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La imperiosa necesidad de aprender a filosofar (página 4)




Enviado por Luis Ángel Rios



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El manipulador empobrece la vida del hombre para que éste se entregue al vértigo. El demagogo intenta empobrecer nuestra vida para dominarnos con la mayor facilidad. El recurso básico que pone en juego es seducirnos con ganancias inmediatas a fin de que nos entreguemos exaltadamente a las diferentes experiencias de fascinación o vértigo. Para ello no necesita sino halagar nuestra tendencia a procurarnos gratificaciones intensas y fáciles […].

El empastamiento que produce el vértigo empobrece al hombre. Pensémoslo cada uno por cuenta propia. Si vivimos obsesionados por obtener gratificaciones inmediatas, ¿vemos los seres del entorno como fuentes de posibilidades para crear algo valioso? No, más bien los tomamos como fuente de estímulos placenteros. Con ello, los reducimos de rango. Y este rebajamiento va unido con la reducción del propio ser personal a mero aparato registrador de sensaciones agradables […].

Cuando uno actúa preso de las sensaciones inmediatas y no vive sino para ellas, en ellas y de ellas, no entra en el mundo de la creatividad. Permanece en un nivel inferior a aquél en que se da la creatividad. A este nivel lo denominó Sören Kierkegaard "estadio estético", la actitud del que vive empastado en puras sensaciones […].

[…]. El recurso más siniestro del demagogo embaucador es ilusionarnos con promesas falsas para volvernos ilusos. Sabemos por la Historia que buen número de revoluciones hacen tabla rasa del pasado y se limitan a extender el futuro, como una pantalla, ante los ojos de las gentes para que proyecten en ella sus deseos, insatisfacciones y resentimientos. Cada anhelo se convierte en un ideal al ser proyectado en ese impreciso y sugestivo horizonte de utopías infundadas. Este tipo de ideales tan halagadores como difusos e inalcanzables generan una energía indómita, capaz de conmover las bases de la sociedad. No por azar, ciertos grupos políticos han utilizado un lenguaje pseudorromántico, ambiguo, cargado con las resonancias emotivas de una aventura de lo imposible. Todos los vocablos que remiten de alguna forma a ese futuro encandilante quedan orlados de un prestigio enigmático ante las gentes poco avisadas. Cambio, ruptura, revolución, progreso, modernidad… son términos agraciados con esta gratuita valoración […].

Podemos preguntarnos cómo es posible que pueblos enteros se enardezcan ante proposiciones hueras, repetidas de forma mecánica, carentes de toda fundamentación sólida. Adivinamos la contestación al advertir el efecto embriagador que ejerce el lenguaje manipulado sobre los pueblos a los que se ha dejado fuera del juego de la historia. El hombre despojado del pasado histórico no puede ejercitar la capacidad creadora que implica vivir históricamente. Para que tenga la impresión de llevar esa valiosa forma de vida, el manipulador lo lanza a la agitación del cambio de forma precipitada para que no descubra que esa forma de activismo es años luz inferior a la actividad que implica el auténtico decurso histórico […].

Esta presión ejercida sobre el hombre actual para que oriente su vida por una vía infracreadora provoca un empobrecimiento de la existencia humana peligrosísimo. El hombre sólo actúa de modo seguro cuando se esfuerza en hacer justicia a todas sus vertientes y complementarlas entre sí. Vincular las vertientes sensibles y las espirituales, las sentimentales y las volitivas, las receptivas y las activas significa enriquecer la vida humana. Independizar unas potencias de otras, dejarlas a su merced y desorbitarlas deja al hombre rebajado a un estado de radical desvalimiento. Este empobrecimiento causado por una salida de órbita o descentramiento desencadena en breve los conflictos más graves […].

En las tácticas manipuladoras se da siempre un trueque: se presenta algo que prende la mirada porque resulta valioso para nosotros en el sentido de atrayente, y de forma dolosa se lanza luego nuestra atención hacia el producto con el que se nos quiere encandilar. La primera realidad actúa de puro señuelo. Si se trata de una realidad personal, esa reducción a medio para el logro de unos fines comerciales constituye un envilecimiento ilegítimo […].

La vida del hombre se nutre de las formas elevadas de unidad que él mismo contribuye a fundar: familia, lenguaje, instituciones, movimientos culturales, estilos artísticos, experiencias religiosas… Para desvincular al hombre de ese suelo nutricio y agostarlo, el manipulador se esfuerza en disminuir la cohesión de las corporaciones, enfrentar a los diversos estamentos entre sí, avivar la lucha de clases dentro de las diversas agrupaciones sociales, escindir a cada persona de cuanto la sostiene e impulsa […].

[…]. No se acrecienta su sentido, no se la enriquece con valiosos pormenores; sencillamente, se la impone y hace valer. Dicha idea puede ser valiosa o banal, verdadera o falsa. Una idea falsa, mil veces repetida y voceada a través de los megáfonos de los medios de comunicación, no se convierte en una idea verdadera. Una media verdad, proclamada incesantemente, no da lugar a una verdad integral. Pero el mero hecho de repetir multiplica la presencia de lo repetido en el clima cultural, y esta presencia renovada lo hace cotidiano, y lo cotidiano acaba siendo tomado como una atmósfera nutricia que acoge, algo natural que no se pone en tela de juicio.

Sea cual fuere su valor, una idea repetida acaba imponiéndose. No importa que no pueda sostenerse ante una mirada crítica, pues los demagogos no aplican su astucia a convencer a las clases bien preparadas, dotadas de alto poder de discernimiento. Si lo que se pretende es dominar, lo que procede es repetir, insistir, martillear sin pausa una idea, un eslogan, un lema, una consigna, un razonamiento elemental, un sofisma, todo aquello que pueda contribuir a orientar el modo de pensar, sentir y querer de las gentes […].

Los efectos deletéreos de la manipulación son demasiado graves para que dejemos de tomar las medidas pertinentes. Esta reacción defensiva no es fácil de iniciar porque el manipulador somete a las gentes a la rueda dentada de un círculo vicioso. Empieza quitándoles poder de discernimiento. Al no usar críticamente el lenguaje, personas y pueblos caen fácilmente en los trucos del ilusionismo mental. El manipulador se vuelve con ello prepotente y se arroga el derecho de dominar al pueblo en todos los órdenes: político, moral, cultural, religioso. Este pueblo dominado es incapaz de pensar con rigor y vivir creativamente […].

Inducir a las gentes dolosamente a considerar que entregarse a la seducción de una experiencia de vértigo equivale a realizar una experiencia de auténtico éxtasis -en cualquier aspecto: deportivo, estético, amoroso, ético, religioso…- constituye el gran timo de la estrategia manipuladora en la actualidad, la mayor trampa que se puede tender a las gentes de hoy, sobre todo a los jóvenes. Si éstos aceptan esa supuesta equivalencia, quedan fuera de juego en la tarea de llegar a ser hombres cabales. Y esto por una razón muy honda. El desarrollo de la personalidad lo lleva a cabo el hombre fundando modos de unidad valiosos con las realidades del entorno. Formas de unidad profunda y perdurable las instauran las experiencias de éxtasis, no las de vértigo. Estas dejan al hombre escindido de lo real, y por tanto lo agostan, como se agosta una planta desgajada de la tierra nutricia"[223].

Sobre la racionalidad capitalista, es manifiesto lo que plantea Erich Fromm a continuación:

"La racionalidad del sistema de producción, en sus aspectos técnicos, se ve acompañada por la irracionalidad de sus aspectos sociales. El destino humano se halla sujeto a las crisis económicas, la desocupación y la guerra. El hombre ha construido su mundo, ha erigido casas y talleres, produce trajes y coches, cultiva cereales y frutas, pero se ha visto apartado del producto de sus propias manos, y en verdad ya no es el dueño del mundo que él mismo ha edificado. Por el contrario, este mundo, que es su obra, se ha transformado en su dueño, un dueño frente al cual debe inclinarse, a quien trata de aplacar o de manejar lo mejor que puede. El producto de sus propios esfuerzos ha llegado a ser su Dios. El hombre parece hallarse impulsado por su propio interés, pero en realidad su yo total, con sus concretas potencialidades, se ha vuelto un instrumento destinado a servir los propósitos de aquella misma máquina que sus manos han forjado. Mantiene la ilusión de constituir 'el centro del universo", y sin embargo se siente penetrado por un intenso sentimiento de insignificancia e impotencia análogo al que sus antepasados experimentaron de una manera consciente con respecto a Dios.

El sentimiento de aislamiento y de impotencia del hombre moderno se ve ulteriormente acrecentado por el carácter asumido por todas sus relaciones sociales. La relación concreta de un individuo con otro ha perdido su carácter directo y humano, asumiendo un espíritu de instrumentalidad y de manipulación. En todas las relaciones sociales y personales la norma está dada por las leyes del mercado…[224]"

Para no fracasar en la intención de relevar el valor de la filosofía, el filósofo Bertrand Russell plantea que primero debemos liberar nuestras mentes de los prejuicios de quienes erróneamente se denominan hombres prácticos, y define a este tipo de hombre como "aquel que reconoce únicamente necesidades materiales, que se da cuenta de que los hombres deben disponer de alimento para el cuerpo, pero no recuerda la necesidad de suministrar alimento para el espíritu"[225]. El poeta José Asunción Silva reconocía que los hombres prácticos le inspiraban la extraña impresión de miedo que produce lo ininteligible, porque "un hombre práctico es el que poniendo una inteligencia escasa al servicio de pasiones mediocres, se constituye en una alternativa vitalicia de impresiones que no valen la pena sentirlas"[226]. De la concepción del "hombre práctico" se genera la sociedad anónima para la producción de la vida de emociones limitadas

De una falsa concepción de la vida, según Bertrand Russell, y en parte de una falsa concepción de la especie de bienes que la filosofía se esfuerza en obtener, surge la posición de que muchos, "bajo la influencia de la ciencia o de los negocios prácticos, se inclinan a dudar que la filosofía sea algo más que una ocupación inocente, pero frívola e inútil, con distinciones que se quiebran de puro sutiles y controversias sobre materias cuyo conocimiento es imposible"[227].

