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Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 4)



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     ¡Y estos plácidos y amorosos devaneos agradaban tanto al hermoso mancebo! ¡Cuántas delicias inefables vislumbraba su espíritu en esta atmósfera límpida y refulgente de hermosos delirios! ¡De cuán divino éxtasis se impregna el espíritu del hombre, cuando en las alas de un amor puro se eleva al cielo de las ilusiones que, como una lluvia fulgurante de estrellas, envuelven y recrean al pensamiento!      Don Guillén se imaginaba que todos los tesoros y coronas de la tierra no bastarían a arrebatarle la ternura de la hermosa Elvira. Antes la creería capaz de morir mil veces que ser infiel a su amor. ¡Y es tan grata la idea de un amor correspondido!      El hermoso caballero derramaba dulces lágrimas al pensar que nada en el universo podía volcar la estatua de la fe que había colocado en Elvira como en un santuario; que ningún huracán, que ningún contrario viento era capaz de tronchar la flor lozana y aromosa de sus bellas esperanzas.

     Entre tanto que tan deliciosamente soñaba don Guillén, la encantadora Elvira también le consagraba sus recuerdos en el apacible retiro de su modesta morada. Pero ¡cuán diversos eran los giros de estas dos organizaciones igualmente apasionadas! ¡Cuán diametralmente opuestas sus manifestaciones!      Para Elvira no había un hombre más hermoso, ni más valiente, ni mas apuesto y ricamente engalanado que el opulento señor feudal don Guillén de Lara. Ella se fijaba con placer en el recuerdo agradable de aquella noche en que fue libertada por su amante de los brazos de su raptor, y recordaba con delicia los venturosos momentos en que, asida al brazo del caballero, volaban sobre el rápido corcel como envueltos en una perfumada nube de oro y azul y vislumbrando en el espacio mil nacaradas imágenes de amor y felicidad.

     La dulce presión del brazo del mancebo, su mirada vívida y ardiente, su maravillosa hermosura, su lenguaje apasionado, todo esto había despertado en el pecho de la joven emociones tan desconocidas como profundas e irresistibles. Exhalaba tiernos suspiros, palpitaba su corazón con precipitada energía, sus ojos brillaban con un fuego calenturiento, y sentía circular por sus venas plomo derretido.

     ¡Qué cambio tan extraordinario y radical se había verificado en todo su ser! La pasión la devoraba con todos sus ardores. El amor, además de que en su alma había hecho brotar la fuente del sentimiento hasta entonces adormecido, había también despertado en la joven deseos desconocidos, que se levantaban más y más enérgicos con la presencia del gallardo Lara.

     El amor de Elvira, poco más o menos, era como la generalidad de las mujeres, para las cuales el amor se diferencia muy poco de la hermosura y el placer. Queremos decir que la doncella no se fijaba en las relevantes e íntimas prendas que adornaban a don Guillén. Es verdad que no había tenido tiempo de conocerlas y apreciarlas debidamente; pero, aun así y todo, nos aventuramos a afirmar que habría sucedido lo mismo.

     La joven no paraba mientes en que don Guillén fuese sabio, compasivo, generoso, leal, sencillo, pundonoroso, franco, diligente, magnánimo, amigo de la verdad, puro de costumbres, guiado siempre por nobles y rectas intenciones, esclavo del deber, amante de su patria, y sobre todo, religioso sin fanatismo, honrado sin hipocresía, esforzado sin alardes ni bravatas, y accesible y familiar sin bajeza para con sus vasallos.

     Para saber todo esto, para juzgar bien al gallardo caballero, era preciso ver su conducta en los actos íntimos de la vida privada; o si las ocasiones faltaban para que el joven manifestase sus excelentes calidades, se necesitaba poseer la bastante inteligencia para leer en el interior de su alma. Así, pues, Elvira no conocía ni por consiguiente, podía estimar a don Guillén bajo el verdadero punto de vista que realmente son estimables los hombres, es decir, por su virtud y su talento.

     Elvira no se fijaba más que en lo que hería sus sentidos. Que don Guillén era un poderoso señor feudal, ella lo sabía por ser cosa pública y notoria. Que era hermoso como ningún mortal de los que hasta entonces había visto, sus ojos se lo decían sin género alguno de duda. Que esta incomparable belleza varonil la había enloquecido, su corazón devorado por desconocida llama se lo decía a voces. Y por último, que las ardientes y amorosas miradas del mancebo ejercían sobre ella una fascinación irresistible, no podía dudarlo al sentirse arrastrada hacia su amante por un impulso magnético, incontrastable y hasta superior a su voluntad, que por otra parte estaba muy lejos de ser por ella contrariado.

     No obstante la impresión profunda que don Guillén había causado en la encantadora Elvira, es preciso convenir en que la joven experimentaba algunos vehementes deseos con cierta generalidad, y que no se limitaban a la particular complacencia que pudiesen causarle los atractivos de Lara.

     Lo que ahora experimentaba era un deseo tan inexplicable como vehemente, una ansiedad calenturienta, pero mezclada de cierto placer y goce, cuando sus ojos se fijaban en algún hermoso mancebo; era, en fin, la voz de la naturaleza,: el rugido de las pasiones que tumultuosas gritaban dentro de su pecho, hasta entonces puro y límpido como el azul del cielo en una alborada de Mayo.

     La causa ocasional de este sesgo que habían tomado sus sentimientos, fue en primer lugar aquella inolvidable carrera que en la soledad de la noche había dado amorosamente abrazada con su hermoso amante. En segundo lugar, el mancebo había despertado en la joven mil sensaciones de fuego la noche en que le habló por la ventana del jardín, cuando de la manera más apasionada estampaba ardientes besos en la nevada mano de la gentil doncella. Después de aquella cita todos los sentimientos de Elvira se habían cambiado completamente, como si la nueva revelación de aquellas emociones hubiese arrojado su espíritu de la región tranquila y apacible de esa santa ignorancia, que los mortales llaman inocencia, al océano borrascoso de los deseos hidrópicos y de las pasiones inflamadas.

     Y a todo esto debe agregarse otra circunstancia que manifiesta hasta qué punto la flor de la inocencia es delicada y fácil de marchitarse ¡ay! para nunca recobrar su aroma y lozanía.

El maléfico influjo de la infame, Plácida había emponzoñado con su podrido aliento el alma de Elvira, cuyo carácter violento y fogoso era capaz de precipitarse en el mayor desenfreno de las pasiones. Sólo faltaba una mano que impeliese a la joven, y la maldita vieja se encargó de esta misión tentadora y satánica.

     Habían trascurrido algunos días después de la funesta aventura del señor de Alconetar.

     La noche, aunque fría, estaba estrellada y serena. La luna más hermosa del año, la luna de Enero, iluminaba la celeste bóveda con todo el magnífico esplendor de sus argentados rayos, que penetraban como una sonrisa del cielo por la ventana del aposento del enamorado don Guillén. Este a la sazón devoraba su inquietud en el lecho del dolor. Su faz estaba pálida, pero siempre hermosa, expresiva e interesante. El rostro del mancebo pudiera compararse ahora, no al refulgente sol que ostenta su carro chispeante al mediodía, sino a la melancólica expresión de la moribunda luz del crepúsculo de la tarde.

     Allí, en aquel aposento opacamente iluminado, con la calenturienta actividad que en los corazones juveniles infunde el aislamiento, con las mil nacaradas imágenes que el aura fecundante de los amores había hecho brotar en su mente, con los deliciosos proyectos y doradas ilusiones de un amor casto y puro como la sonrisa de los ángeles, allí don Guillén no podía apartar ni un momento de sus ojos la encantadora figura de Elvira, que tal vez lloraba con amargo desconsuelo al pensar en su desgraciado amante herido y moribundo.

     ¡Ay! ¡cuánto la imaginación engaña y fascina a los mortales, pintando al alma enamorada el mundo seductor que ella desea y que a su gusto se finge! Vaporosa nube de oro y azul, la impalpable cuanto bella ilusión ¡ay Dios! ¿por qué no es más que un delirio?      Entre tanto que con ternura tan íntima recordaba a su amada el gallardo caballero, abriose la puerta de la estancia, y apareció una doncella más hermosa que la luz del alba.

     Iba vestida de blanco, y ostentaba su rubia cabellera de cándidas rosas. Era esbelto su talle y majestuosa su estatura. El tímido pudor brillaba en su frente de marfil y en sus mejillas de clavel. Una granada entreabierta era su boca, que parecía hecha tan sólo para proferir palabras de modestia y de dulzura. En sus hermosos ojos azules brillaba el dulce fuego de esa angelical ternura que cautiva el corazón tan agradable como irresistiblemente. En toda su persona resaltaban las amables y púdicas gracias, la tranquila inocencia, la encantadora timidez de la mujer y el santo candor virginal. Su divino semblante ostentaba una expresión indefinible de melancolía que hacía respirar una atmósfera purísima de elevados y purísimos sentimientos, que conducían al espíritu a la región apacible donde habitan el tierno gozo y las deliciosas lágrimas, como si en medio de la felicidad el Eterno hubiese querido recordar su pequeñez a los mortales por una tristeza sublime, punto misterioso en donde se confunde en una unidad lo que el hombre tiene de cielo y lo que tiene de tierra.

Muy difícil es dar una idea siquiera aproximada de la hermosura de Blanca; pero al fin no sería imposible. Mas ¿quién será capaz de pintar lo que verdaderamente constituye la belleza, la expresión, el reflejo de las calidades íntimas que adornaban a la tímida virgen? Aquella beldad maravillosa no decía nada a los sentidos. Diríase que sólo estaba revestida de formas visibles, lo bastante para revelar a los mortales en toda su pureza el amor y la ternura, la abnegación y la caridad, la inocencia, la humildad, la modestia, la resignación, todas las perfecciones en fin de esa creación divina, y fecunda que se llama mujer.

