Indice
1. Bases
de la antropología cristiana
2. El saber cristiano sobre el
hombre.
3.
Cristo, «Camino, Verdad y Vida»
4. Cristo
Maestro
5.
Cristo Pedagogo
1. Bases de la antropología cristiana
Para el
sentir cristiano, el ser humano es, antes que nada, un ser en
proceso de
formación; «un ser que se hace»1, un
«ser en camino, un ser de paso»2, un ser que busca
una perfección que todavía no posee. Por eso, el
vocabulario de la forma -formación, conformación,
deformación, transformación, reforma, etc- es
connatural a la doctrina cristiana. Basta considerar los cuatro
puntos en los que ésta compendia la historia del hombre:
1) El primer hombre
-Adán- «formado del barro de la
tierra»3, «fue creado a imagen y
semejanza de Dios»4. Esta expresión no se refiere
sólo al primer hombre sino también a cada uno de
sus descendientes, que es llamado a la vida mediante un acto
creador de Dios asociado a la transmisión de la herencia
biológica; recibe la "forma" de Adán y es
constituido como una nueva imagen de Dios
(cfr. Gen 5,3).
2) La tradición cristiana
entiende que la semejanza con Dios, inserta en la naturaleza
humana, ha sido "deformada" por el pecado. Por eso, cada hombre
recibe también en su naturaleza, la
misteriosa huella de un eficaz «pecado original», que
se
manifiesta en algunas quiebras, heridas o disfunciones. Y cada
uno contribuye a aumentarlas con sus incoherencias morales.
3) Cada persona humana es
llamada libremente (muchas veces, de manera misteriosa) a
beneficiarse de la obra redentora de Cristo, nuevo Adán,
que «renueva la imagen del Creador» en nosotros, con
los rasgos del «hombre nuevo»5, mediante un proceso de
identificación por el que somos "conformados" como
«hijos de Dios» en Cristo6.
4) Al final de
los tiempos, la imagen de Dios que tiene cada ser humano,
será plenamente "transformada" a semejanza de Cristo,
imagen perfecta del Padre7; pues, como dice San Juan:
«sabemos que cuando Él se manifieste seremos
semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es»8; o
según San Pablo, «nos revestiremos del hombre
celestial»9 .
Así, la historia de cada persona es un
camino de "formación", o mejor, de
"transformación": desde la imagen original, recibida de
Adán y "deformada" por el pecado, hasta adquirir la imagen
del hombre nuevo, Jesucristo. La llamada a la existencia es, al
mismo tiempo, la
vocación a recorrer este camino12.
Cada ser
humano es «querido por sí mismo»11 para ser
sujeto de un diálogo
existencial con Dios, que se desarrolla en su conciencia. Como
fruto de ese diálogo,
debido al juego de la
libertad
humana y la gracia divina, deben manifestarse en su vida los
rasgos morales y espirituales de Cristo, adquiriendo su
fisonomía. Y esto se realiza no sin dificultades,
según la notable expresión de San Pablo a los
Gálatas: «Hijos míos por quienes sufro
dolores de parto hasta
ver a Cristo formado en vosotros»10.
Gracias a
este dato de la fe sabemos que el hombre,
varón y mujer, es el
único ser sobre la tierra para el
que su existencia se orienta hacia una plenitud personal. En
todos los seres vivos se produce una maduración, que
consiste sólo en el desarrollo de
las capacidades que ya posee, que no escapan al ciclo
biológico de la decadencia. El hombre, en
cambio,
está llamado a alcanzar una forma perfecta que no
está en su naturaleza sino en Cristo14. Por eso se habla
del nacimiento a una nueva vida, que viene de Cristo y que es la
vida del Espíritu (cfr. Jn 3). De este modo, la persona
humana se hace «partícipe de la naturaleza
divina»13, sin perder su condición, sino
llevándola a la plenitud del hombre perfecto, Jesucristo.
Él es el arquetipo o imagen perfecta que se corresponde
con el designio de Dios para el hombre.