El hombre práctico, el tecnócrata, el utilitarista, no se pregunta por su ser auténtico. En su mundo el ser nunca se da como ser. El tecnócrata reduce a los hombres que trabajan a la categoría de simple cantidad. Para él, los seres humanos son cuerpos, o mejor dicho, fuerzas corporales, y funciones dentro de los sistemas de herramientas y máquinas. Como tales, son mensurables y sujetos a cálculos. "Casi parece que pronto los hombres no servirán para nada sobre la superficie de la tierra, no habrá más que máquinas"[228]. Paradójicamente, la maquinaria que mutila a los hombres es la misma que los sustenta. "La mecanización, precisamente el medio que había de liberar al hombre del trabajo, lo convierte en esclavo de su trabajo. Mientras más subyuga a su trabajo, más impotente se vuelve el hombre. La máquina reduce la necesidad del trabajo sólo para el todo, no para el individuo"[229]. Compitiendo con la máquina, el "hombre práctico", ignora que ésta lo sustituye y su pensamiento se cosifica. "Misteriosa en pleno día, la naturaleza no se deja despojar de su velo, y lo que ella se niega a revelar a tu espíritu a fuerza de palancas y tornillos"[230]. Según Fromm, la acumulación de capital, desde el punto de vista subjetivo, hace que el hombre trabaje para fines extrapersonales, convirtiéndose en esclavo de la "máquina que él mismo construyó, y por lo tanto le ha dado el sentimiento de insignificancia e impotencia personales"[231]. La máquina económica fabrica cada vez más excluidos y marginados, especialmente entre los jóvenes, las mujeres y los inmigrados. El pensamiento -señalan los filósofos Max Horkheimer y Teodoro Adorno[232]se reifica en un proceso automático que se desarrolla por cuenta propia, compitiendo con la máquina que él mismo produce para que finalmente lo pueda sustituir. El procedimiento matemático transforma al pensamiento en cosa, en instrumento. "Si el hombre común se está convirtiendo rápidamente en un sirviente de la máquina que decide por él, no tardará en llegar el día en que los creadores de esas máquinas y de esas ideas y teorías que las hicieron posibles, reclamen para sí, o se apoderen de golpe de las palancas de mando de las sociedades humanas"[233]. La ciencia y la técnica científica "pueden someter a sus cálculos y a su control casi todo lo que hay, pero al mismo tiempo deterioran el hábitat del hombre, incrementando así su inseguridad consecutiva, que se intensifica dramáticamente en las épocas de crisis"[234]. Robotizado en el mundo de las máquinas, de la técnica, el hombre yace derrotado. "La técnica está devastando la tierra, está aniquilando la tierra. El hombre ha olvidado al ser y se ha consagrado a la conquista y manipulación de los entes. Entonces hay una cosificación de la existencia en la cual el hombre se pierde como hombre en la conquista de los entes y al hacerlo él se transforma en un ente porque ya no está abierto a la posibilidad de un encuentro con el ser"[235].

La racionalidad técnica es hoy la racionalidad del dominio mismo. Es el carácter forzado de la sociedad alienada de sí misma. "La etapa agónica que atravesamos nos comprueba la cabal derrota del hombre. Existe dentro de su funcionamiento vital una desarmonización, creada por una disyuntiva entre la máquina y el espíritu. El problema, en sí, se resuelve en la contraposición de valores, en su supervaloración, en el movimiento contradictorio de los conceptos cultura y civilización. Encontrar por los nuevos caminos filosóficos al hombre -en esencia y principio- es una búsqueda anhelante, precipitada en torrentes de fuerte sentimiento agonicista, despliegue de interrogantes para impetrar al mundo la revolución de los caminos que está visitando en su locura apocalíptica. Porque él se encuentra como eje, vértice, centro y tangencia de una realidad a la cual nos ha empujado el choque de sensibilidades, un idealismo morboso y absorbente, y el producto de una realidad económica sin fundamentos humanos… Al espíritu del hombre lo ha ido envolviendo un desarrollo económico que le ha impuesto un punto de vista engañoso, una situación en la cual se tratan de economizar valores, de agotar valores, de crear nuevos valores, de gastar los valores para producir civilización"[236]. Como resultado de la racionalidad técnica se impone una lectura técnica. "En efecto, esta racionalidad técnica que vivimos en la educación actual va opacando silenciosa pero negativamente nuestra racionalidad filosófica. Todo cuanto leemos tiene que ser necesariamente una guía y un procedimiento para hacer, para producir y prácticamente para actuar. Todo ello dificulta notablemente la reflexión filosófica. La racionalidad técnica sirve para saber hacer las cosas de acuerdo con pasos previamente establecidos, pero no sirve para reflexionar profundamente. La racionalidad técnica reproduce; la racionalidad filosófica produce y crea pensamiento"[237].

El hombre ha utilizado la técnica para dominar la naturaleza. "Su apetito de saber y poder no se detiene ante nada, ni en el macrocosmos ni en el microcosmos. Gracias a su saber inmenso sobre los dominios de la realidad, puede manipularlo todo, descomponerlo y recomponerlo a su amaño"[238]. En su afán de poder y saber, el hombre contemporáneo, ha desencadenado una serie de inventos que utiliza para su propia destrucción: la bomba atómica, armas, químicos radiactivos, etc. Por ello es preocupante e inquietante que éste hombre, movido por sus deseos de dominio y poder, manipule o descomponga los elementos constitutivos de la vida, para armarlos de nuevo de acuerdo con sus planes, como lo hace con la materia inorgánica, "lo cual abre la inquietante posibilidad de que llegue a producir nuevas formas de vida dotadas de cualidades que necesite para satisfacer su desorbitada voluntad de poder"[239].

Quienes filosofamos no podemos desconocer la preocupación que se desprende del aserto de Lorena Martínez López, quien, interpretando el sentir filosófico de Danilo Cruz Vélez, afirma lo siguiente:

"La tecnología inmersa en la sociedad industrial ha recortado el ser del hombre, al hipertrofiar sus aptitudes para la planeación y el cálculo, conllevándolo a descuidar o a entorpecer su vida instintiva y emocional, su fantasía creadora de mitos y su impulso metafísico. Todo esto ocurre a la vez que la sociedad creadora de la tecnología actual influye notablemente sobre la libertad de la persona humana, lo cual es una acción deteriorante de la esencia del hombre mismo. La creación e invención de propagandas, técnicas psicológicas, pedagógicas y publicitarias le roban al hombre la iniciativa en la toma de decisiones acerca de la dirección que ha de tomar su vida; le inhiben la capacidad de elegir, la decisión y la responsabilidad, que son períodos fundamentales de un acto auténticamente personal […].

La técnica se ha convertido en el poder supremo de nuestro tiempo y continuará siéndolo hasta que se agoten todas sus posibilidades de desarrollo. La técnica, como toda época histórica, tuvo su inicio y seguramente también tendrá su final. Lo que la diferencia y es de gran preocupación, es que en ella existe la posibilidad del fin de la historia humana a causa de la viable autodestrucción del hombre. Pero, si esta probabilidad no se da, la Época de la Técnica culminará algún día, y generará una nueva figura de la historia universal, movilizada por un nuevo principio […].

Con la esperanza de recobrar el perdido control de las fuerzas desatadas por el hombre, desde hace algún tiempo se viene solicitando una vuelta a los valores morales en la ciencia y la tecnología, para ver si a través de la moral se puede tomar el control y darle una nueva dirección a la "técnica científica".

Pero en las ciencias exactas este juicio de valor moral no tiene sentido, desde que Galileo en el siglo XVII, al fundarlas, desarraigó de ellas toda clase de valoración, con el fin de forzarlas a centrar su atención de manera exclusiva a las relaciones numéricas y geométricas, en los fenómenos de la naturaleza. Esto generó que en la ciencia natural no predominara la valoración por la naturaleza, sino su medición, su explotación, convirtiéndose ésta en su operación particular […].

La técnica ha generado crisis, o estados de transición, en todas las esferas de la vida del hombre; se ha inmerso en su diario vivir, apoderándose hasta del proceso de desarrollo de ideas y planteamientos. Tal es el caso de los intelectuales, quienes de igual manera se han dejado absorber por este nuevo factor histórico, y las palabras, las ideas y los ideales, que constituyen el elemento en que se mueven los intelectuales, tienden cada vez más a perder su fuerza o poder. Esto genera que aquello que determina qué es lo real y qué se debe hacer, es una razón calculadora, con la cual el hombre tiende a convertirse en un manipulador de máquinas, lo cual deja de lado a los intelectuales. Así, lo que antes podría consultársele a un intelectual creador de ideas y planteamientos, ahora se le deja a una máquina o al técnico a su servicio, que determina las probabilidades y arroja resultados, a través del esbozo de planes de trabajo y fijación de metas […].

