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Antropología Cristiana: Formar en Cristo




Enviado por latiniando



    Indice
    1. Bases
    de la antropología cristiana

    2. El saber cristiano sobre el
    hombre.

    3.
    Cristo, «Camino, Verdad y Vida»


    4. Cristo
    Maestro

    5.
    Cristo Pedagogo

    1. Bases de la antropología cristiana
    Para el
    sentir cristiano, el ser humano es, antes que nada, un ser en
    proceso de
    formación; «un ser que se hace»1, un
    «ser en camino, un ser de paso»2, un ser que busca
    una perfección que todavía no posee. Por eso, el
    vocabulario de la forma -formación, conformación,
    deformación, transformación, reforma, etc- es
    connatural a la doctrina cristiana. Basta considerar los cuatro
    puntos en los que ésta compendia la historia del hombre:

    1) El primer hombre
    -Adán- «formado del barro de la
    tierra»3, «fue creado a imagen y
    semejanza de Dios»4. Esta expresión no se refiere
    sólo al primer hombre sino también a cada uno de
    sus descendientes, que es llamado a la vida mediante un acto
    creador de Dios asociado a la transmisión de la herencia
    biológica; recibe la "forma" de Adán y es
    constituido como una nueva imagen de Dios
    (cfr. Gen 5,3).
    2) La tradición cristiana
    entiende que la semejanza con Dios, inserta en la naturaleza
    humana, ha sido "deformada" por el pecado. Por eso, cada hombre
    recibe también en su naturaleza, la
    misteriosa huella de un eficaz «pecado original», que
    se
    manifiesta en algunas quiebras, heridas o disfunciones. Y cada
    uno contribuye a aumentarlas con sus incoherencias morales.

    3) Cada persona humana es
    llamada libremente (muchas veces, de manera misteriosa) a
    beneficiarse de la obra redentora de Cristo, nuevo Adán,
    que «renueva la imagen del Creador» en nosotros, con
    los rasgos del «hombre nuevo»5, mediante un proceso de
    identificación por el que somos "conformados" como
    «hijos de Dios» en Cristo6.
    4) Al final de
    los tiempos, la imagen de Dios que tiene cada ser humano,
    será plenamente "transformada" a semejanza de Cristo,
    imagen perfecta del Padre7; pues, como dice San Juan:
    «sabemos que cuando Él se manifieste seremos
    semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es»8; o
    según San Pablo, «nos revestiremos del hombre
    celestial»9 .
    Así, la historia de cada persona es un
    camino de "formación", o mejor, de
    "transformación": desde la imagen original, recibida de
    Adán y "deformada" por el pecado, hasta adquirir la imagen
    del hombre nuevo, Jesucristo. La llamada a la existencia es, al
    mismo tiempo, la
    vocación a recorrer este camino12.
    Cada ser
    humano es «querido por sí mismo»11 para ser
    sujeto de un diálogo
    existencial con Dios, que se desarrolla en su conciencia. Como
    fruto de ese diálogo,
    debido al juego de la
    libertad
    humana y la gracia divina, deben manifestarse en su vida los
    rasgos morales y espirituales de Cristo, adquiriendo su
    fisonomía. Y esto se realiza no sin dificultades,
    según la notable expresión de San Pablo a los
    Gálatas: «Hijos míos por quienes sufro
    dolores de parto hasta
    ver a Cristo formado en vosotros»10.
    Gracias a
    este dato de la fe sabemos que el hombre,
    varón y mujer, es el
    único ser sobre la tierra para el
    que su existencia se orienta hacia una plenitud personal. En
    todos los seres vivos se produce una maduración, que
    consiste sólo en el desarrollo de
    las capacidades que ya posee, que no escapan al ciclo
    biológico de la decadencia. El hombre, en
    cambio,
    está llamado a alcanzar una forma perfecta que no
    está en su naturaleza sino en Cristo14. Por eso se habla
    del nacimiento a una nueva vida, que viene de Cristo y que es la
    vida del Espíritu (cfr. Jn 3). De este modo, la persona
    humana se hace «partícipe de la naturaleza
    divina»13, sin perder su condición, sino
    llevándola a la plenitud del hombre perfecto, Jesucristo.
    Él es el arquetipo o imagen perfecta que se corresponde
    con el designio de Dios para el hombre.
    Esto tiene una
    importante consecuencia para la antropología, para el estudio del ser
    humano. Pues se da la paradoja de que el saber pleno sobre el
    hombre no puede deducirse simplemente del estudio de la
    condición humana tal como se nos presenta en su
    situación real e histórica, sino que, según
    la fe cristiana, es necesario acudir a la realización del
    hombre perfecto, Jesucristo15. Por esa razón la Constitución Pastoral Gaudium et Spes
    afirma que «Cristo revela plenamente el hombre al hombre
    mismo»16. Sólo en Cristo puede conocerse plenamente
    el designio de Dios, el hombre plenamente realizado17. La
    definición plena y total del ser humano sólo
    está en Cristo: las claves que definen la vida humana hay
    que leerlas en el misterio de su ser y en los misterios de su
    vida: en su ejemplo y en su mensaje, en su muerte y en su
    resurrección
    No extrañará,
    entonces, que la Iglesia sea
    tan consciente del inmenso valor de su
    conocimiento
    acerca del hombre. Así, Pablo VI en su discurso a las
    Naciones Unidas,
    se quiso presentar como «experto en humanidad»18 y el
    concilio Vaticano II se sintió urgido a poner ese conocimiento a
    disposición de todos los hombres19, consciente de que era
    la mejor aportación que podía prestar al mundo
    moderno; porque «el misterio del hombre sólo se
    esclarece en el misterio del Verbo encarnado»20. Por su
    parte, es bien sabido que el Papa Juan Pablo II ha hecho de esa
    doctrina el eje fundamental de su mensaje. Casi al principio de
    su pontificado, en una memorable homilía dirigida a un
    grupo de
    universitarios, se expresaba así: «La Iglesia no
    tiene preparado un proyecto de
    escuela
    universitaria, ni de sociedad, pero
    tiene un proyecto de
    hombre, de un hombre nuevo renacido por la gracia»21.