Esto tiene una
importante consecuencia para la antropología, para el estudio del ser
humano. Pues se da la paradoja de que el saber pleno sobre el
hombre no puede deducirse simplemente del estudio de la
condición humana tal como se nos presenta en su
situación real e histórica, sino que, según
la fe cristiana, es necesario acudir a la realización del
hombre perfecto, Jesucristo15. Por esa razón la Constitución Pastoral Gaudium et Spes
afirma que «Cristo revela plenamente el hombre al hombre
mismo»16. Sólo en Cristo puede conocerse plenamente
el designio de Dios, el hombre plenamente realizado17. La
definición plena y total del ser humano sólo
está en Cristo: las claves que definen la vida humana hay
que leerlas en el misterio de su ser y en los misterios de su
vida: en su ejemplo y en su mensaje, en su muerte y en su
resurrección
No extrañará,
entonces, que la Iglesia sea
tan consciente del inmenso valor de su
conocimiento
acerca del hombre. Así, Pablo VI en su discurso a las
Naciones Unidas,
se quiso presentar como «experto en humanidad»18 y el
concilio Vaticano II se sintió urgido a poner ese conocimiento a
disposición de todos los hombres19, consciente de que era
la mejor aportación que podía prestar al mundo
moderno; porque «el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado»20. Por su
parte, es bien sabido que el Papa Juan Pablo II ha hecho de esa
doctrina el eje fundamental de su mensaje. Casi al principio de
su pontificado, en una memorable homilía dirigida a un
grupo de
universitarios, se expresaba así: «La Iglesia no
tiene preparado un proyecto de
escuela
universitaria, ni de sociedad, pero
tiene un proyecto de
hombre, de un hombre nuevo renacido por la gracia»21.
2. El saber cristiano sobre el
hombre.
A simple vista, podría parecer
que el patrimonio de
las verdades de fe acerca del hombre es relativamente reducido,
al menos si se lo compara con el inmenso cúmulo de
conocimientos que transmiten las diversas disciplinas
científicas. De hecho, las ciencias
naturales, como la medicina o la
paleontología, la psicología o la
sociología, entre otras muchas,
proporcionan extensas redes de conocimientos
útiles acerca del hombre. Y en comparación a los
copiosos índices de los tratados de estas
materias, el repertorio cristiano es pequeño. La
cuestión merece una breve consideración.
Las ciencias
naturales, como la medicina o la
paleontología, nos proporcionan hoy múltiples
conocimientos sobre la naturaleza física del hombre o
sobre la historia de esa naturaleza. Tales conocimientos se
ajustan -como es lógico- al método
positivo con que fueron obtenidos: son conocimientos concretos,
experimentales e interpretados con arreglo a las leyes necesarias
que se supone rigen la naturaleza material. Esto permite una
considerable aportación, pero también
necesariamente la limita. Sólo nos permiten acceder al
hombre en comparación con el resto de la realidad
material, utilizando el mismo lenguaje y los
mismos conceptos, aunque con otro nivel de complejidad. Por eso,
estas ciencias
propiamente no alcanzan nada de lo que es específicamente
humano: estudian, precisamente, lo que el hombre tiene en
común el ser humano con todo lo demás, es decir,
precisamente lo que no es humano.
Por su parte, las
ciencias humanas, en la medida en que son capaces de trascender
los métodos
exclusivamente empírico-positivos, penetran en lo
distintivo del hombre, recurriendo muchas veces a métodos
introspectivos: es decir, prestando atención a las vivencias interiores. Esa
experiencia necesita ser expresada en conceptos que son
irreducibles al vocabulario de las ciencias
naturales y se refieren a la vida intelectual, el actuar
libre, las relaciones
interpersonales, el lenguaje,
el significado, la ética y el
arte. Por su
naturaleza y método de
obtención, esos conocimientos resultan menos
«objetivos» que los de las ciencias
positivas. Pero son especificamente humanos y, con toda propiedad, se
les ha llamado «humanísticos», porque
contribuyen a educar al hombre: le ayudan a comprenderse y a
comportarse como un hombre. La cultura
cristiana debe mucho a estos saberes, también llamados
«humanidades», particularmente en la forma en que los
cultivó la antigüedad clásica22.