Es evidente la ausencia de los intelectuales en los diferentes campos en que antes desempeñaban un papel de primer rango; y sus ideas y razones, que antes eran escuchadas por doquier, hoy sólo son un eco, unas voces que parecen haberse callado o esconderse detrás de la manipulación de la sociedad industrial, que las utiliza a su conveniencia y necesidad.

El intelectual, que desde la época de los griegos se ha caracterizado por su condición crítica y reflexiva de la realidad, ejerciendo poderosa influencia en la toma de decisiones, hoy parece haber perdido fuerza. Todo indica que se ha dejado absorber por la técnica, lo cual ha traído como consecuencia la pérdida de todo su poder social. Esto lo ha generado la pérdida de su carácter peculiar"[240].

El reconocido pensador colombiano (Cruz Vélez), durante una entrevista con su homólogo Rubén Sierra Mejía, acota lo siguiente:

"La técnica científica, que se desarrolló a partir de la constitución de las ciencias físico-matemáticas, puestas al servicio de la capacidad técnica del hombre, esa técnica ha puesto en peligro el ser del hombre. Ahora no se trata entonces de una afirmación del ser hombre, sino de una salvación de su ser. Cuando se habla de la necesidad de una reflexión sobre la esencia de la técnica, esa reflexión tiende a una salvación del hombre, pues todas las direcciones de la técnica actual apuntan a puntos de peligro, a una destrucción del mundo circundante del hombre. Por medio de la industrialización que ha hecho posible la técnica científica se puede llegar a esa destrucción: la contaminación del aire, la contaminación de los ríos que acaba con la vida acuática, la contaminación de la tierra cuando utilizan las aguas contaminadas para el riego, todo eso hace desaparecer especies vegetales y especies animales que son condiciones de posibilidad de la existencia humana, condiciones materiales de la existencia humana"[241].

Pareciere que, inexorablemente, la máquina se hubiere convertido en el amo del hombre. Éste ha sucumbido ante el canto de sirena de la máquina. "Donde la evolución de la máquina se ha convertido ya en la del mecanismo de dominio, y la tendencia técnica y social, estrechamente ligadas desde siempre, convergen en la toma de posesión total del hombre… Hoy la maquinaria mutila a los hombres, a pesar de que los sustenta… Hoy, con la transformación del mundo en industria, la perspectiva de lo universal, la realización social del pensamiento, se halla hasta tal punto próxima y accesible que justamente a causa del tal perspectiva el pensamiento es negado… como mera ideología."[242]. Jaime Rubio Angulo atribuye a lo ideológico la función de encuadramiento de las actividades humanas. En el sentir de Erich Fromm, "hoy día la gente se siente atraída por los objetos mecánicos, por el poder de las máquinas, por lo que no tiene vida, y cada vez más por la destrucción"[243]. La vida se pretende mecanizar también. Nuestra cultura quiere reducirnos a simples mecanismos. "El mundo es un mecanismo vasto y complicado y hay que ser muy hábil para no dejarse atrapar en la red"[244].

Con respecto a la ideología, veamos lo que nos dicen algunos autores:

1 "Constituye una visión idealizada e interesada de la realidad; y responde a las concepciones subjetivas de un determinado grupo de personas, que en definitiva pretenden transformar la sociedad en una forma voluntarista, apartándose de su conformación espontánea resultante de su funcionamiento natural, y hacerlo en definitiva en beneficio de sus propias conveniencias. Y esto es así a pesar de que es frecuente que quienes actúan de esa manera pretendan negar que profesan una ideología"[245].

2 El investigador G. Fernández de la Mora aclara que: "En el sentido peyorativo del término, por ideología se entiende una concepción de la vida humana simplificada, tosca y utópica. Los ideólogos no profundizan en los temas que tratan, no fundamentan las afirmaciones que hacen, no se someten a verificación alguna. Se asientan únicamente en la firmeza con que hacen promesas para el futuro. Se presentan con ímpetu visionario de profetas laicos, para vencer a las gentes sin necesidad de convencerlas"[246].

3 Alfonso López Quintás, sobre este tópico, precisa lo siguiente: "Resulta temible la habilidad de ciertos ideólogos en el arte de vencer sin convencer, de seducir con razones trucadas, planteamientos falsos y razonamientos falaces. No es fácil descubrir en cada momento que nos están manipulando y en qué punto preciso introducen el truco manipulador. Los manipuladores suelen ser verdaderos especialistas en el arte de persuadir dolosamente"[247].

4 El filósofo David Hume sentenció que "la elocuencia, cuando alcanza su mayor intensidad, deja poco espacio para la razón o la reflexión, y se vuelca enteramente a la fantasía y las emociones, cautivando al oyente predispuesto y subyugando su entendimiento"[248].

El tecnócrata explota al hombre, incluso cuando le paga un salario justo. La tecnocracia es una de las causas de la angustia del hombre moderno, porque no puede solucionar todos los problemas vitales que dice abarcar. "La tecnocracia es una dictadura dirigida por la voluntad, el consejo y la participación de unos pocos considerados expertos y por ello, capacitados para tomar decisiones sobre el resto de la comunidad… La vida es racionalizada y planificada mediante una dinámica tecnocrática extraña al hombre desde el sistema y no desde él mismo. …la racionalidad instrumental se hace tan necesaria y tan "razonadamente" impuesta que el hombre ya es incapaz de renunciar a ella"[249].

El tecnócrata no se busca como ser porque no entiende esa búsqueda.
"En su mundo, el ser nunca se da como ser. El ser aparece ante él
sólo como materia prima, y el mismo se manifiesta ante sí únicamente
como el que calcula y la domina. La pregunta que interroga por el ser no apunta
a un ser particular como el tecnócrata. Por esta razón se pierde
a sí mismo preocupándose por un mundo pequeño y particular.
No se da cuenta de las dimensiones metafísicas de su existencia y restringe
el universo a los límites de su mundo ambiente inmediato. Para el tecnócrata
el universo es el sistema de lo que puede medirse y calcularse; fuera de este
sistema no hay nada"[250]. Precisamente, el hombre moderno,
nos dice Hermann Hesse, "no ama ya las cosas, ni siquiera lo que le es
más sagrado, el automóvil, que espera poder cambiar lo antes posible
por otra marca mejor"[251]. Este brillante intelectual,
en los albores del siglo XX, con su visión de profeta, ya reflexionaba
sobre la lucha entre el hombre y la máquina, la cual desplazaría
a éste y se le convertiría en su dios

. Por eso advertía que la radio "sólo servirá
al hombre para huir de sí mismo y de su fin y para revestirse de una
red cada más espesa de distracción y de inútil estar ocupado"[252].

Respecto al automóvil, es revelador lo que sostiene el novelista
J. D. Salinger: "-Los coches, por ejemplo —le dije en voz más
baja—. La gente se vuelve loca por ellos. Se mueren si les hacen un arañazo
en la carrocería y siempre están hablando de cuántos kilómetros
hacen por litro de gasolina. No han acabado de comprarse uno y ya están
pensando en cambiarlo por otro nuevo"[253].

Por su parte Horkheimer y Adorno, contemporáneos de Hesee, señalaban que "la radio, democrática, vuelve a todos por igual escuchas, para remitirlos autoritariamente a los programas por completo iguales de las diversas estaciones"[254]. El escritor iconoclasta Fernando Vallejo, con su estilo mordaz, pregunta ¿cómo le hacía la humanidad para respirar antes de inventar el radio? "Yo no sé, pero el maldito loro[255]convirtió el paraíso terrenal en un infierno: el infierno. No la plancha ardiente, no el caldero hirviendo: el tormento del infierno es el ruido. El ruido es la quemazón de las almas"[256]. Freud, otro simultáneo de Hesse, por la misma época señala que "el hombre ha llegado a ser por así decirlo, un dios con prótesis: bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos; pero éstos no crecen de su cuerpo y a veces aun le procuran muchos sinsabores… Tiempos futuros traerán nuevos y quizá inconcebibles progresos en este terreno de la cultura, exaltando aún más la deificación del hombre"[257].

Erich Fromm, en su obra El corazón del hombre, señala que la ciencia creó la técnica como objeto nuevo para el narcisismo. "El orgullo narcisista del hombre por ser el creador de un mundo de cosas que antes no podía ni soñarse, descubridor de la radio, la televisión, la fuerza atómica, los viajes espaciales, y aun por ser el destructor en potencia de todo el globo, le dio un nuevo objeto para la autoinflación narcisista. Al estudiar todo este problema del desarrollo del narcisismo en la historia moderna, recuerda uno las palabras de Freud según las cuales Copérnico, Darwin y él mismo hirieron profundamente el narcisismo del hombre socavando su creencia en su papel único en el universo y en su conciencia de ser una realidad elemental e irreductible. Pero aunque el narcisismo del hombre fue herido de ese modo, no se redujo tanto como podría parecer. El hombre reaccionó transfiriendo su narcisismo a otros objetos: la nación, la raza, el credo político, la técnica"[258]. Así mismo, en el texto Tener y ser, Fromm sostiene que "a primera vista lo más sorprendente es que el hombre se ha convertido en un dios, porque ha adquirido capacidad técnica para realizar "una segunda creación" del mundo, que remplaza a la primera creación realizada por el Dios de la religión tradicional; también podemos formular esto así: hemos convertido las máquinas en dioses, y nos hemos vuelto divinos sirviendo a las máquinas. Poco importa la fórmula que elijamos; lo importante es que los humanos, en un estado de absoluta impotencia real, se imaginan omnipotentes en su relación con la ciencia y la técnica"[259].

