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Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 2)



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     -¡Oh temeridad!      -¡Serás aniquilado por el fuego celeste!      -¿Quién sabe? ¡Dejadlo que vaya!      Nada pudo contener al bizarro trovador, que firmemente había resuelto profundizar aquel enigma.

     Y como para decidir al intrépido joven, en aquel momento se oyó entre la espesura una voz extraña que dijo:

     -¡Jimeno! ¡Jimeno, ven y nada temas!      Durante algunos momentos, estas palabras, pronunciadas por una voz que no parecía de este mundo, fueron repetidas por el eco, que las dilató en el espacio como un lúgubre quejido.

     Todos sintieron erizarse sus cabellos al oír aquel metal de voz tan lastimero y tan desusado en el mundo de los vivos. El pálido miedo, cuya imaginación es tan viva y fecunda, pintaba en aquel instante a los cuatro armigueros mil fantásticos terrores. El mismo Jimeno, tan esforzado y resuelto poco antes, se sintió desfallecer al escuchar el extraño y melancólico acento del fantasma.

     Los jóvenes guardaban un silencio sepulcral, sin atreverse a respirar siquiera.

     Segunda vez resonó la voz, diciendo:

     -¡Hijo misterioso de un amor desgraciado! ¿Rehusarás seguirme para saber de quién has recibido la vida? Tú, a quien el cielo ha prodigado los dones sublimes de la inteligencia humana; tú, cisne divino; tierno cantor a quien inspiran las musas; valeroso paladín, a quien teme el agareno, ¿te atreverás a temblar en mi presencia? ¿No te causará rubor tu cobardía? ¿Así renunciarás a saber tu origen y el empleo que debes hacer de tu vida, milagrosamente salvada en tu niñez y protegida en tu juventud por la fuerza omnipotente e invisible del destino? ¡Óyeme! Durante muchos años, un genio amigo y protector ha velado sobre ti, esperando el momento de esclarecer tus dudas con la luminosa antorcha de una gran revelación, que tengo el deber de hacerte. Si tienes miedo, ocúltate en donde jamás los hombres te vean, o ensangrienta tu débil brazo en tu propio y ruin corazón; pero si eres brioso y alentado, como la fama te pregona, sígueme y sabrás las maravillas y prodigios de tu infausto nacimiento.

     Dijo la blanca figura, y silenciosa, e inmóvil permaneció frente por frente de los cuatro armigueros, que creían que aquel razonamiento había sonado debajo de tierra.

     ¡Tan extraño era el timbre de la voz que lo había pronunciado!      -¡Sí! ¡Sí! Yo te seguiré aun cuando sea a la región de las sombras, -dijo el trovador.

     -¡Qué vas a hacer! -exclamaron sus compañeros deteniéndole.

     -¡Apartaos! En este momento la vida brota a torrentes de mi corazón, una fuerza desconocida anima todo mi ser, cada músculo de mi cuerpo tiene el aliento de cien titanes, me parece que escucho la voz de mi destino que me habla por la boca de esa misteriosa aparición, y cuando el destino nos empuja con su mano de hierro por sus oscuras vías, es inútil toda resistencia. Tú, quien quiera que seas, guíame. ¡Ya te sigo!      -Ven y nada temas. ¡Voy a hacerte grandes revelaciones.

     La blanca figura comenzó a caminar por lo más sombrío del huerto. Jimeno, abandonando el dintel de la puerta, en donde con sus compañeros había buscado un refugio contra la tempestad, se precipitó en seguimiento del fantasma, en tanto que los tres armigueros permanecían mudos de estupor e inmóviles como estatuas.

     Transcurridos algunos momentos, los tres penetraron en aquel recinto aguijados por la curiosidad y por el deseo de proteger a su amigo.

     Pero a nadie encontraron. Parecía que la tierra se había tragado a la siniestra figura y al temerario Jimeno.

     Los tres jóvenes entonces entablaron el diálogo siguiente, que muy pronto fue interrumpido de la manera más extraordinaria y terrible.

     -¿Habéis oído qué lenguaje tan sublime usa el fantasma blanco?      -Me da muy mala espina que un fantasma sea tan discreto.

     -¿Y por qué?      -Porque con esas palabras tan melosas acaso le hayan tendido un lazo peligroso a nuestro compañero.

     -Pero ¿en dónde se habrán metido?      -¡Pobre Jimeno! ¿Le habrán asesinado tal vez? ¿Quién sabe?      -Quizás el enemigo malo se le habrá llevado al infierno en cuerpo y alma, -murmuró el supersticioso Fortún.

     -Vamos a recorrer todo el huerto para ver si le encontramos.

     -Sí, sí; no debemos abandonarle en esta ocasión.

     -¡Vamos! ¡Vamos!      Ya se disponían los jóvenes armigueros a empezar su investigación, cuando súbito brilló un relámpago formidable, un ronco trueno conmovió el cielo y la tierra, y un aire inflamado sopló en torno de los mancebos, que cayeron al suelo desvanecidos.

     Al día siguiente se notaban en las tapias del jardín y en algunos árboles abrasados los estragos de una centella.

Capítulo III

La mar serena comienza a agitarse

     A una media legua distante de la Encomienda de los Templarios se elevaba un monasterio en un apacible valle. Junto al convento se veían algunas casas que formaban una reducida aldea. La mayor parte de sus habitantes era de los empleados y dependientes del rico y suntuoso convento de monjas de Nuestra Señora de la Luz. Este convento era fundación del distinguido linaje de los Gómez de Lara, señores de todo aquel territorio y de la villa en la que se levantaba un fuerte castillo, donde habitaba a la sazón el último vástago de la ilustre familia que acabamos de mencionar.

     El castillo estaba situado junto al convento, como un esforzado guerrero que se brindase a proteger a las vírgenes del Señor.

     Don Guillén Gómez de Lara, así se llamaba el actual señor del castillo, era un mancebo que aún no contaba cuatro lustros. Contra la costumbre de la época y a diferencia de todos sus parientes, nuestro joven estaba dotado de una condición en extremo apacible, y hasta entonces no había dado muestras de un espíritu belicoso y aventurero, si bien en cambio se había dedicado al estudio con un ardor y una constancia no común en su edad y mucho menos en su clase. Los nobles de Castilla en aquella época entendían más de cintarazos que de letras.

     Difícilmente pudiera encontrarse una figura más varonilmente hermosa que la de don Guillén Gómez de Lara. Una abundante y negra cabellera coronaba su altiva cabeza; sus tersas mejillas brillaban con el fuego de la juventud, sus labios de rosa, entreabiertos por una sonrisa de candor, dejaban entrever una dentadura perfecta y blanquísima, y, en sus negros y vívidos ojos se reflejaba su alma rica de ternura y de inocencia. Apenas el bozo comenzaba a sombrear su rostro. Era de estatura más bien alta, de ancha espalda, de relevado pecho, de gallardo porte y dotado de fuerza; incomparable. En aquella organización se encerraba una inteligencia de primer orden, un corazón ardiente y, sobre todo, una voluntad de hierro, la voluntad que es lo que verdaderamente constituye la personalidad humana. Parecía que la naturaleza se había complacido en producir un hombre en toda la plenitud de la idea. Todas las dotes, todas las cualidades, mil diversas aptitudes se encontraban en el privilegiado mancebo.

     De ordinario compartía su tiempo entre el estudio y la caza; pues, según máxima del señor Gil de Antúnez, nada es más conveniente a la salud que ejercitar el cuerpo y el alma, teniendo en un armonioso grado de desarrollo todas nuestras facultades. Era el señor Gil Antúnez capellán del castillo y del convento de Nuestra Señora de la Luz, al mismo tiempo que hacía los oficios de cura de almas en la reducida aldea. Y ciertamente que el buen Antúnez cumplía con su ministerio de la manera más digna, con toda la discreción de un anciano, con la sabiduría de una inteligencia eminente y cultivada y con la caridad más evangélica, joya la más preciosa que puede adornar el manto del sacerdote.

     Habiendo muerto los padres de don Guillén cuando éste aún era muy niño, quedose al cuidado y dirección del señor Gil Antúnez, quien había seguido su carrera bajo la protección de la casa de Lara. Era el buen capellán hijo de un antiguo servidor de don Nuño, abuelo de don Guillén y padre de don Manuel, con el cual se había criado desde niño el señor Antúnez.

     Bajo muy funestos auspicios vino al mundo don Guillén Gómez de Lara, pues su nacimiento costó la vida a su madre doña Elvira de Carvajal. Su esposo don Manuel, vivamente afligido por tan dolorosa pérdida, cayó en la más profunda, melancolía, abandonó la corte y retirose a aquel solitario castillo para llorar a la mujer amada, cuya vida la implacable muerte había segado en la flor de sus años.

     En vano el buen Gil Antúnez trataba de consolar a su amigo y señor en la aflicción inmensa, que le devoraba. Cinco años después, don Manuel Gómez de Lara descendió al sepulcro, dejando a su tierno hijo encomendado al afecto y sabiduría del buen sacerdote. Este desde entonces se dedicó con toda su alma a cumplir religiosamente la sagrada y noble misión que se le había confiado y que además era tan digna de su ministerio.

     Gil Antúnez dio a su educando un condiscípulo de la misma edad y que le acompañaba siempre, tanto en sus juegos infantiles como en sus lecciones, y que, más adelante, fue el paje de confianza que tenía, don Guillén, el cual profesaba el afecto de un amigo a su servidor. Era éste hijo de una hermana de Gil Antúnez y se llamaba Álvaro del Olmo.

     Ya más entrados en años, casi todas las tardes solían salir a caza los dos mancebos, los cuales llevaban su halconero, supuesto que daban la preferencia a la volatería.

     Era esa hora misteriosa del crepúsculo, en que el espíritu se remonta a otras regiones con un sentimiento inexplicable de melancólica ternura.

     El sol poniente doraba con sus últimos rayos las altas copas de las encinas del bosque, al trasluz de cuyos frondosos ramos veíase el encendido disco del astro central como un luciente y dorado globo cubierto por encajes de verdura.

