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Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 11)



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     -La patria de Homero, de Fidias, de Helena y Aspasia; la cuna de las artes, de la belleza y de la poesía. ¡Oh placer! -exclamaba Jimeno entusiasmado-. Visitaremos también las ruinas de Troya, y nos parecerá ver en la playa al terrible Paladión y al desdichado sacerdote de Neptuno, castigado por ser el más prudente de todos los Teucros, el solo que llegó a sospechar la astucia de los Dánaos, y que parece que por lo mismo el hado se complació en castigarle, enviando las serpientes de Ténedos que le devoraron, como también a sus hijos. Buscaremos el sitio donde estaba el Templo de Minerva, en que murió el desdichado amante de Casandra; la fantasía nos representará al anciano Príamo en medio de su esposa y sus cien nueras, viendo espirar a su hijo Polites a manos del bárbaro Pyrro al pie del laurel sagrado; al piadoso Eneas sacando de entre las llamas a su padre sobre los hombros y conduciendo a su hijo de la mano, y las angustias del héroe al perder a Creusa… ¡Famoso Simoís! ¡Sombrío Erimanto! ¡Márgenes risueñas del Alfeo y del Cefiso! ¡Isla un tiempo flotante de Delos! ¡Campos ilustres de Platea y Maratón! ¡Excelsa cumbre del Pindo, consagrado a las Hipocrenydes! ¡Yo os saludo, sitios hermosos, bellos recuerdos y risueñas ficciones de la Grecia! Tus ruinas son sagradas para el poeta… ¡Sí! ¡Sí! Volemos pronto a escuchar en los festines de Alcinoo los divinos ecos de la lira del ciego de Esmirna, el de los cánticos inmortales… ¡Ondas tranquilas del mar Tyrreno, que retratáis las estrellas refulgentes del cielo más azul que existe sobre la tierra; vosotras que enlazáis a los hijos de Rómulo con los descendientes de Argos; vosotras que llevasteis las naves de Idomeneo a la hospitalaria costa de Salento; ondas azules, sobre cada una de las cuales cabalga una Nereyda, muy en breve sobre vuestra espalda cristalina conduciréis nuestro bajel a la patria de Alejandro, de Temístocles y de Trasíbulo! Allí nuestros ojos gozosos se recrearán en la región de Lymnos, famosa por sus fiestas a Diana, y a la par que creeremos ver las aéreas danzas de las vírgenes de Creta, y oír la voz de Eurípides y Demóstenes, se nos aparecerán las sombras venerables y sagradas de Filopemen y Sócrates, apurando la cicuta. Aquí, con la cabeza descubierta, saludaremos los sepulcros de Epaminondas, de Licurgo y de Leónidas. Allá, en la Élide, buscaremos el Poecilo que repetía por siete veces el eco de la voz de los estoicos, y al atravesar el Archipiélago saludaremos a Lesbos, entonando algunas trovas en loor de la encantadora y desdichada Safo, que murió de amores.

     Jimeno, al pronunciar estas palabras, tenía el rostro centelleante de entusiasmo, y su pecho se agitaba de impaciencia por realizar el proyectado viaje. De esta manera el corcel de generosa raza hiere impaciente la tierra con sus cascos y puebla el aire de fogosos relinchos, cuando ganoso de triunfos para su señor, anhela ostentar su pompa guerrera al escuchar alborozado el estruendo de bélicos clarines.

     -¡Cuántos placeres nos ofrecerá Parténope en la Italia, y Chipre entre las islas de la Grecia! -exclamó don Guillén-. En Parténope aún se le tributa adoración y culto a la diosa de la hermosura. Allí en danzas voluptuosas veremos agitarse las doncellas, que con risueña boca prometerán dulces premios a nuestro amor… ¡Ah! ¡Y en Chipre!… ¡Cuánto me conmueven las agradables pinturas que nos hacen los antiguos de esta isla afortunada! En la estación de las flores, bajo un cielo el más azul, respirando un ambiente perfumado, en verdes bosquecillos de arrayanes, en torno del templo de la diosa, las vírgenes de Pafos, de Citérea y Amatunta, en compañía de los mancebos, entonaban amorosos cantares, a cuyo compás danzaban veloces como los genios del aire y agradables como las rosas de Mayo, las rosas teñidas con la sangre de Adonis, el amante tan tiernamente querido como llorado de la deidad que nació de las espumas. Las doncellas, coronadas de flores y los ojos animados por el fuego de Venus, lanzaban miradas como saetas a los vigorosos mancebos, ya impacientes por desatar de los esbeltos talles de las vírgenes el ceñidor hechizado de las Gracias. Todos en aquellas fiestas del mes de Abril se consagraban al servicio de la más omnipotente de las deidades.

     -Y después que, dejando a Chipre a un lado, demos vista a las cumbres sagradas del Tabor, del Carmelo y del Líbano, experimentaremos la emoción más intensa que jamás pudiéramos haber soñado. Aquella es la tierra de los prodigios, la cuna de la regeneración del hombre, la patria de Dios. Allí se vieron caer los muros al sonido de las trompetas de Israel que volvía de Egipto; allí se oyeron los cánticos más sublimes que jamás entonaron los hombres; las Piérides se hubieran muerto de envidia y de vergüenza al escuchar los divinos acentos de Ezequiel y Jeremías. Nunca pudo competir la lira de Homero, a pesar de sus armonías inmortales, con el arpa de David. Los levitas y los profetas ejercieron allí su misión sublime con una majestad irresistible y con una perfección divina. Allí jamás se sobornaron los oráculos, allí jamás la musa fue engañosa… ¡Jerusalén! ¡Jerusalén! De tus abrasadas campiñas brotó el manantial de agua viva que purificó al género humano, saciando su sed de infinita ventura. Allí donde pereció Pentápolis por la ira de Dios, allí también el Eterno quiso manifestar sus bondades; junto al lago de muerte de Asphaltites están las aguas de vida del Jordán ¡Oh tierra portentosa! El desierto aún está mudo de asombro por las maravillas del Señor; allí los sepulcros devolvieron sus muertos; allí cada gruta revela los misterios del porvenir; allí los profetas, allí el Hijo de Dios, allí los apóstoles, allí, en fin, el valle de Josafat, en donde ha de verificarse todavía el gran juicio.

     Y así diciendo, Álvaro quedose sumido en honda meditación, como si su espíritu vagase, perdido en la inmensidad de pensamientos que en él despertaba el recuerdo de la Judea, país consagrado por tantos milagros, a la vez que deshonrado por el mayor de los crímenes de la humanidad.

     Aquí llegaban nuestros jóvenes en su diálogo, cuando súbitamente se abrió la puerta y apareció el señor Gil Antúnez. A su llegada, los tres mancebos dieron señáles de respeto hacia el anciano sacerdote, el cual con noble familiaridad tomó asiento entre los jóvenes.

     Es probable que el deseo de saber la última resolución de don Guillén fuese el que condujo a Gil Antúnez a visitarle a tales horas. El anciano había oído hablar bastante en aquellos días acerca del viaje que su poderoso señor y discípulo proyectaba.

     Don Guillén entretanto, por más que disimulaba, no podía olvidar ni un instante la escena ocurrida con la enamorada y afligida Blanca. Inquieto y caviloso, Lara se levantó, y después de dar algunos paseos por el aposento, fue a colocarse junto a la ventana y tendió sus ojos melancólicos por la extensión de la campiña cubierta de sombras y por el cielo tachonado de estrellas.

     El joven, como si obedeciera a un súbito recuerdo, se asomó a la puerta del aposento y llamó:

     -¡Fernández!      Al punto apareció el halconero.

     -¿Qué mandáis, señor?      -Dile a Momo que venga al instante.

     Pedro partió a obedecer la orden que se le había comunicado.

     El señor de Alconetar se volvió al sitio que antes ocupaba junto a la ventana.

     Pocos momentos después apareció Isaac. Era éste, como ya hemos dicho, el médico del opulento señor feudal. Ciertamente que el carácter de Isaac merece mucha atención de parte del lector y del cronista. Era el judío un hombrezuelo calvo, pálido y de faz rugosa. Sus ojos, extremadamente vivaces, eran pequeñísimos, negros y brillantes como carbunclos. Nadie hubiera podido desconocer la soberana inteligencia que aquel rostro manifestaba; si bien al mismo tiempo era imposible dejar de leer en aquella fisonomía una expresión inexplicable de malignidad y astucia. El espíritu de contradicción reinaba siempre en sus palabras, y con admirable tino sabía manejar el chiste y la sátira. Poseía un talento singular para envilecer las cosas más grandes, los sentimientos más generosos. Así como el noble uso de la inteligencia humana propende irresistiblemente a embellecer la naturaleza y a engrandecer todas las aspiraciones del hombre, así, por el contrario, Isaac encontraba defectos y manchas hasta en el mismo disco del sol. Sabía el secreto de rebajar las estrellas y los ángeles hasta el nivel de la serpiente que se arrastra por los suelos.

     Y no se crea por esto que el compás de su inteligencia fuese limitado; antes bien, era tan inmenso como el del genio más sublime. Isaac estaba dotado de las cualidades más eminentes; era un hombre grande igual a los de talla más gigantesca; pero toda su fuerza la dirigía hacia el mal. El señor de Alconetar, no obedeciendo nunca a otra ley que la que sus mismos deseos le imponían, era la viva personificación del abuso más lamentable que puede hacerse del libre albedrío. Isaac, no encontrando en el hombre y en el mundo sino horribles deformidades, era el más deplorable ejemplo del abuso que puede hacerse del don sublime de la inteligencia.

     Presentose el judío, como siempre, con una expresión indescriptible y casi contradictoria. En el fruncimiento de sus cejas y en la contracción desdeñosa de su nariz, indicaba como si estuviese enojado, a la par que por sus delgados y pálidos labios vagaba una sonrisa falsa y burlona.

