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Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 10)



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     Por último divisó a la derecha el castillo de Alconetar y a la izquierda las torres de la bailía, veladas por la niebla. Al mismo tiempo llegaron a su oído los ecos, ya fuertemente sonoros, ya vagos y espirantes, de las campanas del convento de Nuestra Señora de la Luz. Era la hora de vísperas, y las vírgenes del Señor entornaban en el coro no solamente sus oraciones vespertinas, sino que también habían añadido el Magnificat a causa de la furiosa tormenta.

     Ocurriole una idea a Jimeno. Bajo la mística impresión en que se hallaba su espíritu, no pudo permanecer insensible al aspecto del monasterio y al melancólico tañido de las campanas, que se perdía en la llanura como una voz del cielo que convidaba a la oración a los hijos de la tierra. Un amor inocente y puro acrisola el alma que le recibe. Los sentimientos religiosos no son más que amor limpio de las fragilidades terrenas. El que sea capaz de sentir una pasión noble y profunda, de seguro que no podrá ser nunca un impío. Alma candorosa y apasionada, el buen Jimeno era todo amor, y en la situación en que se encontraba, no podía menos de tributar adoración y gratitud al constante dispensador de todos los beneficios, al que había libertado a su padre, casi milagrosamente, de su horrible emparedamiento.

     Jimeno, pues, dirigiose rápidamente hacia la aldea, con intento de orar en la iglesia de Nuestra Señora de la Luz; pero a los pocos pasos se detuvo, mirando atentamente a un caballero que le salía al encuentro.

     -¡Pardiez!… ¿Eres tú, o eres alma del otro mundo? -exclamó con grande asombro el desconocido, deteniendo su caballo.

     -Yo soy. ¿No me ves?      -Deja que me convenza de que no eres una sombra.

     Y así diciendo, el desconocido se aproximó a Jimeno y comenzó a palparle, como si aún temiera que fuese una visión.

     -Apuesto, -dijo el trovador-, a que vienes de casa de la Majuelo, amigo Fortún.

     -No será el hijo de mi padre quien te apueste, en contrario. Con ese talento que Dios te ha dado, todo lo adivinas.

     -Para adivinarlo no se necesita talento, pues basta y sobra con tener narices.

     -Vamos. ¿Querrás tal vez convencerme de que estoy… contento? Pues mira, ha sido un compromiso… Ya sabes que la Majuelo es aragonesa y se imagina que es parienta de un medio pariente de mi padre, y con este motivo siempre que me ve se empeña en convidarme… ¡Verás!… Hoy, cuando caía el chubasco más grande, quiso el cielo que me encontrase en su casa, y de allí vengo, verdaderamente… Pues, señor, figúrate que comienza a relampaguear y a tronar como si fuera acabamiento de mundo… ¡Jesús! La tía Majuelo comenzó a persignarse muy de prisa, muy de prisa… y luego comenzó a rezar muy despacio, muy despacio… Mira, vamos allá, que lo vas a catar, hombre.

     Y así diciendo, el armiguero Fortún hizo un movimiento para volver hacia la aldea, instando a Jimeno para que hiciese lo mismo.

     -Precisamente voy a la aldea, -respondió el poeta, visiblemente disgustado de este encuentro que le había contrariado su proyecto. La oración, como el dolor y como el amor, anhelan la soledad y el misterio.

     -¿Y adónde… es decir, qué pensabas hacer en la aldea?      -Te lo voy a decir francamente, Fortún. Pienso ir a la iglesia de Nuestra Señora de la Luz a rezar una salve.

     -¡Muy bien! A mí con mucha frecuencia se me ocurre hacer otro tanto, y cuando a uno le coge en medio del campo una tormenta, no le queda otro remedio sino rezar… ¡Voto a bríos!      -¿Y quién te ha enviado hoy a la aldea? -preguntó a su vez Jimeno.

     -Tú has sido la causa.

     -¿Cómo?      -Ya te lo explicaré… Lo menos pensabas que había venido no más que por visitar a la Majuelo… lo estoy leyendo en tus ojos; pero ya te convencerás que la amistad que te profeso ha sido la causa de todo…

     -Vamos, acaba.

     -Te voy a parecer pesado; pero el orden de los hechos exige que te lo cuente todo como te lo iba contando… Estábamos… ¡eso es! estábamos en que la Majuelo rezaba durante la tormenta. Afortunadamente tenía a mis pies un gigantesco jarro de lo más añejo. Pues bien, mientras que la vieja rezaba, yo no me iba a estar ocioso. Ella hilaba rezando, en voz alta; yo bebía rezando, en voz baja. La ociosidad es madre de todos los vicios. Así, cada cual estaba ocupado honradamente en su quehacer. ¿No te ha venido nunca a las mientes beber en un día de tormenta? Pues es un verdadero placer, un pasatiempo muy delicioso. ¿Hay cosa más grata que oír tronar y llover, y mientras, todo el mundo se moja, estar al abrigo del agua humedeciéndose el tragadero con vino? Una cosa hay algo semejante a ésta, y es dormirse en buena cama al ruido de la tempestad…

     -Pero ¿acabarás de contarme por qué hoy has venido a la aldea?      -Voy al caso. Aún no había concluido de trasegar mi jarro entre pecho y espalda, cuando llama a la puerta de la tía Majuelo. En seguida oí una voz que decía: «Tened cuenta con este caballo…» Aquella voz me hizo temblar como un azogado, el sobrino de la Majuelo tomó las riendas del corcel, y en seguida oí el ruido de las espuelas del caballero que se alejaba. Salto ligero como un corzo, me asomo a la puerta, y vi a nuestro hombre que entraba muy rebozado en su capa en el convento de Nuestra Señora de la Luz. Aunque él iba disfrazado, le había conocido por el metal de la voz.

     -¡Disfrazado!      -Sí, no llevaba el manto…

     -Pero ¿quién era él?      -Según todas las apariencias, un caballero cualquiera; pero yo reconocí en él al señor procurador de la bailía.

     -¡A Castiglione!      -Al mismo que viste y calza.

     -¿Y qué iría a hacer en el convento?      -Eso es lo que yo no puedo adivinar.

     Jimeno se quedó muy pensativo. Luego su deseo de ir a la iglesia se hizo más vehemente todavía que antes. El poeta se fiaba mucho de sus presentimientos; así es que no podía menos de mirar como un aviso del cielo aquel deseo vehementísimo que de pronto había experimentado por ir al convento. Resolvió, pues, partir al punto, supuesto que el fantasma blanco le había recomendado con mucha eficacia que no perdiese de vista ni un solo instante al italiano.

     Y como para Jimeno el misterioso Templario era una especie de semidiós, un ser casi sobrenatural, comprendió que muy poderosas razones debían existir para que se le hubiese dado aquella orden tan terminante.

     -Apenas se ausentó don Matías, -continuó Fortún-, determiné salir de casa de la Majuelo; pues ya sabes que nos está prohibido muy rigorosamente entrar en donde se vende vino, y que más de una vez me ha producido serios disgustos este parentesco que dice la Majuelo tener con mi padre; mas cuando ya pensaba salir de la taberna, temiendo que por arte del diablo llegasen a verme, hete aquí que otra vez sonaron las espuelas de nuestro caballero, alargo unas monedas al sobrino de la tabernera por el servicio que le había prestado, montó a caballo desapareció como un torbellino.

     -Pues oye, Fortún, yo voy a la aldea; luego nos veremos y hablaremos más despacio.

     -En efecto, conviene cuanto antes quitarnos del camino, porque va a descargar muy pronto un gran nublado. Pero quiere decir que te acompañaré, haces tu oración, que es lo primero, después descansaremos un rato en casa de mi parienta, y en seguida nos volveremos juntos. Así como así, en la Encomienda no hago gran falta.

     -Pues en marcha.

     -¡Hola! ¡Qué magnifico caballo te has echado! ¿No digo yo? Tú eres un príncipe disfrazado por lo menos… Tu caballo de guerra está en la bailía; por cierto que yo lo he cuidado durante tu ausencia…

¡Y ahora te vienes con un corcel que vale media ciudad!… Tu desaparición ha dado mucho que decir, y por eso al verte ha sido tanta mi sorpresa… Yo creo verdaderamente que te ha hechizado el fantasma.

     -¿Estás en ti?      -¡Vaya si lo estoy! ¿Te acuerdas de aquella noche que comenzó a hablarte el duende? Cuando luego fuimos por los subterráneos de la armería a buscarte, y después te apareciste a nuestras espaldas, manifestaste con la mayor sangre fría que todo había sido ilusión de nuestros sentidos…

     -¿Y no fue así? -preguntó Jimeno impasible.

     Fortún clavó una mirada inexplicable en su compañero. Parecía como si creyese que Jimeno había perdido el juicio. Después que le estuvo contemplando atentamente, Fortún dijo al fin:

     -¿Tu te has imaginado quizás que somos algunos bolos?… Aquella noche nos dejaste por embusteros o supersticiosos delante del comendador don Diego, y nosotros callamos; pero he aquí lo que tú no nos agradeces.

     -¿Por qué os debo yo gratitud?      -¡Por qué! ¿Y lo preguntas? Ha llegado el caso de que hoy hablemos con franqueza… ¿Acaso no has conocido que si nosotros hemos guardado profundo silencio, ha sido sólo porque hemos comprendido que tú tenías grande interés en que no se hablase más acerca de tu aventura? Yo bien sé que tú tienes mucho más magín que todos nosotros juntos, y que alguna cosa traes entre manos con el fantasma… ¿Quién sabe? Lo que te suplico es que no te dejes seducir, y que por si acaso en todo este entruchado hay algo de maleficio, procures llevar siempre contigo una cruz y un escapulario.

     Sonriose Jimeno.

