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Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 3)



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     -¿Qué funesto augurio deja de cumplirse? -murmuró Jimeno.

     -Tu padre tenía un íntimo amigo que era el reverso de la medalla la antítesis más completa de don Gonzalo, y acaso por esta misma razón eran amigos, pues la amistad necesita simpatías y contrastes. Tanto como el uno era alegre, elocuente y expansivo, era el otro triste, taciturno y reservado. Todo en don Gonzalo era confianza y generoso abandono, cortés franqueza y valor caballeresco. En su amigo, todo era suspicacia, frialdad y previsión. El amigo de tu padre cifraba toda la ciencia humana en que ningún acontecimiento le causara sorpresa. Esta era su verdadera manía. Todo quería preverlo, todo pretendía adivinarlo; quería que su inteligencia fuese el compás de los acontecimientos; deseaba medir, pesar, detener o alejar a su gusto la engañosa perspectiva del porvenir. Aun cuando aquel hombre ostentaba mucha sangre fría y gran serenidad de juicio, no por eso dejaban de albergarse en su corazón todas las pasiones y todos los vicios. Había en aquel hombre una vitalidad tan extraordinaria como funesta. Todas sus fuerzas, todas sus facultades, toda su vida la encaminaba al mal. El desdeñoso desprecio que guardaba para todos los hombres era fácil de leer en sus largas y pobladas cejas, constantemente fruncidas. La hidrópica sed de oro devoraba su corazón como el fuego devora, las secas mieses en el estío. El sol de su inteligencia se agitaba frecuentemente en una atmósfera de inmundos pensamientos de deleites, que le ofuscaban y envolvían en una nube de impureza. La hoguera de la ira y del rencor ardía continuamente en su pecho vengativo. La embriaguez y la glotonería eran los ídolos que adoraba en secreto. El gozo y la sonrisa de los demás causaban en él tristeza y llanto. Aquel hombre era un nido de víboras cubierto de azucenas y jazmines. La vil y astuta hipocresía le había dado sus más inocentes apariencias, y bajo su manto de cándido armiño encubría todos los gusanos, todas las podredumbres, todas las ponzoñas de la maldad humana. Cocodrilo con llanto de niño, sirena con voz de mujer, tigre con piel de cordero, Matías Rafael Castiglione reunía a sus instintos maléficos la bravura del león y la prudencia de la serpiente. Era el genio del mal en toda su diabólica extensión.

     -¡Y ese hombre era el amigo de mi padre! -exclamó Jimeno sin poder contenerse.

     -Sí, ese infame calabrés supo engañar a don Gonzalo, que le amaba con todo su corazón. Después de algunos años recibió una herida que le hizo perder el ojo izquierdo y que añadió la más repugnante deformidad a su rostro, de suyo fiero y ceñido. Desde entonces parece que se aumentaron sus malas inclinaciones. ¡Cuán cierto es que muchas veces un defecto personal influye poderosamente en el interior del hombre!      -Decid, decid, estoy impaciente por saber la conducta de Castiglione para con mi padre.

     -Don Gonzalo Pérez Sarmiento se fió siempre del odioso Templario, al cual daba entrada en su casa con la franqueza propia de un amigo. La madre estaba dotada, como ya te he dicho, de singular hermosura, y el pérfido italiano concibió por ella la pasión más desenfrenada. Doña Beatriz de Vargas, que así se llamaba tu madre, se apercibió, por último, de las inicuas miras de Castiglione, quien tuvo el atrevimiento de declararle su impuro amor. Doña Beatriz rechazó con indignación al falso amigo de su esposo. ¡Matías, arrepentido de su imprudencia, fingió haber hecho aquella declaración tan solamente por probar de qué modo era recibido. Aunque esta explicación fuese tan poco diestra, sin embargo, tal fue la naturalidad e ingenio que desplegó Castiglione, que al fin la sencilla dama acabó por darle crédito. Temiendo que la esposa de su amigo hablase a éste de tan espinoso asunto, resolvió participarle él mismo aquel paso que había dado, lo cual hizo en tono jovial y chanceándose con don Gonzalo, haciéndole creer que había tratado de divertirse, observando el efecto que aquella declaración hacía en su esposa.

     -Parece increíble que mi padre tomase con indiferencia semejantes chanzas.

     -Si en su interior sentía otra cosa, no lo manifestó al menos. Lo cierto del caso fue que ambos esposos continuaron dispensando la misma confianza a Castiglione, el cual cada día parecía más digno de ella, según se manifestaba tierno, obsequioso y comedido para con don Gonzalo y su esposa. En resolución, andando el tiempo, tu padre no podía soportar la ausencia del Templario, a quien las ocupaciones y el servicio de su orden distraían muchas veces de asistir con frecuencia a casa de don Gonzalo. Éste se lamentaba del disgusto que la causaba tal separación, y, por lo tanto, resolvió tomar las medidas oportunas para vivir con su amigo en la mayor intimidad posible y gozar de su compañía continuamente.

     -¡Padre mío! ¡Corazón generoso y confiado!… Yo te reconozco por mi padre… ¿Qué importa que faltara la astucia, si te sobraba la virtud?      -¡Infeliz don Gonzalo! -exclamó con acento dolorido el misterioso personaje-. Como la serpiente fascina al pajarillo que destina para su alimento, así el pérfido amigo fascinaba a tu padre, a quien trataba de deshonrar.

     -¿Y consiguió su objeto?      -¡Ay! ¿Qué pensamiento criminal deja de convertirse en crimen? ¿Qué idea maléfica no se convierte en hecho? Parece que el soplo del infierno fecundiza en el cerebro humano todo mal pensamiento. Hay un no se qué de inexorable en las malas tentaciones, que rara vez dejan de ser obras. Todo contribuye en este mísero mundo a que el mal se practique, y en cambio todo parece contribuir a que el bien encuentre insuperables obstáculos. ¡Cuán fácil y dispuesta es la naturaleza humana para obrar mal! ¡Cuánto esfuerzo heroico necesita para practicar el bien! Por eso es tan estrecha la senda de la virtud; por eso es tan ancho el camino del crimen.

     -¡Verdad tan dolorosa como necesaria! -murmuró Jimeno profundamente pensativo.

     -Ya sabes que es costumbre entre los Templarios que admitan en sus conventos a algunos caballeros casados, los cuales vivan honestamente y poniendo a disposición del común de la orden los bienes que posean y en adelante adquieran ambos cónyuges, dejando el esposo por su fallecimiento la mitad de su hacienda a la viuda para que subsista hasta su muerte, en cuyo caso los Templarios entran posesión de esta otra parte de los bienes. (1)      -Eso generalmente lo verifican los esposos que tienen hijos.

     -Sí; pero en aquella época tus padres aún no habían tenido sucesión. Así, pues, don Gonzalo entró en la Encomienda, y pasaba sus días siempre acompañado de su pérfido amigo. Pero muchas veces tenían que separarse para ir a desempeñar las comisiones que les encargaba el maestre o para salir a la guerra continua con los moros. El villano Castiglione aprovechaba todos los momentos que podía para visitar a la esposa de don Gonzalo, con la cual, no obstante, guardaba las más atentas consideraciones. Precisamente pocos días después que don Gonzalo entrara en la casa de los Templarios, conoció su esposa que se hallaba en cinta, circunstancia que no dejó de mortificar a tu padre, si bien acerca de este sentimiento guardó para con su amigo la más absoluta reserva, lamentando en secreto su determinación, que ahora calificaba de precipitada. Poco tiempo después doña Beatriz de Vargas dio a luz un hermoso niño… ¡Aquel niño eras tú!      -¿Pues entonces cómo?…

     Jimeno se detuvo sonrojado.

     -Te comprendo, -dijo el fantasma-, te comprendo. ¡Ay, hijo mío! ¡Cuán desgraciado has sido desde que naciste!      El misterioso personaje clavó en el trovador una mirada de infinita ternura.

     Después de algunos momentos continuó:

     -Castiglione, como ya te he indicado, es el hombre no solamente más malvado, sino también el más astuto que existe sobre la tierra. Ese calabrés en todo es extraordinario. Es incapaz de amor y de amistad, porque su alma sólo se nutre de odio y de venganza. Su corazón es frío como una losa para los afectos íntimos, dulces y tiernos. Creería una debilidad enamorarse como el resto de los hombres. En cambio abriga en su pecho todos los frenéticos furores de la impureza, y por otra parte, su orgullo es tan poderoso, tan inmenso, tan satánico, que perdería mil vidas que tuviese antes que renunciar a la realización de cualquier proyecto en que su amor propio se hubiese interesado. Él no amaba de doña Beatriz sino la hermosura exterior; todas sus cualidades íntimas, todas sus virtudes, eran para él objeto de mofa. Había resuelto deshonrar a su amigo, y las mismas Furias del infierno parece que le iluminaron con sus sanguinarias teas. Una sola afección, un solo deseo, un afán exclusivo y enérgico, es el móvil más poderoso de todas las acciones de Castiglione, es a saber: la ambición de ocupar altos puestos en la Orden y de que ésta sea por todos temida y acatada. Nunca se mueve su voluntad con más energía y gozo que cuando se trata del esplendor y poderío de los Templarios. Estos son sus deseos más vehementes, sus sueños dorados, sus únicos amores. Castiglione ha proporcionado a su Orden las más cuantiosas herencias, y la que ahora trataba de adquirir no era de las menos importantes. Don Gonzalo Pérez Sarmiento poseía dilatadísimos dominios, y el italiano se había propuesto adquirirlos para su Orden, sin renunciar por eso a su propósito de gozar de la belleza de doña Beatriz de Vargas. Para conseguir su doble intento meditó el medio más inicuo.

