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EL ESTILO BARROCO ARISTOCRÁTICO




Enviado por torres_ivan



     

    Indice
    1.
    Roma, finales del siglo XVI y comienzo del
    XVII

    2. El arte de la contrarreforma
    romana

    3. Arte de la contrarreforma en
    España

    4. El estilo barroco
    aristocrático

    5. El estilo barroco
    burgués

    1. Roma, finales del
    siglo XVI y comienzo del XVII

    Los hechos cataclísmicos que sacudieron a
    Roma y a toda
    Europa en el
    curso del siglo XVI despertaron a la Ciudad Eterna de su
    sueño renacentista de armonía y la enfrentaron a la
    dura realidad de la contradicción y el conflicto. De
    ahí en adelante, todo aspecto de la vida religiosa,
    científica, política, social,
    económica y estética, sería sometido a nuevo
    examen y cambios radicales. La visita de una serie de inquietas
    personalidades seria algo así como un presagio de los
    acontecimientos por venir. Martín
    Lutero había estado en Roma
    en los comienzos del siglo y sus observaciones avivaron el fuego
    de su indignación moral. El
    movimiento
    reformista que inició, junto con Zwinglio y Juan Calvino,
    rompería la unidad de la Iglesia
    Universal y dividiría a Europa en los
    campos de batalla de la Reforma y la Contrarreforma.
    El siguiente visitante, el emperador del Sacro Romano Imperio
    Carlos V, añadió más tribulaciones a las
    existentes. Los viajes de los
    grandes navegantes y las enormes riquezas que los conquistadores
    habían hallado en las rutas descubiertas, habían
    hecho que la mayor parte de América
    del Norte, del Centro y del Sur cayese bajo el dominio de la
    corona española. Con el monopolio del
    comercio de
    especias del Oriente y las riquísimas minas de oro y plata
    del Nuevo Mundo que llenaban de fabulosas riquezas sus arcas,
    España
    rápidamente se convirtió en el país
    más poderoso del mundo. Por una combinación de
    herencia,
    matrimonio y
    altas finanzas,
    Carlos I de España
    había llegado a ser Carlos V del Sacro Romano Imperio. Al
    tener bajo su férreo dominio a los
    Países Bajos, las Alemanias y Austria, el ambicioso
    emperador dirigió los ojos a Italia, y uno por
    uno, los antiguos ducados independientes y ciudades estado cayeron
    bajo su égida. No toleró la resistencia de
    bando alguno, y en 1527 los mercenarios de su Católica
    Majestad entraron en Roma, la saquearon y expoliaron. Ocho
    días después, la gran ciudad era una ruina
    humeante, el Vaticano un cuartel. San Pedro un establo y el Papa
    Clemente Vil un prisionero virtual en el castillo de Sant'
    Angelo. A partir de ese momento, lo único que quedó
    al papado fue condescender con la política
    española; un virrey español
    gobernó en Nápoles, y en Milán el gobierno fue
    español.
    Por medio de los Gonzaga en Mantua, los d' Este en Ferrara y los
    Mediéis en Florencia, los españoles dominaron todos
    los centros importantes y con los españoles en el poder, fueron
    implantadas la austeridad y religiosidad, la etiqueta y la
    elegancia cortesana propias de España.
    Otro visitante fue el astrónomo Copémico, cuyo
    libro De
    Revolutionibus Orbíum Coelestium estaba destinado a
    cambiar la concepción del cosmos, de un enfoque
    geocéntrico a otro heliocéntrico. El hombre
    renacentista sufrió un enorme impacto al comenzar a
    advertir que era habitante de un planeta menor que giraba en el
    espacio, y no el centro de la creación como creía.
    Más tarde, cuando sus observaciones tendieron a comprobar
    la teoría
    de Copémico, Galileo fue enjuiciado por herejía, y
    sentenciado a prisión, de la que salió al
    retractarse. El efecto acumulativo de estos descubrimientos
    científicos y de otros, comenzó a debilitar la
    creencia en los milagros y en la intervención divina en
    los asuntos humanos.
    Después siguieron los teólogos, quienes durante las
    tormentosas sesiones del concilio de Trento se encargaron de la
    reforma interna de la Iglesia.
    Después de sesudas deliberaciones, el audaz pensamiento
    humanístico fue transformado en reacción violenta;
    la filosofía neoplatónica fue substituida por un
    retroceso al escolasticismo aristotélico; las voces
    distantes pero seductoras de la antigüedad pagana fueron
    ahogadas por el rugido del fuego y azufre medievales otra vez
    desencadenados; el gusto por la belleza sensual fue desterrado
    por el autorreproche amargo; las promesas de actitudes
    religiosas liberales fueron aplastadas por un retomo a la
    ortodoxia estricta; el acceso reciente a la literatura y los
    conocimientos por la imprenta, así como los
    descubrimientos científicos, fueron suprimidos por la
    Inquisición Universal y el índex Expurgatorius;
    Dios apareció no como el padre amante sino como un juez
    terrible, Cristo no como el Buen Pastor sino como el gran Justo
    Juez.
    Los fundadores de las nuevas órdenes religiosas de la
    Contrarreforma que moldearían el curso del catolicismo en
    el siglo XVII, estuvieron en Roma varias veces. Felipe Neri
    reunió legos de todas las clases, desde
    aristócratas hasta mendigos, en su Congregación del
    Oratorio, para reuniones informales y los alentó a rezar o
    predicar según se los pidiera el espíritu. Al
    dramatizar y poner música a historias y
    parábolas bíblicas conocidas (prototipo de los
    oratorios barrocos), hizo que naciera un espíritu
    fuertemente devoto que movió los corazones de los pobres y
    los humildes. Ignacio de Loyola vino de España para
    obtener la autorización papal para su Sociedad de
    Jesús, orden militante dedicada a la obra misionera y a
    la
    educación en países extranjeros y
    participación activa en los asuntos mundanos.
    También surgieron las figuras de los místicos
    Teresa de Avila y Juan de la Cruz, cuyas capacidades para
    combinar la forma de vida contemplativa y activa dieron por
    resultado una expresión literaria importante de ese
    periodo y la reorganización y reorientación de las
    órdenes de carmelitas; también surgió Carlos
    Borromeo, el joven y enérgico arzobispo de Milán,
    quien escribió manuales para
    artistas, y para estudiantes y maestros en los muchos seminarios
    que fundó. En una gran ceremonia en la recién
    terminada Basílica de San Pedro, el 22 de Mayo de 1622,
    Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Avila y Felipe
    Neri fueron canonizados y elevados a los altares de la iglesia.
    Giacomo Vignola, Giacomo della Porta, Carlos Maderno, Juan
    Lorenzo Bernini y Francisco Borromini fueron llamados para
    construir iglesias y capillas en su honor.
    En la marejada de la Reforma, la armonía, estabilidad y
    elegancia clásicas del arte renacentista
    prácticamente no tuvieron la fuerza
    suficiente para sobrevivir, como tampoco pudo adaptarse el
    refinadísimo y dramático arte del
    manerismo al nuevo clima religioso.
    La alegría cedió el paso a la sobriedad, las Venus
    se transformaron en Vírgenes, los Bacos y Apolos, en
    Cristos barbados. La forma y unidad orgánicas de la
    bóveda de la Capilla Sixtina decorada por Miguel
    Ángel se transformaron en el conjunto amorfo y calculado
    del temible Juicio Final. Se reprochó a Palestrina haber
    escrito madrigales, y de ahí en adelante escribió
    sólo misas. Bajo las normas
    inflexibles sentadas por el Concilio de Trento, el arte religioso
    de nuevo quedó firmemente supeditado a la religión, y los
    clérigos tuvieron que asumir la responsabilidad de la forma en que los artistas
    trataban temas religiosos.
    Las vidas y actitudes de
    los artistas de la Contrarreforma fueron afectadas profundamente
    por la nueva atmósfera religiosa.
    El Juicio Final de Miguel Ángel fue criticado porque su
    Cristo apolíneo no tenía barba, y por haber
    incluido en la composición detalles clásicos
    paganos como Caronte, el barquero de la muerte, que
    cruza con las almas a través de la laguna Estigia. Se
    ordenó que pintara vestiduras para cubrir los "desnudos
    ofensivos" y sólo la oportuna intervención de un
    grupo de
    artistas salvó al Juicio Final de ser borrado. En sus
    últimos años de vida el gran hombre se
    volvió un recluso que cambió el arte figurativo por
    las abstracciones de la arquitectura y se
    dedicó principalmente a la construcción de la obra de San Pedro,
    proyecto en el
    que no cobró salario alguno.
    En la intimidad de su estudio trabajó intermitentemente en
    la escultura, y plasmó postreras melancolías en las
    últimas Piedades, una de las cuales deseaba fuese para su
    tumba. Palestrina fue apartado de su condición de jefe del
    coro Sixtino pues rechazó el voto del celibato y alejarse
    de su esposa; más tarde fue instalado de nuevo en su
    puesto y se le encomendó una reforma de la música
    eclesiástica.
    Juan Lorenzo Bemini, el escultor arquitecto más activo y
    que mayor éxito
    alcanzó en el barroco de la
    Contrarreforma tuvo lazos íntimos con los jesuitas y
    practicaba regularmente los ejercicios espirituales de San
    Ignacio. Andrés Pozzo, que pintó el techo pleno de
    efectos ilusionistas de la Iglesia de San Ignacio, fue miembro de
    la orden jesuita. El Greco, el más grande representante
    del arte español de la Contrarreforma, fue un
    místico religioso en cuyos últimos lienzos
    visionarios deja de existir prácticamente la materia
    física;
    sus figuras son más espíritu que carne, y sus
    ambientes más celestiales que terrenos.
    Como tomaron forma las cosas, el estilo barroco de la
    Contrarreforma vio la luz en Roma, en
    donde alcanzó su apogeo en un periodo de 50 años,
    entre 1620 a 1670; sus destellos fueron captados
    simultáneamente en España, el brazo fuerte secular
    de la milicia eclesiástica. De ahí en adelante, se
    extendió a todos los países católicos
    romanos de Europa, y fue llevado con las órdenes
    misioneras a las Américas y a las distantes colonias de
    España y Portugal.

