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Cuentos surgidos de vivencias y relatos en la costa norte de Colombia



Partes: 1, 2

  1. Prólogo
  2. El notario
  3. El baúl
  4. Sólo escuchábamos los gritos?
  5. El penitente
  6. Indecisión
  7. Clitemnestra
  8. Rutina
  9. Teresa nunca ríe
  10. El cuaderno
  11. La papelera
  12. Knouwe

Prólogo

De entrada, quiero decir que encuentro en este trabajo una feliz ocasión y una manera de fugarme de la presión de una ciudad cada día más llena de hierro y cemento. Una ciudad llena hoy de horizontes sombríos; sin ese toque alegre y maravilloso del color, del sonido, del arte y de la vida, como son los verdaderos horizontes impregnados de vida. Un día, quizá, a lo mejor, fueron abiertos y brillantes pero se fueron. Una ciudad que cada día se queda sin amaneceres es una ciudad muerta.

También encuentro en este trabajo un especial refugio que nunca tal vez encuentre en otro lugar. ¡Cómo me alegra decir que empiezo a recordar muchos momentos y olvidar otros.

No es una caverna para refugiarme. La oscuridad no me atrae. Me atraen los amaneceres y los horizontes amplios, llenos de luz y de color, como son los verdaderos amaneceres en cualquier lugar donde estés. También las calles abiertas y de color.

Es un pequeño refugio lleno de vivencias y recuerdos, atravesado en el camino de la vida, ofrendado a esos surcos que tenemos ocasión de recorrer. No hay primeras notas; sólo un orden caprichoso que en las madrugadas capitalinas quise darles.

Son 14 cuentos escritos para mí, aunque comparto aquello de que la literatura cumple siempre una función social. Al menos, eso espero. Por esta razón, están dedicados con especial consideración a los amigos que me alentaron a publicarlos y también a quienes hallen placer en aquellos momentos en los cuales los surcos de la vida nos arrojan por momentos en los pliegues de la soledad.

Espero que todos ellos encuentren en su lectura algo que los entretenga al menos. Si esto no es así… lo intentaremos de nuevo en otra ocasión.

Leonardo Gutiérrez Berdejo

A mi madre y a todos los luchadores ribereños del río Magdalena

El notario

Y nada pudo hacer cuando su soberbio y severo padre le anunció que el matrimonio se adelantaría el próximo veinticuatro de junio, a las cuatro y cuarenta de la tarde, primero en la Notaría y luego en la iglesia principal del pueblo. Desde entonces, todos los preparativos para la celebración se iniciaron, y hasta la casa, una antigua propiedad de comienzos de siglo, fue remodelada y pintada totalmente de blanco, como ella lo había pedido.

Su padre estaba dispuesto a satisfacerla en todos sus caprichos con tal de que el matrimonio se realizara. -Son cosas de la juventud -dijo en algún momento, y ella sabía que sólo en esos detalles la complacería, porque en lo que tenía que ver con la boda, la decisión ya se había tomado y todo estaba resuelto. Eran órdenes y las órdenes eran para cumplirlas y nada podía hacerse. Siempre había sido así. Su madre lo sabía muy bien porque desde los comienzos de su matrimonio había aprendido que las órdenes de su marido, su padre, eran para cumplirlas y no para discutirlas.

Varias veces al día, durante mucho tiempo, había visto el vestido de novia que colgaba en el ancho clóset del cuarto de su madre, y, a pesar de los hermosos detalles que tenía, sólo el blanco de la seda le llamaba la atención porque, lo que era el vestido, cada vez se le parecía más a esas horrorosas túnicas que usaban las antiguas vestales camino al altar y ofrecidas en sacrificio al sanguinario dios Moloc. Varias veces, también, quiso romperlo con un afilado cuchillo que conseguía a hurtadillas comprometiendo a una de las empleadas de la casa, pero su padre, que ya sabía esto, le mantenía una estrecha vigilancia al vestido y había despedido a la empleada.

En alguna ocasión, su madre intentó oponerse cuando ella pidió que la orquesta sólo tocara marchas fúnebres en la pomposa recepción que le habían preparado y a la que asistirían vestidos de blanco todos los invitados. Pero no logró que cambiara de parecer y, cuando le pidieron su opinión para incluir a otras personas en la lista de invitados, ella respondió que no le importaba, con tal de que asistieran vestidos de blanco. -Si quieren estar en mi maldita boda, todos deben asistir vestidos así-, gritó colérica un día en que supo que alguien asistiría con un traje beige. Pero nadie quería faltar a ese matrimonio.

Hacía mucho tiempo que en el pueblo no se celebraba un matrimonio de tal categoría, desde aquel nefasto 12 de abril, catorce años atrás, y que nadie quería recordar pero que nadie, tampoco, podía olvidar. -Y no quiero ver un color diferente -vociferó a todo pulmón y con el busto henchido y expuesto a quienes la rodeaban. Y las órdenes se le dieron al cura, a los celadores, a los encargados del banquete, a los meseros, a los de la orquesta y a todos los invitados. Como las flores también debían ser blancas, la encargada tuvo que conseguir jazmines y lirios blancos por todas partes. También, la notaría debía estar engalanada de blanco porque, de lo contrario, se negaría a entrar a esa maldita oficina a la que nunca en su vida tenía por qué haber entrado y, de no ser así, ese 24 de junio, antes de la ceremonia religiosa, no entraría, así viera una sola flor de distinto color.

