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Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 6)



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     Frescas estancias en cuyas soberbias techumbres de maderas preciosas se notaban vistosos escaques de mil colores; fuentes de mármoles exquisitos y de aguas perfumadas; ajimeces en cuyos caprichosos recortes se revelaba la rica fantasía oriental; suntuosos divanes de color de púrpura bordados de oro; pebeteros que exhalaban los más preciados aromas del Oriente; muros adornados con preciosos arabescos de estuco, cuyas caprichosas labores se veían desempeñadas con toda la perfección y delicadeza de un nielado; todo esto llamó vivamente la atención del cristiano, que atravesando el patio de la Alberca, y siguiendo la margen del estanque, llegó muy pronto a la torre de Comares, donde le hicieron entrar en la sala denominada de los Embajadores      Contra lo que podían esperar el cristiano y los que le conducían, no hallaron en la sala todavía al rey Mohamet, porque se había suscitado una duda acerca de cuál de los dos monarcas había de recibir al embajador.

     En esto llegó un moro para informarse con más pormenores de a quién iba dirigido el mensaje.

     -A ambos monarcas debo manifestar la voluntad de mi rey y señor don Sancho el Bravo de Castilla.

     El embajador pronunció estas palabras con ese tono de valor sereno que tan característico es en los españoles.

     Mientras que fueron a dar aviso a los reyes, el caballero cristiano púsose a examinar muy detenidamente la suntuosa habitación destinada a recibir a los embajadores. El cristiano contemplaba con un verdadero éxtasis las ricas y caprichosas labores que ornaban la techumbre, cuando de pronto sintió que una pesada mano se posaba sobre sus hombros. Rápido como el pensamiento volvió la cabeza el cristiano, y hallose frente a frente con un caballero Zegrí.

     -¿Cómo has osado poner la mano sobre mí para llamarme? ¿Por ventura no tienes lengua? -dijo con altivez el gallardo caballero.

     El moro, al ver aquel ademán, quedose algo turbado, como si le aterrasen las centellas que lanzaban los ojos negros y vívidos del guerrero cristiano.

     La altivez de éste hirió tan en demasía el orgullo del moro, que con mal reprimida saña contestó:

     -¡Vive Alá, nazareno, que me has de pagar tu desacato! Mi intención era solamente departir contigo un rato acerca de tu religión y de las cosas de tu país; pero una vez que tan altivo te muestras en tus palabras, ya veremos si en tus hechos hay tanta bravura como aparentar pretendes.

     -Podías haberme llamado de un modo más atento y menos brusco. ¿Qué querías preguntarme?      -Siempre os había tenido a vosotros los cristianos por hombres de poco seso y en demasía ignorantes y supersticiosos; pero ahora me convenzo de que a vuestra poca cultura añadís una vana arrogancia que inútilmente queréis llamar valor.

     -Aún no ha mucho los cristianos os escarmentaron, haciendo que el fundador del reino de Granada, el padre de tu rey actual, fuese acompañando al santo conquistador de Sevilla, habiéndose obligado a pelear contra sus mismos compatriotas. Y si es que habéis echado en olvido las duras lecciones de Alarcos y de las Navas, muy pronto tendréis ocasión de no dudar del heroico esfuerzo de los cristianos.

     -A fe que con la lengua defiendes bien tu causa; pero eso es lo único que sabéis vosotros los cristianos. Dices que los míos han peleado contra los mismos moros; también muchas veces han peleado cristianos contra cristianos; conque en eso nada tenéis que echarnos en cara. Ahora son otros tiempos, y ya veremos si prevalecen las armas que defienden al sagrado Korán, o las que sostienen la más absurda de las religiones, que quiere hacer creer que María fue madre de Cristo y que a pesar de todo esto conservó su virginal pureza. ¡Vive Alá que es donoso el tal misterio!      Y así diciendo, el Zegrí prorrumpió en una estrepitosa carcajada, haciendo befa y escarnio de lo más sublime y bello que encierra el cristianismo, la celestial alianza de la ternura de una madre y del candor purísimo de una Virgen.

     El cristiano caballero, que así oyó escarnecer el sagrado nombre de la Virgen María, de la cual era muy devoto, sintió subírsele al rostro toda su sangre, y ardiendo en ira, exclamó sin mirar el grave riesgo a que se exponía:

     -¡Perro infiel! ¡Blasfemo y villano! ¿Cómo te atreves a poner tu lengua inmunda sobre la Virgen sin mancilla?      Y el valeroso cristiano, con su manopla de acero, dio un terrible bofetón sobre la boca del moro, que comenzó a manar sangre.

     Furioso el Zegrí, dio algunos pasos atrás, y poniendo mano a su corvo alfanje, se dispuso a vengar su afrenta con la muerte de su ofensor.

     Muchos de los más nobles caballeros de Granada se paseaban a la sazón por la sala de Embajadores, atraídos por la curiosidad de saber el mensaje y conocer al mensajero.

     Allí ostentaban sus ricas y brillantes galas los nobles Abencerrajes, modelos de valor y de cortesía, y que tiempo adelante habían de ser víctimas de la más infame calumnia y de la más atroz venganza; los Alabeces, oriundos de los Almohades; los Almoradíes, deudos muy cercanos de Ben-Alhamar, fundador del reino de Granada; los Gomeles, los Mazas y Zegríes, descendientes de los reyes de Córdoba, entre cuyos varios linajes existían sordas rivalidades que algún día habían de ser el origen de la ruina y pérdida de la ciudad de Boabdil.

     Pero por más que entre ellos hubiese algunas rencillas y aun enconados odios, propios de las tribus árabes, con todo, convenían en mirar a los cristianos como a enemigos comunes. La sangre hervía en sus venas al ver a un cristiano en el recinto de la Alhambra, y todos los que se hallaban presentes, sin distinción de linajes, acudieron en socorro del afrentado Zegrí.

     ¡Terrible situación la del embajador cristiano! El ofendido moro le acometía con su corvo alfanje, mientras que un numeroso grupo le cercaba con todas las muestras de ayudar a su compatriota.

     El cristiano comprendió que allí se encontraba en el caso de hacer valeroso alarde de su esfuerzo, tanto por su honra propia como por la del rey que le enviaba y la de la nación a que pertenecía. Desenvainando su tajante espada de Toledo, el embajador apercibiose a la defensa con temeraria osadía. Una muerte inevitable le amenazaba; pero en aquella ocasión no se trataba ya de defender la vida, sino de morir con honra.

     Sin duda alguna el bravo campeón hubiera sucumbido al número de sus adversarios, si en aquel momento no hubiesen aparecido en la sala dos personas cuya presencia fue tan favorable para el cristiano como aterradora para los moros, quienes todos a una, y llenos de confusión, gritaron:

     -¡El rey! ¡El rey!      Ambos monarcas, en efecto, penetraron en la suntuosa estancia, y maravillados del cuadro que ante sus ojos se ofrecía, Mohamet preguntó:

     -¿Qué es esto? ¿Así los caballeros de mi corte reciben a los que llegan con el sagrado seguro de embajadores? ¡Vive, Alá que yo castigaré vuestra descortesía!      Todos los circunstantes guardaron el más profundo silencio para no aumentar el enojo del monarca.

     El Zegrí, sin embargo del aturdimiento que naturalmente le produjo la repentina aparición de Mohamet, permaneció frente a frente a su enemigo, amenazándole con su desnudo alfanje.

     Mohamet, comprendiendo que no era conveniente manifestar en aquel momento toda la severidad de que él hubiera querido hacer uso, dio amable gesto a su rostro, y dirigiose a ambos contendientes, diciendo con voz reconciliadora:

     -¡Paz, caballeros!      El Zegrí al punto entregó su alfanje al rey; empero el cristiano no parecía tan dispuesto a seguir el ejemplo de su adversario.

     -Nazareno, -dijo Mohamet-, te ruego que me entregues tu espada. No es una orden cuyo cumplimiento te exijo; es un favor que te pide el rey de Granada. Yo recibiré tu acero como el regalo de un valiente.

     Prendado el embajador de este lenguaje tan digno como cortesano, entregó sin resistencia su espada a Mohamet. Esta circunstancia favoreció extraordinariamente los proyectos del embajador, pues uno de los principales encargos que llevaba era entregar secretamente al rey de Granada una carta de don Sancho.

     El embajador, pues, al entregar su espada, dio también a Mohamet la carta, y cambió con él algunas palabras en idioma árabe.

     Todo esto se verificó con la rapidez del rayo; pero no obstante, al escuchar Mohamet las palabras del embajador, la más espantosa palidez cubrió su semblante. Esta turbación se desvaneció bien pronto, cuando el rey, paseando una mirada escrutadora en torno suyo, se apercibió de que nadie había podido observar la rápida escena que acabamos de bosquejar.

     En seguida Mohamet, perfectamente tranquilo, tomó asiento en compañía del rey de Marruecos, y ambos se dispusieron a escuchar la embajada del rey de Castilla.

     El cristiano caballero dirigiose a ambos monarcas, y con acento de altivez, que cuadraba muy bien a sus facciones varoniles, dijo:

     -El poderoso don Sancho IV de Castilla, cognominado el Bravo por sus hazañas, me envía para que os haga saber su soberana voluntad. Sus palabras son muy breves, pero en cambio muy significativas…

     -Decid, -interrumpió el rey de Marruecos de mal talante, porque no podía soportar la arrogancia del mensajero.

     -Rey de Granada, rey de Marruecos: sabed que mi rey y señor tiene para vosotros en una mano el pan en la otra el palo. (3)      Todos los que se hallaban presentes no pudieron menos de admirarse al oír aquella notable embajada, cuyo tono amenazador anunciaba que muy pronto la guerra había de comenzar más encarnizada que nunca.