     Blanca no impresionaba a los que la veían como una hermosura que sólo perciben los ojos, sino como un pensamiento.

     No la compararemos ni a los moribundos rayos de la plateada luna que se reflejan trémulos y alterados sobre las aguas del sereno río; ni al alegre y variado concierto de las pintadas aves, cuando el cielo abre la hermosa puerta de diamante y oro por donde todas las mañanas se anticipa al sol la risueña aurora vestida con su refulgente manto de escarlata, y se arroja al espacio en alas de las brisas matinales, sembrando de encendidas rosas su camino aéreo; ni a la vívida y fecunda primavera, que todos los años vuelve y pasa veloz conducida, por los plácidos céfiros, esparciendo con pródiga mano flores, aromas, danzas, sonrisas, placeres y amores; no la compararemos a nada de esto. Sólo nos limitaremos a decir que la presencia de Blanca inspiraba la misma impresión múltiple, tierna, y magnífica, que inspiran todos estos bellos instantes de la naturaleza.

     La joven creyó al principio que don Guillén dormía, y se aproximó con lento paso, llevando una taza de plata cuyo contenido era una bebida refrigerante sabiamente preparada por el médico Isaac. El herido dirigió a la joven una sonrisa, y alargó su mano a la taza, apurando con ansia deliciosa la bienhechora pócima.

     Blanca miraba al caballero, más hermoso e interesante que nunca por la palidez que le cubría, con una emoción que la doncella en vano se esforzaba por ocultar. ¡Ay! Su hermano Álvaro había dispuesto que Blanca, tan solícita y cariñosa para cuidar a los enfermos, fuese al castillo en esta ocasión para asistir con el más tierno desvelo a don Guillén de Lara.

     Pero la herida del mancebo la trasladó éste de una manera más cruel al corazón de la tímida doncella.

     Don Guillén no pudo menos de apercibirse de la impresión que causaba a la candorosa virgen, que en su cándida inocencia no poseía los recursos de una mujer experimentada para ocultar sus sentimientos. Eran éstos además tan santos, tan puros, tan sublimes, que la doncella habría creído un sacrilegio el hacer esfuerzos por ocultarlos.

     El joven, sin embargo, mientras que Blanca estaba en su presencia, experimentaba un sentimiento inexplicable de adhesión y ternura hacia la graciosa doncella. Lara sentía la fascinación de la belleza, de la cual no es dado al hombre sustraerse, por más que la considere con admiración contemplativa en vez de apasionada, inclinación. Lo que en tal caso sucedía a don Guillén, era que todas las emociones que le inspiraba la divina Blanca, se convertían en favor de su amada Elvira, sobre la cual acumulaba todos los sentimientos de su corazón, todos los bellos pensamientos de su alma, todos los hermosos sueños de su fantasía, a la manera que el artista desea acumular sobre su obra todas las perfecciones.

     Mientras que don Guillén permanecía tan enamorado y tan fiel a la beldad que le había inspirado el primer amor, Elvira tenía sus pensamientos fijos en el horizonte embriagador de ardientes y desconocidos deseos, que Plácida, como tentadora serpiente, había sabido pintarle e infundirle con lengua tan pérfida como seductora.

     El día en que la astuta dueña estuvo en el castillo para informarse de la salud de don Guillén, había visto junto a su lecho a la hermosísima Blanca con ademán dolorido y semejante al ángel de la compasión y de los santos amores.

     La infame vieja dilató sus labios con una sonrisa del infierno, y al punto corrió, enajenada de diabólico gozo, a participar esta nueva a la fogosa Elvira, en cuyo corazón supo verter toda la ponzoña de los celos y toda la hiel del orgullo ofendido. La cobarde y maliciosa calumnia le prestó sus más vivos colores y sus más engañosas apariencias para cubrir su iniquidad y mentira con el vestido de la justicia y la verdad.

     Se ha dicho que «vindicta gaudet foemina», que la mujer se goza en su venganza, y nada es más seguro para matar su amor que herir su vanidad. Nosotros, que nos preciamos de galantes y comprendemos como el que más la misión tierna y sublime de ese hermoso ser nacido para el amor y las lágrimas, estamos muy lejos de creer que esto suceda siempre; pero por desgracia, en la presente ocasión no podemos menos de afirmar que Elvira experimentó una aversión extraordinaria hacia el hermoso y entendido Lara, víctima inocente de una calumnia infame.

     Nadie hay en el mundo que sea capaz de odiar tanto a una hermosura como otra mujer hermosa. Elvira había visto algunas veces a Blanca, y no había podido menos de admirarse de tan singular belleza; y cuando supo, según le dijeron, que aquella era su rival, comprendió desde luego, muy a pesar de su amor propio, que su causa estaba perdida, porque era imposible que don Guillén no diese a Blanca la preferencia.

     A esta manera de pensar se unían por otra parte pérfidas sugestiones de Plácida, que había sabido introducir, no solamente la discordia entre los dos amantes, sino que también había infundido en el corazón de Elvira deseos desconocidos y hasta criminales. Elvira era una organización de fuego, una imaginación voluptuosa, una mujer atrevida y vehemente, que acaso hubiera podido ser buena y dichosa, si en la senda de sus castos amores no hubiese arrojado el destino a aquella astuta serpiente bajo la figura de mujer y con el nombre de Plácida.

     ¡Cuánto un pensamiento roedor, un sentimiento de odio, una sed insaciable de criminales placeres, cambia y modifica al ser humano! Ahora la encantadora e inocente Elvira de otros tiempos se hallaba completamente trasformada. En su corazón se albergaba, un orgullo indómito y ansioso de venganza. En sus labios se dibujaba una sonrisa inexplicable, y en sus ojos brillaba un ardor satánico.

     Plácida la contemplaba con infernal complacencia, como el demonio de la tentación contempla a los mortales cuando ya extienden los pies sobre las resbaladizas pendientes del crimen.

     -¡Cuánto me agradan las gustosas aventuras que me habéis referido! exclamaba Elvira.

     -¡Ay, hermosa niña! ¡Quién pudiera contar con vuestros años y vuestra belleza! ¡Cuán feliz podíais ser! Si yo me hallara en vuestro lugar, la vida no sería para mí sino un tejido de interminables placeres.

     -Sí, sí, tenéis mucha razón, Plácida; yo no puedo menos de dar crédito a vuestra experiencia.

     -Creedme, hermosa Elvira, el verdadero amor es el placer: lo demás son delirios de nuestra fantasía.

     -¡Ah! Yo no había comprendido nunca el amor tal como me lo habéis explicado… Jamás me canso de oír la deliciosa historia, que tantas veces me habéis referido, de aquellos amantes que en un hermoso día de primavera, en un bosquecillo de arrayanes, junto a una cristalina fuente rodeada de frondosos olmos y en medio de una apacible y no interrumpida soledad, se entregaban, gustosos a la sabrosa lectura de un libro de amor…

     -Es uno de los cuentos más bonitos que he aprendido. La historia de la princesa Desideria y del guerrero Flagicio les gusta mucho a todos los jóvenes.

     Elvira se levantó como asaltada de un súbito recuerdo, y comenzó a pasearse por la estancia con inequívocas señales de impaciencia.

     Luego, dirigiéndose a Plácida, preguntó:

     -¿Estás segura de que me ama ese desconocido?      -¿Y quién se atreverá a dudar de la pasión que por vos le devora?      -¡Me habéis referido de él tantas magnificencias!…

     -Y todo es la pura verdad. No conozco un hombre ni más rico, ni más generoso, ni más valiente.

     -¿Y quién es?      -Perdonad, señora mía; pero no puedo disponer de ese secreto.

     -Debe de ser algún alto personaje.

     -Tan alto, que os habéis de admirar cuando sepáis su nombre.

     -¿Y a qué hora vendrá?      -Después de la media noche.

     -Ya poco debe tardar.

     -¿Estáis dispuesta a oír sus amorosas quejas?      -¡Oh! Sí… Veremos.

     -¿Oís?… Me parece que ha sonado un preludio en un laúd.

     -¿Es esa la señal?      -Sí, señora.

     -¡Ay! ¡Qué ansiedad!      -Voy a abrir la puerta falsa del jardín… Vuestra madre está profundamente dormida… Nada tenemos que temer… Pronto vais a ser la más dichosa de las mujeres.

     Elvira se hallaba palpitante de placer, de angustia, de deseo, de curiosidad, de amor.

     A los pocos momentos volvió Plácida, acompañada de un caballero, que con el ademán más apasionado se arrojó a los pies de la hermosa y conturbada joven.

     Precisamente a la misma hora en que esta escena tenía lugar en la casa de los Vargas, el enamorado don Guillén, calenturiento, postrado en su lecho, casi moribundo, pensaba con una ternura infinita en su amada, a la cual embellecía con todas las galas de su imaginación brillante, de su corazón sensible, de su amor ideal y puro como el de los ángeles.

     ¡Cuán dolorosa diferencia existe entre la ilusión y la realidad, entre lo vivo y lo pintado!

Capítulo VIII

Un aforismo de Hipócrates

     Poco distante de Alconetar, y en el fondo de un valle, levantaba al cielo sus añosos troncos una espesa selva, a donde nunca había conseguido extender su imperio el rey de los astros que distribuye los días a nuestro globo. La soledad y las sombras reinaban en aquel recinto, del cual se referían en la comarca mil temerosas consejas. No cantaban allí los ruiseñores, ni el plácido favonio llevaba sobre sus alas fugitivas el eco melodioso de los cantares de las enamoradas zagalas, ni el sencillo y supersticioso pastor conducía allí su ganado.

     Tiene también la naturaleza expresiones trágicas y sublimes. Así como hay alboradas que sonríen a las praderas engalanadas de flores, hay también horrorosos abismos, torrentes bramadores y peñascosas cimas cubiertas de negras nubes que, melancólicas, despiden llanto de lluvias, o que enfurecidas prorrumpen en tempestades.