     -Ahora bien, -continuó Fortún-, como anoche no parecías, se habló mucho de ti en la Encomienda. Ayer sucedieron grandes cosas, y el comendador echó pestes contra ti, manifestando que de sus tres armigueros, tú, que antes eras el más servicial, te habías tornado ahora el más flojo y menos asistente. Si llegas a entrar anoche en la bailía, te ganas un magnífico sermón. Por supuesto que hoy tampoco te escaparás de llevar tu consiguiente reprimenda; pero al fin no será tan sensible, porque es mi señor don Lope de Haro quien está encargado de reñirte.

     -¡Don Lope!      -Como ya va entrado en años, y a más de eso le atormentan unas tenaces cuartanas, no ha permitido don Diego que le siga.

     -¡Se ha ausentado el comendador!      -Esta mañana al romper el día.

     -¡Es posible!      -Como lo estás oyendo.

     -¿Y adónde ha ido?      -Ayer tarde llegaron a la Encomienda el señor de Alconetar y su amigo Álvaro, y, según oí decir, parece que don Guillén entregó unas letras del rey al comendador. Pocos momentos después todos los caballeros estaban ya listos aguardando las órdenes de don Diego. Según he podido traslucir por algunas palabras que he oído a mi señor, los cincuenta caballeros que han salido de Alconetar van a reunirse con otros doscientos y cincuenta que saldrán de las bailías de Córdoba y Sevilla, en donde además aguardan mayor refuerzo de tropas del rey don Sancho. En la Encomienda sólo han quedado doce caballeros y don Lope de Haro, como lugarteniente del comendador.

     -¿Y no ha quedado nadie más? -preguntó Jimeno con voz trémula y pálido semblante.

     -Toda la guarnición ha quedado reducida a veintiséis hombres, es decir, trece caballeros y otros tantos armigueros.

     -¿Y los caballeros franceses?      -Monsieur Federico Molay partió ayer seguido de su comitiva.

     Un rayo que se hubiese desplomado sobre su cabeza no habría aterrado tanto al infeliz Jimeno como aquella funesta noticia. Su desesperación fue tanta, su amargura tan cruel, que entonces comprendió el inapreciable tesoro que había perdido, su sosiego.

     Disimuló, sin embargo, su pena, y sólo se limitó a preguntar:

     -¿Y adónde han ido?      -¿Quiénes? ¿Los franceses o los españoles?      -Unos y otros.

     -Los españoles van a socorrer a Tarifa, que dicen se halla apretadamente cercada por los moros. En cuanto a los franceses, dicen que van a Italia y después a Jerusalén.

     Durante algún tiempo el trovador guardó silencio profundo.

     -¿Y qué dijo don Diego de Guzmán respecto a mi desaparición? -preguntó al fin.

     -Hizo mil comentarios y conjeturas, y hasta llegó a sospechar si te habría sucedido alguna desgracia, después que a todos, uno por uno, nos preguntó por ti.

     -¿Y qué le respondisteis?      -Nos guardamos muy bien de decirle nuestras sospechas de que algún negocio con el fantasma te había hecho ausentarte, y que… no era la primera noche que te quedabas fuera de la bailía.

     -Pero eso…

     -Descuida, querido Jimeno, los amigos son para las ocasiones. Nada le revelamos de nuestras sospechas, y nos limitamos a decirle lisa y llanamente que ignorábamos tu paradero.

     El poeta estrechó la mano de Fortún con cariñosa efusión.

     -Como aquella noche de marras oímos ciertas cosas… y nosotros te queremos tanto… en fin, respetamos y respetaremos siempre tu secreto.

     -Francamente, confieso mi delito, Fortún. Tanto a ti como a los demás compañeros los había creído menos discretos y más curiosos…

     -Ahora te convencerás de que no es así.

     -También ahora me complazco en atestiguaros mi gratitud sin límites, y mi estimación a toda prueba.

     En esto llegaron a la aldea.

     -¡Oh! Lo que es hoy se va a ganar la Majuelo dos magníficas visitas… ¡Ah! ¡Se me olvidaba!      -¿El qué?      -Decirte por qué había emprendido este viaje. Como yo sabía la buena amistad que te profesa don Guillén de Lara, dije para mi capote: Jimeno quizás se haya ido a pasar la noche en compañía de sus amigos, para echar buenos párrafos sobre trovas y libros; tal vez lo encuentre en el castillo de don Guillén. He aquí la idea que me hizo salir esta mañana en tu busca. Llegué al castillo, pregunté por ti y me dijeron que no te habían visto. Entonces comencé a creer que te habías perdido como un muchacho de tres años. ¡Si vieras qué pena me causó el no encontrarte!… Al fin, como llovía a cántaros, como ahora, dije: «Pues vamos a ver a la Majuelo».

     -Créeme, Fortún, que te agradezco en el alma el interés que por mí te tomas.

     -¡Bah! Eso no merece la pena. Lo mismo harías tú por mí.

     -Sin duda alguna.

     -Y ahora, ¿qué vamos a hacer?      -Yo voy a entrar un rato en la iglesia. Necesito orar. ¿Quieres acompañarme?      -Que te haga buen provecho.

     -Después voy a visitar a don Guillén. ¡Cuántos deseos tenía de verlo!… ¡Unos se van y otros vienen! -añadió el trovador recordando la ausencia de su amada.

     -Pues en casa de la Majuelo te aguardo.

     -Hasta luego.

     -Mira, -dijo Fortún-, los caballos podemos entrarlos en casa de mi parienta.

     -Tienes razón.

     Jimeno echó pie a tierra y abandonó las riendas de su caballo a su compañero, quien se dirigió al templo de Baco, de cuya alegre deidad era ardientemente devoto.

     El trovador, rebozado en su manto, penetró en el templo, en cuyo centro ardía una lámpara que chisporroteaba a causa de la humedad del ambiente. Ni un alma se veía en el sombrío y majestuoso recinto de la iglesia. Solamente se escuchaba el rezo de las monjas en el coro, junto al cual fue a colocarse el mancebo.

     Allí, apoyado contra la reja, inmóvil y ardiendo el alma en religión y amor, fijaba el hermoso Jimeno sus ojos en la imagen de la Virgen. Un momento antes se había creído el más dichoso de los hombres, pensando en que el cielo le había devuelto a su padre y había presentado en su camino una doncella encantadora que había herido su alma de amores.

     Y el triste poeta, al pensar en la desaparición de Amalia, lloró.

     Era, a la verdad, muy cruel mirar tan pronto desvanecido su hermoso sueño. Como la amorosa tortolilla que vuelve al caro nido, y en lugar de sus polluelos encuentra escamosa serpiente que los ha devorado, y en el dolor que la atormenta exhala roncos y tristes arrullos, como si demandara al cielo su tesoro perdido, así también desolado y triste el mancebo no sabía sino suspirar, exhalando la angustia de su alma en una fervorosa plegaria. Ligera tinta de carmín velaba la dulce palidez de su bello semblante, y en las tinieblas de su destino imploraba auxilio a Nuestra Señora de la Luz.

     Arrebatado en un éxtasis divino, que participaba de esa santa tristeza que tanto ennoblece al corazón del hombre, el religioso Jimeno se elevaba hasta el místico y aéreo dosel de la Reina de los Ángeles.

     Pero de pronto le sacó de su arrobamiento un incidente no pensado, que le hizo descender desde la altura como piedra arrojada con fuerza.

     Sonaron las pisadas y el ruido de las espuelas de un caballero que atravesó lentamente la silenciosa nave.

     Jimeno exhaló un ligero grito. El recién llegado era Castiglione, que fue a colocarse junto a un confesonario enfrente de la lámpara, cuyos rojizos y trémulos rayos herían crudamente el rostro disforme del italiano. Este, de vez en cuando, lanzaba una mirada ansiosa hacia la puerta.

     El joven, oculto en la oscuridad, no perdió un solo movimiento de Castiglione, quien, al parecer, se hallaba muy impaciente.

     Al cabo de largo tiempo de espera, hizo un ademán de ira e inquietud, y volvió a salir precipitadamente. Grande fue la sorpresa del armiguero al ver en el templo a Castiglione. Ya le había dado mucho en qué pensar la noticia que le comunicara Fortún, y con lo que ahora había visto, se confirmó en su primera idea de que allí sin duda aguardaba una cita.

     Apenas había formado su plan de espiar todos los pasos de Castiglione, y cuando para llevar a cabo su proyecto se disponía a salir de la iglesia, llamó su atención un bulto negro que con silencioso pie, como la muerte, entraba en el sagrado recinto.

     La negra figura paseó una mirada escrutadora en torno suyo, y durante algunos momentos permaneció inmóvil como suspensa o vacilante en la resolución que debiera adoptar. Súbito se dirigió con paso firme hacia donde se hallaba el mancebo. Sin duda acababa de divisarlo entre las tinieblas.

     Jimeno entonces distinguió que era una beata la que se le acercaba, y procuró cubrirse el rostro todo lo más que pudo con el manto.

     La beata se le aproximó, y le dijo:

     -Dispensad, señor; no he venido antes porque la lluvia me lo ha impedido, y porque además he creído conveniente aguardar a que oscurezca un poco para que no me conozcan en la aldea.

     Y con notable disimulo la vieja entregó un papel a Jimeno.

     La beata, sin decir más palabra, se alejó rápidamente.

     El trovador guardó cuidadosamente aquel billete, muy convencido de que en él se encerraba la solución del enigma que antes había llamado su atención y despertado su curiosidad.

     En un minuto se agolpó a su mente todo un mundo de pensamientos, y la fiebre de la impaciencia le devoraba.

     Su primer movimiento fue lanzarse fuera de la iglesia; pero luego reflexionó que debía dar tiempo a que la vieja se alejase.

     Cuando le pareció que ya había trascurrido el tiempo necesario, salió del templo y se encaminó adonde le aguardaba su compañero. Apenas presentose en la puerta el trovador, cuando apareció Fortún, diciendo atropelladamente:

     -El procurador ha vuelto a venir, y se ha repetido exactamente la misma escena que denantes te he referido.

