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Barcos fantasmas



Partes: 1, 2

Monografía destacada

  1. Introducción
  2. El "regreso" del SS. Cotopaxi
  3. El mar del miedo
  4. "Barcos sin alma"
  5. El crucero de las ratas
  6. Palabras finales

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Introducción

DE TODOS los lugares temidos por el hombre, el mar es con seguridad el más tenebroso de todos; superando por mucho al bosque y la selva que, en definitiva, se constituyen en espacios terrestres, propios de animales como nosotros. Ya sea por extensión, profundidad, desconocimiento o comportamiento, los grandes océanos vienen acicateando las angustias y ansiedades de la civilización, proyectándose en él un imaginario rico, variado y, por momentos, macabro.

No siempre nos hemos parapetado ante el mar del mismo modo.

Dentro de la cultura occidental, los mares del mundo fueron, primero, murallas infranqueables. Barreras temidas que impidieron el contacto con el mundo, alimentando el aislamiento y exacerbando, así, el miedo, producto de la ignorancia. Al tiempo que las fantasías los poblaban con monstruos de todo tipo.

Tiempo después, cuando la tecnología y la economía dieron un vuelco, afectando las mentalidades y modificando la cosmovisión y la sensibilidad vigente hasta entonces, aquel sentimiento de inseguridad, que mantenía a los hombres pegados a las costas, se modificó. La codicia los empujó más allá de las riberas conocidas y el incipiente capitalismo comercial condujo a una apertura sin precedentes. Las exploraciones y conquistas, iniciadas más allá de Europa, a partir del siglo XV y las exploraciones continuadas a lo largo de los siglos precedentes, en especial durante el siglo XIX (que inauguraron según Eric Hobsbawm la Era del Imperio) no fueron suficientes para expropiarle a los mares la dosis de temor y desconfianza que arrastraban desde hacía siglos. El clima de quimeras que gestaron no murió, simplemente cambiaron las formas en que las expresaron. Sus fantasmas se mantuvieron incólumes y, aunque ya nada impidió que las expediciones cartografiaran más y mejor el planeta, las historias extrañas del mar siguieron estando.

Folcloristas, buscadores de leyendas, antropólogos e historiadores las consignaron en decenas de libros, tratándolas como productos culturales, típicos de una época o lugar. La literatura las involucró en tramas cautivantes, en aventuras románticas y de terror, siempre separando claramente la ficción de la realidad. Pero esa no fue una tarea fácil de mantener. Los profesionales del misterio y la exageración no tardaron en aparecer y hacer su negocio. Advirtieron que la gente deseaba un mundo encantado. Que luchaban contra la rutina y el aburrimiento y que no se satisfacían con encontrarla únicamente en las páginas de ficción de una novela. El misterio era necesario en la vida cotidiana. La trascendencia que la religión había dado por siglos estaba en baja. Se hacía necesario importar cosas extrañas al día a día. Tener la posibilidad de conectarse con ellas. Ser protagonistas de hechos que fueran más allá de lo natural y convertir la vida en algo más emocionante, aún a costa de alimentar el miedo (o ser alimentados por el miedo mismo).

Hoy la Web es un claro ejemplo de ello. Basta con recorrer sus infinitos recovecos para comprobar lo extendido que está el pensamiento mágico y las concepciones premodernas de la realidad. Todo parecería indicar que estamos en un periodo de transición que rescata del pasado miradas que creíamos (erróneamente) perimidas. El imaginario actual, muy a pesar de los increíbles avances científicos de las últimas décadas y la aparente racionalidad dominante, ha sido invadido por las maravillas de antaño. Vemos resurgir hadas, elfos y gnomos bajo el aspecto de extraterrestres. La zarza ardiente ha tomado el aspecto de luces misteriosas en los cielos y el límite entre los vivos y los muertos se han diluido al punto de empezar a convivir con los fantasmas como se comparte una casa con un perro o un gato. Legiones de individuos recrean el universo con sueños y falsas esperanzas que están más allá de toda comprobación empírica. Los marcos epistemológicos están cambiando y el concepto de autoridad (intelectual) también parece estar haciéndolo. Las "cosas raras" han adquirido carta de ciudadanía, sin importar el grado de educación formal que los nuevos creyentes tengan y los rimbombantes títulos universitario de antaño ya no son sinónimo de seriedad absoluta (¿alguna vez lo fueron?).

¿Cuándo se inició todo esto?

No hay fechas seguras. Periodizar un fenómeno tan complejo es casi imposible. Hay permanencias que vienen de antaño; camufladas, mimetizadas, desde la Edad Media y el romántico cientificismo-esotérico de fines del siglo XIX. Pero si tuviéramos que privilegiar una década, en la que el imaginario colectivo empezó de nuevo a confundir lo real con lo ficticio de manera mediática y extendida, la de 1970 sería una de las mejores candidatas.

