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La muralla de King Kong



  1. Introducción
  2. Seguridad
  3. Misterio y exotismo

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Muralla de la Isla de la Calavera en el film King Kong
de 1933

Introducción

(MUY PERSONAL)

RECUERDO PERFECTAMENTE estar viendo la película de King Kong de 1933 en el televisor blanco y negro que tenía mi abuela en su departamento del barrio de Belgrano. Corría el año 1973. Con seguridad era sábado ya que por entonces el Festival de Cine y Series de Canal 13 acaparaba mi completa atención desde muy temprano, no bien pasado el mediodía, extendiéndola en continuado hasta por lo menos de las diez de la noche. No cabe duda de que era un fiel televidente de ese ciclo, cuando mis viajes a Buenos Aires me lo permitían.

Aquel día en particular tenía mucha bronca. Estallaba de ira e impotencia. Es que a mis 13 años de edad poco podía hacer contra de la decisión de mis padres de bautizar a mi hermano menor justo esa bendita tarde. Y no era para menos. Bien justificada estaba mi rabia: había que abandonar la tele, a King Kong y la efervescencia que sus imágenes me producían para ir, justo en la mitad del film, hasta la Parroquia de la Inmaculada Concepción (más conocida como "La Redonda", por su estructura circular), levantada a sólo tres cuadras.

Confieso que estiré lo mas que pude mi permanencia frente a la pantalla, como deseando capturar hasta la última escena que se me permitiera. Pero la voz de mamá fue clara y contundente: "Apagá eso y vení, que llegamos tarde".

"Eso".

¿Cómo se podía cometer semejante acto de herejía, calificando de "eso" a tan suprema película de terror y aventuras? Creo que ese día empecé a distanciarme de la Iglesia y sus rituales. Y aunque con el tiempo el corte resultó definitivo, no hay vez que alguien refiera un bautismo que no me venga a la mente la más antigua película de Kong.

A fuer de ser sincero, ya la había visto antes. Pero por aquellos días no teníamos la oportunidad de ver las películas cuando se nos antojaba. Dependíamos de los caprichos de los distribuidores o de algún dueño de cine que tuviera en su poder los carretes del film en cuestión. Internet y YouTube no figuraba ni siquiera en la cabeza más afiebrada y si algún fulano me hubiera dicho que en el futuro sería factible ver cualquier película en el instante que uno lo quisiera; a no ser que fuera del mismísimo Capitán Kirk de Star Trek, me le hubiera reído descaradamente a carcajadas en la cara.

Pero aquella tarde tenía pocos motivos para reírme. Todo lo contrario.

Así que, refunfuñando y con una cara desencajada por la bronca, todos partimos a celebrar esa poco oportuna, indeseable y maldita ceremonia católica que me alejaba de mi deseo más profundo e inmediato.

No hay caso. Para mí, los bautismos y King Kong siguen enlazados profundamente. Sólo 40 años más tarde, y a instancias de mi hijo mayor, volví a sumergirme en el universo del aquel gorila gigantesco, esta vez para averiguar el paradero real del muñeco que se había usado en la versión fílmica de 1976, y que se creía perdido en Argentina.

Pero esa es otra historia.[1]

De todas las películas que vimos siendo chicos, seguramente, una o dos escenas son las que aparecen en primerísima instancia cuando hoy las recordamos. Como un flash que viene del pasado, personas, paisajes, acciones y contextos se recrean en nuestro cerebro de forma fulminante. Sólo después racionalizamos y ordenamos la remembranza. Al menos es lo que me pasa.

De La Aventura del Poseidón (1972) tengo presente a Gene Hackman colgando del vacío mientras trataba de abrir la compuerta que llevaría a sus compañeros a la salvación. Todavía lo veo zarandeándose de una rueda de acero, haciéndola girar a fuerza de movimientos bruscos con su cuerpo, sabiendo que su sacrificio era inevitable. Minutos después, lo esperado: el desastre. El pobre sacerdote que interpretaba se estrellaba contra el piso (en realidad techo, ya que el transatlántico Poseidón se había dando vuelta de campana). "Es una película demasiado fuerte", dijo la tía que nos había llevado al cine. Esa imagen y esa frase, junto al rostro de estupor de mi hermana, quedaron grabadas a fuego en mi recuerdo.