     Don Guillén continuaba junto a la ventana, y sus ojos se fijaban casi involuntariamente en la casa que en otro tiempo habitaba la encantadora y pérfida Elvira.

     ¡Cuántos crueles pensamientos se agolpaban a la mente del mancebo! Recordaba con aflicción profundísima la inexplicable ventura que como un rápido relámpago había iluminado su existencia. El caballero conocía con amargo pesar que había entrado en su alma una cosa que ya no podía salir, un desengaño cruel que a manera de devastador torrente había destrozado los verdes campos de sus lozanas y juveniles esperanzas. Ni el cielo ni la tierra podían ya remediar su infortunio. ¡Tal es la fuerza irresistible e inevitable de los hechos consumados!      Al fin, el señor de Alconetar exhaló un profundo suspiro, y pasándose la mano por la frente como para arrancarse sus tristes pensamientos, se alejó de la ventana murmurando:

     -¿En esto han venido a parar mis hermosos proyectos? Yo me encuentro débil, afligido, con propensión irresistible hacia el mal, casi imposibilitado de practicar el bien… ¡Infeliz de mí!      -¿Qué mandáis, señor? -preguntó Estigio Momo.

     Después de algunos momentos de reflexión, Gómez de Lara dijo:

    -Quiero hablaros de un arduo problema, para cuya solución deseo ilustrarme con el parecer de cada uno de vosotros.

     -Decid, decid.

     -Veamos.

     -Explicaos.

    -Todo se reduce a que cada cual vaya diciendo, no lo que es, sino lo que desea ser, porque cada hombre, en medio de sus imperfecciones y de los desaciertos de su conducta ordinaria, contempla como en perspectiva el modelo ideal de un hombre, hacia el cual incesantemente desea aproximarse. En resolución, debo deciros que yo me había propuesto adquirir todas las perfecciones de esa imagen de Dios que se llama criatura racional. Ahora bien, que cada uno diga cómo concibe esas perfecciones, y de qué manera desea realizarlas.

     -Yo desde luego afirmo que si se adquieren por nuestro propio trabajo, esas perfecciones son mucho más gloriosas que si existieran en nosotros naturalmente, -dijo Álvaro.

     -¡Magnífico problema! -exclamó entusiasmado el trovador.

     -Sí; pero ese hermoso problema sólo es bueno para proponérselo, -dijo con maligna sonrisa el médico.

     -Cuanto más graves sean los obstáculos que haya que vencer, mayor será la gloria del triunfo, -dijo gravemente el anciano Gil Antúnez.

     Reinó un profundo silencio.

     -¿Por qué decís que es un problema magnifico sólo para proponérselo? -preguntó al fin Jimeno dirigiéndose a Isaac.

     -Porque hay una cosa que está del dicho más lejos todavía que el hecho.

     -¿Y cuál es?      -El pensamiento.

     -Todos nuestros esfuerzos, -dijo Álvaro-, deben dirigirse a armonizar nuestra vida con nuestros pensamientos.

     Isaac, a quien por otro nombre llamaban Momo, prorrumpió en una estrepitosa carcajada, y fijando sus ojillos en Álvaro, hizo un gesto que significaba:

     -Acabáis de decir un solemnísimo disparate.

     El rostro de Álvaro se encendió como una amapola.

     -¿Por qué os reís? -preguntó mirando oblicuamente al judío.

     -Porque habéis dicho una herejía, como dirá vuestro tío y mi señor el respetable Gil Antúnez.

     El sacerdote pareció que prestaba entonces más atención a aquel diálogo.

     -¿Qué es eso? -preguntó-. ¿De qué se trata?      -Se trata, -respondió Isaac-, de que vuestro sobrino ha dicho que todos nuestros esfuerzos deben dirigirse a armonizar nuestra vida con nuestros pensamientos.

     Gil Antúnez reflexionó algunos instantes.

     -Y bien, ¿vos qué decís?      -Digo que esas palabras envuelven un error gravísimo.

     -¿Lo creéis así? -preguntó Jimeno.

     -Yo no lo creo; antes por el contrario, según mis ideas, esas palabras contienen una profundísima sentencia.

     -¿Pues entonces?…

     -A pesar de todo, insisto en que el señor Álvaro ha sentado una proposición errónea, no según mi sistema, sino según el vuestro.

     -Vamos, habla pronto, -dijo impaciente el señor de Alconetar.

     -Todo está reducido a muy pocas palabras, con las cuales probaré cumplidamente mi aserto.

     Isaac tomó la actitud y el gesto de escolar en conclusiones.

     Luego dijo:

     Sentando la máxima de que el hombre debe siempre armonizar su conducta con sus pensamientos (única manera de vivir dichoso), se afirma también implícitamente que el hombre debe practicar el mal…

     -¡Cómo!      -¿Estás en ti?      -¡Vaya una consecuencia!      No pareció alterarse en lo más mínimo Isaac al oír tanta hostil exclamación.

     Gil Antúnez, que hasta entonces había guardado silencio, dijo:

     -Dejadlo, caballeros, dejadlo que concluya.

     -Decía, -continuó el judío-, que como casi todos los pensamientos que al hombre se le ocurren son malos, hallaremos que, si debe seguirlos, uno de sus más continuos deberes será el de estar siempre obrando el mal.

     Calló el judío y fijó sus ojos triunfantes en los interlocutores con una expresión que hubiera podido traducirse por estas palabras:

     -Vamos, ¿qué decís ahora?      -Tú debes saber que el espíritu que dicta las palabras vale más aún que las palabras mismas. No te atengas estrictamente a lo que mi sobrino ha dicho con la boca, sino a lo que ha querido decir con el pensamiento.

     -Yo no me precio de profeta, señor Gil Antúnez, -dijo con redomada sonrisa Isaac.

     -Pero te precias de sofista, -respondió Álvaro del Olmo-. Ya has debido comprender que sólo he querido hablar de los buenos pensamientos, teniendo presente la actividad del espíritu humano en su buen sentido.

     -Es, señor mío, que la actividad en mal sentido puede ser y es efectivamente mayor que aquella de que vos habláis.

     -Los malos pensamientos deben ser reprobados.

     -Eso no quita que sean los más abundantes.

     -La que yo digo es la inteligencia de los ángeles.

     -Bien, quiere decir que la otra será la inteligencia de los diablos.

     -El hombre debe obrar siempre el bien.

     -Pero siempre se inclina al mal.

     -Aquí sólo se trata de deberes.

     -Yo diría que sólo se trataba de gustos.

     -¿Cómo es eso?      -Quiero decir que el hombre a su gusto elige el obrar de esta o de aquella manera, y también a su gusto aplica el nombre de buenas o malas a aquellas o estotras acciones.

     -Vamos, termínese esa vana disputa, -dijo Gil Antúnez interponiendo sus canas, su autoridad y ciencia-. El hombre no se equivoca fácilmente respecto a tales cosas. Hay una voz interior que, a nuestro pesar, nos dice la acción que es buena o mala. Así, pues, Isaac, tú te engañas mucho, muchísimo, al decir que esta es cuestión de gustos. Aunque no queramos, conocemos el bien. De otro modo la moral y la virtud serían cosas tan pasajeras, y variables como nuestros antojos o caprichos. No hay tanta arbitrariedad como imaginas respecto a trocar las nociones del bien y del mal.

     -Es que…

     -Nada de réplicas, -dijo el sacerdote enardeciéndose de una manera extraordinaria-. Lo que yo digo es la verdad que está conforme con los dogmas de nuestra santa religión; todo lo que se diga fuera de esto son herejías; dejémonos de discusiones… ¡Creer o callar!      Durante algunos momentos reinó en la estancia el más profundo silencio.

     Podía decirse que el principio de autoridad estaba dignísimamente representado en la persona del venerable señor Gil Antúnez.

     -Me parece, -dijo el trovador-, que el proyecto de don Guillén puede ser sumamente fecundo.

     -Ciertamente, yo lo creo así, -repuso Álvaro.

     El trovador decía la verdad. Efectivamente daba mucha importancia a las palabras de Lara, porque más de una vez su imaginación de fuego se había detenido a la par con placer y asombro, en el mismo pensamiento de proponerse realizar un modelo de todas las perfecciones del hombre.

     -Con la disputa que ha provocado Isaac, -dijo Álvaro-, nos hemos distraído de nuestro objeto principal.

     -Eso es lo que siempre hacen los sofistas, -añadió don Guillén.

     -Muy bien dicho, carísimo señor, -repuso Isaac riéndose.

     -Lo bueno es, -observó Jimeno-, que nada hay perdido y que podemos continuar la discusión provocada.

     -Me parece muy bien, -añadió Gil Antúnez.

     Álvaro del Olmo, dirigiéndose al señor de Alconetar, dijo:

    -Manifiesta primero tu opinión; pues de derecho te pertenece, supuesto que has planteado el problema.

     -Mi opinión es que indudablemente Dios ha creado al hombre para llenar una misión sublime, de la cual debemos cumplir una parte en este planeta; mas para que se verifique el destino general de la especie humana, es necesario que cada hombre en particular tenga el deber de contribuir con sus facultades y actividad durante su tránsito sobre la tierra. Ahora bien; los primeros años de la vida se pasan en crecer y formarse como el árbol hasta que llega a su mayor desarrollo. Empero a cierto tiempo, el más importante, como lo es la época en que cada árbol da su fruto, según su especie, todo varía. El árbol ya no crece, o crece muy paulatinamente, y, por una ley fatal o inexorable, no puede menos de dar su fruto. En el hombre hay cierta fatalidad, porque, aunque nos subamos a la cima de la más alta montaña, nunca podremos añadir un solo cabello a nuestra estatura, a la natural capacidad que el cielo nos haya concedido. Sin embargo, en el hombre cabe la libertad de elegir hasta cierto punto el fruto que ha de producir. Cuando llegamos a cierto período en que la reflexión empuña su cetro, queremos tener dominio sobre nuestros pensamientos y dirigirlos a un punto, como el piloto dirige la nave al través de escollos y tormentas. Así, pues, cada hombre tiene sobre su corazón y sobre su frente cierta serie de deseos enérgicos y generosos, de pensamientos capitales, verdaderos, buenos y bellos, que son, como el norte de su existencia, como el faro hacia donde dirige su rumbo. Esta inclinación particular en nada perjudica ni se opone a que aspiremos a elegir todas las virtudes, todos los heroísmos, los méritos de toda especie en que han sobresalido los varones más ilustres. ¡Oh! ¡Si un hombre pudiese reunir en sí mismo todos los dolores, todas las alegrías, todos los goces, las verdades todas esparcidas en el resto de la humanidad!… ¡Cuán brillante destino! ¡Esto merecería la pena de vivir! Entonces, ¡oh Dios del cielo y de la tierra! entonces sí que el hombre pudiera llamarse con razón un microcosmos.