Desde entonces, y atentando contra cualquier herencia recibida de la modernidad, numerosos Best-Sellers empezaron a divulgar "teorías" y especulaciones más que improbables en un gran público ávido de ellas. Fraudes, mentiras e historias hasta entonces creídas únicamente en contextos tradicionales (o se creían olvidadas) tomaron cuerpo en medio de una situación de crisis internacional que favoreció la difusión y la capacidad de evasión que producían. Escritores de distinto origen aprovecharon y contribuyeron con sus libros a llamar la atención con rotundo éxito editorial. La "bola de nieve" empezó a tomar forma; y a esos libros de gran tirada se les sumaron documentales para el cine y la televisión, artículos en revistas de divulgación, simposios, conferencias y congresos.

Todos podían comer del mismo plato. Y lo siguieron haciendo durante los siguientes 30 años, alimentando a una clase media culta dispuesta a digerir cualquier condimento. Aún aquellos reciclados de épocas pretéritas.

Porque eso fue lo que sucedió: se reciclaron viejas historias.

Monstruos y fantasmas del pasado resucitaron bajo un lenguaje pretendidamente científico, intentando convertir en verosímil lo sobrenatural. Los argumentos religiosos quedaron subsumidos por los átomos y las nuevas energías que el hombre manipulaba pero decía no conocer cabalmente.

Reescribieron la historia. Malinterpretaron mitos. Leyeron anacrónicamente
el pasado e impulsaron un mundo de maravillas que cuestionó a la ciencia
y sus logros, intentado actualizar una ciencia nueva, más abierta,
dispuesta a incorporar las fantasías que arrastrábamos del pasado,
aún a costa de llenarnos de conspiraciones que desvanecieron cualquier
exigencia de comprobación racional. El esoterismo resurgió con
más fuerza que antes. Todo se mezcló con todo. La tecnología
extraterrestre pasó a ser el canal por el cual podía alcanzarse
el Nirvana y un abanico de dimensiones improbables abrieron sus portales por
todas partes (haciendo aparecer y desaparecer cosas). Buda y Jesús devinieron
en solapados alienígenas y un remozado espiritismo, apoyado en la nueva
tecnología, salió a cazar espectros y fantasmas en castillos,
mansiones y hoteles abandonados.

Como era de esperar, de ese tremendo entrecruzamiento de tradiciones, crisis político-económicas y negocios editoriales, nació el cambio que referimos; habilitando un contexto en el cual el mundo de la ciencia y el de las maravillas parecieran convivir sin aparente contradicción; y en el que los creyentes y los escépticos se mixturan bajo el slogan de una "mente completamente abierta" a cualquier posibilidad.

No hay duda de que el pensamiento crítico retrocedió [o al menos quedó reducido en acotados ámbitos académicos, reacios a salir al mundo y luchar en favor de las masas]. El milagro volvió a germinar. Negarlo se convirtió en algo políticamente incorrecto. Un síntoma de estreches de miras. De anacrónico materialismo. La ciencia ficción nutrió la imaginación de generaciones enteras y de la mano de autores y medios de comunicación crédulos, cínicos o mal informados, las fantasías saltaron de las páginas de los cuentos y novelas para germinar en esa otra construcción que llamamos realidad. He aquí la mezcla de la que hablamos. Un interesante síntoma de nuestro tiempo que puede rastrearse por diferentes senderos. Aquellos que nos conducen de los ovnis, los extraterrestres o las conspiraciones gubernamentales, a la presencia de fantasmas, espíritus y monstruos conviviendo entre nosotros.

Cientos de miles páginas en Internet, millones de comentarios, decenas y decenas de organizaciones amateurs, apuntalan lo que sostenemos. El alud de maravillas parece ser imparable y la voluntad para detenerlo bastante débil. "A la gente hay que darle lo que la gente quiere", reza el refrán. Y si eso da dinero, mucho mejor.

Hoy el escepticismo es un mal negocio.

En este breve trabajo pretenderemos abordar uno de esos temas. Ampliar algunos cortos escritos previos y tratar de mostrar cómo nuestros deseos, miedos, aspiraciones y esperanzas se terminaron convirtiendo en la argamasa con el que estamos construyendo la mágica realidad con la que quieren envolvernos, desatendiendo los casi 300 años de legado iluminista [posiblemente no tan fuerte como habíamos creído en algún momento].

Permítanme, entonces, sumergirlos en un universo que desde niño me fascinó muy especialmente: el de los barcos fantasmas.

PARTE 1

El "regreso" del SS. Cotopaxi

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El SS. Cotopaxi

Famoso carguero, protagonista de la nueva mitología referida al Triángulo de las Bermudas.

TODOS LOS FANTASMAS, para ser fantasmas, deben regresar de la muerte.