Danilo Cruz Vélez nos dice que el mundo de lo técnico, de lo mecánico, es la morada actual del hombre, y por lo tanto el problema actual para éste es su "salvación" de la técnica del nihilismo. "La sumisión de éste a la técnica ¿no constituye acaso la mayor de sus alienaciones?"[260]. En concepto del filósofo José Pablo Feinmann, el hombre es el amo del ente, es el dominador de la naturaleza a través de la técnica, es el hombre del tecnocapitalismo. Pero, citando a Heidegger, advierte que el hombre, por estar en la conquista del ente, de la cosa, de los objetos, no se pregunta por el ser, por su ser. "El ser es el tema del preguntar filosófico"[261]. Freud plantea un juicio general en el que precisa que "no podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece"[262].

El hombre contemporáneo ha olvidado al ser por dominar el ente. Heidegger, por su parte, plantea que el hombre de la técnica se ha extraviado por completo, que el dominio del mundo, de lo óntico, ha llevado al hombre al sometimiento de todas las cosas de la naturaleza, pronto a la destrucción del mundo. "Los desastres ecológicos, por ejemplo, son una venganza de la realidad por el afán ambicioso que tiene el hombre de dominar la naturaleza"[263]. Heidegger dice que donde el hombre vive ya no es la Tierra. Entonces, ¿cuál es el camino del hombre? Volver al ser. Para éste, la revolución es plantarse de otro modo frente al ser y no vivir entregado al dominio de los entes, porque el hombre moderno olvidó el ser "eclipsado por el brillo oropelesco de los entes"[264]. Con evidente fundamento, Horkheimer y Adorno nos dicen que: "El extrañamiento de los hombres respecto a los objetos dominados no es el único precio que se paga por el dominio; con la reificación del espíritu han sido adulteradas también las relaciones internas entre los hombres, incluso las de cada cual consigo mismo. El individuo se reduce a un nudo o entrecruzamiento de reacciones y comportamientos convencionales que se esperan prácticamente de él. […]el aparato económico adjudica automáticamente a las mercancías valores que deciden el comportamiento de los hombres. A través de las innumerables agencias de la producción de masas y de su cultura, se inculcan al individuo los estilos obligados de conducta, presentándolos como los únicos naturales, decorosos y razonables. El individuo queda cada vez más determinado como cosa, como elemento estadístico, como el éxito o el fracaso" [265]Eduardo Caballero Calderón nos dice que "hay hombres para quienes poseer es más importante que ser, o que son en cuanto tienen, y al dejar de tener, ante ellos mismos y ante los demás dejan automáticamente de ser"[266].

José Pablo Feinmann, interpretando el pensamiento heideggeriano, señala que el hombre ha olvidado al Ser y se ha consagrado a la conquista y manipulación de los entes. "Entonces hay una cosificación de la existencia. Hay una cosificación de la existencia, en la cual, el hombre se pierde como hombre en la conquista de los entes. Y al hacerlo, él se transforma en un ente, porque ya no está abierto a la posibilidad de un encuentro con el Ser. […]el hombre es el hombre del dominio de la técnica. El hombre que se apropia de los entes y olvida al Ser"[267].

Según el filósofo César Tejedor, el problema no radica en que el hombre haya dominado o creído dominar actualmente el mundo por medio de la ciencia y la técnica:

"El problema es que no haga sino eso, que olvide la dimensión simbólica y metafísica del mundo. Con ello, como diría Heidegger, abandona el terreno del "ser" para caer en el del "ente" […].

Por ello, el hombre actual carece de "mundo". No es un ser "arrojado al mundo", sino que ha sido "arrojado fuera del mundo"; más exactamente, ha sido "arrojado a las cosas". Por ello también, el hombre es un ser apátrida, para volver a otra expresión de Heidegger, ya que ha abandonado el ser del mundo. El hombre se ha creído dueño absoluto del mundo, y al ponerlo enteramente a su disposición, lo ha perdido. Pero el hombre no es el dueño, sino el "pastor del ser", y por ello debe respetarlo […].

De hecho, el mundo se ha convertido para el hombre contemporáneo en un mundo "cerrado", que ya no habla de nada distinto de sí mismo. Este mundo es el único mundo y debe explicarse por sí mismo. Pero ha perdido todo carácter de "revelación": nada revela nada, nada simboliza nada, nada remite a significación transcendente alguna. Incluso la orientación dentro de nuestro mundo es casi imposible: ya no hay un "centro", ni existen puntos significativos de referencia, sino únicamente "polos" de poder profano y opresor… El hombre vive en él perdido en la dispersión de las cosas: las utiliza, pero ya casi se siente incapaz de gozar de ellas y de darles un valor […].

Ronda una sospecha: no es el mundo el que se ha cerrado al hombre, sino el hombre el que ha perdido la capacidad de comprenderlo como un mundo abierto, porque en el fondo vive cada vez más ajeno a sí mismo. "Hay que acordarse del hombre que olvida dónde conduce el camino", decía ya Heráclito. Y Goethe: "Cuando el hombre no se encuentra a sí mismo, no encuentra nada." La gran paradoja humana es que cuanto más se afirma el hombre a sí mismo y más pretende poner a su servicio el mundo, más se pierde a sí mismo y más pierde, de rechazo, el mundo. "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su vida?""[268].

Ese dominio de los entes se patentiza en nuestra sociedad enfocada en tener antes que en ser. Veamos lo que señala Erich Fromm sobre el particular:

"Una sociedad cuyos principios son la adquisición, el lucro y la propiedad produce un carácter social orientado a tener, y después de que se establece la pauta dominante, nadie desea ser un extraño, o un paria; para evitar este riesgo todo el mundo se adapta a la mayoría, que sólo tiene en común el antagonismo mutuo […].

Si yo soy lo que tengo, y si lo que tengo se pierde, entonces ¿quién soy? Nadie, sino un testimonio frustrado, contradictorio, patético, de una falsa manera de vivir. Como puedo perder lo que tengo, necesariamente en forma constante me preocupa esto. Tengo miedo a los ladrones, de los cambios económicos, de las revoluciones, de la enfermedad, de la muerte, y tengo miedo a la libertad, al desarrollo, al cambio, a lo desconocido. Por ello estoy continuamente preocupado, y sufro una hipocondría crónica, en relación no sólo con la pérdida de la salud, sino con cualquier otra pérdida de lo que tengo; me vuelvo desconfiado, duro, suspicaz, solitario, impulsado por la necesidad de tener más para estar mejor protegido […].

La angustia y la inseguridad engendradas por el peligro de perder lo que se tiene no existen en el modo de ser. Si yo soy lo que soy, y no lo que tengo, nadie puede arrebatarme ni amenazar mi seguridad y mi sentimiento de identidad. Mi centro está en mí mismo; mi capacidad de ser y de expresar mis poderes esenciales forma parte de mi estructura de carácter y depende de mí"[269].

Según Augusto Ramírez, la mentalidad tecnocrática y utilitaria ha formado una cultura instrumental y de mercado. El filósofo José Enrique Rodó denuncia que "el ser humano es una realidad integral frente a la técnica que lo deforma"[270]. Horkheimer y Adorno discernían que "cuanto más se realiza el proceso de la autoconservación a través de la división burguesa del trabajo, tanto más dicho progreso exige la autoalienación de los individuos, que deben adecuarse en cuerpo y alma a las exigencias del aparato técnico"[271]. Luego de que el capitalista burgués lograra, hasta donde le fue posible, "penetrar en la esencia de las cosas mediante la ciencia y la filosofía, pudo afinar su proyecto histórico, transformar políticamente la sociedad y potenciar el desarrollo material y espiritual de la humanidad, cuyos resultados, por desgracia, se orientaron en provecho de una minoría, no por culpa de la ciencia sino de la estructura socio-económica del capitalismo"[272].

Muchos piensan equívocamente que hablar de filosofía es referirse a un tema totalmente abstracto, dominado sólo por unos pocos; por eso la consideran una pérdida de tiempo y de energía. ¡Cuán equivocados están! Pareciere que "para la mayoría de la gente la filosofía está ausente de sus preocupaciones, de sus estudios, de su vida"[273]. Algunos consideran que su enseñanza es más procedente en la universidad que en el otrora bachillerato, hoy día educación básica secundaria y educación media vocacional.

1.2.2 Filosofía y éxito auténtico

El papel de la filosofía es fundamental para buscar salidas, racionales y acordes a la realidad, de la cárcel en la cual pretende encerrarnos el utilitarismo. Los filósofos no ignoramos que el espíritu utilitarista, que se orienta a la inmediata finalidad del interés y se opone a una concepción de la vida racional, se aleja de la dimensión estética y desinteresada de la vida. Desconociendo la auténtica finalidad de las personas durante su existencia, impone su imperativo de que el éxito material debe ser la finalidad suprema de la vida, ¡esté donde esté!, ¡cueste lo que cueste!