    2. El arte de la
    contrarreforma romana

    ARQUITECTURA. Como monumento central de la orden jesuita
    la iglesia de El Jesús (II Gesú) en Roma se
    transformó en el prototipo de muchas iglesias de la
    Contrarreforma. Por esta causa, aparecieron diferentes versiones
    y variaciones de ella, y justificadamente ha sido calificada como
    el diseño
    religioso que más influyó en los últimos
    cuatro siglos. Encargado en 1564, El Jesús combina motivos
    clásicos de la herencia
    renacentista con algunos de los nuevos elementos que se
    identificaron con la arquitectura de
    la Contrarreforma.
    La iglesia, de una sola nave es ante todo una sala espaciosa que
    se extiende en sentido longitudinal con capillas laterales
    envueltas en la penumbra, un crucero apenas marcado y una inmensa
    cúpula fuente principal de iluminación, y su conjunto deriva de las
    plantas
    centralizadas de Miguel Ángel y Palladio. Pero la corta
    nave central que se extiende mas allá del crucero repite
    las concesiones hechas en San Pedro, cuando los planes de
    Bramante y Miguel Ángel fueron combinados con el
    añadido de la larga nave central de Carlos Mademo. El
    diseño
    de la fachada, obra de Giacomo Vignola, poco modificado
    después de su muerte por su
    sucesor Giacomo della Porta, recuerda un arco triunfal romano en
    la planta baja, pero el techo colgadizo sobre las capillas
    laterales está oculto por una voluta a cada lado, que
    terminan en las puntas laterales del frontón
    triangular.
    San Carlos de las Cuatro Fuentes,
    iglesia hecha por Borromini, es una de las más talentosas
    expresiones del periodo. Aprovechando al máximo el
    pequeño sitio en el cruce de dos calles, con una fuente en
    cada una de las cuatro esquinas, el arquitecto creó un
    plan que
    incluyera un juego complejo
    de formas geométricas. La planta está formada por
    dos triángulos equiláteros unidos en la base para
    hacer un romboide en forma de diamante, que después fue
    suavizado con líneas curvas. A semejanza del telón
    ondulante de un teatro, las
    undosas paredes ascienden hasta llegar a la cúpula oval,
    cuya superficie interior está incrustada con un artesonado
    de octágonos entremezclados con hexágonos alargados
    que se unen para producir cruces griegas en los huecos entre unos
    y otros. Estos elementos disminuyen de tamaño hacia la
    cúspide, para sugerir mayor altura. Las claraboyas
    parcialmente ocultas permiten que la luz entre y
    dé a la trama en panal una claridad resplandeciente. La
    fachada está animada de movimiento por
    la alternación de paredes cóncavas y convexas y la
    corriente de formas curvilíneas que permite un juego
    máximo de luces y sombras sobre la superficie
    irregular.
    PINTURA Y
    ESCULTURA. De todos los pintores y escultores activos en la
    Roma posrenacentista, dos sobresalen por méritos
    indiscutibles: Caravaggio y Bernini. Caravaggio, lllamado
    así en honor de su poblado nativo, llevó con
    él a Roma la tradición lombarda y veneciana del
    manierismo libre, en tanto que Bernini, escultor, arquitecto,
    diseñador y pintor sintetizó los elementos del
    Renacimiento, los
    de Miguel Ángel, del manierismo y del barroco, y
    llevó a este último a su climax expresivo en la
    Ciudad Eterna. Inquieto y rebelde, Caravaggio siempre estuvo en
    pleito con la sociedad y con
    sus patronos. Bernini, a pesar de su temperamento apasionado, fue
    empero, un cortesano de suaves modales. "Tenéis suerte",
    dijo a Bernini el recién elegido Papa Urbano VIII, "en ver
    a Maffeo Barberini Papa; pero es mucho mayor fortuna que el
    caballero Bernini viva en la época de nuestro
    pontificado". Ambos artistas estaban destinados a lograr efectos
    de alcances vastísimos en los progresos futuros de su
    arte, Caravaggio con su sorprendente claroscuro, en los pintores
    ulteriores del barroco italiano y francés, al igual que en
    Rubens y Rembrandt; Bernini, con sus columnas salomónicas
    y los revolucionarios efectos de ilusionismo, en la escultura y
    arquitectura barrocas.
    Caravaggio, que pintó en Roma entre 1590 y 1606,
    despreciaba el decoro, la dignidad y la elegancia del Renacimiento y
    trató pictóricamente una serie de temas religiosos
    en una forma vivida terrenal. Su Vocación de San Mateo
    muestra al
    futuro evangelista entre un grupo en una
    taberna. Una densa obscuridad se cierne sobre la mesa en que
    están siendo contadas las monedas del impuesto y al
    entrar Jesús, una gran franja de luz ilumina la cara
    barbada de San Mateo y los semblantes de los jóvenes del
    centro. Al bañar la luz cada figura y objeto con diversos
    grados de intensidad, se transforma en el medio por el cual
    Caravaggio penetra la superficie de los hechos y revela el
    espíritu interior de los sujetos y los temas que muestra. Su
    Vocación de San Mateo en el comienzo fue rechazado por la
    iglesia para la cual fue pintado, pues mostraba al santo en una
    situación demasiado mundana, si bien el suceso fue narrado
    por el propio evangelista.
    En la Conversión de San Pablo, Caravaggio crea un destello
    cegador, propio de un relámpago, para dar relieve a la
    iluminación interior del santo. El pasaje
    del Nuevo Testamento reza: "Y de repente se vio rodeado de una
    luz del cielo y cayendo a tierra
    oyó una voz que decía: Saulo, Saulo, ¿por
    qué me persigues?" (Hechos, 0:4-5). Al observar con
    detenimiento el cuerpo yacente de San Pablo, desde un
    ángulo extraordinariamente escorzado, con los brazos en
    alto como si tratara de abrazar la nueva luz, el espectador es
    arrastrado por la fuerza del
    hecho y comparte el asombro e interés
    del ayudante y del enorme caballo que sujeta.
    Los esfuerzos de Caravaggio para crear un arte religioso
    verdaderamente popular, como lo viesen los ojos del hombre del
    pueblo, tuvieron una acogida diversa, y, paradójicamente,
    sólo un círculo reducido de conocedores captaron su
    originalidad e importancia. Los sacerdotes romanos y el
    público prefirieron la elegancia y el ilusionismo
    más convencionales, y la obra de Pozzo y Bernini fue
    más del gusto y agrado de las mayorías de la
    época.
    En Juan Lorenzo Bernini, el impetuoso y polifacético
    escultor y pintor, el barroco de la Contrarreforma romana
    halló su exponente más representativo y proli-fico.
    Bernini, como diseñador de la gran plaza de la
    basílica de San Pedro que comienza con la piazza obliqua
    trapezoide por delante de la fachada para abrirse en la imponente
    zona elíptica rodeada por la majestuosa columnata a base
    de cuatro columnas dóricas; como escultor de muchas de las
    capillas importantes de la Basílica, en especial la del
    ábside con la cátedra de San Pedro; como
    diseñador de monumentos, verbigracia, la fuente de los
    Cuatro Ríos de la Piazza Navona, es el responsable directo
    de haber dado una nueva faz a la Roma moderna, labor en la que
    sobrepasa incluso la de Miguel Ángel.
    De todas sus obras, la capilla Cornaro dedicada a la Doctora
    Mística Santa Teresa, es la obra más típica
    de esta fase del
    barroco. En el grupo escultórico central sobre el altar,
    Bernini muestra a la Santa en éxtasis, y para hacerla se
    basó en los escritos de las visiones que ella dejó.
    Describe la aparición de un ángel brillante con un
    venablo dorado con el que le penetró el corazón.
    "El dardo con que me hirió
    estaba lleno de amor,
    y mi espíritu se unió
    y volvió uno con su Hacedor"
    El cuerpo de la Santa, como lo denotan los pliegues ondulantes de
    su drapeado de hondas franjas, parece ascender y caer en
    éxtasis voluptuoso, y el ángel (muy parecido a
    Cupido con su flecha) está a punto de atravesarle el
    corazón. El refinado y pulido grupo en
    mármol blanco está enmarcado por columnas de
    mármol negro y resplandece en un nicho de mármoles
    de tonos diversos, que van desde el pardo, al rojo, rosa, verde y
    ámbar. De lo alto descienden rayos de bronce dorado, y el
    conjunto está iluminado mágicamente por una
    ventanilla oculta, cubierta por un cristal amarillo. En uno y
    otros lados están grupos en
    relieve,
    retratos de la familia
    Cornaro y donantes de la capilla, como si fuesen espectadores de
    los hechos milagrosos, desde un palco teatral.
    La capilla es una respuesta a la pregunta: "¿Es la
    arquitectura un conjunto de escultura, pintura y
    escenografía? ¿Es ella escultura de bulto, en
    relieve? "La respuesta en cada caso debe ser "sí", pero
    combinadas y no separadas, fusionadas, y no aisladas. El grupo
    escultórico del centro está rodeado por
    arquitectura real y simulada; el cielo falso y la luz teatral son
    parte de la concepción unificada en que los elementos
    reales e ilusorios están amalgamados por completo, en que
    el mármol, el metal, las formas, "los colores y la luz
    están armonizados en un concierto de las artes.

    3. Arte de la
    contrarreforma en España

    Los gustos personales del áspero monarca Felipe
    II, sucesor de su padre Carlos V, fueron austeros hasta el punto
    de la dureza y la severidad. Su posición y ambiciones
    mundanas, empero, le exigieron rodearse de la magnificencia
    necesaria para despertar temor y reverencia. Para unificar su
    reino, disputar la autoridad
    local de sus señores feudales e investirse con todo el
    poder de un
    monarca absoluto, Felipe eligió como capital la
    villa de Madrid, entonces un poblado obscuro, pero en
    estratégica situación central. En él hubo
    que poner en marcha un enorme programa de
    construcción para albergar la corte, y
    contar con palacios para la aristocracia.
    Con las riquezas del Viejo Mundo y los inagotables tesoros d4
    Nuevo Mundo en sus arcas, Felipe llamó a los mejores
    artistas de Europa para que construyeran y embellecieran su
    capital, y sus
    embajadores recibieron instrucciones de comprar toda obra maestra
    de pintura y escultura. A pesar de que permanecieron en sus
    ciudades nativas, Ticiano y otros artistas italianos continuaron
    pintando para el rey Felipe como lo habían hecho para su
    padre. Pero Domenicos Theotocopoulos, artista griego que
    había sido educado en el estilo manierista veneciano y
    estudiado la obra de Miguel Ángel y Rafael en Roma, se
    estableció en España en donde fue conocido como el
    Greco. El compositor español Victoria, a pesar de residir
    en Roma, dedicó un libro de misas
    a Felipe con la esperanza de recibir un encargo real.
    Atraído por el brillo del oro español, otros
    artistas de diversas partes de Europa, conocidos y desconocidos,
    acudieron a Madrid en busca de fama y fortuna. En esta forma, a
    pesar que el poder y prestigio españoles
    declinarían en el siglo XVII, la tradición
    establecida por Carlos V y Felipe II como protectores y patrones
    de las artes, fue continuada por Felipe III y Felipe IV para
    redondear todo un siglo de brillante actividad
    artística.