    2. El saber cristiano sobre el
    hombre.

    A simple vista, podría parecer
    que el patrimonio de
    las verdades de fe acerca del hombre es relativamente reducido,
    al menos si se lo compara con el inmenso cúmulo de
    conocimientos que transmiten las diversas disciplinas
    científicas. De hecho, las ciencias
    naturales, como la medicina o la
    paleontología, la psicología o la
    sociología, entre otras muchas,
    proporcionan extensas redes de conocimientos
    útiles acerca del hombre. Y en comparación a los
    copiosos índices de los tratados de estas
    materias, el repertorio cristiano es pequeño. La
    cuestión merece una breve consideración.
    Las ciencias
    naturales, como la medicina o la
    paleontología, nos proporcionan hoy múltiples
    conocimientos sobre la naturaleza física del hombre o
    sobre la historia de esa naturaleza. Tales conocimientos se
    ajustan -como es lógico- al método
    positivo con que fueron obtenidos: son conocimientos concretos,
    experimentales e interpretados con arreglo a las leyes necesarias
    que se supone rigen la naturaleza material. Esto permite una
    considerable aportación, pero también
    necesariamente la limita. Sólo nos permiten acceder al
    hombre en comparación con el resto de la realidad
    material, utilizando el mismo lenguaje y los
    mismos conceptos, aunque con otro nivel de complejidad. Por eso,
    estas ciencias
    propiamente no alcanzan nada de lo que es específicamente
    humano: estudian, precisamente, lo que el hombre tiene en
    común el ser humano con todo lo demás, es decir,
    precisamente lo que no es humano.
    Por su parte, las
    ciencias humanas, en la medida en que son capaces de trascender
    los métodos
    exclusivamente empírico-positivos, penetran en lo
    distintivo del hombre, recurriendo muchas veces a métodos
    introspectivos: es decir, prestando atención a las vivencias interiores. Esa
    experiencia necesita ser expresada en conceptos que son
    irreducibles al vocabulario de las ciencias
    naturales y se refieren a la vida intelectual, el actuar
    libre, las relaciones
    interpersonales, el lenguaje,
    el significado, la ética y el
    arte. Por su
    naturaleza y método de
    obtención, esos conocimientos resultan menos
    «objetivos» que los de las ciencias
    positivas. Pero son especificamente humanos y, con toda propiedad, se
    les ha llamado «humanísticos», porque
    contribuyen a educar al hombre: le ayudan a comprenderse y a
    comportarse como un hombre. La cultura
    cristiana debe mucho a estos saberes, también llamados
    «humanidades», particularmente en la forma en que los
    cultivó la antigüedad clásica22.
    El
    saber clásico nos ha trasmitido inmensas riquezas
    espirituales y, entre ellas, también modelos de
    formación humana. Se puede decir que estos modelos
    oscilan entre el ideal del filósofo o sabio, y el del
    hombre virtuoso o buen ciudadano; es decir, entre un ideal
    intelectual o sapiencial de perfección humana y un ideal
    político, de naturaleza más bien moral23. Una mente
    cristiana puede descubrir que esta curiosa oscilación, y
    aún esta indecisión sobre la naturaleza de la
    perfección humana, se debe tanto a la ausencia de un ideal
    transcendente de hombre, que permita conjugar perfectamente lo
    intelectual y lo moral, lo
    personal y lo
    social, lo permanente y lo histórico, como a la falta de
    recursos morales
    para alcanzar cualquier ideal de manera plena. Además, una
    reflexión teológica sabrá descubrir en el
    planteamiento de este dilema los límites de
    la naturaleza herida por el pecado, que no ha perdido la
    inclinación a la plenitud, pero que no puede ni
    proponérsela ni alcanzarla por sí sola.
    El estudio directo de la naturaleza humana contingente no es
    suficiente para descubrir la vocación última del
    hombre. La naturaleza humana se deja conocer, al menos en parte,
    como es, pero no da razón de por qué es, ni de
    cuál sea su plenitud. Muestra sus
    necesidades y, de manera mucho más vaga, sus anhelos y
    aspiraciones. El hombre puede descubrirse a sí mismo como
    ser perfectible pero, al proponerse ideales de perfección,
    tropieza con la propia finitud que hace irrealizable cualquier
    ideal e impide una auténtica experiencia de la
    perfección. Sólo la revelación de Dios,
    creador y salvador, da las claves que permiten comprenderse, y
    las fuerzas que ayudan a orientarse, y descubre que la
    perfección humana se realiza en Cristo.
    Hay que
    destacarlo: la revelación cristiana sobre el hombre no es,
    propiamente hablando, un saber -un contenido intelectual- sino
    una persona24. Y esta sorprendente conclusión merece ser
    subrayada, precisamente por lo que tiene de insólito. La
    verdad definitiva sobre el hombre no es un conjunto de
    conocimientos, ni de principios de
    conducta, sino la
    persona de Cristo, «Camino, Verdad y Vida»25.
    3. Cristo, «Camino, Verdad y
    Vida»