Los gastos del matrimonio se habían elevado escandalosamente por esos malditos caprichos de la hija, se había quejado su padre, y así se lo comunicó a más de uno, y todos estaban de acuerdo con esta opinión, ya que muchos tuvieron que acomodarse a esta exigencia, pero a ella nada le importaba, había repetido una y otra vez. Preguntó si ya habían pintado las materas del jardín de la entrada de la casa, y alguien le respondió que sí. Y se alegró mucho cuando le dijeron que la cama nupcial ya había sido repintada, pero se enojó violentamente al enterarse de que él se pondría una corbata roja que había mandado a traer de la ciudad especialmente para la ocasión. – ¡Qué rojo ni qué carajo! -gritó fuera de sí. -Que se consiga una blanca si quiere casarse conmigo. Pero nuevamente pareció alegrarse en el momento en que constató que habían puesto las catorce mil rosas blancas colgadas de las ventanas pintadas de blanco, y a lo largo de la calle que iba de su casa a la notaría y de la notaría a la iglesia y de la iglesia a su casa, en la que se llevaría a cabo la fiesta. Su padre había logrado convencer a cada uno de los propietarios de las casas de esas calles para que permitieran pintar de blanco las ventanas, pero había tenido que pagar gruesas sumas de dinero para lograrlo.

En la notaría, todos los empleados estaban vestidos como ella lo había exigido y los muebles también, porque el notario los había mandado a pintar una semana antes, al igual que mandó a cambiar el forro de aquel viejo sillón, aquel sillón en el que su madre, quien había salido a buscarla, la encontró, hacía ya catorce largos y siniestros años, preciso en el instante en que él le acariciaba el busto y le besaba las mejillas, y en el momento en que su mano derecha se deslizaba suavemente por entre la falda amarilla de seda poliéster que lucía ese día y se perdía temblorosa por entre los tibios y complacidos muslos que apenas comenzaban a tomar forma adulta. Entonces tuvo que correr hasta su casa apenas escuchando a su madre gritar desesperada que no permitiría ese noviazgo con un depravado maníaco, por más notario que fuera.

El silencio de la notaría es total y solamente ella escucha la voz de su madre que le dice que tenga valor y fe, que toda saldrá bien. -Terminarás queriéndolo -siguió diciendo-, como me pasó con tu padre.

Él no llega y ya han pasado varios minutos. También el notario está retrasado. Ella parece sospechar que él no llegará y se alegra por momentos, pero pronto comienza a preocuparse. Ha pasado ya más de media hora y ninguno de los dos aparece. Cinco minutos más tarde hace su entrada el notario, preciso en el instante en que varias personas abandonan en tropel la notaría y corren presurosas hacia dos casas contiguas a la de sus padres. Está sudoroso.

Tendido en el suelo y en medio de un charco grande de sangre sobre la alfombra, yace él, quien debía ya, a esta hora, ser su marido, su esposo o cualquier vaina, parece decir ella.

-Quince puñaladas certeras, dice el inspector, y así lo anota el asistente con especial cuidado en su libreta de apuntes.

En la notaría, sólo ella sigue allí tranquilla, acompañada de un grupo de fieles amigas que la rodean y le dan ánimo cuando la noticia llega. Sonríe ligeramente, pero sólo ella advierte una pequeñísima mancha de sangre en el zapato blanco del pie izquierdo del notario, mientras su mirada, alegre y deseosa, le recorre animosa todo el cuerpo y se posa arisca en la abultada y entreabierta bragueta del pantalón ajado. Sólo un profundo suspiro se escucha en el estrecho salón.

El baúl

Cuando lo veo sentado, casi inmóvil, en esa mecedora de madera color café, la misma en la que muchas veces se acomodó para referirme una historia, me es difícil creer que él perdiera por completo la memoria y se le hayan borrado los recuerdos. Acomodado en ese viejo mecedor, del que brotan agudos y zigzagueantes chirridos, parece contarse él mismo misteriosas y lejanas vivencias nacidas de los laberintos de su mente, y, aunque los recuerdos no afloran, éstos parecen flotar y girar, y girar, una y otra vez, a su alrededor. Se muestra, por lo común, descansando con la mirada profunda, posándola aquí y allá; quizá cabalgando, con el ocaso de cada tarde y de los años, por todos los sitios recorridos en su vida y en otros recuerdos jamás conocidos. No me explico el porqué de su mirada fija sobre la puerta que da hacia una de las calles del pueblo y que permanece casi siempre abierta.

Es una de las calles más concurridas, a menudo bulliciosa y polvorienta. Algo me dice que es como si estuviese esperando a que alguien entre por esa desvencijada puerta. Pero ese alguien no llega y tal vez no llegará jamás. Su mirada se posa intrigante sobre un viejo baúl situado en un rincón de la amplia sala donde siempre está.