    ARQUITECTURA. Felipe II, presionado por las
    cláusulas del testamento de su padre Carlos V para
    construirle una tumba regia, obligado por su juramento solemne de
    fundar un monasterio dedicado al mártir español San
    Lorenzo, al ganar la mayor victoria militar sobre los franceses
    precisamente en el día de su fiesta, e impulsado
    también por su intenso fervor religioso y la conciencia de sus
    prerrogativas reales, concibió un vasto proyecto
    arquitectónico en que se satisfarían estos objetivos y
    resolverían algunos de sus conflictos
    internos. Al madurar el plan en su mente,
    este monumento sería un templo a Dios, un mausoleo de sus
    antepasados y para sus descendientes, un archivo nacional
    de artes y letras, un monasterio para los monjes
    Jerónimos, un colegio y un seminario, un
    sitio de peregrinación con un hospicio para recibir
    visitantes de otras latitudes, una residencia real y en general,
    un símbolo de la gloria de la monarquía española.
    Para erigir tal obra, se escogió un sitio en las desnudas
    columnas al pie de las montanas del Guadarrama, a unas 30 millas
    de Madrid, y obtuvo su nombre del villorrio cercano del Escorial.
    Los planos originales fueron trazados por Juan Bautista de
    Toledo, que había estudiado con Jacobo Sansovino y con
    Palladio y trabajado en la Basílica de San Pedro en Roma
    bajo la dirección de Miguel Ángel.
    Más tarde la obra fue terminada por su colaborador, Juan
    de Herrera.
    Según las instrucciones de Felipe, el monumento
    tendría que plasmar los ideales de "nobleza sin
    arrogancia, majestad sin ostentación". Como lo admiramos
    hoy día, el Escorial es un vasto cuadrángulo de
    casi 46 000 metros cuadrados de extensión, subdividido en
    un sistema
    simétrico de patios y claustros. Su forma
    simbólicamente es la de la parrilla de San Lorenzo,
    instrumento de su martirio. Cabe decir que los torreones de las
    esquinas representan las patas de la parrilla, en tanto que el
    palacio que se destaca desde el extremo oriental forma su mango.
    En todas partes de la construcción el símbolo de la
    parrilla se emplea bastante como motivo decorativo.
    El Escorial aporta una nota de grandeza resplandeciente y
    asombrosa magnificencia, acordes de inmediato con el
    espíritu español y también con la hosca
    personalidad
    de Felipe II. Cada lado presenta un largo tramo de pared
    totalmente desnuda, y su monotonía es rota sólo por
    las hileras interminables de ventanas. La entrada principal, en
    el frente occidental, está hecha en estricto orden
    dórico, y la austeridad general es suavizada sólo
    por el escudo real de armas y la
    estatua colosal de San Lorenzo sosteniendo su parrilla. El portal
    conduce al Patio de los Reyes, llamado así por las
    estatuas de David, Salomón y otros Reyes de Israel sobre la
    entrada de la imponente iglesia situada en el eje central.
    Gran parte del área del Escorial está dedicada al
    monasterio y al seminario de la
    orden de San Jerónimo. El núcleo de esta
    sección es el bello claustro conocido como el Patio de los
    Evangelistas, rodeado por una doble planta de columnas, enfrente
    de un ala de la iglesia. La hilera inferior está hecha en
    orden dórico, con su sencillo friso adornado con
    rítmicos triglifos. La galería jónica brinda
    mayor espacio para meditaciones monásticas, la que a su
    vez está coronada por una balaustrada a la manera de
    Palladio. En el centro del claustro está un pequeño
    templete de mármol policromo como una reproducción en miniatura del gran domo de
    la iglesia que se yergue al lado majestuosamente. Las estatuas de
    Monegro de los cuatro evangelistas colocadas en sus nichos, miran
    hacia sendos estanques, en los que llega el agua por
    gárgolas en forma de las tres bestias y el ángel
    simbólico de los Evangelios.
    En la sección del palacio del Escorial están las
    salas de recepción, los impresionantes corredores, los
    fastuosos salones comedores acordes con la grandeza de la altiva
    monarquía española. La única
    nota no acorde con el aire de esplendor
    que prevalece es la severidad monástica de la alcoba de
    Felipe. La gran fábrica incluye las habitaciones de los
    mayordomos, secretarios de estado, recamareros reales,
    alojamiento para embajadores, y estancias para miembros de la
    familia real.
    Para despertar la admiración de propios y advertir a los
    extraños, las paredes de las salas de espera para
    embajadores están tapizadas con cuadros de las victorias
    españolas en tierra y mar.
    En otras salas cuelga rica tapicería flamenca con temas
    bíblicos, mitológicos y literarios. Las
    galerías de pinturas contienen una colección
    extraordinaria de obras adquiridas con prodigalidad en el curso
    de los siglos, por los Reyes españoles. El Escorial
    aún es albergue de gran parte de la colección
    privada de Felipe de los maestros venecianos a quienes tanto
    admiraba. También descuellan obras maestras de otras
    escuelas italianas, al igual que la producción flamenca y artistas
    nacionales.
    El Escorial, al lograr con éxito
    integrar todas las funciones de un
    monarca absoluto dentro de una sola estructura, es
    barroco en la grandeza de su concepción. Empero, el gusto
    mesurado de Felipe, al igual que la disciplina de
    sus arquitectos, refrenaron la exuberancia decorativa para
    contenerla dentro de límites
    académicos. Al ejercer las prerrogativas de un monarca
    absoluto, Felipe insistió en el derecho de decidir acerca
    de la adecuación y el estilo de todo edificio
    público que fuese hecho durante su reinado. Herrera, como
    arquitecto de la corte, fue comisionado para inspeccionar todos
    los planos, y como consecuencia, se convirtió en un
    dictador artístico que hacía cumplir en la
    práctica, sin concesiones, las preferencias severas de su
    soberano. Sólo después de la muerte de
    Felipe pudo en España desarrollarse el estilo florido que
    es ahora rasgo prominente en el semblante de sus grandes
    ciudades, y algunas de las exuberancias y excesos emocionales del
    barroco florido fueron una reacción directa formal de la
    época de Felipe. Las fachadas severas y los órdenes
    clásicos impuestos por
    Herrera cedieron el paso a diseños osados, a formas
    fantásticas, a líneas curvas, y a las espirales
    ascendentes de las columnas salomónicas.
    Las realizaciones arquitectónicas de Salamanca y Madrid
    subrayan con dramatismo esta situación. La Casa de .las
    Conchas es una estructura
    renacentista construida en 1514, antes de la época de
    Felipe. Empero, muestra la tendencia a la decoración
    aplicada que fue conocida ampliamente como estilo plateresco,
    nombre que provino de platero. Cruzando la calle está la
    iglesia del colegio de Jesús llamada popularmente la
    Clerecía, que fue comenzada después del periodo de
    Felipe y su arquitecto Herrera. La parte inferior data del
    comienzo del siglo XVII y fue proyectada por Juan Gómez de
    Mora. Aunque parece seguir nominalmente los órdenes
    clásicos, el ímpetu decorativo se expresa
    claramente en las columnas compuestas adosadas y en los triglifos
    barrocos sobre ellas, al igual que en otros detalles. Las torres
    y el hastial pertenecen a los finales del siglo XVII y fueron
    hechas por Churriguera cuyo nombre guarda relación con los
    aspectos más floridos del barroco español,
    plasmados en el estilo churrigueresco.
    La decoración del altar mayor, obra de Churriguera para la
    iglesia de San Esteban es una extravagancia
    arquitectónico- escultórico-pictórica. De
    más de 17 m de altura, combina el orden compuesto con
    columnas salomónicas llenas de guirnaldas y dorados,
    colocadas a diversas profundidades, que se retuercen y ascienden
    en profusión rítmica.
    PINTURA. Apenas en construcción el Escorial, Felipe II
    encargó al Greco pintar un retablo de altar para la
    capilla de San Mauricio. El tema de una de las primeras obras
    maestras del Greco, el Martirio de San Mauricio es típico
    de la Contrarreforma en cuanto se ocupa del dilema entre la
    lealtad a dos amos en que se ve atrapado un individuo. San
    Mauricio, la figura del primer plano en la parte derecha, era el
    comandante de la legión tebana, una unidad de cristianos
    que servían en el ejército imperial romano. El
    cuadro muestra el instante preciso en que ha llegado la orden a
    todos los miembros de la unidad de reconocer a las deidades
    ortodoxas romanas, o morir. En los expresivos ademanes de las
    manos. San Mauricio y sus principales oficiales revelan sus
    actitudes ante el hecho. Cristo, en verdad, con su propio ejemplo
    había aprobado dar al César lo que fuese del
    César, pero adorar ídolos falsos era harina de otro
    costal. Así, pues, la línea había sido
    trazada de manera tajante y había que elegir entre la
    lealtad al estado y la lealtad hacia la Iglesia, entre la ciudad
    del hombre y la ciudad de Dios. San Mauricio levanta el dedo
    hacia lo alto indicando su decisión.
    La composición en espiral se adapta estupendamente para
    comunicar la tensión entre los reinos material y
    espiritual, lo natural y lo sobrenatural, lo terrenal y lo
    celestial, tensión que puede sentirse en los
    músculos tirantes, dedos como llamas, caras tensas y en el
    propio movimiento en espiral ascendente de la composición.
    Como una gran voluta serpentina se desplaza al plano medio
    izquierdo, en donde vemos de nuevo a San Mauricio, esta vez
    confortando a sus soldados que esperan su tumo para ser
    decapitados. El ritmo se acelera hacia el plano de fondo, en
    donde las figuras desnudas de los soldados parecen estar
    recién despojadas de su corporeidad, y ser arrastradas
    hacia lo alto en un vórtice espiritual, que las eleva en
    un torbellino dantesco. La mirada es llevada hacia arriba por la
    luz que aumenta progresivamente y la transición de
    colores desde
    los tonos sombríos a ras de suelo, hasta las
    nubes vaporosas rosas y blancas
    en el cielo. En el firmamento se extiende una visión, en
    la que algunas de las figuras angélicas revolotean y
    sostienen coronas para los que sufren y mueren en el martirio, en
    tanto que otros desgranan armonías celestiales.
    A pesar de lo sombrío del tema, la rica paleta de colores
    luminosos y transparentes que usa el Greco da a la obra un tono
    casi festivo en que destacan las banderas de tonos rosa, y los
    trajes de color azul
    acerado y amarillo limón, contra un fondo gris plateado.
    La originalidad del trabajo con sus audaces disonancias
    cromáticas y el pródigo empleo del
    costoso azul ultramarino, hicieron que el Greco perdiera el favor
    del rey Felipe, cuyos gustos se situaban del lado del estilo
    italiano más conservador. El Greco sólo hizo otro
    intento para ganarse de nuevo el mecenazgo real: un estudio para
    un cuadro llamado más tarde el Sueño de Felipe II;
    empero, el encargo nunca llegó.
    Si las puertas del Escorial le fueron cerradas, las de Toledo,
    sede del arzobispo primado, siempre estuvieron abiertas para el
    Greco. Su reputación en esa ciudad había quedado
    firmemente cimentada por la serie de pinturas que había
    hecho para la iglesia de Santo Domingo el Antiguo. La más
    famosa fue la Asunción de la Virgen para el altar mayor.
    El modelo en que
    se inspiró el Greco fue el cuadro que Ticiano había
    pintado sobre el mismo tema, unos 60 años antes. Empero,
    la versión del Greco denota la preferencia barroca por el
    espacio libre, en tanto que Ticiano incluye toda la acción
    dentro de su cuadro. Al dividir su composición en tres
    planos, Ticiano inicia un movimiento ascendente vertical en los
    dos planos inferiores, pero lo detiene valiéndose de la
    figura descendente de Dios en lo alto. Al combinar las
    líneas diagonales que en ángulo agudo retroceden al
    fondo en las figuras de los apóstoles, el Greco en su
    Asunción forma una base cónica de la que asciende
    la Virgen animada por un movimiento espiral que lleva la mirada
    hacia arriba, por fuera del cuadro, para continuar en los cielos
    abiertos.
    El Greco también pintó para Toledo su obra maestra,
    el Entierro del Conde de Orgaz, destinada a su parroquia de Santo
    Tomé. El conde, que reconstruyó y dotó a la
    iglesia, fue honrado según la leyenda, en 1323, por la
    aparición milagrosa de los santos Esteban y Agustín
    que con ternura lo colocan en su tumba, en la parte inferior del
    cuadro. Las vividas esferas terrestres y de visiones celestiales
    están separadas por las parpadeantes antorchas y
    rebuscados pliegues de las vestiduras al ser recibida el alma del
    conde, llevada por alas angélicas, ante la radiante figura
    de Cristo en su corte celestial. La fila de dolientes incluye
    retratos de clérigos y nobles de Toledo, entre ellos un
    autorretrato del artista directamente por encima de la cabeza de
    San Esteban. El Greco añade una nota de fino humor al
    incluir en la obra el retrato de su hijo Jorge Manuel, de ocho
    anos de edad, como acólito, en la esquina inferior
    izquierda. El niño señala la rosa blanca y oro
    incluida en un círculo, bordada en la riquísima
    casulla de San Esteban; el círculo es el símbolo de
    la inmortalidad, y la rosa, del amor. En el
    pañuelo que asoma del bolsillo del pequeño, el
    Greco con caracteres griegos firmó su cuadro: "Soy obra de
    Dómemeos Theotocopoulos, 1578", pero la fecha no es la del
    cuadro, sino del nacimiento de su hijo.
    La expulsión de los prestamistas y mercaderes del templo
    es el único incidente en las Sagradas Escrituras en donde
    Cristo asume una actitud de ira
    justa y el único momento en que recurrió a la
    acción física y al castigo
    corporal. En consecuencia, el tema había sido poco tratado
    en la iconografía cristiana, pero fue tomado de nuevo
    durante la Contrarreforma romana en que la Iglesia
    Católica emprendió una verdadera
    expurgación. El Greco pintó no menos de seis
    versiones de este tema. En la Expulsión del templo, Cristo
    aparece con el atributo del fuego purificador como
    profetizó Isaías, y su espíritu de ira
    arrasadora se refleja en los disonantes colores rojo
    carmesí, rosa, naranja y verde amarillento. Si bien el
    ademán de Cristo entraña violencia, su
    cara es serena, a sabiendas de que lo que hace es por el bien de
    quienes El castiga. La atmósfera recuerda la
    del Juicio Final, con la figura de Cristo separando los corderos
    de los cabritos. El lado hacia el que dirige su látigo
    está lleno de turbulencia y confusión, al apartarse
    y gritar los mercaderes bajo el ojo acusador y tratar, a pesar de
    todo, de salvar sus pertenencias. Por el otro lado, todo es
    calma, al sopesar los discípulos el significado del hecho.
    Las cuatro cabezas en la esquina inferior derecha son el tributo
    que el Greco rindió a sus mentores artísticos,
    Ticiano, Miguel Ángel, Julio Clovio y Rafael.
    Otro genio español del barroco fue Diego Velázquez,
    que dedicó sus anos mozos en su nativa Sevilla a pintar
    cuadros "de género" o
    costumbristas como el conocido Aguador de Sevilla. El nuevo
    monarca Felipe IV, antes de que transcurrieran 10 años de
    la muerte del
    Greco, nombró a Velázquez su pintor de
    cámara. El arte de Velázquez, en consecuencia, cae
    dentro de la categoría del barroco aristócrata del
    cual nos ocupamos en el siguiente capítulo, pero en
    contraste total con el Greco y como contribución de igual
    grandeza al extraordinario periodo español, preferimos
    comentarlo en este capítulo.
    Si bien el Greco se interesó casi exclusivamente por temas
    religiosos, Velázquez, con pocas excepciones, pintó
    escenas de la vida cortesana. A diferencia del compromiso
    personal del
    Greco con su contenido pictórico, Velázquez
    contempla su mundo fríamente, alejado, y con mirada
    objetiva. Su obra está resumida admirablemente en su
    magistral Las Meninas, esto es las Damas de Honor. En ella el
    pintor combina la formalidad de un retrato en grupo con la
    informalidad de una escena "costumbrista" en su estudio. La
    atención está distribuida
    uniformemente entre los diversos grupos. En primer
    plano vemos a la infanta Margarita con un suntuoso vestido de
    satín blanco, de pie en el centro. A la izquierda, una
    dama de honor le ofrece una bebida en una jarrilla roja sobre una
    bandeja dorada. A la derecha, el grupo incluye una segunda dama
    de honor y dos de las enanas de la corte, una de las cuales apoya
    un pie sobre el soñoliento mastín. En el plano
    medio, a la izquierda, está Velázquez luciendo la
    cruz de la Orden de Santiago que le fue conferida por su amigo y
    patrón el Rey; está de pie frente a un lienzo que
    por sus grandes dimensiones parece ser nada menos que Las
    Meninas. Mira al Rey Felipe IV y la Reina Mariana cuyas caras
    están reflejadas en él espejo en el fondo de la
    estancia. Como un equilibrio
    para su propia imagen
    Velázquez pinta a una dama de honor y a un cortesano en
    plática, en el plano medio a la derecha. Al fondo de la
    estancia un cortesano se detiene en las gradas y a través
    de la puerta abierta se le ve llevando hacia atrás una
    cortina, tal vez para ajustar la luz.
    Velázquez es un virtuoso en el manejo del espacio y la
    luz. Con una precisión asombrosa, ha organizado el cuadro
    en una serie de planos que se dirigen al fondo, y al hacerlo da a
    las figuras su relación espacial. El primer plano
    está en realidad fuera del cuadro, por delante del mismo,
    en donde están el Rey y la Reina, y por deducción,
    el observador. En seguida está el plano en que se localiza
    el grupo principal, con la luz de la ventana a la derecha, que de
    nuevo queda fuera del cuadro pero por la cual llega la brillantez
    que baña el rubio cabello de la princesa. La luz, en este
    caso, está equilibrada por la de la puerta trasera, que
    define el plano en el fondo. En el espacio intermedio
    están las figuras de Velázquez y demás
    personajes, con una luz más tenue. Por lo demás, el
    espacio está fragmentado geométricamente en un
    conjunto de rectángulos, como el piso, el techo, el
    caballete del pintor, los cuadros que cuelgan de los muros, el
    espejo y la puerta al fondo.
    Es precisamente en el exactísimo estudio analítico
    del espacio y la luz, que carece del misticismo espiritual del
    Greco y de la grandiosidad mundana de los pintores venecianos, en
    que residen las virtudes del barroco, aunque no se nos den de
    inmediato. El autor empero, es un virtuoso de la visión
    extema más que de la interna, y en consecuencia, sus
    virtudes barrocas están en elementos como el juego
    intrincado de luces y sombras, las disposiciones complejas
    espaciales, el hecho de que gran parte del contenido esté
    por fuera del espacio del propio cuadro, y las sutiles relaciones
    de los personajes entre sí. Prueba de esto último
    es que incluso los expertos en la pintura de Velázquez
    aún no concuerdan en lo que sucede realmente en ella.
    Velázquez ¿pinta al Rey y a la Reina y tiene a la
    infanta y a sus damas dispuestas a su alrededor simplemente para
    contemplar la escena, o el pintor mira al espejo en tanto pinta a
    la infanta y tiene presentes a sus padres para observar la forma
    en que realiza su obra?.
    En la misma forma que la arquitectura española
    reaccionó cuando le fueron quitadas las cadenas del
    periodo previo, la pintura se alejó de la austeridad e
    intensidad del siglo anterior. Ningún pintor pudo repetir
    la gran compenetración espiritual y fuerza emocional del
    Greco. La relajación, que llegó al sentimentalismo,
    se advierte claramente en la Inmaculada Concepción de
    Murillo. El tema de la Concepción gozaba del favor
    particular de la Iglesia española, y se sabe que Murillo y
    los miembros de su taller produjeron unas veinte versiones del
    mismo. Según el dogma católico romano, María
    fue concebida milagrosamente sin pecado original. En las obras de
    arte está representada según la visión de
    San Juan: "Apareció en el cielo una señal
    grande, una mujer envuelta en
    el sol, y la
    luna debajo de sus pies y sobre la cabeza una corona de doce
    estrellas". En este caso, la rodean querubines que en la mano
    tienen una azucena, una rama de olivo y la palma, símbolos
    de pureza, paz y martirio.
    MÚSICA. El celo romano por la Reforma religiosa
    inclinó a la música litúrgica a mirar
    más al pasado que al futuro, en retornar a la
    tradición y no recurrir a formas experimentales. La bula
    papal que autorizaba a Giovanni da Palestrina a emprender la
    Reforma de la música eclesiástica siguiendo las
    normas
    sentadas por el Concilio de Tremo, reza: "Antífonas,
    graduales y salmodias han estado llenos hasta la saciedad de
    barbarismos, obscuridad, contradicciones y superfluidades como
    resultado de chabacanerías o negligencias, o incluso
    impiedades de compositores, copistas e impresores". Palestrina,
    partidario apasionado del estilo contrapuntístico flamenco
    de Josquin des Prez y Heinrich Isaac, junto con sus grandes
    contemporáneos Orlando di Lasso y Tomás Luis de
    Victoria, llevó esta forma de arte a su perfeccionamiento
    definitivo. Las plegarias de Palestrina expresadas en
    música lograron una fluidez y transparencia de contextura,
    un equilibrio
    entre la melodía y la armonía y una unidad
    espiritual y orgánica, dignas de los anos finales del ars
    perfecta, o arte perfecto. La música de su colega
    más joven. Victoria, empero, tiene un espíritu
    más sombrío, un fervor emocional
    melancólico, y un interés
    mucho mayor en el significado dramático de sus textos.
    Después de servir 30 arios como capellán, cantor y
    compositor en el Colgeio Alemán de Roma,
    institución fundada por su paisano Ignacio de Loyola,
    Victoria regresó a su tierra natal como maestro de coro en
    los círculos cortesanos.
    La música en la corte de Felipe II, a semejanza de la
    arquitectura, la pintura y la escultura, tenía
    orientación religiosa, y los documentos de esa
    época, al igual que la disposición del monasterio
    del Escorial, nos señalan el sitio importante concedido al
    arte sonoro. El coro en el Escorial se fundó incluso antes
    de terminar todo el edificio y en 1586 incluía en sus
    filas 150 monjes. La zona del coro de la iglesia está
    dividida en dos partes, pues las preferencias musicales del Rey
    se orientaban al estilo de doble coro veneciano que había
    escuchado en su juventud.
    Además de los dos órganos en el coro, hay otros dos
    en cada lado de la nave central, ambos instrumentos de tipo gran
    concierto con doble manual, de
    factura
    flamenca, de 15 m de ancho por 12 m de altura. El mismo organero
    también construyó tres órganos
    portátiles para las procesiones, que eran colocados en los
    corredores, y en los días de fiesta solemne era posible
    escuchar las notas lanzadas por siete órganos a la
    vez.
    La ejecución de la música que Victoria
    escribió para los Oficios de Semana Santa se ha vuelto
    tradición en la Capilla Sixtina, desde hace siglos. Prueba
    de ello es el motete a cuatro voces O vos omnes, cuyo texto fue
    tomado de Jeremías, y cuyo tono es todo de
    lamentación. El pasaje que mostramos tiene el motivo
    característico de tristeza en la voz
    descendente del tenor, en el compás número 4, al
    igual que la disonancia creada por el intervalo de segunda menor
    por la misma voz en el compás 5, los cuales intensifican
    la palabra dolor.
    Victoria no escribió una sola nota de música
    profana. Como afirma en una de sus dedicatorias, siempre estuvo
    animado por un
    impulso interior a dedicarse únicamente a la música
    litúrgica. En sus motetes y misas incluso evitó
    utilizar los temas profanos del cantus fvmus que sus
    contemporáneos por costumbre empleaban. En vez de ello
    eligió sus motivos y melodías de sus propias obras
    religiosas o del canto gregoriano tradicional. En sus
    últimas composiciones después de regresar a
    España, su obra muestra un fervor religioso y una
    intensidad mucho mayores. Su música, por su ascetismo,
    religiosidad y espíritu de devoción, asciende, en
    su campo, a las mismas cumbres de grandeza mística que los
    escritos de Santa Teresa de Avila, la arquitectura de Herrera y
    las pinturas del Greco.

