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La economía bipolar (la "nueva normalidad" que la crisis nos legó) – Parte I (página 2)




Enviado por Ricardo Lomoro



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

"A lo largo de las tres últimas décadas, la desigualdad ha aumentado en la mayor parte de los países. Si bien el nivel de desigualdad se ha reducido en América Latina y África subsahariana en los últimos tiempos, resultan sorprendentes las persistentes diferencias entre una región y otra: América Latina sigue teniendo los índices más altos de desigualdad, y las economías avanzadas, los más bajos". Un aspecto que ha captado la atención últimamente es la creciente proporción de la población que percibe el máximo de los ingresos. El estudio sugiere que la tendencia no parece ser uniforme a nivel mundial. En algunas economías, como Estados Unidos y Sudáfrica, los ingresos del 1% más acaudalado han aumentado vertiginosamente en las últimas décadas, pero en Europa continental y Japón se han mantenido mayormente sin cambios. Hay opiniones encontradas sobre las causas de este fenómeno. Algunos observadores destacan el impacto de la globalización y las nuevas tecnologías; otros, las medidas adoptadas, como los recortes de las tasas impositivas; y otros, el comportamiento rentista de los ejecutivos"… (Boletín del FMI 13 de marzo de 2014)

"The financial upheaval of 2007-08 created not just an economic and fiscal crisis but also a social crisis. Countries that experienced the deepest and longest downturns are seeing profound knock-on effects on people"s job prospects, incomes and living arrangements. Some 48 million people in OECD countries are looking for a job -15 million more than in September 2007- and millions more are in financial distress. The numbers living in households without any income from work have doubled in Greece, Ireland and Spain. Low-income groups have been hit hardest as have young people and families with children"… (Society at a Glance 2014 – OECD Social Indicators)

– Desigualdades en la distribución de la renta en los países desarrollados, durante la crisis financiera

– La distribución de la renta y la crisis: antes y después (I) (Fedea – 20/6/12)

(Por Javier Andrés) Lectura recomendada

La OCDE ha publicado recientemente un estudio sobre la evolución de la desigualdad de renta en sus países miembros, sus causas y la relación que las políticas encaminadas a reducirla tienen con el crecimiento económico. La conclusión general es que la desigualdad, medida por los índices de Gini para diversas definiciones de renta disponible -individual, familiar- ha aumentado entre 1980 y 2008, a pesar de que este periodo ha sido uno de los de más rápido crecimiento en la región.

Entre las principales causas de esta evolución el estudio identifica los cambios en las tasas de desempleo, que han afectado de forma desigual a los diferentes grupos sociales, la polarización de los salarios entre los trabajadores empleados a tiempo completo y las diferencias en la situación contractual –contratos temporales, a tiempo parcial. Estos cambios vienen asociados en parte al propio proceso de globalización y al progreso técnico sesgado en favor del empleo cualificado, y ante ellos no todos los países han acertado con el diseño adecuado de las políticas sociales, con lo que la distribución de la renta se ha hecho más desigual incluso una vez corregida por transferencias.

El ritmo de desarrollo de muchas economías emergentes ha permitido una convergencia en renta per cápita a escala global. Sin embargo el aumento de las desigualdades en países que han hecho bandera del estado del bienestar ha sido identificado en una serie reciente del Financial Times sobre "Capitalism in Crisis" como uno de los principales factores de deslegitimación del capitalismo en la actualidad, por lo que la preocupación por la distribución de la renta debe ser prioritaria en el proceso de salida de la crisis.

La desigualdad y la crisis financiera están relacionadas de forma compleja. David Moss muestra en el siguiente gráfico una correlación significativa entre ambos fenómenos para Estados Unidos. No está muy claro qué causa a qué pero se observa que las dos grandes crisis han venido precedidas por una notable concentración de la renta en manos del 10% de la población con los ingresos más altos. Esta concentración alcanzó una de sus cotas máximas precisamente en 1928 para reducirse después paulatinamente hasta los años 70 y aumentar de nuevo continuamente hasta 2007. Una posible explicación de esta observación la aporta Raghuram Rajan en su artículo "The True Lessons of the Recession" para quien los shocks de precios del petróleo y la caída en el crecimiento de la productividad tras la posguerra terminaron con buena parte de la base industrial de las economías avanzadas y con la fase de crecimiento rápido e integrador en la que una mano de obra no excesivamente cualificada era el recurso necesario para el crecimiento. El traslado de muchas de estas actividades a países emergentes, y el shock que supuso la incorporación a la producción industrial de millones de trabajadores en estos países, dieron lugar a una polarización de la demanda de trabajo que abrió la brecha salarial y aumentó las tasas de desempleo y/o la precarización de los trabajadores de cualificación media y baja.

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Los países desarrollados se enfrentaron a este incremento de la desigualdad con estrategias muy diferentes. Algunos fueron a la raíz del problema mediante la aplicación de reformas de mercados diseñadas para mantener una base industrial con costes laborales unitarios competitivos –Alemania por ejemplo- y otros, como los países escandinavos, mejoraron además el diseño de los esquemas de protección social y la eficiencia de su estado del bienestar. En otros países fueron el sector público y el sector financiero los que jugaron este papel mitigador de las diferencias, en ambos casos recurriendo al endeudamiento -lo que es consistente con los resultados de Azzimonti, de Francisco y Quadrini. En el caso de los gobiernos mediante políticas monetarias y fiscales expansivas que mantuvieron el empleo público, compensando la presión de la competencia exterior. Para autores como Brender y Pisani es la preeminencia del objetivo de pleno empleo, más que la superioridad en la producción de activos financieros, lo que explica el elevado déficit exterior de Estados Unidos y de otros países avanzados.

En cuanto al papel del mercado financiero, es cierto que el acceso al crédito barato permitió mitigar las diferencias en consumo -en comparación con las de renta- y la percepción de la desigualdad, pero la dirección de causalidad está siendo objeto de un debate con argumentos más políticos. Así, Rajan defiende que la política de crédito barato fue una respuesta deliberada a la desigualdad por parte de los gobiernos, aplicado por agencias semipúblicas -en el caso de Estados Unidos, Freddie Mac y Fannie Mae. Krugman y Acemoglou consideran, por el contrario, que la acumulación de desequilibrios financieros y la desigualdad fueron el resultado conjunto de la desregulación que favoreció la expansión del crédito y la acumulación de riesgos por parte del sector privado, al tiempo que provocaba una progresiva concentración de rentas en muy pocos perceptores debida a la separación progresiva entre la propiedad y la gestión en muchas grandes corporaciones, en particular en el sector financiero -Wolf.

Independientemente de si el sector público erró por querer favorecer a los más pobres o por hacerlo con los más ricos -cuestión que no es trivial pero que no me toca discutir aquí- el hecho es que el endeudamiento y las disparidades de renta evolucionaron conjuntamente, como lo hicieron en los años previos a la Gran Depresión. La cuestión es si, como entonces, es posible salir de la crisis con una mejor distribución de la renta. Las perspectivas no son muy halagüeñas debido al aumento del desempleo entre los trabajadores menos cualificados. El propio informe de la OCDE clasifica las distintas políticas de crecimiento en función de su efecto sobre la distribución. Entre las que pueden favorecer ambos objetivos están las dirigidas a fomentar el acceso a la educación en todas sus formas -incluidas las políticas activas de empleo- así como la eliminación de las diferencias profundas entre tipos de contratos indefinidos y temporales. Por el contrario, para recuperar la competitividad y reconstruir parte del tejido productivo es necesario un realineamiento rápido entre los ingresos laborales y la productividad que difícilmente puede tener éxito sin ampliar la brecha salarial. Además no parece que la elevada deuda pública acumulada permita que la contribución del estado del bienestar a la reducción de la desigualdad pueda ser tan determinante como lo fue tras la depresión del siglo pasado.

Las ganancias del periodo de crecimiento no se han repartido por igual entre los distintos sectores sociales, siendo los trabajadores menos cualificados del mundo desarrollado los que han visto empeorar su posición relativa. La única solución sostenible al dilema crecimiento y/o igualdad debe provenir de la educación y de un uso eficiente de los recursos públicos destinados al bienestar. Si Europa acaba superando la fase crítica en la integración en la que se encuentra en la actualidad, deberá atender a las disparidades en este terreno con la misma intensidad con la que está empezando a aplicarse en otros tipos de desequilibrios.

– La distribución de la renta y la crisis (II) (Fedea – 31/10/12)

(Por Javier Andrés) Lectura recomendada

En la primera entrega de Inequality in Focus de abril de 2012 del Banco Mundial se afirmaba que 2011 será recordado como el año en el que la desigualdad en la distribución de la renta volvió a ocupar un lugar central entre las preocupaciones de política económica y social, y el exhaustivo informe reciente de The Economist viene a corroborar esta preocupación. La crisis financiera tiene desde luego buena culpa de este renovado interés, pero la desigualdad en la distribución de la renta lleva más de dos décadas en aumento en la mayoría de los países del planeta, en particular en los más desarrollados.