     ¿Qué hizo?      -Fue a buscar a don Gonzalo con el semblante demudado y triste, diciéndole después de mil rodeos: «Amigo mío, muy malas nuevas tengo que darte: una sospecha que hace mucho tiempo había brotado en mi corazón se ha confirmado hoy. Prepárate, querido Gonzalo, prepárate a recibir el golpe más doloroso que la suerte cruel pudiera asestarte… Tu esposa es infiel, el fruto de su crimen lo lleva en sus entrañas».

     -¡Ruin amigo! Aun cuando sean ciertas, esas cosas no se dicen.

     -Son muy diversas las opiniones del mundo. Aturdido tu buen padre con semejante revelación, cayó como herido de un rayo en los brazos de Castiglione. Desgraciadamente este mismo pensamiento de infidelidad en su esposa se le había ocurrido también a don Gonzalo; pero éste había sepultado en el más negro abismo de su conciencia semejante pensamiento, habiendo conseguido ocultarlo aun a los propios ojos de sus mismas sospechas.

     -¿Y quién había podido infundirselas, siendo mi madre tan virtuosa como decís?      -¡Ay, hijo mío! Así como algunas veces suelen soplar vientos mortíferos que llevan la peste y la desolación por todas partes donde pasan, sin que se sepa de qué punto desconocido del globo salen los ponzoñosos miasmas, así también pensamientos crueles y desgarradores suelen levantarse en el alma humana, sin que ninguna causa palpable haya pedido sugerirlos, a no ser el invisible soplo del infierno… Acaso tu padre miraba con extrañeza una cosa que, sin embargo, era muy natural. ¿Quién sabe? Esto no pasa de ser una suposición mía…

     -¿El qué? Decid, decid.

     El fantasma, después de algunos momentos en que pareció coordinar sus ideas y recuerdos, continuó:

     -Acaso don Gonzalo se sorprendió de que después de seis años de matrimonio, su esposa estuviese próxima a darle un hijo precisamente en la época en que doña Beatriz se había quedado más libre en su casa, adonde rara vez iba a visitarla tu padre. Además, el corazón humano tiene tantas propensiones a la duda, a las sospechas, a la desconfianza… ¿Qué amante, por feliz que se considere, no ha dudado en algún momento del cariño de su amada? ¿Quién, por joven e inocente que sea, no ha derramado una lágrima, no ha abrigado una duda, no se ha visto devorado por las sospechas, esos buitres carniceros que desgarran sin compasión las fibras más íntimas y delicadas del corazón humano? ¡Amor puro! ¡Amor infinito! ¡Voluntad sin hastío! ¡Cariño sin temor de mudanza! ¡Ah! No eres más que un bello ensueño sobre la tierra, que cuando más extiende su mágico poder a revelarnos como al través de una dorada niebla la luz brillante de otro mundo mejor… ¡Ternura ideal! El hombre puede comprenderte, puede desearte; pero ¡ay! no te puede encontrar. Es un pensamiento, pero nunca una realidad… sobre la tierra.

     El misterioso personaje exhaló un profundísimo suspiro, en tanto que el joven trovador le contemplaba, inundados los ojos en lágrimas y palpitante el pecho, como si su espíritu gigante se afligiese de que el incógnito hubiese pintado al mundo ideal como irrealizable, ese mundo de divinas aspiraciones que el trovador lleva siempre consigo en su mente y en su pecho, y que es la única verdad, la realidad por excelencia. Jimeno, sin embargo, conocía, a pesar suyo, que mediaba un tránsito inmenso, un abismo insondable, una limitación dolorosa desde el cielo de las ideas hasta las mezquinas realidades de la tierra.

     Muchas veces el trovador en sus endechas había dejado escapar esa ansiedad sublime, esa tristeza majestuosa del genio que, fijos los ojos en las estrellas, busca allí su verdadera patria. El alma del poeta es una sed insaciable. Tan sólo el océano de lo infinito puede satisfacerla.

     -Ahora bien, -continuó el desconocido-; Castiglione volvió a despertar las sospechas que ya dormían en el corazón de tu padre, al modo que se levantan de entre la hierba las venenosas serpientes que oyen aproximarse al campesino. Después de los primeros momentos de turbación y amargura, siguieron naturalmente los raptos de furor y el deseo de venganza. El feroz italiano experimentaba un gozo infernal al ver que había atraído a don Gonzalo al punto que él deseaba y le convenía para sus inicuos planes…

     -Pero ¿efectivamente era infiel doña Beatriz? preguntó Jimeno muy conmovido.

     -Aquella noche salieron de la Encomienda recatadamente dos hombres y se encaminaron al pueblo donde habitaba doña Beatriz de Vargas, y estuvieron rondando la casa y los balcones de la habitación en que dormía la dama. Pocos momentos después de que los dos amigos se hallaran en observación, vieron abrirse la puerta y aparecer un hombre, el cual ató una escala al barandal de piedra del balcón y se deslizó con gran cautela. Al poner el pie en la solitaria calle, un puñal dirigido por un brazo de bronce se clavó en el pecho del adúltero…

     -¡Oh Dios! ¿Es posible? ¡Mi madre criminal!… ¡Desgraciada!      -En seguida don Gonzalo, furioso como un león herido, subió por la escala, se precipitó en el aposento de su esposa, descorrió las cortinas del lecho y la encontró durmiendo tranquilamente. Indignado de ver aquel reposo del crimen, el ofendido caballero se lanzó furioso a la dama para clavar su puñal en aquel hermoso y pérfido seno. Castiglione al mismo tiempo acababa también de subir por la escala, después de haber desfigurado con mil heridas transversales el rostro del adúltero asesinado por don Gonzalo. En seguida el Templario arrojó el cadáver al profundo cauce de un arroyo que por allí pasaba cercano. En el momento en que el esposo asestaba a doña Beatriz una furiosa puñalada, apareció Castiglione deteniendo a su amigo y ostentándose a los ojos de la dama como su libertador.

     -¡Infame hipócrita! -exclamó Jimeno.

     -Pero temiendo, o aparentando temer los arrebatos de don Gonzalo, Castiglione mandó a tres esclavos suyos que apartasen a la dama de la vista del caballero, que, fatigado de tan crueles emociones, se arrojó llorando en los brazos de su fiel amigo Castiglione.

     -¡Qué fascinación tan funesta!… Mi padre infeliz estrechaba entre sus brazos a la serpiente que le mordía. ¡Maldito calabrés! ¡Maldito! -repetía sin cesar el trovador apretando los puños.

     -Los servidores del italiano, que ya tenían sus instrucciones secretas, condujeron a doña Beatriz a la solitaria torre en que ahora habita…

     El misterioso personaje guardó silencio y parecía como absorto en sus pensamientos.

     -¡Oh Dios!-exclamó al fin-. ¡Qué recuerdos! ¡Cómo vuelan los años!…

     Jimeno se aventuró a preguntar:

     -¿Y cuál fue la suerte de mi madre en la torre?      El fantasma se pasó la mano por la frente como para arrancarse sus recuerdos.

     Y recobrando el sentimiento de la realidad y clavando en Jimeno una mirada cariñosa, respondió:

     -Algunos días después del encierro de doña Beatriz naciste tú, desdichado trovador, y fuiste expuesto a la clemencia de los transeúntes en un árbol del camino, poco distante de la Encomienda. ¡Y gracias que no cebaron los hombres su furor en ti, criatura inocente!… Castiglione mandó a su esclavo de más confianza que te arrojase desde lo alto de una roca…

     -¡Rayos del cielo!      -El cielo mismo parece que se empeñó en salvarte. El esclavo no quiso cumplir las órdenes de su señor, y te abandonó, como ya te he dicho, a la Providencia divina.

     -¡Oh Dios del cielo y de la tierra! ¡Cuán grande es tu poder!      -Andando el tiempo, tu madre supo tu paradero, y desde entonces nunca ha faltado una persona amiga que ha velado por ti y que desde lejos, y sin que tú te apercibas de ello, ha seguido todos tus pasos.

     -¡Conque Castiglione puede decirse que es mi asesino!      -Y el de tus padres.

     -¡Ira de Dios! ¿Y quién había de pensarlo? ¡Siempre me ha tratado con un cariño particular!      -Yo también me he apercibido de esa circunstancia. ¡Oh vías misteriosas del destino! Lo que llaman la fuerza de las cosas y de los acontecimientos, la mano de Dios, te ha conducido al lado de tu mayor enemigo del verdugo de toda tu familia; del verdugo que no te conoce y para el cual se acerca la hora de la expiación, norte del mundo moral.

     -Pero decidme, ¿qué fue de mi madre? ¿Vive? ¡Tened piedad de mi febril impaciencia!      -¡Ay, hijo mío! Castiglione llevó a cabo su doble pensamiento con una exactitud y una fortuna maravillosas… En aquel tiempo se trataba de la elección del nuevo maestre de los Templarios en Castilla, a consecuencia de haber muerto repentinamente don Gómez García, y al cual sin duda alguna envenenó Castiglione, quien, además de su destreza y de su instinto de intriga, poseía en alto grado la habilidad de falsificar o imitar todas las letras que veía. Así, pues, con el objeto de perder a su amigo fingió unas cartas escritas por don Gonzalo, de las cuales se deducía que éste había sido el autor de la muerte de don Gómez.

     -¡Dios mío! ¡Ese hombre es un demonio! ¡Jamás el crimen se ha ostentado con tanta osadía y bajo tantas diversas formas en una criatura!      -Oye hasta el fin y juzgarás. Castiglione hizo que las susodichas cartas llegasen por un medio indirecto a manos de los amigos y deudos del difunto maestre, de lo cual resultó que, celebrado capítulo, la Orden condenó a muerte al inocente don Gonzalo.

     -¡Qué horror!      -Entonces fue cuando más que nunca se puso de manifiesto la infernal astucia del italiano. Después de la sentencia, por él mismo provocada, se declaró protector de su amigo, consiguiendo, por su influencia entre los principales caballeros de la Orden, que dejasen a don Gonzalo a merced de Castiglione, en consideración a la amistad que le había antes ligado con el traidor y asesino.