    Ideas: misticismo militante
    La Contrarreforma se acompañó de una
    reafirmación vigorosa de la visión mística
    del mundo. En concordancia con el espíritu de la
    época, empero, hubo un misticismo práctico de este
    mundo, al igual que del otro, una mezcla realista de vida activa
    y vida contemplativa, una experiencia religiosa no limitada a los
    santos futuros, sino ensanchada para incluir a todos aquellos
    fieles a la iglesia como cuerpo místico de Cristo. El
    nuevo misticismo se orientó socialmente a atraer a sus
    filas a legos y clérigos, y a personas que participaran
    activamente en asuntos del mundo, al igual que aquellos que
    vivían entre las paredes de los conventos. Se avivó
    la llama de la fe en el momento en que los descubrimientos
    científicos ponían en peligro sus cimientos; fue un
    llamado a las armas a quienes
    deseaban luchar por sus convicciones en una guerra sin
    cuartel contra doctrinas que la Iglesia Católica Romana
    consideraba heréticas, y un misticismo militar de una
    iglesia militante en marcha.
    El enemigo fue fabricado juntando los diversos movimientos
    protestantes en Europa, las religiones paganas de
    África, Asia y las
    Américas, el criterio materialista que iba de la mano con
    el nacionalismo
    creciente y la expansión colonial y las fuerzas del
    inquieto racionalismo,
    desencadenado por la libre investigación y curiosidad
    científica. La Contrarreforma fue tanto un resurgimiento
    de los valores
    espirituales y morales para hacer frente a un materialismo
    científico cada vez mayor, como un movimiento
    antiprotestante. La iglesia con toda sagacidad advirtió
    que si era aceptada ampliamente la imagen
    mecanística del mundo como una "materia en
    movimiento", la creencia en los milagros sería socavada en
    sus cimientos, se destruiría la noción de la
    intervención divina en los asuntos del mundo y
    quedaría fuera del cosmos la noción del
    misterio.
    El nuevo criterio psicológico se interesó no tanto
    en las especulaciones teológicas abstractas, como en la
    experiencia religiosa concreta a través de imágenes
    vivas. El misticismo de Santa Teresa y San Juan de la Cruz
    difirió del medieval en su control racional
    y documentación escrita en-cada etapa del
    ascenso del alma desde los abismos del pecado hasta el
    éxtasis de la unión con la divinidad.
    La expresión más típica de la iglesia
    militante fue la Sociedad de Jesús, fundada por San
    Ignacio de Loyola, soldado y hombre de acción. Los
    jesuitas llegaron a adaptar la doctrina cristiana a las
    circunstancias de su época, se enfrentaron a las
    realidades morales y políticas
    de su siglo, y tomaron parte activa en la educación, asuntos
    públicos y obras misionarías. Bajo su director
    general, un jesuita se consideraba a sí mismo como
    "soldado de Dios bajo la bandera de la cruz", listo para luchar
    por la "propagación de la fe a los turcos o a infieles
    incluso en India, o a los
    heréticos, cismáticos y algunos de los gentiles".
    Todo el mundo, para fines misioneros, fue dividido en provincias
    jesuitas, y el ejército sacerdotal de ocupación
    siguió los caminos trazados por navegantes y
    conquistadores.
    El lado espiritual de la
    organización militar jesuita se refleja en los
    Ejercicios Espirituales de San Ignacio, una exploración
    precisa y disciplinada de los misterios de la fe por medio de
    los sentidos.
    Como parte del sistema jesuita
    de educación.
    San Ignacio elaboró una serie de cuatro semanas de
    meditaciones que llevan a la limpieza y purificación del
    alma. Este proceso se
    aplica a todos los sentidos y
    facultades, de modo que la experiencia se torna personal y viva.
    El pecado es el sujeto o tema de la primera semana y la persona siente
    sus consecuencias a través de cada uno de los sentidos,
    sucesivamente. En la "Mortificación de la vista" el
    estudiante se imagina las terribles palabras inscritas en las
    puertas del infierno: siempre, nunca, y visualiza las llamas que
    brotan a su alrededor. En la "Mortificación del oído"
    escucha los lamentos de millones de condenados, las imprecaciones
    de los demonios, el crujir de las llamas que devoran las
    víctimas. En la "Mortificación del olfato" se le
    recuerda que los cuerpos de los condenados conservan en el
    infierno la fetidez insoportable del sepulcro. "Exhalarán
    los cadáveres un hedor fétido y por los montes
    correrá en arroyos la sangre",
    profetizó Isaías (Isaías 34:3). En la
    "Mortificación del gusto" los condenados sufrirán
    hambre como los perros; "cada
    cual devora a su prójimo y nadie se apiada de su hermano"
    (Isaías 9:20) y "veneno de dragones es su vino, veneno
    mortal de áspides" (Deuteronomio 32:33). En la
    "Mortificación del tacto" los condenados estarán
    abrasados por llamas que harán hervir la sangre en sus
    venas y la médula de sus huesos pero que
    no consumirán a la víctima. Llamas y carne por
    siempre se renovarán pues el dolor es eterno. En las fases
    finales de los ejercicios se considera el sufrimiento, la
    resurrección y la ascensión de Cristo, y todo
    termina con la contemplación de la bienaventuranza
    celestial. Al proclamar que el hombre
    puede influir en su propio destino espiritual el optimismo
    jesuíta tuvo gran atractivo para los hombres de
    acción.
    El énfasis decidido en la experiencia de los sentidos como
    medio para avivar el sentimiento religioso, indudablemente tuvo
    repercusiones en las artes. A través de ilusiones y
    espejismos arquitectónicos, escultóricos,
    pictóricos, literarios y musicales pudo hacerse que los
    milagros e ideas trascendentales pareciesen reales a los
    sentidos, y el criterio místico del mundo pudo reafirmarse
    a través de la imaginería estética. La complejidad cada vez mayor de
    la vida, la proliferación de nuevos conocimientos y la
    profundización de la compenetración
    psicológica, todos dieron forma al curso del arte barroco.
    Al intensificarse las presiones religiosas, sociales y
    económicas, las gentes cada vez se inclinaron más
    por resolver sus inseguridades volviendo los ojos al culto de
    santos visionarios o al poder del estado absoluto. Los artistas
    fueron llamados con entusiasmo a reforzar el poder y la gloria de
    la iglesia y el estado. Las
    iglesias de la Contrarreforma son espaciosas, iluminadas y
    alegres y los pintores, escultores, arquitectos, dramaturgos y
    compositores sumaron sus fuerzas para hacerlas a manera de
    teatros en que un concierto de las artes hacía sonar un
    preludio de las delicias de la bienaventuranza celestial
    futura.
    La claridad renacentista de la definición y la
    delimitación del espacio en marcos y patrones claramente
    percibidos, cedieron el paso a una intrincada geometría
    barroca que tomó en consideración la fluidez del
    movimiento. Las líneas, los círculos, los
    triángulos y los rectángulos límpidos y
    netos del Renacimiento se volvieron las espirales, las
    parábolas, los óvalos, los alargados rombos, la
    romboides y los polígonos irregulares, todos entrelazados,
    del barroco. Con Borromini, las superficies horizontales y
    verticales fueron lanzadas en ondas de ritmos
    pulsátiles y sinuosos; el equilibrio y la simetría
    cedieron ante el movimiento inquieto y vertiginoso; las paredes
    fueron moldeadas escultóricamente, y las superficies
    tratadas con un rico juego de colores, luces y sombras. Las
    pinturas escaparon de sus paredes verticales y se refugiaron en
    pechinas y enjutas esféricas triangulare s, molduras
    cóncavas y convexas, y superficies interiores de techos,
    bóvedas y cúpulas. En las pinturas de Pozzo, las
    paredes sólidas, los techos de las bóvedas y las
    cúpulas se disolvieron en visiones nebulosas ilusionistas
    de la grandeza del más allá. En el caso de Bernini,
    santos y ángeles en mármol flotaban libremente en
    el espacio; en el del Greco, lo corporal prácticamente
    deja de existir y sus figuras son más espíritu que
    carne, sus paisajes más celestiales que terrenales. Santa
    Teresa dejó escritas y publicadas sus visiones de
    éxtasis en una prosa y poesía
    española castiza, para que grandes masas pudieran
    experimentarla a través de sus páginas. Palestrina
    y Victoria iluminaron los himnos del año litúrgico
    con la claridad de sus contrapuntos, y sus melodías los
    hicieron brillar con un nuevo significado.
    Los jesuitas, al adoptar como propio el estilo barroco y ayudar a
    modelar el vocabulario artístico de la época, no
    sólo lo hicieron alcanzar un nivel aristocrático
    exclusivo, sino que llevaron los nuevos idiomas con ellos a todos
    los sitios en que fueron por su labor evangelizante y de este
    modo, hicieron que el barroco fuese un estilo internacional. Las
    iglesias barrocas de la Contrarreforma podemos admirarlas en
    sitios tan distantes como México,
    América
    del Sur y Filipinas. El vigor extraordinario de la milicia
    eclesiástica de este modo halló con fortuna nuevas
    fuentes
    espirituales y vigorizó el catolicismo romano en grado
    tal, que una vez más emergió como un movimiento
    religioso popular.