    Examinemos brevemente este extraordinario
    testimonio que San Juan pone en boca del Señor: «Yo
    soy el Camino, la Verdad y la Vida». Según una
    exégesis bastante razonable, cabría entenderla en
    el sentido de que Cristo es Camino porque es Verdad y es Vida26.
    Así, la frase tiene la virtualidad de poner de manifiesto
    la estrecha relación que existe entre el aspecto
    cognoscitivo -la verdad- y el aspecto existencial -la vida-; y
    también, de señalar su carácter
    progresivo -el camino-. Al unir íntimamente verdad y vida,
    la verdad cristiana sobre el hombre se presenta con un acusado
    carácter sapiencial27.
    Pero no
    es sólo eso. El mensaje cristiano es profunda y
    radicalmente cristocéntrico. Como señala
    lúcidamente Romano Guardini, «No hay ninguna
    doctrina, ninguna estructura
    fundamental de valores
    éticos, ninguna actitud
    religiosa, ni ningún orden vital que pueda separarse de la
    persona de Cristo y del que, después, pueda decirse que es
    cristiano. Lo cristiano es Él mismo»28. El contenido
    mismo de la verdad y de la vida cristianas son Cristo, que
    «ha sido hecho para nosotros sabiduría de Dios,
    justicia y
    santificación y redención»29. «Cuando
    hablamos de sabiduría, es Él; cuando hablamos de
    paz, es Él; cuando hablamos de verdad y vida y
    redención, es El»30. Y cuando hablamos del hombre,
    es Él: sólo «Cristo revela plenamente el
    hombre al mismo hombre»31.
    Este principio abre
    unas enormes y misteriosas perspectivas. Y, entre otras muchas,
    da lugar a que exista lo que con toda propiedad
    puede llamarse, con palabras de San Clemente Romano, una
    «Paideia en Cristo»; es decir, un ideal de
    «formación o educación en
    Cristo»: un ideal cristiano de formación32. Gracias
    a él, la «Paideia» cristiana es capaz de
    asumir las aspiraciones y los contenidos de la
    «Paideia» clásica y superarla porque es capaz
    de aunar los ideales del sabio y del hombre virtuoso, del
    filósofo y del ciudadano: lo intelectual y lo moral, lo
    personal y lo social, lo permanente y lo histórico
    («Christus heri et hodie, Ipse et in saecula»)33.