     Mohamet clavó sus ojos en el embajador con aire de inteligencia, en tanto que el rey de Marruecos, bramando de ira, respondió:

     -Pues dile a tu rey que nosotros tenemos para é1 en una mano el acero y en la otra el yago. Anda y llévale esa respuesta.

     El embajador inclinó ligeramente la cabeza y salió.

Capítulo XIV

De la respuesta que secretamente dio el rey de Granada al embajador del rey de Castilla

     El infante don Juan y don Nuño de Lara se encaminaron sin perder tiempo al kan donde había ido a hospedarse la hermosa doña María. Esta noble señora, como ya en otro lugar hemos indicado, había sido solicitada por el infante, cuya innoble pasión había rechazado ella con toda la dignidad de su carácter. Pero la discreta dama, tanto por no alarmar a su esposo cuanto por consideración a la alta cuna de su amante, había guardado el más profundo secreto, limitándose a evitar las ocasiones en que don Juan pudiese hablarle de sus amorosos devaneos.

     La prudente señora, por otra parte, no tenía motivos del infante sino de gratitud y respeto, pues que hasta entonces don Juan siempre la había tratado con la más delicada cortesía, por más que sus pretensiones fuesen demasiado atrevidas en el mismo hecho de ser doña María, no sólo una dama recomendable por su hermosura y decoro, sino, a mayor abundamiento, la esposa de uno de los más cumplidos caballeros de Castilla.

     Creyó doña María que con el tiempo el infante desistiría de aquel propósito, que nunca podía calificar sino como un antojo del príncipe, y así continuó invariable en el sistema de dulces repulsas con que una dama discreta sabe enfrenar aun a los más osados.

     Una venerable dueña se presentó en el aposento de doña María, anunciando que dos caballeros moros demandaban el favor de hablarle.

     No sin alguna sorpresa recibió la damna esta noticia; pero al fin, entre confusa y curiosa, concedió el permiso que se le demandaba.

     Pocos momentos después aparecieron en la estancia los dos caballeros anunciados.

     -¡Hermosa doña María! -exclamó el infante besando galantemente la mano de la dama, -¿quién me había de decir que en el penoso destierro en que me hallo había de tener la dicha de veros?      -Ciertamente, señor don Juan, que yo tampoco podía figurarme que me aguardaba semejante visita.

     -Yo sentiré mucho que tal vez hayamos venido a interrumpir vuestras horas de reposo, -dijo don Nuño.

     -Nada de eso, caballeros. Yo tengo particular complacencia en que os encontréis buenos y salvos de los peligros que os amenazaban en Castilla.

     -¿Se sabe allí por ventura que nos hemos refugiado a Granada?      -Yo por lo menos lo ignoraba de todo punto.

     -¿Acaso no habíais pensado en vuestros amigos? -preguntó el infante con tono de dulce reconvención.

     -Sí, he sabido con satisfacción que lograsteis escaparos del castillo de Alcántara, que fue tomado por las tropas del rey.

     -Gracias a vuestro cuñado don Diego de Guzmán, que nos atacó con un valor irresistible. Allí nos tocó perder.

     -Esas son alternativas muy comunes en los tiempos de asonadas y revueltas.

     -¿Y me permitiréis, señor, que os pregunte cuál es vuestro objeto al venir a Granada?      -Sabed, señor, que yo me dirijo a Tarifa a unirme con mi esposo, y he aprovechado la ocasión de venir escoltada hasta aquí por los hombres de armas del embajador de vuestro hermano.

     -¿Y desde aquí hasta Tarifa vais sin acompañamiento?      -Iré solamente acompañada de toda mi servidumbre.

     -Pues ¿y el embajador?      -Tal vez se vuelva al punto a Alconetar, en donde creo que el rey cristiano aguarda la respuesta de su mensaje al rey moro.

     -¿Sabéis si en efecto el rey permanecerá en Extremadura hasta el regreso de su embajador?      -Es posible que don Sancho no abandone la raya de Portugal, con cuyo rey parece que iba a tener una conferencia en Valencia de Alcántara.

     Don Juan pareció en extremo sorprendido de esta noticia.

     -El rey de Castilla y el de Portugal tan unidos -exclamó al fin.

     -Así es la verdad. Parece que entre ambos monarcas existe ahora la mejor armonía.

     Mientras que el infante don Juan y don Nuño de Lara departían con la hermosa dama, el embajador salió de la estancia suntuosa en donde había sido recibido, y Mohamet le otorgó el favor de que visitase los principales departamentos de su maravilloso palacio.

     El rey de Marruecos, como ya sabemos, aceptó la guerra que el rey de Castilla ni buscaba ni huía. El marroquí, pues, se retiró a un aposento, en donde se ocupó de sus proyectos, llenos de encono y de ambición.

     Mohamet, por el contrario, quiso agasajar al cristiano de tal manera, que él mismo le acompañó algún tiempo en la excursión que el enviado hizo en los mágicos recintos de la Alhambra. Allí el gallardo cristiano se creía bajo el imperio de un sueño encantador. Nunca su imaginación, por más que con sus alas de oro y fuego había intentado más de una vez el traspasar los fuertes muros de la opulenta Granada y del famoso palacio, nunca, repetimos, su imaginación había llegado a soñar las maravillas que ahora veía palpablemente.

     Era tanto más profunda la impresión que el cristiano recibía, cuanto era mayor el contraste que aquel espectáculo formaba con todo lo que hasta entonces había visto. La arquitectura gótica que hizo brotar el cristianismo, impregnada de una melancolía sublime y de una oscuridad misteriosa, parecía querer representar las selvas sombrías y sagradas de los germanos. En las majestuosas penumbras de los templos cristianos diríase que se ocultaban como entre místicas nubes de incienso todos los misterios sublimes de la ESENCIA DIVINA.

     Estas formas severas y grandiosas, a que se hallaba habituado el mensajero, eran en extremo distintas, o por mejor decir, opuestas a las de la arquitectura morisca, y más principalmente cuando se trataba de una casa de recreo, de un palacio de filigrana, de una mansión de encantadoras, semejante a aquellas que la discreta Scheherazada, para prolongar su existencia, describía al sultán Schahriar.

     Los palacios y castillos de los reyes cristianos nunca podían compararse con los de los moros. Había en aquellos, por más que alguna vez no careciesen de magnificencia, y hermosura, un cierto sello de grandeza y severidad al mismo tiempo que de belicosa rudeza, que el genio del feudalismo escribía en piedra bajo mil diversas formas, y sin abandonar nunca los escudos de armas, especie de rótulos guerreros que sólo el Blasón sabe explicar.

     Muy embebido se hallaba el cristiano en la contemplación de aquella maravillosa morada, si bien permanecieron ocultas a sus ojos muchas de sus bellezas tan admirables como recónditas.

     Las costumbres y pasiones exaltadas de los musulmanes, entre las que sobresalen más particularmente los celos y la desconfianza, no permitieron al cristiano que viese los retretes encantadores donde el rey moro tenía recatadas sus bellezas. Así, pues, no pudo examinar la sala denominada del Tocador de la reina, en la torre de Comares, desde donde se dominaba toda la Alhambra, el Generalife y la deliciosa vega. Allí, en las hermosas tardes de verano, acudían la reina y sus damas a respirar las frescas y perfumadas brisas de los vecinos cármenes y a recrear sus ojos con el magnífico espectáculo de la fértil vega y de los dos ríos que le prestan jugo y lozanía: allí las bellas moras se entregaban en las tranquilas horas del crepúsculo a los plácidos y amorosos devaneos de una imaginación juvenil y de un corazón apasionado: desde allí también solían contemplar a sus amantes cuando escaramuceaban en la vega con los campeones cristianos: allí el caballero moro ostentaba en su lanza el pendoncillo y las divisas que su amada le regalaba como un poderoso talismán que le infundía generoso aliento.

     Aparte de las habitaciones interiores, el cristiano pudo recorrer anchurosos patios embaldosados de lucientes mármoles y acotados por galerías y columnatas que sostenían arcos prodigiosamente enriquecidos de menudas labores, sutiles como el pensamiento, y entre las que se leían inscripciones árabes.

     También nuestro caballero recorrió los mágicos jardines de la Alhambra, donde los limoneros, los rosales y la albahaca y multitud de flores y arbustos odoríferos embriagaban el ambiente con sus perfumes, celestial ambrosía de la primavera.

     Después que el embajador cristiano quedó atónito de ver tantas maravillas y riquezas, que no pueden caber en breve explicación, salió de los jardines, y lo condujeron a los más suntuosos aposentos, incrustados de azulejos de vivos colores, que rivalizaban con los de las ricas techumbres de cedro, escaqueadas de oro y azul. Entre todas estas magníficas estancias, llamaban más particularmente la atención la sala denominada de Justicia, la de las dos Hermanas, y la que después llamaron de los Abencerrajes, porque entonces estos caballeros, tan valientes como pundonorosos, estaban muy ajenos de pensar que, andando el tiempo, su sangre había de enturbiar la cristalina fuente que en medio de aquel aposento agradablemente murmuraba.

     El joven caballero no pudo menos de admirar sobre todas las cosas que hasta entonces había visto el suntuoso recinto conocido aún con el nombre del Patio de los Leones. Llámase así por la fuente que hay en el centro, cuyas copas de alabastro están sostenidas por doce leones de mármol.

     Dícese que el arquitecto árabe quiso imitar en esta fuente la piscina de Salomón, o el mar de bronce sostenido por doce bueyes y fabricado para que sirviese de lavatorio a los sacerdotes de la antigua ley.

     Mohamet, que no sin orgullo había acompañado al embajador, y acaso se lisonjeaba con la idea de que el rey de Castilla envidiase sus riquezas y su Alhambra, cuando de ello le hablase el cristiano, dijo en este sitio a los servidores que le acompañaban:

     Retiraos.

Obedecieron los suyos, y entonces se quedaron solos el rey de Granada y el embajador de Castilla.