     Calló don Guillén. Todos permanecieron mudos y suspensos, como el águila, detenido su vuelo, se cierne sobre la tierra en la región de las nubes. Tal fue el efecto desconocido que produjo en el auditorio la elevación de ideas del joven caballero, dotado de una ambición soberana, de una hidrópica sed de luz, de acción, de ciencia, de goces.

     Isaac fue el único que permaneció impasible, o por mejor decir, su emoción fue completamente contraria a la que experimentaron los demás circunstantes. A duras penas consiguió reprimir una estrepitosa carcajada. No obstante, una burlona sonrisa vagaba por sus labios. Con razón merecía el judío el sobrenombre de Momo.

     -Me place mucho escucharos, -dijo el señor Gil Antúnez-. Tendré sumo gusto en que cada uno de vosotros vaya proponiendo los principales deseos que quisiera ver realizados por sí mismo.

     -Veamos, -dijo don Guillén dirigiéndose a Jimeno-. ¿Qué dones pedirías tú al cielo? ¿Cuál crees tú que es la obra que te está encomendada?      -Yo, -respondió el poeta-, desearía encontrar en mi espíritu un manantial inagotable de ideas verdaderas y de sentimientos deliciosos.

     -¿Nada más apeteces?      -Desearía unir a esto una vara mágica que tuviese el poder de realizar todos aquellos pensamientos que al nacer en mi mente me hubiesen conmovido de gozo. ¡Si pudiésemos tener un espejo ancho y rutilante como la bóveda celeste, que retratase exactísima y palpablemente nuestros más bellos pensamientos!… ¡Ah! ¡Sublime gozo del poeta! ¡Placer divino! Este sería un gozo semejante al del Dios del Génesis al contemplar la creación y ver que todas las cosas que había hecho eran muy buenas.

     -Y tus deseos, Álvaro, ¿cuáles son?      -No tener jamás remordimientos.

     -¿Luego sólo deseas no obrar mal?      -No; mi deseo es activo y fecundo. Quisiera hacer en favor de mis semejantes todo el más bien posible.

     -Pues yo, -dijo don Guillén-, desearía conocer la causa de todas las cosas, hallarme sucesivamente en todas las diversas condiciones de los hombres, desde el pastor hasta el monarca, saberlo, y gozarlo todo, y en fin, realizar todos mis deseos buenos o malos. Yo aceptaría una responsabilidad inmensa, con tal que mi libertad tampoco tuviese límites.

     Gil Antúnez frunció el ceño. Aunque su naturaleza no podía comprender la organización de su discípulo, no se le ocultaba que la ambición de don Guillén era tan inmensa como irrealizable, y aun vislumbraba que había algo de impiedad en aquella titánica arrogancia con que pretendía consagrar todos sus deseos, cualesquiera que ellos fuesen, sacudiendo así el yugo de la ley moral y aceptando valientemente las consecuencias de su voluntad soberana.

     -Y tú, Isaac, ¿qué deseas? -preguntó don Guillén.

     -Señor… me permitiréis que guarde silencio.

     -De ninguna manera. Aquí todos han de decir franca y lealmente su opinión.

     -Yo no quisiera desagradaros…

     -Aunque tu anhelo fuera ser diablo, está seguro de que no has de desagradarme.

     -Tal vez mi modo de pensar sea muy diferente.

     -No importa, dilo…

     -Pues bien, señor, supuesto que así lo queréis, voy a complaceros. Dos cosas hay en el mundo que me embelesan y que desearía que jamás tuviesen fin; estas dos cosas son la novedad y la risa. Afortunadamente los hombres dan mayor pábulo a mi ambición, a medida que más adelantan. La cosa es bastante clara, y si queréis convenceros de lo que digo, no tenéis que hacer más sino parar mientes en que todo pensamiento y toda acción tienen sus contrarios. Así es que la virtud de la liberalidad tiene dos vicios opuestos, uno por encima y otro por debajo, uno por exceso y otro por defecto, cuales son la prodigalidad y la avaricia. He aquí la razón por qué yo siempre, amigo de reírme de todo, tengo dos terceras partes más de distracción y alegría que el resto de los hombres, que sólo se fijan en el decantado y mezquino término medio. Nada puede afirmarse que no envuelva una negación. Así, pues, en tanto que los hombres encuentran una cosa, yo busco y hallo dos. Me dicen que hay luz, y respondo: también hay tinieblas. Ya comprenderéis que siempre, siempre tengo asegurada mi diversión. Yo, además, soy muy consecuente conmigo mismo, y en todos los casos encuentro mis dos negaciones, es decir, mis dos eternas amigas… Hay género masculino, femenino y neutro; hay linea recta, curva y mixta; hay día, noche y crepúsculo; hay cedros, elefantes y zoófitos… Desde luego, señor, no podréis menos de reconocer que yo contribuyo con doble contingente que los demás para esclarecer cualquier cuestión.

     -¡Demonio de médico! -murmuraba don Guillén.

     -Y en prueba de lo que digo, me bastará llamar vuestra atención sobre un importante descubrimiento. Todos vosotros decís que contra siete vicios hay siete virtudes. Pues bien, señor, yo afirmo que contra siete virtudes hay catorce vicios. ¿Os admira ahora que el mal abunde y venza?      Por más que al señor Gil Antúnez pareciesen especiosas y aun frívolas las razones de Momo, no sucedía lo mismo a los tres jóvenes, los cuales no dejaban de admirarse de la singularidad de aquellas ideas, que Isaac exponía con extraordinaria lucidez.

     -Por lo demás, señor, -continuó el judío-, reconozco que no hay mucha diferencia entre vuestra ambición y la mía. Sin embargo, confieso que vuestro plan es más gigantesco, supuesto que deseáis reunir en vos mismo nada menos que los atributos de un Dios. Ni los Titanes cuando movieron guerra a Júpiter e intentaron hacinar las montañas para escalar el cielo, fueron más ambiciosos, más soberbios, más audaces que vos lo sois. Lo digo francamente, yo soy tal vez más tímido, pero en cambio me parece que procedo con más cordura.

     -¿Qué quieres decir?      -Que yo me contento, como un pobre diablo, con levantar el velo de ese ídolo que los hombres llaman El Bien, y mostrarles que en la estatua hay una parte de oro y dos de barro. ¡A esto se reduce toda mi tarea!      -¿Y por qué dices que yo temerariamente pretendo adquirir los atributos de un Dios? ¿Por ventura no lo soy?      -No digo yo tanto; sólo digo que parece queréis serlo.

     -En efecto, tal es mi voluntad.

     -No basta sólo el querer, amado señor; es preciso poder. La empresa que os proponéis es una temeridad para un hombre. Deseáis una libertad inmensa. ¿Y de qué puede serviros, no teniendo sino facultades limitadas? Vuestro pensamiento deseara hacer de las estrellas una ruin alfombra para vuestros pies; pretendéis en un instante recorrer de polo a polo el universo; desearais, cabalgando sobre el sol, tener su carro y sus luces, y después sepultaros en los abismos del mar y de la tierra y sorprender la cuna del coral y el secreto de los volcanes, y luego, todavía no satisfecho, volveríais a la región etérea y preguntaríais a los astros que adónde iban sin vuestro permiso, pediríais también informes a los aerolitos (5) de los últimos confines de la atmósfera, de dónde han caído, o bien les exigiríais la descripción de la materia cósmica de otros planetas, si por ventura de allí vienen; pretenderíais adivinar las intenciones de los cometas, y penetrando con sublime osadía en el seno de las nubes, arrancarles sus flamígeros rayos, y con el vagido de vuestra voz infundir a la tempestad su voz de trueno. ¡Ah! ¿Por ventura podéis hacer alguna de estas cosas? Queréis estar en todas partes, resumir en vuestro pecho ambicioso todas las alegrías, los dolores, las verdades; en fin, saberlo, gozarlo y padecerlo todo, y… No comprendéis que una libertad inmensa, sin un poder infinito, es el mayor de los sarcasmos, el más ridículo de los monstruos?      Isaac se sonrió, fijando sus ojos malignos en don Guillén. Luego añadió:

     -No puedo menos de compararos a un gigante que tuviese los brazos de un recién nacido, a un águila de prodigioso tamaño que no tuviese alas.

     -Y yo te compararé a ti con Luzbel.

     -Enhorabuena, señor. Luzbel es un personaje muy astuto, que sabe cuánto partido puede sacarse del mal, y como diablo consumado, no ignora que los términos medios son contradicciones y desdichas. Por eso ha elegido el mal franca y valientemente. Pero vos, señor, os encontráis ahora en el mismo caso que Eva cuando cedió a los consejos de la serpiente que le decía: «De ninguna manera moriréis, porque sabe Dios que en cualquier día que comieseis del árbol, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como dioses, sabiendo el bien y el mal. Vos no queréis ni la luz ni las tinieblas separadamente, queréis ambas cosas a la vez…

     -¿Y por ventura no es ese el destino del hombre? -interrumpió Gómez de Lara.

     Isaac se sonrió.