A veces presiento que es a su mujer a quien espera, pero ella hace ya algún tiempo que murió, y él, además, ya está desmemoriado por completo. Con frecuencia inusitada, él la llama repetida y lastimeramente, quizá para contarle lo que siempre calló. Me da mucha tristeza verlo así, pero pronto me hundo en otras cavilaciones alrededor de su fija mirada y sobre el viejo baúl de madera, diseñado con incrustaciones en cuero y de aproximadamente un metro de largo por setenta centímetros de ancho y cincuenta de alto. Me pregunto: ¿Por qué posa una y otra vez su incisiva mirada sobre ese misterioso baúl? ¿Qué secretos guarda? Muchas veces he querido abrirlo sin que él se dé cuenta, pero una voz interior me lo impide.

Se muestra débil y cansado por los años que ha recorrido, pero hasta no hace mucho él no era así. Había sido un hombre corpulento, tal vez de un metro con ochenta y cinco centímetros, de piel tostada; así al menos lo imagino cuando presumo haberlo conocido, siendo él joven para entonces. Pero esto no puede ser cierto. En alguna oportunidad su piel fue blanca; severa su mirada, abundantes sus cabellos y las cejas pobladas, que en todo momento le daban un aire de persona preocupada por la vida y por los demás. Así, al menos, lo pintó alguien en una ocasión. Muchos en el pueblo lo buscaban para preguntarle sobre las cosas más insospechadas, y nunca se supo que se le haya negado a alguien cuando de ofrecer una respuesta o de servir a los demás se trataba.

Había aprendido y realizado varios oficios, y no sólo los aprendió y los hizo para sobrevivir sino también por un afán desmedido por conocer las explicaciones y los secretos que encierran las cosas o la vida. Siempre usó herramientas manuales, casi todas elaboradas por él mismo, y trabajaba sin descanso cuando así lo requerían las circunstancias, desde la madrugada hasta bien entrada la noche, alumbrándose tan solo con mechones elaborados con latas viejas o botellas vacías que él mismo conseguía por ahí, andando, y que luego llenaba de petróleo y a las que les introducía una mecha de algodón o de cualquier otra fibra, cosa que al empaparse el trapo que había metido en la botella o en la lata podía prender fácilmente con una cerilla.

Hay señales que indican que fue en esos tiempos cuando pudo haber hecho el baúl. Muchos afirman también que él perdió la memoria el día en que se encendieron, muchos años después, las primeras lámparas eléctricas en el pueblo, pero eso, estoy seguro, no fue así. La mayoría de las personas cree que la explicación o las respuestas a su aguda y permanente amnesia están en ese viejo baúl que nadie puede abrir. Yo también así lo creo.

Todo ocurrió, se dice, cuando conoció a esa mujer que él creyó que era la de su vida y con la cual se fugó una noche en la que el grupo Cumbialé, justo a las nueve de la noche, iniciaba la primera tanda de canciones. Eso fue cuando los instrumentos del grupo, dos tamboras, dos gaitas -la una hembra y la otra macho-, la guacharaca de caña de corozo, la flauta de millo y las maracas, interpretadas magistralmente por el grupo, dejaron escuchar los diversos sones de la región.

Las tamboras parecían retumbar en todo el mundo con una armonía indescriptible, y sus sones parecían colarse furtiva y agrestemente por entre las rendijas de las puertas y las ventanas de las casas. Las gaitas, unas veces gemían, otras se lamentaban, pero casi siempre dejaban oír sus sones alegres y bullangueros que reclamaban insistentes a las mujeres que movieran sus apretadas caderas, que en esa noche, con lujuriosa furia, mejor lucían.

Suku, bonche, chandé, bullerengue, cumbia, eran los sones más bailados por una veintena de parejas, entre las cuales estaba el abuelo con la novia del inspector de policía. Sus manos recorrían, en medio del tumulto, las agraciadas caderas de la mujer, que se movían armoniosamente y con garbo sin límite, al tiempo que ella mostraba una ancha sonrisa que reflejaba la satisfacción de tener en su caderamen las manos grandes y callosas del abuelo. Las polleras, unas de lino y otras de popelina, se alzaban con cada voltereta que las mujeres daban, dejando ver sus gruesos y morenos encantos hasta bien arriba de las rodillas, lo que causaba una grata exclamación entre los hombres. Ya casi nadie recuerda algunos de estos detalles, aunque muchas veces creo que es en ese baúl donde se encuentran las respuestas que hoy nos faltan para explicar la amnesia total del abuelo.

Fue en el preciso momento en que se interpretaba una puya y el abuelo llevaba fuertemente abrazada por la cintura a la pareja, cuando la divisó. Ella, se dice, aunque con poca certeza, estaba en medio de algunos de los asistentes que rodeaban al grupo de bailadores. Cómo logró divisarla, nadie sabe explicarlo; pero lo cierto es que ocurrió: sus ojos se encontraron y no pudieron ya separarse por un tiempo que parecía la eternidad. El abuelo dejó bruscamente a la pareja y lo demás nadie, tampoco, ha podido explicarlo. Lo último que se supo es que el abuelo se dirigió con ella por el camino que bordea un brazuelo que sale del río y que conduce directo al puente que divide en dos la carretera, para perderse luego en las amplias ciénagas, allende el pueblo. Al día siguiente lo encontraron tirado a la orilla del brazuelo, desnudo y con el cuerpo lleno de rasguños, como si una manada de gatos bravos lo hubiera arañado. Quienes lo levantaron y lo llevaron a su casa dicen que ya en ese momento no tenía la memoria en su cabeza. Desde entonces, no ha habido manera de saber lo que ocurrió con esa misteriosa mujer ni lo que ella le hizo al abuelo. Asimismo, nadie ha podido descifrar lo secretos bien guardados en su menoscabada memoria.