     -Ya lo sé todo.

     -¿Le has visto quizás?      -¿En dónde?      -En la iglesia.

     -¿Y qué piensas tú de todos estos misterios?      -Que son tales, y que, por lo tanto, no debemos empeñarnos en averiguar lo que no está a nuestro alcance. Lo único que me parece prudente es que al instante marchemos de aquí.

     -Creo que tienes razón.

     -Pues saca los caballos.

     Fortún siguió el consejo de su amigo; éste por su parte no se atrevió a abrir el billete, temeroso de que por acaso Castiglione apareciese y pudiera apercibirse del quid pro quo que acababa de cometer la beata.

     Los dos jóvenes cabalgaron y se dirigieron hacia la Encomienda. Cuando ya estaban muy próximos, Jimeno, que hasta entonces había guardado un tenaz silencio, dijo:

     -¡Voto a Santiago! Con ese maldito encuentro nos hemos atortolado, y no he visitado al señor de Alconetar, a quien tengo muchos deseos y aun necesidad de ver.

     -Mira, Jimeno, yo en tu lugar haría una cosa.

     -¿El qué?      -¿Tienes ganas de sermón?      -¿Qué quieres decir?      -Que en cuanto entres en la bailía, don Lope de Haro te va a echar una severísima reprimenda.

     -Maldita la gana que tengo de oír reconvenciones.

     -Pues en ese caso, como ya va anocheciendo, puedes volverte y hablar con tu amigo sin gran riesgo de que te vean ni te conozcan.

     Jimeno apenas pudo contener su alegría al ver cómo Fortún sencillamente secundaba sus intentos.

     -Pues voy a seguir tu consejo, -dijo.

     -Es lo mejor que puedes hacer.

     -Lo malo es que tengo que regresar muy tarde.

     -Repasata más o menos. De todas maneras no te has de escapar; conque así…

     -Es cosa decidida, -interrumpió Jimeno-. ¡Me voy!      -El cielo te acompañe.

     -Pues hasta luego, querido Fortún.

     -Hasta después, Jimeno.

     El poeta volvió riendas y partió al galope hacia la aldea.

     Cuando se hubo alejado un buen trecho, volvió la cara y se convenció de que Fortún había ya entrado en la bailía.

     Seguro de no ser visto, y dando un pequeño rodeo, clavó los acicates al noble bruto, que se lanzó a una frenética carrera por el camino de Jaraicejo.

Capítulo XXVIII

Desaliento

     Desde la funesta revelación que don Guillén Gómez de Lara tuvo en la fuente, cayó sobre su corazón una losa fría como un sepulcro. La conversación de las zagalas que había sorprendido le hizo conocer el origen de la desaparición de la pérfida cuanto hermosa Elvira.

     Encerrose don Guillén en su castillo, y se disculpó con el rey pretextando que se hallaba gravemente enfermo, por cuya razón no podía regresar a Alcalá de Henares, como había prometido. Y a la verdad que no mentía el noble Lara al decir que estaba enfermo; pues le aquejaba la dolencia más cruel que puede afligir a un mortal. Estaba enfermo del corazón. Había en el dolor de don Guillén algo de terrible y de satánico. Ciertamente que nadie, a excepción de Elvira, le había ofendido; pero el celoso Lara, de bueno y generoso que antes era se había vuelto ahora maligno, rencoroso y cruel para con todo el mundo. Hubiera querido tener en su mano el secreto de envenenar el corazón de todos los hombres de la misma manera que lo estaba el suyo.

     También con el mismo golpe había sido herida otra persona. El triste Álvaro del Olmo afligíase al pensar en la liviandad de Elvira, no porque él hubiera de ser en algún tiempo amado de ella, sino porque adorándola como a una creación divina, Álvaro sentía ver a Elvira mancillada, del mismo modo que sentimos ver la tierra cubierta de crímenes. No porque personalmente le perjudiquen las maldades se aflige el hombre en presencia de ellas, sino porque se mancha el cándido manto de la pureza ideal, porque la fe que tenemos respecto a los demás nos abandona, porque la virtud llora desamparada.

     Durante muchos días ambos amigos permanecieron abismados en sus tristes reflexiones y encerrados obstinadamente en el castillo.

     Una sola persona había sido recibida alguna que otra vez por los dos mancebos. Esta persona era el trovador, a quien trataban sus dos amigos con la mayor ternura y confianza.

     Era una tarde al caer el sol.

     Don Guillén estaba asomado a la ventana de su aposento, y contemplaba extático el bello cuadro que la naturaleza presentaba ante sus ojos.

     Largo rato permaneció en esta actitud, perdido en sus pensamientos como una navecilla en medio del Océano.

     -¡Oh! -exclamó de pronto-. ¡Límpido azul de los cielos! ¡Moribunda luz del sol poniente! ¡Blando murmurio del río! ¡Dulce encanto de la selva! ¡Ronco hervir de los volcanes! ¡Sonante estrépito de los torrentes! ¡Perfumadas flores que engalanáis el manto de la primavera! ¡Antorchas de la noche, fúlgidas estrellas, capitaneadas por la luna! ¡Tempestades bramadoras, magnífica y formidable orquesta del Criador!… ¡Ah! ¿Por qué, a vuestro aspecto, mi alma permanece ahora insensible, como la piedra abandonada en el desierto arenoso? ¿Qué he hecho yo, Dios mío, qué he hecho yo para que aquella fuerza sublime que dentro de mí pensaba y sentía, se haya evaporado como un riquísimo aroma de una vasija destapada? Antes, mi pensamiento se paseaba gozoso por todas las bellezas del universo, como el águila que mide el éter con sus alas, teniendo el sol por corona y los montes y los mares bajo sus plantas… Un dulce y plácido sentimiento se unía a mi existencia. ¡Yo era feliz de ser! Ahora mi espíritu se agita dentro de mi cuerpo, y me atormenta y me punza como si llevase un vestido de espinas… Una soledad espantosa me cerca, la tristeza ha penetrado hasta la médula de mis huesos, un fúnebre crespón cubre toda la naturaleza, el inerte desaliento se ha apoderado de mi espíritu, y ha lanzado sobre mi cabeza una montaña de hielo… ¿Es posible que una mujer encontrada al azar pueda tanto sobre el corazón del hombre? ¿De dónde dimana tan extraña y poderosa influencia? ¡Elvira! ¡Elvira! Yo conozco que eres indigna de mi recuerdo siquiera, cuanto más de mi amor… ¡He aquí los misterios del alma humana! Yo amaba antes al amor mismo, y mi ser abrigaba por la creación entera un sentimiento santo y purísimo, un sentimiento que, como un preciado tesoro, tuve la debilidad de encerrarlo en una mujer indigna y pérfida. Yo no la elegí el acaso la presentó en mi camino, y ella fue el aura fecundante que hizo brotar la flor de mis amores, ella fue el mágico tridente que, como el de Neptuno, embraveció el mar de mis pasiones. Estas existían antes, es verdad; pero no se reconcentraban en un objeto, sino que se esparcían sobre el universo, como la luz y el aire se difunden en la inmensidad del espacio… ¡Poner en ella mi amor fue arrojar al mar mi tesoro! Y ahora, ¿adónde iré? ¡Cuánto valen las primeras impresiones! ¡Un encuentro casual arrastra en pos de sí toda una existencia! ¡Una esperanza desvanecida deja al hombre ciego y triste, como quedaría la tierra si el sol se despeñase en los abismos de la mar!… ¡Oh! El desaliento… El desaliento es la muerte más cruel que puede afligir la vida humana! ¡Es vivir para el dolor! ¡Morir para la alegría!…

     Y el mancebo se enjugó dos lágrimas, que no fue dueño de contener en sus ojos enrojecidos.

     -¡Ira de Dios! -exclamó como avergonzado de su llanto-. ¿Es posible que un acontecimiento semejante haya trastornado mi naturaleza hasta el punto de no conocerme yo mismo? ¿Quién había de pensar que la perfidia de la mujer había de influir tan portentosamente en el alma del hombre? ¡Ah! ¿En esto han venido a parar mis proyectos de perfeccionar cuanto fuese posible mi naturaleza?… Ilusiones!… ¡Maldito sea el refulgente velo de la fascinación que engaña al alma!… ¡Maldito sea el amor, el más grave de todos los pasatiempos, la más dulce de todas las mentiras, la más amarga de todas las verdades! ¡Malditas sean la fe y la esperanza que ponemos en las mujeres!      El noble mancebo exhaló un profundísimo suspiro, y las lágrimas corrían hilo a hilo por sus mejillas. Luego, como cediendo a la agitación que le devoraba, comenzó a pasearse a grandes pasos por el aposento.

     Al fin se detuvo otra vez en el mismo sitio, y volvió a fijar sus miradas melancólicas y errantes sobre las encinas del bosque, cuyas copas aparecían como de oro, suavemente heridas por los moribundos rayos del sol.

     -¡Cómo! -exclamaba-. ¿Cómo tan pronto huisteis, hermosos ensueños de amor? ¿En dónde está el plácido sosiego de mi alma? ¡Ah! Mi ventura fue un brillante meteoro que cruzó rápidamente los espacios, dejando en pos de sí tristeza y oscuridad… Y, sin embargo, ¡infeliz de mí! dos almas habitan dentro de mí mismo, y la una sin cesar propende a separarse de la otra. Por una parte, los movimientos ciegos e impetuosos del sentimiento me encadenan a este mundo, y los sentidos me prometen saborear una a una todas las voluptades de la tierra… ¡Oh, vana esperanza! ¡En lugar de placer sólo he hallado dolor!… En cambio, el espíritu que piensa, sacudiendo violentamente la negra noche de los sentidos, se arroja osado a las regiones de lo infinito….¡Oh! ¿Es posible que en ese espacio magnífico y luminoso que media entre la tierra y el cielo, en donde continuamente se agita un diluvio rutilante de astros, es posible que no habiten sílfidas y espíritus? ¡Genios del aire, venid a mí y arrebatadme en nubes de oro y conducidme a una vida nueva y luminosa donde mi espíritu gigante pueda saciar su hidrópica sed en los ocultos manantiales de la verdad eterna! ¡Cuánto el deseo de saber me devora! ¡Cuánta desesperación me causa la ley fatal de la materia inexorable! ¡Si yo pudiera vencer tantos imposibles! ¡Que no tuviese yo una alfombra encantada, como la de Hussaín, para que me condujese al través de los espacios inmensos!…

     Don Guillén quedó sumergido en una profunda meditación y fijos los ojos en la bóveda azul de los cielos, que ya comenzaba a vestirse de estrellas.