     -Como habíais dicho que, cualesquiera que fuesen vuestros deseos, queríais verlos cumplidos…

     -Y lo repetiré mil veces. La dicha para mí es no encontrar obstáculos a mi voluntad. Si ésta alguna vez no fuese bien dirigida, todo está reducido a responder de mis actos.

     -Esa es la cuestión, -observó Jimeno.

     El judío se encogió de hombros sonriéndose maliciosamente.

     -Mi buen señor, -murmuraba-, no comprende que se extravía.

     Además, -dijo Álvaro-, que el hombre tiene una inmensa libertad, aunque no vuele por los aires ni cabalgue sobre el sol. El libre albedrío está colocado en el inmenso espacio que media entre el deseo y la voluntad.

     -Y la gloria del hombre, -añadió gravemente el señor Gil Antúnez-, consiste en vencer sus malos deseos.

     -¡Muy bien dicho! -exclamó Isaac con equívoca sonrisa.

     -¿Y por qué no he de desear la posesión de esa corona brillante de la humanidad? Todas las fuerzas de mi ser me impulsan a realizar ese magnífico modelo, -dijo Lara.

     -¡Muy bien deseado! -exclamó el picaresco judío-. Sólo es preciso que, según las doctrinas que aquí se proclaman, hagáis una levísima supresión.

     -¿Cuál?      El judío calló por algunos momentos, como si temiese disgustar a su señor.

     -¿Qué supresión debo hacer? -volvió a preguntar don Guillén.

     -Para obtener la gloria que buscáis, -se apresuró a responder Gil Antúnez-, es preciso que suprimáis estas tres palabras, hablando de cumplir vuestros deseos, sean cuales fueren.      En seguida el anciano se despidió de la tertulia, pretextando que no le estaba bien trasnochar y que al día siguiente debía madrugar mucho para decir la misa de alba en el convento de Nuestra Señora de la Luz.

     La juiciosa observación hecha por el sacerdote produjo bastante impresión en el ánimo del joven Lara.

     -¿Veis cómo yo tenía razón? -dijo Isaac-. Y ahora, supuesto que os halláis con tan buenas disposiciones, es preciso que penséis en otra cosa de la mayor importancia. Para resumir y comprender todas las faces de la actividad humana, es indispensable también reunir todas las aptitudes, las cualidades más eminentes, que unas a otras se excluyen con frecuencia. Vamos a ver cómo os dais maña para amalgamar la templanza, sin perjudicar a la fortaleza; la prudencia, cuyos juicios no perjudiquen a la justicia; debéis encontrar el maravillosísimo secreto de enlazar en una unidad la grandeza de alma con la astucia, el espíritu que conoce con el espíritu que crea y engalana, la perseverancia y la viveza…

     Isaac se detuvo prorrumpiendo en una estrepitosa carcajada.

     -Se me ocurre, -añadió-, que esto es tan difícil como producir una tragicomedia que haga llorar y reír hasta el extremo, como hallar una acción cuyos elementos sean tan diversos como las auras y las tempestades, como el dolor y la alegría… ¡Oh carísimo señor! Bien pudierais llamaros una abreviatura del mundo, siempre que llevaseis a cabo la realización de vuestro plan.

     -Lo creo así, -dijo tranquilamente el altivo señor de Alconetar.

     Después de algunos momentos en que reinó silencio profundo, Jimeno dijo, acordándose de Amalia:

     -¡Oh! ¡Si yo pudiese en el curso de mi vida recibir una guirnalda de laurel y rosas de manos de la gloria y del amor!      Al escuchar estas palabras, don Guillén exhaló un profundísimo suspiro.

     Isaac se sonrió maliciosamente.

     -Vamos, -dijo Lara-. ¿Qué piensas tú de todo eso? Quiero saber tu opinión.

     -Antes de complaceros me permitiréis que os cuente parte de la historia de un dios.

     -¡De un dios!      -Sí, señor.

     -Pues vamos, cuenta.

     -Éranse tres dioses que disputaban sobre cuál había dejado su obra más perfecta. Neptuno había formado un toro, Vulcano un hombre y Minerva una casa. Para terminar la disputa, conviniéronse en elegir un juez que decidiese sobre el mérito de las tres obras. Como todos eran dioses, claro está que no podían sujetarse sino a otro dios. Eligieron a Momo, quien reprendió a Neptuno porque al toro no le había puesto las astas en la misma frente y por encima de los ojos para que pudiera ver claramente en dónde hería. Criticó a Vulcano porque no había hecho una ventana en el pecho del hombre por donde se pudiese ver lo que había en el corazón, y si correspondían con él las palabras o si procedía con engaño. Minerva, muy contenta viendo lo mal que habían librado sus competidores, túvose por vencedora, atendiendo a la hermosa proporción y ricos mármoles que había empleado al fabricar la casa. La diosa de la sabiduría conocía muy mal al descontentadizo Momo, que la reprendió porque no había hecho la casa portátil para que se pudiese trasladar a otro barrio, cuando uno diese con malos vecinos…

     -Ahora comprendo con cuánta razón te dan el sobrenombre de Momo.

     -Carísimo señor, habéis acertado mi pensamiento de dar razón de mi nombre. Mi maestro, que además de la medicina me enseñó él griego y muchos secretos de filosofía natural, atendido mi carácter, me llamaba siempre Stigio Momo, murmurador hasta de los dioses inmortales.

     -¡Cuánta razón tenía tu maestro!      -Ahora bien, ¿queréis todavía saber mi opinión respecto a cada uno de vuestros planes?      -Sí, sí, -dijeron a la vez los tres jóvenes.

     -Va a repetirse la escena de los tres dioses.

     -No importa. ¿Qué dices de mi plan? -preguntó Gómez de Lara.

     -Que es una merienda de memoria.

     -¿Y del mío? -preguntó Álvaro.

     -Os diré las mismas palabras de Marco Junio Bruto después de la batalla, de Philipos, en el momento de quitarse la vida: «¡Oh virtud! no eres más que un nombre vano».

     -Y mis deseos, ¿qué te parecen? -preguntó Jimeno.

     -Inútilmente buscaréis la corona de laurel y rosas de la gloria y del amor. ¡La gloria es un vano ruido! ¡El amor! Mientras que tengáis en los brazos a vuestra amada, ella en su imaginación estará contemplando el rostro del amante no poseído.

     Estas palabras resonaron dolorosamente en el corazón de Álvaro y Lara, que habían amado a la pérfida Elvira.

     Jimeno suspiró pensando en Amalia.

     -¡Todo lo envenenas tú, víbora! -exclamó don Guillén.

     El judío se encogió de hombros.

     Durante largo rato nuestros jóvenes se estuvieron paseando por la estancia con ademán profundamente meditabundo. De pronto detúvose Gómez de Lara reparando en Pedro Fernández, que, inmóvil como una estatua, estaba de pie en la puerta. Don Guillén se había distraído, olvidándose de decir a su servidor que se alejase.

     -Y tú, Pedro, ¿qué es lo que más deseas? -preguntó Lara.

     -Señor, casarme con Mari-Ruiz.

     Grande hilaridad produjo esta respuesta en nuestros caballeros.

     La noche estaba ya muy avanzada. Jimeno y Álvaro se despidieron de don Guillén para irse a sus respectivos aposentos, después de haber quedado convenidos en verificar cuanto antes sus viajes y proyectos.

     Entretanto el judío murmuraba.

     -Los hombres proyectan mucho, y muy bien; pero después vienen los acontecimientos, y hacen que se realice poco y muy mal.

     Aquella noche nuestros jóvenes se durmieron entre un torbellino de ideas y sentimientos, en medio de los cuales aparecía el recuerdo del halconero. Los tres amigos, comparando sus deseos con los de Pedro Fernández, escuchaban en el fondo de su conciencia una voz que les decía:

     -¡Feliz él!

Capítulo XXXI

Que trata de muchas y grandes cosas

     La noche estaba tempestuosa. El huracán bramaba en la selva y la lluvia caía a torrentes. Al pálido fulgor de los relámpagos podían distinguirse los ennegrecidos muros de una alquería situada entre un bosque de encinas. De repente se oyeron las pisadas de un caballo, y casi al mismo tiempo apareció una luz en una ventana baja. Aproximose el recién llegado y cambió estas palabras:

     -¿Fidela?      -¡Señor!      -Abre.

     -Voy al punto.

     Entretanto el caballero echó pie a tierra.

     Algunos minutos después se abrió la puerta de la alquería y apareció una mujer con el índice sobre los labios, como recomendando la precaución y el silencio. Iba el caballero vestido de modo que parecía un espectro envuelto en un sudario. Llevaba el manto blanco que usaban los caballeros del Templo.

     El recién llegado entró su caballo en el portal, o para ponerlo a cubierto de aquella deshecha tormenta, o para evitar que a ningún peón le diesen tentaciones de convertirse en jinete.

     Luego que la mujer hubo cerrado la puerta, condujo al caballero, que la siguió andando de puntillas. Ambos penetraron en la estancia del piso bajo, que hemos dicho tenía una ventana que daba al campo. El aposento estaba amueblado con extremada sencillez, si bien se echaba de ver cierto lujo que, aun cuando rigorosamente no pudiera llamarse tal, conocíase, sin embargo, que en la alquería habitaban gentes que de seguro no eran pobres o modestos arrendadores. A lo largo de las paredes había suntuosos escaños forrados con ricas telas. Veíase igualmente una chimenea con encajes góticos, y en medio de la cual ardía media encina. En el testero de enfrente veíase una cuna de madera preciosa con embutidos de marfil y oro. La cuna estaba cubierta con una especie de colcha de seda negra.

     Nuestros personajes tomaron asiento el uno enfrente del otro, en dos sitiales que estaban a los lados de la chimenea. El caballero, fijó en su interlocutora los ojos con expresión a la vez triste e iracunda.

     -¿Y a qué circunstancias, señor, se debe el que hayáis anticipado vuestra venida? -preguntó doña Fidela.