     Más allá del bosque sombrío que hemos mencionado, se levantaba un altísimo y enriscado monte, en cuya cima veíanse las ruinas de una ermita.

     El sol en el ocaso destellaba un brillo tan melancólico como las solitarias ruinas sobre las cuales derramaba sus últimos resplandores.

     No se respiraba en aquel lugar esa melancolía deliciosa que baña el alma en celestial ternura en la soledad de los campos a la hora del crepúsculo, y que parece que al caer el rocío de la tarde despierta también en el espíritu una tristeza sublime y una dulce e irresistible propensión al llanto.

     Las lágrimas son el rocío de un alma enamorada y afligida.

     Experimentábase, en aquel sitio agreste y lleno de salvaje rudeza una emoción indecible que oprimía el corazón como con la losa de un sepulcro. Era la que allí se sentía tristeza profunda, pero era la tristeza del terror.

     Por una estrecha y tortuosa senda subía a pie, y no sin fatiga, un hermoso joven, cuyo semblante daba muestras de dolor y de cansancio.

     Ya comenzaba a oscurecer cuando el mancebo arribó a la cumbre y se encaminó a las solitarias ruinas. Allí, como el genio de la soledad, sentado sobre una piedra y con la mejilla apoyada en una mano, estaba un hombre que era sin duda caballero del Templo de Salomón, a juzgar por el hábito blanco que vestía y la cruz roja que campeaba en su pecho.

     El recién llegado saludó respetuosamente al Templario, que le manifestó la mayor ternura, si bien un observador atento habría podido notar que el freile trataba al joven con cierta reserva. Diríase que se esforzaba por ocultar el vivo interés que el mancebo le inspiraba.

     -Creí que ya no venías, -dijo el Templario.

     -No he tardado mucho, me parece.

     -Lo bastante para que dudase de tu palabra.

     -Lo que yo prometo lo cumplo. Sólo la muerte habría podido impedirme venir aquí hoy.

     Sonriose el Templario.

     -Además, -añadió el joven-, ¿la cita no era al anochecer? Ya estoy aquí, y a fe que he sudado como nunca en mi vida subiendo por estos riscos.

     -Vamos, dejémonos ya de disculpas. Eres un valiente caballero y un buen hijo.

     El joven suspiró.

     -Ahora, -continuó el Templario-, vamos a lo que importa.

     -Decid, decid.

     -Siéntate aquí, junto a mí… ¡Muy bien! Estaba impaciente por hablarte, para que me dijeses si por último el otro día averiguaron algo en la Encomienda. Dime todo cuanto sobre esto hayas sabido.

     -Voy a obedeceros puntualmente. Después que me dejasteis a la margen del arroyo que pasa cerca de la torre donde habita Castiglione, me encaminé rápidamente a la Encomienda, y siguiendo vuestros consejos, y haciendo uso de la llave que me habíais dado, penetré por el postigo de la huerta.

     -Y no te vieron, ¿eh?      -Felizmente a la sazón se hallaban todos ocupados en buscarme por los subterráneos, adonde creían que el fantasma me había conducido para asesinarme.

     El Templario no pudo contener una sonrisa.

     -Continúa, Jimeno, continúa.

     -Yo me dirigí hacia el punto en que mayor ruido sonaba, y la sorpresa de los caballeros y armigueros fue extraordinaria cuando me vieron sano y salvo aparecer por donde ellos menos podían imaginar. Me preguntaron cuál había sido la causa de que mis compañeros se hubiesen alarmado y de mi desaparición por aquellos sitios…

     -¿Y qué les respondiste? -preguntó vivamente el Templario.

     -Les dije que todo había sido pura ilusión de Fortún y de los demás compañeros, que se habían empeñado en hacerme creer que un fantasma aparecía todas las noches por aquellos parajes. -«¿Y cómo Fortún dice que te vio desaparecer con el fantasma blanco? ¿En dónde has estado hasta ahora?» -me preguntó el comendador; porque habéis de saber que toda la casa se había puesto en movimiento, y caballeros y armigazos habían acudido, sin faltar uno, para la empresa de libertarme de vuestras manos; y como iba diciendo, hasta el mismo don Diego de Guzmán venía a la cabeza de los caballeros. Cuando el comendador me preguntó que adónde había estado hasta entonces, se me ocurrió una respuesta que creo muy feliz.

     -¿Qué le dijiste?      -Que todos se habían equivocado respecto a creer que a mí me llevase ningún fantasma ni duende ni cosa por el estilo; y que en cuanto a no haber aparecido antes, había sido la causa el que la centella pasó tan cerca de mí, que caí desmayado al pie de un árbol, y que al volver en mi acuerdo, escuchando gran rumor hacia aquella parte, me había encaminado allí y encontrádome con todo aquel tumulto.

     -Efectivamente, Jimeno, es preciso convenir en que hallaste una explicación muy plausible.

     -Fortún y los demás armigueros se quedaron con tanta boca abierta, y me miraban con ojos incrédulos, y trataron de hacerme algunas objeciones, reconviniéndome porque intentaba negar lo que ellos mismos habían visto sin que pudiesen abrigar la menor duda.

     -¿Y te descubrieron por fin? Podías haberles hecho seña…

     -Me pareció más oportuno no hacerles partícipes de mi secreto, porque no es la discreción la dote que más campa en ellos, y por lo tanto resolví afectar la más completa indiferencia, sosteniendo con imperturbable sangre fría lo que ya había dicho al comendador. Afortunadamente don Diego de Guzmán parecía más dispuesto a dar crédito a mis palabras que a las de mis compañeros, por lo cual se convenció de que el miedo y la superstición habían sido la causa de toda aquella barahúnda que los armigueros habían movido en la Encomienda.

     -¿Y el comendador no tenía noticia de la tradición que se conserva en la baylía desde tiempo inmemorial, de que un duende se aparece todas las noches?      -Efectivamente, eso se dice en la Encomienda, pero yo ignoro si el comendador lo sabe; lo cierto es que se dio por convencido de mis razones, nos mandó retirar a nuestros aposentos, y todo volvió a quedar en la misma tranquilidad y sosiego que de costumbre.

     -Muy bien, Jimeno: en esta ocasión he visto que te has portado con mucho ingenio y astucia, y esto es cabalmente lo que necesitamos para llevar a feliz cima nuestra peligrosa empresa.

     -Yo estaba temblando, -repuso Jimeno- de que volvieseis a la Encomienda por los ocultos caminos que vos sabéis, porque si tal sucedía, es muy posible que os hubiese amenazado algún peligro.

     -¿Por qué?      -Porque os habrían disparado un flechazo en el momento que os hubiesen vuelto a ver.

     El Templario se encogió de hombros con desdeñosa indiferencia, como si quisiese dar a entender que estaba a cubierto de toda agresión, es decir, que era invulnerable. No dejó esta circunstancia de llamar vivamente la atención del trovador; pero ya éste se había acostumbrado a mirar a aquel personaje como a un ser sobrenatural.

     -Yo he tenido mis razones para no ir a la Encomienda durante algunas noches, porque has de saber, Jimeno, que he hecho un viaje desde la última vez que nos vimos, y esta fue la causa de haberte dado la cita para esta noche y en este sitio. Por lo demás, es muy conveniente a mis planes el que nadie se haya enterado de nuestra entrevista en el subterráneo de la baylía. Ahora bien, ya es tiempo de que tratemos del asunto para que te he llamado. La otra noche me prometiste solemnemente vengar a tus padres de la perfidia y crueldad que con ellos había ejercido el infame Castiglione.

     -Pero ¡ay! también me exigisteis que no atentase contra la vida de ese ruin italiano, y os puedo asegurar, señor, que he necesitado todo el dominio que un hombre puede ejercer sobre sí, para no haberle atravesado el corazón al verdugo de mi familia. Creedme, señor, nunca como en la ocasión presente me ha sido tan sensible y difícil el cumplir una palabra que haya empeñado.

     -¿Y no comprendes que yo deseo aún más vivamente que tú mismo el que nuestra venganza sea tan grande, tan terrible, tan cruel como Castiglione merece?      -Francamente, no lo comprendo.

     -¿Tal vez porque te he prohibido derramarla sangre de ese hombre, aborto del infierno?      -Precisamente por eso mismo.

     -Ya lo sospechaba yo; pero cuando te explique el móvil que para obrar así me impulsa, estoy seguro de que has de darme la razón.

     -Deseara penetrar ese enigma.

     -Para eso te he llamado.

     -Señor, estoy dispuesto a obedeceros ciegamente. Yo no sé qué misteriosa fascinación ejercéis sobre mi espíritu, que conozco me es imposible el dejar de seguir vuestros consejos, por más que tenga que combatir conmigo mismo para no entregarme sin freno al odio inmenso que abriga mi corazón hacia ese hombre criminal y autor de todas mis desdichas. ¡Oh Dios de las venganzas! La sangre hierve en mis venas, y mi pensamiento enloquece y se extravía cuando recuerdo que Castiglione fue el seductor de mi madre y traidor para con su más fiel amigo, el caballero noble y leal que era mi padre… Si ese maldito italiano no hubiera existido, ¡cuán feliz sería yo a estas horas! Yo, que tan ardientemente ambiciono la aureola brillante de la gloria; que daría sin vacilar la mitad de mis años de vida por ser un héroe en los combates, por ser un genio en las letras, por impedir a la muerte que extendiese sobre mi nombre el tenebroso velo del olvido, por hacerme inmortal en fin; yo ¡rayos del cielo! me encuentro ahora sin padres, despreciado de todo el mundo, envilecido, pobre y oscuro… ¿No es verdad que esto es muy cruel, señor? ¿No es verdad que esto está clamando venganza contra el villano Castiglione? ¡Él, solamente él, ha sido el origen de tantas amarguras como han emponzoñado mi corazón desde que era niño!      -¿Conque tanto le aborreces?      -¡Oh! Desearía tener a mi arbitrio el darle mil vidas, para saciar con mil muertes la hidrópica sed de mi venganza.