     Aquel espíritu impetuoso, ya que en la tierra había encontrado tan amargas decepciones, se abalanzaba ahora con curiosidad sublime hacia los misterios de la creación, que a sí mismo pretendía descifrarse.

     -¡Cuánto me engañaba! -exclamó el mancebo-. El sentimiento es todo! ¡Esta era mi creencia!… ¡Mentira! ¡Mentira!… Es verdad que el sentimiento se desarrolla siempre paralelo a la inteligencia; pero es preciso confesarlo, la inteligencia va delante. En este momento, ¿no lo estoy experimentando yo mismo? ¡Ah! La aspiración sublime hacia la verdad vale mucho más que el amor. Mas ¿qué digo? Si el vuelo audaz de mi espíritu me complace, ¿no es también porque tributo a la verdad una adoración santa? ¡Siempre el sentimiento! ¡Siempre el amor! Si no adoramos a una mujer, amamos a una idea; si no es a una idea, nos enamoramos hasta de nuestras mismas ilusiones… Se ha dicho que la ilusión es mentira. ¡Qué absurdo! La ilusión es mentira porque no tiene existencia real… ¿Por ventura, no es también naturaleza el interior del hombre? Las ilusiones, pues, son una verdad innegable, a la vez que la actividad más necesaria de la naturaleza humana… Sí, sí, es preciso que yo salga de este letargo que ha paralizado todas las fuerzas de mi pensamiento… La vida del hombre es una peregrinación hacia lo infinito… ¡Y bien! Atravesaré llanuras, salvaré montes, surcaré mares, y después otros montes y otras llanuras… ¡Mi corazón fogoso necesita una actividad sin límites!      Don Guillén quedose abismado en este profundo pensamiento, en el cual se encierra todo el secreto de la insaciable ansiedad de la vida humana.

     El gallardo cuanto afligido joven dejaba ahora volar su imaginación hacia desconocidos horizontes que le prometían nuevos paisajes, pasiones nuevas y diferentes y bellas ilusiones. ¡Este es el gran secreto! Mientras a una ilusión desvanecida pueda reemplazar otra ilusión naciente, ¿quién se atreverá a contrastar el indomable brío, la aspiración constante, el febril arrebato del corazón humano?      El amor, el odio, la venganza, la generosidad, la ambición, la gloria, el placer, la tristeza, la ciencia, todos esos hilos de fuego, en fin, que se anudan y entrelazan, ahogando, afligiendo, recreando y ennobleciendo al hombre, se encerraban en el pecho de don Guillén con increíble fuerza, y trabando en su interior una lucha espantosa y semejante a la del caos antes de que el mágico poder de la palabra divina crease los mundos.

     El señor de Alconetar quería saberlo y gozarlo todo. Espíritu inmenso como e1 Océano, voluntad de bronce, personalidad enérgica, orgullo indomable, don Guillén poseía todos los dones sublimes del genio humano. En cambio, en su altiva independencia se encontraba a un mismo tiempo el germen de su pequeñez y de su grandeza. Aquella criatura poderosa, que encerraba en sí misma de la manera más enérgica todos los elementos de la vida y todas las condiciones del bien y del mal, era una especie de ángel caído, porque, como Luzbel, no reconocía otra ley que los impulsos de su voluntad soberana.

     A la sazón el mancebo aún no tenía conciencia de sí mismo. Intrépido guerrero, mas no veterano, ignoraba él mismo todavía cómo se había de conducir en el fragor de los combates.

     Tal vez aquella primera decepción, la liviandad de la pérfida Elvira, era la que había acumulado sobre el corazón del mancebo tanta amargura, que con ella había para llenar de hiel y de veneno a la humanidad entera.

     Largo rato permaneció el joven sumergido en su meditación, comprendiendo que entre otras cosas necesitaba amar y viajar; pero ¿quién sería el objeto de su amor?      Súbitamente, como para responder a esta secreta pregunta, se abrió la puerta del aposento y apareció una doncella de maravillosa hermosura.

     -¡Blanca! -exclamó don Guillén.

     La candorosa virgen estaba trémula como la azucena agitada por el viento. Su abundante y blonda cabellera caía sobre su ebúrnea espalda como una lluvia de oro, como una brillante aureola. Su angélico semblante revelaba profunda tristeza, que, sin embargo, aumentaba el encanto de aquella beldad divina. La joven iba vestida de blanco y parecía una sacerdotisa de Vesta.

     Don Guillén clavó una mirada escrutadora en la hermosa virgen.

     Y al punto recordó la tierna solicitud de Blanca durante todo el tiempo que él estuvo enfermo de resultas de la herida que recibió en la ventana del jardín de la pérfida Elvira.

     ¡Ah! El ingrato no sospechaba siquiera el dulce, sentimiento que había inspirado a la inocente Blanca.

     Súbito el carmín del pudor tiñó las mejillas, poco antes pálidas, de la enamorada doncella.

     Y haciendo un esfuerzo sobre sí misma, se dispuso a hablar al hermoso caballero.

     -¿Quieres decirme alguna cosa? -preguntó don Guillén.

     En vano la virgen se esforzaba por responder. Durante algunos minutos guardó silencio. La turbación le impedía el uso de la palabra.

     Por último, toda confusa y sonrojada, la joven balbuceó:

     -¿Es cierto, señor, que pensáis ausentaros de España?      -Lo he pensado.

     -¡Oh, Dios!      -Pero todavía ignoro si llevaré a cabo mi pensamiento.

     -¡Si permanecieseis aquí!      -¿Quién te ha dicho mi proyecto de viajar?      -Mi hermano.

     -Justamente he hablado de eso con él y con Jimeno.

     La virgen guardó silencio por algunos instantes. Luego asió la mano del joven y la besó con una expresión de profundo respeto, como pudiera haber besado la mano de un sacerdote.

     Don Guillén no dejaba de admirarse de todo lo que le pasaba.

     -Pues bien, señor, -dijo la joven-, necesito revelaros un secreto…

     Blanca se detuvo.

     -Habla, hermosa niña, habla.

     -Si os ausentáis… tomaré el velo de las vírgenes del Señor en el convento de Nuestra Señora de la Luz… Además, estoy segura de que no vivirá mucho tiempo después de vuestra partida. ¡He aquí todo cuanto tenía que deciros!… ¡Adiós!      Y la virgen, cubriéndose el rostro con ambas manos, ahogó un sollozo y desapareció rápidamente, dejando atónito a Gómez de Lara.

Capítulo XXIX

Las dos copas

     Era por la mañana. Don Guillén, según su costumbre, después de levantarse había ido a pasar revista a sus perros, halcones y caballos. Ordinariamente le acompañaba en esta inspección matutina el buen Pedro Fernández.

     En uno de los patios, en el cual veíase un magnífico picadero, estaba don Guillén haciendo caracolear a un soberbio caballo árabe, que el año anterior le había regalado don Diego de Guzmán. Es de advertir que los Templarios poseían los mejores caballos que en aquella época había en Europa, porque se los enviaban los Templarios de Oriente.

     Después que el joven caballero hizo marchar a su corcel al paso, al trote, al galope, y aun a la carrera, le obligó a saltar y hacer corvetas. Luego entregó el caballo a un palafrenero, felicitando a Pedro Fernández por el buen estado de instrucción y lozanía en que se encontraba el arrogante kochlan.

     Era extremada la habilidad de don Guillén en equitación. Otra persona, a más del palafrenero y Fernández, había sido testigo del gentil donaire con que el mancebo manejara el caballo: Blanca, desde una ventana de la torre principal, no había perdido de vista ni un momento al gallardo y diestro jinete.

     En seguida Lara fue a la perrera. Los fieles animales, acostumbrados a aquella visita diaria, comenzaron a saltar y latir de contento, como si quisiesen saludar a su dueño agradeciéndole la visita. Había allí perros de todas clases, lebreles, perdigueros, sabuesos, galgos, zarceros. En un sitio aparte, y mucho mejor cuidados que los demás, estaban aquellos que amaestrados con más esmero los llaman quitadores. De éstos había uno de cada especie, y formaban como un cuerpo de preferencia.

     Don Guillén había concertado aquel día salir de caza con su amigo Álvaro. Este prefería la caza menor; pero Lara era más aficionado a la montería y volatería. El mancebo, pues, siempre acompañado del inteligente Fernández, fue a revisar las alcándaras, y él mismo cuidó por su mano algunas aves que por su maestría y bravura merecían la predilección de su dueño. En las alcándaras veíanse varias especies de aves cazadoras. Había halcones, gerifaltes, azores, sacres, neblíes, alcotanes y esmerejones. En el mismo sitio se veía también abundante provisión de guantes de gamuza, de capirotes y de otros efectos indispensables para la caza de cetrería.

     Terminada esta requisa, ocupación muy importante para un caballero de aquella época, don Guillén volviose a su aposento, y en el camino se encontró a la hermosa Blanca.

     Esta aparición no sorprendió al joven, supuesto que se verificaba todos los días.

     Sin embargo, la doncella estaba más pálida que de costumbre, y sus hermosos ojos daban muestras de haber llorado.