     -Nazareno, -dijo Mohamet-, aprovechemos los instantes, que son preciosos.

     -Puedes decir lo que quieras.

     Mientras que tú te ocupabas en ver mis jardines he tenido ocasión de leer la carta que me entregaste, sin que nadie me haya visto.

     -Yo te sorprendí leyéndola.

     -Quiero decir que ninguno me ha visto que pueda apercibirse de lo que se trata, ni mucho menos participárselo al rey de Marruecos.

     -¿Y crees que él no sospeche nada?      -Estoy seguro de que está muy ajeno de lo que deseamos tu señor y yo. Sin embargo, es preciso guardar la más absoluta reserva, porque de lo contrario todo se habría perdido.

     -Pero ¿acaso tú no tienes voluntad propia?      Sonrojose el rey moro.

     Después de algunos minutos de profunda reflexión, dijo con cierto acento de altivez:

     -Sabe, nazareno, que yo siempre obro por mi propio impulso; pero el tener una voluntad enérgica en nada se opone a que algunas veces (y esta es una de ellas) sea indispensable guardar el más profundo secreto.

     -Convengo en ello; pero si el rey de Marruecos sospechase que tú estabas en inteligencia con el rey don Sancho, ¿qué harías?      Al dirigir esta pregunta, el cristiano clavó una mirada escrutadora en el rey.

     Este respondió:

     -Negaría absolutamente que yo estaba de acuerdo con el monarca cristiano.

     -¿Y siendo cierto?…

     -No lo es, nazareno, -repuso vivamente Mohamet-. No es cierto que yo esté en inteligencia con don Sancho: todo se reduce a que éste me ha enviado una carta, con cuyo contenido yo puedo no estar conforme.

     El embajador conoció que no debía insistir más, pues que ya había conseguido su objeto principal, que era conocer la grande importancia que Mohamet daba al secreto en este asunto y en tales circunstancias.

     Después de algunos momentos de reflexión, el cristiano preguntó:

     -Y bien, ¿qué respuesta me das para el rey mi señor?      -Dile que estoy dispuesto a hacer alianza con él y a no romper jamás lo que pactemos. Por lo demás, asegúrale de que en todo favoreceré sus intentos, que no son otros que los míos, pues la presencia del rey de Marruecos me es también muy enojosa, y nada hay que yo desee con más anhelo que su partida.

     -Convendrá, oh poderoso Mohamet, que me satisfagas a esta observación, que no deja de ser muy importante.

     -Di cuanto quieras.

     -Supuesto que el rey de Marruecos me ha dado una respuesta tan arrogante y ha aceptado la guerra, don Sancho de Castilla, mi rey y señor, no puede menos de considerar rotas las hostilidades. Ahora bien, ¿qué harán tus soldados si don Sancho acomete al rey de Marruecos?      -¿Qué quieres que hagan? ¡Permanecerán pasivos!      -¡Pasivos! -exclamó el embajador estupefacto.

     -¿Qué te extraña?      -¿No temes que en ese caso el rey de Marruecos llegue a conocer el verdadero móvil de tu conducta? Si quieres guardar secreto, será imposible, pues que te verás obligado a pelear en compañía de las tropas marroquíes.

     -Pues no lo haré      -Y si no lo haces así, ¿qué responderás a los musulmanes cuando te pregunte por el motivo de tu inacción? Todo al fin tendrá que descubrirse.

     Mohamet pareció fuertemente impresionado por las poderosas razones emitidas por el embajador.

     Caviloso y perplejo el rey de Granada, no sabía qué resolver en este lance, supuesto que cualquiera de los caminos que a su resolución se ofrecían, estaban muy erizados de inconvenientes.

     El cristiano, viendo esta confusión, le dijo:

     -¿A qué aguardas? ¿En qué te detienes? ¿No eres tú por ventura rey soberano de Granada? Abuz-Yusuf es un huésped incómodo y peligroso. Después que entró en España, ha vivido al parecer contigo en muy buena inteligencia; pero yo quiero arrancarte la venda de los ojos, para que veas con claridad los riesgos que te amenazan. Los que ven desapasionados tu conducta, comprenden hasta qué punto es tu índole generosa y buena; empero también lamentan tu excesiva confianza, que puede costarte el trono y aun la vida. Abuz-Yusuf es ambicioso, de carácter turbulento, amigo de la guerra, valiente y experimentado caudillo.

     Al llegar aquí, el cristiano se detuvo y fijó una mirada investigadora en el monarca granadino, que estaba pálido de despecho, ya, porque creyese que debía recelar del rey de Marruecos, o ya (y esto es más probable) porque le mortificasen las alabanzas tributadas a aquel por el embajador, el cual continuó de esta manera:

     -Pues bien, cuando los príncipes cristianos vieron que, después de terminada la anterior guerra, el rey de Marruecos se retiró a tu ciudad, y supieron que está habitando tu real palacio y compartiendo tus honores y riquezas, todos temieron con harta razón que sobreviniese en tu reino algún penoso incidente… No quiero insistir más; porque sin duda alguna a tu buen ingenio se le alcanzará mucho más de lo que yo pudiera decirte. ¿Es posible, Mohamet, que en la soledad de tu aposento haya ocurrido alguna vez todo cuanto muy por encima acabo de indicarte? Abre los ojos, rey de Granada, y comprende y mira que te encuentras al borde de un precipicio.

     Quedose el monarca en extremo confuso y pensativo al escuchar semejante razonamiento.

     -Bien conoció el cristiano el efecto de sus palabras, que no dejaban de ser sinceras y con harto fundamento pronunciadas. Así, pues, se esforzó por hacer que Mohamet tomase alguna enérgica resolución conveniente a la vez para el hijo de Ben-Alhamar y para el monarca cristiano.

     -Supuesto que al fin ha de saberse, ¿por qué no tomas tu resolución para que el rey de Marruecos se ausente de Granada?      ¡Ah! ¡Eso es imposible! -exclamó el moro con acento dolorido.

     -¿Y por qué? ¿No puedes tú hasta ordenarle que inmediatamente salga de tu territorio? ¿Acaso sus soldados te lo impedirán? Conoce, Mohamet, conoce ahora que el rey de Marruecos es el verdadero rey de Granada. ¡Tú no eres más que su prisionero!      Efectivamente, nada exageraba el cristiano, pues que el rey de Marruecos, con su carácter dominante y arrebatado, había adquirido o pretendía adquirir grande ascendiente sobre el ánimo de Mohamet. Era éste un hombre de condición apacible, de educación muy esmerada, amigo y protector de las letras, cortés, agasajador y valeroso. Es cierto que su exquisita urbanidad le hacía parecer de ánimo descaecido y de voluntad poco enérgica; empero, como la experiencia acreditó, no convenía abusar de su bondad sin exponerse a la terrible explosión de los caracteres generalmente pacíficos, cuya ira es tanto más temible cuanto ha sido mayor su benevolencia.

     Mohamet, después de algunos momentos de meditación, sacudió ligeramente la cabeza con un movimiento nervioso, y se limitó a decir con tono solemne:

     -Yo no quiero la guerra, y no la liaré; pero tampoco quiero ser traidor, y no lo seré… En fin, retírate, y dile a tu señor que muy pronto recibirá, un mensajero con letras mías.

     -Está, bien, rey de Granada. ¡Dios te guarde!      Disponíase el cristiano a partir, cuando Mohamet le detuvo, diciendo:

     -Toma mi cimitarra en cambio de tu espada, que la conservaré como un recuerdo tuyo.

     El cristiano aceptó con reconocimiento aquel arma refulgente y magnífica, cuya empuñadura, toda de oro y marfil, era de inestimable precio.

     -Yo te prometo, Mohamet, que en todo tiempo, sabré servirme de este arma de una manera digna de ti, que me la das, y de mí, que la recibo. Si antes era de un rey, no por eso ahora dejará de pertenecer a un caballero.

     -Con gusto escuchaba el moro la caballeresca arrogancia del cristiano.

     -Te aconsejo, -dijo al fin el rey-, que al punto abandones la ciudad, porque muy en breve acaso esté convertida en un campo de batalla.

     -Pero ¿qué piensas hacer? Convendría que mi rey lo supiese.

     -Buen embajador ha elegido tu príncipe en tu persona.

     -Yo me intereso por saber…

     -Pues anda y no quieras saber más. Te repito que, si no estás mal con la vida, te ausentes al punto con los tuyos. ¡Alá te guarde!      Estas palabras fueron pronunciadas por Mohamet con un acento tan solemne, que el cristiano comprendió que no debía despreciar este aviso.

Capítulo XV

El milano y la paloma

     Al llegar a la puerta del palacio, el embajador encontró a su compañero, que ya le aguardaba impaciente y receloso.

     Ambos se dirigieron al kan donde habitaba la hermosa doña María, que a la sazón se hallaba departiendo con el infante don Juan y con don Nuño de Lara.

     La sorpresa de este último fue inexplicable al reconocer al mensajero, que se hallaba muy ajeno de encontrar en Granada a don Nuño, que era su deudo muy cercano.

     -¿No lo decía yo? Cuando Ordoño me dio las señas del embajador, que era un caballero de las inmediaciones de la bailía de Alconetar, dije para mi sayo: ¿si será mi sobrino don Guillén? ¡Válgame Dios, y qué hermoso mancebo te has hecho en pocos años!… Solamente te encuentro un poco pálido… Antes tenías muy buenos colores. ¿Estás enamorado?      Y así diciendo, don Nuño tendió cariñosamente los brazos a su sobrino.

     Mucho se holgó el bizarro mancebo de encontrar sano y salvo a su tío, cuya suerte ignoraba después del completo triunfo que habían obtenido las armas de don Sancho sobre los rebeldes, capitaneados por el infante don Juan. En breves razones don Guillén informó a don Nuño de cómo la casualidad de haber ido el rey a morar algunos días a la Encomienda de Alconetar había sido la causa de que don Sancho lo eligiese de mensajero para hacer saber su voluntad a los monarcas musulmanes.