     -¡Jamás hubiera creído que una Orden tan poderosa como la del Templo hubiese usado de tanto rigor con un tan noble caballero! ¡Entregarlo a su más encarnizado enemigo!      -En efecto, más rigor fue entregarlo a Castiglione que al verdugo para que lo degollase; pero la Orden tenía muchas razones para proceder con severidad extremada.

     -¡Razones!      -Razones de interés propio, hijo mío, que son las leyes supremas para casi todos los hombres. El italiano había hecho también conocer a sus correligionarios que Pérez Sarmiento, pesaroso de haberse adherido y hermanado con los Templarios, según su regla, trataba ahora de anular sus compromisos y de retirar la cuantiosa hacienda que por este medio debería adquirir la Orden. Ahora bien; el italiano prometió que el Templo, no sólo adquiriría la hacienda de don Gonzalo, sino también la parte correspondiente a doña Beatriz, todo lo cual se verificaría sin pérdida de tiempo, es decir, sin aguardar el fallecimiento de la esposa de don Gonzalo.

     -¿Y cuál era el proyecto de Castiglione al declararse así el protector de mis padres?      -¡Escucha y admírate! A don Gonzalo le hizo creer que su esposa había muerto, mientras que la infeliz gemía encerrada a disposición de ese monstruo, afrenta del género humano. Una tarde se presentó a doña Beatriz con el semblante dolorido; y habiéndole manifestado la terrible sentencia de la Orden, a consecuencia del crimen de su esposo y los buenos oficios que les había prestado, la triste dama acabó por darle entero crédito y por no dudar ni por un instante que su mejor amigo era Castiglione. Cuando éste consiguió que todos los bienes de don Gonzalo Pérez Sarmiento y su esposa perteneciesen a la Orden de los Templarios, entonces fue cuando naturalmente pensó en llevar a cabo la segunda parte de su proyecto inicuo. Pintando a tu padre con los más negros colores, recordó a doña Beatriz la injusticia y atrocidad de su esposo la noche en que trató de asesinarla, lo cual, -dijo-, «habría verificado, si yo no me hubiese interpuesto».

     -¿Y lo creyó mi madre?      -La infeliz señora no podía menos de reconocer la verdad de las palabras de Castiglione y se afligía amargamente de la cruel ofensa que le había hecho su esposo, dudando de su virtud. Por bondadosa que fuese la dama, vivamente resentida como lo estaba por esta conducta, dejó escapar algunas quejas muy justas contra don Gonzalo. Castiglione entonces aprovechó aquella disposición de ánimo para infundir a tu madre despegó y aversión hacia su esposo.

     -¡Oh fatalidad! Las apariencias estaban en contra de mi infeliz padre, en cuanto al envenenamiento del maestre.

     -La triste doña Beatriz no pudo menos de manifestar respeto y ternura hacia don Gonzalo, a quien tan ardientemente amaba, por más que a sus ojos se hubiese cambiado de la manera más dolorosa. Irritado el vil Castiglione del inextinguible afecto que doña Beatriz profesaba a su engañado amigo, le hizo una proposición que tu madre rechazó indignada; pero el italiano comprendió cuánto la ternura y el ruego pueden sobre el ánimo de la mujer, que cede frecuentemente a las lágrimas, y que suele salir victoriosa de las amenazas y de los puñales. Castiglione, pues, con su diabólica astucia afectó el más amoroso rendimiento, y recurrió para triunfar, no a la violencia, sino que invocó los crueles padecimientos, las ansiedades, las amarguras, los celos que había sufrido por el amor ardiente que le había inspirado doña Beatriz… ¿Qué no hará una dama cuando llega a creer que verdaderamente es idolatrada? La mujer, aun cuando no ame, nunca quiere ceder su hermosura sino al amor. ¡Ah! Muy hermoso es el amar, pero no es menos grato el pensar que uno es amado… En resolución, después de algunos meses, doña Beatriz, conmovida por la enérgica pasión de Castiglione, se mostró propicia a sus deseos…

     El trovador exhaló un profundo suspiro al saber la debilidad de su madre, a quien nunca había conocido, pero a la cual no por eso amaba menos.

     La blanca figura contemplaba en silencio el hermoso semblante del poeta, en cuyas facciones movibles y expresivas se reflejaban todos sus nobles sentimientos con la misma transparencia que se ven las aljofaradas arenas en el fondo de un cristalino arroyuelo.

     Sin duda alguna, al leer en aquel corazón tan tierno y tan noble, el incógnito experimentaba un sentimiento de gozo y de cariño hacia el trovador. Éste exclamó después de algunos minutos de silencio:

     -¡Madre mía! ¡Cuán frágil es el corazón humano!… ¿Conque ella fue dos veces criminal?      -No, hijo mío, sólo fue débil para Castiglione.

     -¿Pues no decís que mi padre dio muerte a su ofensor, que bajaba por una escala del aposento de su esposa? ¿Quién era aquel hombre? ¡Cuánto siento que mi padre tuviese razón para estar quejoso de la que me dio el ser!      -¡Ay, Jimeno! Aquella terrible noche todavía tu madre era inocente y pura como la luz del sol.

     -¡Cómo! ¿Es posible?      -Como te lo estoy diciendo. El desgraciado que murió bajo el celoso puñal de tu padre, nunca le había ofendido. Era un esclavo de Castiglione, al cual éste había seducido diciéndole que convenía para ciertos proyectos suyos, que se ocultase en el aposento de doña Beatriz, y que aquella noche, cuando dieran las doce, se dejase caer por una escala que el mismo Castiglione le había entregado, después de ofrecerle por este servicio una enorme suma. Con la esperanza de tan rico premio, el rudo servidor se prestó gustoso a una intriga de la cual estaba muy lejos de sospechar que había de ser la víctima. Doña Beatriz ignoraba que aquel hombre estuviese en su aposento, y tranquila y sin recelos se había recogido en su lecho, entregándose con confianza al sosegado sueño de la virtud. Pero a la manera que el navegante, después de contemplar el cielo azul y serena la mar, se entrega al descanso sin temer los embates de la tempestad desencadenada que interrumpe su sueño, del mismo modo la triste doña Beatriz, al despertarse, encontró a su esposo con el sangriento puñal en la mano, que la amenazaba de muerte llamándola adúltera, y que sin duda la habría asesinado en sus raptos de furor, a no haberse interpuesto el pérfido Castiglione…

     -¡Maldad inaudita! -exclamó fuera de sí el joven armiguero-. ¡Oh! ¿Quién había de creer que tan negra era capaz de ocultar las acciones de gran hipocresía era capaz de ocultar las acciones de los hombres?… ¡Oh Dios de las venganzas! Yo juro por mi alma que la sangre aborrecida de ese hombre, aborto del infierno, ha de apagar la sed insaciable de mi justo furor.

     -¡Cuánto me place oírte, noble Jimeno!… Pero todo cuanto te he referido, con ser tan horrible, parecerá débil y pálido a tus ojos, cuando escuches lo que más adelante hizo el feroz italiano.

     -¡Ira de Dios! ¿Hizo más? ¿Qué más pudo hacer?      -Como ya te he dicho, tu madre gemía en una prisión en la cual, sin embargo, Castiglione le proporcionaba todas las comodidades que puede disfrutar una persona reclusa. Así pasaron tres años, una eternidad para la desdichada doña Beatriz… Siento decírtelo; pero en esta ocasión solemne nada debo ocultarte… En todo este tiempo tu madre recibía con frecuencia las visitas del italiano, el cual le hizo creer que tú habías muerto, así como también tu padre. Sola y abandonada en este mundo, joven, hermosa, nacida para el amor y los placeres, casi llegó a enamorarse de Castiglione, única persona con la cual se comunicaba. Al cabo de este tiempo, doña Beatriz sintió que abrigaba en su serio el fruto de sus amores con el verdugo de su esposo, y que ella creía, su libertador y su más apasionado amante.

     Jimeno exhaló un profundo suspiro y murmuró:

     -¡Oh fragilidad de la naturaleza humana!      El misterioso personaje continuó como si no hubiese oído la dolorosa exclamación de Jimeno.

     -Pero ¿por ventura cabe el amor en los pechos de tigre? Si alguna vez el ardor brutal de un ciego apetito se apodera de ellos, pasa después como un vértigo y otra vez vuelven a renacer los feroces instintos de sangre y de odio, llegando hasta el extremo de mirar con encono aun a los mismos objetos en que por algunos instantes han cifrado su calenturiento y bárbaro deleite. Así sucedió al feroz Castiglione, quien, habiendo satisfecho su orgullo satánico y sus deseos criminales, ya sólo anhelaba deshacerse de aquella dama que por largo tiempo le había hecho padecer y había humillado su amor propio. Además, su carácter iracundo y su ambición desmedida le habían granjeado entre los Templarios numerosos enemigos, que miraban con envidia su influencia y privanza para con el maestre, y que espiaban con ansia la ocasión de desacreditarle. Y como en su vida privada, siempre que a observación se sujetase, era cosa facilísima hallar motivos de reprobación y de castigo, el astuto Castiglione se apercibió de que sus enemigos por todas partes le estrechaban, y no dudó que su pérdida sería inevitable, si por acaso llegaba a descubrirse la profanación que había hecho de la regla y de la torre del Templo, ocultando en ella a una dama con la cual sostenía ilícita correspondencia. Por otra parte, si daba libertad a doña Beatriz, ésta, que sólo sabía de su lamentable historia lo que él había querido que supiese, podía averiguar la verdad de sus infames maquinaciones para introducir la desconfianza y la discordia en un matrimonio hasta entonces modelo envidiable de ternura conyugal, en cuyo caso Castiglione tenía muchísimo que temer, mas aún que si descubriesen a doña Beatriz en la torre. Así, pues, el italiano, cuya conciencia, ya avezada al crimen, estaba encallecida, resolvió deshacerse de doña Beatriz por medio del puñal.