     Y así diciendo, el bello rostro del trovador, inflamado en ira, brillaba como la espada de fuego de un ángel de exterminio.

     El Templario por su parte contemplaba silencioso al mancebo; pero su fisonomía, poco antes de una expresión dulce y cariñosa, se había vuelto tan espantosamente amenazadora y sombría, que no era posible mirarla sin terror.

     Después de algunos momentos de un lúgubre silencio, el Templario exclamó:

     -¡Bien, hijo mío! Reconozco con un placer inexplicable que todas las desventuras que el cielo ha llovido sobre ti no han bastado para amortiguar el noble brío de tu sangre generosa. La ardiente sed de gloria que abrasa tu pecho me demuestra la elevación de tu carácter, porque solamente las almas grandes abrigan esos altos sentimientos de disputar a la muerte su poderío. La inmortalidad es la sublime aspiración de todos los hombres que llevan en su frente un sello de la elección divina. Si un destino cruel ha hecho insaciable al corazón humano, sólo la inmensidad de una fama eterna es capaz de llenar este vacío que pregona la alteza de nuestro origen y que nos levanta a las regiones etéreas. Una fama gloriosa por acciones grandes y buenas es en esta vida, a la vez que la recompensa, la imagen anticipada de la gloria inmortal que en los cielos reserva el Criador a sus criaturas más predilectas.

     -¿Tal vez porque pensáis de ese modo me prohibís que me vengue del infame Castiglione? ¡Ah, señor, confieso que no soy tan virtuoso como vos!      El Templario bajó los ojos sonrojado al oír hablar este modo al trovador que revelaba una bondad angelical y una sencillez encantadora. Aquella naturaleza virgen no sabía disimular ni sus nobles pensamientos ni sus sentimientos menos dignos. Ansiaba con vehemencia vengarse de su enemigo y por nada en el mundo habría renunciado a su deseo, que solamente se hubiera atrevido a ocultar en el caso de que esto le conviniese para dar el golpe más seguro, para que Castiglione no se escapase de su furor. Jimeno, aun cuando estaba dotado de los más ricos dones de la naturaleza, tenía, como todo hombre, sus pasiones, sus debilidades y sus rencores. Pero el trovador era capaz de todo, menos de ser vil e hipócrita.

     -Bien sabe el cielo, -añadió el joven-, que me place mucho oír vuestras sabias y generosas palabras, porque me infunden soberano aliento para buscar y adquirir una fama inmortal: pero conozco que no podré perdonar a Castiglione, aunque vos me lo exijáis.

     -Yo no te prohíbo la venganza, -dijo el Templario con voz sorda.

     -¿Pues no decís?…

     -Te he dicho, y te lo repito, que no quiero que derrames la sangre de Castiglione.

     -¿Pues entonces?…

     -Esto no se opone a que te vengues.

     -¿Y cómo?      -Concediéndole la vida. Las fuiras vengadoras, desmadejada su cabellera de sierpes y con feroz sonrisa, me han aconsejado el horrendo martirio que merece un hombre tan inicuo. ¡La muerte! ¿Qué es la muerte? Sería hacerle un beneficio… Yo contemplo la vida de ese maldito italiano como un bálsamo precioso que quiero saborear gota a gota; sería una insensatez apurar el licor de un solo trago. ¡Demonio de las venganzas! Tú has escuchado mis votos, porque me has infundido el pensamiento de una calamidad peor que la muerte, que pueda desear al infame. ¡Que viva; pero que viva errante y padeciendo todo género de desdichas! Él es orgulloso, que sea humilde. Él es avaro, que sea robado. Él es valiente, que desfallezca de terror. ¡Aterrado! ¿Comprendes tú todo el valor de esta palabra? ¡Ah! Tu alma joven y cándida no puede adivinar que nada hay más espantoso para un malvado que los eternos terrores de su conciencia. Que pida su pan como un mendigo; que viva perseguido de los hombres como una alimaña carnicera; que su vigilia esté rodeada de angustias; que su sueño sea interrumpido por negras visiones… ¡Oh! Así sucederá, siempre que tú quieras ayudarme.

     -En cuerpo y alma.

     -Será preciso que despleguemos grande astucia, -dijo el Templario después de algunos momentos de reflexión.

     -Yo haré todo cuanto me mandéis.

     -Te advierto que la menor imprudencia, pudiera perdernos.

     -Seré astuto como una serpiente.

     -Castiglione, aunque es tuerto, ve más que un Argos.

     -¿Me permitís que os haga una pregunta, señor?      -Pregunta lo que quieras.

     -¿Hace mucho tiempo que habitáis en este sitio?      -Hace quince años.

     -¡Es posible!      -No creo que esto tenga nada de maravilloso.

     -Pues yo lo extraño muchísimo.

     -¿Y en qué se funda tu extrañeza?      -¿No es Castiglione uno de los hombres más astutos que hay debajo del cielo?      -Sin duda alguna.

     -En ese caso, ¿cómo, habitando tan cerca de Alconetar, no ha descubierto vuestra morada?      -Aquí vivo en seguridad, porque de este recinto se cuentan en el país mil tradiciones portentosas.

     -Perdonad, señor; pero yo no acierto a comprender la relación que existe entre las patrañas que se cuentan de este sitio y vuestra seguridad.

     -Pues yo creo que es muy fácil de comprender…

     -Supongo, -interrumpió vivamente Jimeno-, que Castiglione no es un cobarde.

     -Ya te he dicho que es muy valiente; pero es también muy supersticioso.

     -Que no se atrevan los campesinos a pisar estos contornos, me lo explico muy bien, a causa de su rudeza lo mismo a un hombre del temple de Castiglione.

     -¡Ah, hijo mío! Los criminales son siempre supersticiosos. El rudo e inocente pastor presenta en último caso su pecho a cualquier peligro con el alma serena; pero aquel cuya conciencia culpable está siempre aterrorizada por los gritos horribles de sus propios remordimientos, mira con espanto la muerte, y hasta en medio del día ve cruzar ante sus ojos espectros vengadores.

     -Yo no he oído nunca hablar de esos portentos que decís…

     -Te he dicho y te repito que es una historia maravillosa en extremo la que se refiere de esta ermita.

     El trovador no pudo resistir a la tentación de saber aquella historia milagrosa.

     -Mucho me holgaría de oírla, -dijo.

     -No tengo ningún inconveniente en referírtela.

     -Os suplico….

     -Seré muy breve, porque debemos aprovechar el tiempo, aunque no quiero dejar de complacerte.

     -Es tan grande mi afición a esta clase de historias…

     -Ya sabemos que eres trovador, -dijo sonriéndose con benevolencia el Templario.

     Jimeno estaba impaciente por oír el relato prometido.

     Durante algunos momentos el misterioso personaje permaneció silencioso.

     Al fin dijo de esta manera:

     -Diz que antiguamente habitaba en esta ermita un santo solitario que con áspera penitencia pretendía ganar el cielo. Una noche de Diciembre oyó que llamaban a la puerta con extraordinaria tenacidad. El frío era intenso y la noche estaba muy tempestuosa. Muchos años hacía que ningún viviente había visitado al ermitaño, por cuya razón no sabía qué pensar de aquel insólito llamamiento.

     -¿Si sería el diablo? -pensó el trovador.

     -Salió a abrir el ermitaño, creyendo que algún caminante se habría extraviado por estas breñas, y que ganaría una buena obra que Dios le acordaría en el cielo, ofreciendo hospitalidad al peregrino. Grande fue la sorpresa del ermitaño cuando, en vez de un viajante, se halló con una hermosísima joven, cuyos deliciosos atractivos aumentaba más y más el doloroso llanto que vertía. La doncella, tímida y temblando de frío, arrodillose a los pies del ermitaño, y con sentido acento y con irresistibles lágrimas le rogó que la amparase y le diese abrigo aquella noche. Manifestó alguna repugnancia el cenobita en recibir a la doncella bajo su mismo techo; pero al fin cedió, vivamente impresionado por tan peregrina hermosura y por tan cruel aislamiento. El ermitaño procuró agasajarlo mejor que le fue posible a la graciosa viajera, a quien no dejaba de prodigar palabras de consuelo, prometiéndole que al día siguiente la acompañaría hasta la población más inmediata.

     -¡Dios libre al ermitaño de malas tentaciones!      -La joven le dijo que caminando hacia Cáceres su padre y hermano, fueron de repente asaltados por unos bandidos que dieron muerte a su hermano y a su padre.

     -¿Y cómo la perdonaron a ella?      -Diz que logró escaparse, gracias a la velocidad de su hacanea y a la diligencia de un criado que le sirvió de guía para libertarla de los ladrones. Llegados al pie de esta montaña al ponerse el sol, y habiendo divisado la ermita, determinaron refugiarse aquí para pasar la noche, que se presentaba en extremo fría y lluviosa.

     -¿Y qué fue del criado?      -Favorecido por las sombras de la noche, y ardiendo en impureza, trató de abusar de la hermosura y debilidad de su afligida señora, la cual, indigna de tanta avilantez, defendió valerosamente el más bello adorno de la hermosura.

     -¿Sabéis que, en efecto, es gustosa la conseja?      -Luchando contra su ruin enemigo, a la luz de los relámpagos la afligida joven vio un horrible precipicio a espaldas del villano y licencioso mancebo, puesta su confianza en el cielo que le mostraba el peligro, se defendió vigorosamente de su adversario, a quien dio un fuerte empellón para librarse de su violencia. Extendió el mozo los brazos, lanzó una maldición, y cayó de espaldas en el profundo abismo, que le sirvió de sepultura.

     -A la verdad que ese es un rasgo magnífico de honor y valentía, por parte de la hermosa dama.