El
saber clásico nos ha trasmitido inmensas riquezas
espirituales y, entre ellas, también modelos de
formación humana. Se puede decir que estos modelos
oscilan entre el ideal del filósofo o sabio, y el del
hombre virtuoso o buen ciudadano; es decir, entre un ideal
intelectual o sapiencial de perfección humana y un ideal
político, de naturaleza más bien moral23. Una mente
cristiana puede descubrir que esta curiosa oscilación, y
aún esta indecisión sobre la naturaleza de la
perfección humana, se debe tanto a la ausencia de un ideal
transcendente de hombre, que permita conjugar perfectamente lo
intelectual y lo moral, lo
personal y lo
social, lo permanente y lo histórico, como a la falta de
recursos morales
para alcanzar cualquier ideal de manera plena. Además, una
reflexión teológica sabrá descubrir en el
planteamiento de este dilema los límites de
la naturaleza herida por el pecado, que no ha perdido la
inclinación a la plenitud, pero que no puede ni
proponérsela ni alcanzarla por sí sola.
El estudio directo de la naturaleza humana contingente no es
suficiente para descubrir la vocación última del
hombre. La naturaleza humana se deja conocer, al menos en parte,
como es, pero no da razón de por qué es, ni de
cuál sea su plenitud. Muestra sus
necesidades y, de manera mucho más vaga, sus anhelos y
aspiraciones. El hombre puede descubrirse a sí mismo como
ser perfectible pero, al proponerse ideales de perfección,
tropieza con la propia finitud que hace irrealizable cualquier
ideal e impide una auténtica experiencia de la
perfección. Sólo la revelación de Dios,
creador y salvador, da las claves que permiten comprenderse, y
las fuerzas que ayudan a orientarse, y descubre que la
perfección humana se realiza en Cristo.
Hay que
destacarlo: la revelación cristiana sobre el hombre no es,
propiamente hablando, un saber -un contenido intelectual- sino
una persona24. Y esta sorprendente conclusión merece ser
subrayada, precisamente por lo que tiene de insólito. La
verdad definitiva sobre el hombre no es un conjunto de
conocimientos, ni de principios de
conducta, sino la
persona de Cristo, «Camino, Verdad y Vida»25.
3. Cristo, «Camino, Verdad y
Vida»
Examinemos brevemente este extraordinario
testimonio que San Juan pone en boca del Señor: «Yo
soy el Camino, la Verdad y la Vida». Según una
exégesis bastante razonable, cabría entenderla en
el sentido de que Cristo es Camino porque es Verdad y es Vida26.
Así, la frase tiene la virtualidad de poner de manifiesto
la estrecha relación que existe entre el aspecto
cognoscitivo -la verdad- y el aspecto existencial -la vida-; y
también, de señalar su carácter
progresivo -el camino-. Al unir íntimamente verdad y vida,
la verdad cristiana sobre el hombre se presenta con un acusado
carácter sapiencial27.
Pero no
es sólo eso. El mensaje cristiano es profunda y
radicalmente cristocéntrico. Como señala
lúcidamente Romano Guardini, «No hay ninguna
doctrina, ninguna estructura
fundamental de valores
éticos, ninguna actitud
religiosa, ni ningún orden vital que pueda separarse de la
persona de Cristo y del que, después, pueda decirse que es
cristiano. Lo cristiano es Él mismo»28. El contenido
mismo de la verdad y de la vida cristianas son Cristo, que
«ha sido hecho para nosotros sabiduría de Dios,
justicia y
santificación y redención»29. «Cuando
hablamos de sabiduría, es Él; cuando hablamos de
paz, es Él; cuando hablamos de verdad y vida y
redención, es El»30. Y cuando hablamos del hombre,
es Él: sólo «Cristo revela plenamente el
hombre al mismo hombre»31.
Este principio abre
unas enormes y misteriosas perspectivas. Y, entre otras muchas,
da lugar a que exista lo que con toda propiedad
puede llamarse, con palabras de San Clemente Romano, una
«Paideia en Cristo»; es decir, un ideal de
«formación o educación en
Cristo»: un ideal cristiano de formación32. Gracias
a él, la «Paideia» cristiana es capaz de
asumir las aspiraciones y los contenidos de la
«Paideia» clásica y superarla porque es capaz
de aunar los ideales del sabio y del hombre virtuoso, del
filósofo y del ciudadano: lo intelectual y lo moral, lo
personal y lo social, lo permanente y lo histórico
(«Christus heri et hodie, Ipse et in saecula»)33.