No hay otra posibilidad. Al menos es lo que dice la tradición. Y si bien hay decenas de historias que relatan sobre visiones de espectros de personas aún con vida, éstas suelen ser interpretadas como producto de la telepatía que despliega la "mente" en momentos críticos o situaciones límites.[1] Claro que explicar un suceso sobrenatural con otro un poco más aceptable (aunque igualmente improbado) no resultaría conducente. Al misterio inicial le agregaríamos uno nuevo y estaríamos girando sobre un mismo eje sin decir nada.

Hacia mediados del año 2015, una noticia que circuló (y
se viralizó) por la Web, llamó la atención de
millones de lectores: un fantasma de metal, tras 90 años de
estar perdido en el limbo, reaparecía sorpresivamente. Era un barco carguero.
Muy famoso en los ambientes esotéricos. El motivo: había desaparecido
en 1925 en el afamado Triángulo de las Bermudas. Su nombre:
SS. Cotopaxi; y, como buen barco que se precie de ser fantasma,
retornaba del Más Allá, despertando admiración
e ilusiones entre los creyentes.

Desde hace algunas décadas nos han acostumbrado a que la información y los delirios convivan sin problema en numerosos medios de comunicación. Argumentos fantasiosos expuestos en un lenguaje aparentemente científico son comunes en Internet y, de tanto en tanto (nunca hay que dejar de entretener un poco al lector tradicional), en páginas secundarias de diarios y revistas "serias". No nos equivocamos al decir que existe la tendencia a querer convertir en ciencia temas fantásticos. No es algo del todo nuevo. Los diarios del siglo XIX, en Argentina y en el mundo, lo pusieron en práctica sin prurito alguno, siendo un síntoma por demás interesante del imaginario de cada época (y de lo que cada época entendió por ciencia a nivel popular).[2]

Por lo tanto no es de sorprender que, abusando de la falacia del experto[3]empresas como el History Channel (y tantas otras) transmitan noticias falsas (bulos, en España[4]sin ponerse colorados y sin una previa comprobación de las mismas, haciendo prevalecer la idea de que lo imposible es posible en el mundo real.

En su aparatado digital "Noticias", el afamado canal internacional de documentales publicó la siguiente nota:

"Después de 90 años, reaparece un barco extraviado en el Triángulo de las Bermudas

Según una versión periodística, el 16 de mayo de 2015, el servicio de guardacostas cubano acudió a la intercepción de una misteriosa embarcación que se dirigía hacia La Habana y no respondía a las advertencias radiales de la autoridad marítima.

Si bien no hubo comunicados oficiales por parte de la marina cubana al respecto, las versiones afirman que cuando los marinos cubanos establecieron contacto visual con el barco, hallaron que el mismo no contaba con tripulación alguna. Tras algunas horas de incertidumbre, el rastreo de información logró determinar que se trataba del navío SS Cotopaxi, desaparecido en el Triángulo del as Bermudas, hacía 90 años.

El caso del SS Cotopaxi se hizo famoso por la célebre película Close Encounters of the Third Kind (1977), de Steven Spielberg, en donde se hacía referencia a la extraña desaparición del barco carguero y su tripulación, 32 marineros y un capitán, que habían zarpado desde el puerto de Charleston (Estados Unidos), hacia Cuba, trasportando carbón. Sucedió en 1925 y fue dado por perdido apenas dos días después de su partida, cuando transitaba la región del Triángulo de las Bermudas.

Noventa años más tarde, el barco ingresaba a una zona militar restringida, sin atender las reiteradas advertencias de radio. En un evidente estado de abandono y según versiones periodísticas, fue requisado por oficiales de la marina cubana, que hallaron el diario de registro del capitán, aunque no contenía información alguna sobre el incidente".[5]

Todo era mentira. Un bulo de la A la Z.

Incluso las fotos que ilustraban la nota estaban trucadas. Habían recortado el falso Cotopaxi de una de las escenas del film de Spielberg, adosándolo a una foto en donde podían observase los guardacostas cubanos acercándose al misterioso y derruido carguero. Y no se necesitaba ser Sherlock Holmes para arribar a semejante conclusión. Bastaba con indagar unos pocos minutos en Internet para encontrar informes que desacreditaban la maravillosa noticia. Aún así, los portales más crédulos la mantuvieron (y mantienen) online.

Pero, ¿en qué momento el SS Cotopaxi se transformó en el famoso barco fantasma que sigue siendo hoy en día? ¿De dónde viene la historia?

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Izquierda: Imagen del Film Encuentros Cercanos del tercer Tipo (1977). Derecha: Truco fotográfico con el que se pretendió dar verosimilitud a la supuesta aparición del SS Cotopaxi 90 años después de su "desaparición".

En 1974, aprovechándose y contribuyendo a la ola de misterios publicitados de la década, el escritor norteamericano Charles Berlitz saltó a la fama mundial con su libro El Triángulo de las Bermudas.[6] En poco tiempo, la obra se transformó en un fenómeno de ventas. Se tradujo a decenas de idiomas y sentó las bases en donde se apoyaron numerosas leyendas y rumores que siguen (algunas a duras penas) vigentes hoy en día.