     A la entrada de la aldea, en la encrucijada de dos caminos y junto a un manso arroyuelo, que dulce y sonoramente murmuraba, veíase sobre un tosco pedestal, formado por cinco gradas, una elevada cruz de piedra. Cerca de aquel piadoso monumento, y sobre un repecho, levantábanse los muros de una casa que a la sazón se hallaba no poco destruida y desmantelada, si bien daba muestras de que en lo antiguo había sido habitación suntuosa de gente principal. Era la portada de piedra berroqueña, y en el frontis veíase esculpido un escudo de armas. A uno y otro lado de la puerta se veían altos poyos de mármol e incrustadas en la pared gruesas manillas de hierro, que fácilmente podía adivinarse servían para amarrar los caballos. Desde la puerta, en las paredes fronteras de un espacioso atrio, se distinguían numerosos trofeos de caza, que consistían en cabezas de jabalíes, de ciervos y de lobos; señal evidente de que los moradores de aquella mansión habían sido muy dados a los ejercicios venatorios.

     Pero lo que más llamaba la atención era un nicho ricamente labrado y sito a la derecha de la fachada y en torno del cual pendían varios votos y milagros, que atestiguaban la piadosa devoción de los sencillos habitantes de la aldea, hacia Nuestra Señora de la Luz, cuya efigie, espléndidamente vestida y alhajada, veíase dentro del nicho, que cubría un tejadillo.

     En el bosque cercano a la aldea, y junto a unos setos, veíase un caballero que pie a tierra tenía del diestro a su caballo. Pendiente del arzón delantero traía una hermosa garza real, que, a juzgar por las señas, había cazado el caballero con su gerifalte, que ahora lo traía encapirotado sobre el puño izquierdo, cubierto con su guante de gamuza. El cazador esparcía en torno sus miradas, como si aguardase a alguna persona.

     Entretanto, a larga distancia y por el camino adelante hacia la aldea, veíanse caminar dos jinetes a buen paso y que iban en conversación muy tirada.

     El primero de ellos era un mozo de gallarda presencia, y montaba un soberbio potro andaluz, negro como la noche y que manejaba con notable maestría.

     El segundo representaba alguna más edad, y era un joven de mediana estatura, mofletudo y encendido como un fraile jerónimo. Su semblante risueño y su salud robusta, revelaban al hombre que sigue el curso natural de la vida sin calentarse los cascos por meterse en honduras, ni dársele un ardite por todos los filósofos y filosofías habidas y por haber.

     Nuestro personaje, sin leer a Hipócrates y mucho menos a Raspaill (esto último le hubiera sido imposible absolutamente), había encontrado un excelente e infalible secreto para dormir de un tirón doce de las veinticuatro horas del día. Este secreto consistía en que desde que el sol aparecía en el oriente hasta que se hundía en el ocaso era testigo de las fatigas de nuestro caballero, ya cazando con venablo ciervos y jabalíes, ya corriendo liebres a caballo y con galgos, o ya cogiendo garzas con halcones y gerifaltes.

     Igualmente había encontrado otro secreto para estar siempre encendido como un madroño y alegre como unas sonajas, y consistía en echarse entre pecho y espalda buenos tragos de lo más añejo para remojar los trozos de ciervo y jabalí, que devoraba con singular apetito y que sabía aderezar con tomillo y jengibre de una manera tentadora, aun para un muerto.

     Según todas las trazas, este personaje tenía el oficio de halconero en la casa de algún señor principal de aquellos contornos. Iba montado sobre una jaca de color castaño, con un lucero en la frente, fina, y limpia de cuartillas, de ancho pecho y de redonda grupa. A tiro de ballesta denotaba aquel animal vigor y ligereza suma.

     -¿Conque por fin es cosa resuelta, Pedro? -preguntaba el caballero, que iba un poco delante.

     -Sí, señor; siempre que vuesa merced fuese servido de no desamparar a este pobre pecador; pues aunque Mari-Ruiz es la más garrida doncella de la aldea, al menos para mi gusto, con todo yo no me enamoro tan ciegamente que vaya por ello a dar desazón a mi señor natural… Pero si vuesa merced bien lo considera, verá que no hay inconveniente en que Pedro Fernández se case y que cuide con el mismo, y aun con mayor esmero que antes, de vuestros halcones, neblíes y sabuesos. Mi padre sirvió al vuestro, que Dios perdone, y yo le sucedí en el mismo oficio, y así…

     -¿Tú también quieres perpetuar tu oficio de halconero?      -Me lo ha quitado vuesa merced de la lengua. ¿Qué otra herencia podré dejarle a mis hijos, sino que sean buenos halconeros y diestros cazadores para que sirvan bien a vuestros hijos?      -Sin duda, tus intenciones son muy laudables; pero yo, por mi parte he resuelto no casarme nunca.

     -¡Es posible, señor! ¿Y qué ha motivado el que vuesa merced abrace semejante resolución?      -No tengo otra causa, sino la ausencia absoluta de todo deseo. Mi alma permanece tranquila como la superficie del lago que no riza el menor soplo de las auras. Pero esta tranquilidad solamente se refiere a los afectos personales, es decir, hacia personas determinadas.

     Y no es porque haya en mi corazón indiferencia ni frialdad; al contrario, todas las criaturas me interesan vivamente. La naturaleza, el universo se refleja en mi alma como sobre un límpido espejo, y yo percibo a torrentes y resumo en mí mismo con maravillosa energía el sentimiento grande y sublime de la vida universal. Las estrellas del cielo, las aves del aire, las plantas de la tierra, montes, valles, cascadas, todo me causa emociones divinas e inexplicables. Yo contemplo el mundo con ojos gozosos como Adán contemplaba al paraíso en el primer momento de su existencia. ¡El amor es todo! No es el espíritu que fríamente conoce, ni tampoco la materia que tan solamente siente; el amor es el espíritu que piensa y el espíritu que quiere, unidos por un lazo tan eficaz como misterioso en la plenitud de una identidad suprema e inexplicable.

     El joven filósofo se detuvo y permaneció algunos minutos con los ojos elevados al cielo y como absorto en una vaga meditación.

     Luego continuó:

     -Sin duda alguna el amor es la verdadera existencia; pero el amor puede amarse en sí mismo y en sí misma también puede conocerse la verdad. Yo hasta, ahora no he amado más que ideas. Ninguna mujer ha hecho aún latir mi corazón. Yo amo la humanidad, la virtud, la gloria, la ciencia; pero no he amado ni encontrado todavía ningún hombre idealmente virtuoso, ni célebre, ni sabio. Comprendo con mi entendimiento la ternura y la belleza de la mujer, creación divina y fecunda. Yo concibo perfecciones ideales en todo lo que puedo conocer, y siento en mí una facultad de concepción que es como la cúpula del entendimiento humano; facultad moral, facultad inteligente, facultad de amor o de aspiración, que me hace ver todas las cosas no como son, sino como deben ser… ¿Y quién se atreverá a acusarme de que no conozco los sublimes arrobamientos del amor? El alma de sí misma enamorada como inteligente y amante ¿no es agitada y conmovida en la íntima actividad de su recóndito santuario más dulcemente y con mayor pureza que por las groseras sensaciones del mundo exterior?… Por lo demás, buen Pedro, es preciso que entiendas que el alma puede amar a las creaciones y conquistas de su propia actividad, aun antes de exteriorizarlas.

     -No digo que no.

     -¿Comprendes bien lo que yo quiero decirte?      -Me parece que sí, señor. A mí me sucede cada jueves y cada viernes el experimentar como un trasluzón de esa especie de amor y de alegría de pecho adentro; no me explico bien, es una alegría de cabeza. ¿No es así, señor?      -Perfectamente, Pedro. Y cuándo experimentas esa alegría?      -Siempre que voy de caza y se me ocurre una estratagema nueva, es decir, completamente inventada por mi caletre. Y aunque no la ponga en práctica, no por eso dejo de alegrarme y de decir para mi coleto: «Por más astucias que tenga un animal, siempre vence una persona». Y cuando pienso que yo soy una persona, me gozo en mí mismo, la tierra me parece chica, y miro al cielo.

     -No es eso exactamente lo que he dicho; pero al fin veo que me has comprendido más de lo que yo esperaba… ¡El alma en su santuario misterioso e íntimo es donde aparece más grande! -exclamó don Guillén, como absorto en sus profundos pensamientos.

     -¡Qué bien dice el señor Gil Antúnez, que es un santo varón, al decir que vuesa merced es un pozo de ciencia! Yo, señor, por mi parte, soy un porro, que no sirvo más que para tratar con fieras y cuidar perros y halcones; pero así en confuso y como por un ensueño, yo barrunto que con la edad le han de venir a vuesa merced otros pensamientos acerca de eso de querer a las mujeres. A mí me sucedía lo mismo cuando era más muchacho. Es verdad que algunas veces me daba así una tristeza y una turbación, que yo mismo no lo puedo explicar. Esto me sucedía más particularmente cuando, en el rigor del verano, iba persiguiendo una pieza, y ya fatigado y molido buscaba la sombra de algunos árboles, a la orilla de un arroyo. Entonces sentía un gozo tan grande, que me hincaba de rodillas y me ponía a rezar, y sin poder remediarlo se me saltaban las lágrimas. Yo tenía necesidad de querer a alguien; pero como no tenía padre ni madre y estaba tan solo en este mundo… En fin, Dios me perdone; pero muchas veces miraba con envidia a los pajarillos, que en la copa de un árbol piaban dulcemente cuando su madre venía a traerles la comida. Ellos aleteaban y abrían los picos, y me parecía como que se besaban contentos en su nido, nada más que porque había padres, hijos y hermanos. Y cuando en estos momentos de murria me saltaba alguna cierva con su cervatillo, no tenía valor para matarla, porque decía: este pobre animalito se va a quedar sin madre. Yo en aquellos momentos sentía que el corazón se me quería salir por la boca de angustia y de pena, y así, cuando llegaban estas horas, me parecía que allá a lo lejos, en el sitio más delicioso del bosque, veía a una mujer con sus hermosos cabellos negros tendidos sobre la espalda, vestida de blanco, y que, llorando de compasión hacia mí, extendía sus brazos para consolarme en mis horas de cansancio, después de las fatigas de un día de caza. El semblante de Pedro, de ordinario risueño, tomó una expresión notablemente sentimental, que cuadraba muy bien con la sencillez de su traje y modales.