Podría seguir enumerando muchos otros filmes (hoy clásicos) con los que me sucede lo mismo. Una memoria emotiva que el paso del tiempo le da a los recuerdos un sabor muy difícil de describir.

Del film de King Kong de 1933 una imagen recurrente recorre mi cabeza con sólo nombrarla. Curiosamente no es el pantagruélico gorila, ni el dinosaurio con el que pelea, ni siquiera el famoso árbol derrumbado que servía de puente en una de las escenas más dramática. No, nada de eso. La imagen que me transporta a aquella lejana y aciaga tarde de 1973 es la inmensa Muralla de la Isla de la Calavera. Aquella que separaba al monstruo de los aborígenes locales y que los exploradores occidentales debieron atravesar para capturar al Rey Kong.

Es inmensa pared me acompaña desde entonces y supe identificarla, siendo aún muy joven, como el súmmum del exotismo y la aventura. Estoy seguro de que aquella escenografía cinematográfica me marcó más de lo que pude suponer, orientando más de uno de mis intereses, sueños y gustos literarios.

Cuando en julio de 1998, sumergido en las selvas peruanas de la cordillera de Vilcabamba (mientras buscábamos con Eugenio Rosalini las ruinas de última capital incaica en su exilio amazónico) contemplé de lejos el cordón montañoso al que nos dirigíamos, no pude guardarme la comparación y, tras contemplar embelezado esa maravilla de la naturaleza, giré hacía mi compañero y le dije: "Mirá, se parece a la muralla de la isla de King Kong".

Nunca más estuve tan cerca de protagonizar la sensación que los personajes del film debieron sentir frente a esa majestuosa obra de ingeniería antigua (y ficticia). Tal vez por ese motivo quiera ahora recordar aquella extraordinaria vivencia. Volver en el tiempo y reconstruir las ideas, sensaciones, conceptos, prejuicios, símbolos y significados que esa construcción pudo haber despertado en muchos de nosotros.

Permítanme, pues, escalar con ustedes la cima de lo extraño, la esencia misma de lo exótico Una de las representaciones más acabada del misterio: la Muralla de Kong.

PARTE 1

Seguridad

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La Muralla de la Isla de la Calavera en la versión de King Kong de 1976

"Permaneced de este lado del muro

y estaréis bien."

Brad Strickland, King Kong. Rey de la Isla de la Calavera, p. 27.

"La Muralla (…) nos salva de las bestias del mundo

y no podríamos vivir sin ella."

Brad Strickland, p. 66.

EL COLOSAL TAMAÑO de la Muralla de Kong es de por sí un dato a tener en cuenta. Con sus 30 o más metros de altura ?según sindican algunos textos? bien podría catalogarse como un construcción ciclópea, una megaestructura ligada, como todas las murallas, a un par de ideas que, aunque antagónicas, están unidas indefectiblemente como las dos caras de una misma moneda: las ideas de seguridad e inseguridad.

Nunca las murallas anunciaron algo bueno. Donde las encontremos el miedo señorea y con él la búsqueda de resguardo y protección. Su sola presencia es índice de conflicto y de sociedades violentas. No en vano la España de la Reconquista ha estado salpicada de burgos, torreones, castillos, fortalezas y ciudades amuralladas.[2] Localidades como Córdoba, Gerona, Salamanca, Granada, Jaén o Valladolid son claros ejemplos del antagonismo que enfrentó a cristianos y musulmanes por casi 800 años. Por su parte, toda la Europa medieval, desde Lisboa a Moscú, estuvo oportunamente salpicada por construcciones de este tipo. La muralla es sinónimo de guerra y de los temores que vienen con ella. La tolerancia y la paz rara vez crecieron bajo su sombra; aunque expresen el anhelo por alcanzarlas.