     -Mientras que ella refería su historia al ermitaño, éste la devoraba con sus ojos, y pensaba para sí que no dejaba el criado de tener disculpa por su intentado crimen. Cada mirada de la joven penetraba el corazón del ermitaño como un dardo ponzoñoso. No le era posible sustraerse de aquella emoción calenturienta, y cuanto más el solitario la miraba, más y más activo era el veneno que bebía en aquellos hermosos y brillantes ojos, a la manera que el hidrópico experimenta una sed tanto más abrasadora, cuanto más bebe. El ermitaño cedió a la hermosa su humilde lecho, y ella no parecía insensible a las cariñosas atenciones de aquel hombre, que sentía devorado su pecho por una llama tan intensa, como grande había sido su alejamiento del mundo.

     -¿Sabéis, señor, que me interesa, vuestra historia? ¡Es todo un poema! Es verdad que vos sabéis narrar de una manera admirable.

     El narrador se inclinó agradeciendo este elogio, y continuó:

     -Rendida de cansancio, retirose al lecho la hermosa peregrina; pero el ermitaño no podía conciliar el sueño con las voluptuosas imágenes que le pintaba su ardiente fantasía y con los tumultuosos sentimientos que la presencia de aquella mujer encantadora había despertado en su corazón.

     -¡Adiós, vida eremítica! -exclamó Jimeno.

     -Aguijado el cenobita por el frenesí que le perturbaba, no pudo contenerse en ir a contemplar a la hermosa dormida, cuyo seno medio desnudo palpitaba blandamente. Una niebla humeante cubre los del ermitaño; todos sus miembros se agitan trémulos; una embriaguez inexplicable se apodera de todo su ser, y cae desfallecido a la cabecera de la joven, exhalando ardientes y profundos suspiros. Despiértase la hermosa, y en vez de rechazarlo indignada, le sonríe con agradable y voluptuoso gesto. De pronto el ermitaño lanza un aullido terrible, una espesa nube de humo cubre este recinto, espárcese en torno un olor insoportable de azufre, la ermita se derrumba con horrísono estrépito, y el solitario comprende que en lugar de una mujer de sobrehumana hermosura, ha abrazado a una serpiente negra y brillante como el plumaje del cuervo, con alas de dragón y con ojos enrojecidos y ardientes como el fuego del infierno.

     -¡Qué historia tan maravillosa! -exclamó el trovador.

     -Envuelto en sus negras y crujientes alas llevose la horrible serpiente al ermitaño por los aires. Muchos años hace que en esta comarca se refiere esta historia, y nadie habrá que se atreva a poner en duda lo que acabas de oír. Es una verdad incontestable para las gentes de estos contornos que el demonio, bajo la figura de una hermosísima mujer, quiso tentar la virtud del santo cenobita, que en un instante perdió el fruto de largos años de áspera penitencia.

     -Es una de esas historias maravillosas que el vulgo supersticioso suele inventar y creer; pero que no dejan por eso de tener un sentido profundo. Además, las leyendas tradicionales que corren de boca en boca entre los pueblos, ostentan tanta frescura, lozanía e imaginación, que hacen olvidar muchos de sus defectos. ¡He aquí un buen asunto para hacer algunas trovas!      El poeta se había entusiasmado con la milagrosa historia que el Templario le había referido.

     -Otro mérito tienen además estas consejas, y es que a esta causa he debido el vivir en esta arruinada mansión sin que nadie haya venido a interrumpirme.

     -¿Y no os ausentáis nunca de este sitio?      -Con mucha frecuencia. Creo haberte dicho que hace pocos días he hecho un viaje.

     El trovador contemplaba al misterioso personaje con una extrañeza siempre creciente.

     Y a la verdad que no le faltaba razón a Jimeno.

     Notábase en el Templario un aire tan singular, que no podía menos de llamar vivamente la atención. Eran sus facciones hermosas, muy marcadas y simétricas, y sin ser alta su estatura, no dejaba de mostrar su cuerpo cierta gallardía y porte distinguido. La expresión de su fisonomía era profundamente melancólica y pensativa, y algunas veces en sus labios brillaba una sonrisa de ironía, de reserva, de desdén y de amargura. Pero lo que no podía menos de causar una impresión inexplicable, era el timbre de su voz, dulce, suave, argentino, y que contrastaba singularmente con sus palabras, casi siempre llenas de odio, de venganza y de varonil esfuerzo.

     Al oír hablar a aquel hombre con un acento tan melodioso y con un furor tan reconcentrado, hubiera podido comparársele a un arpa eolia en que se tocase un himno guerrero.

     -Ahora bien, amigo mío, -dijo el Templario después de algunos momentos de meditación-; es preciso que durante muchas noches nos veamos para llevar a cabo nuestro propósito.

     -¡En este sitio!      -No siempre nos veremos aquí.

     -Me será imposible venir muy a menudo a este monte. Ya sabéis que no soy dueño de mi voluntad. Ahora estoy temblando de que el comendador emprenda alguna expedición contra los moros, pues corren algunas voces de que de nuevo va a encenderse la guerra

     -Entonces quiere decir que dilataremos nuestro proyecto.

     -Al contrario, por no diferirlo, sería capaz de escaparme de la Encomienda.

     -En cualquiera ocasión que te suceda algún lance desagradable, ya sabes que aquí tienes un asilo seguro, a donde a nadie se le ocurrirá el perseguirte.

     Pero en ninguna manera quiero ni nos conviene el que salgas de la Encomienda.

     -Y yo ¿de qué puedo serviros allí? Desde que me habéis hecho tan funestas revelaciones, aborrezco de muerte a los Templarios.

     -Haces mal, Jimeno.

     -Si ellos me han admitido en la baylía, y si me han dispensado alguna consideración, también los he servido con mi sangre.

     -Y en tu niñez, ¿quién te amparó sino el comendador que precedió a don Diego de Guzmán?      -Yo no he tenido más padres que unos infelices pastores que me acogieron en su cabaña. Durante muchos años me he considerado hijo de mi propio aliento, y a nadie tengo nada que agradecer sino al anciano pastor que me adoptó por hijo, haciendo que una cabra fuese mi nodriza.

     -Te engañas, hijo mío. Es cierto que unos pastores te encontraron dentro de una cesta pendiente de un árbol, a una legua de distancia de la Encomienda; pero cabalmente al mismo tiempo acertó a pasar por allí el comendador que había entonces, don Martín Núñez, acompañado de otros caballeros, y habiendo interrogado a los campesinos, éstos le refirieron el extraño hallazgo que la casualidad acababa de ofrecerles. Entonces el comendador rogoles que no te abandonasen, y para hacer más eficaces sus ruegos les entregó una bolsa llena de oro, exigiéndoles las señas del lugar en que habitaban y recomendándoles tu crianza, que desde aquel punto corría por su cuenta. Hecho este ofrecimiento de pagar todos los cuidados que te prodigasen, don Martín Núñez mandó al pastor más anciano que de tiempo en tiempo viniese a la baylía para traerle noticias de la inocente criatura, a quien en su terrible abandono había tomado bajo su protección.

     -Yo ignoraba eso completamente.

     -Yo he querido manifestártelo para que comprendas que entre los Templarios, como en todas corporaciones numerosas, hay de todo, bueno y malo. La acción que contigo hizo don Martín Núñez no puede negarse que fue digna de mi noble caballero, y eso que también la vil calumnia se cebó en el comendador, afeando e interpretando siniestramente aquel acto tan desinteresado y caritativo. Hasta los mismos pastores llegaron a contagiarse de las hablillas que circulaban, suponiendo que eras hijo del virtuoso don Martín Núñez.

     -¡Oh noble, caballero! ¡Cuán desgraciado he sido en no haber alcanzado a conocer a mi generoso bienhechor!      -¿Conoces ahora que debes estar agradecido a los Templarios?      -Solamente conozco que debo inmensa gratitud a uno de ellos.

     -No pararon aquí para contigo todas las bondades de don Martín Núñez.

     -Pues ¿qué hizo?      -A su muerte rogó a un hermano suyo que continuase velando sobre ti; pero por tu desgracia, el hermano del comendador murió a poco en una encarnizada batalla que dieron los Templarios contra los moros. Luego viviste oscuro y afligido, guardando ganado, hasta que fuiste admitido de armiguero en la Encomienda. Si el comendador o su hermano no hubiesen muerto, seguramente tu suerte habría sido muy otra. Tres años hace que algunas personas se han interesado por ti, y aun cuando hubieran podido sacarte de tu estado, al saber que habías sido recibido en la Encomienda han considerado oportuno que permanezcas de armiguero.

     -¿Y quiénes son esas personas?      -A su tiempo lo sabrás, si te haces digno de saberlo.

     -¿Y qué es preciso hacer?      -Ser tan prudente como debe serlo una persona que merezca se le confíen importantísimos secretos.

     El trovador hizo un ademán que quería decir:

     -Descuidad, que ya veréis cómo soy un hombre capaz de merecer vuestra confianza.

     -Ahora bien, -continuó el Templario-; yo conozco muy a fondo a Castiglione, y me atrevo a decir que veo su alma como debajo de las corrientes se ven las guijas. Ya te he dicho en otra ocasión que tiene una verdadera manía, cual es la de preverlo, todo, y es preciso convenir en que no existe debajo de la capa del cielo un hombre que le iguale ni que se le asemeje siquiera en astucia.

     -Entonces, es un enemigo formidable.

     -No se puede negar que es así.

     -¿Y cómo luchar con semejante hombre?      -Con sus mismas armas.

     -¿Qué queréis decir?      -Quiero decir que si él es previsor, debemos combatirle con la previsión; si él es astuto, que le aventajemos en astucia; si él es intrigante, que lo envolvamos en nuestras intrigas. Y, créeme, Jimeno, yo que le conozco, te aseguro que nada le será más doloroso e insoportable que el ser vencido de esta manera.