     Don Guillén Gómez de Lara contemplaba con extrañeza a su halconero. Siempre le había tenido por una naturaleza ruda y poco espiritualista; pero entonces comprendió que hay una fuente de ternura inagotable que, sin libros ni estudios, brota al espectáculo de la naturaleza llena de vida y de amor, y que las aves y las fieras enseñan a los hijos de las montañas a conocerse a sí mismos, o, por decirlo mejor, a sentir dentro de su propia alma, el alma que vivifica al universo.

     -Un día, -continuó Pedro Fernández-, encontré en la fuente a Mari Ruiz. Yo venía ahogado de calor, y ella voluntariamente se me anticipó, diciéndome: « ¡Pobre Pedro! ¡Qué fatigado vienes! Toma y bebe agua de mi cántaro, que estará más fresca. Yo la miré con agradecimiento, y después de haber saciado mi sed, no me atrevía a separar mis ojos de ella. Aquel día había yo cazado un nido de mirlos, se lo regalé y se puso tan contenta. Al separarnos le dije: «Adiós, María. El cielo te pague tu buena voluntad para conmigo». Ella se puso muy colorada, y se despidió con una amable sonrisa, después de haber estado entretenida en acariciar a un pequeño sabueso, cachorrillo que había sacado por la primera vez al campo. El perro la siguió retozando, y por más que yo lo llamaba, no quería volver. Entonces ella me dijo: «¿Me lo quieres regalar?» Yo le respondí: Con mucho gusto, María; cuídalo bien y acuérdate de mí. Desde entonces casi todas las tardes encontraba a María en la fuente, y cuando yo algún día me tardaba, aun cuando estuviese media legua distante, el perro fiel iba a anunciarme que mi amada me estaba ya aguardando junto a los chopos de la fuente… Así han pasado tres años, y aun cuando yo la quería más que a las niñas de mis ojos, con todo y con eso, no había pensado nunca en casarme; pero ahora no puedo quitarme de la cabeza este pensamiento, pues no hay cosa como los años para que los hombres cambien. Por eso le decía a vuesa merced que algún día pensará de otra manera.

     -Por ahora, a lo menos, estoy muy distante de pensar en tal cosa.

     -Lo comprendo, señor. Al tiempo se le ha de dar lo que es suyo, y no hay cosa mejor para vivir contento como es seguir buenamente los consejos de aquello que tengamos sobre el corazón, siempre que a nadie pueda causarle mal.

     -¡Muy bien dicho! Ahora bien, ¿quién es la doncella con quien pretendes casarte?      -Señor, es Mari Ruiz, la moza más garrida de la aldea.

     -¿De quién es hija?      De Fernán Ruiz, el rentero más rico de los heredamientos de vuestra casa. Es un hombre honrado a carta cabal, cristiano viejo, labrador asaz inteligente, y que en sus mocedades nadie le sobrepujaba para esto de domar un potro cerril, para tirar a la barra o para jugar un partido de pelota.

     -Y ya esta tarde no la verás, ¿eh?      -Ya hace unos días que no la veo, porque está en el convento de Nuestra Señora de la Luz.

     -¿Acaso tratan de que sea monja?      -No, señor; sino que allí tiene una hermana profesa, y ha ido a cuidarla, porque parece que está muy malita. ¡Dios quiera aliviarla pronto!      La noche con su séquito de sombras iba avanzando a pasos de gigante.

     Ya se encontraban amo y mozo muy cerca de la aldea, cuando ambos, por un movimiento simultáneo, detuvieron el paso de sus cabalgaduras y se pusieron a escuchar.

     -¿Has oído? -preguntó el caballero.

     -¡Cáspita! ¡Ruido de espadas!      -Y lamentos de una mujer.

     -¡Qué diablos de aventura!      -¿Le habrán atacado a Álvaro del Olmo?      -Otras cosas puede haber más lejos.

     -Efectivamente, ya debíamos haberlo encontrado.

     -La garza que perseguía su gerifalte debió caer por estos contornos.

     -Vamos a ver qué es ello.

     -El ruido suena hacia la casa de los Vargas.

     El lector recordará sin duda la casa que hemos mencionado, que estaba fuera de la aldea, y que a un lado de la puerta tenía una imagen de Nuestra Señora, colocada en un nicho.

     La oscuridad iba aumentando por grados, y las campanas del convento comenzaban a tocar las oraciones.

     Los dos jinetes precipitáronse espada en mano hacia el sitio donde sonaba la pendencia, y con no poca admiración descubrieron dos hombres a caballo que peleaban encarnizadamente; pero que, a fuer de bien nacidos, no hablaban una palabra. El uno de los contendientes presentaba un aspecto extraño, pues parecía un fantasma negro y blanco. Iba vestido con un cumplido sayo negro, y con su brazo izquierdo sujetaba difícilmente a una mujer vestida con un cándido brial y que pugnaba con extraordinaria tenacidad por desasirse del violento raptor. Este con la diestra mano paraba los repetidos golpes que le asestaba su contrario, el cual ponía todo su empeño en cerrarle el paso, de manera que al robador de doncellas no le quedaba otro recurso que huir hacia la aldea, cosa que por lo visto no le convenía.

     Ambos combatientes estaban a caballo y se defendían con igual destreza y fortuna.

     En esto llegaron don Guillén y su halconero tan sorprendidos como ajenos de la causa que podía motivar aquella pendencia.

     -¡Paz, caballeros! -exclamó el de Lara.

     -¡No, no es posible que haya paz entre nosotros! -respondió uno de los dos adversarios-. Don Guillén, ayúdame a libertar a esa doncella… ¡Estoy herido!      -¡Álvaro! -exclamó don Guillén-. ¿Tú por aquí? Bien me lo daba el corazón que te hallabas en algún peligro.

     Estas breves palabras se cruzaron rápidamente; pero sin que dejasen de reñir los dos contrarios.

     El hombre del sayo negro comprendió que con los recién llegados su derrota sería segura, por cuya razón trató de ponerse en salvo, arremetiendo con no vista presteza y con valeroso ímpetu hacia los tres enemigos. De este encuentro cayó mal parado el buen Álvaro del Olmo, que ya también se hallaba algún tanto debilitado por la sangre que había vertido. Pedro Fernández acudió en socorro de Álvaro, mientras que don Guillén Gómez de Lara, metiendo espuelas a su poderoso alazán, se precipitó a una frenética carrera en seguimiento del misterioso caballero.

     Desde luego era muy fácil de notar el obstinado empeño del raptor en no ser conocido, y tal vez por esta misma razón despertáronse aún más vivos deseos en don Guillén de alcanzar y conocer al fugitivo.

     La blanca luna comenzaba a levantarse en el azul del cielo, derramando su misteriosa luz en la campiña. A sus reflejos pálidos veíanse galopar dos corceles que parecían la personificación de los vientos.

     De vez en cuando se escuchaba un grito lastimero, que venía a servir de nuevo estímulo a don Guillén para perseguir al incógnito.

     De repente una figura blanca saltó en el suelo y se dirigió como a refugiarse hacia el caballo que montaba don Guillén. Este detúvose al punto para proteger a la doncella, que acababa de desasirse de los brazos de su raptor.

     -¡Amparadme, caballero! -exclamó la hermosa virgen toda trémula y confusa por los esfuerzos que acababa de hacer para libertarse de su enemigo.

     -Descuidad, bella señora, que antes que vos fuerais ofendida la muerte habría paralizado mi brazo protector.

     Y así diciendo, el de Lara asió a la doncella y la colocó en su caballo.

     Por muy breves instantes que en esto tardaron, cuando volvieron a mirar por el camino adelante, ya, no divisaron al misterioso caballero, cual si la tierra se lo hubiese tragado.

     Acaeció que el raptor, no pudiendo contener a la hermosa joven, detúvose algún tanto como si vacilase entre volver a recobrar su preciosa fugitiva o alejarse sin ser conocido. Esta última consideración debió de ser decisiva en su ánimo, supuesto que, apretando los acicates a su trotón, desapareció rápido como un relámpago.

     Don Guillén se creía víctima de un sueño, pero de un sueño encantador. Cuando menos lo pensaba encontrose el héroe principal de una aventura romancesca, habiendo hecho la casualidad que él fuese el libertador de una gentil y apuesta doncella que le miraba con la efusión del agradecimiento, con el abandono de la soledad, con la ternura del amor.

     -¿Me permitiréis, señora, que os pregunte quién es ese caballero? Según lo poco que puedo deducir de lo que he visto, paréceme que os llevaba contra vuestra voluntad.

     -Sin duda alguna, señor don Guillén.

     -¡Ah! ¿conocéis mi nombre?      -¿Y quién no lo conoce en esta comarca?      -Soy muy dichoso, señora, de que así sea por vuestra parte; por la mía, siento deciros, hermosa doncella, que no tengo el honor de conoceros.

     -No lo extrañó, a pesar de vivir en vuestra misma aldea.

     -¡Es posible!      -Sí, señor, en la casa de los Vargas, donde está la imagen de Nuestra Señora de la Luz.

     -¡En la casa de los Vargas! ¿Acaso pertenecéis a esa familia?      -Sí, señor don Guillén.

     -Parece que esa casa ha estado mucho tiempo deshabitada.

     -Así es la verdad.

     -En ese caso, señora, ya no extraño el crimen de no conoceros. Supongo que no hará mucho tiempo que habitáis en la aldea.

     -En efecto, aún no hace tres meses que mi madre trasladó su domicilio.