Muchos testimonios se han tejido, y algunos hechos evidencian ciertas cosas, pero es imposible recordarlos todos. La respuesta parece estar en el baúl, pero nadie se atreve a acercarse al cofre, y ahora mucho menos, cuando el abuelo lo desliza hasta la mecedora, y lo coge para poner los pies encima y así descansar mejor.

Sus callosos pies rozan suavemente cada uno de los bordes alisados de la misteriosa caja, mientras con las manos acaricia, con movimientos temerosos, los brazos ennegrecidos de la mecedora, y su mirada profunda se pasea cabalgando con el ocaso de cada tarde y de los años por la destartalada puerta que da a la calle como esperando que alguien llegue. Y, quizá, no llegará jamás.

Sólo escuchábamos los gritos…

Nada puede hacerse contra las fuerzas que no conocemos. Llegan cuando uno menos lo espera y se van de la misma manera como llegan. Ninguna explicación parece satisfacer la curiosidad de las gentes cuando de entender estas cosas se trata. La penumbra, esa escasa y débil iluminación que se confunde con la oscuridad, y la distancia, ese intervalo de tiempo o espacio que existen entre los acontecimientos, las personas o las cosas, parecen ocupar la caja de los misterios de los habitantes de muchos pueblos. A través de la historia, un gran número de relatos parece estar centrado en estas dos inconmensurables realidades. Como en este caso.

La gramilla, verde como nunca, parecía un extenso tapete y, en un lenguaje que sólo nosotros entendíamos, nos urgía comenzar. Con el sol caliente todavía, el partido se inició, como todos los días, a las 4 y 45 de la tarde, aun con la tardanza del árbitro que parecía querer retrasarlo. Nos las arreglamos para conformar los dos equipos, pero desde un comienzo el ingenio y la habilidad de los hermanos Carrill se fueron imponiendo en cada jugada y en cada avance, lo que al final se tradujo en que el equipo con el que ellos alineaban se impuso con un resultado de 4 a 1. El encuentro se dio, como siempre, en medio de fuertes discusiones, provocadas la mayor parte por el propio árbitro, pero no había qué hacer. Al terminar, la tarde se mostraba pálida, de modo que corrimos lo más rápido posible hasta la ciénaga, distante a un kilómetro y medio de la cancha de fútbol. Pasamos en pocos minutos por detrás del cementerio y las débiles sombras de los árboles, ya moribundas con la tarde, aunque poco ágiles y correntonas como en las horas de la mañana, todavía se mostraban juguetonas. Conocíamos el lugar por las continuas cacerías de conejos y codornices que a menudo hacíamos. El misterio siempre rodeó este lugar, pero nosotros lo retábamos con palabras soeces y ofensivas. En pocos minutos recorrimos la distancia que separaba la cancha de fútbol de la ciénaga y, al llegar, alguien, tal vez Rabito, nos instó a coger el bote, de unos treinta y cinco metros de largo. Nos acomodamos y lo llevamos al centro de la ciénaga, hasta la espesura del monte que la rodeaba. A estas alturas, la penumbra ya se había hecho espesa y la distancia que nos separaba de la orilla era considerable, pero nosotros éramos muchos y las palabras bajunas y los insultos de unos a otros seguían infundiéndonos coraje. Con alguna dificultad, los divisamos en la orilla amenazándonos con disparar: uno a pie y el otro montado sobre un caballo blanco, muy parecido al del alcalde, así que supusimos que era él. Dirigimos el bote hacia la espesura para acercarnos a ella cada vez más, cuando una gruesa niebla, salida no sabemos de dónde, nos envolvió. Una bandada de somormujos pasó chillando por encima del bote y de nuestras cabezas. En la distancia, sólo escuchábamos los gritos que provenían de la orilla, pero no divisábamos a nadie. La espesa niebla nos había cubierto por completo. Sin que nadie remara, el bote avanzaba lenta y pesadamente por entre la espesura y las tinieblas. Nadie entendía cómo. Perdimos la ubicación y no sabíamos ya dónde estábamos, pero el bote seguía y seguía avanzando. Los insultos de muchos de nosotros continuaban, aunque eran ya para infundirnos valor. Algunos, llenos de pánico, quisieron tirarse al agua, pero los detuvimos; otros amenazaban con romper el bote para que se hundiera. Al final, sólo hemos seguido escuchando los gritos, pero el bote aún continúa vagando en medio de la más espesa penumbra, en la eternidad del tiempo y la inmensidad del espacio. Nadie puede detenerlo…

En medio del sofocante calor de la tarde y de los interminables bostezos que rondan en el lugar, se alcanza a escuchar un grito: ¡Despierta, Víctor! -dijo la mujer, dirigiéndose al joven que permanecía en la cama-, de nuevo vas a llegar tarde al colegio.