Sobre la concepción utilitarista, encarnada en los Estados Unidos, ya en los albores del siglo XX José Enrique Rodó, a través de su libro Ariel (proclamado como el evangelio intelectual de la juventud de América Latina), hacía un vehemente llamado a la juventud latinoamericana para que superara ese espíritu, que llevaba a la imitación del modelo utilitarista y despersonalizado de la vida norteamericana.

A pesar de que reconocía de los Estados Unidos su grandeza y el poder de su trabajo, su filosofía del esfuerzo y de la acción, su originalidad y audacia y su grandeza material, aceptando que sin la conquista de cierto bienestar material era imposible, en la sociedades humanas, el reino de lo espiritual, les reprochaba su tendencia a "convertir el trabajo utilitario en fin y objeto supremo de la vida"[274], su preocupación por el éxito y la embriaguez por la prosperidad material, y los concebía como una sociedad con singular impresión de insuficiencia y de vacío. "Su prosperidad es tan grande como su imposibilidad de satisfacer a una mediana concepción del destino humano… Vive para la realidad inmediata del presente y por ello subordina toda su actividad al egoísmo del bienestar personal y colectivo"[275]. En consecuencia, no le apasiona el ideal de lo hermoso, el sentimiento de lo bello, la pasión clara de la hermosura de las cosas. "Menosprecia todo ejercicio del pensamiento que prescinda de una inmediata finalidad, por vano e infecundo"[276]. Como le apasiona la idealidad de lo verdadero, su ciencia no lleva un desinteresado anhelo de verdad, y la investigación es sólo el antecedente de la aplicación utilitaria. El filósofo José Ortega y Gasset pensaba en su tiempo que Estados Unidos todavía tenía que ser muchas cosas; entre ellas, algunas de las más opuestas a la técnica y al practicismo. Y cómo no va a ser una cultura "técnica" y "práctica" si el establecimiento no le interesa el filosofar. En Estados Unidos, según la UNESCO, la enseñanza de la filosofía no es una preocupación relevante en el sistema educativo. "En Estados Unidos de América se imparten cursos de filosofía en algunos institutos, sin que por ello esa enseñanza se incluya en el sistema educativo nacional. Se trata de cursos complementarios que dependen de la iniciativa de cada establecimiento escolar, incluso de la buena voluntad de algunos profesores. Muy rara vez ocurre que una escuela secundaria contrate a un profesor para que se dedique principalmente a la enseñanza de la filosofía. Se trata, por ende, de una tarea auxiliar, que se confía (cuando procede) a profesores que son competentes en este campo, pero que se encargan, prioritariamente, de la enseñanza de otras materias"[277].

Además de las virtudes que en esa época, justicieramente, les reconocía Rodó a los Estados Unidos, es procedente exaltar el arrollador progreso material, intelectual y científico, producto de su irrefutable creatividad y laboriosidad, con lo cual le han hecho un valioso aporte al desarrollo en campos profesionales como la medicina, la psicología, la genética, la ecología, la informática, las telecomunicaciones y la astrofísica, entre otras ciencias que, interrelacionadas de manera sinérgica, contribuyen en la solución a la problemática de las enfermedades, a conocer y explorar externa e internamente nuestro cuerpo y nuestro universo. Esta actitud de trabajo y progreso, pero despojada de los mezquinos fines del utilitarismo y del pragmatismo, que nos instala inconscientemente en la rueda del hacer, del tener y del consumir, es la que los latinoamericanos debemos imitar, con el ánimo de salir del subdesarrollo porque, no menos degradante que el desmedido utilitarismo, esa condición también despersonaliza al hombre. Pero, ¡eso sí!, debemos concienciarnos que esa imitación implica una sesuda y honda reflexión filosófica, con un profundo sentido crítico, para no copiar los modelos, paradigmas y esquemas meramente utilitarios que han hecho de esa poderosa nación una civilización que quiere imponernos su cultura; que se cree el amo y señor de vidas, países y riquezas; que se endiosa con el poder, creyéndose el país todopoderoso con el soberano derecho de invadir, dominar, oprimir, quitar y poner presidentes en cualquier nación del mundo. No es digno de imitar su doble moral, su nivel de vida profundamente vacía y sin sentido, y su pobreza espiritual a pesar de su inconmensurable riqueza material.

En este sentido, el profesor Hernando Barragán Linares[278]advierte que no es recomendable el modelo norteamericano para Latinoamérica, a pesar de que ha influido demasiado en nuestra forma de ser y de pensar. Queremos imitarlo y lo admiramos por el desconocimiento y la visión negativa de nuestra propia historia. Pensamos que Norteamérica es el modelo para los latinoamericanos, que su progreso debe ser imitado, y con él todas las formas de vida, su deshumanización, su mecanización de las relaciones, su capitalismo generador de grandes conflictos sociales, su ansia de dominación, su afán de producción y el carácter práctico de todas sus relaciones, mediante el cual ha logrado crear el ídolo del dinero. Augusto Ramírez precisa que la sociedad norteamericana es la expresión más avanzada de la sociedad de consumo y como tal exhibe los problemas más acuciantes de ese modelo. "En una sociedad donde toda pobreza es una derrota, donde solo el éxito económico es respetado y el que no triunfa es un perdedor, la bohemia intelectual, la humildad creativa no encuentra espacios de realimentación y estímulo"[279].

Muchas personas, por falta de sentido crítico, de espíritu crítico, de criticidad -que se adquiere en contacto con el maravilloso mundo de la filosofía-, sumidos en la dinámica utilitarista, tienen una concepción equívoca del éxito. El mismo concepto de felicidad (según el filósofo Robert Kurz[280]vago y aleatorio dentro de nuestro mundo competitivo, precisa que el éxito sólo se halla dentro de la competencia, lo que presupone siempre los objetos de la felicidad en una forma capitalista, en cuyo exterior se da por sentado que no existe ninguna forma alternativa. El condicionamiento cultural tiene un papel importante en nuestras vidas. "En occidente, el condicionamiento cultural ha hecho que el bienestar pase por la elevación del nivel de vida. El materialismo que se ha impuesto ha ligado erróneamente los conceptos de la felicidad y de la posesión. Esta visión nos hace creer que entre más cosas poseemos, más felices somos. La búsqueda de la felicidad ha sido sustituida por la búsqueda de placer… La sociedad occidental, centrándose en el consumismo, nos enseña muy pronto a creer que la felicidad es poco accesible. Pasamos nuestra vida trabajando en un lugar que no siempre corresponde a nuestras profundas aspiraciones. Preferimos consagrar nuestra energía a intentar adquirir bienes. El mundo que creamos de esta forma es estable y nos atascamos en el statu quo creyendo que se trata de la única respuesta posible a nuestra búsqueda de equilibrio. Esperamos el momento de la jubilación cono si fuera la fecha de la liberación. Llegamos a este periodo, y el individuo ya no encuentra ningún sentido en su vida cotidiana como cuando trabajaba todos los días. Su mundo está vacío y lleno de artificios"[281]. Erich Fromm señala que en el modo de tener, no hay una relación viva entre mi yo y lo que tengo.

"Las cosas y yo nos convertimos en objetos, y yo las tengo,
porque tengo poder para hacerlas mías; pero también existe una
relación inversa: las cosas me tienen, debido a que mi sentimiento de
identidad, o sea, de cordura, se apoya en que yo tengo cosas (tantas como me
sea posible). El modo de existencia de tener no se establece mediante un proceso
vivo, productivo, entre el sujeto y el objeto; hace que objeto y sujeto sean
cosas. Su relación es de muerte, no de vida… El idioma es un factor importante
para vigorizar la orientación de tener. El nombre de la persona (todos
tenemos un nombre y quizá tendremos un número, si continúa
la actual tendencia a la despersonalización) crea la ilusión de
que es inmortal y eterno. La persona y su nombre se vuelven equivalentes; el
nombre demuestra que la persona es una sustancia duradera, indestructible, y
no un proceso. Los sustantivos comunes tienen la misma función; o sea,
el amor, el orgullo, el odio, la alegría causan la impresión de
ser sustancias fijas, pero estos nombres no tienen realidad y sólo oscurecen
la idea de que nos enfrentamos a procesos que se desarrollan en los seres humanos;
pero hasta los sustantivos que denominan cosas, como "mesa" o "lámpara",
son engañosos. Las palabras indican que nos referimos a sustancias fijas,
aunque las cosas sólo son procesos de energía que causan ciertas
sensaciones en nuestro sistema corpóreo, pero estas sensaciones no son
percepciones de cosas específicas, como una mesa o una lámpara,
sino resultado de un proceso cultural de aprendizaje, proceso que hace que ciertas
sensaciones adquieran la forma de representaciones mentales específicas.
Ingenuamente creemos que cosas como las mesas y las lámparas existen
como tales, y no advertimos que la sociedad nos enseña a transformar
las sensaciones en percepciones, que nos permiten manipular el mundo que nos
rodea para sobrevivir en una cultura dada. Después de que bautizamos
estas representaciones mentales, el nombre parece garantizar su realidad absoluta
e inmutable"[282].