Son numerosos los estudios que muestran que la distribución de la renta en el mundo ha empeorado en los últimos años. Y esto a pesar de la convergencia entre países que no ha podido compensar el aumento de las disparidades dentro de muchos de ellos. El índice de Gini, que mide la distribución de la renta -con valores extremos 0, cuando todos los individuos de la muestra tienen la misma renta, y 100 si un individuo acumula toda la renta- ha aumentado entre 1995 y 2007 en dos tercios de los 141 países analizados por Ortiz y Cummins. Todavía más preocupante es el hecho de que desde 1980 el 20% de la población mundial con renta más alta acumula más del 80% de la renta total mientras que el 40% más pobre apenas recibe el 3% de la misma y que el índice de Gini de distribución de la riqueza es sustancialmente mayor que el de la renta, lo que indica que estas diferencias pueden ser muy persistentes.

Por regiones, las disparidades de renta han tendido a corregirse en aquellas en las que las diferencias eran más acusadas -América Latina, África- y a empeorar en la mayoría de los países asiáticos y en particular en los más desarrollados, como se recoge en el Gráfico 1 -de los mismos autores- que refleja el índice de Gini y su tasa de variación desde los años 1990 y 2000 hasta 2008. Esto podría interpretarse como una tendencia a la convergencia en la desigualdad hacia un nivel socialmente aceptable y económicamente eficiente, que incentivaría la especialización y la acumulación de capital humano de quienes quieren escapar de la pobreza, como muestra, por ejemplo, el análisis clásico de West para Estados Unidos. Sin embargo hay otros datos relativos a la evolución de la desigualdad que no son consistentes con esta interpretación y que indican que las grandes diferencias de renta no van necesariamente asociadas a una mayor eficiencia y por lo tanto que no tienen por qué ser un factor que ayude al crecimiento en el futuro.

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Por una parte el incremento de la desigualdad ha tenido lugar fundamentalmente en los extremos de la distribución. Como calcula Bonesmo Fredriksen -Gráfico 2- el rasgo principal de esta distribución es la polarización de la renta con un fuerte crecimiento en el decil superior y un estancamiento cuando no disminución de la renta en el decil más bajo. En este periodo el aumento de la renta disponible ha sido similar para el resto de grupos de la población en la Unión Europea y, en menor medida, en Estados Unidos. De los factores habitualmente citados como explicativos del crecimiento de la desigualdad, la expansión del sector financiero y un tratamiento fiscal más favorable parecen haber contribuido más a la polarización en la parte alta de la distribución que el comercio internacional o el progreso técnico.

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En segundo lugar, esta desigualdad de rentas incorpora un componente nada desdeñable de desigualdad de oportunidades que no sólo no incentiva una mejor asignación de recursos sino que la dificulta perpetuando las diferencias sociales. No resulta sencillo distinguir entre la proporción de la dispersión de rentas que se debe a factores exógenos a los individuos ("circunstancias") de aquella causada por factores sobre los que estos tienen algún control ("esfuerzo"). Los factores circunstanciales conforman lo que entendemos por desigualdad de oportunidades y el propio informe de The Economist señala que su contribución a la desigualdad observada de la renta es muy diferente por países. Así en Noruega y Suecia las circunstancias ajenas a la elección de los individuos explican entre el 3% y el 11% de la dispersión de la renta, mientras que en Guatemala o Brasil esta proporción supera el 30%. E incluso estas estimaciones constituyen un límite inferior porque las circunstancias no son todas fácilmente observables e influyen con frecuencia en el esfuerzo de los individuos por mejorar su posición en la escala social. Como muestran Checchi, Peragine y Serlenga en diversos trabajos las diferencias de oportunidades son también una causa fundamental de la desigualdad de rentas observada en la Unión Europea, en particular en la Europa Mediterránea y Central -con la excepción de algunos países del Este- llegando a explicar el 25% del total en algunos casos.

Y para poner las cosas más difíciles está el efecto de la crisis que muy previsiblemente no seguirá las pautas de la de 1929 en Estados Unidos, tras la cual la desigualdad de la renta, que había empeorado sustancialmente como ahora, mejoró durante varias décadas. En Europa, y aunque no tenemos aún una perspectiva temporal suficiente, los datos de Eurostat -sobre los que me ha llamado la atención Samuel- muestran que la crisis ya ha hecho mella en la distribución de la renta. Como se puede observar en el Gráfico 3 el cociente entre la media de renta del quintil superior y la del inferior -Q80/Q20- de la distribución ha aumentado significativamente entre los países más desarrollados -UE(15) y Eurozona- desde los valores anteriores a la crisis, mientras que disminuye entre los nuevos países miembros de la UE.

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En un estudio muy completo para el Programa de Desarrollo de la Naciones Unidas Atkinson y Morelli, concluyen que no hay un patrón inequívoco sobre la relación entre crisis financieras y distribución de la renta. Las desigualdades sociales efectivamente disminuyeron tras algunas crisis importantes, pero también aumentaron en otros casos, lo que indica que las estrategias alternativas de política económica para combatir la recesión inciden en la desigualdad. En la misma dirección apuntan los resultados del reciente informe del Fondo Monetario Internacional, Taking Stock: A Progress Report on Fiscal Adjustment que señala que el ajuste fiscal -la forma que adopta y su intensidad- es determinante en el impacto que las recesiones tienen sobre la distribución de la renta. El informe analiza una muestra de 48 países emergentes y desarrollados entre 1980 y 2010 y encuentra una clara influencia negativa sobre la igualdad de las tecnologías de la información -como proxy del progreso tecnológico sesgado en favor de la cualificación- del comercio internacional -aunque en este caso la relación con la desigualdad es muy no lineal y la evidencia no es concluyente- y de algunos cambios en los impuestos y en el gasto público que han dado lugar a una estructura fiscal más regresiva. Pero junto a ello, el informe encuentra para el conjunto de la muestra y en especial para la OCDE que las consolidaciones fiscales como tales han contribuido a empeorar la distribución de la renta, en particular cuando el ajuste ha sido muy intenso y cuando este se ha basado fundamentalmente en el gasto productivo y social.

Toda esta evidencia añade otra restricción más -y ya van muchas- a las decisiones de política económica que tienen que tomar los países más afectados por la recesión actual. Entre los muchos deberes que no se hicieron en el pasado está el no haber aprovechado para promover un crecimiento más integrador. El FMI advierte que sus resultados no deben interpretarse como que el ajuste fiscal no es necesario, sino en el sentido de incorporar la variable social y de desigualdad a las decisiones macroeconómicas para evitar un mayor deterioro del equilibrio social en algunos países. El informe de The Economist concluye con una propuesta que denomina True Progresivism cuyo objetivo es compatibilizar la reducción de las desigualdades con el crecimiento necesario para superar la recesión y mantener la senda de crecimiento de años atrás. Algunas de estas medidas, como la educación, son cruciales pero sólo efectivas a largo plazo. A corto plazo es preciso rediseñar el proceso de ajuste fiscal para hacerlo financiera y socialmente sostenible…

Los "nuevos" pobres, de los países ricos

Hacia la "dualización" de las clases medias

La teoría social ha acuñado varias categorías para conceptualizar la sociedad en la época de la globalización: "sociedad red" (M. Castells), "modernidad tardía" (Giddens), "sociedad del riesgo" (Beck) o "sociedad mundial" (Lhumann), entre ellas. Más allá de las profundas diferencias teóricas que encubren estas denominaciones, lo cierto es que la mayoría de los autores coinciden en señalar no sólo la profundidad de los cambios sino también las grandes diferencias que es posible establecer entre la más "temprana" modernidad y la sociedad actual. Para todos, el nuevo tipo societal se caracteriza por la difusión global de nuevas formas de organización social y por la reestructuración de las relaciones sociales; en fin, por un conjunto de cambios de orden económico, tecnológico y social que apuntan al desencastramiento de los marcos de regulación colectiva desarrollados en la época anterior. Gran parte de los debates actuales sobre la "cuestión social" giran en torno a las consecuencias perversas de este proceso de mutación estructural. A esto hay que añadir que dichas consecuencias han resultado ser más desestructurantes en la periferia globalizada que en los países del centro altamente desarrollado, en donde los dispositivos de control público y los mecanismos de regulación social suelen ser más sólidos, así como los márgenes de acción política, un tanto más amplios.

A mediados de la década del noventa, la nueva cartografía social ya revelaba una creciente polarización entre los "ganadores" y los "perdedores" del modelo. Con una virulencia nunca vista, el proceso de dualización se manifestó al interior de las clases medias. La profunda brecha que se instaló entre ganadores y perdedores echó por tierra la representación de una clase media fuerte y culturalmente homogénea, cuya expansión a lo largo del siglo XX confirmaba su armonización con los modelos económicos implementados.