     Todos los días la joven salía al encuentro del caballero; mas siempre pasaba por su lado rápida y silenciosa. Es verdad que nada había más elocuente que la mirada purísima y suplicante que la amorosa Blanca dirigía al ingrato.

     Aquella mañana no sucedió así.

     Blanca se detuvo delante de don Guillén, que la contemplaba seducido por tan extraordinaria belleza.

     Debemos advertir que ya habían mediado varias conversaciones entre ambos jóvenes, y que don Guillén había hecho ciertas exigencias a la candorosa virgen, exigencias que Blanca había rechazado con indignación. La infeliz lloraba porque amaba con locura al hermoso caballero, y un corazón que ama siempre cede a la irresistible aspiración de su ternura.

     Conocía Blanca la dureza de su amado, y no obstante, su amor parecía crecer con los desdenes. No hemos dicho bien: Lara no se manifestaba desdeñoso; al contrario, trataba a la joven con la más exquisita galantería y hasta con cariño; pero este afecto, en el sentido que don Guillén lo experimentaba, era culpable para él e injurioso para ella. Los más crueles desdenes no habrían mortificado tanto a la doncella como la pasión que don Guillén le había manifestado, por más que esta pasión fuese, como realmente lo era, incontrastable, ciega, volcánica.

     La joven permaneció algunos momentos inmóvil delante de don Guillén.

     Al fin exhaló un profundo suspiro.

     -¿No harás lo que te he suplicado? -preguntó don Guillén.

     -¡Oh! No os burléis de mi amor, -dijo la doncella con timidez y sonriendo melancólicamente.

     -¡Burlarme!      -¡Tened piedad de mí!      -Hablo de veras.

     -¡Señor!      -Ya te he dicho lo que quiero.

     -¿Lo queréis absolutamente?      -Lo exijo.

     -Pero…

     -De lo contrario, creeré que no me amas.

     -¡Que no os amo!… ¡Ah! No digáis semejante blasfemia.

     -Si eso fuera cierto…

     -¿Qué?      -No te opondrías tan tenazmente a mis deseos. Yo no comprendo el amor sino como una completa abnegación. Cuando yo me convenza de que eres capaz de sacrificármelo todo, mi amor será más grande que el tuyo.

     El orgullo egoísta pronunciaba estas palabras sonriéndose.

     El amor desinteresado las escuchaba gimiendo.

     Largo rato estuvo Blanca silenciosa, víctima de una lucha cruel, y con la cabeza inclinada, como el débil tallo de una flor que se doblega al rudo impulso del huracán. El amor de Blanca era el suspiro de las brisas, la luz de una estrella, el perfume de una flor, la melodía inefable de un arpa eolia.

     El amor de don Guillén era un volcán de deseos.

     Cuando Blanca levantó la cabeza, sus ojos estaban inundados de lágrimas y sus mejillas coloradas con el más vivo carmín. La joven clavó una mirada profunda en el hermoso caballero.

     -Pues bien, -dijo Blanca atropelladamente-, supuesto que lo queréis, sea.

     -¿Y cuándo?…

     -Al anochecer os aguardo en mi aposento.

     Blanca desapareció ligera como una mariposa.

     Una sonrisa de triunfo se dibujó en los labios de don Guillén. Este en seguida se ausentó del castillo, acompañado de Álvaro del Olmo, para llevar a cabo su proyectada cacería.

     Llegó por fin la hora de la cita entre Blanca y su amado.

     Álvaro del Olmo se fue, como solía hacerlo muchas noches, a casa de su cuñado el mayordomo de las monjas, con el cual se entretenía jugando a las tablas.

     Don Guillén, devorado por la fiebre de la impaciencia, se dirigió al aposento de la hermosa niña que tan tiernamente le amaba.

     Muellemente reclinada en un sitial, vestida con el más cuidadoso esmero, apoyada la hermosa cabeza en una mano, con una expresión de vaga melancolía, hallábase Blanca en su aposento aguardando al señor del castillo.

     Don Guillén quedó deslumbrado a vista de la maravillosa belleza de Blanca, que le recibió con la más dulce sonrisa.

     La joven se levantó y cerró cuidadosamente la puerta. Nada podía compararse con aquella pequeña estancia, cuyo aspecto seducía y cautivaba la atención más que un suntuoso palacio. ¡Qué atmósfera de candor se respiraba allí! ¡Cuánto orden, qué buen gusto en la colocación de los muebles! Era verdaderamente una taza de plata aquella habitación, en la cual don Guillén pensaba ver realizados los voluptuosos ensueños que le inspiraba la diosa de la hermosura y del amor.

     El aposento se hallaba situado en una galería, y componíase de una salita y de una alcoba, en la cual estaba el lecho de la doncella. La sala tenía una ventana que daba al campo. Sobre el alféizar se veían algunos búcaros con flores, a las cuales era muy aficionada la joven. También había allí una jaula de metal dorado que servía de cárcel a un ruiseñor, cuyos trinos melodiosos eran menos suaves que la voz de su dueña. Un bello rayo de luna penetraba por los vidrios de la ventana, y, como una sonrisa del cielo, venía a iluminar la tersa y nacarada frente de la graciosa y tímida virgen.

     Al observar todo esto, don Guillén pareció muy conmovido; pero lo que más llamó su atención fue una mesa colocada en el centro, y sobre la cual se veían algunas pastas y almíbares, dos copas y una botella. Todo estaba colocado con la más exquisita pulcritud y simetría sobre los manteles de blanquísimo lino.

     Don Guillén comprendió que su amada quería obsequiarle con una ligera refacción, muy oportuna en aquellos momentos en que acababa de llegar de la cacería.

     -Buenas noches, hermosa niña, -dijo Lara-; a fe que estás encantadora.

     -Yo bendigo mi hermosura, si ella acierta a complaceros.

     -¿Quién podrá verte sin adorarte?      Y don Guillén estampó un beso de fuego sobre la nevada frente de la doncella, que se ruborizó como la rosa de mayo.

     -¡Oh! ¡Cuán feliz soy! ¡Decís que me amáis!      -Como las flores al rocío.

     -Y yo también, señor, os adoro con toda mi alma.

     El mancebo permaneció algunos minutos silencioso, contemplando con éxtasis a la hermosa Blanca.

     Al fin rompió su silencio, impetuosamente.

     -¡Ah! -exclamó con voz apasionada-. Por fin será una realidad la ventura suprema que había soñado, la ventura de estrechar contra el tuyo mi corazón y confundir mi alma con la tuya…

     -Deteneos, don Guillén, -dijo la joven apartándose un poco y tomando una actitud entre grave y risueña-. Ante todos cosas es preciso que hagáis honor al banquete que os he prevenido.

     Una llamarada siniestra y rápida como un relámpago brilló en los ojos de la joven. Luego añadió:

     -A la verdad que es muy parca esta cena; pero no es el don lo que debe estimarse, sino la voluntad y la intención de quien lo hace. ¿No es así, señor?      -Sin duda alguna; y en prueba de ello ahora mismo voy a brindar por nuestro amor y por las delicias que esta noche nos promete.

     -¿De veras creéis que vais a ser muy feliz?      -Mi mayor felicidad es estar a tu lado y beber en tus miradas de fuego el néctar calenturiento del amor.

     Y así diciendo, Gómez de Lara se aproximó a la mesa, y llenando de vino una copa, se dispuso a honrar los manjares de Blanca y a celebrar de antemano los placeres que su amoroso delirio le pintaba.

     La joven palideció espantosamente cuando vio a don Guillén tomar la copa; empero antes que éste la hubiese llevado a sus labios, Blanca le detuvo el brazo, diciendo:

     -Aguardad, señor, os suplico.

     -¿Pues no me invitabas a participar de tu convite?      -Sí, sí; pero antes es preciso que hablemos.

     -¿Pues no estábamos hablando de cosas muy lisonjeras, y me interrumpiste?      -Sois muy vivo de genio, señor… Ahora no se trata de cosas lisonjeras.

     Don Guillén miró con extrañeza a la joven, y dejó intacta la copa sobre la mesa.

     -¿Pues de qué se trata? -preguntó frunciendo el ceño.

     Blanca, toda pálida y temblorosa, estuvo a punto de desmayarse al contemplar la expresión soberanamente altiva que había tomado el rostro del señor de Alconetar.

     Pero haciendo un esfuerzo sobrehumano, la doncella se atrevió a decir:

     -Señor, se trata de cosas muy importantes.

     -Se me hace tarde el saberlas.

     -Tened la bondad de tomar asiento.

     -Ya estás complacida.

     -Habéis de saber, señor, que en vuestro castillo he aprendido muchas cosas. Ya sabéis que soy muy amiga de la soledad; ¡ay! la soledad es la única que no interrumpe su silencio para venir a insultar mis dolores. Pues bien, una mañana había subido al torreoncillo que se llama del vigía, desde el cual, como sabéis, se descubre un dilatado horizonte que recrea los ojos y el alma con los variados accidentes de la luz en los edificios, en el monte, en la llanura. Todos los días a la hora del alba me gustaba subir a contemplar tan delicioso paisaje. Desde el torreón divisaba el campanario del convento de Nuestra Señora de la Luz, y al concierto místico de las vírgenes del Señor, que entonaban sus oraciones matutinas en el coro, mezclábanse en el exterior los ecos gozosos de las aves que revolaban en torno de la torre, a la par que bulliciosas bandadas de jilguerillos cruzaban los aires con dirección al río, cuyas riberas se ostentaban a mi vista cubiertas de verdes tarayes avasallados por altos chopos. A la otra parte se veían el convento de los Templarios y las gallardas torres de la Encomienda. Aquí y allá cruzaban algunos caballeros del Templo, que de dos en dos, con su pintoresco traje y cabalgando en sus ligeros caballos, salían a dar sus paseos hacia las márgenes del río Almonte, cuyo blando murmullo traían a intervalos las auras matinales. Yo me hallaba embebecida en la contemplación de este bellísimo cuadro que despertaba en mi pecho mil suaves emociones de celestial ternura. Esto sucedía en el tiempo que vos, señor, estabais herido, y ya recordaréis con cuánta eficacia vuestro médico Isaac procuró salvaros con el auxilio de los brebajes que él mismo confeccionaba.