    4. El estilo barroco
    aristocrático

    Francia En La Época De Luis XI
    Todo en relación con Luis XIV sugiere grandeza. Su
    concepto de la
    realeza le aseguró el calificativo de le grand roí
    (el gran Rey). Su código
    de etiquetas creó modales "a la gran manera" y fue en
    todos sentidos el gran señor; una espléndida
    avenida en París se llama Rue Louis le Grand (Avenida Luis
    el Grande) y su reinado dio a su siglo el nombre del gran siglo.
    En la época en la que Jacinto Rigaud (1701) pintó
    su retrato, Luis había sido Rey, de nombre, por más
    de medio siglo y, de hecho, por 40 años completos de esa
    media centuria. Con sus reales vestiduras de coronación
    forradas de armiño y en el real cuello el collar de gran
    maestro de la Orden del Espíritu Santo, Luis XIV es la
    personificación absoluta de las palabras que lo hicieron
    famoso: L'Etat c'est moi (el estado soy
    yo). Era, de hecho, la personificación de Francia y su
    retrato, bastante adecuado, fue el de una institución; su
    figura fue un pilar en que descansaba el estado, como lo es la
    columna que soporta el edificio, en el fondo del cuadro. A pesar
    de todo lo pomposo que nos parezca el retrato, fue parte integral
    del ilusionismo del periodo que se esforzó por hacer que
    abstracciones trascendentales como el derecho divino de los
    reyes, el absolutismo y
    el estado centralizado políticamente, pareciesen reales a
    los sentidos.
    El éxito de este sistema de centralización se advierte en la lista de
    realizaciones positivas de un reinado en que el poder feudal de
    los nobles provincianos fue abolido, la iglesia formó
    parte de un estado en vez del estado parte de la iglesia,
    París se volvió la capital
    intelectual y artística del mundo, y Francia
    alcanzó preeminencia entre las naciones europeas. Respecto
    a las artes, su alianza con el absolutismo
    significó que eran útiles como instrumentos de
    propaganda,
    factores en la reafirmación del poder y prestigio nacional
    y medios de
    reforzar la gloria de la corte, impresionar a los dignatarios
    visitantes y estimular la exportación. Todo, por supuesto, condujo al
    concepto del
    arte como complemento para el culto de la majestad y como
    perpetuador del mito. Con el
    Rey como patrono principal, el arte inevitablemente se
    volvió un departamento gubernamental y Luis se
    rodeó de un sistema de satélites
    culturales, cada uno supremo en su especialidad. La
    fundación de la Academia de la Lengua y la
    Literatura en
    1635, de la Real Academia de Pintura y Escultura en 1648 y de
    otras ulteriormente, permitió a Boileau dominar el campo
    de las letras, a Lebrun el de las artes visuales y Lully el de la
    música.
    El absolutismo en este sentido significó
    estandarización, pues un artista podía recibir un
    encargo o empleo
    únicamente por las vías oficiales. Luis, empero, se
    percató claramente de lo que hacía, y en memorial a
    la Academia subrayó: "Caballeros, vuestras manos dejo lo
    más preciado sobre la tierra:
    fama." Conocedor de todo ello, defendió a sus escritores y
    artistas, los apoyó generosamente y por sobre todo
    ejerció el más noble atributo que cualquier mece
    pudiese tener: buen gusto.
    El signo externo y visible de este absolutismo advertiría
    en la dramatización de la vida personal y social de este
    roí du soleil, o Rey Sol. La adaptación del sol
    como su símbolo fue natural, y motivos como el dorado y el
    bronceado fueron empleados con generosidad en el decorado de sus
    palacios. Como patrón de las artes, Luis pudo
    identificarse ampliamente con Apolo, el dios solar, quien
    también fue el protector olímpico de las musas. En
    la mañana, en que el Rey Sol se asomaba por el horizonte y
    brillaba, lever du roi (el despertar y levantarse del Rey), era
    un ritual tan deslumbrante, a su manera, como un segundo orto.
    Este levantar solemne incluía una nube de ayudantes que
    afluían a la recámara real exactamente a las 8 de
    la mañana para colocar al Rey las diversas partes de su
    regio atuendo. Una ceremonia igualmente colorida era le coucher
    du roí (el acostarse del Rey), cuando el Rey Sol, bajo los
    dorados resplandores de miles de velas, se acostaba a las 10 de
    la noche. La vida de Luis era de pompa continua en que cada hora
    tenía su actividad, traje, elenco y auditorio adecuados.
    Acontecimientos menos frecuentes como bautizo, boda o alguna
    coronación, tenían sus ceremonias especiales;
    incluso los nacimientos reales exigían espectadores para
    asegurar al reino la legitimidad de cualquier soberano futuro. En
    nuestros días de prosaicos empleados de oficina y
    monótonos cuerpos parlamentarios, nos es difícil
    imaginar el efecto abrumador de toda la pompa y circunstancias
    formales que rodeaban la corte de un monarca absoluto. Si sus
    pares y súbditos contemplaban un espectáculo lo
    suficientemente majestuoso o una procesión grandiosa, el
    Rey podía hacer lo que le viniese en gana.
    A lo largo de un reinado de 72 anos, Luis XIV
    desempeñó el papel
    principal en este drama cortesano ininterrumpido con toda la
    técnica espontánea y el aplomo consumado de un
    actor perfecto y magistral. Un gran actor de esta talla
    necesitó, por supuesto, un gran público, y un
    espectáculo dramático de tal magnitud exigió
    un escenario adecuado. En consecuencia, fueron llamados
    arquitectos para planear las series interminables de salones, uno
    tras otro, como telones de fondo impresionantes para las entradas
    triunfales; alarifes y jardineros, para diseñar las
    grandes avenidas para los fastuosos desfiles al aire libre;
    pintores, para decorar los techos con nubes rosas y deidades
    clásicas para que el monarca al descender los largos
    tramos de escalera lo hiciese como si viniese de los cielos
    olímpicos, y músicos para acompañar las
    majestuosas entradas con grandes fanfarrias y redobles de
    tambores. Por ello, no cabe considerar como accidental que los
    palacios del Louvre y de Versalles se asemejaran a vastos
    teatros, que las pinturas y tapicerías de Lebrun semejaran
    cortinajes y telones de fondo, que los adornos
    escultóricos de Bernini, Puget y Coysevox tuvieran el
    aspecto de utilería teatral, que las expresiones
    literarias más importantes fuesen las tragedias de Racine
    y las comedias de Molière, y que las formas más
    características de la música fuesen
    los ballets y óperas de Lully para la corte.