Los fuertes ajustes de los noventa, terminaron por desmontar el anterior modelo de "integración", poniendo en tela de juicio las representaciones de progreso y toda pretensión de unidad cultural y social de los sectores medios. La dimensión colectiva que tomó el proceso movilidad social descendente arrojó del lado de los "perdedores" a vastos grupos sociales, incluso del sector público, anteriormente "protegidos", ahora empobrecidos, en gran parte como consecuencia de las nuevas reformas encaradas por el estado neo­liberal en el ámbito de la salud, de la educación y las empresas públicas. Acompañan a éstos, trabajadores autónomos y comerciantes desconectados de las nuevas estructuras comunicativas e informativas que privilegian el orden global. En el costado de los "ganadores" se sitúan diversos grupos sociales, compuestos por personal altamente calificado, profesionales, gerentes, empresarios, asociados al ámbito privado; en gran parte vinculados a los nuevos servicios, en fin, caracterizados por un feliz acoplamiento con las nuevas modalidades estructurales. Una franja que engloba, por encima de las asimetrías, tanto a los sectores altos, como a los sectores medios consolidados y en ascenso.

Clase de servicios

Entre aquéllos que realizaron aportes en este terreno se destaca el sociólogo inglés Goldthorpe quien, a comienzos de los ochenta, apoyándose en el fuerte incremento registrado en el sector servicios, retomó la categoría "clase de servicios", acuñada por el marxista austriaco Karl Renner. Para Goldthorpe, la clase de servicios se distingue de la clase obrera por realizar un trabajo no productivo, aunque la diferencia más básica se ve reflejada en la calidad del empleo. En efecto, se trata de un trabajo donde se ejerce autoridad (directivos) o bien se controla información privilegiada (expertos, profesionales). Así, este tipo de trabajo otorga cierto margen de discrecionalidad y autonomía al empleado, pero la contrapartida resultante de esta situación es el compromiso moral del trabajador con la organización, dentro de un sistema claramente estructurado en torno a recompensas y sanciones.

Al trabajo inicial de Goldthorpe siguió un debate en los que participaron Urry, Giddens, Savage, Esping Andersen, entre otros. Como señala R. Crompton, muchos de estos autores reconocían la deuda que tenían para con "La Distinción" (1979), sin duda el mejor texto de la prolífica obra de P. Bourdieu. Allí, el sociólogo francés no sólo trazaba el mapa de los gustos de las diferentes clases y fracciones de clase, sino que exploraba la asociación (causal) entre ocupaciones emergentes y nuevas pautas de consumo. En efecto, Bourdieu constataba el ascenso de un nuevo grupo social, tanto al interior de la burguesía como de la pequeña burguesía, que se correspondía con una todavía indeterminada franja de nuevas profesiones; básicamente intermediarios culturales (vendedores de bienes y servicios simbólicos, patrones y ejecutivos de turismo, periodistas, agentes de cine, moda, publicidad, decoración, promoción inmobiliaria), cuyo rasgo distintivo aparecía resumido en un nuevo estilo de vida, más relajado, más hedonista, en contraste con la vieja burguesía austera y con la crispada pequeña burguesía consolidada. En fin, la descripción de Bourdieu tenía puntos en común con aquélla ofrecida ese mismo año por dos autores norteamericanos, que denunciaban la emergencia de una "cultura del narcisismo" y la disociación de ésta con la lógica productivista del capitalismo; pero el tono estaba lejos de constituir un llamado al sentido de la historicidad (Christopher Lasch) o a la renovación moral (Daniel Bell).

Tres ejes mayores articularon los debates en torno a las "clases de servicios": el primero, de corte analítico, reportaba a la ya conocida dificultad de conceptualizar las clases medias, cuyas fronteras sociales siempre han sido, por definición, bastante vagas y fluidas. A esto había que añadir la creciente heterogeneidad ocupacional de las sociedades modernas. Por esta razón, Savage propuso distinguir tres sectores de acuerdo a diferentes tipos de calificación o capital: la propiedad (la clase media adquisitiva, empresarial), la cultural (empleados profesionales) y la organizacional (empleados jerárquicos o profesionales con funciones administrativas).

El segundo eje se refiere específicamente a los comportamientos políticos de la nueva clase media. Pese a que el debate reeditaba un clásico sobre el tema de las clases intermedias (la congénita vocación de éstas por las coaliciones políticas, a raíz de la ambigüedad de su posición en la estructura social), la cuestión adquiría un nuevo sentido a la luz del declive manifiesto de las clases trabajadoras. En este contexto, la urgencia por detectar las preferencias políticas de un actor que se revelaba como portador de un nuevo estilo de vida, no constituía un dato menor. Lo cierto es que, mientras algunos autores pensaron, con la mirada puesta en las conductas radicales de los pasados 60, en la posibilidad de una "cooperación" entre clase de servicios y clase trabajadora; otros optaron por subrayar la tendencia de aquella por buscar alianzas con los sectores altos de la sociedad. El tercer eje remitía a la fragmentación visible en el sector servicios, en vistas de la aparición de un proletariado de servicios, ligados a tareas poco calificadas, verdaderos servidores de la clase de servicios en cuestión.

Para completar este cuadro, recordemos que la literatura sobre los llamados Nuevos Movimientos Sociales de los años 60 y 70, coincidía en señalar el rol protagónico de las nuevas clases medias (feministas, estudiantes, ecologistas, regionalistas, movimientos por la paz, entre otros), portadoras de los llamados valores posmaterialistas, referidos a la calidad de vida. En este período, analistas como Touraine y Melucci, pondrían de manifiesto la relación entre la creciente reflexividad de estos actores y la producción de nuevas normas e identidades. Más aún, Melucci aconsejaría centrar el análisis de las transformaciones, no tanto en las acciones de protesta como en los "marcos sumergidos" de la práctica cotidiana.

Los diagnósticos, en gran parte optimistas, fueron superados por la cruda realidad de los 80, signada por el creciente proceso de desafección de la vida pública, claramente acompañado por el pasaje de lo colectivo a lo individual. Otra vez, las clases medias encarnaban el ejemplo más acabado de este nuevo vaivén, a través del deslizamiento de las exigencias de autorrealización desde la esfera pública al ámbito privado. En este ya no tan nuevo contexto, la afinidad de estos grupos sociales con posiciones políticas conservadoras (apelando a una seducción individualista de nuevo cuño, como M. Thatcher, en Inglaterra, o Berlusconi, en Italia) resultaba, pues, un corolario de esta inflexión.

Por otro lado, las imágenes venían a confirmar, de manera definitiva, la centralidad del ciudadano­consumidor en detrimento de la figura del productor. En este contexto, el proceso de fuerte mercantilización de los valores posmaterialistas aparecía como inevitable y, sus consecuencias, impredecibles. Más aún, si tenemos en cuenta que la estandarización y posterior condensación de estos valores en nuevos "estilos de vida rurales" fue realizada en consonancia con las pautas de integración y exclusión del nuevo orden global. La ruralidad idílica (la expresión es de J. Urry) requería, por ello, la elección de un apropiado contexto de seguridad.

Este proceso de segmentación social termina de diluir la homogeneidad cultural de la antigua clase media. En efecto, en las nuevas comunidades cercadas, la exitosa clase media de servicios ahora sólo se codea con los ricos globalizados. Desde allí comienza a "interiorizar" la distancia social, desarrollando un creciente sentimiento de pertenencia y desdibujando los márgenes confusos de una culpa, como resabio de la antigua sociedad integrada. No olvidemos que sus hijos ahora sólo comparten marcos de socialización con niños de clase alta. Así, mientras los colegios privados facilitan la llave de una reproducción social futura, los espacios comunes de la comunidad cercada contribuyen a "naturalizar" la distancia social. De modo que, aunque la cuestión atente contra cierta tradicional "pasión igualitaria" (J.C. Torre), hay que reconocer que la fractura social desarticuló las formas de sociabilidad que estaban en la base de una cultura igualitaria, desplegando en su lugar una matriz social más jerárquica y rígida. Las urbanizaciones privadas se encuentran entre las expresiones más elocuentes de esta fractura, pues asumen una configuración que afirma, de entrada, la segmentación social (a partir de un acceso diferencial y restringido), reforzada luego por los efectos multiplicadores de la espacialización de las relaciones sociales (constitución de fronteras sociales cada vez más rígidas). En suma, todo parece indicar que, pese las diferencias en términos de capital (sobre todo, económico y social) y la antigüedad de clase, las clases altas y una franja exitosa de las clases medias de servicios, devienen partícipes comunes de una serie de experiencias respecto de los patrones de consumo, de los estilos residenciales; en algunos casos, de los contextos de trabajo; en otras palabras, de los marcos culturales y sociales que dan cuenta de un entramado relacional, que se halla en la base de nuevas formas de sociabilidad. Consumada la fractura al interior de las clases medias y asegurado el despegue social, los "ganadores" mismos van descubriendo, día a día, tras las primeras incongruencias de estatus, algo más que una creciente afinidad electiva…

Bye bye middle class (la ausencia de futuro)

En su libro, "El fin de la clase media y el nacimiento de la sociedad de bajo coste", Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi (Ed. Lengua de Trapo – 2006), sostienen:

Que la clase media está desapareciendo. Desde el siglo XIX fue la clase social que mantuvo el dique contrarrevolucionario y desempeñó un papel central en el desarrollo y sostenimiento del crecimiento económico. La clase media ha sido el caldo de cultivo de los profesionales y de aquéllos que con su esfuerzo y sus virtudes cívicas han contribuido al desarrollo de la sociedad industrial. Señalan Máximo Gaggi, subdirector del "Corriere della Sera", y Edoardo Narduzzi, ensayista y empresario en el sector de la alta tecnología, que el Estado moderno es fruto de la voluntad política de la clase media. Dicha clase encarna el espíritu del Estado de Bienestar cuyos primeros pasos son fruto del empeño de Bismarck a finales del siglo XIX. Sin embargo, es a finales de la Segunda Guerra Mundial cuando el gobierno conservador de Winston Churchill se adhiere al Plan Beveridge y crea una red de servicios sociales que van desde la educación a la sanidad pasando por el subsidio de paro y las pensiones. Esta red constituye el gran triunfo de una clase media que legitima el espacio democrático para su desarrollo y una perspectiva política que va más allá de los nacionalismos y que prepara el terreno para lo que con los años será la Unión Europea.