     -¡Tres meses! ¡Tanto tiempo! ¡Cuán desgraciado he sido en no haberos conocido antes!      -Vivimos muy retiradas.

     -Yo también casi siempre estoy de caza o estudiando en mi castillo. Estas son las dos ocupaciones de mi vida.

     -Ocupaciones muy propias de un caballero… Sin embargo, algunas personas que tienen el mismo género de vida que vos, me han conocido mucho antes, -dijo la joven con cierta coquetería.

     -¿Y quién? -preguntó don Guillén frunciendo las cejas.

     -Es muy fácil de adivinar.

     -¿Tal vez Álvaro del Olmo?      -Justamente.

     Don Guillén Gómez de Lara estaba dotado de un carácter soberanamente altivo; así es que trató de dominarse para no dar a entender los verdaderos sentimientos que la doncella le había inspirado.

     -Efectivamente, -dijo el mancebo-, recuerdo que mi amigo Álvaro me ha hablado de una dama que le había inspirado amor… Es posible que hablase de vos… ¿Es cierto que él es vuestro amante?      -No, señor, don Guillén; no he dicho yo tanto.

     -Creí haber entendido…

     -Me he limitado solamente a decir la verdad, y es que vuestro amigo me conoce.

     -¿Y cómo esta noche estaba peleando con vuestro raptor?      -Todo ha sido obra de la casualidad… Y por cierto que se apareció en un momento muy oportuno para mí, y que por su generosa conducta le debo la gratitud más indeleble.

     -Mi amigo, señora, es un cumplido caballero, -dijo don Guillén con cierta complacencia.

     Sin embargo, en el acento del joven un observador profundo habría podido leer un no sé qué de amargura y despecho.

     Después de algunos minutos de silencio, el de Lara volvió a preguntar:

     -Pero ¿no me diréis, señora, quién es ese mal caballero que por fuerza pretendía arrebataros?      -¡Ay! -exclamó la doncella-, me cansa horror solamente el pensar en ese hombre odioso… Y cuidado que yo no soy nada tímida;-añadió la encantadora joven haciendo un precioso remilgo.

     -Ya he visto que en esta ocasión os habéis conducido con una serenidad de ánimo que yo no esperaba. Cuando os vi saltar del caballo ligera como una cervatilla, temblé por vos, temí que os hubieseis hecho algún daño.

     -Yo aguardé a que mi raptor estuviese descuidado; y como confiaba en vuestra protección, no vacilé un instante en llevar a cabo mi proyecto, y ya habéis visto que me salió a medida de mi deseo. Me arrojé al suelo de pronto, y felizmente caí de pies. Yo estaba además segura de que ese hombre no os aguardaría. Él debe conoceros, y sin duda alguna temía que vos le conocieseis.

     -¡Cosa más extraña! ¿Y vos no le conocéis?      -Le conozco por el aire del cuerpo; pero nunca le he visto el rostro. ¿No observasteis que lo llevaba cubierto con un antifaz?      -Yo solamente he podido distinguir un bulto negro; pero en cuanto a vos, supongo que no será esta la primera vez que lo habéis visto.

     -Así es la verdad; lo he visto varias veces junto a la cruz de piedra, que está cerca de la aldea, en la encrucijada de los caminos.

     -¿Acaso os daba citas?      -No, por cierto.

     -De cualquier modo, quiero decir que le veláis, porque tal era vuestro deseo.

     -Porque no podía evitarlo. Yo tengo la devoción de salir todas las noches al toque de oraciones a encender los faroles de la sagrada imagen de Nuestra Señora de la Luz. Pues bien, muchas noches lo encontraba allí y me requería de amores.

     -¡Infame!      -Yo no podía menos de mirar con horror a aquel misterioso personaje, cuyo rostro jamás he podido ver completamente.

     -¿Y vos cómo no salíais acompañada?      -No quería decirle nada a mi madre por no afligirla… ¡y como las dos vivimos solas!… ¡Cuántas desgracias han caído sobre mi familia!      -He oído, en efecto, referir terribles historias de la casa de los Vargas.

     -Ese hombre extraordinario, de cuyas manos me habéis libertado, había conseguido despertar mi curiosidad más vehemente, supuesto que anoche me dijo que tenía, que hablarme de mi padre… Habéis de saber, don Guillén, que yo he sido muy desgraciada, y que no he tenido la dicha de conocer a mi padre, calumniado y perseguido cruelmente por sus enemigos. Es imposible que nadie haya querido a su padre, sin conocerlo, tanto como yo…

     -Pero ¿acaso vive?      -Según todas las trazas, parece que no ha muerto; aunque por tal lo he llorado yo mucho tiempo, así como también mi madre. Ese hombre, pues, me prometió decirme en dónde se encontraba mi padre, y habiéndole yo hecho ciertas preguntas acerca de varios pormenores de mi familia, me he convencido de que, en efecto, conoce mi historia aún más a fondo que yo misma… Y he aquí la verdadera causa de que yo no haya esquivado su encuentro, y porque además nunca creí que sus intenciones fuesen tan pérfidas y viles, como las ha manifestado esta noche. Repito que yo más bien estaba deseosa de que llegase la hora en que el incógnito solía estar al pie de la cruz, para que me refiriese todo cuanto me había prometido acerca del paradero de mi padre, tan querido como llorado. Pero esta noche no dejó de sorprenderme el verlo a caballo, cuando siempre había venido a pie y con un ademán modesto y tímido, aunque siempre extraño y misterioso. Yo me dirigía, según tengo de costumbre, a encender los faroles de Nuestra Señora, cuando de repente me sentí violentamente asida por la cintura. A pesar de que os he dicho que no soy nada tímida, fue tan grande, sin embargo, la impresión que recibí de sorpresa y de terror, que ni aun tuve fuerzas para exhalar un grito y mucho menos para impedir que aquel hombre infernal con su mano de hierro me colocase en su cabalgadura. Ya se disponía mi raptor a partir, cuando súbito apareció vuestro amigo, tomando mi defensa.

     -Tal vez lo habría estado observando todo.

     -Es muy probable; pues muchas veces lo he visto entre unos setos poco distantes de la cruz, en donde, al parecer, os estaba aguardando a vos y a vuestro halconero.

     -Con frecuencia suele suceder como vos decís, especialmente cuando alguna pieza ya muy tarde vuela hacia la aldea, supuesto que el que la persigue no quiere volver a desandar lo andado.

     -Lo demás ya lo sabéis, y sin vuestra oportuna llegada, no sé qué hubiera sido de mí.

     -Soy muy dichoso, señora, por haber contribuido en algo a vuestra libertad.

     -¡Oh! Y yo bendigo mil veces el susto que he pasado, porque… ¡Cuán hermosa noche hace! -exclamó de pronto la joven, casi sonrojada de haber dicho demasiado, dejándose dominar por la amorosa fascinación que en ella ejercían los negros y brillantes ojos del agraciado mancebo.

     Ambos jóvenes olvidaron completamente al hombre misterioso, y durante algún tiempo permanecieron silenciosos y extasiados contemplándose mutuamente.

     -¡Cuan hermosa era la doncella!      La rosa y la azucena se dividían por igual el imperio de aquel rostro divino; en sus negros ojos brillaba la pasión con todos sus incendios, y su talle flexible y delicado semejábase a la palma de Delos, temblorosa al suave impulso de los céfiros.

     Nunca Fidias ni Praxiteles ni Timantes en sus divinos sueños de artistas vislumbraron un rostro tan perfecto ni una expresión más seductora. Las brisas de la noche jugaban con su rica y perfumada cabellera, formando graciosas ondas de bruñido ébano sobre la airosa espalda de nieve, y en su linda boca, que respiraba amores, brillaban el coral y las perlas.

     Elvira, tal era su nombre, encubría bajo el finísimo cendal el cándido seno, agitado blandamente torneado por la mano de las Gracias. Los ojos codiciosos del mancebo se fijaban imprudentes sobre el blanco y celoso brial, débil muro que resistía a las ansiosas miradas; pero que no bastaba a detener el pensamiento, que traspasa la seda, como al través del cristal penetran los rayos del sol.

     Mariposa de espléndidos matices y rapidísimo vuelo y la imaginación se lanza al espacio brillante de las ilusiones y contempla mil bellezas que pinta a su deseo y adora a su gusto; pero incauta se precipita en la llama que la devora.

     La soledad con sus misterios, la noche con sus tinieblas, la hermosura con sus encantos, la juventud con sus ardores, todo despertaba, en don Guillén emociones tan enérgicas como desconocidas.

     Añadíase a esto el vértigo delicioso de una rápida carrera, el dulce calor del brazo de Elvira asida al caballero y el irresistible magnetismo de sus recíprocas miradas, en las que cada cual bebía a torrentes el filtro calenturiento del amor.

     Don Guillén Gómez de Lara detuvo de repente su caballo, contempló por algunos instantes a la encantadora Elvira, después alzó sus ojos al cielo, exhaló un profundo suspiro, y por último puso al paso su alazán. Sin duda alguna el mancebo trató de dilatar algún tanto el momento de una separación dolorosa. Cuando llegasen a la aldea, su ventura se desvanecería como un sueño.

     -¡Cuánto os amo! -dijo don Guillén de pronto y como fuera, de sí.

     La hermosa Elvira, cubierto el rostro de amable rubor, bajos los ojos, palpitante el pecho, permaneció silenciosa.

     Don Guillén suspiró.

     Después de algunos momentos dijo con voz muy conmovida:

     -¿Me perdonaréis la libertad de haceros una pregunta?      Elvira inclinó la cabeza afirmativamente.

     -Decís que conocéis a mi amigo… ¿Amáis a Álvaro?      -No.

     -¿Pues no decís que él os ama?      -No he dicho tal, sino que me conoce; y aun cuando me amase, no se deduce por eso que yo le ame.

     En esto llegaron a las inmediaciones de la aldea y les salieron al encuentro Pedro Fernández y Álvaro del Olmo. Este se hallaba herido, aunque levemente, en un brazo.