    Arquitectura
    En 1665, por insistencia de su ministro Colbert, Luis XIV
    pidió al Papa permiso para que su principal arquitecto
    Juan Lorenzo Bernini fuese a París a supervisar la
    reconstrucción del palacio del Louvre. Al llegar a tierra
    francesa, Bernini fue recibido con todo el honor que
    correspondía a su altísimo rango de primer artista
    de la época. El diseño que hizo para el Louvre fue
    radical en muchas formas. De haberse llevado a cabo,
    habría sido necesario substituir las partes existentes del
    edificio por un grandioso palacio urbano barroco de tipo
    italiano. Colbert aceptó que el palacio de Bernini con sus
    salas de baile y escaleras monumentales estaba concebido en
    estilo grande y majestuoso, pero no dejaba al Rey mejor alojado
    que el que tenía. Después de un ciclo de
    festividades, Bernini regresó a Roma y su plan fue
    desechado; para terminar la tarea se designó a un
    arquitecto francés, Claude Perrault. Este pequeño
    episodio señalaría un punto decisivo en la historia cultural:
    señaló el debilitamiento de la influencia
    artística italiana en Francia y también
    indicó que Luis XIV tenía sus propios planes.
    La fachada de Perrault aprovecha algunas partes del proyecto de
    Bernini, como el techo plano oculto detrás de una
    balaustrada de estilo palladiano, y el largo y recto frente con
    sus alas extendiéndose hacia los lados, en vez de
    proyectarse hacia adelante para rodear un patio, a la manera
    tradicional francesa. Las propias contribuciones de Perrault
    pueden advertirse en el sólido piso de base, que solamente
    es suavizado por una serie de ventanas. Este piso funciona como
    una plataforma para la columnata corintia, de proporciones
    clásicas, con su hilera rítmica de columnas en
    pares que marchan majestuosamente en todo lo ancho de la fachada.
    El espacio entre la columnata y la pared del edificio permite el
    rico juego de luces y sombras, elemento que constituyó
    parte tan activa del ideal barroco. El friso de guirnaldas
    añade un toque florido, en tanto que el frontón
    central y los órdenes clásicos de las columnas y
    pilastras actúan como un elemento moderador.
    Luis XIV, mucho antes de que Bernini llegase a París y
    antes de que fuese terminado el Louvre, concibió la idea
    de una residencia real fuera de la ciudad en donde pudiera
    escapar de las restricciones de la urbe, estar en íntimo
    contacto con la Naturaleza, y
    crear una nueva forma de vida. Colbert que pensaba que el asiento
    real del poder debía estar en la capital, estuvo en contra
    del proyecto y Luis permitió que se completase el Louvre
    como una concesión a la ciudad de París. Pero su
    capital real estaba destinada a ser Versalles. Este proyecto fue
    lo bastante impresionante y grandioso para servir como
    símbolo de la supremacía del joven monarca absoluto
    en la afirmación de su poderío sobre naciones
    rivales, la aristocracia terrateniente de su propio país,
    el parlamento, los gobiernos de provincia, los cabildos de los
    poblados y los mercaderes de clase media. Lejos de París
    habría un mínimo de distracción y un
    máximo de concentración en su real persona. En un
    bosque cuyo tamaño era casi la mitad del de París y
    que pertenecía por completo a la corona, todo podía
    ser planeado desde el comienzo, nada dejado al azar, y
    organizarse una forma totalmente nueva de vida.
    El gran eje del palacio de Versalles comienza con la Avenue de
    París que divide en dos partes el propio edificio y cruza
    el gran canal hacia el horizonte, en donde se pierde en el
    infinito. Al llegar la avenida a los terrenos del palacio, en uno
    y otro lados encontramos los cuarteles de la guardia de honor,
    las cocheras, los establos, las perreras y los naranjales. Este
    edificio hizo que un embajador de un país extranjero
    dijese que Luis XIV debía ser el ser más
    magnífico de todos, pues tenía un palacio para sus
    naranjos más bello que la residencia de otros monarcas. La
    amplia avenida se angosta poco a poco, al dirigirse los campos
    para desfiles hacia el patio de honor, todo en mármol, por
    arriba del cual estaba el núcleo central del proyecto,
    esto es, la fastuosa alcoba de Luis XIV. Todo el enorme conjunto
    es tan lógico y tan simétrico, que se transforma en
    un estudio de la composición del espacio absoluto y hace
    de Versalles una estructura universal integral que engloba un
    vasto segmento del espacio interno y del externo, Ningún
    edificio o parte de él existe por derecho propio, y juntos
    serían inconcebibles sin su medio natural. Los jardines,
    parques, avenidas y senderos radiados son parte integral del
    conjunto, de tanta importancia como las salas, salones y
    corredores del propio palacio.
    Julio Hardouin-Mansart fue el arquitecto de las dos alas que se
    extienden del cuerpo principal del edificio, a una anchura de
    casi 400 metros. Su diseño es notable por el predominio
    horizontal logrado por el nivel uniforme del techo, interrumpido
    sólo por el techo de la capilla que fue añadida en
    los comienzos del siglo XVIII. La sencillez y elegancia de estas
    líneas largas, rectas, en contraste con el perfil
    irregular de un edificio medieval, proclaman la nueva idea del
    espacio. Desde cualquier ángulo del jardín en que
    sean vistas, son parte del diseño interior y nos hablan de
    una nueva concepción y visión de la Naturaleza. Un
    detalle de la fachada del jardín nos muestra el grado de
    libertad con
    que Mansart manejó los órdenes clásicos y la
    forma en que los niveles tienen mayor ornamentación desde
    la base a manera de podio, pasando por debajo del ático,
    hasta la balaustrada con su sucesión de estatuas de
    fuertes perfiles. En su conjunto, el edificio es un ejemplo
    supremo de la exuberancia barroca, atemperada por la
    moderación palladiana.
    Algunas de las estancias interiores han sido conservadas o
    restauradas en el estilo de Luis XIV. La más grande sala
    del palacio es la famosa Sala de los Espejos, que se extiende
    cruzando el eje principal del edificio y se orienta a los
    espaciosos jardines. Proyectada por Mansart y decorada por
    Lebrun, fue escenario de las más importantes ceremonias
    oficiales, y una especie de apoteosis de la monarquía
    absoluta. Pilastras corintias de mármol verde sostienen la
    bóveda adornada, cubierta con pinturas de Lebrun e
    inscripciones de Boileau y Racine, todo para la mayor gloria del
    Rey Sol.
    Los jardines, obra de Andrés Le Nôtre, son
    más bien elemento incorporado en el conjunto espacial, que
    un marco para los edificios. Su formalismo y organización geométrica simbolizaron
    el predominio del hombre sobre la Naturaleza, más con la
    idea de incluirla que excluirla. Los estanques rectangulares a lo
    largo de los jardines, sitio en que abundaban los peces dorados
    y los cisnes, reflejaban los contornos de los edificios como un
    eco externo de las salas pictóricas de espejos del
    interior. Las estatuas de los dioses y ninfas fluviales, en cada
    ángulo, fueron tomadas de dibujos de
    Lebrun y personifican los ríos y arroyos de Francia. Los
    jardines y el parque forman un sistema lógico de terrazas,
    amplias avenidas y callecitas que irradian desde los espacios
    libres claros, todas embellecidas con profusión de
    fuentes, estanques, canales, pabellones y grutas ricamente
    decorados con estatuas. Los ingenieros expertos en mentes y
    surtidores instalaron más de 1,200 fuentes cuyos
    surtidores lanzaban agua en
    chorros de diversas formas, verdaderas maravillas de su arte.
    Cada una tenía su nombre y estaba adornada con un grupo
    escultórico adecuado.
    El palacio de Versalles, por todo lo señalado, no fue
    tanto un monumento a la vanidad de Luis XIV como un
    símbolo de la monarquía absoluta y el ejemplo
    sobresaliente de la arquitectura barroca aristocrática.
    Representó un movimiento que se apartó del gobierno
    descentralizado feudal, y se orientó al estado moderno
    centralizado. Como un vasto plan propagandístico,
    constituyó el factor de mayor influencia en la diplomacia
    internacional de la época. Al urbanizar la aristocracia
    provinciana y estimular las actividades de la corte, Versalles
    obtuvo para las artes un público mayor y más
    exigente. Aseguró el desplazamiento del centro
    artístico de gravedad de Italia a Francia.
    La corte también sirvió como un centro del estilo y
    de la moda en los
    trajes; como escuela en que se
    adiestraron hábiles artífices, aseguró
    virtualmente la preeminencia de Francia como centro permanente de
    artesanía y moda elegante,
    para su época. Al combinar las actividades de la corte en
    un solo edificio, Versalles señaló el camino para
    el concepto de arquitectura como medio para crear un solo
    patrón o forma de vida. En Versalles fue construido un
    gran palacio del tamaño de una población, más para incluir que para
    excluir a la Naturaleza. Los detalles del plan de los jardines de
    Le Nótre, verbigracia, los senderos radiados, fueron las
    bases aceptadas para el planeamiento de
    nuevas secciones de París, y el plano urbano de
    Washington, D.C., por ejemplo, es descendiente directo de los
    parques de Versalles. Los modernos proyectistas y constructores
    urbanos han saludado a Versalles como prototipo del ideal
    contemporáneo de colocar grandes unidades residenciales en
    íntimo contacto con la Naturaleza. Por último, al
    arrancar como un gran proyecto, Versalles señaló el
    camino para el planeamiento de
    ciudades integrales
    desde el comienzo, sin las vicisitudes del crecimiento y cambios
    al azar. En este aspecto Versalles es considerado como uno de los
    primeros ejemplos del urbanismo moderno y planeamiento de
    ciudades en gran escala.