     -Señora, -añadió el joven, dirigiéndose a doña María-, con harto pesar mío os anuncio que no podéis tomar aquí ningún descanso.

     -¿Pues qué sucede?      -Acaso a vosotros pueda importaros lo que voy a deciros, -añadió don Guillén, volviéndose hacia don Nuño y el infante.

     -Decid, decid.

     -Yo he dispuesto, partir al punto de Granada sin la menor dilación, porque es muy posible que dentro de breves instantes se halle convertida esta ciudad en un campo de batalla.

     -¡Es posible!      -Así me lo ha asegurado quien tiene muchos motivos para saberlo.

     -¡Hijo mío! -exclamó la dama estremeciéndose de terror.

     -No hay tiempo que perder, señora.

     -Al punto voy a dar mis órdenes para partir.

     Grande sorpresa causó esta alarmante noticia en todos los presentes; pero con más particularidad en la desdichada madre, que en todas partes veía peligros para su amado hijo.

     Inmediatamente doña María salió de la estancia para dar las órdenes a las gentes de su servidumbre, a fin de que dispusiesen todo lo necesario para su pronta partida.

     -¿Y adónde te diriges con tu escolta? -preguntó don Nuño.

     -A Tarifa, señor, -repuso don Guillén.

     -El cielo os libre de algún mal tropiezo.

     -Yo pienso acompañar a doña María por las sendas más extraviadas, porque mi gente es poca, y ya desde este momento deben considerarse rotas las hostilidades entre moros y cristianos.

     -¿Y crees que efectivamente haya peligro en esta ciudad?      -Para vosotros tal vez no. Ese hábito que vestís acaso os ponga a cubierto de toda agresión, al menos entre los musulmanes.

     Don Guillén pronunció estas palabras con un cierto acento en que pudo leerse una reconvención. En efecto, ni para don Nuño era muy decoroso, ni menos para el infante, el usar el traje de los enemigos más implacables, no sólo de su patria, sino también de su Dios.

     El joven embajador hizo una profunda reverencia al infante, y volviéndose a don Nuño, le abrazó tiernamente, y se despidió seguido de su inseparable y cariñoso amigo Álvaro del Olmo.

     Pocos momentos después la pequeña partida de los cristianos con su capitán al frente se hallaba formada en la puerta del kan donde habitaba doña María.

     Entretanto el infante y don Nuño no dejaban de comentar la terrible noticia que les había dado don Guillén.

     -¿Y qué resolución pensáis tomar? -preguntó la dama.

     El infante se detuvo algunos minutos, pero al fin respondió:

     -Señora, vacilo entre varios intentos, y a la verdad que no sé qué partido adoptar en tan críticas circunstancias.

     -Tal vez convendría, -dijo don Nuño-, que nos marchásemos a Aragón o a Portugal; siempre es mejor vivir entre cristianos que no entre estos perros.

     -No me parece mal consejo; yo, por mi parte, preferiría mejor a Portugal.

     -¿Y si por ventura nos sucede allí algún percance? ¿No habéis oído que ambos monarcas, el de Portugal y el de Castilla, están muy unidos?      -También Mohamet trata de ser aliado de mi hermano. En todas partes es fácil que haya espías y traidores; pero el rey don Dionís es amigo particular mío, es además un cumplido caballero, y nada importa que esté en buena inteligencia con don Sancho para que también se muestre con nosotros atento y hospitalario.

     -Efectivamente, señor, yo así lo creo, -dijo doña María-. Don Dionís es un dechado de nobleza, y jamás puede abrigar en su pecho una traición.

     -Señora, -repuso galantemente don Nuño-, desde luego me doy por vencido al escuchar vuestra opinión, y mucho más recordando que don Dionís de Portugal es pariente de vuestro esposo, mi noble amigo don Alonso Pérez; y a fe que si el monarca portugués se asemeja algo, por poco que sea, a vuestro esposo, que debe de ser un espejo de caballería.

     -Mucho os agradezco, señor don Nuño, la alta opinión que de mi amado esposo y señor tenéis; opinión que yo creo bien merecida, y que es una de las cosas que causan mi felicidad, porque una dama participa en cierta manera del mérito y la gloria de su esposo.

     Y así diciendo, los ojos de la hermosa y noble matrona brillaban de entusiasmo y de ternura.

     El infante se esforzaba por aparecer tranquilo y ocultar su sonrojo, porque en su interior no podía menos de reconocer la incontestable superioridad del esposo de la mujer a quien amaba, pero con un amor rastrero.

     Afectaba no tomar parte en esta conversación, ocupándose en acariciar al travieso niño, que, lleno de la vivacidad y gracia de sus infantiles años, jugueteaba con don Juan y examinaba con cierta familiaridad su traje morisco y la rica empuñadura de su cimitarra damasquina.

     Ya se disponía la noble señora a partir, y se hallaba despidiéndose del infante y de don Nuño, cuando súbito presentose un paje, diciendo:

     -Señora, mucho siento interrumpiros, pero ha llegado un escudero de don Diego de Guzmán, que con mucha urgencia desea hablaros.

     -Que entre al punto.

     El escudero entró todo cubierto de polvo y en traje de camino.

     -¡Señora mía! permitidme que bese vuestras manos, -dijo el recién llegado inclinándose respetuosamente.

     -¡Alfonso! ¿Qué traes de bueno por aquí?      -Señora, en vano he procurado alcanzaros en el camino, por más que he espoleado sin compasión a mi cuartago morcillo y corredor más que un galgo. Mi señor don Diego de Guzmán me envía a vos para que os entregue esta carta.

     Y así diciendo, el llamado Alfonso sacó de una bolsita de cuero la epístola, que puso en manos de doña María.

     -Si vuesa merced me lo permite, yo desearía partir al punto, señora.

     -¿No aguardas la contestación?      -Parece que no tenéis nada que contestar, según me dijo mi señor don Diego de Guzmán.

     -¿Y adónde caminas con tanta diligencia?      -A Córdoba, señora, y después a Montalbán, a Palma y a Sevilla, adonde necesito ir a toda priesa para entregar ciertos pliegos a los comendadores y alcaides de las bailías y castillos.

     -Supuesto que tanta es la presura con que vienes, parte cuando quieras, y Dios te lleve con bien al término de tu viaje.

     -Mil gracias, señora, y os deseo la misma buena suerte.

     Rápido como un relámpago despidiose el armiguero, dejando a todos confusos y cavilosos, y haciendo mil suposiciones y comentarios acerca de aquella carta y de aquellos pliegos que con tanta urgencia debían comunicarse a los Templarios de Andalucía.

     Desde luego se comprende que era un absurdo el darle el mismo origen y causa a la epístola que a los pliegos, pues naturalmente debían tratar de cosas harto diversas.

     La discreta señora, conociendo de cuánta importancia puede ser algunas veces la lectura de un papel, contúvose en presencia de aquellos caballeros, por más que su impaciencia fuese grandísima e irresistible su curiosidad. Al fin la dama demostró que lo era, no siendo dueña de aguardar por más tiempo a leer la carta de su cuñado.

     Pedida la venia de los circunstantes, púsose a leer, resuelta a no demostrar por su semblante ni por ningún otro signo exterior nada que pudiese dar luz a los presentes acerca del contenido de la epístola, en el caso de que tratase de asuntos reservados.

     A medida que doña María adelantaba en su lectura, la más espantosa palidez íbase difundiendo por su bello semblante, hasta que, por último, dejó caer la carta y un prolongado sollozo agitó su delicado seno.

     Todos los presentes se miraron confusos y aterrados, imaginando que muy crueles nuevas debía contener aquella malaventurada epístola.

     El infante don Juan, mas que ningún otro, anhelaba vivamente profundizar aquel enigma, no tanto por la ternura y compasión que le inspirase la dama, cuanto por el interés que tenía en averiguar los sucesos de Castilla, sucesos que sabía utilizar maravillosamente, relacionándolos con sus intereses propios y con sus cortesanas intrigas.

     -Señora, -preguntó afectando un tono patético-, ¿no os dignaréis manifestarnos el motivo del súbito pesar que os aqueja, trasmitido sin duda por esa carta, en hora menguada venida?      Doña María sólo podía responder con sollozos.

     Cuando la hermosa dama comenzó a dar tales muestras de desconsuelo, el agraciado niño precipitose en brazos de su madre, besándola con sin igual ternura, como si el rapaz quisiese enjugar con sus rosados labios las lágrimas maternales.

     -¡Madre mía! ¿Por qué lloras? ¡Ah! ¿No me escuchas? ¿Qué pena te aflige, estando yo contigo? Vamos, no llores, porque si no… me vas a hacer llorar a mí también.

     Y esto diciendo, el amable niño mimaba y acariciaba a su tierna madre, a la vez sonriéndose y llorando.

     -¡Hijo de mi alma! -exclamó la dama estrechando a su hijo con un arrebato tan tierno y apasionado, que casi rayaba en religioso. Los ojos de la triste madre en aquel momento revelaban a la vez una ternura infinita, un dolor inmenso y una ferviente plegaria. ¡Oh emoción divina del augusto carácter maternal! Sólo el santo fuego de este amor purísimo puede comunicar a una mirada una expresión tan múltiple como inefable.

     Todos contemplaban enternecidos esta escena tan patética como sencilla y frecuente.

     El infante, sin embargo, no olvidaba su negocio, pues para aquel corazón corrompido y abyecto nada significaban los sentimientos nobles y delicados.

     Así es que, aguijado por la curiosidad más bien que por ninguna otra causa, volvió a preguntar:

     -Pero ¿qué mala nueva habéis recibido? ¿Acaso… no puede saberse?      -¡Ah señor! -exclamó la dolorida dama-. Bien mirado, no es la que me aqueja ninguna tan grande y espantosa desgracia, que sea del todo irremediable; pero sin duda alguna, para el corazón de una madre es la más cruel de todas.