     -¡Dios mío! ¡Qué horror!      -Nada pudo detenerle. Ni la consideración de un ser hermoso, débil, inofensivo y abandonado; ni el recuerdo de su antigua pasión; ni las desgracias que había acumulado sobre aquella mujer más infortunada que criminal; y, por último, ni el pensamiento terrible de que iba a ser, no el asesino de la esposa de un amigo villanamente engañado, sino el verdugo de su propio hijo, que doña Beatriz llevaba en sus entrañas… Era una noche tempestuosa; el trueno bramaba, el relámpago lucía, la lluvia se desgajaba a torrentes. Diríase que el cielo y la tierra lanzaban un rugido de horror al contemplar la acción inicua del bárbaro e insensible Castiglione. Habitaba doña Beatriz en el lóbrego aposento del bafomet

     -¿Y qué significa eso?      -¿No has visto esas figuras con cabellera de sierpes, que están esculpidas en ciertos parajes de las Encomiendas?      -Sí, las he visto, y en verdad que siempre he deseado hallar la explicación de ese extraño símbolo.

     -Además de que en todos los edificios de los Templarios se ven esculpidas estas figuras, las veneran también en secreto con extrañas ceremonias en una habitación subterránea.

     -¿Y no me diréis por fin qué significa esa escultura?      -Creo que represente para los Templarios una deidad misteriosa y siniestra. Decía, pues, que doña Beatriz habitaba en un aposento subterráneo, cuyos muebles consistían en un lecho suntuoso, algunos sitiales y un arcón de oloroso cedro. En una alcoba, cuyas puertas son de bronce, había un nicho cubierto con un negro velo. En aquel nicho, colocado sobre un ara, se tributaba, adoración a la espantosa escultura que simboliza el genio del mal, del que seguramente es Castiglione una representación todavía más completa. Entre aquella efigie diabólica y el infernal italiano parecía existir cierta semejanza, una simpatía horrible. Doña Beatriz, ya acostumbrada a estas lúgubres imágenes, estaba reclinada en un sitial, con la cabeza apoyada en una mano, lánguida y hermosa, y fijos los tristes ojos en la puerta por donde solía aparecer su pérfido amante. El aposento estaba iluminado por una lámpara, y a pesar de hallarse tan retirado, se escuchaba allí el formidable fragor de la tormenta. Nunca como en aquella ocasión la infeliz señora había experimentado con más vehemencia el deseo de ver a Castiglione, pues el eco de la tempestad y el aislamiento en que se encontraba, la hacían estremecerse de terror.

     -¡Madre mía! -murmuraba el trovador con los ojos inundados de lágrimas.

     El misterioso personaje continuó:

     -Ábrese de repente la puerta, aparece el italiano, y la dama lanza un grito de jubilosa sorpresa, y corre desalada hacia su amante, como vuela el pajarillo a la encina protectora contra la tempestad que amenaza. Pero ¡ay! en vez del consuelo que esperaba, sólo encuentra al brutal asesino que se precipita sobre ella como un tigre carnicero y le da de puñaladas. La triste doña Beatriz arroja un grito espantoso y fija en Castiglione sus ojos atónitos de terror, de angustia y de ira. En aquel instante un súbito pensamiento, como el relámpago que hiende los espacios, iluminó su mente. Pensó en que el autor de todas sus desdichas había sido aquel monstruo, que había acabado por hacerse amar de ella. En la horrible lucha que trabaron, doña Beatriz asió con mano convulsa el brazo homicida de Castiglione; pero éste, furioso de aquella resistencia, arroja el puñal, pone mano a su tajante espada y, ciego de cólera, asesta una cuchillada a la hermosa cabeza de la dama, que, a falta de otro escudo y por un movimiento indeliberado, quiso parar el golpe con su brazo, y ¡qué horror! le separó la mano de la muñeca.

     -¡Infame!… Por piedad os suplico que acabéis pronto… ¡Ah pérfido Castiglione!      -El asesino salió de la lúgubre estancia, dejando a la desdichada doña Beatriz inundada en su sangre. El feroz italiano había conseguido su objeto de deshacerse de doña Beatriz y de adquirir para la Orden sus cuantiosos bienes.

     -¿Y mi padre efectivamente murió?      -¡Ah! ¡Qué lamentable historia!… Ya te he dicho que tu padre era la franqueza misma; pero por lo tanto que era honrado, sabía como ninguno guardar un secreto, cuando empeñaba su palabra de hacerlo así. Castiglione había averiguado que don Gonzalo poseía ciertos manuscritos que un caballero, al partir para Jerusalén, le había confiado para que se los guardase hasta su regreso. En aquellos manuscritos se contenía la descripción de un sitio en el cual había guardados inmensos tesoros, y como la más vil codicia devoraba a Castiglione, éste se había propuesto a todo trance apoderarse de aquellos papeles que podían servirle de guía para saciar su sed de riquezas…

     -¿Oís?-preguntó Jimeno aturdido interrumpiendo la narración del fantasma.

     -¡Oh! ¡Ya ha amanecido!      -Suenan voces.

     -Parece que se aproximan.

     -¿Vendrán aquí?      -Sin duda alguna vienen a buscarnos, y si nos encontrasen tendríamos muchísimo que temer.

     -¡Ah! Los he reconocido por la voz. ¡Son mis compañeros!      -Justamente es lo mismo que yo había creído. Los armigueros, cobardes y supersticiosos durante la noche y la tempestad, ahora con la luz del día vienen a buscarte porque acaso temen te haya sucedido alguna desgracia.

     -¡Pobrecillos! ¡Me quieren tanto!      -Pues es preciso evitar el que nos vean.

     -Creo que nada tenemos que temer, si son ellos.

     -¡Ay de ellos si llegan a verme a la luz del día! Jimeno clavó una mirada de extrañeza y hasta de terror en el fantasma. Tal fue el acento de sombría amenaza y de reconcentrada crueldad con que el incógnito pronunció sus últimas palabras. Entretanto las voces se aumentaban, el ruido crecía, y se hubiera dicho que un ejército se acercaba, a juzgar por el rumor de los pasos y de las armas.

     -¡Retiraos! -exclamó el trovador-; retiraos, si es que hay peligro en que nos sorprendan en este sitio.

     -¿Y por dónde quieres que me retire? -preguntó el fantasma con una sonrisa glacial-. ¿Deseas acaso que les salga al encuentro?      -¡Dios mío! ¡Qué angustia!      -No te apures, Jimeno.

     -Yo si tiemblo es por vos.

     El incógnito hizo un ademán con el que indicó al trovador que guardase silencio y escuchase.

     En efecto, llegaron a sus oídos las palabras siguientes:

     -A Jimeno seguramente lo han asesinado.

     -¡Malditos sean los fantasmas!      -Es preciso acabar de una vez con ellos.

     -No hay que perder tiempo en exorcizar toda la casa.

     Jimeno escuchaba todo esto atónito de terror, pues los Templarios se aproximaban y el fantasma le tenía asido del brazo, oprimiéndoselo con la misma fuerza que un torniquete.

     Ya sonaban los pasos en el subterráneo circular donde se hallaban nuestros interlocutores. La lámpara que ardía delante de la Virgen chisporroteaba con esas últimas convulsiones de una luz que va a extinguirse y que parecen simbolizar la lucha de la vida contra la muerte.

     Un tropel de Templarios y armigueros se precipitó en aquel recinto con las espadas desnudas y gritando:

     -¡Por aquí deben estar!      -¡Venid! -exclamó el fantasma asiendo fuertemente del brazo a Jimeno.

     -¿Adónde? ¡Oh! Soltadme, que me apretáis como con unas tenazas.

     El misterioso personaje desapareció con Jimeno por una pequeña puerta que estaba junto a la imagen de Nuestra Señora.

Capítulo VI Hados y lados hacen dichosos y desdichados      A consecuencia de la desaparición de Elvira, cuya ausencia, aunque momentánea, causó grande susto y pesar a su anciana madre, ésta recibió al siguiente día una sirvienta para que las acompañase y evitar que nunca más la gentil doncella saliese sola.

     ¡De cuán pequeños principios suelen algunas veces nacer las más grandes catástrofes!      La nueva criada era una mujer que frisaba en los cincuenta años, de nariz muy pronunciada, de color cetrino, de ojos negros y penetrantes, de alta estatura y de constitución huesosa, que revelaba gran fuerza muscular; si bien era cenceña y descarnada. Una falsa sonrisa animaba casi constantemente sus labios pálidos y delgados, dejando entrever en su disforme boca unos dientes tan desmedidos como amarillentos.

     A pesar de que un observador experimentado habría podido notar al punto que bajo aquella ruda organización se encerraba un alma perversa y una astucia infernal, con todo, a primera vista y a la generalidad de las gentes habría seducido un cierto aire de candor y de bondad, a que daba una apariencia más devota su traje modesto y su porte reservado y humilde. Consistía, pues, su atavío en un hábito de estameña de color pardo con mangas perdidas, a que daban el nombre de monjiles. Una toca de beatilla, especie de lienzo poco tupido y muy delgado, cubría su cabeza y daba a su figura el mismo empaque y aspecto de una monja recoleta, si bien era taimada y murmuradora como una dueña, astuta como una raposa, narradora de cuentos amorosos y picantes, y dotada, en fin, de todas las aviesas inclinaciones y sutiles habilidades de la más refinada Celestina. Era avarienta como un Iscariote y sabía a las mil maravillas encubrir todas sus macandades con cierto aire morlaco y santurrón.