     Todos se dirigieron hacia la pequeña población, y el enamorado Álvaro no apartaba ni un instante los ojos de la gentil doncella, que le había inspirado la pasión más volcánica.

     Sin embargo, don Guillén tuvo tiempo y ocasión, sin que su amigo lo notase, de hacer a Elvira esta pregunta en voz muy baja:

     -¿Pudiera yo tener la dicha de hablaros mañana?      -Tal vez.

     -Desearía que fuese muy tarde, a media noche, por ejemplo. ¿Será fácil?      -No es imposible. ¿Y por dónde?…

     -Estad a media noche en la puerta del jardín.

     Don Guillén clavó una mirada fascinadora en Elvira, una mirada de agradecimiento, de amor, de felicidad por la esperanza de verse a la noche siguiente.

     En esto se detuvieron todos delante de la casa de los Vargas, en cuyo patio encontraron a una anciana llorando amargamente. Elvira se precipitó en sus brazos, exclamando:

     -¡Madre mía!      -¡Hija de mi alma! ¡Qué dolor me has hecho pasar! He llorado por tu ausencia, te lloraba perdida y he rezado a la Virgen para que te protegiera y me concediese la dicha de estrecharte entre mis brazos. ¡Hija mía, ven, ven acá!… ¡Sagrada Virgen! ¡Gracias por tu bondad infinita!      La joven y la anciana se estrecharon, formando un tierno grupo en que el maternal amor y el respeto filial se ostentaban reunidos por un abrazo cariñoso. Los circunstantes presenciaban esta escena con tanta mayor emoción, cuanto que ninguno de ellos tenía padres. ¡Los tres eran huérfanos!      Elvira refirió brevemente a su anciana madre el peligro que había corrido y la manera como había sido defendida y salvada, por aquellos caballeros. La tierna madre, llorando de alegría, les dio las gracias por su generosa conducta, y les ofreció la hospitalidad, tan pobre de conveniencias como rica de afecto, que le era dado brindarles. Desde aquel mismo momento miró con el más entrañable cariño a los protectores de Elvira, y hubiera sido capaz hasta de ser su esclava. ¿Qué no hará una madre por el que le restituye el tesoro de su ternura?      Los caballeros rehusaron, y en el semblante de la anciana se pintó el más profundo respeto al saber que el libertador de su hija era don Guillén Gómez de Lara, el opulento señor de muchas villas y castillos.

     Igualmente cuando la joven dio las señas del hombre misterioso que había tratado de robarla aquella noche, la infeliz anciana se estremeció de terror como el que en los horrores de una pesadilla se siente caer en un abismo sin fondo.

     -¡Oh! -murmuró-. ¡Siempre ese hombre infernal! ¡El enemigo implacable de los Vargas!…

     De repente la anciana se detuvo y guardó silencio, como una persona que teme decir imprudentemente palabras o secretos que la comprometan.

     -Todos comprendieron que alguna terrible historia de odio y de venganza debía encerrarse en aquella noble familia, a la sazón reducida a la oscuridad y a la miseria.

     Nuestros caballeros, a fuer de discretos y corteses, respetaron aquel silencio, despidiéronse de la anciana y de su hija, y en seguida se encaminaron al castillo en donde ya les aguardaba el señor Gil Antúnez, impaciente y cuidadoso.

     Aquella noche, mientras que su escudero le ayudaba a desnudarse, don Guillén pensaba en la belleza de Elvira, en su ternura, en sus desgracias, y sentía derretirse su alma en el fuego de un amor infinito.

     Pero luego volvió a recordar que al despedirse, la joven había dirigido una sonrisa al buen Álvaro del Olmo, que por defenderla había sido herido. ¿Era gratitud? ¿Era amor? El recuerdo de aquella sonrisa, que en los labios de la hermosa brilló como un rayo de la luz del cielo, derramaba en el alma de don Guillén todas las torturas del infierno. Álvaro era su compañero, su amigo, casi un hermano, y a pesar de todo esto, aquella noche, durante la cena, ni le había dirigido la palabra, y ni aun siquiera se había informado de la gravedad de su herida. Don Guillén, hasta entonces siempre tranquilo, siempre dulce y cariñoso, no podía menos de reprocharse su dureza. Aquella noche, abismado en la deliciosa contemplación de la encantadora Elvira, había creído entrever un paraíso; pero ¡ay! al primer pensamiento de amor acompañaba también el primer pensamiento de odio. ¡Miserable naturaleza humana!      Don Guillén, siguiendo la costumbre de una inteligencia cultivada y en alto grado propensa a razonárselo todo, trataba de descifrarse los misterios que había levantado en su corazón la sola presencia de una muchacha. ¿Qué soplo mágico, qué misterioso encanto, qué fuerza sobrenatural poseía aquella débil criatura para arrojar tantas y tan negras nubes en el cielo poco antes sereno y límpido de su existencia? Pero don Guillén se atormentaba en vano. El joven sabía raciocinar; pero sólo conocía la vida humana bajo este punto de vista exclusivo. A su entendimiento se escapaba esa encarnación misteriosa, tan bellamente simbolizada en el cristianismo, ese lazo que une el espíritu y la materia, la idea y el sentimiento, el ser y la existencia, de donde surge la vida en toda su plenitud de pensamiento y de acción. Don Guillén no veía la medalla más que por el anverso. Ahora comenzaba a navegar por el mar tempestuoso de las pasiones.

     Durante largo rato el joven permaneció silencioso, pensativo y ceñudo.

      Al fin exclamó con un acento terrible:

     -¡Eso es! ¡Maldito sea mi amigo! ¡E1 amor es lo más divino que existe sobre la tierra! No es el amor lo que emponzoña mi alma… ¡Son los celos! Si mi amigo no existiera, ¡cuán feliz sería yo esta noche! Álvaro es la mancha de ese brillante sol que hoy ha querido Dios revelarme… ¡Hoy es el gran día de mi vida! ¿Cuándo se extinguirá su recuerdo?… ¡Cuán hermosa es!… Por un beso de su boca, padecería yo siglos de torturas… ¡Oh Dios potente! ¿Qué es lo que pasa por mí? ¿Qué fuerza tan inmensa es la que conmueve todo mi ser? Hasta ahora yo había vivido dentro de mí mismo, mi alma no buscaba el poseer nada fuera de ella, y ahora se arroja frenética en las alas de su deseo… ¡El deseo! He aquí la palabra, he aquí el verdadero nombre de esa fuerza que yo desconocía, de esa aspiración que hierve en mi pecho y me arrebata a otras regiones. El deseo, como un relámpago en la oscura noche, ha esclarecido todos los abismos de mi existencia. Desde hoy la nave ha desplegado sus velas; mares desconocidos, nuevos horizontes se presentan a mi vista… ¡Señor de las tempestades, yo te imploro!      El aposento estaba pálidamente iluminado por una lamparilla de plata que ardía sobre una mesa situada junto al lecho donde estaba sentado el hermoso caballero. En la mesa veíanse muchos volúmenes que aquella noche, contra la costumbre del mancebo, no habían sido hojeados.

     Verdaderamente era un espectáculo interesante aquel joven en las altas horas de la noche, inquieto y caviloso, afligido y feliz a un mismo tiempo, según pensaba en Elvira o en Álvaro; pero esta doble faz de su pensamiento era casi simultánea. No existe la luz sin las tinieblas.

     Largo rato permaneció don Guillén reclinado sobre las almohadas, apoyado el bello rostro en su mano derecha, desmelenado, pálido y lloroso. Las lágrimas, como la lengua, sirven para expresar las cosas más diametralmente opuestas. La lujosa colgadura, que sirve lo mismo para festejar al vencedor de ayer y a su contrario, vencedor hoy: he aquí lo que son las lágrimas. ¡Así es el hombre! A las más grandes alegrías, como a la tristeza, las festeja y recibe también con llanto.

     La lamparilla destellaba una luz moribunda hasta que, por último, llegó a extinguirse completamente. Entonces el aposento quedose sumergido en la oscuridad. El joven experimentaba un vértigo sofocante; su sangre inflamada circulaba por sus venas como plomo derretido; sentía que se ahogaba; las tinieblas le oprimían como un manto de piedra. Levantose y abrió una ventana que daba al campo y desde donde se descubría la solitaria casa de Elvira.

     El astro de la noche comenzaba a ocultarse en Occidente, y a sus rayos moribundos contempló el triste mancebo las solitarias campiñas. Todo yacía en plácido reposo. Es verdad que se escuchaban algunos ruidos; pero ¿cuándo la voz de los vientos cesa de conducir en sus alas esos vagos rumores, símbolos del espíritu de vida que recorre el universo?      Las brisas de la noche remedaban mil perdidos acentos entre los cipreses de la huerta del monasterio de Nuestra Señora de la Luz: de vez en cuando se oía el chirrido de la lechuza que penetraba a chupar el aceite de la lámpara del claustro, y la corneja repetía a intervalos sus lúgubres lamentos. Y allá a lo lejos se escuchaban los ladridos de los perros, las cencerras de las yeguas, el murmurar de un caudaloso arroyo y veíanse brillar las luces y hogueras de algunas alquerías y ganaderos.

     Aquel espectáculo solemne de la tranquila noche, la moribunda luna, las melancólicas estrellas, tanto plácido murmurio, tanta vida serena y apacible, como ostentaba la naturaleza bajo mil formas distintas, todo esto impresionó fuertemente el ánimo de don Guillén. Le parecía que aquella noche todos los objetos le impresionaban de un modo singular, con una fuerza desconocida, encontrando en ellos un lenguaje simbólico, una armonía misteriosa y sublime, un cántico celestial, un himno sin fin, un concierto majestuoso y opulento de melodías que hasta entonces nunca había escuchado.

     El joven en aquel momento estaba verdaderamente hermoso. Su levantado pecho palpitaba de entusiasmo, y en sus negros ojos brillaba el sagrado fuego de la inteligencia y del sentimiento, la inspiración.