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Charles Berlitz (1914-2003)

Popular escritor durante las décadas de 1970 y 1980.

Autor del Best Sellers El triángulo de las Bermudas.

Dijo de él James Randi:

"No ha hecho un estudio serio en la vida. Su única virtud

fue ser capaz de afirmar sus falsedades en 30 idiomas".[7]

El librito fue un mojón. Marcó un antes y un después en la historia de los enigmas populares.

Berlitz sabía lo que hacía y cómo lo hacía. Supo aprovechar la enorme potencialidad que tenían los mares y, lejos de encolumnarse detrás de Bernard Heuvelmans y sus criptozoólogos[8]dejó a un lado las serpientes marinas tanto como los krakens, y orientó su pluma (falaz, por cierto) hacia un sector del Atlántico Norte en el que, según él, existiría un escurridizo triángulo imaginario, comprendido por Miami, la isla de Bermuda y Puerto Rico, como vértices. Allí alojó sus historias. Resucitó antiguos cuentos de marinos y creó otros, salidos de su propia cosecha. El del SS. Cotopaxi es uno de ellos. Lo que hay que reconocerle, sí, es el largo aliento que consiguió darle dentro del imaginario de la segunda mitad del siglo XX, sin citar adecuadamente ni una sola fuente documental seria en todo el libro y mintiendo descaradamente.

Sembrada la semilla, la dejó germinar. Y, convengamos, lo hizo con tremendo éxito. En muy poco tiempo la historia de carguero se popularizó (como tantísimas otras, en especial la del mítico Vuelo 19), logrando vencer la temprana y mordaz crítica que, en 1975, le hiciera Lawrence Kusche en El misterio del Triángulo de las Bermudas: solucionado.[9]

Pero Charles Berlitz no se amilanó. Explotó al máximo el tema de las misteriosas desapariciones y siguió haciéndolo en Sin Rastro[10]la segunda parte de su ya famoso libro, en la que barcos y aviones seguían siendo devorados sin ninguna explicación racional (al menos las que él daba no lo eran).[11]

Algo insólito estaba ocurriendo en esa parte del océano, antiguo escenario de piratas, corsarios y filibusteros que, de un plumazo, resultaron suplantados de la imaginación de la gente por extraterrestres[12]vórtices dimensionales, atlantes y extrañas anomalías, capaces de chuparse todo lo que pasaba por allí, sin importar su tamaño.[13] Las fantasías y el universo encantado de antaño se aggiornaban a los tiempos que corrían. Era una mera cuestión de vocabulario… y de marketing.

Berlitz ganó varios millones de dólares con su libro (lo que le permitió seguir editando otros) dejando un elevado número de fieles seguidores que se encargaron (y encargan) de mantener sus elucubraciones aún vivas. ¿Quién no ha oído hablar del Triángulo de las Bermudas? Casi todo el mundo. Y son los medios de comunicación (cine incluido) los principales responsables de esa (hoy un tanto alicaída) vigencia.

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Barcos condenados a navegar eternamente han poblado

el imaginario del mar desde los últimos 300 años.

Los barcos fantasmas del pasado siempre retornan. Basta con que el clima de época cambie para que asomen sus mascarones de proa, denunciando, reclamando, exigiendo algo que no nos resulta del todo claro. Son, en definitiva, fábulas moralizadoras. Emergentes de temores ancestrales, tanto como de esperanzas improbables, pero necesarias. Herejes en un mundo que pretende ser guiado por la razón y la ciencia. Enemigos de una resistencia que se niega a ceder el espacio que las maravillas reclaman, y a las que mucha gente son adeptas. De otra forma no se entendería la persistencia de esas historias, muy a pesar de las refutaciones que han tenido desde siempre.

Hay una necesidad por creer en algo trascendente. Algo que esté más allá del mundo material y que nos ilusione con la posibilidad de que exista el otro lado. Por eso, cada tanto, los barcos fantasmas retornan con la permanente aspiración de ser considerados científicamente. Son síntomas claros del prestigio que (a pesar de ellos mismos) conserva "lo científico". Sólo los ámbitos más desquiciados y fanatizados se niegan a tener en cuenta a la ciencia. Claro que, cuando eso ocurre, terminamos sumergidos en un universo de delirios sin límites.

No es de extrañar, entonces, que hayan pretendido hacernos creer que el SS. Cotopaxi estaba de regreso, con un relato que, en principio, tenía un formato aparentemente "racional".

PARTE 2

El mar del miedo

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El Mar de los Sargazos o Mar de los Barcos Perdidos

(Ilustración: Carlos Quinteros, 2007)

LA NOCHE, el mar, el abandono y la muerte son elementos propios del romanticismo y constantes que se repiten en todas las historias sobre barcos fantasmas. Crean el clima necesario para que esos relatos se vuelvan verosímiles y el misterio tome el lugar protagónico que se merece; alimentando la cuota de incertidumbre que el género fantástico requiere.