El camino cristiano, propiamente hablando, no es el de
un autoperfeccionamiento. No se trata de un empeño
solitario que, al final, se revela incapaz de alcanzar el ideal
propuesto, sino el de una relación personal con la verdad
salvadora que tiene lugar en el seno de la Iglesia. Por esto
mismo, el ideal cristiano no es elitista ni aristocrático,
como sucedía necesariamente en los modelos de la
antigüedad34, sino que es la Buena Nueva que «ilumina
a cada hombre que viene a este mundo»35: cada hombre puede
acceder, por esa relación, a las verdades fundamentales
sobre su origen y destino, y recibir las energías para
vivir la vida de Cristo. Y esta amplitud universal es uno de sus
rasgos más hermosos. Es un ideal capaz de realizarse en
todo hombre, por más que su condición natural haya
sido maltratada o que sus capacidades naturales no hayan podido,
por la violencia de
los hombres o de la misma naturaleza, encontrar expresión
adecuada.
En el proceso de formación o
«Paideia» clásica, se distinguía
generalmente dos figuras: el maestro («didaskalos») y
el pedagogo o preceptor. El maestro se ocupaba de la
instrucción del niño en la escuela; y el
pedagogo de su progreso en las virtudes viriles y
cívicas36. En la cristiana, Cristo asume, en cierto modo,
ambos papeles al ser, al mismo tiempo, "verdad y
vida"37.
4. Cristo Maestro38
Esta verdad tiene un marco verdaderamente grandioso. Pues Cristo
es el Verbo de Dios hecho hombre. En la creación
está ya el Verbo, pero de un modo velado. Con la
Encarnación, cuando esa Palabra se ha hecho hombre, se ha
expresado y nos ha abierto el camino para penetrar en las
profundidades del misterio de Dios. La verdad de Dios nos hubiera
estado vedada
si Dios mismo no la hubiera querido enseñar gratuitamente
en la vida humana de su Hijo: «A Dios nadie ha visto nunca,
el Unigénito que está en el seno del Padre, El nos
lo ha revelado»39.
Cristo está en el
centro de la verdad cristiana: Él es el cauce de la verdad
y, al mismo tiempo, la verdad que nos es revelada. El misterio de
Cristo es el nexo de todos los misterios cristianos: la vida
íntima de Dios se nos manifiesta desde su posición
de Hijo; la salvación del hombre y su
reconciliación con Dios se expresa y realiza a
través de Él, especialmente en el Misterio Pascual;
la santificación consiste en conformarse con Él por
la acción de su Espíritu; la Iglesia es su cuerpo
místico; y los sacramentos, la participación en los
misterios de su muerte y
resurrección. Cristo, «en quien están ocultos
todos los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia»40, es el núcleo, el compendio y el
criterio de la verdad cristiana. Naturalmente, esto trae consigo
algunas consecuencias importantes tanto en cuanto a la enseñanza como al aprendizaje de
esa verdad.
En cuanto a la enseñanza cristiana, que debe ayudar al
hombre a formarse intelectualmente como cristiano, ha de ser
cristocéntrica. La unidad de las verdades cristianas debe
vertebrarse en Cristo. Si no se descubre la referencia a Cristo
que tiene cada misterio de la fe, probablemente no se ha llegado
a penetrar suficientemente en él. Este criterio puede
ayudar a distinguir lo que es una actividad propiamente
teológica, de lo que son actividades marginales o
preparatorias, que no tendrían sentido propio si no
condujeran efectivamente a aquélla. A nadie se le oculta
la importancia que ha adquirido para la teología actual el
espléndido desarrollo de
las disciplinas positivas de la Teología, como son la
historia en sus distintas áreas (de la Iglesia, de la
Teología, de los dogmas, hagiografía, etc), o la
exégesis. Pero tampoco se puede dejar de advertir que,
ante la abundancia de conocimientos positivos, existe el peligro
de que estas disciplinas, y con ella la Teología entera,
pierdan su unidad y se conviertan en una muestra de
erudición.
