartados y solitarios de aquel edificio. Sin embargo, el trovador no vaciló un instante para ir en busca de su compañero.

     Como ya la noche estaba muy avanzada, todo yacía sumergido en el más profundo silencio y soledad, cuyo pavor aumentaban el relámpago, el trueno y la lluvia, que caía a torrentes.

     Al llegar Jimeno al segundo patio, descubrió en lontananza tres bultos negros, uno de los cuales le salió al encuentro. El trovador reconoció al fin a Fortún, a quien preguntó:

     -¿Quiénes son esos hombres?      -Dos de nuestros compañeros, Alfonso y Beltrán      -¿Y para qué les has hecho venir?      -¿Quieres que te diga la verdad? Estoy ya tan cansado de ver todas las noches al fantasma y que luego me digan que deliro, que he determinado el salir de una vez de dudas, para lo cual os he llamado a todos a ver si ahora, que se juntan ocho ojos, miran y ven lo mismo que todas las noches están viendo mis ojos pecadores, porque si más tiempo continúo, de esta manera, estoy seguro de perder el seso.

     Aquí llegaba el atortolado Fortún, cuando se le reunieron Alfonso y Beltrán.

     -¿Has visto el convite que nos ha hecho nuestro ínclito Fortún? -dijo Alfonso, a quien llamaban el Estudiante, porque primero había pensado seguir la carrera de la Iglesia.

     -Nos ha convidado para ver un duende,-añadió Beltrán.

     -Es un espectáculo como otro cualquiera, -dijo Fortún.

     -Y mucho mejor que cualquiera otro,-observó el trovador.

     -Pero noto que nos estamos mojando como unos imbéciles.

     -Pues vámonos al huerto.

     -No lo creo muy acertado, pues quien se mete debajo de hoja, dos veces se moja.

     -Pues nos iremos al dintel de la puerta.

     -Eso me parece más conveniente por muchos motivos.

     -¿Y cuáles son?      -Además de no mojarnos, tendremos así mayores probabilidades de ver al fantasma, supuesto que tiene que pasar muy cerca de este sitio.

     ¿Te lo ha mandado a decir?      -Es su camino acostumbrado.

     -Tú te vas a volver loco con el fantasma.

     -No piensa en otra cosa.

     -Y al fin no será más que un antojo de su imaginación.

     -Pues, mirad, mirad… ¿Y ahora?… ¿Qué decís?      -¡Santos cielos!      -¡Qué horror!      -¡Quién lo pensara!      A estas exclamaciones siguió el más completo estupor de parte de aquellos jóvenes incrédulos.

     Fortún, aunque tenía mucho miedo, casi lo daba por bien empleado, y hasta miraba al fantasma blanco con cierta expresión de gratitud, porque parecía haber escuchado sus votos, acudiendo a aquel sitio para confundir y aterrar a sus compañeros.

     Sin duda alguna el amor propio de Fortún se hallaba excesivamente halagado por el triunfo que la aparición le proporcionaba, saliendo en las altas horas de aquella noche tempestuosa, precisamente en el momento mismo en que sus compañeros con más empeño y con más apariencia de razón le tachaban de visionario.

     La impresión que la blanca figura produjo en los cuatro armigueros fue inexplicable.

     Contra su costumbre, el fantasma, a cierta distancia, permaneció inmóvil y clavó sus ojos con extraordinaria tenacidad sobre el gallardo Jimeno. Este, por su parte, no dejaba de contemplar con extrañeza, y hasta con terror a aquel ser misterioso que, al parecer, le miraba con particular interés y preferencia.

     Algún tanto recobrados los armigueros de su primera turbación, notaron que la blanca figura extendió su brazo derecho, y con un ademán solemne hizo seña a Jimeno de que le siguiese o se le acercase.

     -¿Has visto? -dijo Beltrán.

     -¡Pardiez! -exclamó Alfonso-. ¡La aparición te llama!      -¡A ti, Jimeno! -exclamó Fortún-. ¿No te lo decía yo? ¡Mis presentimientos se han realizado!      El trovador se hallaba en un estado difícil de explicar, pero muy fácil de concebir. Una curiosidad calenturienta, una simpatía misteriosa, una fuerza de atracción irresistible se había apoderado del gallardo Jimeno al contemplar aquella figura melancólica y extraña. Diríase que aquel ser extraordinario, quebrantando la losa de su tumba, se había escapado de la negra región de la muerte para presentarse a los mortales en el silencio de la oscura noche, arrastrando su blanca y lúgubre mortaja.

     Por tres veces el misterioso personaje repitió su llamamiento con un ademán soberanamente imperioso.

     En seguida la blanca figura comenzó a andar hacia un extremo del huerto, poblado de frondosos altos árboles.

     El trovador trató de seguir al fantasma con valerosa resolución; empero sus compañeros intentaron oponerse a su designio. Jimeno los rechazó, diciendo:

     -Yo he de seguir a ese ser misterioso sin que nada pueda contrariar mi propósito; aun cuando supiera que mil veces había de perder mil vidas que tuviera. Ora sea una emanación de los infiernos, ora sea un perfume del paraíso, ángel o demonio, yo quiero que ese ser me manifieste el negro arcano de su existencia y de su aparición en estos lugares; yo le hablaré, yo le arrancaré su mortaja y le escupiré en la frente o me prosternaré en su presencia, según mi entendimiento descubra que es un genio del mal o del bien; y supuesto que él me llama, allá voy.

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