Todas la leyendas marineras hacen uso (y abuso) de esos elementos a la hora de retratar, ya sea en un lienzo como en el papel de un libro, la condición de errantes y vagabundos que los barcos fantasmas arrastran consigo. El deterioro es el karma del que no pueden desprenderse porque es una de las esencias de miedo. Y miedo es lo que producen.

Cuando Charles Berlitz publicó El Triangulo de las Bermudas (1974), miles de turistas preocupados consultaron a sus agentes de viajes sobre los riesgos de navegar por la zona maldita; y no pocos orientaron sus destinos bien lejos de la famosa región. El hecho de desaparecer para luego emerger convertidos en una tripulación de espectros, no convencía demasiado. En especial cuado los cruceros anunciaban que pasarían por el temido Mar de los Sargazos.

"Las desapariciones de barcos dentro del triángulo se han producido principalmente dentro de la región del océano Atlántico occidental llamado Mar de los Sargazos, una extensión de agua que en gran parte permanece inmóvil y que deriva su nombre del alga marina sargassum."[14]

Con una sentencia como ésta era lógico que los turistas de fines de los "70 se hayan sentido algo amedrentados (y al mismo tiempo, interesados) ante la romántica posibilidad de pasar a ser parte de las muy discutidas estadísticas de Charles Berlitz.[15] Pero no había realmente motivos para temer especialmente por esa región. Todos los océanos del mundo tienen sus zonas peligrosas; lugares de los que pocos pueden salir, según rezan las leyendas. En este caso, un mar estancado, sin corrientes marinas (excepto en sus contornos), entre los paralelos 25° y 35° latitud norte, con una superficie variable de 3.500.000 kilómetros cuadrados, en el que un número indeterminado de barcos habrían quedado atrapados para siempre, desde épocas anteriores a Cristóbal Colón (que fue quien le dio el nombre).

Pero dejemos que sea el propio Berlitz el que condimente la historia y nos cuente qué extraños sucesos son los que allí ocurren.

"Otra de las características de este mar está constituida por sus calmas de muerte, que pueden estar en el origen de la leyenda pintoresca pero inquietante del "Mar de los Barcos Perdidos", el "Cementerio de los Barcos Perdidos" y el "Mar del Miedo". Cuenta esta creencia de los marinos que existe un gran cementerio en la superficie del Atlántico que contendría barcos de todas las edades de la navegación humana, capturados e inmovilizados en campos de algas y sufriendo una lenta descomposición, pero gobernados todavía por tripulaciones esqueléticas, o más bien por tripulaciones de esqueletos integradas por los infortunados que no consiguieron escapar y debieron así compartir el destino de sus navíos. En esta zona de la muerte habrían de encontrarse buques de vapor, yates, balleneros, clípers, paquebotes, bergantines, barcos piratas y, para que la historia resulte mejor, galeones españoles repletos de tesoros. En sus nuevas y entusiastas versiones de los relatos, los marinos incluían otros barcos que, para la época de la nueva narración ya estaban podridos y desaparecidos, como por ejemplo los dragones de los Vikingos, que se quedaron llenos de esqueletos al mando de los remos, galeras árabes, trirremes romanos, con sus grandes bancos de remeros, navíos de comercio fenicios con anclas de plata e incluso las grandes embarcaciones de la perdida Atlántida, con sus remos cubiertos de láminas de oro. Todos condenados a pudrirse durante centurias en un océano inmóvil."[16]

La imagen es impactante. Estimula la imaginación. Desborda de romanticismo. Resume, como pocas, el espíritu de misterio, sensacionalismo y necesidad de sobrenaturalidad de la mayoría de los cuentos y leyendas del mar. La exageración y la fantasía se conjugan como los condimentos de una ensalada, cuya meta es la de infundir sólo temor e interés al mismo tiempo.

No en vano el Mar de los Sargazos terminó siendo el escenario de novelas de aventuras en las que fantasmas de antiguos marinos o disformes monstruos oceánicos, terminaban convirtiéndose en los seductores peligros que los héroes de turno debían superar. Como el mismísimo Doc Savage (El Hombre de Bronce) en una novela de acción, reeditada (precisamente) en 1983.[17]

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Doc Savage: Popular personaje del Pulp entre 1930 y 1950. Tuvo numerosos

renacimientos a lo largo del siglo XX. Sus aventuras en el Mar de los Sargazos fueron reeditadas en 1983,

en pleno auge y fama del Triángulo de las Bermudas.