El penitente

Siempre se creyó que todo era cuestión de paciencia y de manejo de datos. Se decía: al final, como todo, muy pocos recordarían qué cosa eran esos tales penitentes, y todos quizás, habrían olvidado todas esas prácticas severas e inhumas de penitencia a las que se someterían durante más de cuarenta días -cuarenta y cinco para ser exactos- esos personajes típicos y extraños de las semanas santas.

Que se sepa, hasta ahora no existe persona alguna que dé explicación cierta de cuándo se inició tal práctica, aunque muchos se ufanan de saber cómo fue que empezó. Se sostiene que todo arrancó cuando un hombre de treinta años aproximadamente tomó la determinación de ofrecerse en sacrificio para expiar toda la culpa y el sufrimiento que lo embargaban. Eso fue un miércoles de ceniza, cuando en la única iglesia del pueblo todavía se escuchaban de modo persistente los agotados sonidos de flautas y tambores del último día de carnaval, y en el instante en que el cura le ponía la cruz de ceniza en la frente.

El hombre pegó un fuerte alarido, como proveniente del más allá, que estremeció de susto a todos los allí asistentes. Muchos de éstos salieron despavoridos, pero la mayoría se quedó. Después de este angustioso grito, el hombre dijo que entraba en penitencia extrema, y así lo juró ante todos, desde ese día hasta el viernes santo, día en el cual se picaría. Hasta entonces, nadie sabía qué era eso de picarse, así que una serie de especulaciones comenzó a tejerse. Con los días, la habladuría llamaba más y más la atención de los habitantes del pueblo y de todos los pueblos a la redonda.

Algunas personas afirmaban que el hombre había entrado en excesos con el carnaval, y otros, los más, decían que el hombre había sido poseído por el demonio desde cuando inició una serie de prácticas tratando de imitar de la mejor manera posible a la marimonda renga. Se dijo entonces que con sus saltos estaba tratando de imitar al diablo. Todos allí conocían a la marimonda y el disfraz de marimonda, pero nadie conocía el disfraz de marimonda renga.

Sea por una cosa u otra, desde ese miércoles de ceniza el hombre inició una severa penitencia con el fin de prepararse para el viernes de semana santa, día éste en que se picaría. Una abstinencia total de alimentos, sexo y alcohol se impuso con tal rigor que una romería de admiradores de su hazaña desfilaba a diario por el frente del cobertizo que había construido en el patio de su casa. Algunos de los asistentes dejaban limosnas. No hablaba pero, mientras tanto, día a día, iba fabricando unas bolas pequeñas de cera atravesadas por un cordel de nueve centímetros de largo; también les incrustaba pedazos pequeños de cuchillas de afeitar, de modo que, si alguien las agarraba, terminaba cortándose.

Un día antes de la fecha, el hombre ya tenía seis pequeñas bolas de cera del tamaño de una bola de ping-pong, cuyos respectivos cordeles estaban atados a la vez a una cabuya de un metro con cincuenta centímetros. Del otro extremo de la cabuya, él pensaba amarrarse la mano izquierda para dejar así libre la derecha y darse fuertes golpes con las bolas de cera en la espalda. Desde muy temprano, ese día de viernes santo, el gentío en el pueblo era de tal naturaleza que las autoridades tuvieron que reforzar la policía para controlar los desórdenes que se estaban presentando para ver al penitente que se iba a picar. Debido al intenso calor y la polvareda formada por el tránsito de personas, animales y carros, las cantinas y los restaurantes, que allá son la misma cosa, se vieron obligados a abrir sus puertas para atender a los miles y miles de sedientos y hambrientos. Casi sin fuerzas por el extenso ayuno, descamisado y descalzo, con la cara cubierta por una capucha negra y apenas con un pantalón que medio le cubría la parte de baja del cuerpo, el hombre, tal como lo juró, salió de su cobertizo bajo el inclemente sol de mediodía, rodeado de mucha gente que quería observarlo de cerca cuando se dirigía hacia un lugar que previamente él había seleccionado y en el que había hecho clavar una cruz de madera.

Avanzando tres pasos hacia adelante y dos hacia atrás, lo que hacía más penoso y duradero el suplicio, con las pelotas de cera iba dándose golpes en la espalda, a la altura de la cintura. La distancia entre el cobertizo y la cruz de madera era de dos kilómetros aproximadamente. De vez en cuando, con la boca, un ayudante que lo acompañaba le rociaba ron en las espaldas para evitar una posible infección, no sin antes tomarse él un trago y ofrecerle otro al penitente para que resistiera la dura jornada -decía él.

Después de media hora de la dura jornada, gruesos coágulos
de sangre aparecieron en la parte del cuerpo en la que recibía los golpes.
El hombre no podía avanzar y se detuvo. Al parecer, los pequeños
trozos de cuchillas incrustadas en las bolas de cera no cumplieron el propósito
para el que habían sido dispuestas, o sea, el de cortar la carne y evitar
así los coágulos.

-¡Échale más ron y dale cuchilla, carajo! -dijo una persona que venía al lado del ayudante.

-Ya le eché too el ron del mundo y nada… -dijo el ayudante. Los coágulos siguen ahí; no se deshacen. ¡Búscame una cuchilla nueva! -gritó.

El otro se fue corriendo y casi de inmediato volvió con una nueva cuchilla de afeitar que sacó rápidamente del envoltorio que tenía, y estiró la mano para entregársela.