    Escultura
    Mientras Juan Lorenzo Bemini trabajaba en los planos del Louvre,
    fue abrumado por peticiones de supuestos mecenas para
    diseñar todo, desde puentes para sus jardines hasta tumbas
    para sus antepasados. El primero en esas peticiones, por
    supuesto, fue el Rey, y Bernini recibió el encargo de Luis
    XIV de hacer su busto. Este producto menor
    de la estadía del artista en París resultó a
    la postre tener mucho mayor éxito que su misión
    principal.
    Bemini, al prescindir de los formulismos rigurosos de la
    etiqueta, hizo rápidos bocetos en tanto el Rey jugaba
    tenis o presidía las juntas del gabinete, de modo que pudo
    observar a su sujeto en acción. Estaba convencido de que
    el movimiento era el medio que mejor definía la
    personalidad y hacía aflorar las
    características únicas de sus personajes, y los
    esbozos informales fueron hechos, al decir del artista, "para
    impregnarme e imbuirme de los rasgos del Rey". Después que
    captó la individualidad que retrataría, el paso
    siguiente fue decidir acerca de las ideas generales que le
    imbuiría, esto es, nobleza, majestad, y el orgullo
    optimista de la juventud. En
    este aspecto participarían factores accesorios como el
    traje, el drapeado, la posición de la cabeza, y otros.
    Después de completar los elementos preparatorios y afirmar
    los aspectos particulares y generales, el Rey posó trece
    veces, en tanto Bemini trabajando directamente en el
    mármol, daba los toques finales.
    A semejanza de muchas de las obras de este periodo, el busto
    tiene alusiones alegóricas. Bernini advirtió en sus
    conversaciones con Luis XIV su semejanza con Alejandro el Grande
    cuya fisonomía conoció de monedas antiguas. Por
    supuesto, en ello intervino la lisonja cortesana, pero
    según los convencionalismos de la época, si el Rey
    tenía que aparecer como un héroe militar
    debía ser como un emperador romano a caballo, o si
    sería representado como el Rey Sol, lo haría a la
    manera de Apolo. La intención de Bernini en este caso me
    dar idea de la grandeza y majestad, y por ello eligió en
    forma lógica
    a Alejandro como personificación del carácter
    real.
    Además de estos retratos, la fama de Bernini como escultor
    descansó más ampliamente en las estatuas religiosas
    como la de Santa Teresa en Éxtasis, en las muchas fuentes
    que diseñó para Roma, y en los grupos
    mitológicos, como Apolo y Dafne, para embellecer
    residencias aristocráticas. Esa obra de juventud
    está llena de movimiento y tensa excitación.
    Según la leyenda, Apolo, protector de las musas, estaba en
    busca de la belleza ideal, simbolizada por la ninfa Dafne.
    El escultor eligió plasmar por siempre el momento
    culminante en que la acción previa y venidera puede ser
    deducida. Al escapar Dafne del abrazo apasionado de Apolo, grita
    en auxilio de los dioses, quienes escuchan su gemido y la
    transforman en laurel. A pesar de sus pies arraigados en la tierra y
    con la corteza a punto de rodearle el cuerpo, parece estar en un
    movimiento trémulo. La línea diagonal de la mano de
    Apolo a dedos de Dafne que han sido tornados en hojas lleva la
    mirada en espiral hacia arriba y hacia afuera. Las superficies
    complicadas son manejadas en forma tal que se logra el
    máximo juego entre luces y sombras. El escultor con todo
    cuidado ha delineado la contextura de diversos materiales
    como los mórbidos músculos, las flotantes
    vestiduras, la cabellera suelta, la corteza, las hojas y las
    ramas, en concordancia con su objetivo de
    pintura en mármol. Pero, por sobre todo, Bernini
    cristalizó su intención expresa, que fue lograr
    emoción y movimiento a toda costa y hacer que el
    mármol pareciera flotar en el espacio.
    Los jardines de Versalles dieron a los escultores franceses la
    oportunidad de contar con un escaparate casi inextinguible para
    sus obras. Muchos fueron a Italia a copiar las admiradas estatuas
    de la antigüedad como el grupo de Laocoonte; estas
    réplicas fueron enviadas y colocadas en pedestales a lo
    largo de las avenidas de Versalles. Otros escultores como
    Girardon hicieron variantes de las fuentes de Bernini e
    incorporaron el movimiento del agua en sus
    diseños, como el italiano lo había hecho. La mayor
    parte de la estatuaria de Versalles, empero, es eficaz más
    bien como parte del medio y el conjunto general, y pocas obras
    han resistido el paso del tiempo para
    surgir como obras maestras individuales. Entre estas esculturas
    notables están obras de Puget como su Milón de
    Crotona, estatua que representa el antiguo campeón
    olímpico de lucha que había retado al propio Apolo
    en una contienda, y a quien se le aplica el inevitable castigo
    reservado a todo mortal que compitiera con el inmortal dios.
    Coysevox, que vivió y trabajó en Versalles, de modo
    semejante, fue influido por Bernini.

    Pintura
    El mecenazgo de las artes a escala
    pródiga e internacional había sido una prerrogativa
    real, incluso desde la época de Francisco I, y no se
    interrumpió la sucesión de distinguidas figuras que
    dieron luz y esplendor a la corte francesa, que en el siglo XIV
    había incluido a Benvenuto Cellini y a Leonardo da
    Vinci. Entre los recién llegados destacan el gran
    cosmopolita flamenco Pedro Pablo Rubens. Sin perder sus leales
    lazos con Flandes y Amberes, en donde conservó su estudio,
    Rubens había estudiado las obras de Ticiano y Tintoretto
    en Venecia y las de Miguel Ángel y Rafael en Roma. Siempre
    con el favor aristocrático pasó largos periodos en
    España y especialmente en Mantúa, Italia. Durante
    el reinado de Luis XIII, cuando fue terminado el palacio de
    Luxemburgo para la reina madre María de Médicis
    ella expresó su deseo de que Rubens decorara los muros de
    su corredor de fiestas a la manera del estilo barroco italiano de
    su arquitectura. La carrera de María como esposa de
    Enrique IV y como regente y madre de Luis XIII fue tan gris y
    deslucida como mediocres fueron sus atributos personales. Empero,
    como descendiente directa de Lorenzo el Magnifico, pareció
    percatarse que las reputaciones póstumas de los
    príncipes suelen depender más de su sabia
    elección de poetas y pintores, que de su habilidad en el
    arte de gobernar.
    El ciclo de 21 grandes lienzos que Rubens pintó,
    constituyen la necesaria y supuesta apoteosis de la poco
    imaginativa vida de María, y el éxito de esta
    biografía
    visual perteneció con mayor justicia al
    hombre que la pintó que al personaje que la vivió.
    El hecho notable fue la forma en que Rubens pudo ejercitar tanta
    libertad
    individual dentro de las limitaciones de la oficialidad cortesana
    y quedar él satisfecho y agradar a su real patrona. En su
    concepción grandiosa los antiguos dioses han desertado de
    las enrarecidas regiones del Olimpo y para establecer su morada
    en la atmósfera de París, mucho más jubilosa
    y alegre. Incluso antes del nacimiento de María, Juno y
    Júpiter habían halagado y adulado a las Tres Parcas
    para hilar una tela brillante como destino para ella. La
    institutriz que la enseñó a leer fue nada menos que
    Minerva, en tanto que su preceptor de música fue el mismo
    Apolo. Su mítica elocuencia vino de los labios de Mercurio
    y toda fascinación posible femenina le fue impartida por
    las Tres Gracias. Cuando este parangón de brillantez y
    virtud llegó a su máximo de gracia y belleza, el
    Trío Capitolino mismo presidió la escena de Enrique
    IV recibiendo el retrato de María de Medias. Minerva como
    diosa de la paz y la guerra susurra
    palabras de sabiduría en los oídos del Rey, en
    tanto que los cupidos dan un toque juguetón y
    simpático al tratar de levantar en sus juegos el
    pesado casco y el escudo de la armadura del Rey La escena
    celestial asegura a todos los participantes que los matrimonios
    son obra del cielo, en donde Júpiter con su águila
    y Juno con su pavo real dirigen a la pareja sus bendiciones
    olímpicas.
    En un cuadro de los últimos años de Rubens, El
    Jardín del Amor, volvemos a encontrar el ideal barroco de
    riqueza y suntuosidad. El verdadero escenario de esta
    alegoría fue el jardín de su casa palaciega en
    Amberes, y aún existen el vestíbulo con la columna
    adornada y su arco en el fondo. El tema a la manera de bacanal se
    desarrolla en una línea diagonal que comienza con los
    regordetes querubines en la parte inferior izquierda. El mismo
    Rubens está en la composición, instando a su
    segunda esposa Helena Fourment, que aparece en otros muchos
    cuadros suyos, a unirse a los demás en el jardín
    del amor. El resto del cuadro se desenvuelve en una serie de
    espirales que culminan en la figura de Venus, quien, como parte
    de la fuente, preside las festividades. El empleo de grandes
    manchas de colores primarios fuertes como rojos, amarillos y
    azules, da vida a la escena y refuerza la estructura
    pictórica.
    Rubens con éxito combinó el rico colorido de
    Ticiano y la tensión dramática de Tintoretto, con
    una energía ilimitada y exuberancia física
    personales. Sus composiciones tienen algo de la majestad heroica
    de Miguel Ángel, si bien carecen de la
    introspección y contención de este último.
    Su organización compleja de espacio y libertad
    de movimiento nos recuerda al Greco, pero sus figuras son tan
    redondas y robustas, como altas y enflaquecidas fueron las del
    maestro griego. Sus felices resultados en la pintura religiosa,
    escenas de caza y paisajes, al igual que en las pinturas
    mitológicas tan acordes a su temperamento, muestran la
    enorme envergadura de su potencia
    pictórica. En lo que respecta a invención
    imaginativa audaz y bravura con un pincel, rara vez ha sido
    igualado, si es que alguna vez lo ha sido.
    Mientras Rubens ejecutaba sus murales para la sala de festivales,
    un obscuro pintor francés llamado Nicolás Poussin
    que había trabajado en decoraciones menores, dejó
    el palacio de Luxemburgo por la atmósfera menos opresiva
    de Roma. Pronto se fabricó una sólida
    reputación que atrajo la atención del cardenal Richelieu, que
    adquirió muchas de las pinturas de Poussin y
    decidió hacer retornar al artista a París. En 1640,
    Poussin volvió para decorar la gran galería del
    Louvre, y recibió de Luis XIII innumerables favores y el
    aspirado título de primer pintor del Rey. Las inevitables
    intrigas de la corte fueron consecuencia de la marcada
    preferencia por Poussin y lo hicieron tan desgraciado, que
    después de dos años regresó a Roma.
    Ahí actuó como el embajador artístico de
    Francia y supervisó el trabajo de
    los pintores franceses enviados con subsidios oficiales para
    estudiar y copiar las obras maestras italianas, y para la
    decoración del Louvre. En Roma por el resto de su vida,
    Poussin gozó de la libertad para continuar sus estudios
    clásicos, tener la independencia
    suficiente para desarrollar sus propios principios e
    ideales, y el tiempo para
    pintar cuadros cuyos temas abarcaron desde los mitológicos
    y religiosos hasta grandes lienzos pictóricos y paisajes
    arquitectónicos.
    Típico de un aspecto de la obra de Poussin es el Rapto de
    las Sabinas. El tema es la legendaria fundación de Roma,
    según los historiadores Tito Livio y Plutarco.
    Rómulo, después de haber fracasado en la negociación de esponsales para sus
    guerreros, dispuso una celebración religiosa con juegos y
    festividades como una estratagema para atraer al foro romano a las familias del
    cercano poblado de Sabina. En la interpretación del tema,
    Poussin intentó recrear el pasado clásico y
    recurrió a museos romanos en busca de modelos de
    muchas de sus figuras y a Vitruvio por su decorado
    arquitectónico. Desde su posición prominente en el
    pórtico del templo, a la izquierda, Rómulo da la
    señal convenida al abrir los pliegues de su manto,
    instante en que todos los romanos caen sobre las sabinas para
    hacerlas sus cautivas. A pesar de que el tema es de pasión
    y violencia,
    Poussin se las arregla para atemperar su composición con
    una yuxtaposición juiciosa de puntos antagónicos.
    La ira y desesperación de las víctimas ultrajadas
    contrasta con la calma impasible de Rómulo y sus
    acompañantes. Como gobernante, Rómulo sabe que el
    futuro de la ciudad depende de la fundación de familias y
    que en este caso el fin justifica los medios. La
    turbulenta acción humana es equilibrada también por
    el tranquilo reposo del fondo arquitectónico y el paisaje.
    Las suaves formas marmóreas de las mujeres contrastan con
    la potente musculatura de los romanos debajo de la piel
    bronceada, y los perfiles de las figuras suelen estar netamente
    definidos como si hubiesen sido esculpidos en piedra. La
    preocupación ininterrumpida de Poussin por la escultura
    antigua se advierte fácilmente cuando se compara el grupo
    del primer plano en la derecha con el Gálata y su Esposa
    helenístico. A pesar de que estas derivaciones directas
    son bastante raras, este grupo indica el consumado estudio que el
    artista hizo de la estatuaria antigua en los museos de Roma. El
    edificio de la derecha, una reconstrucción que Poussin
    hizo de una basílica romana descrita por Vitruvio, es otra
    prueba del amor que sintió por la exactitud del
    detalle.
    Et in Arcadia Ego es una obra que muestra a Poussin con su vena
    más tranquila y lírica. Las figuras rústicas
    de los pastores parecen salidas de uno de los poemas
    pastorales de Virgilio, en tanto que la pastora podría ser
    la musa trágica de uno de los dramas de Corneille. Al
    trazar con el dedo las letras de la inscripción latina
    sobre el sarcófago, "Et in Arcadia Ego", su ánimo
    se toma pensativo. La idea de que el pastor enterrado en la tumba
    alguna vez vivió y amó como ellos impregna al grupo
    de una suave melancolía. En este estudio meditativo de la
    composición espacial la figura femenina es paralela al
    tronco del árbol, para definir el eje vertical, en tanto
    que el brazo del pastor a la izquierda descansa sobre el
    sarcófago para lograr el equilibrio horizontal. Cada
    ademán, cada línea, sigue inevitablemente esta
    premisa inicial, con toda la fría lógica
    de un teorema geométrico. El tema, sin duda, es el caro a
    Poussin, quien había fundado su propia Arcadia en Italia y
    que durante toda su vida gustó apasionadamente de los
    monumentos de la antigüedad y de las voces del pasado que
    hablaban a través de dichas inscripciones. A semejanza de
    los antiguos, trató de orientar su propia busca de la
    verdad y la belleza en un ritmo majestuoso y con un ademán
    lleno de gracia. A semejanza de ellos también buscó
    lo permanente en lo transitorio, lo general en lo individual, lo
    universal en lo particular y la unidad en la diversidad.
    Claudio Gelée, conocido mejor como Claude Lorrain (Claudio
    el Lorénés), a semejanza de su paisano Poussin,
    también prefirió vivir en Italia antes que en su
    Francia nativa. Toda su vida se interesó en el paisaje
    pero los convencionalismos de su tiempo exigían que las
    pinturas incluyeran personajes, al igual que tuvieran un
    título. Claude resolvió el problema al pintar sus
    paisajes, dejar a sus ayudantes incluir algunos personajes
    incidentales y dar a los cuadros nombres obscuros como Embarco de
    la Reina de Saba, Expulsión de Agar, o David en la Cueva
    de Engadi. Socarronamente alguna vez dijo que vendía sus
    figuras y obsequiaba sus paisajes. Las escenas de desembarco como
    la llamada Desembarco de Cleopatra en Tarso fueron muy del gusto
    del pintor. En ellas, pudo concentrarse en el espacio ilimitado y
    el suave efecto atmosférico de la luz del sol en el aire
    brumoso. Su método
    preferido era equilibrar sus composiciones en uno y otro lados
    del primer plano con edificios o árboles, que trataba con detalle
    considerable. En esta forma, la mirada es llevada al fondo en el
    espacio intermedio, con largas perspectivas sobre la tierra o el
    mar hacia el horizonte indefinido. Predominan los valores
    formales y nada arbitrario o
    accidental interrumpe la serena majestad del conjunto.
    Las diferencias estilísticas de Rubens y Poussin ilustran
    admirablemente las dos caras, libre y académica, del
    barroco. Ambos pintores conocieron a fondo a los clásicos,
    ambos reflejaron el espíritu de la Contrarreforma y ambos,
    a su manera, representaron la tradición
    aristocrática. Pero, en tanto que la impetuosidad de
    Rubens no conoció límites,
    Poussin permaneció distante y reservado; en tanto que
    Rubens lanzó a los vientos las ataduras formales y
    llenó sus cuadros de movimiento violento, Poussin por
    ningún momento se apartó de sus caros valores
    formales, en la medida en que los personajes de Rubens tienen
    mórbidas carnes, blandas y vivas, los de Poussin son duros
    y estatuarios, y en tanto que Rubens arrastra a sus espectadores
    en la marejada de su energía volcánica, las obras
    de Poussin conducen más bien a la meditación
    tranquila. La defensa y preferencia de lo académico por
    parte de Poussin estableció con toda nitidez el
    límite entre el barroco académico y el libre. A
    fines del siglo XVII y comienzos del XVIII los pintores
    estuvieron divididos en bandos y ellos mismos se calificaron de
    poussinistas o rubenscistas y entrado el siglo XIX perduraban
    aún ecos en la controversia entre lo clásico y lo
    romántico