Pero también volvieron a circular historias en las que la ficción y la realidad no quedaban demasiado claras. Entremezcladas, abrían umbrales a misterios no resueltos; aunque, por el talante de lo relatado, suponemos de entrada completamente falsas.[18]

Una de ellas, arrastrando el típico prestigio que da el pasado, tuvo como protagonista, según dicen, a un marino norteamericano, Elipha Thompson, Ayudante de Cabina del velero de bandera yanqui J. G. Norwood, quien, en 1894 y tras una terrible tormenta, contó haber sido arrojado con su barco hacia el Mar de los Sargazos. Varados en medio de esa inmensidad llena de algas y sin posibilidades de mover la nave, los tripulantes empezaron a morir uno a uno. Thompson, único sobreviviente de esa odisea, afirmó haber salvado su vida gracias a la chalupa y víveres que había encontrado en un inmenso vapor abandonado. Cuando finamente consiguió llegar hasta el borde del mar, y ser recogido por una embarcación que pasaba, declaró haber visto también un antiguo galeón español con toda su carga de oro y plata en las bodegas.[19]

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De acuerdo con las leyendas, el Mar de los Sargazos retiene varados

a centenares de barcos antiguos. Algunos con sus tesoros que se creen intactos.

Que la historia anterior haya sido o no cierta, es irrelevante. Lo importante es que fuera creída y tomada (inconcientemente) por lo que realmente es: un discurso moralizador. Una fábula del mar que, en nuestra opinión, simboliza la exigencia de respeto que los hombres sospechan los océanos reclaman, sin que interese la época ni la tecnología que se tenga a disposición.

Es que ese hipotético cementerio de barcos, oxidados y podridos de los Sargazos, no son más que el tenebroso anuncio del poder la naturaleza; y de cuán sencillo le resulta colocarnos bajo su merced, sin siquiera desatar una tormenta huracanada. Su sola "calma chicha", la quietud absoluta de sus aguas, no son más que una metáfora de la eternidad misma, a la que nos condenan, como a aquellos que viajaban en El Holandés Errante. Nos recuerdan lo indefensos que estamos en un planeta que tiene la mayor parte de su superficie cubierta de océanos.

Es por eso que los hombres, a fin de combatir el miedo que sienten en el mar, han inventado una y mil tretas para convivir con él, manteniendo mágicamente sus navíos a flote. Interpretamos como un acto de magia (en el sentido antropológico del término) los gestos, ceremonias y prohibiciones que se idearon para conjurarlo: "No silbar abordo", porque atrae tempestades. "No llevar mujeres", porque trae mala suerte. "Vigilar atentamente los tiburones que siguen al barco", porque sólo persiguen a las naves condenadas. "No matar gaviotas", porque son las portadoras del espíritu de los muertos. "Nunca zarpar los viernes", ya que Jesús murió ese día y son jornadas nefastas.

Las cábalas y el mar van de la mano. Cualquier método, por irracional que parezca, es útil a la hora de enfrentarlo. Bastaría con retrotraernos a los antiguos portulanos (cartas marinas) para advertir cómo aquellos geógrafos del Renacimiento europeo los poblaron de razas monstruosas, islas míticas y animales maravillosos, convirtiendo la angustia ante lo desconocido en miedos concretos, con el sólo objeto de ejercer algún tipo de control sobre ellos.

Los barcos abandonados refuerzan nuestro sentido de lo mágico cuando estamos en contacto con un entorno que nos resulta indomable.

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El Holandés Errante

Un barco maldito por haber su capitán desafiado a Dios.

La tradición cristiana contribuyó en este proceso, localizando en las cartas marinas aquellos parajes bíblicos nombrados en los textos sagrados y atribuyéndole al mar cualidades morales, en cuyo escenario se imaginaron sucesos imposibles: milagros y maldiciones.

Los océanos y las naves condenadas constituyen una dupla inseparable. Se complementan. Se retroalimentan. Van juntos. Si alguno de ellos falta, el misterio (esencial en cualquier relato de este tipo) se desvanece, perdiendo el romanticismo que los caracteriza, al entrecruzar abandono, muerte e inmensidad. Convengamos que los "barcos fantasmas" de los ríos nunca fueron tan efectivos.

El mar siempre fue visto como un peligro, tanto para el cuerpo como para el espíritu.

En él todo se pudre: el agua potable, la comida y, llegado el caso, el alma misma de la tripulación. Acarrea desgracias. De allí que el Diablo haya tomado posesión de él en decenas de historias; y sorprende observar que, a pesar de los siglos, la mayor parte de las películas que giran en torno a estos derrelictos sigan teniendo al demonio como principal protagonista.[20]

No hay barcos fantasmas inocuos. Siempre detrás de ellos se agazapa el mal. Lo extraordinario conquista los océanos a través buques aterradores. De mástiles rotos y velamen deshilachado, en el pasado. De chimeneas y motores carcomidos por el óxido y la corrosión, en el presente.

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Espectros del mar.

Historias de desastres y muertes. Almas perdidas y condenadas.

Relatos de vagabundeos eternos y maldiciones.