-¡Aquí la tienes, nojoda! -dijo en voz alta. ¡Antes, límpiala con ron y tú tómate un trago doble, que eso es de coraje!

El ayudante tomó primero un poco de ron en la boca y roció la cuchilla, luego se empinó la botella y se dejó caer en la boca dos tragos grandes del licor. Procedió, casi en seguida, a hacer pequeños cortes en los coágulos, y la sangre saltaba a borbotones de las heridas formadas. De nuevo, roció ron en las heridas. El penitente se quejó un poco, respiró profundo y quiso continuar su marcha pero no pudo. A escasos doscientos metros de la salida cayó desplomado y murió en medio de los más intensos y dolorosos quejidos.

Al año siguiente, contrario a lo que se esperaba, ya no era uno el que pretendía repetir la hazaña sino más de una decena. Eso fue hace cerca de cien años. Hoy, fácilmente se cuentan por decenas los que prestan el juramento para picarse y varios los que fallecen en mitad del camino. Los espectadores, a la vez, se cuentan por millares, decenas de millares. Cada uno, por un supuesto sufrimiento de dolor, por alguna pena que lo agobia o en arrepentimiento, se siente representado en estos penitentes y daría lo que fuere por hacer este sacrificio, pero no todos cumplen las condiciones.

La iglesia, en la que se hacen los juramentos, continuamente viene siendo remodelada y está muy hermosa -dicen quienes la visitan cada año. Son muchos más los que vienen a ver a los que hacen el juramento de picarse, también a los que después fallecen sin alcanzar su cometido. El municipio ha hecho construir enormes tarimas para que el espectáculo se pueda ver cómodamente por un módico precio al alcance de todos, y, frente a la escasez de agua y de alimentos que se presenta para esta época, las autoridades le han dado permiso a la única fábrica de cerveza y de agua para construir enormes bodegas que suplan las necesidades presentadas.

En medio de ciertos o imaginarios dolores, culpas, temores y arrepentimientos extremos y colectivos, la felicidad cunde; sin embargo, por doquier, los penitentes también. Los datos estadísticos del gobierno así lo demuestran.

Indecisión

La página que se perdió del diario de una joven

Mayo 9 de…

Por fin vuelvo a éste mi diario después de varios días en los que he venido meditando con serenidad en la propuesta que él me ha hecho. En ese instante, su osadía me sobresaltó pero creo que mi respuesta estuvo bien al decirle que me diese algunos días para pensarlo. Si había de acceder o no, sería un sí o un no, producto de mi más resuelta decisión. No me gustaría ser, ni quiero parecer, otra de esas tantas chicas que, después de acceder a las pretensiones de alguien, terminaron en un tonto e inútil lloriqueo. Aspiro a que mi decisión sea fruto de mi voluntad y mi libertad. Nada ni nadie, aspiro, podrán influir en mi resolución.

Han pasado ya algunos días y, luego de cavilar una y otra vez sobre el asunto, creo tener argumentos suficientes para decidirme. Eso me ha empujado a volver a mi diario, que tenía ya abandonado casi por completo. La emoción me inquieta, y mis manos, casi siempre habilidosas y hacendosas en otras actividades, tiemblan ahora al empuñar de nuevo el bolígrafo para hacer esta anotación. No los culpo si no logran entender lo que aquí escribo, pero las letras y las palabras se muestran despiadadas y poco sumisas conmigo. Se comportan como si fueran hormigas saltarinas, tratando de montarse unas sobre las otras. Es como si estuviesen apareándose una y otra vez.

Mientras lucho con las palabras, me doy cuenta de que mis muslos se están entrelazando y me llenan de un delicioso espasmo que me contrae los músculos. Parece alimentarse con cada pensamiento, con cada palabra que escribo y con cada deseo involuntario que llega a mi mente. A mis oídos acude una agradable melodía que se enreda lujuriosa en mis cabellos y mi cuerpo. Es como si me envolviese en un manto elaborado con la más delicada de las sedas.

Algunas personas me dicen que todavía no soy mayor de edad, que debo esperar un tiempo más para tomar mis propias decisiones, pero siento que ya lo soy. Desde hace algún tiempo, a menudo me asaltan pensamientos y deseos llenos de ternura y ansiedad, a la vez que tengo cierta dificultad en describirlos, pero están ahí, como ahora, que siento el palpitar de mi corazón apresurado y me ahoga cualquier sonido que pretenda emitir.

Desde mi ventana veo una rosa roja mecerse en el jardín al son de algún viento suave que viene del norte, pero no lo percibo porque tengo la ventana cerrada. Su cadencia armoniosa y esbelta se mece como mis caderas abultadas y en ocasiones pesadas cuando paseo por el jardín que rodea mi casa. Sueños cubiertos de aromas y acompañados de deliciosos sustos impregnados de ansiedades rodean, una y otra vez, mi pecho henchido y abierto al torrente tumultuoso de un mar amenazante y encrespado de perturbadoras olas que vienen y van.