Tal como van mostrando Gaggi y Narduzzi a lo largo de estas páginas, "en apenas medio siglo el mercado ha creado una situación sustancialmente distinta". La presencia ostentosa de nuevos ricos es cada vez mayor, y mayor es también la sospecha de que su ingente dinero no es únicamente fruto del funcionamiento del mercado sino también de la evasión fiscal. A la par que aumenta el número de millonarios se detecta un aumento de los trabajadores no especializados y los pensionistas. Pero ni ricos ni pobres son la causa del progresivo debilitamiento que está sufriendo la clase media en Europa. El fenómeno es más complejo, y para exponerlo al lector, Gaggi y Narduzzi comienzan por trazar los cuatro rasgos más característicos que jalonan la pérdida de densidad de la clase media.

El primero de ellos se concreta en la aparición de "una aristocracia muy patrimonializada y acaudalada". Gran consumidora de bienes, sus miembros serían los vencedores de la ruleta de la innovación capitalista. El segundo rasgo radica en la consolidación de una elite de tecnócratas del conocimiento con rentas altas y con una notable capacidad de consumo. Dicha elite sería altamente inestable, casi nunca alcanzaría a la aristocracia acaudalada y con frecuencia caería hacia la clase baja. La tercera característica del nuevo fenómeno social se apreciaría en la aparición de "una sociedad masificada de renta medio-baja", a la que los servicios de bajo coste proporcionarían un acceso a bienes y servicios antes reservados a clases más acomodadas. Ikea o los vuelos a bajo coste ilustran a la perfección el consumo de esta nueva sociedad masificada e indiferenciada. Por último, el escenario de la desaparición de la clase media que plantean Gaggi y Narduzzi se completa con una clase "proletarizada" cuyo poder adquisitivo no iría más allá de los bienes de primera necesidad. Maestros, funcionarios de bajo nivel o divorciados formarían un grupo cada vez más próximo a poblaciones emergentes del Tercer Mundo.

La transformación social jalonada por las cuatro señales que para los autores marcan el desleimiento de la clase media, no sería, a pesar de todo, decisiva si no fuera porque el doble papel que jugaba la clase media no se hubiera ido al garete. Por un lado, su papel moderador, tanto del comunismo como del capitalismo más brutal y competitivo. Un capitalismo, añadamos nosotros, que ya no sería el del modelo renano sino el de ciertas prácticas anglosajonas. Por otra parte, habría que añadir la incapacidad de la clase media para mantener un nivel óptimo de demanda adicional de bienes de consumo capaces de garantizar economías de escala. Desaparecida la lucha de clases y globalizado el mercado, los productos se hacen infinitos e interclasistas. De este modo las empresas pueden recuperar en los mercados de Brasil o China las ventas perdidas en Alemania o Italia

En opinión de Gaggi y Narduzzi, el contraste entre una economía en plena expansión y la expansión de amplias masas de gente empobrecida no significa una contradicción sino una muestra más de lo que está ocurriendo. Cada vez son más numerosas las enfermeras a domicilio en Estados Unidos que cobran ocho dólares a la hora o cocineros que ganan siete, lo que viene a sumar mil o mil doscientos euros al mes. Cifra con la que se puede sobrevivir si no se tienen hijos, se vive en una población barata o se goza de una excelente salud que no requiera, por ejemplo, gastos de dentista. (En Estados Unidos, el número de personas sin cobertura sanitaria, excepto la básica y gratuita asegurada por el servicio público, sigue creciendo. En 2005 era de cuarenta y cinco millones de ciudadanos). Si a ese sueldo le añadimos un poco más, entonces ya se puede entrar en los servicios de bajo coste. Skype, Wal-Mart o Ryanair ejemplifican las nuevas empresas que coronan al consumidor de nueva generación y que nada tiene que ver con el comprador de Ferrari, Bang and Olufsen, Versace o Cartier.

El progresivo adelgazamiento de la clase media no ha seguido, para nuestros autores, un proceso homogéneo. Su transformación se ha adaptado a tres modelos. El primero estaría representado por la sociedad norteamericana. Un ámbito caracterizado por una considerable movilidad social y por la polarización de rentas y patrimonios. El segundo correspondería al modelo escandinavo. Alta calidad del servicio público y formas de flexibilidad del mercado de trabajo, en un ámbito social en el que la distancia entre las rentas más altas y más bajas no resulta desmesurada. El tercer modelo se incardina en las sociedades asiáticas emergentes. Singapur, Taiwán y algunas ciudades chinas ilustran espacios sociales caracterizados por sus élites poderosas, tan bien descritas por Charles Wright Mills, superpuestas a una clase "unificada y conforme" espacios en los que las reglas se imponen desde arriba respetando, eso sí, la tradición. Para los autores en ninguno de estos tres contextos existe la clase media. El desarrollo económico es intenso y va acompañado de una reorientación de valores y de estilos de vida nuevos.

Tras describir un mundo en el que la clase media se derrumba -la Unión Europea resiste a la baja el desmoronamiento de lo que fue su columna vertebral-, Gaggi y Narduzzi tratan de plantear un boceto de lo que será el gobierno de la sociedad posclase media. Tarea que ellos mismos reconocen difícil porque con una realidad social cada vez más magmática mejorar para todos las condiciones de vida y la igualdad de oportunidades es de enorme complejidad. Lo cierto es que tanto el consumidor como el elector se orientan cada vez más en las sociedades occidentales por los deseos de lo que los autores denominan las aspiraciones de la "clase de masa", una amalgama en la que los intereses del votante son móviles, abiertos y tienden a interpretar el presente y el futuro a través de su propia agenda. En esta sociedad "desclasificada", la sostenibilidad del llamado modelo social europeo plantea una pregunta que este libro no acaba de responder: ¿Durante cuánto tiempo se podrá mantener un modelo que tiene una evidente dificultad para generar desarrollo económico e innovación tecnológica al ritmo que marcan China o Estados Unidos?

Destacaré, a continuación, algunos párrafos del libro mencionado, muy significativos:

"Por todas partes aparecen nuevos ricos que ostentan su opulencia; entre los trabajadores (en general los no especializados) y pensionistas se detectan focos de pobreza imprevistos; la clase media, en progresivo decrecimiento, pierde renta y seguridad: la sociedad está inmersa en una tempestad. Un fenómeno común a gran parte de las democracias industriales de Occidente, pero que en Italia se ha agudizado por el impacto de una paralización económica más grave y duradera que en otros mercados y por una difusión de la evasión fiscal que hace difícil mirar a los nuevos ricos como el producto de un mercado cada vez más despiadado -la "ruthless economy" (economía despiadada) teorizada por Simon Head, director de la Century Foundation- pero que en cualquier caso funciona (Head, 2003).

Este terremoto, que altera profundamente los mecanismos de distribución de la renta, acelera los procesos que están llevando a la sustancial desaparición de la "clase media" tal y como la hemos conocido en el siglo XX: poco a poco ha perdido sus señas de identidad porque las condiciones históricas que habían determinado su éxito han desaparecido. Pero también se debe a otros factores: sobre todo el fin de la era de las expectativas crecientes, en la que quien no estaba ya "tocado" por el bienestar se sentía, en cualquier caso, "en lista de espera" y no excluido; el final de las seguridades ocupacionales y también el impacto en la estructura social de mecanismos de mercado cuyas señas de identidad se modifican continuamente debido a la evolución tecnológica.

En muchos países la difusión de la oferta de productos y servicios "low cost" (de bajo coste), al aumentar sensiblemente el poder adquisitivo de los salarios, empieza a tener más peso que una reforma fiscal o que el "welfare" (bienestar). Por lo tanto, tiende a sustituir las viejas estratificaciones de intereses en torno a los mecanismos de redistribución gestionados desde el gobierno por una masa indiferenciada: una "clase que ya no es clase" compuesta por sujetos que, cada vez más, piden ser tutelados como consumidores, además de como contribuyentes y como perceptores -actuales o potenciales- de pensiones, asistencia y ayudas de distintos tipos. Este inmenso "milieu" social limita, por abajo, con las "nuevas pobrezas" de los trabajadores no especializados que se encuentran compitiendo con la mano de obra de los países en vías de desarrollo y, por arriba, con una gran clase acomodada compuesta por los ricos "consolidados" y por la burguesía del conocimiento.