El éxito lo conciben como uno de los más altos y caros ideales, que sólo alcanzan los protagonistas del mundo del espectáculo y de la farándula, de la política y la economía, los "famosos" y los millonarios, los grandes deportistas y los empresarios, entre otros pocos privilegiados. Con su mentalidad de hombres del "rebaño", están convencidos de que el éxito solamente está reservado para un selecto grupo de favorecidos por el dinero, el talento, la creatividad y las habilidades para ciertas actividades que dan popularidad, fama y dinero. Ese tipo de seres humanos se sienten unos fracasados al no ser tenidos en cuenta como "exitosos" dentro de la concepción utilitarista del éxito. Como se sienten inferiores a los "exitosos", ven a éstos como referentes que hay que imitar, e íconos que es necesario idolatrar hasta el ignominioso extremo de perseguirlos, sin importar las consecuencias, con tal de obtener un "autógrafo". ¡Jóvenes, esta actitud del "rebaño" es profundamente degradante! Ellos no son más o menos importantes que nosotros. ¡Somos iguales! No somos superiores o inferiores a los demás; simplemente somos diferentes, por cuestión de circunstancias y de oportunidades. Compartimos la misma biología, así tengamos diferente ideología. "Como individuos somos, por un lado, todos iguales en cuanto a nuestro "ser ontológico" (genérico), ya que compartimos las formas básicas de ser que nos hacen a todos humanos y, por el otro, somos diferentes "personas". Todos resolvemos los enigmas de la vida de diferentes maneras"[283]. Si filosofamos tendremos perfectamente clara esta inobjetable realidad.

Las figuras o personajes públicos tienen una responsabilidad y compromiso ético y social, por cuanto, en cierta manera, son el modelo, el referente y los "educadores" de muchos jóvenes, quienes los ven como ejemplo a emular para ser famosos igual que ellos. Por eso se requiere que la juventud se forme filosóficamente para que no se deje deslumbrar por el oropel de la fama ("la diosa bastarda", como la llamó David Herbert Richards Lawrence[284]del supuesto "éxito", imitando ciegamente a los seudoídolos, que no siempre la conducen por el difícil camino que lleva al triunfo. Según Augusto Ramírez, "la televisión impone la alfombra roja y los famosos como modelos colectivos"[285]. ¿Acaso ignoran que muchos de estos ídolos de barro no son un ejemplo digno de imitar, debido a que son protagonistas de frecuentes escándalos, divorcios reiterados (en perjuicio de sus hijos menores), consumo de drogas, alcoholismo, agresividad y hasta pedofilia? Éstos muestran, de manera equívoca, "que es posible llevar una vida normal, plenamente racional, incluso espectacular, sin la menor preocupación por conferir un sentido pleno, éticamente valioso, a las propias acciones"[286]. La escritora Érica Jong señala que muchos artistas desesperados se consuelan "con el opio, el alcohol, la lascivia homosexual, la lascivia heterosexual, el fervor religioso, la moralización política, el suicidio y otros paliativos"[287]. Siguiendo la metafórica recomendación de Gustavo Flaubert, es procedente no tocar a nuestros ídolos para evitar que el dorado de su piel se quede prendido en nuestras manos. El siguiente diálogo nos hace reflexionar sobre sucedáneos como la fama y la celebridad:

"-No, lobito; la fama, no. ¿Tiene ésta, acaso, algún valor? ¿Y crees tú por ventura que todos los hombres realmente verdaderos y completos han alcanzado la celebridad y son conocidos de las generaciones posteriores?

-No; naturalmente que no.

-Por consiguiente, la fama no es. La fama sólo existe también para la ilustración, es un asunto de los maestros de escuela. La fama no lo es, ¡oh, no!…[288]"

En esto de la fama, el brillante escritor José Saramago también nos insta a reflexionar. Veamos:

"La fama, ay de nosotros, es un aire que tanto viene como va, es una grímpola que tanto gira al norte como al sur, y de la misma manera que una persona pasa del anonimato a la celebridad sin percibir por qué, tampoco es infrecuente que después de haberse pavoneado ante el entusiasta favor público acabe sin saber cómo se llama"[289].

En cuanto al frívolo universo de la fama, el escritor Irving David Yalom señala lo siguiente, siguiendo el pensamiento de Spinoza:

"—Ve usted, la gente no para. Corren de aquí para allá todo el día, toda la vida. ¿Persiguiendo qué? ¿Riquezas? ¿Fama? ¿Los placeres de los apetitos? Es indudable que esos fines constituyen errores. Esos objetivos se reproducen. Cuando se alcanza uno de ellos se generan necesidades adicionales. Así que siempre hay que correr, siempre hay que buscar, ad infinítum. El camino verdadero hacia la felicidad imperecedera tiene que estar en otra parte…

No se compliquen la vida con objetivos triviales como las riquezas y la fama: son el enemigo de la ataraxia. La fama, por ejemplo, consiste en las opiniones de otros y exige que debamos vivir nuestra vida como desean otros. ¿Y la riqueza? ¡Evitadla! Es una trampa. Cuanta más adquirimos, más ambicionamos, y más hondo es nuestro pesar si nuestra ambición no se ve satisfecha. Amigos, escuchadme: si anheláis la felicidad, no malgastéis vuestra vida luchando por aquello que en realidad no necesitáis…

La fama tiene, además, el inconveniente de que impulsa a los que la persiguen a ordenar sus vidas de acuerdo con las opiniones de sus semejantes, rechazando lo que ellos suelen rechazar y buscando lo que ellos suelen buscar"[290].

En cuanto al éxito, en este pragmático y frío mundo de competencia, Bertrand Russell[291]sostiene que el hombre de negocios piensa que lo que obstaculiza su felicidad es la lucha por la vida, entendida como la lucha por el éxito. Mientras no sólo desee éxito, sino que esté persuadido de todo corazón de que el deber del hombre es la persecución del éxito, y de que quien no lo consiga es un infeliz, su vida será demasiado ansiosa y desconcentrada para ser dichoso.

Si bien es cierto que es importante el éxito y el dinero, el hombre no puede sacrificar su vida en aras de conseguirlos. El éxito y el dinero son sólo ingredientes de la felicidad, pero no la felicidad total. La raíz del mal está en la importancia que se concede al éxito en la competencia como la mayor fuente de felicidad. El hombre de negocios, en constante búsqueda del éxito y del dinero, descuida sus hijos, su esposa y su descanso. Es un esclavo del éxito o del dinero. No lee y no disfruta de los placeres de la lectura y de otros deleites estéticos. De esta infelicidad, en parte, es responsable la educación, que se centra en formar personas para la competencia, para la búsqueda incansable del éxito, para la obtención del dinero. A menos que se le enseñe al hombre qué es lo que tiene que hacer con el éxito después de conseguirlo, su consecución le llevará inevitablemente al aburrimiento. La infelicidad del hombre de negocios proviene de creer que la vida es lucha, competencia, y que sólo se respeta al vencedor. Muy diciente es el siguiente párrafo:

"El éxito, en la sociedad burguesa, se encuentra calificado de acuerdo con la declaración de renta. Un patrimonio escaso y una rentabilidad congrua[292]no configuran la plenitud del éxito. Se requiere más patrimonio y más renta. Todo el patrimonio posible y la más alta renta. Cuando esas condiciones se obtienen, el éxito está ahí, pleno y jugoso. En un salón de la sociedad burguesa, la aparición de un individuo, nimbado, como un santo laico, con el halo invisible de su riqueza, produce una colectiva y humillante sensación de respeto. La superstición del dinero, consustancial a la conciencia burguesa, lo convierte instantáneamente en símbolo vivo del poder y del éxito. Las demás categorías pasan, súbitamente, a segundo plano. Lo que el burgués posea, eso es. Lo que verdaderamente sea, no importa. La posesión del dinero crea, de hecho, la preeminencia más alta. En la perspectiva burguesa de los valores, el Gran Poseedor queda situado en el primer rango. Puede ser un hombre mediocre"[293].

En nuestra sociedad capitalista, el éxito, junto con la actividad económica y las ganancias materiales, se vuelve un fin en sí mismo. Así lo reconoce Fromm:

"El destino del hombre se transforma en el de contribuir al crecimiento del sistema económico, a la acumulación del capital, no ya para lograr la propia felicidad o salvación, sino como un fin último. El hombre se convierte en un engranaje de la vasta máquina económica —un engranaje importante si posee mucho capital, uno insignificante si carece de él—, pero en todos los casos continúa siendo un engranaje destinado a servir propósitos que le son exteriores… Actualmente el hombre no sufre tanto por la pobreza como por el hecho de haberse vuelto un engranaje dentro de una máquina inmensa, de haberse transformado en un autómata, de haber vaciado su vida y haberle hecho perder todo su sentido"[294].