    El camino cristiano, propiamente hablando, no es el de
    un autoperfeccionamiento. No se trata de un empeño
    solitario que, al final, se revela incapaz de alcanzar el ideal
    propuesto, sino el de una relación personal con la verdad
    salvadora que tiene lugar en el seno de la Iglesia. Por esto
    mismo, el ideal cristiano no es elitista ni aristocrático,
    como sucedía necesariamente en los modelos de la
    antigüedad34, sino que es la Buena Nueva que «ilumina
    a cada hombre que viene a este mundo»35: cada hombre puede
    acceder, por esa relación, a las verdades fundamentales
    sobre su origen y destino, y recibir las energías para
    vivir la vida de Cristo. Y esta amplitud universal es uno de sus
    rasgos más hermosos. Es un ideal capaz de realizarse en
    todo hombre, por más que su condición natural haya
    sido maltratada o que sus capacidades naturales no hayan podido,
    por la violencia de
    los hombres o de la misma naturaleza, encontrar expresión
    adecuada.
    En el proceso de formación o
    «Paideia» clásica, se distinguía
    generalmente dos figuras: el maestro («didaskalos») y
    el pedagogo o preceptor. El maestro se ocupaba de la
    instrucción del niño en la escuela; y el
    pedagogo de su progreso en las virtudes viriles y
    cívicas36. En la cristiana, Cristo asume, en cierto modo,
    ambos papeles al ser, al mismo tiempo, "verdad y
    vida"37.