     -Ciertamente, -dijo don Guillén-, que en esa ocasión el buen Estigio manifestó una habilidad rara en su arte, así como tú también, amable niña, me diste entonces las más lisonjeras pruebas de cariño.

     La joven, después de fijar una mirada de ternura en el caballero, continuó:

     -De pronto sentí ruido de pasos; volví la cara, y con grande sorpresa mía halleme frente a frente con vuestro médico. Le pregunté si tal vez iba a buscar allí también el recreo de aquellas hermosas vistas. Entonces me manifestó que se dirigía a la celdilla que hay junto al torreoncillo, y cuya puerta, constantemente cerrada, me había ya de mucho tiempo antes llamado la atención y despertado mi curiosidad. Aquella mañana supe que aquel cubículo era el laboratorio adonde se retiraba Estigio a estudiar y a confeccionar sus medicamentos…

     -Sin duda que ese judío es un hombre extraordinario, -dijo don Guillén maquinalmente. Conocíase que el joven se atormentaba por adivinar adónde Blanca iría a parar con tan largo razonamiento.

     La joven continuó:

     -Invitome Isaac a que penetrase en su extraño gabinete de estudio, y no pude menos de admirarme al considerar tantas vasijas, hierbas, animales disecados, libros y otros mil trebejos que yo nunca había visto. Sobre la mesa había una redoma que contenía un licor rojo de un matiz tan delicado, que imitaba todos los cambiantes de un encendido rubí. Yo dije al médico que si aquella bebida tenía el sabor como el color, debía ser un néctar deliciosísimo.

     -Hermosa Blanca, -dijo don Guillén algo impaciente-, yo no acierto a comprender por qué dilatas mi ventura con tan prolijo razonamiento. Durante todo el día no he dejado de pensar en tu hermosura, encantadora niña, y en que habías sido tan amable que, me habías dado una cita esta noche en tu aposento. Nunca, hermosa Blanca, nunca la fiebre de la impaciencia ha devorado mi pecho con tanta energía; hoy yo hubiera querido, al contrario que Josué, empujar al sol en su carrera para que el día sólo hubiese durado algunos minutos; yo aguardaba la noche con la felicidad, y… ¡Ahora te atreves a mortificarme con tan crueles dilaciones!      La joven, con una expresión inexplicable, miró en silencio al gallardo y altivo caballero, que la devoraba con sus miradas de fuego.

     -Tened la bondad de escucharme, señor, -dijo Blanca con su voz de querubín-. Isaac me respondió: «¿Veis este líquido tan agradable a los ojos? Pues con lo que esta redoma contiene habría bastante para envenenar a una ciudad entera, por muy populosa que fuese».      Y Blanca guardó silencio.

     Don Guillén quedó asaz confuso con semejantes palabras.

     Pero al cabo de algunos instantes encogiose de hombros, y con el aire resuelto y altivo que le era peculiar y que daba a su hermoso semblante una expresión irresistible de soberana autoridad, preguntó:

     -¿Has concluido ya, hermosa niña?      -Sí, señor; he concluido por ahora.

     -¡Por ahora!      -Eso dependerá de vos.

     -¿Aún tienes más que decirme?      -Tal vez.

     -Pues bien, sea ello lo que quiera, vamos a lo que importa.

     Don Guillén guardó silencio durante algunos momentos, como si reflexionase profundamente. Después se levantó y cogió entre las suyas la blanca y torneada mano de la gentil doncella.

     Y con un arrebato casi delirante, exclamó:

     -Vencido por tus miradas, hermosa niña, veo que encadenas mi corazón y despiertas en él furiosas tempestades. Apuremos hasta el fondo con ansia ardiente la deliciosa copa, aun cuando en ella se encuentren escondidas mil y mil muertes. Déjame que en blanda nube de oro y azul me remonte contigo por los brillantes espacios de ilusiones seductoras. Evócalas con tu lánguida sonrisa, con tus suspiros de amor y con las delirantes miradas de tus ojos, que robaron su color a los cielos.

     Nunca el hermoso Adonis se presentó más seductor a la diosa nacida de las cándidas espumas del reino de Neptuno. Don Guillén lanzaba de sus ojos vívidos rayos de amor, voluptuoso incendio que con sus magnéticas miradas supo trasladar al pecho de la tímida Blanca, a la manera que el hirviente volcán arroja desde la cima destructores tormentos de lava sobre la llanura.

     -Sí, sí, -exclamó arrebatada la virgen-. Yo no sé qué fuerza superior me domina cuando oigo el acento de vuestra voz y contemplo vuestros ojos radiantes que me abrasan con su fuego.

     -¡Hermosa mía!… ¡Yo te adoro!      -Y yo os amo con todo mi corazón.

     -¡Oh ventura inexplicable!… ¿No has visto jamás, hermosa Blanca, a la amorosa paloma, menos cándida que tu nombre y tu alma, cuando su ardiente compañero la requiere con blandos arrullos? Dulcemente enlazados los picos, baten las trémulas alas palpitantes y embriagados de amor…

     -¡Ay! Yo conozco, don Guillén, yo conozco que nada puedo negaros. ¡Cruel! ¿Por qué me exigís tales pruebas? ¿No comprendéis que aun cuando sea para arrojarme al abismo, con tal que me ofrezcáis vuestros brazos, no vacilaré en arrojarme a ellos?      -¿Y qué nos importa perdernos en el abismo, con tal que nuestras miradas se encuentren?      -¡Ah! Yo presiento que me olvidaréis después… ¿Quién soy yo, Dios mío, quién soy yo para merecer la ventura de encadenar vuestro corazón insaciable? ¡Pluguiera a Dios que nunca os hubiese conocido!      -Preciosa niña, desecha tales supersticiones. ¿Vas a creer en vanos presentimientos?      -Ellos son una voz divina que nos envía el cielo.

     -¿Y renunciarás a las voluptades inefables que nos promete la tierra?      -Por piedad, señor; tened en cuenta la amarga aflicción en que me veré sumergida cuando, después de todo, me mire abandonada y sola sin tener a quién volver los ojos en mi cruel quebranto.

     -¿Es posible que tal creas? Yo siempre te amaré.

     -No, no; yo conozco que vuestro corazón se me escapa. Hay en vos un no sé qué de grandeza y de altivez, que me aterra al mismo tiempo que me seduce. Además… Vuestros primeros amores…

     La doncella se detuvo casi asustada. Don Guillén había fruncido las cejas con la misma soberana expresión que el Júpiter de Homero.

     Reinaron algunos instantes de silencio.

     -Perdonadme, señor, -dijo Blanca al fin-; perdonadme si acaso mis palabras han podido disgustaros. Sólo quisiera deciros… ¡Ah, don Guillén! Muchas mujeres os amarán. ¿Quién podrá veros sin amaros? Pero yo os digo que aun cuando cada una os ame todo cuanto pueda, os amará menos que yo, porque no es posible que haya ninguna que sienta como yo siento… ¡Ay, Dios mío! Tal vez mientras que os digo sin rebozo los sentimientos que me dominan, tal vez os estaré moviendo a risa con mi ignorancia y mi franqueza.

     -No, no, ciertamente que no.

     -¡Y cuando pienso que proyectáis ausentaros!…

     -También pienso volver.

     -Y mientras…

     -Yo pensaré en ti.

     -¡Ah! ¡Si vos pensaseis en mí como yo pensaré en vos!… ¿Por qué no abandonáis ese proyecto?      -Volveré más amante que nunca. Por lo demás, casi es una necesidad imprescindible para mi corazón. Los viajes desarrollan el entendimiento, ensanchando el círculo de nuestras ideas, y para esto es necesario aprovechar los años de la juventud. Visitaré la Italia, la Grecia, la Palestina, y veré otras costumbres, otros edificios, otros campos, otro cielo, otros hombres…

     -Y otras mujeres, -murmuró tímida y tristemente la dolorida Blanca-. ¡Ah! Mientras que vos en remotos países estaréis gozando mil placenteras emociones, yo ¡infeliz de mí! yo saldré todas las tardes a aguardaros, y sentada en la cruz del camino cantaré tristes endechas, y preguntaré a los pasajeros: ¿habéis visto a mi amado? Y tal vez nadie me responda, o acaso me cuenten que os han visto alegre y risueño hablar de amores con alguna hermosa y noble dama…

     La triste doncella comenzó a sollozar con tan amargo desconsuelo, que partía el corazón.

     Don Guillén la contemplaba con aire satisfecho.

     -¡Oh! -exclamó súbitamente la joven-. ¡No! No será así.

     Y clavó una mirada sombría en la botella que estaba sobre la mesa, y levantándose llenó la otra copa.

     El caballero, que observaba atentamente todos estos movimientos, volvió a sus primitivas sospechas; pero haciendo un esfuerzo por aparecer tranquilo, y, sobre todo, arrastrado por sus vehementes deseos, comenzó a decir:

     -¿No acabarás, hermosa mía, de hacerme dichoso con tu amor?      Blanca prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

     Don Guillén creyó que se hallaba bajo el dominio de una espantosa pesadilla. El furor comenzaba a ocupar en su pecho el lugar que pocos momentos antes había ocupado el amor. Por más que a primera vista le pareciese imposible, llegó a creer que Blanca había intentado burlarse de su presuntuosa credulidad. Aferrose a este pensamiento, y púsose azul de ira.