El criterio que permite tender hacia
la unidad sistemática de las distintas disciplinas
teológicas es, precisamente, el misterio de Cristo. En
este sentido, se puede destacar que la Teología
Bíblica (no simplemente exégesis), tanto del Nuevo
como el Antiguo Testamento, debería ayudar a penetrar en
este misterio. Y que la historia de la Iglesia no puede
cultivarse, como disciplina
teológica, sin la consideración, al menos
implícita, de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, animado
por su Espíritu hasta el fin de los tiempos41. Otro tanto
cabría decir, por ejemplo, a propósito de la
historia de los dogmas, donde tiene que manifestarse la verdad de
la salvación obrada por Cristo que alcanza a todas las
épocas. Sin referencia a este núcleo, los
conocimientos, por su propia naturaleza, tienden a producir
dispersión, más que a favorecer la sabiduría
cristiana, que es inseparable de un compromiso de vida con la
verdad total, Cristo42.
En cuanto al modo de aprender
o de acercarse a la verdad, el cristocentrismo también
tiene consecuencias. Por su condición de sabiduría,
las verdades de la fe sólo pueden ser poseídas en
la medida en que son experimentadas y meditadas. El mero
conocimiento formal de las fórmulas en que se expresan,
aunque tiene un valor, es muy
distinto de una auténtica y personal penetración en
la verdad; y de un verdadero encuentro con Cristo, presente en la
Iglesia y en los sacramentos.
La sabiduría que
está en juego no es,
como hemos dicho, un simple saber, sino que se trata de una
persona; por eso, no puede manejarse con la frialdad especulativa
con que se pueden tratar otros temas, por ejemplo, de la esencia
de la libertad o las
características del pensamiento
contemporáneo43. Pensar en Cristo es, en el fondo,
inseparable de un encuentro real porque el cristiano confiesa a
Cristo resucitado y vivo, afirma la realidad de su vida, y su
presencia en la Iglesia.
Por eso, la reflexión
debe ser, al mismo tiempo, oración, contacto con la verdad
salvadora: no sólo debe pensar en ella, sino comunicarse
con ella. Y en la medida en que Dios quiera, puede llegar a ser
contemplación44; donde, como un don, Dios llega a ser
cabalmente alcanzado por la inteligencia:
«Dichoso aquel a quien la verdad enseña por
sí misma y no por figuras o por palabras que pasan, sino
dándose a conocer tal cual es»45. Esto es tomarse en
serio la verdad de lo que se afirma.
5. Cristo Pedagogo
Es sabido
que éste es el título que Clemente de
Alejandría da a Jesucristo en el segundo de su grandes
tratados sobre la
formación cristiana. En él, nos presenta a Cristo
en el papel de
formador de la virtud; es decir, de pedagogo. La idea actual de
lo que es la pedagogía resulta muy alejada de la de
Clemente, que en este punto está en consonancia con los
ideales clásicos y toma de allí el motivo de su
comparación46.
Probablemente, debido a la creciente relevancia que los logros
científicos han adquirido en nuestra cultura, los
objetivos de
la
educación se han desplazado poco a poco hacia la
transmisión de los conocimientos positivos, especialmente
de las Ciencias de la Naturaleza y de las Ciencias Exactas. Se
confunde fácil e inadvertidamente educación con
instrucción47. Una larga historia ha difuminado el aspecto
moral de la educación -la
formación en la virtud- que era, sin embargo, el
más importante en la educación clásica48. En
este sentido, puede resultar difícil hacerse idea de la
anchura de perspectivas de la tesis de
Clemente.
Cristo es pedagogo porque predica una doctrina moral y
enseña prácticamente cómo se debe vivir. Por
contraste con lo que puede suceder hoy, el mensaje cristiano fue
comprendido en los primeros siglos, ante todo como una doctrina
práctica, un modo de vivir, o, más exactamente, un
camino49; aunque, evidentemente, este modo de vivir sea
inseparable de un marco de verdades de gran calado especulativo,
como es el caso de la confesión de que Dios es creador, o
de que Jesucristo es el Hijo de Dios. El mensaje cristiano no es
una teoría,
ni tampoco una lista interminable de preceptos morales, ni
tampoco un conjunto de ritos sociales que dan relieve a los
acontecimientos importantes de la vida. Es una forma de vida.