     -¿No sabes nada?      -Hace dos días os envié una carta con Mendo en que os anunciaba, que Matilde estaba muy malita. Supongo que recibisteis mi aviso, porque el mensajero me dio señas nada equívocas, anunciándome además vuestra venida para mañana. Y al ver que esta noche habéis venido, aun cuando hubiese tenido alguna desconfianza, ya no me sería permitido dudar de Mendo, a quien juzgo muy digno de nuestra estimación.

     -¡Oh! No te fíes de nadie, -dijo el caballero levantándose y cerrando la ventana.

     -¿Acaso creéis que Mendo?…

     -Si he de hablarte con franqueza, no me gusta mucho.

     -Como es vuestro arrendador…

     -Su padre era un excelente hombre, y más de una vez prestó importantes servicios a mi familia; pero respecto a su hijo, no tengo datos para juzgarle ni bien ni mal… En fin, vamos a otra cosa.

     -Decid, señor.

     -¿Tú crees que ellos no se ven con frecuencia?      -Me atrevería a jurar que desde que estamos aquí no se han visto.

     -Pues yo me atrevo a jurar lo contrario.

     -Señor, me parece que os equivocáis.

     -Fidela, te engañan miserablemente.

     -Yo no adivino cómo ni por dónde puedan verse. Constantemente estoy alerta, ya lo habéis visto esta noche; apenas sonaron las pisadas de vuestro caballo, os reconocí y salí a abriros. Ni de día ni de noche dejo de espiar todos, sus pasos; en fin, señor, perdonadme, pero me parece un imposible, una locura, lo que decís.

     -Y sin embargo, nada hay más cierto.

     Doña Fidela miró con grande extrañeza al caballero.

     -Señor, -dijo-, me parece imposible de todo punto.

     -Yo lo creo de todo punto cierto. Por más que la vigiles, al fin tú no eres de bronce, por fuerza algunas horas tienes que dedicarlas al descanso y al sueño, y entretanto… Nada hay más verdadero que aquello de «no puede ser guardar una mujer».

     -Pero ¿por dónde es posible que se vean, por dónde? La llave de la puerta la guardo yo debajo de mi almohada; por el balcón es más imposible todavía, porque yo duermo junto a él…

     -Tal vez Mendo les ayude.

     -¡Imposible! ¡Imposible!      -Es inútil que nos cansemos en averiguar por dónde se ven; nos basta y sobra con saber que es verdad.

     -Pero ¿insistís?..

     -Toma y lee.

     El caballero sacó un papel que entregó a doña Fidela.

     En seguida el Templario levantose, y aproximándose a la puerta se asomó con precaución a las galerías y al patio de la quinta, y después de pasear por todas partes una mirada escrutadora, muy satisfecho de su examen, se volvió al aposento.

     La anciana leyó:

     «Inolvidable Rafael: Cada día se me hace más pesada la esclavitud en que vivo, y por último estoy resuelta a seguir tus consejos. Adonde tú me lleves, te seguiré con alegría, y allí viviré llena de júbilo, supuesto que jamás encontraremos obstáculos para nuestro amor. -Te aguarda impaciente la que jamás te olvida».

     Doña Fidela se quedó más pálida que la muerte cuando hubo leído la epístola interceptada. El Templario miraba a la triste señora con aire de reconvención, a la vez que con aflicción profunda.

     -Y ahora, ¿qué dices?      -Señor… Me parece un sueño.

     -¿No reconoces su letra?      -Efectivamente es suya… ¡Oh! Pero yo no comprendo cómo su naturaleza se ha cambiado en tales términos… ¡Qué afrenta, Dios mío! ¡Un amor tan impuro hacia un hombre tan odioso!… Y además señor, vos lo sabéis. ¡Qué crimen tan nefario!      La triste señora comenzó a llorar amargamente.

     El misterioso personaje, es decir, el Templario, a pesar de su incomprensible energía de carácter, no pudo menos de acompañar con sus lágrimas el dolor inmenso de la desolada Fidela.

     -¡Oh! -exclamó al fin la triste madre-. Tal vez no sea cierto; quiero creerlo así… ¿Cómo ha podido ella enviarle esta carta? ¿Cómo este papel ha llegado a vuestras manos?… Creeré primero que han falsificado su letra…

     Esta reflexión pareció impresionar bastante al Templario. Conociolo doña Fidela, y se aferró a este pensamiento, como el náufrago se aferra a la tabla que le ofrece alguna esperanza de salvación.

     -No, no, -dijo el Templario por último-. Ni ese consuelo nos queda. ¿Para qué engañarnos?…

     -¡Pero aquí no viene nadie!… Y Mendo, estoy segura de que no ha sido el portador de esa carta. ¡Decid! ¿Cómo ha llegado a vuestras manos?      -Por una casualidad.

     El Templario refirió a Fidela cómo el trovador le había llevado aquella carta a Jaraicejo.

     -Desgraciadamente, -añadió-, no estaba yo allí cuando llegó el armiguero, por lo que éste entregó la carta al fiel Millán, encargándole mucho que al dármela no dejase de decirme que aquel billete se lo habían entregado a él, tomándolo por Rafael Matías Castiglione. Millán me dijo también que esta feliz equivocación había tenido lugar en la iglesia de Nuestra Señora de la Luz.

     -¡En Alconetar! -interrumpió vivamente la madre de Elvira.

     -Justamente.

     -¿Y no sabéis quién fue la persona que le entregó la carta al armiguero?      -Lo ignoro.

     Y así era la verdad, por más que la anciana lo dudase o lo sintiese, que duda y pena a la vez se leía en la mirada investigadora que clavó en el Templario. Cuando el trovador llegó a Jaraicejo, después de ser reconocido por el viejo Millán, fuele franqueada la puerta de la misteriosa casa, y no hallándose en ella el Templario, se afligió sobremanera no sabiendo en dónde encontrarlo. Millán le aseguró que había prometido volver al día siguiente, en vista de lo cual, Jimeno, deseoso de volverse cuanto antes a la Encomienda, dio su encargo al viejo servidor, y sin más ausentose después de haber sabido que su padre se hallaba muy aliviado, y que a la sazón dormía profundamente. De este cúmulo de circunstancias resultó que, no habiendo el Templario hablado con Jimeno, por creer bastantes para su intento las noticias que le diera Millán, en el caso presente el caballero ignoraba muchos pormenores respecto a la manera cómo había sido interceptada la carta.

     -Sí, sí… ¡Ella ha sido! -exclamó Fidela-. ¡No ha podido ser otra! ¡Ahora se abren mis ojos!      -¿De quién hablas?      -De una infame vieja que indudablemente ha sido la que ha convertido el ángel en demonio, la que ha infundido en el pecho de Elvira el soplo infecto de la corrupción. ¡Maldita Plácida!      -¡Ah! ¿Esa es la sirvienta que tomasteis en la villa de Alconetar?      -Sí, señor. Esa endiablada mujer logró seducirme, porque tiene todas las apariencias de una santa.

     El Templario permaneció algún tiempo sumido en la más honda meditación y con la cabeza inclinada sobre el pecho. Cuando levantó el rostro, las lágrimas corrían por sus mejillas.

     -¡Oh, querida Fidela! -exclamó con voz tristísima-. El cielo no se ha cansado todavía de perseguirnos. Tú eres una criatura celestial, caritativa, y fiel hasta el extremo de que tu nombre es la expresión verdadera de tu alma generosa. Y sin embargo, ¡cuántas aflicciones han caído sobre ti! Has visto a una de tus hijas esposa de un ladrón; por complacerme te has separado de tu esposo; por serme fiel has sido capaz de los más heroicos sacrificios… ¡Ah! Mil reinos que tuviera no bastarían a recompensar tu adhesión y tus virtudes.

     -Señor, no me destrocéis el corazón con vuestras bondadosas palabras, cuando merezco las más severas reconvenciones… ¡No me habléis así!      -No, Fidela, no. ¿Qué culpa tienes tú de las desgracias que nos han sobrevenido? ¿Qué fuerzas tienes tú, pobre mujer, contra lo que el hado o la Providencia dispone? Tú sabes que un destino cruel me ha empujado a un abismo, del cual ¡ay! no me es ya posible salir. Tú sabes que mis desgracias han sido tan espantosas, que han trasformado mi naturaleza hasta el extremo en que me ves, cubriéndome con un hábito tan ajeno de mi decoro; mis infortunios han sido tan inmensos, que han levantado en mi espíritu fuerzas que largo tiempo estuvieron adormecidas; mi índole y mi condición se han trocado hasta un punto que jamás hubiera creído… ¡Ay! La timidez se cambió en valor, la virtud en crimen, la alegría en desesperación, la caridad en deseo ardiente de venganza… Y tú también, Fidela, tú también sabes que no ha sido todo por mi culpa… ¡Hubo un tiempo tan dichoso para mí! ¡Vivía tan inocente!… ¡Ah! ¿Qué crimen, Dios mío, qué crimen había yo cometido para caer tan bajo, para sufrir tamañas desventuras?      El rostro del Templario en aquel momento expresaba tan amarga tristeza, desesperación tan grande, tan intenso dolor, que hubiera conmovido a un corazón de diamante. El Templario y doña Fidela continuaron largo rato sumergidos en un doloroso silencio.

     -Ahora, -dijo súbitamente el caballero-, ahora es preciso pensar en poner un dique a tantos desórdenes. A todo trance es necesario evitar que esa mala hembra satisfaga sus caprichos vergonzosos, sus deseos criminales.

     -¿Y qué haremos en este caso?      -Partir inmediatamente de esta alquería.

     -¿Y adónde iremos?      El Templario reflexionó profundamente.

     -Si los Estados de mi hermano estuviesen menos distantes, exigiríamos de él auxilio; pero…

     -¿No posee también algunos pueblos y castillos en esta comarca?      -Sí; pero sería imposible hacerse obedecer sin que precediesen órdenes de mi hermano.