     Ciertamente que no era temeridad el que don Guillén se recelase de la joven, en vista de su extraña e incomprensible conducta. ¿No podía suceder muy bien que Blanca, cruelmente ofendida por la ingratitud e indiferencia del caballero, tratase de vengar su amor despreciado? Todas las apariencias, por lo menos, hacían esta opinión altamente probable. A la manera que por momentos se ennegrece la nube próxima a estallar en rayo y trueno, así se iba oscureciendo el altivo semblante de don Guillén, que acaso en su recóndita furia imploraba de la venganza que le iluminase con la más cruenta de sus inspiraciones.

     Sin embargo, en el mismo momento en que iba a dejarse dominar por el furor, Lara pareció más admirado y confuso.

     Blanca había prorrumpido en el más doloroso llanto.

     El caballero llegó a sospechar que algún rapto de demencia extraviaba la razón de la enamorada y triste doncella, la cual, después de haber dado algunos paseos por la estancia con todas las muestras de la más cruel agitación, se detuvo delante del mancebo, y clavando en él sus ojos hermosos y suplicantes, dijo:

     -¡Señor! ¿No comprendéis que deseando vuestra dicha, queréis también mi muerte?      -No lo comprendo.

     -¿Queréis absolutamente?…

     -¡Buena pregunta!      -Pues bien, señor, -dijo Blanca con tono resuelto-, vos lo habéis querido.

     -¿Y qué cosa más natural?      -Sí, sí, amado mío; tu voluntad es la mía.

     Y reclinó lánguidamente su cabeza en el hombro del caballero, que a la vez la contemplaba con extrañeza y placer.

     Luego Blanca, señalando a las copas, dijo con voz solemne:

     -Tomad, señor, y bebed. Ahora es la ocasión de que brindemos alegremente por nuestro amor eterno.

     -Verdaderamente, Blanca, que te has manifestado esta noche bajo tantas faces, que no acabo de comprenderte.

     -Ahora lo comprenderéis todo.

     -Explícate.

     -¿Vos creísteis tal vez que la visita que os referí había hecho al gabinete de Isaac era extemporánea o extravagante? Pues bien, señor, yo me he proporcionado una gran cantidad de aquel líquido rojo que vuestro médico me dijo ser uno de los venenos más activos, y yo sé por experiencia que Isaac no mentía.

     -¡Por experiencia lo sabes!      -Sí, señor. Venid y os convenceréis.

     Blanca asió de la mano al caballero, que la siguió sin resistencia. La joven condujo a don Guillén a la alcoba en donde estaba el casto lecho de la hermosa virgen. En un rincón de la alcoba se veía una pajarera o jaula grande, primorosamente construida y pintada, dentro de la cual había diversas especies de tórtolas y palomas.

     -¡Mirad! -dijo Blanca señalando a la jaula.

     Don Guillén vio que todas las aves estaban muertas.

     -Una sola gota de aquel vino echada en el vaso en que bebían estas inocentes avecillas ha bastado para matarlas instantáneamente. Ahora comprenderéis que tengo razón para decir que el veneno de Isaac es en efecto de los más activos.

     -¿Y bien?      -Señor, os repito que vuestra voluntad es la mía. Sólo os impongo una condición…

     -¿Cuál?      -Allí tenemos servido nuestro banquete nupcial. ¡Venid!      Blanca volvió a conducir al caballero a la sala, y ambos se sentaron a la mesa, don Guillén mudo de asombro, Blanca radiante de alegría, con el semblante sereno, feliz y seductora.

     -Ahora bien, -continuó la doncella con encantadora sonrisa-, no diréis que no os amo; soy capaz hasta de sacrificaros mi vida, por un instante de efímero placer. Yo no puedo resistir a vuestro amor; pero tampoco quiero que la deshonra manche mi nombre, ni humille a mi hermano, ni afrente las canas de mi buen tío… Por fortuna, el morir no me espanta, supuesto que puede complaceros mi muerte.

     Un rayo que se hubiese desplomado sobre el castillo no habría aterrado tanto a don Guillén como aquella extraña resolución de la joven, que tan gozosa y serena se manifestaba.

     Por otra parte, las últimas palabras de Blanca hicieron profundísima impresión en el ánimo del mancebo. Es verdad que después de la ponzoñosa espina de la más cruel decepción, que Elvira había clavado en el corazón de Lara, la índole de éste se había radicalmente modificado, y que con la primera ilusión, desvanecida al soplo del desengaño, diríase que al mismo tiempo había penetrado en su alma un soplo satánico. No obstante, aquel elemento de perversidad nuevamente implantado en su carácter no había echado todavía tan hondas raíces, que permaneciese insensible a los más santos deberes que le imponían la amistad de Álvaro y el respeto a su maestro, el venerable señor Gil Antúnez. Así es que cuando la joven nombró a su hermano y a su tío, el altivo don Guillén Gómez de Lara comprendió que había caído muy bajo y se avergonzó de su vileza, porque hacía traición a los más nobles sentimientos que hasta entonces había abrigado. Todas estas consideraciones se agolparon en tropel a la mente del joven; pero a pesar de todo, era tan indomable su orgullo, que le repugnaba sobremanera desistir de su empeño y no conseguir su propósito, aunque hollase la amistad y el honor. Ya su carácter comenzaba a revelarse con aquellas gigantescas proporciones que más adelante hicieron del señor de Alconetar, ora un Satanás, ora un Ariel, grande en sus crímenes y grande en sus virtudes.

     -La única condición que os impongo es que apuremos la copa de muerte, que nos brindan los placeres, -repitió la joven.

     Don Guillén permaneció algún tiempo profundamente pensativo.

     -¿Acaso no os atreveréis, valeroso caballero? -dijo Blanca con un acento de ironía que hirió en lo más vivo el corazón de Lara.

     -¡Blanca! ¿Estás en ti? ¡Eso es una locura!      -¡Eso es miedo!… Venid, tomad la copa que yo misma os ofrezco; no, no la rehusaréis… Yo aguardo con impaciencia vuestras caricias, hermoso caballero; yo deseo verme sumergida en ese delicioso delirio que me han pintado vuestras palabras, mucho más ponzoñosas que este vino que nos brinda la muerte entre las supremas voluptades de la vida. ¡Tomad y bebed!      Y así diciendo, Blanca alargaba la copa a don Guillén, que la contemplaba con ojos atónitos.

     Ciertamente que la doncella había encontrado el secreto más poderoso para obligar al joven a no retroceder ante aquella prueba terrible. Le había atacado por el amor propio, y los hombres como don Guillén, por orgullo, son capaces de prender fuego al universo, aun cuando ellos sean los primeros que hayan de convertirse en pavesas.

     Blanca, en la febril y demente excitación de que era víctima, se arrojó delirante en los brazos del señor de Alconetar y estampó en su frente un beso de fuego. En seguida retirose por un movimiento rápido como una exhalación, y alargando la copa a Lara, ella se dispuso también a apurar la mortífera bebida.

     Don Guillén, por un arranque involuntario, no pudo menos de sujetarle el brazo a la aturdida y desesperada doncella.

     -No creas que es por mí, encantadora niña, por lo que yo no accedo a tus deseos; pero yo no puedo consentir que a la vez cometas una locura y un crimen. La vida…

     -¡Oh! ¿Y pensáis en la vida?      -En la tuya.

     -Eso no merece la pena… Y para que veáis hasta qué punto soy capaz de amaros sin que mi afrenta me sobreviva, os hago gracia de la condición que os impuse… Yo seré vuestra esclava, señor, y también yo sola moriré. ¿Podéis pedir más a un corazón amante? ¡Ah! ¿Y no estaréis contento todavía?…

     Y así diciendo, la amorosa Blanca llevó a sus labios la homicida copa; empero don Guillén le detuvo el brazo, diciendo:      -¿Qué haces, Blanca? Yo necesito que tú vivas…

     En aquel momento llamaron a la puerta.

     Ambos jóvenes quedaron sobrecogidos de terror.

     Ni uno ni otro tenían la audacia bastante para aparecer culpables sin que el remordimiento royese su corazón y sin que la vergüenza sonrojase sus mejillas.

     Segunda vez llamaron a la puerta más fuertemente que al principio.

     -¡Dios mío! -exclamó la joven-. ¿Qué hacemos?      -¿Qué hemos de hacer, sino abrir? -respondió Lara.

     -¡Si nos ven juntos!      -Me ocultaré.

     -¡Oh! Sí, sí… Eso es lo mejor… ¡Venid! ¡Venid!      Blanca tomó de la mano al caballero y lo condujo a la alcoba.

     -¿Quién piensas que pueda ser? -preguntó don Guillén.

     -Mi tío.

     -¡Gil Antúnez!      -Tiene la costumbre de venir a verme todas las noches a estas horas. Yo había olvidado…

     Don Guillén bajó los ojos. Se avergonzaba de sí mismo por haber ido tan lejos en la conquista y galanteo de Blanca.

     Tercera vez volvieron a llamar con extraordinario brío.

     Blanca abrió la puerta esforzándose por aparecer tranquila.

     -Querida Blanca, -dijo el señor Gil Antúnez-. ¿Estabas tal vez dormida?      -Sí, señor, -murmuró la joven avergonzada de tener que mentir.

     -¡Hola! Parece que tú también te regalas aparte de la cena en comunidad. ¿Estás mala, hija mía?      -No, señor… Como os esperaba… Os tenía preparada una sorpresa.

     -Y yo la acepto, porque es muy agradable, querida Blanca. ¡Qué rico almíbar! ¡Vaya un color que seduce! ¡Qué trasparencia!      Y el buen eclesiástico, que a la cuenta debía de ser un tanto goloso, se aproximó a la bandeja para gastar el exquisito almíbar.

     -¿Has confeccionado tú estas delicadas compotas? -preguntó con la boca llena el buen eclesiástico.

     -No, señor; son regalitos de las monjas.