    4. Cristo Maestro38
    Esta verdad tiene un marco verdaderamente grandioso. Pues Cristo
    es el Verbo de Dios hecho hombre. En la creación
    está ya el Verbo, pero de un modo velado. Con la
    Encarnación, cuando esa Palabra se ha hecho hombre, se ha
    expresado y nos ha abierto el camino para penetrar en las
    profundidades del misterio de Dios. La verdad de Dios nos hubiera
    estado vedada
    si Dios mismo no la hubiera querido enseñar gratuitamente
    en la vida humana de su Hijo: «A Dios nadie ha visto nunca,
    el Unigénito que está en el seno del Padre, El nos
    lo ha revelado»39.
    Cristo está en el
    centro de la verdad cristiana: Él es el cauce de la verdad
    y, al mismo tiempo, la verdad que nos es revelada. El misterio de
    Cristo es el nexo de todos los misterios cristianos: la vida
    íntima de Dios se nos manifiesta desde su posición
    de Hijo; la salvación del hombre y su
    reconciliación con Dios se expresa y realiza a
    través de Él, especialmente en el Misterio Pascual;
    la santificación consiste en conformarse con Él por
    la acción de su Espíritu; la Iglesia es su cuerpo
    místico; y los sacramentos, la participación en los
    misterios de su muerte y
    resurrección. Cristo, «en quien están ocultos
    todos los tesoros de la sabiduría y de la
    ciencia»40, es el núcleo, el compendio y el
    criterio de la verdad cristiana. Naturalmente, esto trae consigo
    algunas consecuencias importantes tanto en cuanto a la enseñanza como al aprendizaje de
    esa verdad.
    En cuanto a la enseñanza cristiana, que debe ayudar al
    hombre a formarse intelectualmente como cristiano, ha de ser
    cristocéntrica. La unidad de las verdades cristianas debe
    vertebrarse en Cristo. Si no se descubre la referencia a Cristo
    que tiene cada misterio de la fe, probablemente no se ha llegado
    a penetrar suficientemente en él. Este criterio puede
    ayudar a distinguir lo que es una actividad propiamente
    teológica, de lo que son actividades marginales o
    preparatorias, que no tendrían sentido propio si no
    condujeran efectivamente a aquélla. A nadie se le oculta
    la importancia que ha adquirido para la teología actual el
    espléndido desarrollo de
    las disciplinas positivas de la Teología, como son la
    historia en sus distintas áreas (de la Iglesia, de la
    Teología, de los dogmas, hagiografía, etc), o la
    exégesis. Pero tampoco se puede dejar de advertir que,
    ante la abundancia de conocimientos positivos, existe el peligro
    de que estas disciplinas, y con ella la Teología entera,
    pierdan su unidad y se conviertan en una muestra de
    erudición.
    El criterio que permite tender hacia
    la unidad sistemática de las distintas disciplinas
    teológicas es, precisamente, el misterio de Cristo. En
    este sentido, se puede destacar que la Teología
    Bíblica (no simplemente exégesis), tanto del Nuevo
    como el Antiguo Testamento, debería ayudar a penetrar en
    este misterio. Y que la historia de la Iglesia no puede
    cultivarse, como disciplina
    teológica, sin la consideración, al menos
    implícita, de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, animado
    por su Espíritu hasta el fin de los tiempos41. Otro tanto
    cabría decir, por ejemplo, a propósito de la
    historia de los dogmas, donde tiene que manifestarse la verdad de
    la salvación obrada por Cristo que alcanza a todas las
    épocas. Sin referencia a este núcleo, los
    conocimientos, por su propia naturaleza, tienden a producir
    dispersión, más que a favorecer la sabiduría
    cristiana, que es inseparable de un compromiso de vida con la
    verdad total, Cristo42.
    En cuanto al modo de aprender
    o de acercarse a la verdad, el cristocentrismo también
    tiene consecuencias. Por su condición de sabiduría,
    las verdades de la fe sólo pueden ser poseídas en
    la medida en que son experimentadas y meditadas. El mero
    conocimiento formal de las fórmulas en que se expresan,
    aunque tiene un valor, es muy
    distinto de una auténtica y personal penetración en
    la verdad; y de un verdadero encuentro con Cristo, presente en la
    Iglesia y en los sacramentos.
    La sabiduría que
    está en juego no es,
    como hemos dicho, un simple saber, sino que se trata de una
    persona; por eso, no puede manejarse con la frialdad especulativa
    con que se pueden tratar otros temas, por ejemplo, de la esencia
    de la libertad o las
    características del pensamiento
    contemporáneo43. Pensar en Cristo es, en el fondo,
    inseparable de un encuentro real porque el cristiano confiesa a
    Cristo resucitado y vivo, afirma la realidad de su vida, y su
    presencia en la Iglesia.
    Por eso, la reflexión
    debe ser, al mismo tiempo, oración, contacto con la verdad
    salvadora: no sólo debe pensar en ella, sino comunicarse
    con ella. Y en la medida en que Dios quiera, puede llegar a ser
    contemplación44; donde, como un don, Dios llega a ser
    cabalmente alcanzado por la inteligencia:
    «Dichoso aquel a quien la verdad enseña por
    sí misma y no por figuras o por palabras que pasan, sino
    dándose a conocer tal cual es»45. Esto es tomarse en
    serio la verdad de lo que se afirma.