     -¡Salve, argentada luna! -exclamó de pronto extendiendo sus brazos al cielo-. Yo te saludo, astro solitario, desde mi triste morada. ¡Oh! Nunca hasta ahora he comprendido en tan alto grado el encanto delicioso, la emoción divina, la voluntad inefable en que baña mi alma tu tímida luz, casta diosa de los bosques. ¡Si yo pudiera volar a ti y reclinar mi ardiente cabeza sobre tu cándido seno!      El joven permaneció extático largo tiempo contemplando la bóveda estelante.

     ¿De dónde procedían estas nuevas aspiraciones que con tanta fuerza sentía y que con tanto afán procuraba descifrarse?      -¡Amor! -prorrumpió saliendo de su arrobamiento-. ¡Amor! ¡Amor! Me parece que sobre tus alas de oro y armiño me elevo rápidamente a las esferas etéreas, y que mi espíritu, surcando los espacios luminosos, encuentra nuevas vías de actividad entre mil torrentes de inefables delicias… Pero ¡ay! ¿Por qué son así los hijos de la tierra? ¿Por qué la estrella ardiente, inmortal y volátil de mi ser se encuentra encerrada en una caja quebradiza, inmunda y perecedera? ¿Por qué la revelación del amor eterno y divino nos ha de ser dada en una mujer frágil y acaso indigna? ¿No ha de haber bien sin mal? ¿Es preciso medir lo inmenso con una mezquina pértiga? ¿Por qué ver un océano sin orillas y no poder tragar más que una gota de agua? ¡Miseria! ¡Miseria! ¡Siempre luz y tinieblas!… ¡Oh, Dios mío! ¡Qué turbación tan profunda! ¡Cuánta hirviente lava encierra mi pecho! Hoy comienzan las luchas, las ansiedades, los deseos vehementes, la dicha profunda a la par que turbulenta y desgarradora, los celos, la ponzoña del odio, el fuego del amor. ¡Ah! ¡Todas las pasiones, todos los vientos desencadenados, todos los huracanes de la juventud! ¡Adiós para siempre, tranquilas noches de hermosos sueños, dulces días de reposo, recreos inocentes, sencillas emociones, adiós!… La paz huyó de mi corazón para nunca más volver… ¡Huyó para siempre, para siempre, para siempre!…

     Después de algunos momentos de profunda meditación, el joven tomó una actitud erguida, osada, como provocando al destino, una actitud de luchador en los juegos de Olimpia.

     -¿Y bien? -dijo-. ¿Qué importa? Pensar, sentir, amar, aborrecer… ¡Esto es vivir!… ¡Que se desaten los lazos de mi entorpecimiento letárgico… Ella ha sido para mí como la vara de Moisés, que hizo brotase un manantial de la peña… ¡Corran, pues las fuentes de la vida tanto tiempo cegadas! ¡Que bramen los huracanes! ¡Que reluzcan los relámpagos!… ¡Que rujan los truenos! ¡Nunca las ondas del mar saben elevarse a los astros sino en el furor de las tempestades!…

     Don Guillén, después de fijar una última mirada en la casa de Elvira, cerró la ventana y se dirigió a su lecho.

Capítulo IV

La cita

     ¿Quién puebla los bosques de napeas y silvanos, los aires de sílfidas y genios y los mares de ondinas y nereidas? ¿Quién da sonrisa a la aurora y melancolía al crepúsculo? ¿Quién da formas, vida y colores al mundo seductor de las ilusiones? ¿Quién a su vez extiende el velo brillante de la ilusión sobre la creación entera? ¿Quién posee ese soplo mágico que infunde realidad a las ideas y sentimientos a lo insensible? ¿Quién sabe fabricar ese espejo encantado, en el cual se mira la imagen pura de todas las cosas sin mezcla de imperfección? ¿Quién ha sabido encontrar ese cielo jamás oscurecido por la noche y coronado por un sol que nunca sale, nunca se pone y que brilla eternamente? ¡Amor! Tú eres la verdadera fuerza del hombre, y solamente con los resplandores de tu divina hoguera es como pueden contemplarse las maravillas de la creación. ¡Amor! ¡Amor! Tu soplo fecundo es el que esparce sobre el universo mil sublimes melodías, mil deliciosos aromas que regocijan al alma como a las flores el rocío. ¿Quién entenderá la eterna conversación de la tierra con el cielo, si tu dulce llama no ilumina su inteligencia? ¡Amor! Tú eres inteligente, tu eres sensible tu eres creador. Aun en la misma estación de los hielos, tú sabes sembrar las más bellas flores de la primavera sobre los pasos de la mujer querida.

     ¡Con cuánta impaciencia aguardaba don Guillén el delicioso instante de ver a la encantadora Elvira!      Era la media noche. Todo en la aldea yacía en el más profundo silencio. Un hombre cuidadosamente rebozado se dirigía hacia la puerta del jardín de la casa de los Vargas. Apenas llegó al sitio que hemos indicado, tendió una mirada escrutadora en torno suyo, y después comenzó a llamar muy suavemente en el postigo del jardín. Nadie le respondió.

     Algo impaciente adoptó el partido de dar algunos paseos, rondando las tapias del jardín de Elvira.

     Súbito detúvose y fijó sus ojos atentamente en un punto, como si hubiese divisado algún objeto que le inspirase la más viva atención. Habla creído ver dos bultos cruzar por delante de sus ojos.

     La noche estaba hermosa y serena, la luna brillaba en el cielo en toda la plenitud de su plácido esplendor. Solamente el viento que corría era un poco frío; pero la claridad de la luna hacía fácil cualquiera investigación que se intentase.

     El gallardo mancebo se encaminó resueltamente hacia el punto en donde le había parecido ver los dos bultos; pero, con grande admiración suya, a nadie descubrió. Todas sus investigaciones fueron inútiles hasta que, por último, vino a convenir consigo mismo en que se había engañado.

     Don Guillén volvió inmediatamente a la puerta del jardín, centro sobre que gravitaba y norte de su esperanza.

     Volvió a llamar con el mismo recato que antes.

     ¡Oh! ¡Cuán bello es ese momento en que el apuesto galán aguarda ver a la hermosura que adora! ¡Cuán dulcemente palpita su corazón! ¡Cuán suavemente las alas del amor agitan su cabellera! Mil nacaradas tropas de placeres, como cándidos celajes, vuelan en torno de su frente, mil nuevos sentimientos agitan con delicia su corazón.

     Don Guillén había visto mil veces las pintorescas cercanías de la aldea en las hermosas noches de Mayo, cuando los ruiseñores cantan, cuando las luciérnagas brillan, cuando sonríen las praderas, cuando las pintadas flores exhalan sus perfumes. Pero nunca había experimentado lo que sentía ahora en los mismos sitios, en una noche de Diciembre. ¿Qué nueva fuerza había aparecido en su ser? ¿Por qué ahora veía nuevas bellezas en todos los objetos? Porque miraba al trasluz del mágico lente que el amor ponía delante de sus ojos.

     El joven creyó escuchar unos pasos ligeros que cada vez más se aproximaban a la puerta.

     Luego oyó una voz suave y misteriosa que dijo:

     -¿Sois vos, don Guillén?      -Señora mía, yo soy, que aguardo con impaciencia el veros.

     -Tened la bondad de ir por la reja.

     -¿Y en dónde está?      -Siguiendo las tapias del jardín, a mano izquierda la encontraréis.

     -Allá voy.

     El mancebo se dirigió rápidamente al punto de signado, en donde ya encontró a la encantadora doncella envuelta en un capotillo de terciopelo negro, que hacía resaltar maravillosamente la blancura de aquel rostro seductor, que venía a iluminar un débil rayo de luna.

     Durante algunos momentos, ambos jóvenes permanecieron silenciosos y absortos en una mutua contemplación.

     -¡Cuán feliz soy en volver a veros! -exclamó don Guillén-. Nunca creí que fuese tanta mi dicha. Todo el día he estado pensando en este momento venturoso.

     -Yo también me he acordado mucho de vos.

     -¡Cuánto os lo agradezco!… Yo venía esta noche temblando, no sea que alguna desgracia os hubiese ocurrido, supuesto que vuestra familia es perseguida por enemigos poderosos. ¿No habéis visto hoy a nadie?      -No, don Guillén.

     -Según dijo vuestra madre, el hombre misterioso que ayer pensaba robaros, es enemigo implacable de los Vargas, de lo cual se deduce que vuestra madre debe conocerlo.

     -Sin duda que es así.

     -¿Sabéis que me devora la más viva curiosidad por saber quién es ese hombre? He dicho mal, no es la curiosidad, es el deseo de poder prevenir sus asechanzas; pues si él continuara, en sus proyectos, creo que ha de costarle muy caro.

     -¡Cuánto goza, mi alma, con la idea de que vos sois mi protector!…

     -Capaz de dar por vos hasta la última gota de sangre.

     -¡Oh, don Guillén! ¡Cuán feliz soy!      -Solamente desearía saber cuál era el intento de ese hombre malvado, al pretender arrebataros de casa…. ¿Es posible que ese hombre sea capaz de teneros odio?     -Mi madre dice que es el enemigo de mi familia; pero…

     La joven se detuvo y permaneció algunos minutos con la faz encendida y los ojos bajos.

     -¿Qué queríais decir, señora mía?      -Nada… Me parece que mi madre se equivoca.

     -¿Respecto a qué?      -Respecto a creer que el hombre del sayo negro me tenga odio.

     -Ya lo he dicho yo también… Me parece imposible que a nadie podáis inspirar odio; aun cuando ese fuese un tigre… Además, recuerdo me habéis dicho que algunas veces os ha requerido de amores, ¿no es verdad?      -Sí, don Guillén.

     Elvira temblaba como la hoja en el árbol. ¿Era a impulsos de la divina emoción de un amor volcánico? ¿Era que tal vez guardaba algún terrible recuerdo del hombre misterioso? La verdad es que este personaje, cuyo rostro apenas había ella vislumbrado, le inspiraba sentimientos desconocidos.