     -¿Pues qué sucede?      -¿Tiene algo que ver con vuestro hijo esa noticia fatal?      -¡Ay, señores! Conozco, no que es una debilidad, sino que de tal la reputaréis vosotros, cuando os diga el motivo de mi aflicción. Ya ha tenido lugar la entrevista de que os he hablado entre el rey de Castilla y el de Portugal; y como el comendador don Diego de Guzmán es deudo muy cercano de don Dionís, éste, muy prendado de las gracias de mi hijo, al cual tiene mucho afecto, porque nos dispensó la honra de ser su padrino, ha manifestado los más vivos deseos de llevarse a su ahijado para educarle en la corte de Portugal. No es esta la primera vez que el monarca ha tenido la bondad de mostrarse tan en extremo propicio para con nosotros, habiéndole escrito a mi esposo en varias ocasiones acerca de este mismo asunto pero se había ido dilatando de día en día el enviar a mi hijo, a causa de sus pocos años. Ya comprenderéis, señores, que por una parte esta exigencia de don Dionís nos es sumamente lisonjera y honorífica; pero por otra es también en extremo dolorosa. Nunca hasta hoy he conocido lo cruel de esta separación, pues debéis saber que lo que la carta me anuncia es que mi hijo debe partir al punto para Portugal; y no hay remedio, porque don Diego de Guzmán ha ofrecido a su ilustre pariente que su ahijado esta vez no dejará de ser enviado a su corte.

     -¡Madre mía! -exclamó el adolescente-. Mucho siento dejarte; pero los hombres deben acostumbrarse a vivir lejos de las personas que bien quieren, cuando su honor se lo manda. ¿No ha vivido mi padre mucho tiempo ausente de nosotros en Tarifa? Pues bien: del mismo modo, madre mía, yo tendré valor bastante para soportar esta separación cruel; pero ya que así lo quiere mi padrino, a quien yo mucho deseo servir, aceptemos con resignación esta ausencia, que ahora parece un contratiempo, pero que algún día podrá sernos útil a todos. Vos, no te aflijas, querida madre: yo deseo ardientemente hacerme digno del favor del rey de Portugal, y ser armado caballero, para que mi espada brille en los combates siempre vencedora y leal, como es costumbre entre los Guzmanes… Aunque niño, me encuentro ya en los umbrales de la adolescencia, y muchos de mi edad ya han acompañado a sus padres en las batallas… No te rías de mis fieros… No parece sino que ignoras cuán bien sé manejar un caballo y una espada. ¿No es verdad que ya soy un hombre? ¡Como que pronto, en el mes que viene, voy a cumplir trece años! Ya levanto a pulso una lanza cogida por el cuento, y estoy más crecido que todos mis compañeros… ¿No te acuerdas que a mi primo Manrique le aventajo en estatura más de medio palmo?¡Y eso que él es dos años mayor que yo!      Y así diciendo, el tierno joven se ponía de puntillas y tomaba una actitud guerrera, pero con una gracia y sencillez encantadoras.

     La noble matrona escuchaba con una complacencia que sólo las madres pueden comprender el generoso ardimiento y los gérmenes de virtud y de heroísmo que encerraba en su seno aquella flor lozana que tan sazonados frutos prometía.

     De repente un brillo siniestro iluminó los ojos del infante. Acababa en aquel momento de concebir un proyecto horrible.

     El mismo Satanás con su inmunda boca sopló en torno de la frente del malvado e infundió en su espíritu un pensamiento infernal. El pérfido y cobarde disimulo prestó a los pálidos labios del infante su sonrisa más seductora, haciéndole decir con meloso acento:

     -Señora, supuesto que, como hemos dicho hace poco, estamos resueltos a salir al punto de Granada y buscar un asilo en la corte de Portugal, desde ahora nos ofrecemos a conducir allá bueno y salvo a vuestro hijo, cuyas gracias tanto interés me inspiran, y…

     -Y yo os digo que iré muy contento en vuestra compañía, señor don Juan, -interrumpió batiendo palmas de gozo el joven don Pedro de Guzmán.

     -Efectivamente, es una casualidad providencial que nos hayamos encontrado en esta ciudad, -dijo doña María.

     -Si os parece que podéis contar con nuestra sincera adhesión, -dijo don Nuño-, desde luego estamos dispuestos a partir para Portugal hoy mismo; y yo, señora, os juro por lo más sagrado que nunca tendréis que arrepentiros de haber puesto en nosotros toda vuestra confianza.

     La infeliz señora dio crédito a las protestas que también le hizo el infante don Juan acerca de la seguridad de su hijo, por la cual decía estaba dispuesto a sacrificar su vida.

     En brevísimos instantes doña María salió de Granada para Tarifa, después de haberse despedido muy tiernamente de su amado hijo, a quien había encomendado a la nobleza y lealtad de aquellos dos caballeros.

     La desdichada madre no podía soñar siquiera que un infante de Castilla procediese para con ella con la misma crueldad que el carnívoro milano persigue a la cándida paloma.

Capítulo XVI

El caballero de la muerte

     Nos hallamos en la cumbre del monte donde tenía su morada el misterioso personaje a quien hasta ahora sólo conocemos con el nombre de «fantasma blanco», a causa de que usaba el hábito de la orden del Templo.

     Sin duda el lector recordará que en aquel sitio convinieron el Templario y el trovador en tener algunas entrevistas para concertar los medios de llevar a cabo sus planes de venganza respecto a Castiglione.

     El Templario, sentado junto a las ruinas de la ermita, que iluminaban los rayos del sol poniente, contemplaba con una expresión de inefable ternura al joven armiguero.

     -Y bien, -preguntó éste-, ¿qué teníais que decirme?      -Quiero que, desde mañana tengáis prevenidos algunos instrumentos en la bailía de Alconetar, de modo que te sea fácil sacarlos del lugar en que los tengas ocultos. ¿Puedes tú llenar este encargo?      -Perfectamente.

     -Pues bien, mañana compras una palanqueta y un pico, y los ocultarás en la huerta o en algún otro lugar en que dichos instrumentos estén a mano.

     -Descuidad, señor, que seréis obedecido.

     El trovador permaneció algunos momentos cabizbajo y meditabundo.

     Al fin se atrevió a preguntar:

     -¿Y no me queréis decir para qué servirán esos instrumentos?      -Para libertar al más desgraciado de los hombres, que hace más de quince años que gime emparedado.

     -¡Emparedado!      -En el subterráneo de la torre donde habita Castiglione.

     -¡Qué horror! ¿Y quién es ese hombre?      -Ya te lo diré a su tiempo.

     -¿Me permitiréis que os haga una pregunta?      -Di lo que quieras.

     -¿Cómo no habéis intentado libertar a ese hombre mucho tiempo antes?      -Porque hace muy pocos meses que he sabido que allí gemía ese desgraciado.

     -Yo no hubiera podido retardar ni un solo instante la libertad de ese infeliz prisionero.

     -Yo no sufro reconvenciones de nadie, -dijo gravemente el Templario.

     -Señor… perdonad…

     -Sin embargo, te diré la causa de no haberlo sacado de su horrorosa prisión al día siguiente de haber descubierto que se hallaba emparedado en el subterráneo.

     Jimeno redobló su atención para escuchar las palabras del misterioso personaje, que continuó:

     -En primer lugar, era preciso valerse de otras personas, para que, aprovechando las últimas horas de la noche, hundiesen el muro que encierra al prisionero, y no me era posible encontrar hombres de toda mi confianza. En segundo lugar, yo no había conocido hasta hace muy pocos días que el infeliz emparedado es una de las personas a quienes tú y yo debemos tratar con la mayor ternura y con el más profundo respeto.

     -¡Es posible!      -No pasará mucho tiempo sin que te convenzas de la verdad de lo que acabo de manifestarte. De todas maneras, yo pensaba en sacar al triste emparedado de la tumba anticipada en que le ha sumido la crueldad de Castiglione; pero ahora que conozco personalmente a la víctima, es un deber sagrado el que me obliga a salvarle o a morir en la demanda.

     El trovador tuvo necesidad de hacer un esfuerzo heroico sobre sí mismo para no dirigir un torrente de preguntas al misterioso Templario; pero al fin logró dominarse y sólo se limitó a decir:

     -En verdad, señor, que no acierto a comprender cómo habéis llegado a averiguar que se hallaba ese prisionero en el subterráneo de la torre.

     -Sin duda que te parecerá extraño, y con mucha razón, que yo haya sorprendido semejante secreto.

     El misterioso Templario exhaló un profundo suspiro, como si un doloroso recuerdo le atormentase.

     Luego continuó con voz dulce y triste:

     -Has de saber, amado Jimeno, que una causa tan poderosa como lamentable me obligó hace pocos meses a penetrar por el subterráneo para subir al aposento de Castiglione y dejarle una carta, en la cual le comunicaba que la mujer de quien estaba enamorado era su hija.

     -¡Su hija! -repitió el trovador lleno de asombro.

     -Sí, Jimeno, -respondió el Templario asiendo al joven convulsivamente del brazo; -ese hombre es un aborto del infierno; pero… dejemos ahora este nuevo crimen de Castiglione. Baste decirte que, habiendo penetrado en el subterráneo a las altas horas de la noche, divisé al infame verdugo de tu familia que se encaminaba lentamente hacia el extremo del tenebroso recinto, donde había un tugurio y una rejilla. Castiglione con áspera voz llamó al infeliz que allí gemía enterrado vivo, y le dejó colgado de la reja un cesto con algunas provisiones. Apenas el bárbaro carcelero hubo desaparecido, salí yo de mi escondite y le anuncié al triste emparedado que muy pronto sonaría la hora de su libertad.