    5. Cristo Pedagogo
    Es sabido
    que éste es el título que Clemente de
    Alejandría da a Jesucristo en el segundo de su grandes
    tratados sobre la
    formación cristiana. En él, nos presenta a Cristo
    en el papel de
    formador de la virtud; es decir, de pedagogo. La idea actual de
    lo que es la pedagogía resulta muy alejada de la de
    Clemente, que en este punto está en consonancia con los
    ideales clásicos y toma de allí el motivo de su
    comparación46.
    Probablemente, debido a la creciente relevancia que los logros
    científicos han adquirido en nuestra cultura, los
    objetivos de
    la
    educación se han desplazado poco a poco hacia la
    transmisión de los conocimientos positivos, especialmente
    de las Ciencias de la Naturaleza y de las Ciencias Exactas. Se
    confunde fácil e inadvertidamente educación con
    instrucción47. Una larga historia ha difuminado el aspecto
    moral de la educación -la
    formación en la virtud- que era, sin embargo, el
    más importante en la educación clásica48. En
    este sentido, puede resultar difícil hacerse idea de la
    anchura de perspectivas de la tesis de
    Clemente.
    Cristo es pedagogo porque predica una doctrina moral y
    enseña prácticamente cómo se debe vivir. Por
    contraste con lo que puede suceder hoy, el mensaje cristiano fue
    comprendido en los primeros siglos, ante todo como una doctrina
    práctica, un modo de vivir, o, más exactamente, un
    camino49; aunque, evidentemente, este modo de vivir sea
    inseparable de un marco de verdades de gran calado especulativo,
    como es el caso de la confesión de que Dios es creador, o
    de que Jesucristo es el Hijo de Dios. El mensaje cristiano no es
    una teoría,
    ni tampoco una lista interminable de preceptos morales, ni
    tampoco un conjunto de ritos sociales que dan relieve a los
    acontecimientos importantes de la vida. Es una forma de vida.
    Para Clemente, la misión del
    pedagogo que en este caso es Cristo, consiste en introducirnos en
    la manera cristiana de vivir. Su mensaje no se ordena sólo
    a que nos sepamos hijos de Dios, sino, más bien, a que
    seamos capaces de vivir como tales50
    Como bien sabía la antigüedad clásica, el
    resorte fundamental de la educación moral es la
    imitación de un modelo51. De hecho, formaba parte muy
    importante de la enseñanza, el relato de las acciones
    virtuosas de los grandes hombres del pasado o las que se
    podían extraer de la literatura. Las virtudes de
    los personajes de Homero, por
    ejemplo, han servido de modelo durante
    toda la época clásica. En el modelo se
    percibe, de manera intuitiva, la belleza del obrar recto; y esa
    belleza atrae y provoca la imitación. La belleza de la
    acción ejemplar es el mecanismo básico de la
    enseñanza moral.
    El modelo cristiano es Cristo mismo. En este sentido, la vida
    cristiana se convierte en una imitatio Christi. La
    imitación de Cristo requiere un conocimiento profundo de
    sus hechos y dichos, tal como nos han sido transmitidos por los
    Evangelios. Es necesario frecuentarlos y extraer de sus escenas
    consecuencias para la propia vida. Se trata de un manantial
    inagotable, ya que esos hechos y dichos se conocen mejor en que
    la medida en que existe una mayor connaturalidad con el modelo.
    En el
    conocimiento moral, la connaturalidad juega un papel muy
    relevante.
    Pero la imitación de Cristo alude a un fenómeno
    mucho más profundo. Como toda la vida cristiana se ordena
    intrínsecamente por la gracia a la identificación
    con Cristo, resulta que cada cristiano es, en cierto modo, un
    reflejo de su vida; y reflejan especialmente a Cristo quienes han
    llegado a la perfección cristiana, que es la santidad. Por
    esta razón, la Iglesia propone a sus santos como modelos
    de la existencia cristiana. Y, precisamente por eso, las
    «vidas de los santos» tienen un papel tan importante
    en la formación cristiana, no sólo de los niños
    sino también de los adultos. Se comprenderá
    también fácilmente la importancia de que, quienes
    reciben en la Iglesia la misión de
    formar en cualquier sentido, sean capaces de reflejar a
    Jesucristo en su conducta.
    La imitación de Cristo no es sólo ni principalmente
    el esfuerzo consciente por seguir su modelo de conducta: tiene
    mucho de espontaneidad e impulso carismático. La
    acción del Espíritu Santo, la gracia -que es un don
    de Dios gratuitamente repartido- produce una
    identificación con Cristo y esto caracteriza el obrar
    cristiano aunque no siempre se perciba conscientemente. La
    pedagogía divina no llega sólo a
    través de la enseñanza oral, ni simplemente
    proponiendo ejemplos. Desde luego, Cristo es pedagogo porque
    enseña una doctrina moral; también porque
    constituye el ejemplo que se ha de imitar; pero, sobre todo,
    porque obra en el interior de cada cristiano. El Espíritu
    Santo es el "Maestro interior". Con respecto a otros modelos de
    educación, la «Paideia» cristiana debe ser
    consciente de esa acción misteriosa de la vida de la
    gracia. No sólo propone un modelo; proporciona
    también las fuerzas necesarias para alcanzarlo, que nos
    llegan de manera privilegiada por unos cauces sacramentales: a
    través de los misterios de Cristo que la Iglesia celebra
    en su Liturgia.
    Todas estas consideraciones pueden ayudar a recordar la
    importancia que, en toda enseñanza cristiana, tanto en la
    catequesis como en la teológica, tiene la unión
    intelectual y vital con Cristo. En la Iglesia, instruir,
    enseñar, educar es siempre formar en Cristo.

     

     

     

     

     

     

     

    Autor:

    Lic. José Luis Dell'Ordine

    Animador UNESCO
    Mensajero del manifiesto 2000 de UNESCO
    Colaborador de la sociedad de
    plegaria para la paz
    Colaborador de la revista
    electrónica educativa "el hornero"
    Colaborador del programa escuela
    y comunidad, m,
    de educación de la nación

    http://fundaciontm.ecomundo.com.ar

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