Eduardo Cirlot plantea una idea interesante cuando refiere al simbolismo del muro. Dice este especialista en símbolos que la murallas pueden tener una doble lectura según el sitio que el observador tenga.[3]

Desde afuera, expresa la idea de resistencia, detención, situación límite. Un freno imponente, concreto, que pone coto al avance enemigo pero que, a la vez, impulsa a superarlo. En este sentido, el paisaje agreste puede también cumplir la misma función, sin la necesitad de que intervenga para ello la mano del hombre. Son las murallas naturales. Una frase escrita por Rudyard Kipling es reveladora al respecto: "Hay algo oculto. Anda y explora detrás de las montañas. Algo hay perdido detrás de las montañas. Está perdido y te espera. ¡Ve en su búsqueda!".[4]

Desde adentro, la muralla/muro es protección, símbolo materno. Útero en el que los hombres encuentran sosiego. Metáfora de hogar. Representación de un exterior cargado de amenazas.[5]

Pero en la película de Kong el mundo está trastocado. Nada en claro a simple vista. Ese paraíso (infierno) perdido en medio del océano Índico al que los exploradores llegan, ve alterado no sólo el tamaño de las cosas sino también las perspectivas. ¿Dónde están ellos al desembarcar en esa isla misteriosa? ¿Dentro o fuera de la muralla que, zigzagueante, observan con estupor? ¿Dónde está la ansiada seguridad?

Si nos dejamos llevar por los diálogos del film, la propuesta de Cirlot se subvierte. El peligro, en este caso, está en el interior. El monstruo acecha dentro de la ínsula y sólo aquel que migró halla tranquilidad fuera del terreno controlado por la bestia.

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La Isla De la Calavera y la ubicación de la Muralla.

Film King Kong (1933)

"En la base de la península, separándola del resto de la isla hay un muro (…). Levantado hace tanto tiempo que los indígenas han olvidado la civilización que lo construyó. Pero ese muro es tan sólido hoy como ha podido ser hace siglos. Los nativos están constantemente reparándolo. Es necesario (…) porque al otro lado del muro hay algo que les infunde pavor."[6]

La cita no podía ser más explícita. La Muralla denota aquí otra constante propia de todo proceso expansivo: la idea del Otro. La civilización y la barbarie. La Muralla funciona como límite entre ambas. Un dique de contención ante las monstruosidades; que encarnan ?a no dudarlo? la alteridad en su máxima expresión.

A lo largo de la historia, el monstruo (y King Kong lo es) se adaptó siempre a un esquema geográfico determinado. Desde la hegemonía griega (siglo V a.C.), y por largo tiempo, el mundo habitado y conocido no iba más allá de las costas del Mediterráneo, que actuaron como murallas y convirtieron el mundo exterior en algo indefinido, lleno de maravillas y anomalías (el Cercano Oriente en primera instancia, más tarde los sectores no occidentalizado del orbe). Tierras extrañas. Morada de dioses y diosas (Kong también lo es); de seres inquietantes y miserables que encarnaron todo lo que helenos creían no ser.

La Muralla de la Isla de La Calavera separa universos. Y poco es lo que han cambiado las cosas. Hoy seguimos detectando idénticos prejuicios entre el centro y la periferia. Otra manera de nombrar lo mismo: lo civilizado y lo salvaje. Otra forma de reflejar algo suyo de toda frontera: tensión y conflicto.

Actualmente la Muralla de Kong la encontramos en todas partes. Está más presente que nunca, tanto para detener las hordas de bárbaros externos como la de los salvajes internos que alimentan las fantasías morbosas y racistas de los sectores satisfechos. La xenofobia reinante se nutre de precauciones y en un mundo presa de querellas religiosas, económicas y sociales, la Muralla se vuelve cada día más alta e infranqueable.

Como en el film, nos seguimos parando ante ella preguntándonos qué perversiones vendrán del otro lado.

"Hace mucho que nuestra gente la construyó para protegerse. No para convertirse en esclavo de ella".[7]

PARTE 2

Misterio y exotismo

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Muralla y puerta de entrada al mundo perdido (King Kong, 2005)

"El misterio es el elemento clave de toda obra de arte."

Luis Buñuel (1900-1983)

Director de cine español

"La principal enfermedad del hombre es la curiosidad

inquieta de las cosas que no puede saber."

Pascal (1623-1662)

Matemático y físico francés

Imponente y numinosa, la Muralla de Kong mete miedo.