     -¿Y no le preguntasteis quién era?      -No me importaba saber su nombre, a lo menos así lo creía. Sólo pensé que allí gemía un desgraciado que necesitaba mi auxilio, e inmediatamente traté de buscar los medios de sacarlo de aquella prisión inmunda y horrorosa. Por otra parte, aquella noche no me sobraba el tiempo para entretenerme en preguntas inútiles. Así, pues, me alejé rápidamente para poner mi carta en sitio donde pudiese verla Castiglione.

     -Lo más extraño del caso es que vos hayáis podido entrar en los subterráneos de la torre del Tesoro, -dijo el trovador mirando fijamente al Templario.

     Sin duda en la mirada de Jimeno pudo leerse algo de incredulidad ofensiva al misterioso personaje, que dijo con voz desdeñosa:

     -¿Por ventura no me has visto penetrar en la casa de la Encomienda?      -Sí, señor; pero los subterráneos de la Encomienda no están guardados como los de la torre del Tesoro. Además, -continuó el armiguero-, se dice que, sólo Castiglione, el comendador y el maestre de Castilla son los únicos que saben las entradas y salidas subterráneas de las minas de la torre.

     -Y añade a todo eso, -dijo con mucha calma el Templario-, añade a todo eso que un formidable león guarda la entrada del sitio donde están las joyas de más estima.

     Jimeno clavó una mirada de admiración en el Templario.

     -¿Y os habéis atrevido a pasar por esos sitios? -preguntó.

     -Cualquiera que pasase por allí sería despedazado por el fiero león; pero Castiglione y yo podemos pasar a todas horas impunemente.

     -¿Acaso habéis domesticado a la fiera?      -Me hace caricias y me lame las manos como si fuese un perro.

     -Señor, -dijo el armiguero estupefacto-, cada vez me convenzo más y más de que sois un hombre extraordinario, y que para vos no hay nada imposible. ¿Quién ha podido revelaros las entradas secretas de la torre del Tesoro, y cómo habéis conseguido amansar la fiereza del león?      -Hace muchos años que yo vivía muy familiarmente con Castiglione, habiendo consentido más de una vez que yo le acompañase por los dilatados tránsitos de los subterráneos de la torre. ¡Ay de mí! ¡Cómo vuelan los años!… En una noche memorable quiso la divina Providencia que yo encontrase el secreto de la puerta del subterráneo…

     -Pero ¿quién sois? -preguntó de pronto Jimeno.

     -¡Algún día lo sabrás!      -¡Tened piedad de mí! ¿Acaso sois mi padre? El corazón me dice…

     -El corazón te engaña, -interrumpió el Templario, haciendo un gran esfuerzo sobre sí mismo.

     El armiguero suspiró tristemente, como si se viese obligado a desechar de su alma un hermoso pensamiento.

     El misterioso personaje anudó su interrumpido relato      Por lo demás, -dijo-, he logrado amansar al león haciéndole caricias y llevándole por espacio de muchos días grandes trozos de carne fresca de cordero. Ahora bien; tú eres el único hombre de quien me fío para que me ayude a libertar al infeliz emparedado. ¿Estás dispuesto a servirme en esta noble empresa?      -Estoy dispuesto a serviros en cuerpo y alma.

     -Pues te repito que en el día de mañana compre las herramientas necesarias para llevar a cabo nuestro intento.

     Y así diciendo, el Templario entregó al trovador una bolsa bien repleta de oro.

     -No necesito dinero para comprar los instrumentos que me habéis dicho, -repuso con cierta altivez el trovador.

     -Haz lo que mejor te parezca, -dijo el Templario guardando su oro-. No hemos de reñir por cosas de tan poca importancia.

     -¿Y en dónde nos hemos de ver?      -Yo iré a buscarte a la Encomienda.

     -¿Cuándo?      -No te puedo decir ni el día ni la hora, porque yo mismo ignoro todavía el momento en que será posible y conveniente dar el golpe; mas descuida, que yo sabré buscarte cuando te necesite.

     -¡Oh! -exclamó el armiguero-. ¡Con cuánta impaciencia espero el día en que el malvado Castiglione comience a sentir el peso de nuestra implacable venganza.

     -Puedes estar seguro de que serán tales y tan crueles sus torturas, que le valiera más no haber nacido; pero mientras llegue la hora… ¡Sigilo y astucia!      El sol ya se ocultaba en Occidente, y el trovador necesitaba estar en la Encomienda a una hora fija para no hacer falta a su servicio, por cuya razón el armiguero despidiose del Templario y encaminose rápidamente hacia Alconetar.

     Apenas el trovador había desaparecido por la senda que conducía al valle, cuando súbito salió de entre las ruinas un personaje envuelto en un cumplido sayo negro.

     Aquel hombre, de extraordinaria estatura, se adelantó hacia el fantasma blanco lenta y misteriosamente.

     El Templario le miraba atónito.

     -¡Si fuera él! -exclamó aterrado.

     El aparecido le contestó con una carcajada.

     -A fe, -dijo-, que sois en demasía cándidos, vosotros que habéis jurado venganza a un hombre cruel y astuto.

     -Pero… ¿Quién sois?      -Me alegro mucho de saber que estáis tan dispuestos a satisfacer vuestro encono en Castiglione.

     -¡Vos le conocéis!      -Como a mí mismo.

     Los ojos del Templario lanzaron un brillo siniestro y desenvainó el puñal, que llevaba debajo del manto.      -Vamos, venerable cenobita, ¿pensáis ahora en cometer un homicidio?      Y esto diciendo, el encubierto personaje no quitaba ojo al Templario, en cuyo movimiento se había notado harto claramente su intención de acometer al importuno, el cual, sin embargo, no parecía inquietarse demasiado por la actitud hostil del habitante de las ruinas.

     -Deben de estar de acuerdo vuestras palabras con vuestros hechos.

     -¿Qué queréis decir?      -Que aconsejáis la astucia, y luego sois muy poco cauto para ocultar vuestros deseos de asesinarme. Vamos, dejad ese puñal, pacífico ermitaño.

     -¿Habéis oído?…

     -Todo, todo..

     -¡Ira de Dios! ¡Toma, insensato!      Y el Templario descargó una furiosa puñalada en el pecho del misterioso personaje, que, impasible o inmóvil, comenzó a reírse de una manera satánica.

     El incógnito llevaba debajo del sayo su armadura, contra la cual rebotó el puñal como contra una peña.

     -¿Por quién me habéis tomado? -preguntó riendo el semigigante.

     -¡Oh!… ¡Este… no es él!… Ni su voz, ni su estatura… Perdonad, caballero… Me he dejado arrebatar con sobrada ligereza de un movimiento de furor…

     -Estáis perdonado; pero no puedo menos de reconveniros por vuestra poca prudencia, que, según parece, sólo la tenéis en la lengua, mas no en las acciones. ¿Qué hubiera sido de vuestro rencor si por ventura yo hubiese sido Castiglione? De un solo golpe, a no venir él, como yo, armado, habríais concluido con el más delicioso de los placeres para un corazón que odia, el placer de la venganza.

     -¡Oh! -exclamó el fantasma blanco-, dadme vuestra mano, caballero, porque nosotros debemos ser amigos; vuestra alma está templada como la mía. ¡Cuán bien se conoce que vos sabéis aborrecer!      -No os engañáis, y para mayor satisfacción vuestra, os digo que aborrezco precisamente a la misma persona que vos, al infame Castiglione.

     -¡De veras!      -Ya veis que no es posible sino que nos entendamos perfectamente, por la misma razón de que vuestro implacable enemigo lo es también mío.

     -Desde luego podéis contar con toda mi adhesión.

     -Y yo os la ofrezco con toda sinceridad.

     -Pero desearía que me dijeseis quién sois.

     -Un extranjero.

     -Según vuestro acento, parecéis italiano.

     -Justamente.

     -¿Y de qué parte de Italia sois, puede saberse?      -De Calabria.

     -¡Compatriota de Castiglione!      -Por mi desdicha.

     -Vuestra historia debe de ser muy interesante.

     -Muy lamentable.

     -¿Y cómo os encontráis en este sitio?      -Porque mi ángel malo me ha conducido a él.

     -Enigmático y lúgubre estáis.

     -Mi venida aquí esta noche había sido con un objeto muy distinto; pero la conversación que os he escuchado ha vuelto a despertar en mi pecho todos los rencores que ya el tiempo había adormecido. No parece sino que vuestro aliento, que respira venganza, ha infundido en mi corazón la misma sed insaciable que os devora.

     -Sentaos, caballero, -dijo el Templario.

     -Seguiré vuestro consejo.

     El Templario se puso a examinar más de cerca y con mayor detenimiento al extraño personaje que le había causado una impresión profunda.

     De pronto el Templario exclamó:

     -¡Ah! Ya os conozco, al menos de reputación.

     -No es extraño, soy más conocido en Castilla que en mi patria.

     -Como usáis una divisa tan singular…

     -Y tan terrible al mismo tiempo…

     -Sin duda. ¿Y cuál era vuestro objeto al venir aquí? ¿Acaso me buscabais? A fe que ha sido grande vuestra osadía, porque muy pocos se atreven a penetrar en este recinto, del cual se cuentan en esta comarca las cosas más estupendas.

     -Ya comprenderéis que yo me encuentro por cima de las preocupaciones del vulgo, y que no es fácil que yo crea en tales hablillas.

     -Lo comprendo muy bien, caballero.

     -Por lo demás, es cierto que os buscaba, si bien me hallaba muy distante de encontrarme con un enemigo de Castiglione, que equivale a decir, con un amigo mío.

     -¿Y en qué puedo yo complaceros?      -Ya en nada de lo que antes pensaba consultaros.

     -¿Cómo así?      -Sin embargo, no por eso he perdido el viaje. Podré ayudaros mucho.