     -Eso es exactamente el similia similibus de Hipócrates. Las cosas semejantes se curan con las semejantes.

     -Perfectamente. Eso para nuestro propósito equivale a «herir por los mismos filos». Castiglione es muy ambicioso, y el mayor tormento que podemos darle es destruirle todos sus planes de ambición. Además, yo por experiencia sé otra manera de atormentarle, y tengo la seguridad de que con los medios de que yo me valgo le anticipo las torturas que debe padecer un condenado.

     Y esto diciendo, el Templario se reía con un júbilo feroz.

     -¿Y qué haréis para mortificarle de una manera tan cruel como decís?      -Seguir al pie de la letra el sistema de ese autor que tú has citado…

     -Es el principio de un aforismo que dice…

     -Puedes excusar tus citas, pues yo no entiendo más idioma que el castellano. No en balde se dice que en poco tiempo te has hecho muy letrado; y a la verdad que me place mucho el ver que tanto adelantes en tus estudios, sobre toda ponderación admirables, si se atiende a las condiciones en que te encuentras. Ahora bien, Castiglione te tiene mucho afecto; acaso eres la única persona a quien no aborrece ese corazón de hiena, y es preciso sacar partido de esta circunstancia. Por esto te decía que era conveniente permanecieses en la Encomienda. Ya llegó la ocasión de que desplegues tu astucia y tu valor para luchar con ese hombre tan valeroso y tan astuto. ¿No pudieras hacer que te trasladasen a la torre donde habita el italiano?      -Lo encuentro muy difícil.

     -Será una desgracia, si esto no se consigue.

     -Prometo intentarlo con todas mis fuerzas.

     El Templario permaneció algún tiempo sumergido en una meditación profunda.

     Cuando después salió de su distracción, viendo que ya las estrellas tachonaban el firmamento, hizo un ademán de impaciencia y, no sin algún sobresalto dijo:

     -¡Es muy tarde! ¡Y yo que esta noche debía ir!… pero… escucha, Jimeno, mañana en la noche es indispensable que nos veamos.

     -¿En dónde?      -En las márgenes del arroyo que pasa cerca de la torre en que habita Castiglione.

     -¿A qué hora?      -A media noche. Por lo demás, te encargo y te repito una y otra vez que respetes la vida de nuestro enemigo, porque ya comprenderás mañana el modo que tengo de atormentarle.

     -Pues adiós, señor, y os suplico que no vayáis a la Encomienda, porque si allí penetraseis, en el estado de alarma en que se encuentran los incrédulos armigueros, tengo para mí que os pudiera suceder algún funesto lance.

     -Descuida, que ya se hará todo según conviene. ¡Oh! ¡El día de la venganza se acerca! ¡La venganza será tanto más terrible cuanto más prolongada!      -Sí, sí, le combatiremos con sus mismas armas, -repuso Jimeno.

     -Él a muchos ha hecho víctimas de su astucia y de su crueldad. ¡Seamos, pues, nosotros más crueles y más astutos!

Capítulo IX

De cómo el señor de Alconetar se encuentra de repente muy favorecido del rey

     Después que el rey don Alfonso X de Castilla había merecido justamente el renombre de sabio, repartiendo su tiempo entre los estudios y los negocios, componiendo versos de una estructura facilísima y de mérito muy notable atendida la época, y dando su nombre a las tablas astronómicas que bajo su protectora colaboración redactaban los astrónomos árabes y judíos de Toledo, tuvo la debilidad de dejarse seducir por el título que le fue ofrecido de emperador de Alemania, y que se obstinó en conservar hasta el momento en que fue excomulgado por el arzobispo de Sevilla.

     Tales sueños de ambición fueron en demasía funestos para la España, que no tan sólo tuvo que soportar excesivos y ruinosos gastos, sino que también, desatendiendo al enemigo de casa por poner la mira en una prosperidad lejana e incierta, se vio acometida enérgicamente por los moros, que poco antes se limitaban a defender y conservar a duras penas su territorio.

     Ya en la Península ibérica habían caído para nunca más levantarse los antiguos Estados musulmanes. Los prósperos y gloriosos días de Abderrahamán y de Almanzor habían sido eclipsados por la memorable batalla de las Navas de Tolosa y por las gloriosas conquistas del santo y valiente rey Fernando. A tantas victorias de la cruz sobre la media luna había resistido, sin embargo, el hermoso reino de Granada, destinado a sobrevivir todavía dos siglos.

     Mohamet-ben-Alhamar fue el afortunado fundador del reino cuya capital era para los musulmanes una nueva Damasco, que entre limoneros y palmenil veíase acariciada a porfía por el Darro y el Genil, escuchando sus plácidos murmurios como la hermosa dama escucha sonriendo los blandos suspiros de dos galanes que a la vez la requieren de amores.

     Ben-Alhamar reunía a las cualidades de un ilustre guerrero una prudencia consumada, un genio organizador y una afición apasionada a la artes y a las letras. Hizo prosperar a Granada, conservando la paz, dando impulso a la agricultura y distribuyendo premios a los que le presentasen los más hermosos caballos, la seda de mejor calidad, las armas de más fino temple, los tejidos mejor fabricados.

     Entre tanto los cristianos iban cada día conquistando más territorio, tanto en la parte oriental de la Península como en el Mediodía. Alfonso el Sabio intimó a Ben-Alhamar que le prestase ayuda para la conquista de Jerez y de Niebla, postrer asilo de los almohades. Quiso al pronto resistir el moro el prestar su cooperación contra sus mismos correligionarios; pero el estado de vasallaje en que le tenía el rey cristiano y los tratados precedentes, le impidieron de todo punto el excusarse. Muy a su pesar peleaba el príncipe árabe contra sus correligionarios, y en sus accesos de impotente ira exclamaba: «¡Cuán insoportable sería esta vida de miserias si no existiese la esperanza!»      Más adelante sobrevinieron nuevos motivos de disgusto, y para la España cristiana se encapotó terriblemente el horizonte, pues que la amenazaba una tercera invasión como la de los almorávides y la de los almohades, cuyo poder en el África habían heredado los meirinidas. Viéndose por todas partes acosado, Ben-Alhamar mandó embajadores a Marruecos para implorar el auxilio de los meirinidas contra las armas cristianas.

     En esto sorprendió la muerte al rey de Granada, y le sucedió su hijo Mohamet II, que, igual a su padre en valor y prudencia, comenzó su reinado bajo los más felices auspicios.

     A medida que los musulmanes perdían más terreno, se aumentaba considerablemente la población en el reino granadino, y Mohamet se empeñó en que los que se refugiaban a sus Estados desde la sabia Córdoba y la industriosa Valencia nada tuviesen que echar de menos en su hermosa ciudad, recibiendo con favor y agasajo a cuantos hombres instruidos albergaba la opulenta y culta Andalucía.

     Nuevos disturbios y rebeliones suscitadas por los cristianos entre los mismos musulmanes obligaron a Mohamet a renovar las instancias que ya su padre había hecho a los meirinidas, y esta vez el rey de Marruecos acudió al llamamiento del granadino, quien le prometió darle a Algeciras y a Tarifa.

     Con tan poderosas fuerzas sometieron a algunos walíes rebeldes, y ambos monarcas convinieron después en trasladar la guerra al territorio de los cristianos. Así, pues, el rey de Marruecos se encaminó hacia Sevilla y Mohamet hacia Córdoba.

     Entonces los míseros cristianos vieron con espanto renovarse los calamitosos días de Muza y de Tarif.

     Por todas partes los mahometanos paseaban victoriosos el estandarte de la media luna.

     Talaban los campos, traspasaban sin obstáculos las fronteras, conquistaban ciudades y degollaban sin piedad a los vencidos.

     Los valerosos hijos de Pelayo velan con dolor el peligro inminente de perder las fértiles regiones cuya conquista había costado siglos regados con torrentes de sangre.

     Alfonso el Sabio se hallaba a la sazón en Italia ocupándose en manejos para ceñirse la corona imperial, en tanto que los musulmanes derrotaban a sus soldados y quitaban la vida a Sancho, infante de Aragón y arzobispo de Toledo.

     Vuela el espanto por todas partes, pregona la fama los triunfos del infiel, los ancianos elevan sus ojos al cielo, los jóvenes robustos buscan en vano quien los lleve al combate, y lágrimas de ira y de vergüenza empañan las miradas del guerrero.

     No obstante, los españoles hicieron el último esfuerzo, que, por grande y heroico, no podía ser inútil. Las resoluciones generosas, aun cuando tengan un éxito desgraciado, atestiguan por lo menos que, si hay mala ventura, no es por cobardía.

     En las grandes circunstancias, los hombres, lo mismo que los pueblos, son siempre grandes.

     Pero parece que la España más particularmente desdeña la medianía de las proezas.

O calla y sufre, o se levanta y conmueve al mundo.

Esto no es una opinión, es una verdad histórica.

El hijo de Alfonso, Sancho IV, que con razón mereció ser apellidado el Bravo, supo dirigir tan bien la defensa, y con tan extraordinaria bizarría desafió los peligros y prodigó su sangre y sus hazañas, admirando a los más valientes, que el rey de Marruecos se vio al fin obligado a volverse al África, y la España se vio libre de esta tercera invasión, gracias al raro esfuerzo de sus hijos capitaneados por el valeroso don Sancho.

     Creyendo Alfonso el Sabio que su hermano Federico había favorecido la fuga de la reina Yolanda, de Blanca de Francia y de sus hijos desheredados los príncipes de la Cerda, le hizo dar garrote. Indignado don Sancho de tales excesos, se rebeló contra su padre, y en la asamblea del clero, de la nobleza y del estado llano, le declaró depuesto, si bien se contentó con tomar para sí el título de regente.

     Alfonso, indignado a su vez, solicitó la alianza del rey de Marruecos, que volvió a España a la cabeza de un lucido ejército.