El declive de la clase media no es ciertamente un relámpago que llega sin avisar: en 1985 (Rosenthal, 1985), el economista del departamento de estadística del Ministerio de Trabajo estadounidense Neal H. Rosenthal se preguntaba si ya se había iniciado -como lo habían denunciado otros- una polarización de las rentas con la consiguiente progresiva reducción de la clase media y la creación, por un lado, de una gran masa de ricos y, por otro, de un ejército de nuevos proletarios. Su análisis lo llevaba a concluir que hasta ese momento no se había verificado nada parecido. Añadía, sin embargo, que los procesos de desindustrialización -entonces apenas iniciados- y el desarrollo de las nuevas tecnologías de alta rentabilidad podrían provocar un fenómeno de este tipo a partir de la segunda mitad de los años noventa.

Sus previsiones se han revelado bastante exactas, como también la convicción -con visión de futuro, puesto que en 1985 todavía estábamos en la era pre-Internet, Microsoft era una pequeña empresa y Bill Gates estaba empezando a monopolizar los ordenadores personales mundiales con su nuevo sistema operativo– de que las industrias "high tech" (alta tecnología) favorecerían una polarización de las rentas.

Otras voces se han dejado oír en los últimos años: precisamente a mediados de los años noventa (julio de 1997), Rudi Dornbusch, economista del Massachusetts Institute of Technology (MIT), célebre por sus análisis mordaces y un lenguaje rudo y socarrón, publicó "Bye bye middle class", un ensayo en el que preveía la inminente desaparición del "big government" (gran gobierno) (la tendencia de muchos gobiernos a incluir en la esfera pública la mayoría de los servicios dados a los ciudadanos y también una porción considerable de las actividades productivas), del "welfare state" (estado del bienestar) y de la propia "clase media, acostumbrada a la comodidad, por no decir a la pereza". Dornbusch era consciente de que la abolición del estado del bienestar era un desafío que los gobiernos no sabían cómo afrontar. Advertía, sin embargo, que los políticos debían empezar a prepararse para los tiempos difíciles, en los que la competición entre sistemas y empresas, las privatizaciones y la globalización, además de algunas innegables ventajas económicas, producirían también graves problemas sociales, empezando, precisamente, por una reducción de las rentas del trabajador no especializado. Un desafío políticamente difícil, sobre todo para una Europa sacudida, por un lado, por las "inevitables desigualdades y la coexistencia de millonarios enriquecidos gracias a las tecnologías, mientras, por el otro, los electores de la antigua clase media se sienten aislados". Así pues, Dornbusch pronosticaba desde entonces una navegación tempestuosa por democracias que se ven obligadas a ajustar cuentas, al mismo tiempo, con un aumento de las desigualdades y una difusa seguridad económica. Veía sólo una luz en el horizonte: la inminente llegada del euro como "oportunidad para una nueva y dinámica visión de Europa". Si estuviese vivo aún, quién sabe qué abrasivas ironías reservaría a la Europa de hoy, en plena crisis económica, institucional y de liderazgo político…

De hecho, es un verdadero magma social. Un contexto en continua ebullición en el que alguien sube y otro baja en la jerarquía de la potencialidad de realización y de vida, pero siempre dentro de un campo de acción "delimitado" y compartido. En el magma conviven una, cien, mil y ninguna clase: cada grupo tiende a distinguirse por detalles más o menos pequeños, pero ninguno tiene las características necesarias para que lo consagren como clase media o nueva clase de referencia.

Nos deslizamos, así, casi sin enterarnos, mucho más allá de la lógica -todavía clasista- del estado del bienestar (pensiones modestas para la siderurgia pero suntuosas para la telefónica; la protección de la regulación de empleo para los parados de la industria, pero no para los de servicios, etc.), para dejar sitio a un universo humano flexible, descontractualizado, deseoso de ampliar al máximo las posibilidades de consumo. Un universo infraideologizado, decidido a procurarse bienes y servicios en el proveedor mundial que ofrece las condiciones más ventajosas, que pretende una menor mediación por parte de las instituciones tradicionales, religiosamente abierto, integrado en tiempo real con todos los canales de comunicación o de interacción y cada vez menos centrado en las tradicionales agencias de socialización, empezando precisamente por la familia…

Resulta muy difícil estar en sintonía con una sociedad que, acabada la historia y la economía de la materia, se libera de las limitaciones de la dimensión "contrarrevolucionaria" y de la elección delegada para hacerse preguntas sin límites, fluidas, segmentadas, apolíticas o geopolíticas, simplificadas y cínicas…

La clase media, aunque sin una razón de ser política -su papel de contención de los empujes revolucionarios de la clase obrera-, probablemente habría sobrevivido al transcurrir del tiempo si la razón económica que había favorecido su formación no se hubiera desintegrado como la nieve al sol. La sociedad intermedia representaba y representa el tipo ideal de consumidor de última necesidad, preparado para comprar cualquier producto que la oferta sea capaz de proponerle. Mejor si va acompañado de cualquier mensaje promocional…

El matrimonio era perfecto: la industria concebía nuevos productos capaces de satisfacer necesidades a veces reales, a veces solamente latentes, y los presentaba a la voracidad de la clase media, preparada para representar el propio papel de consumidor obediente y poco selectivo. Así las empresas crecían y con ellas también la potencialidad de adquisición de la clase media. Una relación aparentemente indisoluble: por una parte, la clase media, al ahorrar, ponía gran parte del capital necesario a disposición de la industria material para poder ampliar la oferta; por otra parte, al consumir a manos llenas todo lo que podía, satisfacía sus deseos y se realizaba en el plano de la identidad de clase.

Un sistema con su equilibrio, capaz también de contener el empuje revolucionario de la minoría que estaba llamada a hacer funcionar esas máquinas: obreros que veían en cualquier caso crecer también su nivel de bienestar y que empezaban a tener la fundada esperanza de subir algún peldaño en la escala social, pasando de ser obreros a ser empleados.

Este sistema funciona mientras el escenario de acción e interacción permanece restringido al ámbito nacional o poco más. Cuando algunos aspectos de esta ecuación estallan o se ponen en entredicho en cuanto a su utilidad "superior", entonces también la clase media está obligada a encarar lo nuevo que avanza. Y en este caso lo nuevo ha avanzado con dos máscaras: la del triunfo de la economía de mercado y la del capitalismo sin fronteras.

El primer aspecto tiene una implicación intrínsecamente política porque supone un papel del mercado más allá de la dimensión del lugar organizado para el intercambio, hasta convertirse en una verdadera y propia ideología colectiva. Sólo el mercado, según esta interpretación, puede garantizar desarrollo, inclusión, democracia y justicia social. El mercado es la única ideología de la historia "acabada", es decir, la ideología elemental que habilita el funcionamiento regular y aceptado de los intercambios. Pero un mercado transformado en ideología dominante no necesita una clase contrarrevolucionaria que lo defienda, que tutele los intereses que manifiesta. O, por lo menos, así lo creen sus sacerdotes, mientras no se manifiesten algunas reacciones de "rechazo", como el no a la Constitución europea en los referendos de la primavera de 2005 en Francia y Holanda. Por otro lado, en una economía que ya no es nacional sino globalizada -y aquí llegamos al segundo aspecto-, cambian también los papeles de las clases sociales y el propio sistema de los intereses que hay que defender.

En este terremoto económico, productivo y social, no se cumple el doble papel desarrollado por la clase media: por un lado, el de centro de intereses homogéneos en las democracias electivas posindustriales (dique natural, por lo tanto, no sólo del comunismo sino también del capitalismo "salvaje e hipercompetitivo") y, por otro, el de mantenedor de un nivel óptimo de demanda adicional de bienes de consumo duraderos, necesario para que la industria alcance economías de escala y genere valores; en definitiva, para ganar consenso.

Hoy, ninguna de estas dos condiciones "se mantiene": la democracia representativa tiene que afrontar la pulverización de los intereses que ya no pueden contar con el cúmulo de ideologías "fuertes" y de un sistema productivo cerrado y basado en bienes de consumo estandarizados, capaces de encarnar un estatus social. La demanda ha alcanzado una escala global, los productos son infinitos y se han hecho "interclasistas" (el ejemplo más citado hoy es el de la iPad), las empresas materiales pueden recuperar en los mercados de Brasil o China las ventas perdidas en Alemania o Italia.

La globalización ha provocado trastornos económicos y sociales que producirán "tres mil millones de nuevos capitalistas", como dice el eficaz eslogan convertido en el título del último libro de Clyde Prestowitz, gurú republicano del libre comercio (fue consejero del presidente Reagan y negociador de los acuerdos comerciales internacionales durante su mandato). Según Prestowitz (2005), las dinámicas actuales son hijas de la coincidencia de tres factores: la derrota del comunismo, que ha empujado a tres mil millones de chinos, rusos e indios al capitalismo (interpretado, además, de manera bastante "agresiva"); la revolución de Internet, que ha "anulado el tiempo"; y la difusión de la mensajería aérea de bajo coste -desde Federal Express a DHL-, que ha "anulado el espacio". El trabajo de estos enormes grupos de bajo coste se está utilizando en (casi) cualquier parte del mundo porque permite transferir rápidamente mercancías y prestaciones intelectuales con gravámenes insignificantes. Si Estados Unidos no espabila, China volverá pronto a ocupar un papel central, como en la época del Imperio Medio: hacia el año 2050 China superará a los Estados Unidos en renta nacional bruta (aunque, si se usa como medidor el poder adquisitivo, el adelantamiento podría cumplirse en 2025).