     -¿Para qué?      -Para llevar a cabo vuestra venganza, -dijo el caballero en voz muy baja.

     -No he entendido bien lo que habéis dicho.

     -Es preciso usar de muchas precauciones.

     -En efecto, todas las medidas que puedan tomarse parecen pocas y suelen ser insuficientes.

     -Como en esta ocasión ha sido inútil vuestra prudencia, estando el joven que se ha marchado en este sitio, en donde probablemente creíais que nadie podía escucharos.

     -Tenéis mucha razón, y no acabo de admirarme de tan extraña coincidencia.

     -Ahora os lo explicaré todo.

     Y el caballero se levantó y comenzó a escudriñar en torno suyo con una minuciosidad notable.

     El Templario también le imitó, y cuando ambos se hubieron convencido de que nadie podía escucharlos, el caballero del sayo negro dijo.

     -¿No creéis que si vosotros hubieseis hecho lo mismo que acabamos de hacer, nadie habría sorprendido vuestro coloquio?      -Sin duda alguna, caballero. Es preciso convenir en que sois mucho más prudente que yo he sido esta noche.

     -Ahora bien, deseáis saber por qué causa me encuentro en este apartado recinto, y voy a complaceros.

     -Me holgaré mucho de escuchar vuestra historia.

     El caballero, exhalando un profundísimo suspiro, comenzó su relato de la siguiente manera:

     -Hubo un tiempo en que mi vida se deslizaba tranquila y apacible como el manso arroyuelo que serpentea entre las flores, como la serena alborada de un hermoso día de primavera. ¡Ay! ¡No puedo recordar aquella edad dichosa sin que la más cruel amargura destroce mi corazón. Yo entonces era inocente como la cándida paloma y feliz como nuestros primeros padres en el paraíso antes de su fatal caída. También por mi desdicha, también yo caí desde la luminosa altura de una conciencia tranquila al horroroso abismo de crímenes sin cuento. Yo creía en Dios, en la virtud, en la amistad, en el amor, en la gloria, en todo lo grande, generoso y sublime que existe sobre la tierra. ¡Oh, delicioso aroma de la brillante flor de la juventud! Abriste tu hermoso cáliz al fúlgido sol de la mañana; pero a la tarde soplaron los rudos aquilones y caíste tronchada en el cieno. Mis ilusiones más queridas, ¡ay! fueron arrancadas de mi alma como las amarillentas hojas de los árboles que arrebata el ronco vendaval en las sombrías tardes del otoño. En aquel tiempo feliz, casi todas mis nobles aspiraciones podían satisfacerse, porque estaban a mi disposición todos los medios materiales con que entre los hombres se realizan muchos de nuestros deseos, porque ni aun la generosidad ni el afán de hacer el bien sirven de nada sin las condiciones necesarias, sin las riquezas. Villas y castillos que poseía mi padre habían dado en la Calabria una grande importancia a mi familia, que era de las más distinguidas del país. Mi buen padre, conociendo la generosa índole de mi corazón y el fondo de ternura y de compasión que yo abrigaba para todos los desgraciados, no quiso nunca escasearme los medios para que espléndidamente pudiese satisfacer mis instintos de prodigalidad, que eran grandes y nobles, porque se dirigían a enjugar las lágrimas del infortunio.

     -¡Ah! Si el hombre puede considerar las riquezas como un bien, es tan solamente porque le proporcionan la inefable dicha de ser útil a sus semejantes, repartiendo con mano benéfica lo que le ha dado el constante dispensador de todos los beneficios para que, como sabio y fiel depositario de ellos, sepa repartirlos discretamente.

     -No digo yo por mi parte que siempre hiciese noble uso de mis riquezas; alguna vez me dejé seducir por las fascinaciones del mundo y por las apariencias frecuentemente engañosas de muchas personas que sólo debían a su propia culpa su estado lamentable… Así pasaron los primeros años de mi juventud, hasta que, aguijado por un vehementísimo deseo de correr tierras, pedí permiso a mi buen padre para que consintiese en que me ausentase de mi patria. La fama gloriosa de los paladines de Castilla había llegado hasta Italia, y yo ardía en deseos de ilustrar mi nombre peleando contra los moros, enemigos de nuestra religión. Quince años estuve ausente, y cuando volví, nadie en mi patria me conocía. Entonces experimenté todas las angustias de la pobreza y de la oscuridad, yo, que estaba acostumbrado al brillo de las riquezas y a los lisonjeros homenajes de la gloria.

     -¿Y cómo así? ¿Qué se hicieron vuestras villas y castillos?      -Ahí es donde entra la perfidia y villanía de Castiglione. Este hombre infernal estaba entonces en una casa de Templarios inmediata al castillo donde habitualmente residía mi anciano padre… ¡Oh! Es tan cruel la pena que se apodera de mi alma siempre que recuerdo tan lamentable tragedia, que el llanto se agolpa a mis ojos y quisiera arrancarme la memoria. Baste deciros en dos palabras que Castiglione, valiéndose de unas cartas fingidas con infernal astucia, hizo creer a mi padre que yo había muerto, y consiguió, por último, que todos los bienes que de derecho me pertenecían pasasen a la orden de los Templarios.

     -¡Qué infamia! Ese es su crimen habitual, la codicia le devora; pero, cosa extraña, es la codicia en favor de su orden. ¿Y qué acaeció cuando volvisteis a vuestro país?      -¿Qué había de suceder? Mi fisonomía había variado tan notablemente y mi estatura se había acrecentado de una manera tan prodigiosa, que yo mismo no podía menos de reconocer la dificultad de que me tuviesen por el mismo que quince años antes había partido del techo paterno. En resolución, debo deciros que cuantas instancias practiqué para que me restituyesen todos mis bienes fueron inútiles.

     -¡Qué horrible injusticia!      -Sumido en la pobreza y llena el alma de hiel por la infamia de los hombres, me dejé arrastrar por mis pasiones turbulentas, pensando hallar ¡desdichado! la tranquilidad que me faltaba arrojándome a cierraojos por la rápida pendiente de todos los vicios.

     El caballero suspiró profundamente, como si un doloroso recuerdo torturase su corazón.

     Luego continuó después de algunos momentos de silencio:

     -¡Ay! Desde entonces datan todas mis aflicciones, mis crímenes, mis remordimientos. Un destino cruel e implacable pesa sobre mí…

     -Pero ¿es posible que nada pudieseis alcanzar de los Templarios? ¿Tan apegados estaban a las riquezas, que ni una compensación siquiera ofrecieron de algún modo a vuestros sufrimientos?      -Eso habría sido confesar que ellos me habían despojado de mis bienes, y los Templarios, o por mejor decir, el villano Castiglione sabía muy bien lo que tenía que hacer para no comprometer a la orden y para que su ruin codicia produjese en mi espíritu altanero todas las angustias de la pobreza y de la desesperación. Inútilmente demandé a los Templarios ante los tribunales…

     -¡Inútilmente, decís! ¿No pudisteis probar su injusticia?      -Al contrario, estuve a punto de ser degollado por impostor.

     -¡Qué horror! ¿Es posible?      -Los Templarios presentaron un testamento de mi padre, por el cual éste dejaba a la orden todos sus bienes.

     -¡Una falsificación!      -Nada de eso; el testamento era válido, y estaba en realidad dictado por mi difunto padre.

     -¿Pues cómo?      -Ya os he dicho que Castiglione había hecho creer a mi padre que yo había muerto, cuya noticia supo confirmar por medio de unas cartas supuestas. De este modo mi padre cayó en el lazo que le habían tendido, dejando a su fallecimiento todos sus bienes a los Templarios… Pero lo que sin duda os causará tanta admiración como horror es saber que mi padre murió envenenado por Castiglione, el cual, impaciente por adquirir tantas riquezas, o acaso temeroso de que yo volviese a mi país inesperadamente, se aventuró a cometer tan espantoso crimen. Todo esto lo supe yo después de algunos años por un antiguo criado de mi padre, que había tenido la debilidad de consentir en administrar el tósigo al autor de mis días. Por orden de Castiglione yo fui encarcelado en una solitaria torre; y como ya existían entre ellos, es decir, entre ese infame asesino y el criado de mi casa horribles vínculos de complicidad, el antiguo servidor fue quien mereció la confianza de Castiglione para que fuese mi carcelero. Este, sin embargo, no estaba dotado del temple ferozmente incontrastable que distingue a ese tuerto infernal, y acosado por los remordimientos, deseaba lavar algún tanto su crimen, dando la libertad al hijo de su buen señor, ya que a éste lo había envenenado. Castiglione abrigaba hacia mí los mismos proyectos, y me preparaba un fin idéntico al de mi anciano padre.

     -Si yo no conociera a ese maldito calabrés, creería que me exagerabais su maldad inaudita.

     -Para llevar a cabo su odioso intento, contaba también con la cooperación de mi carcelero; mas esta vez no fueron secundados sus deseos criminales. Una noche el antiguo servidor de mi familia me abrió la puerta de mi prisión, manifestándome que, si quería salvarme de una muerte segura, no debía de perder tiempo en ausentarme de Italia. Él mismo también se ofreció a acompañarme, pues no me ocultó que su peligro no era menos inminente si se quedaba. Entonces me resolví a adoptar la fuga que, como único puerto de salvación, se me ofrecía. Aquella misma noche partimos para España, y durante algunos años aquel hombre arrepentido me sirvió con lealtad extraordinaria. Yo, sin embargo, ignoré por mucho tiempo cuál había sido su conducta para con mi familia. Ambos nos pusimos al servicio de los reyes de Castilla, y en un encuentro con los moros, mi servidor fue herido mortalmente. Sobre mi mismo caballo lo retiré del sitio del combate, y procuró por todos los medios posibles restituirlo a la vida. Todo fue inútil. Pocos momentos antes de morir me entregó un manuscrito cerrado y sellado, el cual me suplicó que no leyese hasta después que él dejase de existir. Yo se lo prometí solemnemente. Cuando mi criado hubo muerto, abrí el manuscrito, y en él hallé trazada muy por menudo la triste historia que acabo de relataros muy por encima.