El filosofar no se opone al éxito; al contrario, el filósofo, entre sus diversos quehaceres, reflexiona sobre la búsqueda del auténtico éxito, porque estamos insertados en una sociedad que así lo exige. Pero no se trata de cualquier éxito; se trata del verdadero éxito, del éxito que humanice y no el seudoéxito que despersonalice. Pero, ¿qué es el éxito? He ahí un problema que inquieta a la filosofía. Tal vez no haya una respuesta absoluta. Cada quien tiene su noción y su vivencia (experiencia inmediata de la vida) del éxito. Algunos dicen que es el resultado de una empresa, acción o suceso, especialmente buen resultado. Ese éxito tendría relación con el éxito material. Otros dicen que es la aprobación pública. Ese éxito estaría estrechamente relacionado con el que alcanzan los personajes públicos. Personas que se preocupan por el verdadero éxito conciben el éxito como una conquista de circunstancias, como poder hacer lo que uno quiere y puede, lo que uno ama, lo que se hace con amor. En este sentido, el éxito se relaciona con la obtención de grandes o pequeños logros que nos llenan de satisfacción. El éxito es alcanzar lo que uno se propone. Es la capacidad de convertir en realidad los deseos fácilmente. Es el continuo crecimiento permanente de la felicidad y la realización progresiva de unas metas dignas. No sólo incluye la creación de riqueza (uno de sus componentes), sino que también es un proceso que requiere mucho esfuerzo, y que muchas veces se logra a expensas de los demás, pero sin dañar ni atropellar a nadie. ¿Eso será el éxito? Tiene éxito quien logra alcanzar grandes o pequeñas metas del hacer, del tener y, principalmente, del ser. El sociólogo Emilio Durkheim[295]a través del concepto de "anomia", nos acerca al sentimiento de exclusión, de extrañamiento y vacío emocional, que disuelve nuestra identidad y afecta el sentido de nuestra vida, debido a que escinde el ser del quehacer.

Logra el éxito quien posee y es capaz de armonizar sinérgicamente inteligencia operativa, inteligencia emocional e inteligencia financiera. La operativa le facilita enfrentar y resolver los problemas que se presentan en el diario transcurrir; la emocional le permite armonizar los sentimientos con la razón, y la financiera sirve para conseguir, hacer producir, conservar y gastar racionalmente el dinero (una sinergia entre contabilidad, inversiones y leyes). ¿Cuál éxito? ¿Personal o profesional? Muchos se concentran en la búsqueda del éxito profesional, descuidando el personal. Los dos se deben buscar paralelamente, porque quienes sólo persiguen el profesional, corren el riesgo de convertirse en seudoexitosos, como algunos seudoídolos de la farándula y del avaro e insaciable mundo de los negocios, que carecen de sustento espiritual, de la profunda vida del espíritu.

El filosofar debe cuestionar, repensar y superar el utilitarismo, vacío de todo contenido ideal, que quiere imponérsenos como arquetipo o patrón de vida. ¿O es que queremos vivir bajo el modelo de la cultura norteamericana en el cual se evidencia un profundo vacío existencial que impulsa a la drogadicción, la beligerancia, la violencia, la intromisión, la dominación y la megalomanía? Según Augusto Ramírez, la drogadicción y la violencia que hoy sufre la sociedad norteamericana son el resultado del deterioro de las relaciones humanas, con su concomitante vacío emocional y tensiones relacionales. "Hay un amplio consenso en los círculos académicos norteamericanos sobre la íntima conexión entre el consumo de drogas y el aumento de la violencia… El consumo de drogas entre la población escolar ha impulsado la proliferación de pandillas de niños narcotraficantes que, en sus luchas territoriales, han convertido las calles y las plazas norteamericanas en lugares inseguros y peligrosos… Es evidente que el aumento incesante del consumo de drogas es el mejor cuantificador de los niveles tensiónales que genera la sociedad de consumo"[296].

1.2.3 Filosofar, ¿para qué?

Filosofar no debería necesitar de ninguna justificación. Pero en esta sociedad pragmática -en la que el criterio de verdad es su utilidad– el filosofar necesita "justificar" o "acreditar" su existencia, so pena de ser estigmatizado como un quehacer inútil. ¿Es necesario preguntar para qué sirve la naturaleza y el hombre? ¡Claro que no! ¿Entonces para qué preguntar para qué sirve el filosofar? El filosofar tiene una utilidad "práctica" y no necesita "justificar" su existencia. Sin embargo, es procedente "aclararles" a los "hombres prácticos", a los detractores de la filosofía, para qué sirve el filosofar.

Preguntar para qué sirve la filosofía es un interrogante que hogaño ya no debería formularse o plantearse, porque la filosofía sí sirve para mucho, es útil. Sería cómo preguntar ¿para qué sirve la ciencia? ¿Para qué sirve la vida? ¿Para qué alimentarnos? (El "para" es el núcleo ontológico de los entes). Sobran las respuestas. "¿Qué importancia tiene la filosofía? La misma que las ventas en los mercados… Sócrates decía que aquel que necesita cebollas sabe que tiene que ir al mercado porque allí va a poder comprar cebollas. Que el que necesita zapatos, sabe que tiene que ir al mercado porque allí va a encontrar zapatos. Y aquel que tiene preguntas y quiere conocer sobre las cosas verdaderamente importantes de la vida, ¿a qué va acudir? A la filosofía, donde podemos encontrar respuestas a las preguntas… Cuando buscamos el sentido de la vida, cuando nos preguntamos por lo que se esconde detrás de las apariencias, cuando necesitamos conocernos a nosotros mismos y las causas de lo que nos sucede, estamos filosofando; es probable que sea la más noble ocupación, la más humana y, por tanto, la que más felicidad pueda aportarnos"[297].

La filosofía sirve porque la necesitamos. Ésta revoluciona nuestra conciencia o nuestra mente. El filósofo Gilles Deleuze dice que cuando se pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva, ya que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. "Pero algunas veces, es la propia filosofía la que se formula esa pregunta; entonces es posible que de esa reflexión surja una transformación fructífera o una revolución en el modo de pensar y de actuar… A la pregunta de por qué filosofar hay que responder con otra pregunta: ¿Cómo no filosofar? La posible inutilidad de la filosofía es parte de su contingencia —explica el filósofo Samuel Cabanchk—y en ella radica también su utilidad, ya que la filosofía sirve para no hacer masa con el pensamiento masa; para ir más allá del pensamiento que domina en los medios, de la espontaneidad de la opinión de la calle, de las fórmulas masificadas. No se trata de instalar un elitismo del pensar sino de ejercer el pensamiento crítico, tanto en el universo personal como en el colectivo"[298]. La filosofía, mediante su reflexión y su preguntar con hondura ontológica, "analiza el lugar que el hombre ocupa en el universo y la naturaleza, los instrumentos, procesos y objetos de su pensamiento, los valores a que debe atenerse en su relación con otros hombres y con la sociedad humana"[299]. Concebida desde esta perspectiva, dentro de las múltiples utilidades de la filosofía se encuentra el preguntar. Preguntar es una manera de filosofar. Quien se adentra en los profundos e intrincados meandros del filosofar no puede vivir sin preguntas ni respuestas. Ese "amor por la sabiduría" se le exacerba de tal manera que vivirá preguntando y preguntándose. Las respuestas a cada una de sus múltiples preguntas lo remitirán a otras preguntas, sin que pueda estar satisfecho de las nuevas respuestas. Cada respuesta será contrastada, reinterpretada y analizada. Solamente, después de preguntar y preguntar, de preguntarse y preguntarse, quedará temporalmente satisfecho, mientras nuevas preguntas y nuevas respuestas vienen a despertar las sospechas, las dudas, las inquietudes, para seguir preguntando y preguntándose, buscando aproximarse a la esquiva "verdad", intentando incansablemente conocer qué es la verdad y como hallarla, si es que es posible encontrarla. Es pertinente aclarar que uno no se puede instalar "cómodamente" en la pregunta o el preguntar; es necesario lograr o alcanzar certezas, "verdades", sin importar que sean relativas, así estas certezas o "verdades" se enfrenten a permanentes dudas e incertidumbres.

Etimológicamente, el verbo preguntar proviene del latín praecunctare, y significa "someter a interrogatorio". Preguntar es buscar información y despejar una duda, una inquietud o un interrogante. "Formular una pregunta implica tener ya un conocimiento general de lo que se quiere conocer. La pregunta señala un camino, limita un horizonte. Es también una indagación sobre lo que somos y lo que podemos ser. Muchas veces, el secreto para solucionar un problema es saber plantear la pregunta adecuada. Cuestionar ayuda a encontrar caminos frescos"[300]. Preguntar, según Heidegger, es estar construyendo un camino. "Por ello es aconsejable fijar la atención en el camino y no estar pendiente de frases y rótulos aislados. El camino es un camino del pensar… Cuanto más nos acerquemos al peligro, con mayor claridad empezarán a lucir los caminos que llevan a lo que salva, más intenso será nuestro preguntar. Porque el preguntar es la piedad del pensar"[301]. Preguntarse es "reflexionar una persona sobre una duda"[302].

¿Acaso no es tozudez preguntar para qué sirve un saber racional que ha pervivido durante unos tres mil años? "Aristóteles sostenía que hay muchas cosas útiles y actividades más urgentes y apremiantes que la filosofía, pero que no hay ninguna que valga más, porque la filosofía es el hombre mismo y todo lo demás le sirve a ella, es decir, al hombre. De modo que preguntar para qué sirve la filosofía equivale a preguntar para qué sirve el hombre"[303]. Lo que ocurre es que en nuestra sociedad pragmática y utilitaria a todo quieren buscarle un ¿para qué? en lugar de un ¿por qué? "Las cosas bellas no necesitan un "¿para qué?"", porque son válidas en sí mismas. El "¿para qué?" es una idea de la lógica capitalista: para qué sirve, qué se va a ganar con eso, qué se va a conseguir, etc. Pintar es bueno en sí mismo, no me sirve para nada, como leer a Dostoievski. Es bueno poder ver un cuadro, entusiasmarse con él, interpretarlo como un auto-retrato y conmoverse. Lo que es bueno en sí, no necesita de un "¿para qué?" La lógica del capital siempre necesita tener claro cuánto va a dar una inversión, qué utilidad se puede obtener. Pero la vida no tiene por qué asumir esa lógica…"[304].