     Quien hubiese visto a Plácida, este era su nombre, con los ojos bajos y con las manos cruzadas sobre el pecho, pasando sin cesar las gordas cuentas de su rosario, sin duda que la habría tenido por la viva personificación de la virtud. Plácida hacía mucho tiempo que habitaba en la aldea cercana a la villa de Alconetar, en la provincia de Extremadura, donde tenían varias Encomiendas y heredades los Templarios.

     La mayor parte del día lo pasaba la dueña en el convento de Nuestra Señora de la Luz, y era muy bien acogida y agasajada por las monjas, entre las cuales había algunas que le profesaban una adhesión sin límites.

     Por lo demás, Plácida habitaba sola en una humilde casita, haciendo una vida muy devota y ejemplar, por lo que era citada entre las sencillas gentes de la aldea como un modelo de mansedumbre, de caridad y de modestia. Jamás la vil hipocresía se había sabido engalanar con más discretos disfraces que los que usaba aquella mujer infernal.

     La anciana madre de Elvira, sencilla y bondadosa como lo era, creyó que ninguna persona podía convenirle tanto para acompañarlas y asistirlas como aquella honrada mujer que, con su vida edificante, se hacía respetar de todos los vecinos.

     Plácida, como todas las gentes de su jaez, era por extremo callejera y curiosa; así es que desde que por la mañana muy temprano iba a oír la misa de alba del convento, no volvía a su casa hasta ya muy entrado el día. Todo este tiempo lo empleaba, ya en el locutorio con las monjas, contando milagros y anécdotas de todos los santos y santas de la corte celestial, o ya con las honradas y parlanchinas comadres de la aldea, comentando a su placer todas las noticias de guerra con los moros, de casamientos, de riñas y desafíos, entierros y bautismos que se verificaban en veinte leguas a la redonda.

     Por la tarde, a la hora en que las monjas rezaban vísperas, se volvía otra vez al convento, en donde permanecía hasta las oraciones; por manera que la mayor parte de su vida la pasaba en la iglesia, con lo cual su reputación de santa iba cada vez más en aumento.

     Ya hemos oído decir a Elvira que sólo hacía tres meses que su madre residía en la aldea, en la antigua casa de los Vargas, que por mucho tiempo había estado deshabitada, siendo un objeto de terror para todos los habitantes de la comarca, a causa de las extrañas consejas de duendes, aparecidos y terribles sucesos que se contaban de aquella maldita vivienda.

     Ahora bien; cuando la anciana y su hija aparecieron de golpe y zumbido en la aldea habitando en la casa de los Vargas, fue indecible la sorpresa de todos los vecinos, quienes por lo menos juzgaron que aquellas dos mujeres, es decir, la madre y la hija, eran sin la menor duda espíritus del Averno, que habían tomado la figura femenina.

     Desde luego se comprende que noticia de tal importancia no podía tardar en ser escrupulosamente trasmitida a las venerandas madres del convento. Sucedió, pues, que toda la comunidad se puso en el estado más violento de alarma al saber que había gentes tan desalmadas, que se atrevían a vivir en aquella casa maldita. Pero este asombro subió de punto cuando averiguaron que los nuevos habitantes de la casa de los Vargas eran dos mujeres, una de las cuales estaba dotada de la más peregrina hermosura. Entonces fue cuando, tanto las vecinas como las monjas y la beata, comenzaron a hacerse lenguas y a comentar aquel acontecimiento de mil maneras diversas y a cual más absurdas.

     La buena de Plácida, no menos curiosa que todas las demás, pero más impaciente que ninguna por averiguar quiénes fuesen las recién venidas a la aldea, tomó la determinación de irse en derechura a la casa y ver y hablar por sí misma a las misteriosas habitantes. Para llevar a cabo su propósito se fue, ya anochecido, al sitio donde estaba la efigie de Nuestra Señora de la Luz y arrodillose allí con todas las muestras de la devoción más fervorosa.

     Cuando la agraciada Elvira se encaminó, según su devota costumbre, a encender el farol a la Virgen, se encontró allí con aquella especie de monja profundamente recogida en su oración y como arrebatada en un extático arrobamiento.

     En vano la doncella la saludó, le dirigió la palabra y la contempló durante algún tiempo, sorprendida y asustada de aquella inmovilidad cadavérica. Ya la joven comenzaba a sentir un verdadero espanto y a creer que aquello era una aparición del otro mundo, cuando la astuta y curiosa dueña comenzó a suspirar y a fingir como si le hubiese acometido un desmayo.

     Al punto acudió la compasiva Elvira a sostener a la desconocida enferma, la cual se apresuró a estrecharle la mano en señal de agradecimiento. Pocos minutos después aparentó Plácida volver en su acuerdo, si bien dando a entender que se hallaba muy débil y fatigada. La joven le instó para que penetrase en su casa, donde podía tomar algún alimento para restablecer sus fuerzas perdidas. Plácida aceptó inmediatamente este ofrecimiento, pues que, como ella de antemano había imaginado, le proporcionaba la mejor ocasión de entrar en la misteriosa casa y conocer a fondo a sus habitantes.

     Todo le salió a medida de su deseo, y habiendo Elvira referido a su madre la manera como había encontrado a la dueña, la compasiva anciana elogió el buen corazón de su amada hija, a la cual dio orden de que regalase a aquella mujer hasta que algún tanto se recobrara de su desvanecimiento.

     Mientras que la graciosa Elvira fue a sacar de una alhacena algunas conservas y una copa de vino generoso, la astuta dueña entabló conversación con la sencilla Fidela, así se llamaba la madre de Elvira, y fue tal la astucia con que supo insinuarse en el corazón de la noble señora, que ésta no dejaba de admirar tanta virtud, unida a tanta discreción y amenidad como desplegaba su ingenio.

     Desde aquel día no pasaba uno sin que Plácida fuese a visitar a sus nuevas conocidas, y éstas, por su parte, la recibían con agrado, tanto porque la dueña sabía granjearse con singular destreza las voluntades, cuanto porque doña Fidela y su hija, no tenían comunicación con nadie en la reducida aldea; y en el sexo hermoso ya se sabe que el hablar alguna que otra vez de lo que pasa en el mundo es una necesidad imperiosa e imprescindible, y nosotros nos guardaríamos muy bien de criticar antes por el contrario, alabaremos tanto como ésta preciosa cualidad se merece.

     Es preciso confesarlo, a despecho de los hombres, tan orgullosos y engreídos de sus eminentes cualidades; pero el don de la palabra, dígase lo que se quiera, debe buscarse en la encantadora mitad del género humano. Y si no, ¿qué hombre, por sesudo y formal que sea, no da al traste con toda su gravedad cuando ante sus ojos contempla uno de esos preciosos círculos compuestos de graciosas niñas que, movibles e inquietas como mariposas, charlan, ríen y cuchichean? ¿Qué elocuente orador no cede la palabra velis nolis a unos labios tan espeditos como purpúreos? ¿Que filósofo, aunque sea flemático y abstruso como un alemán, no arrincona al punto la filosofía como la cosa más inútil en medio del delicioso guirigay de una reunión de niñas encantadoras? ¿Quién será el temerario que no se dé por convencido de sus razones melodiosamente articuladas? ¿Cuál será tan descortés que se atreva a rectificar alguna seductora mentira que se escape a una rosada y diminuta boca?      Si pues la elocuencia sirve para convencer y persuadir, y hemos demostrado que ninguno se atreve a contrariar las palabras de las hermosas, quede asentado, sin contradicción alguna, que la verdadera oratoria pertenece en toda su extensión a los frescos labios femeninos; en la inteligencia de que, si no concedemos el charlador privilegio a nuestras prójimas, ellas se lo tomarán mal que nos pese, y nos regalarán por añadidura unos de esos preciosos vestidos que sólo ellas saben cortar a la perfección sin valerse de tijeras.

     La garrulísima Plácida enteró a las buenas religiosas de todo lo que había husmeado acerca de doña Fidela y su hermosa hija. Es más; a fin de que algunas monjas conocidas suyas pudiesen a su sabor contemplar a las nuevas vecinas de la aldea, la entremetida dueña no descansó hasta conseguir llevarlas al convento para hacer una visita a aquellas monjas que más particularmente eran amigas de Plácida.

     Ahora bien; el lector recordará que la noche en que Elvira había citado a su hermoso amante para hablar por la reja del jardín, don Guillén fue acometido por dos hombres que habían estado observando todos sus pasos.

     El valeroso mancebo se defendió con extraordinaria bizarría y bravura de sus agresores, y como éstos eran gente pagada y más propia para dar el golpe como asesinos que para lidiar como caballeros, resultó que el combate duró el tiempo suficiente para poner en alarma a todos los vecinos de la aldea, que acudieron presurosos al socorro de su señor; pero más particularmente se distinguieron Pedro Fernández y Álvaro del Olmo. Este último, más que otro alguno, se halló pronto para favorecer a su amigo y señor don Guillén de Lara.

     El infeliz Álvaro, con toda la desgarradora amargura de los celos y con la infalible perspicacia del amor, había adivinado aquella noche que su amigo era su rival ahora, y había seguido a lo lejos todos sus pasos desde que don Guillén saliera del castillo. Álvaro se había ocultalo junto a las tapias del jardín de Elvira, y las lágrimas se agolparon a sus ojos cuando vio que su amigo se entregaba en el silencio de la noche a las sabrosas pláticas de amor, precisamente con la misma joven a quien él tan ciegamente idolatraba.

     Fijos los turbios ojos en el blanco disco de la luna, el desconsolado Álvaro lamentaba su cruel destino al ver que la amistad le había arrebatado las santas e inefables delicias del amor.

     Súbito oyó ruido de espadas y voces de enojo y de combate, y al punto comprendió que su amigo y rival a un mismo tiempo era acometido. Ni un instante vaciló en volar a su defensa. Don Guillén se avergonzó, en vista de semejante conducta, de los pensamientos de indiferencia y hasta de aversión que había abrigado hacia Álvaro la noche antecedente.