     El misterioso caballero guardó silencio, y hondos suspiros salían de su pecho, demostrando cuánta era su angustia al recordar sus desdichas.

     Atentamente había escuchado el Templario aquella narración, y no dejaba de admirarse de la coincidencia que acababa de proporcionarle un nuevo auxiliar para sus venganzas; pero sobre el gozo que este descubrimiento le había causado, estaba el deseo vehemente de saber el motivo que había conducido a aquel lugar al gigantesco paladín.

     Así, pues, el Templario se resolvió a preguntarle:

     -Recuerdo me habéis manifestado que el objeto de vuestra venida era consultarme sobre cierto punto… Y añadisteis después: «Mi ángel malo me ha conducido aquí». ¿Por qué habéis dicho eso? ¿puede saberse?      El caballero se sonrió tristemente.

     -¡Ay! -exclamó-. Después de tantas desventuras, yo me entregué a todos los vicios para adormecer mis pesares, como el desdichado que busca en el opio un calmante a sus dolencias. Yo también he cometido grandes crímenes, arrastrado, más bien que por mi mala índole, por la impetuosidad de mi carácter y por las contrariedades de mi vida, que habían exasperado mi corazón. Hace algún tiempo que habito en estos contornos, y habiendo oído decir que en este monte moraba un santo ermitaño, hice mi peregrinación con intento de confesarle todas mis grandes culpas y pedirle consejo en mis tribulaciones, para calmar algún tanto los roedores e implacables remordimientos de mi conciencia. ¡Cuánto me engañaba! Ya sabéis todo lo que ha sucedido. En vez de encontrar un alma tranquila y llena de caridad, ¡ay de mí! sólo he hallado un espíritu turbulento y un corazón desgarrado, y, como el mío, también sediento de venganza. Yo he experimentado lo mismo que experimentaría un hombre que después de un largo camino, y cuando, ya moribundo de fatiga, creyese arribar al término de su viaje, soñando descansar en blando lecho de mullidas plumas, ¡ay! se reclinase en un punzante y áspero zarzal… ¿No creéis que tenía razón al decir que el infierno me había guiado a este sitio, en el cual pensaba beber las aguas tranquilas de la sosegada paz que tanto anhela mi espíritu agitado?      Y esto diciendo, el atlético personaje prorrumpió en una carcajada hueca, irónica, sombría como la noche, amarga como la cicuta y más terriblemente dolorosa que el más desconsolado llanto.

     El Templario bajó los ojos y sintió escandecerse sus mejillas, como si se avergonzase de la mentida opinión de santidad que le daban por aquellos contornos.

     Al fin dijo:

     -Confieso que me pesa muchísimo el que tal desengaño hayáis sufrido, cuando la casualidad ha hecho que sorprendáis los secretos de un corazón herido y que sólo respira sangre y venganza en este solitario lugar, en que exclusivamente debería entregarse a la santa tristeza de la penitencia. Pero ya que no me sea posible daros los consuelos de un confesor, de un varón justo, consuelos de que yo mismo también necesito, a lo menos os ruego que me digáis vuestras amarguras, para cuyo alivio acaso pueda seros útil, siquiera como amigo.

     El gigantesco paladín estrechó con agradecimiento la mano del Templario y continuó:

     -Yo vivía en las montañas de León, en un pequeño, pero delicioso heredamiento, de que el rey me había hecho gracia por mis servicios. A la sazón los reyes cristianos habían ajustado treguas con los moros, y yo había ido a solazarme en la caza en compañía de varios otros caballeros, mis amigos y camaradas. Estos sucesivamente me fueron abandonando, unos para arreglar sus negocios, y otros para visitar a sus familias en sus respectivas provincias, deseando todos aprovechar el tiempo de descanso, que proporcionaban las ajustadas treguas. Yo entonces caí en una melancolía profunda, viéndome privado de mis alegres camaradas. Sólo me acompañaban en mi retirada vivienda una hija del arrendador de mis tierras, que hacía poco había muerto, y mi escudero, joven fiel y valeroso y natural del mismo reino de León. Era la joven Isabel tímida como una gacela, bella como la luz de la aurora y modesta como una sensitiva. Sucedió lo que no podía menos de suceder, que mi escudero se enamoró apasionadamente de la hermosa muchacha. Yo ignoraba esto completamente; pero, por mi desdicha, también me enamoré con frenesí de la graciosa Isabel, y este ha sido el principal origen de todas las amarguras que ahora padezco: porque fácilmente se soportan las privaciones de la mala fortuna; pero ¡ay! no sucede lo mismo con los remordimientos…

     -¿Acaso es un crimen amar?      -No digo yo eso, si bien muchas veces el amor es causa de grandes crímenes.

     -También con frecuencia es origen de virtudes.

     -Eso es conforme; pero, por desgracia, en esta ocasión mi amor a Isabel fue causa de un atentado horroroso. Una tarde paseábame por el huerto, cuando entre una calle de frondosos tilos divisé a la joven, hermosa y lozana como las ninfas de la primavera. La misma naturaleza parecía convidar con sus encantos a las delicias del amor. Los rosales estaban floridos, el ambiente embriagado de perfumes, y las aves cantaban al caer el sol, revoloteando en torno de dos altos cipreses que había junto a la alberca. Lo que en aquellos momentos pasó en todo mi ser es uno de esos misterios de nuestro corazón, que el hombre puede sentir, pero que no le es dado conocer ni explicar. Parece imposible que ejerza una influencia tan íntima y profunda en el espíritu del hombre la presencia de una mujer seductora. Aquella celeste aparición inundó mi alma de una ternura infinita; pero muy en breve se convirtió en furor inexplicable, cuando, aproximándome a Isabel, ésta me rechazó, escuchando con desprecio mis amorosas palabras. Yo furioso la así por los brazos; ella comenzó a gritar, y de repente apareció mi escudero, quien se atrevió a darme una bofetada. Este insulto, unido al rencor ponzoñoso que en mí producía la idea de que mi escudero era amado por Isabel, me sacó fuera de mí, y con frenética rabia me precipité sobre él, clavándole mi puñal en su pecho y atravesándole el corazón… Isabel, cuando se vio libre de mis brazos, huyó despavorida, buscando un asilo en las alquerías inmediatas…

     -¿Luego ella no presenció vuestra lucha?      -No, y en verdad que fue terrible… ¡Ay! ¡Cuán breves son los momentos que separan la inocencia del crimen! ¡Cuán fácilmente se traza en una vida la sangrienta línea que separa los días tranquilos de las noches tempestuosas!… Yo intenté ocultar mi crimen, y cargando con el cuerpo de mi escudero, salí por un postigo al campo, e inquieto y desatentado corrí por montes y breñas, hasta que la negra noche, acompañada de una horrible tempestad, me sorprendió caminando con el cadáver. El pálido fulgor de un relámpago me hizo descubrir un hondo precipicio; yo me detuve, y en medio del horror y de la soledad, que me rodeaban, traté de arrojar en lo profundo el cadáver del escudero. Pero ¡cosa extraña!… ¡no puedo recordarlo sin estremecerme!…

     El caballero se detuvo algunos momentos, como si el terror le impidiese continuar su relato.

     Luego, exhalando un profundo suspiro, prosiguió:

     -Por más esfuerzos que hacía para desasirme del cadáver, me fue imposible separar sus manos, que había cruzado en torno de mi garganta.

     -¡Pero aún estaba vivo!      -Probablemente en las últimas crispaciones de su agonía, el escudero cruzó las manos fuertemente sobre mi cuello. Su último pensamiento sin duda alguna fue ahogarme, porque acaso su postrer temor fue el que yo triunfase de la resistencia de su amada. En resolución, saqué mi puña1 y corté uno de los brazos del cadáver, único medio que hallé de desatar el horrible nudo que me oprimía. Pareciome que se estremeció violentamente aquel cuerpo exánime; pero, sin embargo, tuve valor para arrojarlo con ímpetu sobre el precipicio. En aquel mismo instante lució un pálido y trémulo relámpago, y un trueno formidable bramó roncamente en el espacio. Luego desde el fondo del espantable abismo salió una voz cavernosa que hizo erizarse mis cabellos y heló toda la sangre de mis venas.

     -¡Qué horror! ¿Y qué dijo la voz misteriosa?      -Articuló estas palabras terribles: «Cinco años te he servido lealmente, y has sido injusto y cruel conmigo. ¡Permita Dios que durante cinco años padezcas los más horribles tormentos, y que temas a cada instante que la tierra va a faltar a tus pies y que el firmamento va a desplomarse sobre tu cabeza! ¡Que la maldición del cielo caiga sobre ti, miserable asesino, y que al fin de este plazo el infierno te abra sus puertas!» -dijo la voz, y la soledad espantosa que me cercaba, y el silencio aterrador que siguió a estas palabras formidables, me dejaron petrificado de horror.

     El caballero guardó silencio, exhalando profundos sollozos, mientras que el Templario no podía volver de la admiración que le causaba el relato del incógnito.

     -¿Y hace mucho tiempo que os acaeció esa aventura? -preguntó el Templario.

     -Mañana mismo hace tres años… ¡Oh! Yo no sé qué voz secreta me dice que al cabo de los cinco años que prefijaron aquellas terribles palabras, ha de sucederme alguna desgracia inevitable.

     -Tal vez fue una alucinación de vuestros sentidos; sin duda creísteis oír palabras que nadie pudo haber pronunciado.

     -No, no, no… ¡Ay! ¡Ojalá fuera como decís!      -Debéis esforzaros por alejar de vuestra mente tales recuerdos.

     -A mi pesar están siempre lúgubres y sombríos sentados en mi memoria.

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