     Elvira, en presencia de su raptor, se sentía turbada y afligida, pero al mismo tiempo fascinada y temerosa, como la paloma en presencia del milano.

     Hay en el alma de la mujer una facultad divina y poderosa que hace en ella lo mismo que la inteligencia hace en el hombre. Lo que éste conoce con vaguedad, la mujer lo presiente con extraordinaria energía, con la seguridad infalible de un profeta. Hablamos de los presentimientos, y nos atrevemos a asegurar que en aquel instante eran muy negros y terribles los que agitaban el corazón de Elvira. No podía pensar en su raptor sin estremecerse, como el que, caminando por una pradera florida, ve de repente saltar de entre sus pies una verdinegra sierpe, que se desliza, silbando y crujiendo sus flexibles anillos.

     Pero muy pronto la presencia de su amante disipaba en ella todos los negros fantasmas de su imaginación, como se disipan las nieblas a los rayos solares.

     -¿Y no salvéis quién sea ese hombre singular? -preguntó don Guillén, que con tenacidad insistía en averiguar quién fuese el raptor de su adorada.

     -¡Oh! Ignoro quién pueda ser. Todo lo que mi madre me ha dicho es que ese hombre aborrece mortalmente a mi familia, que es muy rico y poderoso, que dispone de grandes medios para sus venganzas, y por último, que es un infame, a pesar de la orden que profesa.

     -Pues qué, ¿no es seglar?      -No, señor; es religioso.

     Don Guillén hizo un gesto muy marcado de admiración. Sin dada alguna aquella noticia causó en él gran sorpresa. El joven quedose asaz pensativo, y desde aquel instante concibió el proyecto de averiguar a todo trance quién fuese aquel personaje, que se ponía en su camino, envuelto en el misterio y con una actitud amenazadora.

     Formada esta resolución irrevocable, pensó en entregarse con toda su alma al placer de hablar de su amor con la encantadora doncella. Ésta parecía algún tanto inquieta y afligida. Don Guillén lo notó fácilmente. ¿Qué se oculta a los ojos perspicaces de quien de veras ama?      -¿Qué tenéis, hermosa señora, que me parece leo en vuestros ojos síntomas de pesar, cuando en este momento es poco un corazón para tanta y tan inefable ventura?      -¡Ah don Guillén! Parece que el cielo envía envuelta siempre la dicha con penas. ¡No hay rosas sin espinas!      -¿Pues qué os sucede, señora?      -Que como si no bastasen las pruebas crueles por que ha pasado mi pobre madre, la Providencia ha querido aumentar ahora sus padecimientos y los míos. Con el susto que anoche le causó mi corta ausencia, han tomado sus temores un carácter más sombrío, y como que ya los años son muchos y las fuerzas pocas, conozco que cada día le hace una impresión más funesta cualquier acontecimiento contrario. Desde anoche la estoy viendo sufrir y llorar, y, no obstante, aun cuando yo quisiera estorbarlo, no puedo impedir ni evitar el encontrarme dichosa.

     -¡Misterios del corazón! -murmuró don Guillén en voz baja y conmovida.

     -Tal vez ahora mismo la fiebre esté abrasando su venerable frente; pero yo os había prometido salir a hablaros esta noche, y no podía faltar a esta palabra… ¡Ah don Guillén! Si no hubieseis venido, yo habría muerto de dolor, porque… Yo os amo, gallardo caballero, con todo el fuego de mi corazón…

     Al llegar aquí, la voz argentina de la joven estaba trémula, su seno palpitaba, sus tersas mejillas se cubrieron de un ardiente carmín, y sus hermosos ojos, humedecidos por una lágrima de ternura, se fijaron con timidez sobre el rostro varonilmente bello del amartelado galán, que, arrebatado de su entusiasmo amoroso, prorrumpió:

     -¡Criatura angelical! Yo no sé qué espíritu de bendición agita sus alas de oro en torno mío, cuando mis ojos se encuentran con los tuyos. Al contemplarte, hermosa mía, conozco que mis pies se desprenden del cieno de la tierra, y que, fijas mis miradas en tu imagen circuida de soles esplendorosos, creo ver en ti, dulce criatura, el compendio y cifra de todos los cielos. ¡Mujer divina! ¡Tú no sabes lo que vales ni lo que puedes! ¿Hay por ventura sobre la tierra algún poder semejante al tuyo? ¿Quién conmoverá mi corazón y encadenará mi voluntad como una mirada de tus ojos o una sonrisa de tus labios? Hasta tu mismo nombre, Elvira encantadora, hasta tu nombre parece designado por el destino para que yo le adore. Una Elvira me dio la existencia, que yo consagro gustoso a otra Elvira.

     -¿Qué queréis decir?      -Mi madre se llamaba doña Elvira de Carvajal. ¡Triste de mí! El cielo quiso que yo no la conociera… ¡Cuán cruel es causar la muerte a quien nos da la vida!… Hasta esta circunstancia de llamarte así, parece que me impone el deber de aumentar hacia ti mi idolatría, si el aumentarla fuese posible.

     -¡Qué inexplicable ventura! ¡Cielos! ¿Por qué habéis permitido que yo viva tanto tiempo sin experimentar lo que ahora experimenta mi corazón y que mi lengua no alcanza a expresar?… Cuando el viento gemía en el bosque, cuando las nubes se apiñaban en el cielo, cuando veía cruzar las aves despavoridas que iban a guarecerse en sus nidos de la próxima tempestad, cuando desde mi ventana oía el eco lejano de los sencillos cantares de los pastores, cuando contemplaba el día moribundo en brazos de las primeras sombras de la noche, ¡ah, don Guillén! no podéis figuraros qué emoción tan profunda me causaba todo esto. Mi corazón palpitaba violentamente, mis ojos se deshacían en lágrimas, y allí en el bosque sombrío y entre los misterios del crepúsculo, yo descubría la imagen de un gallardo caballero, una imagen que se os parecía y que con melancólica frente suspiraba tal vez por mi amor… Yo entonces lloraba, porque mi corazón estaba muerto para la dicha real, porque mi ilusión no era una verdad, porque el mundo vacío no me ofrecía ningún deseo, ningún placer, ninguna emoción comparable a la que ahora siente mi pecho… ¡Oh Dios mío! Ahora ya puedes llamar a tu criatura hacia tu seno, porque ahora yo he gustado la dicha de la tierra, he vivido, he amado.      -¡Elvira mía! ¿Es verdad que tú me adoras? ¿Podré estar seguro de que jamás me olvidarás?…

     -¡Nunca! ¡Oh! ¡Nunca! Yo te amo, sí, yo te amo.

     -¡Dios mío! ¡Y dirán que ya el paraíso no está en la tierra!      -Yo conozco que debería ser menos franca, según lo exigen los usos establecidos; pero ¿se encuentra siempre la verdad en las fórmulas del mundo? Ya que con tanta fuerza experimentamos el santo sentimiento de un amor puro, entreguémonos con confianza a las emociones de nuestro corazón, que nos dice la verdad, que de seguro conoce que tu amor y el mío es sincero.

     Y así diciendo, la encantadora Elvira al través de la reja abandonaba su linda mano al gentil caballero, que la cubría de besos apasionados y de lágrimas de felicidad, de esas lágrimas que el amor arranca en ciertos instantes deliciosos, en que parece que Dios derrama sobre sus criaturas los inagotables tesoros de su ternura infinita.

     En aquel momento, los dos venturosos amantes habían olvidado el mezquino planeta en que habitan los hombres, y en alas de su amor se remontaban a esas regiones desconocidas, a las cuales sube el espíritu de aquellos elegidos de entre los mortales que atraviesan el piélago undoso de la vida en los cariñosos brazos del amor fiel y nunca desmentido del amor puro, generoso, desinteresado.

     Pero ¡ay! Siempre junto a un placer hay un dolor, siempre en el apacible valle se descubre una roca descarnada, siempre en el florido prado se oculta una serpiente venenosa.

     Don Guillén contemplaba extasiado a la hermosa Elvira; pero de vez en cuando en lo más intimo de su pensamiento se levantaba una sospecha, como una negra nube en el azul purísimo de un hermoso cielo de primavera.

     ¿Qué motivos tenía don Guillén para dudar del amor de Elvira? Ninguna razón tenía, es verdad; pero si él dudaba, si se afligía, si sospechaba, ciertamente que no era porque él lo desease.

     A pesar suyo, de vez en cuando, en el momento más dichoso, divisaba la faz ceñuda y sombría de la desconfianza en medio de los mágicos horizontes que su amor apasionado le pintaba.

     ¿Tal vez amaba Elvira por ambición al señor de Alconetar? Si éste hubiese sido un simple caballero, ¿pudiera haberse lisonjeado de inspirar a la joven la misma volcánica pasión que ahora sentía o que afectaba sentir?      Tales eran los pensamientos que, tímidos, confusos e indecisos, se asomaban alguna vez a la mente del señor de Alconetar; pero éste los rechazaba con horror.

     Acaso la inquietud de Gómez de Lara pudiera atribuirse a la expresión extraña de astucia y de voluptuosidad que algunas veces revelaban los ojos incitantes de la agraciada Elvira.

     Pero estas llamaradas de un corazón ardiente y sediento de goces pasaban, rápidas como relámpagos, y otra vez el pudor y la tímida ternura volvían a aparecer en los bellos ojos de la joven con todo su encanto virginal.

     Mientras que don Guillén y Elvira se entregaban a sus amorosos delirios, tres hombres se ocultaban entre unas encinas que formaban un bosque poco distante de las tapias del jardín de la casa nombrada de los Vargas.

     El uno de ellos parecía como el jefe, según podía deducirse de las muestras de respeto y consideración que le daban los otros dos, quienes, al parecer, eran esclavos moros. El jefe de estos personajes era de mediana estatura, de color cetrino, de luenga barba y de una actitud altanera, que denotaba el hábito de mandar y ser obedecido. Traía calzadas unas grandes espuelas que hacía resonar a cada paso que daba, espada de rica empuñadura, y pendiente del cuello un cuerno de caza, primorosamente embutido de plata, que resaltaba sobre su ropilla de terciopelo negro guarnecida de finas pieles.