Es precisamente este progresivo desplazamiento de los equilibrios de la demanda mundial hacia los países llamados emergentes lo que mina en la base los cimientos económicos sobre los que la clase media ha encontrado en los últimos siglos su estabilidad. Si la disminución de la demanda del "milieu" social francés está más que compensada por la capacidad de consumo de los neoacomodados indios, entonces, para quien invierte en el sistema productivo, la necesidad de una clase de consumidores occidentales con la cartera llena se convierte en un aspecto menos vital.

Dos factores explican bastante bien las razones por las que las lógicas productivas y mercantiles contemporáneas implican la superación de la clase media o, como mínimo, de su papel. Las sociedades "neófitas" del capitalismo global de corte occidental, las asiáticas en particular, están lo más alejadas posibles del concepto de clase media. Es más: son, de partida, mucho más parecidas a la imagen del magma social, de la sociedad-masa que hemos señalado anteriormente como el modelo de referencia posmaterial…

Son precisamente estos grupos de nueva demanda, que se han ido formando a partir de finales de los años setenta y que con el inicio del nuevo siglo han acelerado el paso para ganar papel y peso internacional, los que quitan, cada vez más rápidamente, el oxígeno necesario para alimentar la energía motora de la clase media occidental. No sólo porque contribuyen considerablemente a rediseñar las características de consumo mundial en términos de tipología y costes de los bienes y de los servicios, sino también porque se hace difícil imaginar la supervivencia de una clase media occidental o europea con las características de las últimas décadas cuando asoman al mercado mundial mil quinientos millones de nuevos trabajadores a bajo coste. Sujetos cada vez más escolarizados e indiferentes a las lógicas de quien, en el mundo del bienestar, quiere defender las "conquistas del pasado".

Así, en los países industrializados, la necesidad económica que hay que satisfacer a través de una clase homogénea de consumidores reconocibles está sujeta a la lógica de los grandes números: para conseguir el mismo resultado es preferible extender lo más rápido posible a cientos de millones de consumidores el umbral del bienestar. La sociedad de masa nace naturalmente con el crecimiento y el desarrollo económico del nuevo mundo. La antigua forma de producción, y con ella las clases que la han alimentado, ha sido arrollada por el nuevo empuje del globo convertido en mercado competitivo y abierto.

Hay que reflexionar sobre la ironía de la historia: una clase que es hija de la revolución burguesa contra la aristocracia latifundista, pero que después, en su madurez, ha asumido un papel "contrarrevolucionario", es arrollada por una revolución invisible en sus acciones y nunca declarada, sin líderes ni banderas pero despiadada, como cualquier revolución, en conseguir sus propios objetivos.

Así, sucumbe el papel económico desarrollado con éxito por la clase media, mientras el consumidor burgués sufre una eutanasia más o menos lenta. El mismo destino le espera a la estructura industrial que ha caracterizado a la economía de mercado de la clase media…

Como es bien sabido, la globalización, al redistribuir el trabajo a escala mundial, presiona los salarios en todos los sectores expuestos a la competencia internacional. Además, obliga a los contratadores a reducir los beneficios sociales y sanitarios hasta el momento garantizados a los trabajadores. Obviamente esto sucede en países -como los Estados Unidos- en que el Estado ha delegado ampliamente a las empresas la tarea de construir una red de protecciones sociales.

El proceso actual tiene las extraordinarias dimensiones de una transformación social en la que la clase media, como estábamos acostumbrados a verla hace veinte o treinta años, se desvanece, sustituida por una sociedad más polarizada: profesionales, operadores de mercados financieros, trabajadores del conocimiento, empleados de servicios "protegidos" o empresarios de los sectores innovadores saben posicionarse ahí donde el nuevo sistema económico produce o distribuye riqueza y, por lo tanto, consiguen garantizarse una renta que, de todas formas sigue creciendo. Es la "sociedad creativa" (Richard Florida). Por otro lado, se acumula la fuerza-trabajo de más baja especialización: obreros de la industria expuesta a la competencia internacional y empleados de los servicios tradicionales (desde el transporte a la restauración) que se encuentran comprimidos entre reducción de rentas y reducción de garantías sociales. Europa, además, posee un ejército de parados. En Estados Unidos, sin embargo, el fantasma no es el paro sino el riesgo de tener que sustituir un trabajo industrial bien pagado por un empleo en el sector servicios que ofrece una retribución más baja y carece de coberturas sanitarias y sociales…

En Estados Unidos, el número de personas sin ninguna cobertura sanitaria, excepto la básica y gratuita asegurada por el servicio público, sigue creciendo: según los datos de 2005, el problema abarca a cuarenta y cinco millones de ciudadanos americanos. No poderse permitir ni siquiera una mínima póliza sanitaria es señal evidente de indigencia o de dificultad económica de las familias…

Y, sin embargo, en Estados Unidos, el veinte por ciento de los ciudadanos más ricos (rentas por encima de los setenta y cinco mil dólares al año), que en 1967 percibía el 43,8 por ciento de las rentas totales, en 2003 ha alcanzado el 49,8 por ciento: se ha quedado con la mitad de la "tarta" de las rentas estadounidenses, mientras que el peso de la franja central (rentas entre treinta y cinco mil y cuarenta mil dólares al año) ha bajado del 17,3 por ciento al 14,8 por ciento del total. Un fenómeno que, obviamente, no indica un empobrecimiento en términos absolutos -en los últimos treinta y cinco años la riqueza producida en los Estados Unidos ha crecido enormemente y todos se han beneficiado de alguna manera- sino una distribución desequilibrada que ha favorecido a los perceptores de rentas más altas, en detrimento precisamente de la clase media: en el periodo 1967-2003, la franja central ha visto crecer, de hecho, su renta en un 31,9 por ciento, al igual que los pobres de la franja más baja (con rentas de cero a quince mil dólares al año), que han registrado un aumento del 31,7 por ciento. Para los ricos de la franja más elevada, el incremento de la renta ha sido del 75,6 por ciento.

Año tras año, esta dinámica divergente de las rentas ha producido desequilibrios todavía más macroscópicos en la acumulación de riqueza (inmobiliaria, financiera, etc.): hoy el uno por ciento de los ciudadanos con rentas más elevadas tiene en su poder el cuarenta por ciento de la riqueza de todo el país, un trozo más grande del que corresponde al noventa por ciento de los trabajadores con renta inferior. Datos que hacen decir a Laura D"Andrea Tyson -presidenta de la London Business School y jefa de los consejeros económicos de Clinton en la Casa Blanca a mediados de los noventa- que en Estados Unidos una distribución de las rentas tan desigual no se veía desde la "edad del jazz", los locos y salvajes años veinte (Tyson, 2004)"…

La "solución" Piketty

Un "impuesto confiscatorio" contra las oligarquías económicas que se conceden bonus y salarios millonarios y una tasa global a la riqueza son las ideas del economista Thomas Piketty que han levantado la mayor polvareda económica desde "El Capital" de Marx. A finales de abril de 2014, Google sumaba ya 196 millones de entradas sobre el autor.

Cuando en 1789 estallaron las revueltas del hambre que desembocaron en la Revolución Francesa la desigualdad entre los más ricos y los más pobres era sólo algo superior a la que hoy se vive entre los más ricos y los más pobres en las sociedades avanzadas. La desigualdad es inaceptable en términos de "utilidad común" rezaba la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 que terminó con el Antiguo Régimen. Esa desigualdad vuelve a ser hoy una de las grandes amenazas económicas y sigue creciendo. Ante ese problema, el economista francés Thomas Piketty ha provocado uno de los mayores debates de los últimos años con su obra "El Capital del Siglo XXI" y sus dos grandes propuestas para reducir la desigualdad: un impuesto de hasta el 80% para la "oligarquía económica", es decir, quienes ganan más de un millón de dólares al año  un impuesto global a la riqueza.

El punto de partida de Piketty es comprobar como los grandes ejecutivos de algunas compañías han "secuestrado" los consejos de sus empresas para otorgarse salarios billonarios de forma completamente arbitraria, al margen de los resultados empresariales mientras se rebaja el salario mínimo y se recortan sueldos a las plantillas. Eso aumenta la brecha entre ricos y pobres de tal forma que en España ha significado que el 1% de los grandes millonarios haya pasado de controlar un 5% de la riqueza nacional en 1980 a controlar más del 7% hasta 2010, concluye. Esa desigualdad crece en todo el planeta.

Con la premisa del secuestro del sistema por las oligarquías económicas, la primera propuesta para terminar con la desigualdad ha tensado las costuras de la economía clásica. Su obra plantea instaurar un "impuesto confiscatorio" del 80% sobre quienes ganan más de un millón de dólares al año. "La medida no sólo no reduciría el crecimiento económico del país -argumenta el economista- sino que impondría límites a comportamientos económicos inútiles y a veces dañinos". El objetivo de ese impuesto no es aumentar la recaudación del Estado sino "reducir drásticamente la remuneración de las cúpulas empresariales sin recortar la productividad de la economía".