Los barcos de la noche comparten con los vagabundos el rechazo, el miedo y la sospecha que todos sienten por ellos. Errantes, no afincados a ningún sitio, representan una realidad enemiga del conservadurismo: móvil, insegura, impredecible. Un cosmos en el que los valores más firmes se trastocan y los pecados se fortalecen. Por eso sus personajes son casi siempre turbios y oscuros.

Las innumerables historias de naves tripuladas por espíritus en pena o buques "recaudadores de almas" han sido numerosas en la literatura, la pintura y el séptimo arte del último siglo. Así, los "barcos fantasmas" invadieron el imaginario, condicionados por los prejuicios sociales de cada época; combatidos, oportuna pero infructuosamente, tanto por la iglesia como por la ciencia.

PARTE 3

"Barcos sin alma"

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Barcos que aparecen a la deriva, después de un tiempo de haber estado desaparecidos.

Navíos maldecidos por el destino. Meras carcachas vacías. Silentes. Oscuros.

Carcomidas estructuras de hierro y tornillos, madera y clavos. Soledad, mutismo y leyendas.

LAS HISTORIAS clásicas de barcos fantasmas, esas que hablan de apariciones y desapariciones de buques espectrales, arrastran una tradición que no es tan larga como hemos creído. A la hora de rastrearlas en el pasado, advertimos que sólo tenemos noticias sobre ellas desde mediados y fines del siglo XVIII o principios del siglo XIX. Son, por lo tanto, un claro producto de la modernidad. Una invención que puede ser atribuida al Iluminismo tardío y al Romanticismo.

Incluso la más famosa de las historias que circula sobre el tema, la del Holandés Errante, no fue publicada sino hasta 1821 en una revista británica dando pie, once años después (1832) a un cuento corto escrito por un tal August Jal, de origen escandinavo, quien la incorporó en su libro Escenas de la Vida Marítima; y que, tiempo después, el gran Richard Wagner la inmortalizaría definitivamente en la ópera Der Fliegende Holländer (El Buque Fantasma).

La trama es sencilla y repetida hasta el cansancio. Cuenta que El Holandés Errante, un buque de varios mástiles y amplio velamen, navegaba por la zona del Cabo de la Buena Esperanza (Sudáfrica) cuando fue sorprendido por una tremenda tormenta. La tripulación, desesperada, le solicita al capitán buscar refugio en el puerto más cercano. Éste se niega. Se burla de sus marineros y declara no temerle a nada ni a nadie. La tempestad empeora y el capitán, ensoberbecido, reta a que Dios hunda su barco. En ese momento, una figura luminosa (que algunas versiones sostienen es Dios mismo) aparece en cubierta. Todos en el barco tiemblan de terror en tanto que el capitán saca una pistola y le dispara gritando: "¿Quién quiere un viaje tranquilo? Yo no. No te pido nada. Desaparece o te vuelo los sesos".[21] En ese momento la misteriosa forma le lanza la siguiente maldición:

"Hiel será tu bebida y hierro candente tu comida. De tus tripulantes sólo conservarás un grumete, al cual le nacerán cuernos y tendrá hocico de tigre y piel de perro marino. Y como te agrada atormentar a tus navegantes, serás su azote, pues te convertiré en el espíritu maligno del mar y tu buque acarreará la desgracia a quien lo aviste".[22]

Según August Jal, a partir de entonces el Holandés Errante se transformó en sinónimo de malos augurios, desastre y muerte. Decían que verlo atraía el infortunio. Que los barcos encallaban en bajíos inexistentes, o quedaban varados por calmas chichas en pleno océano (como en el Mar de los Sargazos), condenando a la tripulación al hambre y la sed. La historia no tardó en ser alimentada por nuevos rumores y a las anteriores calamidades se les agregó la extraña capacidad que el buque fantasma tenía de preanunciarse, agriando el vino y el agua de las bodegas; pudriendo las legumbres; alterando a su antojo su apariencia (para engañar a las víctimas) y, en ocasiones, acercarse al costado de los barcos entregando cartas a los marineros (siempre ansioso por recibir noticias). Claro que, si alguien las leía, el navío jamás regresaba a puerto.

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El Holandés Errante

Anuncio de desgracias.

Lo cierto es que nadie sabe a ciencia cierta dónde y cuándo se originó la leyenda. La revista inglesa y más tarde Jal fueron meros recopiladores de una tradición oral que se supone tiene como base una historia real, aunque deformada por la imaginación, el morbo y el tiempo.

Efectivamente, existió un barco bautizado Holandés Errante. Su capitán se llamaba Bernard Fokke.[23] Había nacido en La Haya y era reconocido por todos como un eximio marino, capaz de realizar viajes a enorme velocidad y acondicionar la nave con tecnología inventada por él mismo. A raíz de esto, las habladurías sostuvieron que Fokke tenía un pacto con el diablo. Por eso, cuando en una fecha no determinada del siglo XVIII, el Holandés Errante desapareció, no faltaron los que dedujeron que Satanás le había reclamado su parte del contrato.