     Entonces don Sancho se vio en gran peligro, asediado en Córdoba, excomulgado por el Papa y desheredado por su padre. En tan críticas circunstancias don Sancho imploró el auxilio del rey de Granada, quien al punto se le manifestó propicio; pero no tuvo que hacer uso de los ofrecimientos de Mohamet a causa de la muerte de Alfonso, que puso término a estas diferencias.

     Las últimas disposiciones de Alfonso X sumergieron a Castilla en un intrincado laberinto de bandos, desórdenes y guerras. Había dejado por herederos a los príncipes de la Cerda; y si bien éstos eran hijos de don Fernando, primogénito de don Alfonso, también es cierto que don Sancho, después de la muerte de su hermano, había libertado a la España del yugo de los meirinidas.

     No obstante que don Sancho contaba numerosos parciales, costole mucho trabajo el consolidar su trono.

     Las facciones de los Haros y Laras destrozaron el reino, y a mayor abundamiento el infante don Juan se sublevó contra su hermano don Sancho.

     Pero al fin el rey consiguió varias victorias sobre los parciales de los príncipes de la Cerda y del infante don Juan, haciendo que muchos se refugiasen en Granada implorando el auxilio de Mohamet.

     Hecha esta reseña histórica, sólo nos resta añadir que una vez hallándose en España el rey de Marruecos, que había venido a solicitud del difunto Alfonso, determinó hacer la guerra a los cristianos en compañía del rey de Granada.

     Pero Mohamet en secreto lamentaba el verse arrastrado a hacer la guerra a don Sancho, al cual se le había manifestado como amigo dispuesto a auxiliarle durante la guerra que sostuvo con su padre don Alfonso.

     El rey de Castilla a la sazón se ocupaba en levantar un ejército capaz de resistir a las fuerzas reunidas de los reyes de Granada y de Marruecos.

     Desde Alcalá de Henares, don Sancho se había adelantado hasta la baylía de Alconetar, con el fin de hallarse más próximo al enemigo, si éste se aventuraba a traspasar las fronteras.

     Hallábase el rey muy agasajado en la baylía por el comendador don Diego de Guzmán.

     El comendador era un cumplido caballero, muy celoso de la gloria y prerrogativas de su orden, dotado de un valor a toda prueba y de excelente índole; si bien por esta misma razón tenía un defecto que le incapacitaba en muchas ocasiones para el mando, siendo víctima de las maquinaciones de los hombres astutos y perversos. Para mandar no es preciso confundirse con los malvados; pero es indispensable ser cautos como la serpiente, sin perjuicio de ser cándidos como la paloma.

     El comendador de Alconetar, aunque de ánimo sencillo, carecía de esa prudente sagacidad que hace a los hombres circunspectos y aptos para el dominio, sin que degeneren en hipócritas y sin perder nada de su grandeza.

     Habiendo sabido don Sancho el Bravo el peligroso estado en que se encontraba un tan noble y poderoso caballero como lo era don Guillén Gómez de Lara, tuvo el rey la bondad de visitar al herido en su mismo castillo de Alconetar, cuya honra agradeció mucho el joven amante de Elvira.

     Dio el monarca este paso, tanto porque estimaba sobremanera a los buenos caballeros, cuanto porque acaso pensaba utilizar los servicios de don Guillén. Este, a mayor abundamiento, era muy estimado del comendador don Diego de Guzmán, quien casi todas las tardes iba a visitarlo, y le había hablado al rey muy ventajosamente de su joven amigo.

     En un suntuoso aposento de la hospedería de la Encomienda se hallaban el rey de Castilla, el comendador Guzmán, algunos caballeros Templarios y una hermosa dama acompañada de sus doncellas.

     La dama tenía por nombre doña María, y era madre de un hermoso niño que estaba junto a ella.

     Parecía que la naturaleza se había complacido en prodigar dotes de belleza y gracia al niño, al cual el rey acariciaba con risueño gesto.

     Uno de los caballeros Templarios hizo disimuladamente una seña al comendador.

     Pocos momentos después don Diego de Guzmán, salió con un pretexto de la estancia, y fue a reunirse con el que le había hecho seña de que le aguardaba.

     -Perdonad, don Diego, que os haya hecho abandonar por un instante la compañía de su alteza dijo el disforme caballero con redomada sonrisa.

     -He creído que cuando me habéis llamado en tal ocasión, tenéis sin duda que hablarme de algún negocio de importancia.

     -Como que tengo la fortuna de ser uno de vuestros más queridos amigos, he creído que me encuentro en el deber de daros un buen consejo en cambio de la confianza que siempre me habéis dispensado.

     -Decid, Castiglione, decid.

     -¿No recordáis lo que me babéis dicho respecto, a don Guillén Gómez de Lara?      -En este instante no recuerdo…

     -Si no tuviera incontestables pruebas del afecto, que me profesáis, os digo que me había de causar envidia el profundo cariño que tenéis al joven señor de Alconetar; pero afortunadamente la amistad no es tan exclusiva como el amor, porque si así fuese, os aseguro que había de mirar con envidia a don Guillén.

     -Vos y él sois mis únicos, mis verdaderos amigos.

     -Pues bien, yo vengo a hablaros en favor del joven Lara.

     -¿Cómo así?      -¿No recordáis que me dijisteis que habíais hablado al rey muy favorablemente del señor de Alconetar?      -Así es la verdad.

     -¿No es cierto también que el rey ha pensado en el señor de Alconetar para enviarlo de embajador a Granada?      -Y yo he sido acaso el que más ha influido para disponer el ánimo de don Sancho a que envío de embajador a don Guillén, y aún recuerdo que estando nosotros dos paseando por la huerta se nos ocurrió la idea de que nadie era tan a propósito para llevar el mensaje del rey como el señor de Alconetar.

     -Por lo mismo que se me ocurrió pronunciar su nombre con ese motivo, puedo considerarme hasta cierto punto como el autor de su nombramiento, si es que al fin su alteza ha consentido en que don Guillén vaya a Granada.

     -Es cosa resuelta.

     -Así se dice.

     -Y así se hará, supuesto que mañana partirá don Guillén en compañía de mi cuñada, -dijo el comendador.

     -Pero ¿sabe ya don Guillén la misión que se le confía?      -De un momento a otro se la comunicará el rey.

     -¿Luego no habéis hablado con el señor de Alconetar respecto a este asunto?      -No por cierto.

     -Pues me parece que habéis hecho mal en no prevenirlo, porque sería lamentable que después de vuestros buenos oficios, no quisiese don Guillén aceptar la embajada.

     -Yo no creo que tenga inconveniente.

     -¿Quién sabe?      -De todas maneras, nosotros hemos cumplido con los deberes que nos imponen la amistad y el honor. El rey, departiendo conmigo del estado de estos reinos, me había dicho: «Comendador, pensad en un caballero a propósito para llevar un mensaje a los reyes de Granada y de Marruecos; y supuesto que vuestra cuitada va a reunirse con su esposo, puede acompañarla el mismo embajador que vos elijáis».

     -Sin duda don Sancho se ha manifestado con vos en extremo bondadoso.

     -Pues bien, hablando con vos acerca de lo que el rey me había dicho, y recorriendo en nuestra memoria los nombres de los caballeros más idóneos para desempeñar esta comisión, me recordasteis a don Guillén, y al punto reconocí que ninguno era más a propósito para el caso. Como embajador, reúne las más relevantes prendas, por su nobleza calificada, por su elocuencia, por sus conocimientos poco comunes, por su carácter simpático y hasta por su varonil hermosura; y para acompañar a doña María, ninguno puede encontrarse que más confianza me inspire que don Guillén, supuesto que es uno de mis queridos amigos. Por otra parte, yo he querido aprovechar esta ocasión para presentar al rey a un joven caballero que puede dar a su patria muchos días de gloria.

     -Estoy seguro de que así sucederá, siempre que el rey sepa utilizar sus buenas disposiciones; pero volviendo a nuestro propósito, debo deciros que estoy conforme con vos en todo cuanto decís respecto a que habéis cumplido con la amistad y el honor, prestando buenos oficios al señor de Alconetar. Ahora bien, ¿os será indiferente que don Guillén acepte o no la embajada?      -Y esto diciendo, Castiglione clavó en el comendador su ojo único y penetrante como un puñal.

     Don Diego miró a Castiglione con extrañeza.

     -¿No es don es don Guillén vuestro mejor amigo? -insistió el italiano.

     -Quiero a ese joven como un padre a un hijo.

     -Pues bien, en ese caso debéis procurar que no sea víctima del fuego devorador de las pasiones de la edad primera.

     -¿Qué queréis decir?      -¿A qué causa habéis atribuido la herida que recibió don Guillén?      -No puedo atribuirla sino a lo que todo el mundo dice, incluso el mismo señor de Alconetar.

     -¿Y qué dice todo el mundo?      -Que dos ladrones trataron de asesinarle.

     -Pues todo el mundo, incluso el señor de Alconetar, dice una cosa por otra.

     -¡Castiglione!      -Como lo estáis oyendo.

     -¿Sabéis vos?…

     -Sé que don Guillén está perdidamente enamorado, y que recibió la herida que le ha tenido postrado tanto tiempo en un desafío con su rival.

     -¡Es posible!      -Nada hay más cierto; pero ya os hablaré más despacio de la dama y de los amoríos de don Guillén; por ahora me parece que debemos hacer que a todo trance acepte la embajada que el rey piensa encomendarle, porque de esta manera tal vez se consiga que el infeliz mancebo olvide a una mujer indigna, que le engaña villanamente.

     Y el italiano exhaló un profundo suspiro, como dando a entender que lamentaba amargamente la desgracia del señor de Alconetar.

     El comendador hizo la pregunta sacramental:

     -¿Y quién es ella?      -Una joven que habita en la aldea, y que, según he oído decir, es muy casquivana.