     Como don Guillén fue acometido de la manera más brusca y repentina, y a traición por añadidura, había recibido una herida en la espalda, de la cual manaba abundantemente la sangre, cuya pérdida por momentos debilitaba sus fuerzas.

     Y aunque el mancebo se había defendido con temeraria bizarría, sin el auxilio de Álvaro es seguro que no habría podido librarse de la muerte o de caer en manos de sus perseguidores. Afortunadamente uno de los que primero llegaron fue el halconero Pedro Fernández, quien hirió mortalmente a un de los asesinos, en tanto que su compañero huyó despavorido y renegando de su mala fortuna por no haber podido cumplir las órdenes de su altivo señor.

     A haber dejado a Fernández seguir los impulsos de su ira, de seguro que habría rematado al enemigo de don Guillén; pero éste, que advirtió su homicida intento, le detuvo manifestándole que era para él de suma importancia averiguar quiénes fuesen aquellos hombres, y por orden de quién le habían acometido, supuesto que por su traje revelaban ser esclavos africanos; en vista de lo cual, era fácil deducir que ellos personalmente no tenían interés en asesinarle o prenderlo.

     Esta observación detuvo al halconero, el cual se apoderó de su enemigo y lo condujo al castillo, donde lo puso a buen recaudo.

     Con el ardor de la pelea y la oscuridad de la noche, don Guillén, como suele suceder en casos tales, no había notado que se hallaba gravemente herido.

     Encaminábase, pues, acompañado de Álvaro, hacia su castillo, cuando de pronto se desmayó en los brazos de Olmo, a tiempo que el buen Gil Antúnez y el mayordomo de las monjas acudían, atraídos del rumor de la pendencia.

     Precisamente don Guillén se desmayó a la puerta de la casa del mayordomo, el cual era sobrino político de Gil Antúnez y cuñado de Álvaro del Olmo, quien tenía dos hermanas, una de las cuales era esposa del mencionado mayordomo. Este al punto llamó a su mujer, y por estar más cerca que de ninguna otra parte, entraron en la casa a don Guillén, para el cual aderezaron el mejor aposento, e inmediatamente enviaron a llamar a Isaac, que tenía por sobrenombre Estigio Momo, médico hebreo que, según la usanza de aquellos tiempos, habitaba en el castillo a sueldo de don Guillén.

     Al día siguiente claro está que en toda la aldea no se hablaba de otra cosa que de la trágica aventura del señor de Alconetar, y desde luego se comprende que las buenas religiosas no dejaban de tomarse interés por su joven patrono, al cual la comunidad debía singular gratitud por sus numerosos e importantes beneficios.

     Y aun cuando el sentimiento dominante de la comunidad era el de la más sincera aflicción, con todo, no dejaba de existir en algunas monjas el más vivo sentimiento de curiosidad, particularmente en la madre tornera, que, por la índole de su ministerio, estaba más en comunicación con el siglo, y se hallaba mucho más expuesta que las demás religiosas a contraer el defecto de ser por extremo amiga de saber e inquirir todo lo que en la aldea acontecía.

     El lector podrá juzgar de la exactitud de nuestro aserto en vista y presencia del siguiente diálogo que, a fuer de fieles y concienzudos narradores, vamos a transcribir sin que falte un tilde.

     -¡Ay Jesús, hermana Plácida! ¿Qué me cuenta vuesa merced de la tragedia ocurrida esta noche pasada?      -¿Qué quiere vuesa merced que le cuente, sino lo que ya todo el mundo sabe?      -¿Y qué sabe todo el mundo?… ¡Nosotras aquí encerradas!…

     -La cosa es bien sencilla.

     -¡A ver! ¿Bien sencilla decís, cuando ha estado a punto de morir nuestro buen señor?      -No digo que eso no sea grave; pero lo que yo he querido manifestar es que nada hay de extraordinario en que un galán que está hablando con su dama sea acometido por sus enemigos.

     -¿Y creéis que eso está bien hecho? ¡Una joven hablando con un hermoso caballero en las altas horas de la noche! ¡Ahí es un grano de anís! ¿No veis que eso es abominable? ¡Ay Jesús! ¡Cómo está el mundo!      -Debéis advertir que hablaban por una reja y que doña Elvira es tan bella como virtuosa.

     -Todo eso está muy bien, y Dios me libre de pensar lo contrario; pero el caso es que tales cosas siempre son dignas de reprobación, porque el enemigo malo nunca descansa y siempre las está urdiendo, y añascando todo lo posible por sembrar tentaciones y malos pensamientos… Y dos jóvenes de distinto sexo… hablando a tales horas… Vamos, hermana Plácida, yo digo que el señor Gil Antúnez tiene muchísima razón cuando dice: «Que entre santa y santo pared de cal y canto».

     -Todo eso está muy bien dicho; pero no es aplicable al caso presente.

     -¡Vaya! Quien quita la ocasión quita el peligro.

     -Entonces sería preciso suprimir los amantes.

     -Mejor estaría el mundo.

     -Pero duraría muy poco.

     -¿Sabéis que os encuentro hoy muy indulgente?      -Es que yo estoy muy bien informada del suceso.

     -Pues vamos, decid, y no seáis tan reservada.

     -Digo que no hay culpa por parte de los amantes, porque ellos de la manera más inocente y admitida, estaban hablando por la reja del jardín, y no es justo hacerle un cargo a doña Elvira porque a dos malhechores se les pusiese en la cabeza acometer a don Guillén, acaso para robarle.

     La madre tornera, al oír a Plácida hablar en tales términos, dejó escapar una redomada sonrisa.

     -¡Malhechores! -exclamó-. ¿De dónde habéis venido para contarnos eso?      -Os he dicho la verdad, y fácilmente se comprende que no puede ser otra cosa.

     -Parece que la niña ha tenido la culpa de la tal aventura.

     -¡Doña Elvira! ¿Y cómo ni por qué? ¿No veis que eso es un absurdo?      -¡Un absurdo! Pues yo no veo nada más natural, si es que no me han engañado, porque como la gente habla tanto en estas ocasiones, y hay tan diversos pareceres… En fin, su alma en su palma; ya voy yo viendo que ciertas cosas nunca pueden averiguarse de raíz… Considere vuesa merced que a mí me han dicho que doña Elvira tenía otro amante, el cual, devorado por los celos, acometió a don Guillén      -Perdonad, reverenda madre; pero han sido dos los que han acometido al señor de Lara.

     -Sí, ya lo sé, hermana Plácida; lo sé muy bien todo, tal como ha sucedido.

     La dueña creyó oír en estas palabras una reconvención de falta de exactitud en su relato, lo cual hirió profundamente su amor propio, supuesto que Plácida tenía siempre la pretensión de no ceder a nadie en cuanto a la autenticidad de sus noticias; y bajo este concepto era tan susceptible, que habría sido capaz de disputarle su infalibilidad al Papa.

     Así, pues, la dueña, al verse de tal modo contrariada por la madre tornera, se mordió los labios hasta hacerse sangre. Tan profundo fue su despecho.

     -Pues si todo lo sabéis según y conforme sucedió, no acierto a comprender cómo os atrevéis a decir que un rival ha sido el ofensor de don Guillén… Si es que sabéis algunas circunstancias más que yo ignoro, hágame vuesa merced la gracia de referírmelas, -dijo Plácida con cierto retintín.

     -Dicen, en efecto, que dos hombres trataron de asesinar al amante de doña Elvira.

     -Ya veis que más bien merecen el nombre de asesinos o ladrones que el de rivales.

     -Es que podían ser enviados por una tercera persona, que sea el verdadero rival de don Guillén.

     -¡De veras! ¡Ah! Puede ser muy bien… ¡No había yo caído en eso!      -Y así diciendo, la dueña se puso espantosamente pálida y permaneció algunos momentos profundamente pensativa.

     Luego dijo:

     -Verdaderamente, reverenda madre, que voy creyendo que vuesa merced está al cabo y finiquito de este suceso, con muchos más datos y anotaciones que está vuestra humilde servidora.

     La madre tornera cayó en el lazo que le tendió la astuta Plácida con su delicada adulación. Queremos decir que, seducida la monja por la vanagloria de saber las particularidades del suceso más a fondo que la misma Plácida, se dispuso a relatar todo cuanto sabía, y aun quizás algo de lo que ella inventara sin apercibirse de ello.

     -Pues, sí, señora Plácida, nosotras lo sabemos todito. Dicen que doña Elvira tiene un amante misterioso, que a la cuenta es persona de mucho valimiento y poderío, y al cual han visto los vecinos muchas veces oculto entre los setos que están cerca de la fuente a la salida de la aldea… Y aun se añade que la tal niña atiende demasiado las amorosas quejas del encubierto galán, quien de continuo parece que está rondando las tapias del jardín de la casa de los Vargas… En fin, hermana Plácida, en tales asuntos y en circunstancias tales, las malas lenguas se aguzan y ensañan tal vez contra los más inocentes… ¡Oh! El enemigo malo nunca descansa para sacar fruto.

     Plácida escuchaba este relato con una atención creciente y con una ansiedad, que no se habría ocultado a otros ojos más perspicaces que los de la madre tornera.

     -¿Y sabéis quién sea el misterioso amante de doña Elvira?      La dueña, a pesar de toda su astucia, no pudo evitar el dar a esta pregunta un acento marcado de interés y de importancia.

     -¡Vaya si lo sé! -exclamó la tornera haciendo un remilgo.

     -Decid, decid.

     -Cuidado que esto es cosa muy reservada.

     -Podéis fiaros de mi discreción.

     -Pues bien, cuento con ella. Se dice que es el rey.

     -¡De veras! -exclamó Plácida respirando, como si su corazón se hubiese descargado de un enorme peso.