     La triste Blanca se encontraba en una situación difícil de describir. Temblaba porque de un momento a otro esperaba sucediese una cosa muy natural; esto es, que el anciano hiciese una libación del zacarino clarete de Cazalla. Beber de aquel vino era beber la muerte.

     Blanca estaba trémula como la hoja en el árbol, y se hallaba a punto de desmayarse. En el aturdimiento que la devoraba se le ocurrió una idea luminosa.

     Entretanto el señor Gil Antúnez se limpiaba los labios con el mantel, y sin duda alguna aquel era el momento crítico, solemne, aterrador. Antúnez alargaba la mano a la funesta copa.

     Por un movimiento rápido como el rayo, Blanca se abalanzó hacia la mesa con el objeto, al parecer, de servir a su tío; pero consiguió tan admirablemente su intento, que, sacudiendo la mesa con violencia, derribó la botella y las copas, quebrándose éstas y vertiéndose en el suelo el ponzoñoso licor.

     El anciano al principio hizo un ademán de asombro y de atortolamiento; pero después prorrumpió en estrepitosa risa.

     -¡Gentil modo de servirme tienes! -exclamó el buen Antúnez en su acceso de hilaridad.

     -¡Querido tío!… -murmuró la sobrina toda cortada y sin necesidad de hacer grandes esfuerzos por aparecer en extremo confusa, pues realmente había experimentado la más cruel tortura durante algunos momentos.

     Blanca, sin embargo, después de haber salvado a su tío de una muerte inevitable, sintió que su pecho se dilataba como si le hubiesen quitado de encima una montaña de hielo.

     Pero aquella alegría se desvaneció muy pronto.

     -¡Qué lástima! ¿No tienes un poquito de vino? ¡Me habría sentado tan bien ahora!      Y esto diciendo, el anciano se dirigió hacia la alcoba, en donde al mismo tiempo sintiose un rumor ligero.

     -¿Qué es eso? -preguntó con viveza el anciano.

     -Son los palomos, que oyendo hablar y viendo luz, no tienen un momento de reposo.

     -En efecto, son aves muy inquietas.

     Blanca estaba que, como se suele decir, podía ahogarse con un cabello.

     -Perdonad, querido tío, mi aturdimiento; pero ya que ha sido mía la culpa de que no hayáis podido satisfacer vuestro deseo, yo me encargo de serviros de un vino más delicioso que el néctar. Sentaos aquí.

     El anciano se apresuró a complacer a su sobrina, la cual entró en la alcoba y de un pequeño armario sacó una botella. Cuando salió Blanca, estaba completamente tranquila. Había observado que don Guillén había tomado sus precauciones para no ser descubierto.

     Una vez satisfecho el goloso capricho del buen Gil Antúnez éste se despidió de su sobrina, diciendo:

     -¡Adiós, querida Blanca! Siento haber interrumpido tu sueño… Pero como no nos habíamos visto después de la hora de comer, estaba ya impaciente… ¡Adiós, hija mía!      Apenas salió Gil Antúnez, cuando Blanca corrió a la alcoba. Al mismo tiempo salía don Guillén pálido y sombrío.

     -¿En dónde os habíais escondido, señor, que no os vi cuando entré estando aquí mi buen tío? -preguntó Blanca.

     -Me oculté detrás de tu lecho.

     Y así diciendo, el joven se sonrió con amargura. Indudablemente le mortificaba el estado de bajeza en que había caído. No sabemos si era por orgullo o por virtud; lo que sí podemos asegurar es que sobremanera le repugnaba mentir a un hombre de carácter tan altivo como lo era don Guillén de Lara.

     Por su parte, Blanca estaba también avergonzada por las supercherías que se había visto obligada a usar para no ser causa de la muerte de su buen tío.

     En situación tan delicada y dolorosa se encontraban ambos jóvenes, cuando sonaron pasos en la galería.

     Los pasos se aproximaban cada vez más, hasta que por último oyeron clara y distintamente la voz de Álvaro, que parecía venir departiendo con otra persona.

     Durante algunos minutos, Blanca tembló, temerosa de que a su hermano se le ocurriese la idea de entrar, como algunas veces solía, en su aposento. Ambos jóvenes guardaron el mismo lúgubre silencio del reo que aguarda su sentencia de muerte. Al fin respiraron como si les quitasen del corazón un peso enorme. Álvaro y su compañero habían pasado de largo. Don Guillén había conocido la voz del que acompañaba al sobrino de Gil Antúnez.

     -¡Oh! -exclamó-. Me interesa mucho hablar con ese joven.

     -Creo que van a vuestro aposento.

     -Sin duda irán a buscarme. ¡Adiós! ¡Adiós!      Y don Guillén, al despedirse, estampó un beso en la mano de Blanca, que, exhalando un suspiro, contempló a su amado que se alejaba.

Capítulo XXX

Modelo ideal

     Cuando el señor de Alconetar llegó a su habitación, ya le estaban aguardando Álvaro del Olmo y su compañero. Éste era también un íntimo amigo, y excusado parece advertir a nuestros lectores que el recién llegado no era otro que el trovador Jimeno. Saludole don Guillén con esa efusión propia de todos los afectos de la juventud.

     -¡Voto a tantos! Ya te aguardaba con impaciencia para echar un párrafo, mi querido trovador. ¿Has olvidado nuestros proyectos por ventura? -preguntó Gómez de Lara.

     -No en verdad; antes ahora más que nunca deseo se realicen.

     -Yo también abrigo grandes deseos de partir, -dijo Álvaro.

     -¿Y adónde pensáis que nos dirijamos?      -Ante todas cosas, a Italia.

     -¿Y después?      -A Grecia.

     -¿Y luego?      -A Jerusalén.

     -¡Perfectamente!      -Visitaremos la antigua Roma, madre del imperio más grande que ha existido. Respiraremos allí el ambiente de las ruinas, que trasporta el espíritu del hombre a otros siglos, cuyos aéreos mantos sólo pueden vislumbrarse al través de las grietas de los antiguos monumentos, que tienen cierto sabor de eternidad, y a cuya contemplación los horizontes del espíritu se dilatan, y el impalpable tiempo se nos refleja en las obras de los hombres. ¡La acción! ¡La acción! ¡He aquí la gran palabra, centro y origen de todo!…

     El señor de Alconetar quedose algunos minutos profundamente pensativo, como si la última frase que acababa de pronunciar reclamara toda la atención de su espíritu, inmenso como el Océano y elevado como el cielo.

     Después continuó:

     -Los actos de los hombres son los que dan la medida y el color de los siglos. ¿Por ventura el tiempo no es siempre el mismo? El tiempo es un lago inmóvil, un lago infinito, que si se agita, es porque cruza por sus aguas el misterioso bajel de la humanidad. Ahora bien, en las cristalinas ondas veremos trasparentarse, no el tiempo pasado, sino los hijos de Rómulo que pasaron, las naves latinas, que émulas de Neptuno se enseñorearon de todos los mares conocidos… Visitaremos los campos en que lloraban las sabinas en brazos de sus raptores; pisaremos el recinto de la sagrada fuente Egeria y pediremos a su Náyade nuevos oráculos, y en el monte Aventino aún nos parecerá oír el sonante clamoreo de los famosos juegos circenses…

     -Tienes razón, mi querido amigo, -interrumpió Jimeno, dirigiéndose a Gómez de Lara-; sólo el pensar en ese viaje hace palpitar mi corazón de gozo. ¡Sí! Saludaremos a la soberbia Roma, y en medio de la noche silenciosa veremos cruzar por sus calles las augustas sombras de Bruto, de Cassio, de César, de Catón… Escucharemos el murmurio del Tíber, que arrastró en sus ondas las lágrimas de Virgilio, cuyos divinos acentos repetirán todavía las auras suaves de los campos de Mantua. Y nuestras miradas ansiosas se fijarán en la nevada cumbre del Soractes, y tal vez en la cima aún podremos encontrar las ruinas del antiguo templo consagrado al dios de la poesía. ¡Ah! ¡Cuán magnífico espectáculo nos presentará la ciudad! Aún creeremos ver al desgraciado Ovidio, cuando en aquella tristísima noche, al moribundo fulgor de la luna, saludaba por última vez a su patria, y con lento paso y ojos llorosos se encaminaba a su destierro.¡Con cuánto placer saludaremos a la madre de tantos héroes, a la cuna de tantos ilustres poetas!      -Verdaderamente que el proyectado viaje merece también mi aprobación y mi entusiasmo, -dijo el severo Álvaro, que hasta entonces había permanecido silencioso-. Roma es la gran ciudad destinada en el universo a no ver nunca el ocaso de su soberanía. Es verdad que después de las virtudes de Publícola, de Fabricio y Cincinato, vinieron los vicios y crímenes de Nerón y Mesalina. Mas luego el suave aroma del Cristianismo rejuveneció la ciudad, así como también vivificó al mundo. Allí podremos visitar las catacumbas, refugio un día de los tristes y de la religión perseguida; nuestras oraciones resonarán también en el recinto de la gran Basílica de la humanidad; nuestros ojos se elevarán al cielo con tristeza, recordando los horrores del anfiteatro de Vespasiono, y en las augustas y sublimes ceremonias de la Semana Santa besaremos los pies del sucesor de San Pedro. Roma, personificación del género humano, comenzó primero por tener el poderío material; pero después ha obtenido la dominación más bella y sublime que jamás pudo soñar en los días de sus héroes, que la cubrieron de gloria mundana. Hoy posee la dominación de los ángeles, que mandan sobre los espíritus. Jamás ha existido un poder semejante entre los hombres, el de la persuasión y la doctrina. Después del imperio por la fuerza de las armas, Roma se ha vestido el manto soberanamente imperial del pensamiento, siendo así el poder mediador entre todos los poderes. Roma es la reina de los reyes, la sacerdotisa del universo.

     -Y después iremos a Grecia, -dijo don Guillén como siguiendo el hilo de sus reflexiones.

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