No es posible permanecer inmutable ante ella. Amedrenta. Es un anuncio, un mal presagio. Aún así, exacerba la curiosidad. Sacude el lado emotivo del cerebro. Nos traslada a la esencia, al núcleo mismo del romanticismo; entre otras cosas porque está casi en ruinas. Y si bien su abandono es aparente y no total, participa del decadente encanto que poseen los lugares y edificios abandonados.[8]

La Muralla es exótica. Rara. Está más allá de las dimensiones humanas. No parece haber sido construida por el hombre, sino por dioses para otro Dios. Uno tan enorme como ella. Dramáticamente enorme. Como dramática es la escena en la que el muro aparece por primera vez. Un momento de antología. Pregnante. Resulta imposible olvidar las miradas de los protagonistas cuando, cual liliputienses, se paran frente a ella, convirtiéndola en la estrella del film. Recreando un momento que el cine repetiría centenares de veces en películas de aventuras: el instante mismo en que lo considerado leyenda empieza a materializarse, a tomar forma concreta, vaticinando un secreto que, en este caso, la Isla de la calavera había protegido por siglos.

En el encuentro con la Muralla detectamos también algunos de los elementos clásicos de la exploración victoriana: la sorpresa incontenida, la admiración estética y la satisfacción individual por la tarea cumplida. La de descubrir aquello que permanecía escondido.

Estamos, pues, ante la mirada del Imperio que se regodea desvelando una isla ignota. Una construcción sin catalogar. Una cadena montañosa no cartografiada. Y así, la Muralla se convierte en la punta de un ovillo gigantesco. Sólo basta tirar de él para deshilvanar el enigma que esconde: un Mundo Perdido y descomunal. Exuberante. Extraño e hipnótico.

¿Quién puede permanecer impávido mucho tiempo ante una puerta cerrada?, se preguntaba el ególatra explorador Robert Ballard.

Tal vez por eso mismo la Muralla de Kong nos llame tanto la
atención. Porque representa lo reservado, el secreto. Convierte
en imagen aquello que es recóndito e inaccesible. Resume,
en pocas palabras, aquello que la Real Academia Española define
como misterio; condición importantísima en la
que se apoyan numerosas disciplinas y ciencias. La Historia entre ellas.

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La Muralla es finalmente vencida por Kong (versión fílmica de 1933)

Tanto con un palacio árabe, como con una choza amazónica o la Muralla que nos convoca, el explorador (incluso aquel sentado en la butaca de un cine) suele resaltar claramente las enormes diferencias que lo separan de aquellas sociedades y lugares que visita. Para un viajero europeo (o norteamericano), aburguesado e instruido, nada llama más la atención que la forma de vivir (y construir) que tienen los aborígenes en tierras exóticas. Y una constante es la que se observa: cuanto más primitivos, mayor es el interés.

La Muralla de Kong nos dice mucho sobre el objeto de curiosidad occidental y el disfrute con el contraste que la caracteriza. Todas las versiones de la película juegan con este tema. Así, el gran muro se equipara a las paredes inmensas de los rascacielos de Nueva York. Que, como él, también esconden secretos inconfesables. Por eso, detrás de su construcción lo que menos existe es la inocencia. El romanticismo de las imágenes no implica despojarse de los prejuicios culturales. La tolerancia respecto del Otro no termina de definirse menos que menso en la versión de la década de 1930). Tendríamos que esperar a ser testigos de los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial y de la bomba atómica para recrear la mirada ecologista de la versión de 1976 o reconocer que el hombre es hombre en cualquier contexto cultural, como se trasunta de la novela de Brad Strickland (King Kong. Rey de la Isla de la Calavera, 2005).

La visión que se tiene del Otro ha estado siempre impregnada por lo imaginario. A ellos transferimos nuestras propias miserias y temores. Inclusive las opiniones científicas no han podido atrincherarse en su supuesta y falsa objetividad. También ellas se vieron (y ven) afectadas por teorías y concepciones imaginarias llenas de prejuicios, que suelen pasar al acervo cultural como verdades inobjetables por algún tiempo.