     -Sin la menor duda. El amante de doña Elvira es nada menos que don Sancho IV de Castilla.

     La dueña tuvo que hacer un esfuerzo heroico para no soltar una estrepitosa carcajada. Nadie mejor que ella sabía quién era el misterioso amante de Elvira.

     -¿Y cómo el rey se encuentra en estos contornos? Había oído decir que se hallaba en Alcalá de Henares.

     -Pues falsa completamente esa noticia. El rey se encuentra a la sazón habitando cerca de aquí.

     -¿En dónde?      -En la Baylía de los Templarios.

     -¿Y estáis segura de que no os han engañado, madre tornera?      -Segurísima. Además, que hay pruebas irrecusables de que todo es tal como os lo estoy diciendo.

     -¡Pruebas! ¿Y cuáles son?      -Una de ellas es que se ha conseguido aprisionar a uno de los que acometieron a don Guillén, y según se dice es un esclavo del Temple.

     -¡Válgame Dios! ¡y cómo se descubren las cosas más ocultas!      Plácida quiso dar a esta exclamación un acento de naturalidad que su semblante desmentía. Estaba pálida como la muerte.

     -Ya veis, -continuó la tornera-, que esta circunstancia no deja la menor duda de que el rey y no otro es el amante de Elvira, supuesto que don Sancho habita actualmente en la Baylía.

     -Efectivamente, madre tornera, veo que estáis muy enterada de todo… Yo no sabía más que lo que se dice por ahí. ¡Quién había de pensar que el rey de Castilla se había enamorado de una dama que vive tan oscuramente en esta aldea!      -Pues para mí es cosa averiguada que los tales amores son muy antiguos, porque así lo indica el misterio con que viven esas señoras. ¿No opináis lo mismo que yo?      -Desde luego. La cosa es clara… Pero es lo más particular que doña Fidela se ha mostrado muy bondadosa para conmigo, y ciertamente que extraño que me haya dicho otra cosa muy distinta, y que yo, francamente, lo había creído al pie de la letra. Hasta la misma doña Elvira, con la cual he estado hablando, me ha asegurado que los que acometieron a don Guillén eran unos ladrones.

     -Y ellas ¿qué han de decir? No hay que fiarse de nadie. ¡El mundo está muy malo!      -Pues yo no creo que esas damas me engañen.

     -Sabe Dios quiénes serán.

     -Sean quienes fuesen. Yo tengo, para no dudar de ellas, razones muy poderosas.

     -¿Y cuáles son?      -En primer lugar, que ellas parecen damas de muy alta alcurnia, y no veo que tengan ningún interés en engañar al señor de Lara; y en segundo lugar, que a mí no me irían a decir una cosa de que muy pronto yo podré cerciorarme, supuesto que desde hoy mismo estoy al servicio de doña Fidela.

     -Es posible!      -Van cierto como os lo estoy diciendo.

     -Pues entonces, podréis darnos muy buenas noticias. Además que nosotras también averiguaremos algo por medio del señor Gil Antúnez, porque así que don Guillén se restablezca es natural que interrogue a ese prisionero…

     -Sin duda alguna, -interrumpió Plácida bastante azorada.

     Luego de pronto cortó la conversación diciendo:

     -¡Ay, madre tornera! ¡Cuánto me he detenido!      ¡Jesús! Ya es cerca de mediodía… Vuesa merced tiene una voz, de sirena, que me hace insensible el trascurso del tiempo. Me estaría con mucho gusto hablando mil años con vuesa merced; pero mi nueva obligación me llama… ¡Cómo ha de ser! Quédese vuesa merced con Dios, hasta otra vista.

     -Hasta mañana. ¿Sí?      -Si Dios quiere.

     Plácida desapareció muy preocupada. Seguramente le daba muy mala espina aquello del interrogatorio del prisionero que había hecho Pedro Fernández.

     Como desde luego se comprende, esta circunstancia podía promover algunas revelaciones funestas para Plácida, a juzgar por sus muestras de alarma, y turbación.

     El precedente diálogo ha podido poner al lector en los antecedentes de la situación respectiva de los dos amantes.

     Plácida corrió al castillo para informarse del estado de don Guillén, encargo que le había hecho Elvira.

     El señor de Alconetar había sido trasladado a su feudal habitación después que Isaac le hizo la primera cura.

     Las hermanas de Álvaro profesaban a su señor un afecto entrañable y un respeto y adhesión sin límites. El mayordomo y su esposa no hubieran querido que su señor saliese de su casa; pero al fin consintieron en que fuese trasladado al castillo, cuando aseguró el médico que en esta traslación no había ningún grave peligro.

     Álvaro del Olmo, según ya hemos indicado, tenía otra hermana soltera, y por cierto dotada de maravillosa belleza.

     Así como la tímida violeta oculta sus melancólicos matices y su fragancia suavísima en lo más apartado del valle, y solamente las brisas murmuradoras y embriagadas de sus perfumes denuncian a la modesta flor que se esconde sabiamente junto a la margen del manso arroyuelo, del mismo modo la modesta virgen, cuyo dulcísimo nombre recordaba la casta pureza de la azucena vivía retirada en la humilde habitación de su hermana primogénita.

     La encantadora Blanca, tal era su nombre, era muy poco conocida en el reducido ámbito de la aldea.

     Tímida cual la esbelta cervatilla y ruborizada como la encendida rosa de Mayo, sintió que las lágrimas se agolpaban a sus ojos cuando vio pálido y ensangrentado al hermoso caballero, al opulento señor feudal, al amigo y compañero de infancia de su hermano Álvaro.

     Blanca, toda azorada y trémula, preparó las hilas y las vendas para curar al herido.

     Durante la cura, la pudorosa Blanca estaba alumbrando con una lamparilla de plata; y fue tal la impresión que aquel espectáculo causó en su alma tierna y sensible, que una mortal palidez se difundió por su bello semblante, las lágrimas corrían de sus hermosos ojos, la luz cayó de su mano, y la tímida doncella habría caído desmayada, a no haber acudido a sostenerla los circunstantes.

     ¿Era que su timidez virginal no podía sufrir la ingrata impresión de aquella escena cruenta? ¿O tal su emoción habría sido menos enérgica y dolorosa, si se hubiese tratado de otro que don Guillén? ¿Acaso en el fondo de su corazón amaba la sensible Blanca al gentil caballero? Más adelante sabremos a qué atenernos respecto a este incidente.

     Plácida, desde el castillo, se dirigió a su casa, situada a la salida de la aldea.

     Apenas penetró en la humilde vivienda, salió a recibirla un personaje de muy mala catadura, y que indudablemente había dado una cita a la vieja, la cual, lejos de sorprenderse, manifestó por el contrario que sabía que era esperada.

     -¡Cuanto siento, señor, haberos hecho aguardar demasiado!      -Hace poco que he venido; pero vamos al caso: ¿qué se dice por ahí de la aventura de anoche?      -¡Ay, señor! ¡se dicen tantas cosas!      -Pero… ¿ha sospechado alguien?…

     -Oíd, señor, y juzgad.

     Y Plácida refirió al incógnito la conversación que había tenido con la madre tornera.

     -¿Luego sospechan que Elvira tiene otro amante?      -Sí, señor.

     -¿Y sabes si el esclavo ha muerto?      -Le tienen prisionero. Según he oído decir, don Guillén impidió a su halconero que diese muerte al esclavo, a fin de interrogarle acerca de la persona que le había enviado para que cometiese un asesinato.

     El desconocido palideció espantosamente.

     -Es necesario que ese hombre muera antes de que le interroguen, dijo al fin el misterioso personaje.

     -Me parece, señor, que eso no es muy fácil.

     -¿No pudieras tú penetrar en la prisión?      -Tal vez.

     -¡De veras!      -Haré lo posible.

     -Si tal llegas a conseguir, te doy mil doblas de oro.

     Los ojos de la vieja centellearon de codicia.

     -Os juro que entraré en la prisión, -dijo.

     -Pues entonces, toma.

     Y esto diciendo, el desconocido entregó a Plácida un pomo de cristal.

     -Ese pomo contiene uno de los venenos más activos, -añadió el misterioso caballero-. Si puedes penetrar donde se halla el esclavo y regalarle vino o en cualquier manjar…

     -Ya veré yo el modo de suministrarle una buena dosis.

     -Pues cuanto más pronto, mejor.

     -No creo que todavía corra mucha prisa, porque don Guillén se encuentra en muy mal estado para hacer interrogatorios, y además el prisionero está muy mal herido.

     -Pues bien, a tu cuidado dejo este negocio; pero a otra cosa. ¿Has entrado ya al servicio de Fidela?      -Ya sabéis que anoche dormí por primera vez en su casa.

     -Sí; pero yo había entendido que solamente anoche te quedarías allí, a causa de la indisposición de doña Fidela.

     -Así lo habíamos convenido; pero hoy nos hemos ajustado, y permaneceré allí de día y de noche. La hermosa doña Elvira me ha tomado mucho cariño, y se complace sobremanera con los cuentecillos que le refiero.

     -¿Y qué clase de persona es la esposa de don Rodrigo de Vargas?      -Es una santa señora. Desde el punto en que la vi por la primera vez, cuando me fingí desmayada, me convencí hasta la evidencia de que es la mujer más buena que he conocido.

     -¿Y crees que yo podré conseguir mis intentos?      -Antes lo dudaba; pero desde hoy he mudado de opinión por varias razones.

     -¿Pueden saberse?      -La primera y principal es que yo me encuentro día y noche a su lado y ejerzo sobre ella grande ascendiente, y además, señor, me parece que la niña es más alegre y fogosa de lo que a primera vista puede juzgarse; de modo que no creo imposible que vos consigáis vuestros deseos.