Un olor a bálsamo cubre mi alcoba, mientras mis temblorosas manos acarician una y otra vez mis muslos, ahora descubiertos en un momento en que mi falda se ha abierto por completo. Pienso en él, una y otra vez, mientras mis manos, que se deslizan por mis pechos presumidos y arrogantes, caen sumisas en esa muestra desafiante, altanera pero agradable a la vez. Abro la ventana y me suelto los dos últimos botones que permanecen asidos en mi blusa transparente, y ahora el viento suave que antes pasaba de largo hacia el jardín parece penetrar en mí y envolverme en sutiles manojos de caricias.

Trato de seguir escribiendo pero no puedo. Mis suaves y largos dedos apartan los delgados pliegues que adornan mi interior. Es pequeño. Busco ansiosa el centro de esa misteriosa rosa que ahora destila un delicado néctar que embriaga el ambiente y empapa todo a su alrededor. Estoy rendida y caigo sobre mi desordenada cama; pienso que, quizá mañana, tome en definitiva una decisión. Ahora estoy cansada y quiero dormir. Esta indecisión me abruma, me agota.

Clitemnestra

El juez, un joven regordete, pide silencio y comienza a leer la sentencia en la que, gracias a las declaraciones de un testigo presencial de los hechos, el castigo que se va a imponer parece ser contundente y ejemplarizante. Hace una breve pausa y se pasa el pañuelo por la cara… mira al auditorio… se sacude la nariz… "Asunto: Se procede a dictar sentencia condenatoria en contra de…". El recuerdo de la imagen de los hechos me llega entonces con nitidez. El disparo sonó seco y estruendoso pero había dado en el blanco o así me pareció que había sido desde donde observé lo ocurrido. El hombre cayó al suelo pero no murió. La mujer, que todavía empuñaba el arma con la que disparó, pretendió huir pero varias manos la detuvieron hasta que llegaron la policía y el comisario.

"…por el delito de homicidio agravado, luego de culminado el juicio oral y anunciado el sentido del fallo… Hechos…" -continúa el juez.

El interrogatorio fue rápido, como si el comisario tuviese prisa.

-Por favor, describa con algún detalle qué fue lo que pasó- dijo el comisario.

-Recuerdo que estaba cerca de ella y estiré la mano derecha para aferrarme a su mano,… cuando sentí la fuerte detonación y el fogonazo que la acompañó cerca de mi oído derecho; caí de inmediato al suelo y así estuve por mucho tiempo. No sé cuánto. Quise levantarme pero algo me sujetaba a las frías baldosas del piso -dijo el hombre con palabras entrecortadas.

-¿Qué recuerda haber visto? -preguntó el comisario.

-Además de haberla visto a ella, no recuerdo haber visto nada más a mi alrededor. Sólo oscuridad total.

"…Sucedieron en horas de la mañana del día 6 de mayo de 2007, en vía pública del barrio, cuando…" -dice el juez con la voz un poco apagada.

Las imágenes parecían ser muy borrosas y confusas para el hombre. Yo creo que el resto de lo que relató fue lo que le vino a la memoria mientras permanecía inmóvil, allí tirado.

-¿Quién es usted? -dijo ahora en tono más fuerte el comisario.

-¡No, no sé quién soy ni sé qué hago aquí! -respondió el hombre tirado en el piso. -No estoy seguro de ser quien soy; si lo supiera, ya se lo hubiera dicho.

El hombre permanece allí, tirado. Trata de levantarse pero no puede; sus fuerzas no le alcanzan. La ambulancia demora en llegar, pero un grupo de gente curiosa lo rodea sin que nadie se atreva a tocarlo. Luego, sin que se le pida, el hombre del piso sigue hablando.

-Un día cualquiera ella me habló sobre los peligros que se corrían al meterse con una mujer apenas conocida ("pudieran ser brujas o de la mafia o, peor aún, las portadoras de un presagio siniestro"). -Yo no quise creerle.

-Una casualidad casi imposible -dije-, y en cuanto a lo otro, no todas las mujeres pueden ser brujas o de la mafia. Las brujas, por un lado, no existen; además, a la mafia sólo la vemos en las películas -respondí.

El hombre continuó hablando y parecía no querer parar.

-Para entonces, esos tiempos eran muy difíciles -hizo una pausa y siguió: -Yo ejercía la profesión de docente; no había mucho que hacer; más bien era muy poco lo que podía hacerse en esa época, y tenía tiempo de sobra para recorrer las calles. Me sentía un verdadero rey. Y fue en una de esas tardes que la vi y me le acerqué.

-Veo que estás buscando una dirección -le dije.

-¿Cómo lo sabes? -respondió, dejando ver una dentadura impecable.

-Cosas del destino -le respondí. Se me ha dado ese poder. ¿A dónde vas? -le pregunté.

-Busco al asesino de mi esposo -dijo.

Ella hizo un gesto cualquiera, y yo, recuerdo que reí a carcajadas, no, no es cierto, los dos reímos a carcajadas. Un mes más tarde nos casamos. Tuvimos cuatro hijos. En cierta ocasión fuimos a pasear. Estuvimos en Grecia, y en las ruinas de Troya y en otros lugares. Estando por allá, un día ella comentó que era cierto que buscaba al asesino de su esposo. Ese día le creí.

"…según los criterios de ponderación señalados en el artículo 61, inciso 3 del Código Penal, de acuerdo a las características punibles…".