Nuestra condición humana nos plantea muchos interrogantes. "El filósofo se ocupa y se adentra en lo extraño y desconocido, no para encantarlo, sino para dejarse interrogar. Para instalarse en la pregunta. Para viajar hacia el misterio, que es una aventura hacia el interior del ser, porque el filósofo sabe que aunque podemos soportar todo tipo de soluciones, no podemos vivir sin problemas, pues, como decía Unamuno, lo más problemático de todo problema es la solución"[305]. Mientras que para las personas que carecen de espíritu crítico y no "filosofan", muchos fenómenos, sucesos, eventos, circunstancias, hechos y "realidades" les parecen obvias, para el filósofo son un problema, generan múltiples preguntas, y las respuestas a éstas suscitan más preguntas, y el ansia de preguntar no se satisface con ninguna de las respuestas. "Una buena conferencia, una buena reflexión, una buena charla, no es donde encuentra respuestas; es donde sales con muchísimas preguntas. Porque las preguntas te hacen reflexionar, las preguntas te hacen cambiar, las preguntas te hacen entrar al camino de la búsqueda. Por eso es tan importante la pregunta en filosofía"[306]. Si sólo interesa el consumo y el mercado, ¿en qué momento nos surge la pregunta por el ser y otras preguntas, que son la esencia del quehacer filosófico? Si permitimos que la pregunta por el ser "despliegue su fuerza en nuestra vida y que la dirija, asumimos la actitud filosófica y despertamos al filosofar"[307]. El hombre es el único ser que se pregunta por el ser, el objeto mismo de la investigación filosófica. "Las preguntas filosóficas no son meros problemas, como los que sucesivamente se plantea y responde la ciencia, sino cuestiones vitales en las que estamos total y perdurablemente implicados, no tanto como sujetos de conocimiento, sino como personas… En cierta forma, las contestaciones que da la ciencia a los interrogantes sobre la realidad sirven para apaciguar, aunque sea momentáneamente, nuestra curiosidad y nuestra desazón respecto a ella. En cambio, las respuestas a las preguntas filosóficas nunca cancelan suficientemente éstas; al contrario, sirven para profundizar en ellas y mantener las abiertas. No cierran los interrogantes, sino que se incorporan a su devenir, enriqueciéndolos y agravándolos… Quizá la diferencia estribe en que llamamos científicas a las preguntas que nos «hacemos» con tal o cual objetivo que deseamos alcanzar, mientras que tenemos hoy por filosóficas las preguntas que «somos», que nos constituyen como humanos y de las que no podemos zafarnos como no podemos librar nos de nuestra propia condición"[308]. Germán Marquínez Argote señala que "toda respuesta es susceptible de ser de nuevo cuestionada por una nueva pregunta"[309]. El insaciable deseo de saber (de ahí su "amor por la sabiduría") le impele a seguir preguntando hasta que muere… Heinrich Heine plantea poéticamente que "no dejamos de preguntarnos, / una y otra vez / hasta que un puñado de tierra / nos calla la boca. / Pero, ¿eso es una respuesta?"

La inmensa mayoría de seres humanos que viven bajo el contundente y alienador poder religioso no preguntan y se preguntan: ¿Para qué sirve la religión? "Las religiones, todas, en cualquier lugar y momento, sirven para ese cometido. Pero no sólo ellas: el discurso común, reproductor de la ideología dominante, está igualmente a ese servicio. Desde el poder, de lo que se trata es de no permitir pensar, de hacer repetir perpetuamente e inducir a creer "lo que se debe creer", aunque sea absurdo"[310]. Sin duda, nuestra humana condición da para eso: somos muy manipulables, conservadores, miedosos (¿absurdos quizá?). "¿Creéis que en todo tiempo los hombres […] han sido mendaces, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?", preguntaba Voltaire"[311].

Así como se asigna, sin preguntar ni reflexionar, valor e importancia a la religión y a otros saberes irracionales, el filosofar presta un invaluable servicio, porque es un saber racional, riguroso, metódico, reflexivo, crítico, analítico y argumentado. Y no es que el filósofo sea un detractor o defensor de la religión; lo que ocurre es que éste, que va en búsqueda de respuestas, pregunta y se pregunta por el fenómeno religioso en todo su fantástico y complejo universo, buscando desentrañar qué hay dentro de él. Por ejemplo, pregunta y se pregunta por el insondable problema de Dios, no para negarlo o afirmarlo; lo que quiere saber es qué se esconde detrás de esta problemática que, gracias a nuestra cultura, nos inquieta. Se pregunta por el problema de Dios porque no le gustan las salidas facilistas: afirmarlo o negarlo porque otros ya lo han hecho. Cuando reflexiona sobre el insondable origen del universo no acude al facilismo, sosteniendo que éste fue creado por Dios; reflexiona y formula otras preguntas, indaga en las ciencias y otros saberes, no se atiene a la mera cosmovisión religiosa. Los espíritus acríticos creen o no creen en Dios porque otros les han dicho que hay que creer o no creer, que Dios existe o que Dios no existe; pero nunca han reflexionado con la debida profundidad filosófica, por sí mismos, para llegar a sus propias conclusiones, para afirmar o para negar por sus propias reflexiones y por sus propias convicciones. Quien piensa por sí mismo, quien tiene espíritu crítico, será capaz de adentrarse en los intrincados e insondables laberintos del problema teológico para creer o no creer en Dios, para afirmar o negar la existencia de Dios o asumir otras posturas críticas al respecto, previa reflexión, previo cuestionamiento, previa duda razonable, previo razonamiento argumentado y profundo, pero producto de su propio entendimiento, pensando por sí mismo. Respecto al problema de Dios, el filósofo se zambulle en la profundidad de ese inquietante enigma, desde el punto de vista fenomenológico, ontológico, simbólico, metafísico, epistemológico, antropológico, lingüístico, sociológico y psicológico. Su ansia desmedida de respuestas lo llevan a preguntar y preguntarse, mientras viva, tratando de allegar claridad a esta cuestión que ha influido y permeado hondamente al hecho religioso, que ha condicionado radicalmente la cosmovisión de una inmensa mayoría de seres humanos y su manera de ser y de estar en el mundo. El discurso religioso gira en torno a una única verdad, a un único sentido, un modelo donde todo está dicho y no puede ser de forma distinta. El relato religioso pretende acríticamente legitimar la verdad y el control social. El relato religioso es un modelo que impone cuál es nuestro sitio en la sociedad y qué debemos esperar de ella. El genial compositor Richard Wagner afirmaba que la doctrina de la Iglesia nos debilita a menudo más que fortalecernos. Es por eso, que, antes que acudir al facilismo de creer o no creer, la religión me exige investigar en ésta, desde los puntos de vista histórico, teológico, fenomenológico, sicológico, antropológico, sociológico y filosófico. En síntesis, el filósofo, con su actitud de preguntar e investigar, pretende obtener claridad y acercarse a una comprensión más cercana a esta subjetiva "realidad" irracional lo más diáfanamente posible. "Lo que importa no es lo que uno cree o dice creer, sino cómo vive"[312].

"Yo creo en Dios" o "Yo no creo en Dios". Son comunes estas expresiones coloquiales para las personas acríticas, que les gustan las cosas fáciles. Pero a quienes nos apetece pensar críticamente las ponemos en duda. Antes que afirmar o negar la existencia de Dios, nos preguntamos ¿qué es Dios?, ¿quién es Dios?, ¿cuál Dios: el de los judíos, el de los musulmanes o el de los cristianos?, ¿los dioses de los politeístas: los mitológicos de los griegos, los de los romanos, los de los egipcios, los de los celtas, los de los nórdicos, los de los pueblos africanos y asiáticos, los de los mayas, los de los incas, los de los aztecas, etcétera?, ¿los dioses paganos?, ¿los dioses de los filósofos?, ¿el dios de los deístas?, ¿el dios de los gnósticos?, ¿el dios de los agnósticos?, ¿el Dios de los monoteístas?, ¿Dios creó al hombre?, ¿el hombre creó a Dios?, ¿Dios creó al hombre a su imagen y semejanza?, ¿el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza?… ¿Demostrar la existencia de Dios racionalmente, a través de los argumentos cosmológico (Dios como primera causa de todo lo existente), teleológico (Dios creador como garante y explicación del orden y la complejidad del universo), moral (fundamentación de la necesaria moran en Dios indispensable para ésta) y ontológico (Dios existe en la mente por cuanto es el ser más grande y perfecto que pueda pensarse o concebirse; la idea de un ser perfecto implica su existencia), si muchos pensadores críticos que es imposible concebir a Dios mediante el poder de la razón? Aquí ya no se trata simplemente de afirmar o negar la existencia de un ente metafísico, sino de problematizar aquello que muchos se conforman con afirmar o negar. En las dos aserciones solamente se trata de expresar creencias (una afirmativa y otra negativa); es asunto de creer o no creer, y esto es fácil. Pero preguntar ¿qué es Dios?, ¿quién es Dios? y formular otros interrogantes implica pensar, y pensar es difícil.

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