     -Pudierais…

     -Jamás, Fidela, jamás, -repuso vivamente el Templario, que sin duda había adivinado el pensamiento de la dama-. Nunca, -continuó-, nunca me descubriré… sobre todo a los vasallos de mi hermano.

     -¿Pues él no sabe?…

     -Únicamente que vivo; lo demás lo ignora, y puede que acaso jamás llegue a saberlo.

     -En ese caso, -dijo doña Fidela-, ¿qué haremos?      -Tu esposo puede sacarnos del apuro.

     -¡Mi esposo! ¿He oído bien?      -Es el único que puede salvarnos, supuesto que para ello se necesita extremada celeridad.

     ¿Y cómo?      -Yo lo arreglaré todo.

     -Tened en cuenta, señor, que pueden arrebatarla, que ese hombre es valiente y poderoso, y que para contrarrestar sus planes acaso necesitaremos valernos de algunos hombres de armas.

     -Esa es la gran dificultad y la razón por que siento no estar cerca de mi hermano; pero en fin, ya te he dicho que todo se arreglará. La cuestión aquí es no perder tiempo, pues que ya a estas horas Castiglione puede haber descubierto que su carta ha sido interceptada, y es muy probable que intente arrebatar a Elvira, ¿quién sabe? acaso esta misma noche.

     -¡Dios mío! ¡Dios mío!      -No te aflijas; yo estaré aquí mañana a estas mismas horas, y me seguirá una escolta capaz de resistir a un ejército. Mi designio al venir esta noche ha sido únicamente avisarte de lo que se trama, para que vivas alerta y prepares a Elvira, a fin de que mañana estéis dispuestas a abandonar esta alquería.

     -¿Y si entretanto ese hombre odioso?… ¡Ah! ¿Quién había de creer que Elvira había de cambiar de esta manera?      El Templario suspiró.

     -Si te parece, Fidela, puedes hacerle una revelación. Dile todo el horrible misterio que hace que la llama de ese amor sea una llama del infierno.

     -¡De veras, señor! ¿Os parece bien que se lo descubra todo?      -¡Todo!      -¿Y qué adelantaremos?      -Mira, Fidela, si después de saber ella una verdad tan terrible continúa en su ceguedad, diré que Elvira no es una mujer, sino un demonio que ha tomado una figura encantadora e inocente, como ella era, o por mejor decir, como ella parecía en sus primeros años.

     -Mucho me temo…

     -No, no, Fidela. No la ultrajes hasta ese punto. Yo no puedo creer que su alma esté tan corrompida. Estoy seguro de que ella se horrorizará, no de su crimen, sino de su desgracia.

     -¡Oh, señor! Elvira es una mujer singular. Toma todas las formas, y aparece a mis ojos con tantos colores como el arco iris, como una serpiente que a los rayos del sol se desliza rápida entre la verde hierba. Ella es un arpa que despide todos los tonos, mil encontradas melodías; es un instrumento misterioso, una voz del infierno y maravillosamente flexible, que ora entona melancólicas y dulces endechas, ora un canto de alegría, ya un himno triunfal, ya los salmos de los muertos. Os aseguro, señor, que me aterra, que me espanta, que me confunde esta mujer. Algunas veces me sonríe tan dulcemente, me dice «madre» con una voz tan cariñosa, que, os lo digo con franqueza, me hace derramar lágrimas de ternura, y me conmueve de tal manera, que sería capaz de perdonarle los crímenes más atroces, las injurias más crueles. ¡Yo la quiero tanto!      -¡Cuán desgraciados hemos sido! ¿Por qué ha querido Dios castigarnos tan cruelmente? Elvira desde pequeña ha sido un ser incomprensible.

     -Verdaderamente incomprensible. Después de sus efusiones cariñosas y dignas del más acendrado amor filial, pasa de pronto a los más extraños accesos de furor, de ingratitud y hasta desprecio hacia esta pobre anciana, que daría por ella mil vidas que tuviera, y que por alimentarla, vestirla y satisfacer todos sus deseos razonables, sería capaz de recorrer el mundo del uno al otro confín, pidiendo una limosna por amor de Dios, para probarle mi amor a ella. Y sin embargo, Elvira no me ha querido nunca, porque la creo incapaz de amar a nadie de corazón. Pero de algún tiempo a esta parte, su indiferencia se ha trocado en aborrecimiento. ¡Oh! ¡Estoy segura de que me aborrece!      Y esto diciendo, la afligida señora comenzó a llorar con el más amargo desconsuelo.

     Después añadió:

     -Y lo que más me mortifica es la desigualdad de su carácter. Yo no puedo concebir cómo, en un instante, de la dulzura más angelical pasa a los arrebatos más frenéticos de ira y desesperación. ¡Oh, señor! Si yo continúo mucho tiempo a su lado, estoy segura de que voy a volverme loca.

     Y doña Fidela, con ademán a la vez extraviado y dolorido, se golpeaba la frente, diciendo:

     -¿Quién me lo había de decir? Ella ha burlado toda mi vigilancia y se ha echado a cierraojos en brazos de la deshonra. ¡Qué horror! ¡Qué horror? ¡Qué horror!      Triste espectáculo en verdad presentaba la infeliz anciana.

     El Templario la miraba con aire triste y sombrío a la par que con profunda compasión.

     Súbito oyose un ligero rumor hacia la puerta.

     El caballero y la dama se miraron sorprendidos.

     -¿En dónde está Elvira? -preguntó el caballero poniéndose en pie de un salto.

     -Cuando vos llegasteis estaba durmiendo.

     -¿Me habrá oído tal vez?      -¿Quién sabe?      El Templario se dirigió a la puerta, salió a la galería y examinó cuidadosamente aquel recinto, un olvidar el patio; pero nada oyó, a nadie vio. Sólo observó que el cielo permanecía encapotado con negras nubes que cada vez más se iban condensando. La lluvia se había disminuido, el viento había aflojado algún tanto; pero nuevas ráfagas comenzaban a empujar las nubes que volaban antecogidas por el huracán, como los pueblos huían despavoridos del látigo de Atila. Los truenos sonaban lejanos, los relámpagos lucían débilmente, la tempestad se había detenido; pero no había pasado. El caballero tornose al aposento, muy convencido de que nadie había podido escuchar su conversación con doña Fidela, y que el viento había sido la causa del ruido que habían hecho las hojas de la puerta.

     -¿No habéis visto a nadie?      -No.

     -Es posible que Elvira continúe durmiendo.

     -Sin embargo, los truenos han podido despertarla. ¿No hay nadie más en la quinta?      -Esta noche estamos solas.

     -¿Cómo así?      -Mendo ha ido a Cáceres a comprar provisiones.

     -¡Hum! ¡Hum! -murmuró el Templario-. Te aseguro que ese maldito Mendo me da muy mala espina… Afortunadamente mañana dejáis esta vivienda… Tenlo todo preparado…

     -¡Oh! Elvira me va a querer sacar los ojos cuando le dé esa noticia.

     -Arréglate como mejor puedas, y redobla tu vigilancia, por si acaso proyectasen alguna intentona durante el breve plazo que nos queda.

      -Ved, señor, ved qué madre tan desnaturalizada. En la carta que ha escrito a su odioso amante ni le dice una palabra siquiera respecto a su hija… Venid, señor, y estremeceos, porque es horrible lo que vais a ver.

     Esto diciendo, doña Fidela tomó la lamparilla que había dejado sobre la mesa, y condujo al caballero al extremo de la estancia en que hemos dicho había una cuna.

     Fidela levantó la negra tela, y aproximando la luz, dijo al Templario:

     -¡Mirad!      La cuna era más bien un sepulcro.

     -Ni una lágrima, señor, ha derramado Elvira. Ella duerme tranquilamente, mientras que su hija reposa por la última vez en esta cuna, en que yo tantas noches he arrullado el sueño de la inocencia. ¡Pobre Matilde!      El Templario permaneció largo rato con los ojos fijos sobre la encantadora criatura, que parecía dormida. La muerte, que había segado sin temblar aquella flor delicada, no había podido grabar su asqueroso sello en aquellas facciones infantiles. ¡Pobre niña! Su rubia y rizada cabellera caía como un vellocino de oro sobre su cuello de cisne, y su boca entreabierta parecía sonreír a los ángeles que le brindaban su eterna compañía en las alturas del cielo.

    Los ojos del Templario estaban inmóviles y vidriosos, su tez lívida y su rostro desfigurado con horribles visajes.

     -Sí, -exclamó de pronto con voz de trueno-. ¡Sí! Dios la ha aniquilado, porque ella era un crimen viviente, fruto podrido de un horroroso incesto. Desde el vientre de tu madre, ¡oh desdichada criatura! habían lanzado los cielos su maldición sobre ti.

     No bien había pronunciado estas terribles palabras, cuando pareció que la casa se conmovía hasta en sus cimientos, y que la bóveda estelante con horrísono estruendo se desplomaba sobre la tierra estremecida. La anciana lanzó un grito desgarrador y la lamparilla cayó de su mano. Un trueno espantoso y prolongadísimo había recorrido la región del aire, como si la voz de la cólera divina hubiese querido contradecir o confirmar las palabras del Templario. La habitación había quedado siniestramente iluminada por el vacilante y rojizo fulgor del fuego del hogar. Durante largo espacio reinó en la estancia profundo silencio. La anciana, cubierto el rostro con ambas manos, la cuna, el cadáver, el Templario con su hábito blanco, que se destacaba crudamente en el raedizo fondo de aquella semioscuridad, el lucir de los relámpagos que penetraba por la mal entornada puerta, el eco retumbante de los truenos, los aquilones desplegando toda su rabia, y la lluvia que con estrépito se desgajaba del seno de las nubes, semejantes a otros tantos ríos suspendidos en el cielo, todo esto, dentro y fuera de la habitación, formaba un cuadro horroroso; fantástico, repugnante y a la vez magnífico y sublime.