Cuando los hombres de la ambulancia llegaron, el comisario miró de nuevo y con lástima al hombre que allí se encontraba. Quería dar por terminado el interrogatorio; sin embargo, algo lo detuvo y, encarándolo, le dijo:

-De nuevo te pregunto: ¿Cómo te llamas?

-Yo,… Agamenón -respondió él, y murió.

-"Condenar a Clitemnestra -finaliza el juez-, de condiciones civiles y personales anotadas en esta sentencia por el delito de homicidio grave en la persona de Agamenón… a cadena perpetua y veinte años más, aislada de por vida y, además, se le obliga a llevar por siempre un cinturón de castidad diseñado para que nada ni nadie pueda abrirlo bajo ninguna circunstancia.

Clitemnestra no se inmuta. Parece aceptar el castigo.

Rutina

Los dos hombres, luego de haber conversado durante dos minutos y medio, se despidieron estrechándose las manos, pero no tornaron sus miradas para volver a verse. El hombre de la sombrilla negra siguió su camino, bajando por la acera derecha de la calle que del cerro oriental conduce al principal supermercado de la ciudad; el otro, con un bastón de madera de cedro, continuó por la avenida bordeada de árboles y se perdió en la distancia. Parecía no tener un destino claro.

Durante veintitrés días continuos, a la misma hora, siete y cuarenta cinco de la mañana, y en el mismo lugar, los dos hombres no dejaron de encontrarse un solo día.

Por esas cosas que a veces a uno le pasan, nunca pude entender lo que conversaban, pero no debía ser muy importante puesto que a ninguno de los dos, en esos veintitrés días, se le vio sonreír.

Al vigésimo-cuarto día, los dos hombres iban directo al encuentro cuando una patrulla de la policía los detuvo. Uno de los agentes, el del chaleco antibalas, dejó salir una ráfaga con su ametralladora made in Israel, al tiempo que los hombres eran empujados con visible violencia hacia el interior de la camioneta verde con blanco y sin aviso. Un policía gritó: -¡Viva la seguridad! -¡Viva! -respondió a coro el resto de los compañeros.

Una semana más tarde, en la página quinta del periódico vespertino, se daba cuenta de dos profesores universitarios dados de baja en cruento y prolongado combate con el ejército en las montañas del nororiente del país. -La recompensa se les pagará oportuna y completamente a los ciudadanos que colaboraron con la fuerza pública para detectar a esos peligrosos delincuentes -dijo el ministro en una entrevista que le hicieron por televisión.

En el momento mismo en que esto sucedía, el jefe de recursos humanos de la única universidad pública de la ciudad daba la orden de elaborar la carta de cancelación de contrato a dos profesores que habían faltado a clases por una semana. -Esto es intolerable -gritó-, pero es el pan de todos los días. Algún día se acabará esta maldita rutina -dijo luego, en voz baja.

XXXX

Teresa nunca ríe

La tarde comienza a marchitarse pero el brillo del sol sigue enceguecedor. Mientras tanto, Teresa, la puta del barrio, otras veces macilenta y triste, cae al piso envuelta en una carcajada inmoral al ver la sombra de mi larga nariz reflejada sobre el blanco mantel de la mesa, servida con una taza de café.

Un tropezón de su pierna con la pata de la mesa hace derramar el café. Mientras Teresa, casi al vuelo, se esfuerza en secar el mantel, la sombra de mi nariz toma una nueva y extraña forma, ahora indescifrable.

Veo adormitarse la tarde, pero por fin he comprendido el eterno presente del continuo cambio. Y ahora Teresa, la puta del barrio, continúa ahogándose en medio de sus inmorales carcajadas. Los demás la miran con inusitado asombro. Ella nunca ríe.

El cuaderno

Nunca podré asegurar si los hechos que pienso narrar algún día sean ciertos o no. Los he leído en un cuaderno que se conserva aunque desteñido por el tiempo. La letra empleada en la redacción de los relatos es clara y muy legible. Fue una mujer cuyo nombre mantengo en reserva, en un pueblo perdido de la Costa, quien me obsequió el cuaderno.

Se anidan allí tantos recuerdos de su vida y de otras vidas que dan razones suficientes de por qué se guardó por tanto tiempo y con tanto celo. Motivos suficientes tenía ella para presumir de su cuaderno y llegó hasta afirmar que lo había traído de España un antepasado suyo, allá por los años mil ochocientos. No recordaba ella con precisión el año, pero un retrato de su bisabuelo que colgaba de una pared de su casa y que ella me señaló apuntando con el dedo índice derecho, sirvió de testigo mudo a su pretendida corroboración sobre la procedencia del cuaderno.

Después de muerto su esposo, según lo que me contó ella misma, sólo un cúmulo de deudas empezaron a llegar a su puerta, dejándola poco tiempo después en una pobreza que llevaba con la dignidad agujereada con frecuencia por el hambre, ocultable gracias a la soledad en que vivía. Con el tiempo, fue vendiendo de a poco todas sus pertenencias hasta que apenas le quedó el cuaderno que pensaba vender por una buena cantidad de dinero, pero inexplicable y sorpresivamente me lo obsequió. Nunca se supo que hubiera salido de su otrora famosa casa durante los últimos 30 años.

Partes: 1, 2

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