Muchos suponen que esta historia, difundida de boca en boca a lo largo de casi un siglo, es la inspiró la leyenda que todavía sigue circulando.[24]

Por consiguiente, estamos en condiciones de afirmar que, a la fecha y dado lo fragmentaria que resulta la documentación que se conserva, no se registran historias como la precedente con anterioridad al siglo XVIII. Ni tampoco relatos que hagan referencia a esos otros barcos fantasmas, (más reales y concretos) que aparecen (de a ratos) abandonados, a la deriva, con toda la carga en las bodegas, pero sin un solo miembro de la tripulación a bordo.

Como bien señala Xavier Bartlett en El Fenómeno de los Barcos Abandonados:

"No hay datos sobre el hallazgo de barcos abandonados en épocas antiguas, sólo podemos suponer que tales casos existieron, pero que no quedó ningún registro de ellos." [25]

Aún así, la literatura contemporánea ?en especial el género de terror? ha tenido la propensión de darle a sus historias antecedentes históricos inexistentes. Los prestigiosos hechos que vienen del pasado agigantan el misterio y la verosimilitud de la trama. Es por eso que Manuel Loureiro no duda en inventarles un currículum bien clásico, en su novela El Último Pasajero, cuando escribe:

"Testimonios de buques que desaparecen y vuelven a aparecer sin tripulación son comunes. Heródoto, el geógrafo (sic) de la Antigua Grecia, hace referencia a al menos tres casos distintos en sus escritos. Los llama "los barcos sin alma". Estrabón, Plinio, Agrícola, Manetón, docenas de escritores y cronistas de la Antigüedad hacen referencia a historias oscuras de barcos que aparecen a la deriva (…)".[26]

Pero, ¿qué tuvieron los últimos años del siglo XVIII y el siglo XIX, para que los escritores se sintieran tan atraídos por la presencia de navíos abandonados? ¿Qué intereses fueron los que se despertaron y por qué la estética de un buque destartalado, oxidado y solitario flotando en el océano, impactó tanto en el imaginario colectivo?

La respuesta creemos encontrarla en los ideales y valores que se despertaron con la irrupción del Romanticismo.

El movimiento romántico denunció una revolucionaria concepción de la naturaleza, en la que los sentimientos y la imaginación ganarían más y más espacio, estetizando el mundo físico con un manto de poesía y moralidad. Fue así que el sentido primigenio que tenían, por ejemplo los viajes, mutó; imponiéndose nuevas estructuras metodológicas (que se hicieron más y más fuertes en las décadas subsiguientes a 1820). Ya no era en pos del conocimiento por lo que se viajaba. Ya no sólo se buscaba instruir intelectualmente a los futuros funcionarios y empresarios de los imperios. Con el romanticismo se impuso una nueva forma de pararse ante el mundo; un nuevo modo de contarlo. Y así, lo estrictamente literario, la sentimentalidad y efusión subjetiva frente al arrebato esteticista, desplazó las equilibradas y medidas descripciones del siglo XVIII, dando paso a la exaltación del imaginario.

Monografias.com

Un barco a la deriva, sin nadie a bordo.

Fantasmas reales del mar. Romanticismo en estado puro.

Una remozada forma de ver y sentir. El mundo se abría a experiencias que iban mucho más allá de lo intelectual. La imaginación y los sentidos destronaron a la Razón bajo una ola de críticas. Se desecharon las normas, las líneas duras; y las fuerzas del sueño, la pasión y la locura despejaron las miradas a todo aquello que el hombre ilustrado había menospreciado. Frente a la todopoderosa Naturaleza, el hombre del romanticismo, entabló un nexo basado en la contemplación mágica de la realidad y rescató temas como la soledad, el exilio, el abandono, incluso la muerte trágica.[27]

En un ambiente intelectual como este los barcos abandonados venían de maravilla. Personificaban todos los valores arriba nombrados. Permitían soñar, tener miedo, sentirse pequeño ante el destino. El misterio copó la escena; y como la muerte es el mayor de los misterios, los barcos al garete, como las ruinas arqueológicas, la personificaban de un modo espectacular. Subyugante.

El universo, reglado del neoclasicismo (expresión artística del siglo XVIII), se abría a sensaciones nuevas y empezó a ser pensado de manera diferente. Lo estético, impregnado ahora con una filosofía menos segura de sí misma, se orientó hacia los enigmas y el esoterismo; aspectos que venían muy bien a la hora de definir a los (justamente) enigmáticos y esotéricos barcos abandonados.

La naturaleza se impuso adquiriendo preeminencia sobre la obra del hombre. Sometiéndolo. Dominándolo. No hay mejor imagen al respecto que un barco en ruinas, con el óxido carcomiendo sus chimeneas y devorando el orden artificial que el hombre intentó imponerle en los astilleros. Los barcos de la razón y el progreso fueron así devorados por la fuerza indomable del mar.

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