"Ninguna hipocresía es lo suficientemente grande cuando las élites económicas y financieras se ven obligadas a defender sus intereses" -acusa el autor de "El Capital en el Siglo XXI"- "y eso incluye a economistas que, en la actualidad ocupan un lugar envidiable en la jerarquía de los ingresos. Algunos economistas tienen la desafortunada tendencia a defender sus intereses privados mientras claman por el interés general". El ataque a la disciplina y la contundencia de sus propuestas ha levantado una polvareda económica que no se recordaba en décadas.

La educación ha sido tradicionalmente la gran niveladora de desigualdades. Sin embargo, en su denuncia, el autor señala que también la educación está siendo secuestrada por la oligarquía económica. El nivel de renta de los padres de los alumnos que estudian en Harvard es de 450.000 dólares al año, lo que se corresponde con el nivel de renta del 2% más rico en Estados Unidos. El dato refleja que la selección de estudiantes está basada en algo más que el mérito y sugiere que hay una "aristocracia social" que perpetúa la desigualdad entre generaciones futuras.

La segunda bomba que ha estallado en los foros de debate económico es la llamada "tasa global a la riqueza", una idea definida como "utópica" que pretende establecer un sistema de valoración de las fortunas individuales para gravarlas después con un impuesto progresivo. Un 0% para aquellos cuyas fortunas no alcancen el millón de dólares, un 1% para quienes tengan entre 1 y 5 millones de dólares y un 2% para quienes tengan activos valorados en más de 5 millones.

  • "Para los milmillonarios del planeta, ese impuesto gravaría el valor neto personal, el tipo de cifra que publican revistas como Forbes", sostiene Piketty.

  • Para el resto, el impuesto se determinaría sobre el valor de mercado de todos los activos financieros (depósitos bancarios, acciones, bonos y otros activos), los activos no financieros (especialmente vivienda) y el valor neto de la deuda.

La medida obligaría a los bancos a una transparencia nunca vista y a compartir información pero, sobre todo, evitaría la alternativa que -según denuncian los organismos internacionales- está cuajando: la del proteccionismo económico. "Cuando se mira de cerca -concluye el economista- esta solución resulta ser mucho menos peligrosa que sus alternativas".

Tachado de un sesgo neo-marxista, el debate está siendo aplaudido entre los descontentos por la crisis a los que Piketty ha regalado un análisis con bases de datos de más de dos siglos y está siendo criticado por las escuelas más clásicas de la economía.

Pero más allá del nombre y la provocación de sus ideas, la desigualdad parece haber cuajado como problema y el manejo de los impuestos como solución. El Antiguo Régimen acabó cuando las asambleas revolucionarias decidieron terminar con los privilegios fiscales de la nobleza y el clero y establecieron un sistema de tasas universal.

La Revolución Americana nació cuando las colonias británicas decidieron también fijar sus propios impuestos bajo el lema "no taxation without representation" que implicaba otorgar derechos políticos a quien pagaba al Estado. Ahora, ante una desigualdad creciente, el futuro de los impuestos puede volver a decidir el futuro de la estabilidad social.

¿Hasta dónde puede llegar la presión fiscal de un Estado? No parece probable que en términos prácticos se impulse más la presión fiscal a día de hoy. Sin embargo, entre los años 2050 y 2060 la presión fiscal podría superar con mucho el 50% si mantiene ritmos de crecimiento como los actuales. El futuro no está claro pero el pasado sí deja ya tres etapas diferenciadas según el análisis histórico de El Capital del Siglo XXI.

• Desde el siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial los impuestos apenas consumían un 10% de la renta nacional. El resultado fue un "Estado mínimo" o de regalías que se limitaba a las labores de policía, justicia, militar y administración interna.

• Entre 1920 y 1980, el peso de los impuestos se multiplicó por 3 o 4 y hasta por 5 en los países nórdicos favorecido por un impresionante crecimiento económico de casi un 5% anual. El resultado fue la creación de un "Estado del bienestar o Estado social" en el que se financiaron educación, sanidad, pensiones y desempleo.

• Entre 1980 y 2010, ese aumento de la presión fiscal se estabilizó para cubrir esos "gastos sociales" sin que el Estado moderno cumpliera una verdadera función de "redistribuir riqueza", afirma el autor.

Según Piketty, vivimos en una nueva edad de oro de la economía, pero de peculiares características, ya que el aumento de riqueza, en lugar de beneficiar al conjunto social, está provocando un retorno a los niveles de desigualdad del siglo XIX. El capitalismo patrimonial está de regreso, más allá de que el origen de la fortuna se sitúe en la tierra, como ocurrió el siglo XVII; en la industria, como sucedió en el XIX; o en el entorno inmobiliario y financiero, como en el XX. Volvemos a la misma lógica de la acumulación y a la economía dominada por las dinastías familiares.

Los problemas que este contexto desigual genera no se agotan en la redistribución o en la justicia, sino que también terminan con las posibilidades de una sociedad estable. Como señalaba el economista francés "si esta tendencia continúa, las desigualdades se volverán insostenibles para 2040 o 2050. Incluso los más fieles defensores del mercado deben estar preocupados, porque si el rendimiento del capital es mayor que la tasa de crecimiento, se ampliarán mecánicamente las desigualdades, con el riesgo de que un declive nacional brutal, a través del nacionalismo político o del proteccionismo exacerbado, pueda servir como válvula de escape para las tensiones sociales. Espero que hayamos aprendido las lecciones del siglo XX".

En "El Capital en el siglo XXI", Piketty utiliza significativamente una obra de Balzac, Papá Goriot y, en especial, la descripción sobre cómo funciona la sociedad que realiza Vautrin, uno de sus personajes, para subrayar el tipo de mundo que dejamos atrás y que volveremos a encontrarnos a la vuelta de la esquina. Así será nuestro mundo, según el discurso de Balzac que cita Piketty:

1. "Cómo hacer rápidamente una fortuna, es el problema que se plantean en este momento cincuenta mil jóvenes que se encuentran en la misma situación que usted. Usted es uno de ellos. Calcule los esfuerzos que tiene que hacer y lo encarnizado del combate. Tienen que devorarse unos a otros como fieras, dado que no hay cincuenta mil buenos puestos".

2. "¿Sabe usted cómo se triunfa aquí? Con el brillo del genio o con la habilidad de la corrupción. Hay que entrar en esta masa de hombres como una bala de cañón o deslizarse en ella como la peste. La honradez no sirve para nada… La corrupción es lo que prima, el talento es raro. Por eso, la corrupción es el arma de la mediocridad que abunda, y sentirá usted sus alfilerazos por todas partes".

3. "El hombre honrado es el enemigo común. Pero ¿qué cree usted que es un hombre honrado? En París un hombre honrado es el que se calla y no quiere tomar parte en la corrupción general. No hablo de esos pobres esclavos que hacen todos los trabajos sin ser nunca recompensados, y a los que yo llamo la cofradía de las zapatillas de Dios. Ciertamente en ellos está la virtud en todo el esplendor de su necesidad, pero también está la miseria. Estoy viendo la cara que pondrían esas buenas gentes si Dios nos gastara la broma pesada de no asistir al Juicio Final".

4. "Si quiere usted tener rápidamente fortuna, ha de ser ya rico o parecerlo. Para enriquecerse hay que dar golpes importantes, no conformarse con pequeños trapicheos. Si en las cien profesiones que puede usted abrazar hay diez hombres que triunfan rápidamente, la gente los llama ladrones. Saque usted sus conclusiones. He ahí la vida tal como es. No es más agradable que la cocina; huele igual de mal y hay que mancharse las manos si se quiere sacar tajada; sólo es preciso sabérselas limpiar bien después; en eso consiste toda la moral de nuestra época"

Lo único que podemos hacer si no queremos vivir en el mundo descrito por Balzac, es resolver los problemas de desigualdad. En caso contrario, avisa Piketty, "esta contradicción se resolverá por la violencia". 

El lenguaje de los hechos: la carrera de los pobres nunca se acaba

Hace años (desde antes de la crisis) que se viene escuchando (o leyendo) a "gigantes y cabezudos" de Wall Street, a iluminados "gurús" mediáticos y a prestigiosos "papahuevos" de las universidades de la "Ivy League", proclamar que para resolver los problemas de competitividad de los países avanzados, había que hacer "reformas estructurales".

Un eufemismo cínico para no decir directamente que había que establecer el despido libre, instituir los empleos de usar y tirar, los contratos de lunes a sábado, aceptar la McDonalización de la sociedad y crear un enorme ejército en la reserva dispuesto a aceptar el salario del miedo.

Por "reformas estructurales" debe entenderse un mercado de manos libres en cuanto a las condiciones laborales, remuneraciones, seguros sociales, protección del trabajador, enfermedad, maternidad, vacaciones, y un largo etcétera de conquistas sociales, que costaron años de lucha obrera conseguirlos en las economías desarrolladas.