Si lo exótico se agiganta con la distancia, la Muralla de Kong comparte cabalmente esas dos condiciones. Es enorme y es lejana. Semeja la punta de un iceberg que anuncia la existencia de una pluralidad de mundos y humanidades diversas, sin la necesidad de trasladarse a otro planeta. Como dijimos antes, es alteridad e insularidad (aislamiento, protección, virginidad) al mismo tiempo.

Todos estos tópicos fueron ricamente explotados por la literatura y el cine de aventuras. Cientos de títulos anuncian las peripecias que deben correr los protagonistas de esas novelas y filmes cuando buscan alcanzar los últimos bastiones vírgenes de la Tierra, como lo es la Isla de la Calavera en las tres versiones de King Kong. Sitios en los que se abrigan seres salvajes y animales desconocidos, especies y construcciones diferentes proyectadas por la imaginación.

Desde la Edad Media, "el viajero se ha sentido atraído por los misterios presentidos y las maravillas posible, encarnando a toda una época con sus sueños, temores y necesidades".[9] Y en este aspecto, los siglos precedentes no fueron tan diferentes. Hoy en día, cuando la creencia general sostiene que todo el planeta está perfectamente conocido y que los satélites impiden que sobrevivan rincones inexplorados, ni el misterio, ni las maravillas se diluyen cuando uno encamina sus botas a montañas, selvas o cuencas fluviales de regiones exóticas. Y el moderno turismo de aventura ha contribuido a mantener el halo fascinante de lo extraño pretendiendo arrastrar algo del espíritu de las viejas expediciones (reales y ficticias). El turista se ve así llevado por fotos deslumbrantes a parajes agrestes, ricamente decorados con cascadas y picos que se dicen inconquistables, como los dragones y monstruos atraían antes, desde los mapas antiguos.

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Las Murallas de King Kong, en Murcia (España). Así las agencias turísticas

han bautizado al cordón montañoso que se observa en la foto a fin

de promocionar el senderismo en regiones vendidas como exóticas.

Los contrastes siguen siendo movilizadores.

Pero si al paisaje le agregamos una pizca de historia (de humanidad, que es lo mismo), se configura un escenario abierto a posibilidades maravillosas y los mundos perdidos, con muros gigantescos y sociedades extrañas que excitan la imaginación, impulsan al movimiento y a la ensoñación.

La Muralla que nos separaba del Gran Gorila no ha perdido aún su capacidad de convocatoria.

Sigue firme, grabada en nuestras pupilas, clavada en la memoria. Despertando
de a ratos al niño aventurero que todos llevados dentro y que de tanto
en tanto recuperamos cuando nos adentramos en ese espacio y ese tiempo sagrado
que sólo el cine puede darnos.

 

 

Autor:

Fernando Jorge Soto Roland*

BUENOS AIRES

JUNIO 2016

[1] V?ase del autor, El Diente de Kong. Disponible en Web: http://www.revistalarazonhistorica.com/30-12/ y Apostillas al Diente de Kong. Disponible en Web: http://www.falsaria.com/2015/06/apostillas-al-diente-kong/ V?ase: ?King Kong en Mar del Plata? en Todo es Historia, N? 575, junio 2015, pp. 50-53.

[2] V?ase: Concepto de muralla. Disponible en Web: http://definicion.de/muralla/#ixzz4CA3fpCZc

[3] V?ase: Cirlot, Eduardo, Diccionario de S?mbolos, Editorial Labor S.A., Barcelona, 1981, P?g. 316.

[4] Citada por Percy Harrison Fawcett en A trav?s de la selva amaz?nica. Expedici?n Fawcett, Editorial Rodas S.A., Madrid, 1953, P?g. 13.

[5] Cirlot, op.cit., P?g. 316.

[6] Di?logo entablado por los personajes del film King Kong (1933).

[7] Strickland, Brad, King Kong. Rey de la Isla de la Calavera, Booket, Buenos Aires, 2005, P?g. 55.

[8] V?ase del autor: El abandono y el olvido. Reflexiones a partir de lugares abandonados. Disponible en Web: /trabajos88/abandono-y-olvido/abandono-y-olvido

[9] Guglielmi, Nilda, Gu?a para viajeros medievales, CONCET, Buenos Aires, 1994, p?g.37.

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