     -¿Es alguna labradora?      -No, señor; pero de cualquier modo, es una mujer que no es digna de que don Guillén piense en ella, cuanto más de ser su esposa, que tales son los deseos de la niña.

     -A fe que siento que nuestro amigo esté apasionado de una mujer vulgar.

     -¡Qué queréis! El amor es ciego y niño.

     -¿Y creéis que será capaz don Guillén de renunciar a la honra que le dispensa el rey por no alejarse de su amada?      -Tanto lo creo, que ésta precisamente ha sido la causa que me ha movido a llamaros.

     -¿Y qué hemos de hacer si se resiste?      -Yo imagino que acaso no se resistirá a partir si vos le habláis antes de lo mucho que el rey le estima, encareciéndole que es muy honorífica la distinción que le dispensa nombrándole su embajador. Mi objeto al llamaros la atención sobre este particular no ha sido otro sino impedir que nuestro joven amigo cometa la indiscreción de escuchar con poco interés las palabras de don Sancho.

     -A fe que eso me disgustaría sobremanera.

     -Lo mejor es que antes de que entre en la cámara del rey le salgáis al encuentro y lo prevengáis acerca de la misión que don Sancho piensa confiarle.

     -Decís muy bien, Castiglione; eso es lo mejor que puede hacerse para evitar que don Guillén rehúse los favores del rey.

     -Favores obtenidos por vuestra amistosa mediación.

     -Esa es precisamente la causa de que yo sienta que don Guillén se manifieste poco agradecido al rey, porque éste ha formado un gran concepto de nuestro joven amigo, gracias a los elogios que yo le he prodigado, y que lealmente creo que merece.

     -Ya debe tardar muy poco.

     -Vamos a salirle al encuentro.

     Los dos Templarios encamináronse hacia la puerta de la Encomienda; pero en el atrio vieron dos magníficos trotones que pertenecían al señor de Alconetar y a su amigo inseparable Álvaro del Olmo.

     También, se encontraba allí el halconero Pedro Fernández, departiendo largamente con algunos armigueros.

     -Mientras nosotros nos hemos estado paseando por la huerta, ha llegado don Guillén, -dijo el comendador.

     -¡Ira de Dios! -murmuró Castiglione.

     -Tal vez el rey no le habrá recibido todavía.

     -Vamos a verlo. ¡Vamos!      Ambos caballeros dirigiéronse rápidamente al aposento en donde se hallaba el rey.

     Dos aspirantes se hallaban de centinela en la puerta de la antecámara.

     El comendador les preguntó:

     -¿Ha entrado el señor de Alconetar?      -En este mismo momento.

     El comendador y Castiglione cambiaron una mirada.

     Pero debemos advertir que la mirada de don Diego fue simplemente de disgusto, en tanto que en el ojo único del feroz Castiglione había brillado un resplandor siniestro como los reflejos del hacha del verdugo.

     Los dos Templarios se detuvieron, no atreviéndose a interrumpir la audiencia que el rey concedía en aquel momento al joven señor de Alconetar.

     Esta audiencia, sin embargo, no tenía un carácter de rigorosa reserva, supuesto que en la cámara real se hallaba la bella esposa de don Alonso Pérez de Guzmán cuando entró don Guillén Gómez de Lara.

     Don Sancho recibió al mancebo con suma benevolencia, informándose cariñosamente del estado de su salud y felicitándole por su completo restablecimiento.

     El joven, agradecido a tanta honra como le dispensaba el rey, dijo:

     -Señor, casi me alegro de haberme visto postrado en el lecho del dolor, porque a esta circunstancia he debido la dicha de que ya se haya dignado visitarme en mi castillo.

     -Yo estimo en mucho a los buenos caballeros, y vos, don Guillén, sois uno de los que mejor merecen este título en Castilla.

     -Señor, yo agradezco con toda mi alma la bondadosa acogida que V. A. me ha dispensado sin yo merecerla. Hasta ahora nada he hecho, nada he podido hacer tampoco a causa de mi extremada juventud; pero desde hoy en adelante, señor, no pasará un solo día sin que yo no lo consagre al servicio de V. A.

     -Y yo aceptaré muy gustoso los servicios de un tan cumplido caballero.

     -Mi deseo más vehemente es que lleguen ocasiones en que poder mostrar a vuestra alteza la lealtad que arde en mi pecho para servir a mi rey.

     -Pues ha llegado la ocasión que tanto deseáis.

     -¡Es posible! ¿Qué puedo yo hacer en servicio de vuestra alteza?      -Quiero que vayáis a Granada para que llevéis de mi parte a Mohamet-Ben-Alhamar una importante embajada.

     -Gracias, señor, gracias, porque tan pronto y tan bien ha adivinado vuestra alteza mis deseos más ardientes.

     Y esto diciendo, el gallardo caballero se arrojó a los pies del rey, gozoso y agradecido.

     -Alzad, don Guillén, alzad, -dijo don Sancho con apacible gesto.

     -¿Y cuándo debo partir, señor?      -Con tal de que sea pronto, a vuestra elección dejo el día.

     -Mañana mismo, si place a vuestra alteza.

     Don Guillén paseó en torno suyo una mirada que el rey comprendió perfectamente.

     Hallábanse en la estancia dos ancianos caballeros, la hermosa doña María con su hijo, y una dueña que estaba inmóvil y de pie a cierta distancia respetuosa.

     Ahora bien, el señor de Alconetar había juzgado que el rey no le manifestaría el objeto de la embajada en presencia de aquellos testigos.

     Don Sancho, según hemos indicado, leyó lo que pasaba en la mente del caballero.

     -El objeto de la embajada, -dijo el rey-, no es ni puede ser un secreto, porque toda la España sabe que el rey de Marruecos vino a hacerme la guerra; pero habiendo muerto mi buen padre, el rey moro entró con su ejército en Granada, donde Mohamet, aunque era mi aliado, ha concedido al rey de Marruecos la entrada y la permanencia con agasajos tales, que ya no puedo dudar que ambos de consuno piensan hacerme la guerra. Ya hace mucho tiempo que abrigo tales temores; el rey de Marruecos continúa demasiado en Granada; yo no puedo intentar ninguna empresa ni vivir tranquilo, porque constantemente estoy viendo la morisma próxima a precipitarse sobre mi reino; y en tal estado, he resuelto salir de una vez de la incertidumbre.

     -Comprendo, señor. Vuestra alteza quiere saber si los reyes de Marruecos y de Granada deben ser considerados como amigos o como enemigos.

     -Justamente.

     -¿Y en qué términos deberé formular mi embajada?      -En los más enérgicos.

     -¡Que me place! -exclamó el altivo señor de Alconetar.

     Después de algunos momentos de reflexión, el discreto mancebo añadió:

     -Sin embargo, yo estimaré a vuestra alteza se digne manifestarme una fórmula exacta de su pensamiento; pues en tal ocasión mi único deseo debe ser interpretar fielmente las intenciones de vuestra alteza.

     Don Sancho escuchó estas palabras en extremo complacido, porque eran una prueba de la acertada elección que había hecho al nombrar embajador a don Guillén de Lara.

     Al fin el rey, con altivo ademán y con voz vibrante, dijo:

     -Señor de Alconetar, diréis de mi parte a los reyes de Granada y de Marruecos, que en una mano tengo el pan y en otra el palo. Que elijan, pues, entre la paz y la guerra. Esta es mi voluntad, y podéis repetir estas mismas palabras.

     -Descuidad, señor, que así lo haré.

     -Todavía tengo que haceros otro encargo.

     -Mandad y seréis obedecido.

     -Deberéis elegir una buena porción de jinetes bien armados para que os sirvan de escolta.

     -En mi calidad de embajador, me parece que con mis escuderos podré llegar a Granada con seguridad…

     -No se trata de vuestra seguridad, -interrumpió el rey-. A la vez que mi embajador, seréis el caballero encargado de velar por esta ilustre dama, que es la esposa de uno de mis guerreros más leales y valientes.

     -Gracias, señor, gracias por vuestra benevolencia, -dijo a este tiempo doña María, conmovida y gozosa por las alabanzas que el rey había tributado a su esposo.

     El señor de Alconetar saludó respetuosamente a la noble matrona.

     -Doña María,-dijo el rey-, es cuñada de vuestro amigo el comendador.

     -Yo me considero muy dichoso en acompañar y servir a la digna esposa del ilustre caballero don Alonso Pérez de Guzmán, -dijo Gómez de Lara.

     -¿Tenéis un amigo de confianza? -preguntó el rey.

     -Tengo un amigo que es más bien un hermano.

     -¿Se llama Álvaro del Olmo?      -Sí, señor.

     -Ya tengo noticia de la buena amistad que os profesáis entre ambos.

     -¿Quiere vuestra alteza que llame a mi amigo? Cabalmente está en la antecámara.

     -Ahora no; pero antes de marcharos quiero que vengáis los dos a verme.

     -Está muy bien.

     -Sólo tengo que advertiros que llevéis en vuestra compañía a vuestro amigo Álvaro del Olmo, a fin de que siga escoltando a doña María desde Granada a Tarifa. Esto será en el caso de que la respuesta de los reyes moros exija que inmediatamente vengáis a darme cuenta del resultado de vuestra embajada; pero si fuesen pacíficas las disposiciones de los infieles, podéis continuar acompañando a doña María hasta dejarla en Tarifa.

     Con esto el rey don Sancho dio por terminada aquella audiencia.

     El señor de Alconetar salió de la cámara real, prometiendo volver al día siguiente, que era el prefijado para la partida. En la antecámara se reunió con su amigo Álvaro del Olmo.

     También se encontraban allí el comendador y Castiglione, los cuales cambiaron entre sí estas palabras:

     -¿Si nos habrá dejado airosos en presencia del rey? -dijo el comendador.

     -Ahora es ocasión de saberlo, -dijo Castiglione en voz alta y empujando a don Diego hacia el señor de Alconetar.

     Y el feroz calabrés añadió para su sayo:

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