     -¡Adiós, Fidela! -gritó de repente el Templario.

     -El señor os acompañe.

     -Que no olvides mi encargo. Revélaselo todo, caso de que haya peligro, y que los áspides del remordimiento emponzoñen su corazón y turben su espíritu y le hagan retroceder espantada ante el abismo de sus hediondos crímenes.

     -Está bien, señor.

     -Hasta mañana.

     -Aguardad un poco. ¿No teméis a la tempestad?      -Yo desafío sus furores.

     -¡Jesús, María y José! -exclamó Fidela santiguándose toda llena de pavor al ver un gran relámpago.

     Un momento después se oyó el galope de un caballo. El Templario desapareció rápidamente. Al ver entre las tinieblas de la noche aquella blanca figura cruzar por desconocidos senderos sobre su volador caballo, diríase que era el genio de las tempestades. Apenas hubo salido el caballero de la alquería, cuando Fidela, sin detenerse a encender la lamparilla, salió de la estancia del piso bajo y se dirigió a su aposento. La triste señora, después de las diversas y dolorosas emociones que habían fatigado su espíritu, experimentaba imperiosa necesidad de reposo. Como era natural, antes de irse a recoger, cerró y atrancó cuidadosamente la puerta de la alquería. En seguida encaminose al piso alto por un estrecho corredor y tan lóbrego, que le hubiera sido imposible ver ni los dedos de sus manos. No obstante, como conocía perfectamente la localidad, y persuadida por otra parte de que nada tenía que temer, continuó su camino con la mayor confianza.

     Súbito lanzó un grito agudísimo.

     -¡Oh!.. ¡Soltadme!… ¿Quién sois?      -¿Conque hasta mañana, eh? -dijo una voz en la oscuridad, una voz cuya entonación siniestramente irónica heló de espanto a la aturdida doña Fidela.

     -¿Me queréis asesinar?… ¿Quién sois?… ¡Elvira! No, no. ¡Imposible!      -¿Por qué ha de ser imposible, señora? Elvira en persona es la que os habla. ¡Gracias a Dios que ya sabemos el objeto de las relaciones que conserváis con ese misterioso personaje! Ya sabemos que sólo tratáis de contrariarme. ¿Sabéis vos lo que es una mujer enamorada?… ¡Mañana partiremos de esta alquería!… Por mi vida, os juro que no será así. Aunque siempre es una prueba de que me profesáis poco afecto el que os opongáis a mis amores, no me irrita tanto, porque, al fin, vos podéis hacerlo, vos sois mi madre… pero el que ese hombre misterioso quiera mezclarse en nuestros asuntos y contrariar mi pasión incontrastable, eso no se puede soportar, y yo no lo sufriré.

     Estas palabras fueron pronunciadas con un acento que revelaba una resolución irrevocable. Doña Fidela comprendió que gran parte de su conferencia con el Templario había sido escuchada por Elvira, y que, por consiguiente, era ya casi imposible reducirla a que dejase aquella mansión, si ya no es que antes del plazo prefijado no procuraba ella ponerse de acuerdo con su amante, en cuyo caso, cuando el Templario volviese a la siguiente noche, ya Elvira y Castiglione habrían podido ausentarse de la solitaria vivienda.

     -¿Quién es ese demonio de hombre? ¿Con qué derecho pretende mortificarme? ¡Sabe Dios quién será!… Unas veces lo he visto aparecer con el traje de mendigo, otras fingiendo que estaba leproso; algunas veces en traje de soldado, y otras muchas cubierto con el manto de los caballeros del Templo. ¡Siempre con disfraces y ficciones! ¡Siempre con misterio s y exigencias! Ni una sola vez os ha visitado sin que haya traído alguna calamidad. Ahora que la venda ha caído de mis ojos, comprendo muy bien que el variar constantemente de morada, nuestra vida misteriosa y errante, ha sido a causa de los consejos o las intrigas de ese hombre infernal… ¡Y ya es tiempo de que esto concluya! ¿Quién es ese misterioso personaje? Quiero saberlo.

     Doña Fidela, ya recobrada de la sorpresa que le había causado aquel súbito encuentro, respondió:

     -Ese misterioso personaje tiene razones muy poderosas, tanto para vivir continuamente disfrazado, cuanto para mezclarse en nuestros asuntos y exigir nuestra obediencia con una autoridad soberana.

     -Esa obediencia podrá exigirla de vos, que le conocéis; pero por mi parte, yo os digo que en ninguna manera me prestaré a ser el juguete de los caprichos de su voluntad. Si él quiere que dejemos esta mansión, yo quiero lo contrario, y en cuanto a voluntad tengo yo tanta como pueda tener ese caballero, ese miserable, porque no puede menos de ser un gran criminal, supuesto que así se oculta eternamente bajo innobles disfraces.

     -¡Calla! -gritó indignada doña Fidela-. Ante ese hombre deberías humillarte de rodillas y besar sus pies y la tierra que pisara. Él te ha colmado de beneficios, a él le debes, ingrata huérfana, tu educación, tu subsistencia y seguridad, y hasta la vida que te salvó con riesgo de perder la suya… En cuanto a lo que dices de no obedecerle, nada me importa, con tal que me obedezcas a mí, a tu madre, a tu madre.

     -¡Vaya! -exclamó la joven con sacrílega sonrisa-. ¡Qué llena estáis de autoridad maternal!      -Hija vil e indigna. ¿Te atreves a oponerte a mis mandatos? ¡Oh! Yo no sé cómo Dios no te aniquila con el rayo y el trueno que ahora mismo estremecen al firmamento. ¡Oh, Dios! -exclamó la afligida madre con voz solemne, extendiendo sus brazos hacia el cielo ceñudo-. ¡Oh, Dios que te reclinas tranquilo sobre las alas de fuego de la tempestad; tú, que en la sagrada cumbre del Sinaí dijiste a los hijos «honrad a vuestros padres y a vuestras madres, para que viváis largo tiempo en la tierra prometida»; tú, Señor, que ves todas las cosas y miras desde el cielo la satánica soberbia de esta hija de la tierra, de esta hija rebelde que insulta y escarnece a su pobre madre, porque intenta sacarla del inmundo pozo de la voluptuosidad que la devora; tú, Señor, que conoces que Elvira es más criminal aún de lo que ella se figura, haz que la muerte ponga término a su existencia, si ha de continuar un solo día más sumergida en el lodazal hediondo de esa pasión vergonzosa!      Elvira guardó silencio, al escuchar las terribles palabras de su madre.

     -Oídme, Señor, oídme, porque os lo ruego de todo corazón. ¡Oídme!      Y esto diciendo, doña Fidela cayó de rodillas, y con los brazos extendidos, elevados los ojos al cielo, la faz encendida en santa indignación, repetía:

     -¡Oídme, Señor, oídme!      Elvira prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

     -¡Qué patética os ponéis!… ¡Me habéis convencido, señora! Me habéis convencido de que poseéis una habilidad admirable para representar autos sacramentales… Vamos, señora, entonad otra plegaria… ¡Sabéis rezar maravillosamente bien!      Doña Fidela se levantó exhalando un gemido de lo más profundo de sus entrañas.

     -Ya os he dicho, querida madre de mi corazón, que nada ni nadie podrá moverme a seguir ese antojo de que abandonemos esta alquería. De lo contrario, ya veréis lo que yo hago… ¡Ya veréis de lo que yo soy capaz!      Y al decir esto se animaron sus ojos con un brillo más siniestro aún que el relámpago que iluminó en aquel instante el lívido rostro de Elvira.

     Luego volvió a preguntar:

     -¿Quién es ese hombre? ¿Por qué se opone a mi amor?      -Yo te lo diré… ¡Sígueme!      La anciana se encaminó hacia la escalera, y llegando al piso alto de la quinta, atravesó una galería y penetró en el aposento que servía de dormitorio a ambas. Aquella habitación se dilataba a lo ancho de la fachada o frente de la quinta, y estaba dividida en tres separaciones. En la primera dormía doña Fidela, quien tenía el lecho junto al balcón que caía precisamente sobre la puerta del campo. En la habitación del centro dormía Elvira. Doña Fidela habíale designado aquella estancia, atendiendo a que era imposible por allí toda comunicación, supuesto que ni balcón ni ventana había. En el aposento último tenían nuestras damas un guardarropa, una papelera y un gran cofre, muebles que pertenecían a doña Fidela y que ésta llevaba consigo siempre en todos sus viajes o traslaciones de domicilio. En aquella estancia había una ventana enrejada con fuertes barrotes de hierro. La anciana, por evitar que Elvira se comunicase con Castiglione, llevaba siempre consigo la llave de aquella habitación. Y con tales precauciones, doña Fidela se imaginaba que nada tenía que temer respecto a la seguridad de Elvira. Muy pronto la infeliz madre conoció que muy frecuentemente era engañada. Doña Fidela penetró en la primera pieza, y tomando asiento en un sitial que estaba junto a su lecho, hizo una seña a Elvira para que también se sentase.

     Obedeció la joven.

     Después de algunos momentos de profunda reflexión, durante los cuales doña Fidela pareció evocar mil confusos recuerdos, tomando una actitud a la vez dolorida y solemne, dijo:

     -Hija mía, voy a referirte cosas que harán se te ericen los cabellos; pero, por más terribles que sean, tales son las circunstancias en que respectivamente nos encontramos, que no es posible ya por más tiempo guardar silencio sobre este punto.

     -Os escucho, -respondió con desdeñoso acento la altiva joven.

     -Hace muchos años que una dama de muy distinguido linaje, por una serie de extraños sucesos que ahora no es del caso referirte, vino a caer bajo el dominio de un hombre tan disforme como astuto y orgulloso. La dama aborrecía de muerte al tal caballero; pero éste en cambio adoraba a la señora tanto como se lo permitía su índole diabólica. Desde luego comprenderás que el amor de un hombre semejante no merecía que se le diese este nombre, sino más bien el de apetito brutal. Me he propuesto, hija mía, no fatigar tu atención narrándote, mil y mil pormenores a cual más repugnantes y dolorosos…

     -Como gustéis, -dijo con indiferencia Elvira.