Para Clemente, la misión del
pedagogo que en este caso es Cristo, consiste en introducirnos en
la manera cristiana de vivir. Su mensaje no se ordena sólo
a que nos sepamos hijos de Dios, sino, más bien, a que
seamos capaces de vivir como tales50
Como bien sabía la antigüedad clásica, el
resorte fundamental de la educación moral es la
imitación de un modelo51. De hecho, formaba parte muy
importante de la enseñanza, el relato de las acciones
virtuosas de los grandes hombres del pasado o las que se
podían extraer de la literatura. Las virtudes de
los personajes de Homero, por
ejemplo, han servido de modelo durante
toda la época clásica. En el modelo se
percibe, de manera intuitiva, la belleza del obrar recto; y esa
belleza atrae y provoca la imitación. La belleza de la
acción ejemplar es el mecanismo básico de la
enseñanza moral.
El modelo cristiano es Cristo mismo. En este sentido, la vida
cristiana se convierte en una imitatio Christi. La
imitación de Cristo requiere un conocimiento profundo de
sus hechos y dichos, tal como nos han sido transmitidos por los
Evangelios. Es necesario frecuentarlos y extraer de sus escenas
consecuencias para la propia vida. Se trata de un manantial
inagotable, ya que esos hechos y dichos se conocen mejor en que
la medida en que existe una mayor connaturalidad con el modelo.
En el
conocimiento moral, la connaturalidad juega un papel muy
relevante.
Pero la imitación de Cristo alude a un fenómeno
mucho más profundo. Como toda la vida cristiana se ordena
intrínsecamente por la gracia a la identificación
con Cristo, resulta que cada cristiano es, en cierto modo, un
reflejo de su vida; y reflejan especialmente a Cristo quienes han
llegado a la perfección cristiana, que es la santidad. Por
esta razón, la Iglesia propone a sus santos como modelos
de la existencia cristiana. Y, precisamente por eso, las
«vidas de los santos» tienen un papel tan importante
en la formación cristiana, no sólo de los niños
sino también de los adultos. Se comprenderá
también fácilmente la importancia de que, quienes
reciben en la Iglesia la misión de
formar en cualquier sentido, sean capaces de reflejar a
Jesucristo en su conducta.
La imitación de Cristo no es sólo ni principalmente
el esfuerzo consciente por seguir su modelo de conducta: tiene
mucho de espontaneidad e impulso carismático. La
acción del Espíritu Santo, la gracia -que es un don
de Dios gratuitamente repartido- produce una
identificación con Cristo y esto caracteriza el obrar
cristiano aunque no siempre se perciba conscientemente. La
pedagogía divina no llega sólo a
través de la enseñanza oral, ni simplemente
proponiendo ejemplos. Desde luego, Cristo es pedagogo porque
enseña una doctrina moral; también porque
constituye el ejemplo que se ha de imitar; pero, sobre todo,
porque obra en el interior de cada cristiano. El Espíritu
Santo es el "Maestro interior". Con respecto a otros modelos de
educación, la «Paideia» cristiana debe ser
consciente de esa acción misteriosa de la vida de la
gracia. No sólo propone un modelo; proporciona
también las fuerzas necesarias para alcanzarlo, que nos
llegan de manera privilegiada por unos cauces sacramentales: a
través de los misterios de Cristo que la Iglesia celebra
en su Liturgia.
Todas estas consideraciones pueden ayudar a recordar la
importancia que, en toda enseñanza cristiana, tanto en la
catequesis como en la teológica, tiene la unión
intelectual y vital con Cristo. En la Iglesia, instruir,
enseñar, educar es siempre formar en Cristo.
Autor:
Lic. José Luis Dell'Ordine
Animador UNESCO
Mensajero del manifiesto 2000 de UNESCO
Colaborador de la sociedad de
plegaria para la paz
Colaborador de la revista
electrónica educativa "el hornero"
Colaborador del programa escuela
y comunidad, m,
de educación de la nación
http://fundaciontm.ecomundo.com.ar