     -¡Ah, Plácida! yo pondré tesoros a tu disposición, con tal que doña Elvira preste oídos a mis amorosas quejas. ¿No le has dicho nada todavía?      -Aún no lo he creído oportuno.

     -Pues te ruego que no dilates el presentarme a ella. He creído conveniente que me precedan algunos dones. Toma, y entrégale esto a doña Elvira de mi parte.

     Y el desconocido entregó a la vieja unas arracadas de oro finísimo y guarnecidas de piedras preciosas.

     -A fe que tenéis una manera espléndida de anunciaros, -dijo Plácida, que no pudo resistir a la tentación de mirar y remirar las magníficas joyas. ¡Qué arracadas tan buenas! Nunca las vi tales, ni en tamaño ni en hechura… ¡Esto es digno de una reina!      -Y doña Elvira es la reina de mi pensamiento.

     -Sin duda debéis de ser un poderoso señor.

     -Por lo menos, tengo mucho oro, muchas piedras de inestimable valor y riquísimas alhajas.

     -Si continuáis haciendo regalos de esta manera, os aseguro que adelantaréis mucho camino.

     -¿Cuándo nos volveremos a ver?      -El domingo, que viene.

     -Convendrá que nos veamos por la noche.

     -A la hora que os plazca.

     El desconocido entregó una bolsa bien repleta a la vieja, que se apoderó de ella como un gato de una sardina.

     -¡El cielo os premie vuestra generosidad, noble caballero! -exclamó Plácida con una gozosa sonrisa que puso de manifiesto sus dientes amarillentos y podridos.

     La vieja tomó dos llaves que había sobre un arcón, entregando una de ellas al caballero, le dijo:

     -Aunque la casa está en las afueras de la aldea y aquí no pasa nadie, conviene, sin embargo, que siempre hagamos lo mismo que hoy. Si yo viniese primero, os aguardaré, y del mismo modo vos tendréis la bondad de esperarme, si por acaso vinieseis antes que yo; pero es preciso que no os dejéis olvidada la llave, a fin de que no tengáis necesidad de aguardarme al aire libre, donde, además de estar incómodo, pudiera veros alguna vecina curiosa.

     El caballero inclinó la cabeza en señal de asentimiento a todo lo que había dicho la gárrula vieja, y enseguida se despidió diciendo:

     -Hasta el domingo, y cuidado que me traigas buenas noticias.

     -Estoy segura de que así será.

     -Que no olvides tampoco lo del prisionero.

     -Descuidad, señor.

     El desconocido salió de la casa y se encaminó hacia la Encomienda.

     Pocos momentos después salió la maldita vieja y se dirigió a casa de doña Fidela, que estaba muy lejos de pensar que abrigaba en su seno a la serpiente que había de seducir a Elvira, porque ¡ay! es muy cierto que «hados y lados hacen dichosos y desdichados».

Capítulo VII

Lo vivo y lo pintado

     Hay una fuerza interior en el hombre que le conduce al mundo ideal con irresistible encanto, con inevitable energía. En este mundo delicioso se realizan todas las ilusiones al soplo mágico de la imaginación y del deseo, que, como hermanos cariñosos, caminan siempre juntos.

     Los corazones gastados llaman a esto inexperiencia o candidez.

     Los hombres positivos califican los divinos vuelos del entusiasmo de tontería o locura.

     Las mujeres y los poetas, entre quienes ciertamente no hay enemistad, convienen en dar a estos ensueños de oro el nombre vago, pero brillante, de ilusiones. En nada, sin embargo, existe más diferencia. Las ilusiones son como las fisonomías: cada uno tiene la suya.

     Ahora bien; si es verdad que, generalmente hablando, todas las cualidades intelectuales están más desarrolladas en el hombre, afirmaremos desde luego que en el dilatado y florido campo de la ilusión las excursiones del hombre son más atrevidas, más enérgicas, más insaciables, más brillantes acaso que las de los tímidos corazones femeninos. Nunca la elegante góndola se engolfa en alta mar como el altivo navío que se complace en desafiar y vencer a las ondas embravecidas.

     Como el águila ansiosa de luz se arroja hacia el disco fulgurante del sol, del mismo modo el rey de la creación se precipita en el imperio sin límites de lo infinito, de lo absoluto, de lo ideal, de lo que en la tierra no existe sino dentro de su pensamiento.

     Amorosa tortolilla que bate sus trémulas alas en torno del nido amado exhalando tiernos y melancólicos arrullos, la mujer pasea por la esmaltada pradera a la margen del cristalino arroyuelo, mirando cruzar incesantemente la bella sombra del mancebo amado.

     La esencia de la mujer es el sentimiento.

     El rasgo característico del hombre es la inteligencia.

     Ella limita su mundo al mundo visible, a los objetos que la impresionan, a lo concreto, a lo palpable que afecta sus sentidos y que excita la sensibilidad de su alma.

     Ante la pode rosa deidad que llaman ciencia ofrece el hombre sus eternos sacrificios; la mujer constantemente se prosterna ante las aras del amor.

     La una ama la hermosura y el placer; el otro apetece realizar lo que juzga bueno, verdadero y bello.

     La mujer ama lo que ve; el hombre se enamora de lo que piensa.

     Y he aquí la razón por qué la mujer es frágil y el hombre fuerte.

     Flor que se mece a todos los vientos, misterioso cristal que refleja todos los colores, paloma de nítido plumaje, en cuyo enhiesto cuello vense a cada momento mil vistosos cambiantes, la mujer es víctima inevitable de la inconstancia de sus emociones producidas por los objetos, en tanto que el hombre permanece más fiel a las resoluciones interiores de su conciencia, resoluciones no arrojadas por el lago movible de las cosas, sino dirigidas al puerto de un designio por la estrella fija de los pensamientos.

     Por eso la mujer es el símbolo y cifra del sentimiento bajo todas sus modificaciones.

     Por eso el hombre aspira con mayor vehemencia a la realización de lo ideal, porque la fuerza de su pensamiento le hace romper el muro de lo relativo y lo palpable para buscar lo absoluto y lo invisible.

     Ejemplo de esta verdad fueron Elvira y don Guillén, cuyos amores nos hemos propuesto dar a conocer, supuesto que esta primera pasión influyó de una manera enérgica y decisiva en el ánimo y carácter del mancebo.

     El verdadero horóscopo del hombre no está en el día en que nace, sino en el momento en que por primera vez su espíritu y su corazón se abren a esas emociones intensas que arrastran y envuelven al ser humano en un flagrante torbellino. El signo, la estrella, el hado del hombre se decide y determina en ese instante solemne en que un poder extraño, en que una fuerza desconocida revela al corazón nuevas aspiraciones y deseos insaciables y tumultuosos, a la manera que se levantan embravecidas o se amansan humildes las olas del océano, los huracanes o los céfiros, las negras tempestades o las rosadas auroras, cuando con su vara mágica la triforme Hécate, poderosa reina de la noche, infunde a los elementos el furor o la calma, el silencio o el ruido.

     Los primeros albores de la razón fijan para siempre, si así puede decirse, la temperatura, el calor y la luz de la atmósfera de la existencia. Donde nace nuestro primer amor, donde brota el primer pensamiento, la revelación primera de la fuerza que piensa y ama, allí es donde verdaderamente existe nuestra patria, aquel día es el verdadero aniversario de nuestro nacimiento, pues que desde entonces comienza nuestra existencia. Si aquel día es nebuloso, ¡ay del mísero mortal que tan aciagamente es lanzado al océano de la vida! Los vientos del norte marchitarán las flores de su alma y estrellarán su frágil barquilla contra las rocas.

     Por el contrario, si el hombre bajo un cielo azul y sereno se arroja con jubilosa audacia y con ansiedad sublime por los espléndidos y floridos campos de la esperanza, el recuerdo de aquel día brillante jamás se extinguirá, de su memoria; la alas de nácar y oro de su fe y de sus ilusiones ahuyentarán en torno suyo con plácido vuelo la negra turba de los desengaños y los desalientos, que, como crueles bandoleros, le asaltarán en su camino para robarle los tesoros inestimables de su entusiasmo, los encantos indescribibles de su juventud, el contento, la delicia, el generoso afán de una vida de fuego, de ese fuero divino, antorcha santa de los cielos, faro refulgente y seguro que nos guía al través de los escollos hacia la virtud, la verdad y la belleza.

     Don Guillén, naturaleza ardiente y apasionada, se entregaba ahora a su amor embellecido con la brillante aureola de todas sus esperanzas de oro, de sus aspiraciones de ternura, de la felicidad que durante mucho tiempo sólo había presentido y vislumbrado, como entre sueños.

     El gallardo caballero gastaba todas las fuerzas de su corazón y de su espíritu en acumular a manos llenas sobre la hermosísima Elvira todos los nobles sentimientos, todas las perfecciones de la virgen de sus sueños, toda la ternura de la mujer enamorada.

     De noche, de día, con la apacible sonrisa del alba, con los gratos misterios del crepúsculo de la tarde, a todas horas, la imagen bella de su amada Elvira se presentaba a los ojos del caballero, tierna, sensible, inteligente y rendida por completo a su albedrío.

     Ya se la figuraba en el silencio de la noche paseando a la luz de la luna, por el ameno jardín, pensando en él con inefable felicidad; ya dulcemente entregada a las delicias del sueño, murmurando con cariñosa sonrisa el nombre de su amado; ora con las manos cruzadas sobre el cándido seno le parecía verla elevar al cielo tierna y fervorosa plegaria; ora le escuchaba exhalar blandos suspiros de amor, porque pronto llegase el venturoso día en que ante el altar pronunciasen ambos el solemne juramento de inextinguible ternura. Pero a todas las gratas ilusiones de su amante y hermoso desvarío, don Guillén no le prestaba otro móvil, por parte de Elvira, sino la adhesión mas sincera, el amor más platónico en toda su divina abstracción, con toda la fuerza virginal.

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