     Doña Fidela clavó los ojos en su hija, e hizo un ademán que significaba:

     -Ya verás cómo al fin no estarás tan impasible.

     La dama continuó:

     -Así, pues, me limitaré a decirte lisa y llanamente que el caballero consiguió seducir a la dama, habiendo dado por fruto estos amores misteriosos a una niña encantadora, una niña ¡ay! que algún día había de cambiar su naturaleza de ángel en demonio, y había de convertir en espantosas torturas todas las lozanas esperanzas que su madre al darla a luz había concebido.

     Doña Fidela se detuvo algunos instantes en su narración.

     Luego la anudó, diciendo:

     -¿Y sabes, Elvira amada, quién era el infame caballero? Le llamo infame, porque después de haber abusado de la sinceridad y cariño de la dama, trató, no de abandonarla a su dolor, sino de asesinarla vilmente, hallándose en cinta.

     Elvira ni pestañeó siquiera oyendo este relato.

     -Por una casualidad inexplicable, por un milagro, logró la dama salvarse del puñal del infame asesino, y… ¡admírate! andando el tiempo, aquel caballero, que sólo tiene de hombre la figura, vino a inspirar a su propia hija una pasión tan enérgica como vergonzosa.

     Los labios de Elvira se dilataron con una sonrisa diabólica.

     -Eso prueba, -dijo-, que el tal caballero nada había perdido de su mérito.

     -Precisamente es un hombre disforme.

     -Eso no importa; hay personas que sin estar dotadas de hermosura, poseen un prestigio tan inexplicable como irresistible.

     Doña Fidela miró fijamente a su hija, y exhaló un profundo suspiro.

     -Lo que eso prueba, -dijo dolorosamente la dama-, es que las almas viles se comprenden maravillosamente. Los demonios tienen entre sí la misma simpatía que los ángeles. El crimen busca al crimen, así como la virtud busca a la virtud.

     -Muy bien, madre mía; continuad, si os place.

     -Ahora nada más tengo que añadir, sino que la niña eres tú y el caballero era Castiglione.

     -¡Castiglione!      -Mejor dirías tu padre.

     -Y la dama, ¿quién era?      Doña Fidela se detuvo algunos instantes.

     Al fin respondió, no sin alguna timidez:

     -Claro está que era yo.

     -¿De veras? ¡Oh! Me parece que estáis muy equivocada, -dijo una voz con acento de burla, a la vez que en la puerta que comunicaba con la habitación del centro apareció un hombre vestido en traje de caza.

     Doña Fidela clavó sus ojos atónitos en el personaje aparecido, y quedó muda, extática, fascinada como el pajarillo en presencia de la serpiente. Ni aun siquiera tuvo fuerzas para lanzar un grito. Pálida e inmóvil, hubiérase dicho que era una estatua, a no ser por la intensidad de su mirada, que a la vez revelaba ira, temor, angustia y asombro.

     -Vamos, -dijo Elvira sonriéndose-; me alegro mucho de que os hayáis presentado en tan buena ocasión para sacarnos de dudas. Según todas las señas, parece que habéis oído la peregrina historia que acaban de referirme. Ahora bien, mi querido Castiglione, yo os pregunto: ¿Sois por ventura mi padre?      -Desde luego, hermosa Elvira, puedo asegurarte que no hay tal cosa.

     -¡Qué habéis dicho! -exclamó con desentonado acento doña Fidela.

     -Señora, o vos sois su madre, o no. Si no sois, ningún parentesco me une a Elvira, ningún lazo más que el de mi amor inmenso.

     -Sí, sí, ella es mi hija; yo soy su madre.

     -Pues bien, Elvira, yo no soy más que tu amante respondió Castiglione.

     -Pero entonces esa historia…

     -Esa historia es una impostura.

     -¡Una impostura! -exclamó doña Fidela retorciendo de dolor sus manos.

     -Sí, señora, -dijo Castiglione-; habéis mentido villanamente.

     -¡Oh! Sobre los cuatro Evangelios juraría yo que lo que he dicho es verdad.

     Castiglione sonriose malignamente.

     Luego se dirigió a la mesa, sobre la cual había un Crucifijo. Castiglione lo tomó, y presentándoselo a doña Fidela, dirigiole estas palabras:

     -Si es verdad lo que decís, señora, jurad por esta sagrada imagen, para que Elvira se convenza de que vos decís verdad, de que yo soy un impostor.

     -Sí, sí, juraré una y mil veces.

     Castiglione, señalando al Crucifijo con una actitud verdaderamente pontifical, preguntó:

     -¿Juráis por el nombre de Cristo crucificado que vos sois la madre de Elvira?      Al hacer esta pregunta el calabrés, doña Fidela retiró rápidamente su mano, que había extendido sobre la sagrada imagen.

     -¡Oh! -pensó-. No me es posible revelar todo el secreto. El mismo Castiglione, aunque sabe quién es Elvira, ignora si vive su madre… Si yo la descubro, todos sus planes serán destruidos. No, no, seamos fieles; yo no la descubriré nunca… ¡Qué situación tan cruel!      -Vamos, ¿qué decís ahora? -preguntó Castiglione con irónica sonrisa.

     La triste dama guardó profundo silencio.

     -¿No queréis jurar? -insistió el italiano.

     -No, no, -repuso doña Fidela haciendo un esfuerzo sobrehumano.      -Basta que yo lo diga; no es preciso tomar el nombre de Dios para que sea cierto lo que he dicho.

     -¡Vaya una salida! -exclamó el italiano prorrumpiendo en una estrepitosa carcajada y volviendo a colocar el Crucifijo sobre la mesa.

     -¿No decíais que erais capaz de jurar una y mil veces? -preguntó Elvira con incisivo acento.

     Doña Fidela miró a Elvira con terror, y una maldición espiró en sus labios. No obstante, fue dueña de contenerse, y dulcificando su acento de una manera extraordinaria, dijo con una actitud suplicante y capaz de enternecer a un mármol:

     -Hija de mis entrañas, este hombre es un demonio que te abre las puertas del infierno. No le sigas, hija mía, porque tarde o temprano tendrás que arrepentirte. La pasión en que ardes es una llama criminal y vergonzosa, un amor impuro y repugnante como el incesto… Créeme, hija de mi corazón… ¡Este hombre es tu padre!      -¡Pues me gusta la idea! ¿Habéis inventado esa fábula para retraerme de mis amores?      -¡Hija indigna!      -Si hubiéramos estado solas, acaso me hubierais hecho creer vuestra peregrina historia; pero afortunadamente la presencia de este caballero no ha podido ser más oportuna para desmentiros.

     -¡Oh desesperación!      -Hasta he llegado a creer que acaso no sois mi madre.

     -Y si no, que lo jure, -dijo Castiglione.

     La anciana inclinó la cabeza, como si el golpe hubiese sido demasiado para ella. Tantas y tan violentas emociones habían fatigado su espíritu, que durante mucho tiempo permaneció en su sitial, inmóvil como un tronco. La única señal de vida que daba consistía en un estremecimiento nervioso que de vez en cuando agitaba convulsivamente su cuerpo. Entretanto Elvira y Castiglione cambiaron algunas palabras, y en seguida se ocuparon de hacer un envoltorio que contenía todos los vestidos y alhajas de la joven. Luego el italiano se dirigió al balcón, abrió la puerta, y con un silbato dio tres puntos agudos, que repitió con algún intervalo. Pocos momentos después se oyó el galope de algunos caballos que se detuvieron en la puerta de la alquería. El italiano invitó a Elvira para que sin dilación le siguiese. Doña Fidela, saliendo de su estupor, se dirigió a la joven, y con acento de suprema angustia exclamó:

     -¡Hija de mi alma! ¿Serás capaz de abandonarme? ¿Adónde vas, Elvira?      Castiglione asió de la mano a la joven, la cual le siguió sin resistencia. Sin embargo, tal era la aflicción de la pobre madre en vista de tan cruel abandono, que Elvira, a pesar de la diabólica adhesión que la impulsaba hacia el Templario, no pudo menos de volverse a doña Fidela, y decirle:

     -Perdonad, madre mía, si os dejo; pero no me es posible obrar de otro modo.

     -¡Hija mía! ¿No te mueve a compasión el dolor en que me dejas? ¡Hija mía!      Castiglione, cansado ya, de los lamentos de la vieja, con irónica sonrisa dijo:

     -¡A fe que sois mala cristiana! Está escrito que el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne. Ahora bien, lo que se dice del hombre, dícese igualmente de la mujer. ¿Por qué no aplicáis esto a vuestra hija?      -¡Sacrílego! -gritó indignada la madre-. ¿Sois por ventura su esposo? ¿Podéis serlo? La antorcha de vuestro himeneo está encendida en el infierno… Elvira, te lo repito, ese hombre es tu padre.

     -Vamos, amada mía, sígueme, -dijo el italiano.

     -En nombre de tu hija, que yace muerta en su cuna, y a la cual olvidas sin consagrarle ni una mirada, ni una lágrima, yo te suplico, amada Elvira, yo te suplico que obedezcas mis mandatos.

     -No nos detengamos, que es tarde.

     Y esto diciendo, Castiglione comenzó a andar, arrastrando en pos de sí a Elvira, que había palidecido espantosamente.

     -¿No temes a la ira de Dios, hija mía? ¿No crees en la gloria ni en el infierno?      -Dejaos de esas cosas, señora, -respondió Castiglione clavando una mirada furibunda en doña Fidela, que, haciendo un esfuerzo sobrehumano sobre sí misma, consiguió dominar su indignación, y cayendo de rodillas a los pies de aquel hombre infernal, comenzó a suplicarle con tanta aflicción y ternura, que partía el corazón.

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