     El caballero decía:

     -¿Habéis visto a don Guillén?      -Sí, señor; cuando salió del castillo lo fuimos siguiendo hasta que se detuvo en las tapias del jardín de doña Elvira.

     -¡Ira de Dios!      -El tal don Guillén, -continuó uno de los esclavos-, debe tener una vista como un águila, porque, a pesar de ser de noche, tengo para mí que nos descubrió, supuesto que, abandonando el postigo del jardín, se dirigió hacia donde nosotros nos hallábamos y comenzó a examinar a su alrededor con un cuidado y atención, que harto bien denotaba que nos había columbrado…

     -¿Y por fin os descubrió? -preguntó con vivacidad el caballero.

     -Nosotros tuvimos la buena ocurrencia de escondernos en un barranco rodeado de árboles, y allí nos aplastamos como gazapos. A no haberlo hecho así, sin duda alguna nos hubiera descubierto.

     -Y después ¿no dio muestras de desconfianza?      -Al contrario; según pudimos deducir, él se convenció de que sus temores habían sido infundados, y con todas las señas de un hombre perfectamente tranquilo, volvió a situarse en la puerta del jardín…

     -¿Y ella ha salido a hablarle? -preguntó vivamente el desconocido.

     -Doña Elvira salió a los muy breves instantes.

     -¿Le abrió tal vez la puerta? -preguntó el jefe con voz trémula.

     -No, señor. Por lo visto, le diría que fuese a una reja que hay en el jardín al final de la tapia, pues que luego que los dos cambiaron algunas palabras por el postigo, don Guillén se dirigió a la reja que ha dicho, en donde ahora se encuentran los dos hablando.

     -Si queréis verlos, señor,-dijo el esclavo que hasta entonces había guardado silencio-, no tenéis sino dar algunos pasos hacia el camino, y desde allí se descubre la ventana… ¡Venid, señor, venid!      Había en la entonación de aquel esclavo alguna cosa de irónico, de cruel, de complacencia satánica.

     -¡Venid, señor, -repetía-, venid.

     -No, no quiero verlos, -repuso el caballero con acento sordo e iracundo.

     -Y ahora, ¿qué hemos de hacer? -preguntó el otro esclavo.

     -Traedlo a mi presencia.

     -¿Vivo?      -O muerto.

     -¿Y si se defiende?      -¡Cobardes! Vais dos contra uno, a quien debéis acometer a traición, y todavía preguntáis: ¿Y si se defiende?      -Bueno es preverlo todo.

     -Ya os lo he dicho. Nada más tenéis que prever sino que pongáis a mi disposición a ese hombre odioso. Os advierto que será mucho mejor para mis planes que lo traigáis prisionero. Solamente en el caso, poco posible, de que, le sea fácil escaparse, debéis asesinarlo. ¿Lo entendéis? Preferiré tenerlo vivo.

     -Descuidad, señor, que se hará todo a medida de vuestro deseo.

     -Ya sabéis que si es así, jamás habréis conocido mi prodigalidad tan en alto grado como en esta ocasión. ¡Marchad!      -¿Y en dónde nos aguardáis?      -Detrás de los setos que están próximos a la cruz. Allí también nos espera Jacinto con los caballos.

     -¡Que no tardéis!      -Descuidad, señor.

     El caballero se dirigió hacia el punto que había designado, y los esclavos moros fueron a cumplir las terribles órdenes que habían recibido de aquel misterioso personaje.

     Don Guillén se había olvidado completamente de los dos bultos que había creído distinguir cuando se hallaba junto a la puerta del jardín de Elvira. Nada es más cierto que aquello de que «con las glorias se olvidan las memorias». ¡Cuán frecuentemente los mortales se duermen descuidados a la orilla del precipicio ¡ay! sin acordarse de que luego al despertar han de ser víctimas de la realidad mas espantosa!      Pocos momentos después de haberse separado los esclavos de su señor, óyese el ruido de un encarnizado combate junto a las tapias del jardín de Elvira.

Capítulo V

Revelaciones

     La centella que descendió del cielo en el instante mismo en que los tres armigueros trataban de seguir a su amigo para protegerle, caso que de ello tuviese necesidad, produjo en los jóvenes una impresión de terror inexplicable.

     Todos creyeron que el cielo mismo se oponía cualquiera investigación que acerca del blanco fantasma se intentase, y que su curiosidad era castigada por la mano del Criador, por el formidable poderío de la tempestad desencadenada.

     Aquel ser misterioso condujo a Jimeno por varias y espesas calles de árboles, hasta que llegaron a uno de los ángulos más retirados del huerto de la Encomienda. Allí había una puerta planchada de hierro.

     El blanco fantasma hizo una seña a Jimeno de que aguardase.

     En seguida sacó una llave, abrió la puerta, y asiendo fuertemente del brazo al aturdido trovador, lo arrastró consigo dentro de aquella tenebrosa estancia.

     Había allí multitud de arneses, de armas, de paramentos y, en fin, toda clase de pertrechos militares conocidos en la época.

     Jimeno seguía al fantasma lleno de terror.

     Después que atravesaron una larga serie de habitaciones, el fantasma se detuvo y abrió una puerta que estaba en el suelo. En seguida comenzaron a bajar por una estrecha escalera que conducía al subterráneo, que hemos dicho antes comunicaba con la solitaria torre donde habitaba el italiano.

     Así como el destino empuja a los mortales por sus tenebrosas vías, del mismo modo el fantasma arrastraba en pos de sí a Jimeno. Este, resistiéndose con toda su fuerza, se detuvo, diciendo:

     -¿Adónde queréis conducirme? ¿Qué exigís de mí? Yo no os seguiré más lejos… Os lo digo formalmente… ¡No pasaré de aquí!      -Justamente mi pensamiento, era detenernos en este sitio.

     -Pues bien, decid.

     -Voy a hablarte de tus padres.

     -¡Ah! ¡Nunca los he conocido!      -Acaso pronto los conozcas.

     -¡Viven! ¡Oh, Dios! Decid, decid.

     -No me interrumpas, Jimeno, si bien te exijo que prestes gran atención a lo que voy a revelarte.

     -Cuando me habláis de mis padres, tan llorados de mí como desconocidos, es un deber sagrado para mí el escucharos.

     -Y cuando me hayas oído, también será un deber tuyo el vengarlos.

     -¡Cómo! ¿Han muerto?      -Te contaré su historia.

     -La misteriosa figura condujo de la mano a Jimeno a un pequeño altar que había en el subterráneo. Era una efigie de Nuestra Señora de la Concepción, delante de la cual ardía una lámpara como una pálida estrella en medio de la noche sombría.

     Allí el fantasma dio comienzo a su narración de esta manera:

     -Tu padre era un caballero perteneciente a una de las más distinguidas familias de España, tanto por su nobleza cuanto por sus extensos dominios y por los heroicos hechos de sus ascendientes. Después de haber combatido contra los moros de Andalucía, donde ganó reputación de valiente guerrero y diestro caudillo, contrajo matrimonio con una hermosísima dama, cuyo amor se había esforzado en merecer por sus hazañosos hechos. Ella, orgullosa y feliz por el mérito y la gloria de su amante, pronunció con religioso arrebato el sagrado juramento de su eterno amor…

     El misterioso personaje exhaló un profundo suspiro y pareció como oprimido por dolorosos recuerdos.

     Luego continuó:

     -Tu padre fue muy querido y honrado por el rey don Alfonso el Sabio, el cual no solamente estimaba sus dotes de guerrero, sino también sus conocimientos en astronomía, y ayudó mucho al rey en la composición de las famosas tablas Alfonsinas…      -¿Y el nombre de mi padre? -preguntó Jimeno.

     -Se llamaba don Gonzalo Pérez Sarmiento. Ahora bien; éste, a diferencia del rey, no tenía fe en la astrología judiciaria, y se chanceaba con don Alfonso acerca de ciertos pronósticos fatales que decían se notaban en el horóscopo de tu padre. ¡Ay! ¡Cuánto la experiencia acreditó después que el rey don Alfonso con harta razón merecía el título de sabio! «Gonzalo, -decía el monarca-, has nacido bajo la influencia de Mercurio y de Júpiter, planetas que te prometen la elocuencia y la fortuna; pero en cambio Marte es funesto para ti en los castillos y en las plazas. Al aire libre serás un guerrero afortunado; pero en el recinto de una muralla perderás siempre. También la luna te es maléfica, y la inconstancia de la suerte algún día te hará sentir sus tiros».

     Jimeno escuchaba este razonamiento con la expresión del más profundo estupor.

     -Nada era más cierto, -continuó la blanca figura-, nada más cierto que las palabras del rey sabio, del Salomón de nuestra España. Tu padre efectivamente se hallaba dotado de un candor de niño, de una sencillez de paloma, de una buena fe a toda prueba. Ningún hombre más inútil que don Gonzalo para el disimulo, para las intrigas palaciegas, para los negocios difíciles, tortuosos, subterráneos. Su generosa naturaleza rechazaba la vulgaridad y la hipocresía. Como el águila, miraba al sol frente a frente; como el geómetra, creía siempre que para llegar a un punto, el camino más pronto y seguro era la línea recta. En cambio, ningún paladín peleaba en el campo con más bravura, ningún sabio hablaba con más claridad, ningún corazón se entregaba con más entusiasmo a todo sentimiento noble y grande. Don Gonzalo tenía una sed insaciable de luz, de verdad, de franqueza. El rey don Alfonso era de mucha más edad que tu padre, por cuya razón éste tributaba a sus años el más profundo respeto, a más de la veneración que le inspiraban la soberanía, la ciencia y el carácter de don Alfonso, quien había manifestado a su joven amigo que, según las investigaciones astrológicas, sus desgracias deberían empezar desde la edad de treinta y cinco años en adelante. Don Gonzalo se reía, pero jamás predicción alguna se cumplió con más exactitud.

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