Por "reformas estructurales" nunca debe entenderse una reducción del gasto público no productivo, una disminución de los privilegios de la clase política, una rebaja de los subsidios y ventajas fiscales a las grandes corporaciones, un mayor control de la operaciones financieras de alto riesgo sistémico, una penalización de la corrupción, connivencia, o prevaricación de los poderes públicos y privados… (la lista continúa).

¿Se puede considerar suficiente una "reforma estructural" (mejora de la competitividad) por la que un trabajador de EEUU, Alemania, Inglaterra o Francia (por ejemplo) tenga un salario equivalente al de un trabajador de Bangladesh, India o China?

Aunque ese fuera el caso, tampoco alcanzaría, para satisfacer las ilimitadas ansias de rentabilidad de las grandes corporaciones multinacionales. La carrera de los pobres (el descenso a los infiernos) nunca se acaba. Siempre habrá algún productor más barato…

La "globalización" de la miseria (el muerto al hoyo y el vivo al bollo)

Esta precaria situación de "competencia imperfecta" me permite incidir sobre las nefastas consecuencias que ha tenido para los trabajadores de los países desarrollados, el proceso de globalización de la economía.

Los cambios tecnológicos en robótica, informática y biotecnología; la internacionalización de las finanzas; la expansión de las comunicaciones; y la emergencia multinacional de las corporaciones son las fuerzas que impulsaron esa globalización.

¿Quiénes ganan con la globalización? Algunos países, las grandes empresas, un 20% de la población activa, el l% de las familias ricas, el capitalismo financiero y los altos directivos forman el elenco de los agraciados por la economía de mercado.

¿Quiénes pierden con el libre comercio? La subclase inmóvil, los nuevos pobres, el ejército de reserva, la salud, la educación, la mayoría insatisfecha, el trabajador de usar y tirar, los que viven el miedo al mañana, la angustia y la inseguridad, impulsan esta nueva "era de las desigualdades".

"Entre la unificación económica del mundo y su fragmentación cultural, el espacio que era de la vida social (y sobre todo política) se hunde, y los dirigentes o los partidos políticos pierden tan brutalmente su función representativa que se sumergen o son acusados de sumergirse en la corrupción o el cinismo" (dice Alain Touraine).

¿Cuáles son los condicionantes que ceban la bomba? En una primera síntesis, tenemos problemas: ambientales, demográficos, económicos y sociales. Y si deseamos "abrir" la lista podríamos ampliar a: explosión demográfica y conflictivos procesos migratorios, ecología, ampliación de la brecha entre ricos y pobres, empleo, acentuación del mundo a dos velocidades, desasistencia educativa, desasistencia sanitaria, aumento del número de pobres, drogadicción, delincuencia, deterioro de los servicios públicos, gente sin hogar, baja tasa de participación en las elecciones, caída de los niveles de vida de la clase media (brusca caída de los salarios), corrupción , y politización de la justicia.

¿Cuáles son las causales de semejante acumulación de problemas? ¿Hechos naturales?, ¿leyes irreversibles?, ¿enemigos ocultos?, ¿castigo divino?, ¿síntomas de decadencia del sistema?

Algunos autores y estudiosos diagnostican: "la liberación del comercio" (Ravi Batra); "el comercio sin normas" (Tim Lang y Colin Hines); "el modelo global" (Hans-Peter Martin y Harald Schumann); "los mercados libres" (Lester Thurow); "el dualismo económico" (Michael Albert); "la competitividad" (Robert B. Reich); "el poder de la tecnología" (Paul Kennedy); "la globalización" (Jean-Paul Fitoussi y Pierre Rosanvallon); "la mundialización" (Viviane Forrester); "la eliminación del trabajo humano en el proceso productivo" (Jeremy Rifkin); "la declinación de la confianza" (Francis Fukuyama); "un vasto movimiento de despolitización y de privatización" (C. Castoriadis); "la deflación competitiva" (Benjamin Coriat y Dominique Taddei); "el capitalismo salvaje" (Naum Minsburg); "la economía financiera" (Scavo); "la internacionalización de la vida económica" (Robert Heilbroner); "el comercio internacional" (Charles Hampden-Turner y Alfons Tronpenaards); "el fracaso del mercado" (Albert O. Hirschman); "un sistema de laissez-faire" (Bruce Ackerman); "la era de la competencia" (Grupo Lisboa); "la nueva era imperial" (Jean-Marie Guehenno); "la globalización y la privatización" (Alain Touraine); "el conflicto de olas" (Alvin y Heidi Toffler); "la cultura de la satisfacción" (John Kenneth Galbraith); "la economía simbólica" (Peter Drucker); "la muerte de la sociedad industrial" (Taichi Sakaiya).

¿Y cuáles son los riesgos, qué es lo que puede ocurrir si todo sigue igual? ¿Qué siente el hombre común frente a todo esto?

Aquí también los estudiosos opinan:

"En 1993, cuando la depresión silenciosa ya lleva su segunda década de vigencia resulta evidente para muchos que el gran sueño americano es ahora sólo eso: un sueño" (Ravi Batra)

"Un elemento clave de la visión social preconizada por los defensores del libre comercio es el consumidor en sustitución del ciudadano" (Tim Lang y Colin Hines).

"La idea de "un mercado libre" al margen de las leyes y decisiones políticas que el mismo genera, es pura fantasía" (Robert B: Reich).

"La mayor prueba a que se verá sometida la sociedad humana en el siglo XXI consistirá en el modo de utilizar "el poder de la tecnología" para satisfacer las demandas planteadas por "el poder de la población"" (Paul Kennedy).

"La inseguridad es hoy la palabra clave". "Asalariados, funcionarios, jubilados: todos a la vez expresan temor a un mañana incierto". "El desarrollo de una desocupación masiva es el vector evidente y primordial de la sensación de inseguridad y vulnerabilidad que tetaniza a la sociedad". (Jean-Paul Fitoussi y Pierre Rosanvallon).

"Estamos ante una elección. A partir de ahora tenemos la facultad de decidir… ¡a la carta! si preferimos la desocupación a la pobreza o esta a aquella". "Pero que nadie tenga la menor duda: ¡tendremos las dos cosas!" (Viviane Forrester).

"No es la pobreza, sino el miedo a ella, el que pone en peligro a la democracia". "Los perdedores tienen un voto, y lo utilizarán. No hay razón para estar tranquilos: el terremoto social seguirá al político" (Hans-Peter Martin y Harald Schumann).

"Al igual que ocurrió en la década de los años 20, nos hallamos peligrosamente cerca de una nueva gran depresión" (Jeremy Rifkin).

"¿Qué tan lejos puede llegar la desigualdad antes de que el sistema se derrumbe?" (Lester Thurow).

"Hay un gran problema: La deslocalización de la mano de obra. Las personas que obtienen los nuevos empleos no son las mismas que perdieron los viejos. Los nuevos empleos no están en las fábricas, empresas e industrias, donde estaban los antiguos. De tal modo, la transición amenaza la seguridad del empleo" (Peter Drucker e Isao Nakauchi).

"Vamos hacia una estructura de oligopolio cerrado a nivel global. ¡Pobres consumidores! Estamos presenciando la agonía y muerte de la competencia en los mercados más vitales de la humanidad. Y no es sólo eso: también estamos presenciando la supresión masiva de empleos" (Luis de Sebastián).

"Vivimos la sociedad de los lobbies y de los hobbies". "El problema que se plantea es el de saber en qué medida las sociedades occidentales siguen siendo capaces de fabricar el tipo de individuo necesario para la continuidad de su funcionamiento" (C. Castoriadis).

"La aplicación de las diversas variantes del capitalismo "salvaje" ha conducido a una situación dramática. En el escenario internacional, así como también en el interior de cada país, desarrollado o en vías de desarrollo, se puede constatar la existencia de una tendencia a la dualización de la sociedad que se agudiza constantemente" (Naum Minsburg).

"La relativa pobreza de la clase trabajadora, la miseria física del "ejército de reserva" y la rápida disminución de los salarios junto con el súbito aumento del desempleo que se produce en la crisis, todo ello suministra una reserva creciente de potencial revolucionario" (Anthony Giddens).

"Cuanto más creador es el capitalismo de riqueza a corto plazo, mayor es el riesgo de convertirse en destructor de valores de largo plazo, si no está lo bastante acotado por los poderes públicos, y si no tiene la competencia de otros valores sociales que no sean los monetarios" (Michael Albert).

"La resignación resume la visión que el pasado lejano tenía sobre el futuro; la esperanza, la que tuvo el ayer; y la aprensión es el talante dominante hoy" (Robert Heilbroner).

"¿Puede la competencia gobernar el planeta? ¿Es la competencia el mejor instrumento para enfrentarse a escala mundial a los cada vez más grandes problemas medioambientales, demográficos, económicos y sociales? El mercado no puede calibrar el futuro porque es corto de vista por naturaleza. La dinámica de la competitividad, como ideología rectora de las relaciones sociales y políticas conduce a la catástrofe porque es incapaz de resolver los problemas comunes de un mundo al que crecientemente podemos percibir como una nave común en la que estamos todos embarcados" (Grupo Lisboa).

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