    Música
    Las producciones musicales y dramáticas en la corte de
    Luis XIV fueron tan pródigas, que rayaron a la misma
    altura que las demás artes. El rey mantenía tres
    grupos de músicos: el primero fue llamado grupo de
    cámara, que incluyó los famosos Vingt-quatre
    Violons, o Veinticuatro violines, la primera orquesta de cuerdas
    permanente en Europa; este conjunto de cuerdas tocaba en bailes,
    banquetes, conciertos y la ópera. En este grupo
    también estaban laudistas y clavecinistas. Después
    estaba la llamada chapelle (capilla), el coro para los servicios
    religiosos, y los organistas. La Grande Ecurie (la gran banda)
    formaba la tercera categoría que consistía en su
    mayor parte de un conjunto de instrumentos de aliento para
    procesiones militares, fiestas al aire libre y partidas de
    caza.
    Durante los años mozos de Luis, aún bajo la
    regencia de la reina madre, la popularidad del ballet de la corte
    había sido empañada por la ópera italiana,
    el "espectáculo de príncipes", que el cardenal
    Mazarino trajo de su tierra natal. En 1660, Cavalli, que
    había llevado el drama lírico veneciano a su punto
    máximo de desarrollo,
    fue invitado a París a escribir y producir una
    ópera; tuvo una acogida mixta, aunque dos años
    más tarde regresaba para escribir otra ópera, esta
    vez para las bodas de Luis. Otro reto al ballet de la corte
    provino de Moliere, quien reunió los elementos de comedia,
    música y danza en una
    forma que llamó la comedia-ballet. La obra más
    conocida de este tipo es la siempre popular Le Bourgeois
    Gentilhomme (El burgués gentilhombre), representada por
    primera vez en la corte en 1670.

    Juan Bautista Lully, artista pleno de recursos, en esa
    época luchaba en las filas de los segundos por sobresalir,
    hasta que pudo hacerlo provocando sorpresas justificadas.
    Florentino por nacimiento y francés por educación,
    desde los 17 años tocaba como violinista en los
    Vingt-Quatre Violons. Cuando Cavalli produjo sus dos
    óperas, Lully fue quien escribió las partes de
    ballets que entre paréntesis, fueron más populares
    que las propias óperas. De nuevo, Lully colaboró
    con Moliere al escribir la música de la
    comédie-ballets, y cuando llegó el momento propicio
    fue Lully quien plasmó en definitiva una forma francesa de
    ópera que llamó tragedle lyrique (tragedia
    lírica). Una de las primeras fue Alceste, cuya
    ejecución en el Patio de Mármol de Versalles se
    hizo el 4 de julio de 1674. Genio de la
    organización, Lully empleó los Vingt-quatre
    Violons como núcleo de su orquesta
    añadiéndoles instrumentos de aliento de la Grande
    Ecurie para las fanfarrias, al igual que para las escenas de
    caza, batallas y transformaciones en momentos culminantes. La
    chapelle también fue puesta al servicio de la
    ópera y las abundantes partes de danza que
    Lully incluyó, aseguraron al grupo de ballet una actividad
    constante. Lully pudo haber contado con la colaboración
    del gran dramaturgo Racine para los textos, pero deliberadamente
    eligió a Quinault, un poeta menor pero más flexible
    a sus demandas quien, para tranquilidad del compositor,
    tenía la seguridad que no
    exigiría demasiado crédito.
    La forma de estas tragedias líricas cristalizó bien
    pronto y sufrió pocos cambios en los arios siguientes.
    Cada una comienza con un número orquestal del tipo
    conocido como obertura francesa. La primera parte es una solemne
    y grave marcha con gallardos ritmos marciales, sonoridades
    masivas y cadenas de disonancias resueltas, como en el Ritornelo.
    La segunda mitad tiene ritmo y tiempo más vivos y
    elaboración más contrapuntística. En seguida
    llega el prólogo, y el de Alceste es típico. El
    escenario es el jardín de las Tullerías, el palacio
    en París que aún era la residencia real en esa
    época, en donde es descubierta la ninfa del Sena. Al decir
    sus versos en estilo recitativo, la ninfa hace algunas alusiones
    locales a la guerra del día, adornada en floridos
    términos mitológicos. Después entra la
    Gloria, con la melodía de una marcha triunfal y siguen un
    dueto y un aria del solista. Por último, a las dos voces
    se une un coro de náyades y divinidades pastorales cuyas
    canciones y danzas dan la seguridad de que
    Francia será siempre victoriosa bajo el manto de un gran
    héroe cuya identidad
    nunca es puesta en duda por un momento. Se repite la obertura y
    siguen los cinco actos de una tragedia clásica, con el
    mismo molde formal del prólogo.
    Los dos fragmentos tomados del acto III, escena 5 de Alceste, son
    ejemplos del estilo de Lully. Después de la muerte de
    Alceste, un largo ritornelo instrumental aporta la
    atmósfera pomposa elegiaca requerida para la entrada del
    coro fúnebre. Una de las mujeres, embargada por la pena,
    se adelanta en primer plano y su pena la expresa por ademanes y
    expresiones faciales. Su aria es en el estilo recitativo que,
    según J. J. Rousseau
    podía ser considerada como la joya más esplendida
    de la corona de Lully. El compositor siempre insistió en
    que la música y los otros elementos de la ópera
    estuviesen al servicio del
    drama y la poesía
    y siempre aconsejó a sus cantantes emular las nobles y
    resonantes modulaciones de las voces de los actores
    enseñados por Racine. En consecuencia, un aria de Lully
    nunca es tan fija como un aria italiana sino en vez de ello sigue
    los elásticos ritmos del lenguaje y la
    declamación natural de la poesía y la prosa
    barrocas francesas. El coro fúnebre interviene en el punto
    en que el aria comienza una variante del ritornelo de entrada, y
    la escena cierra con un gran pasaje de cadencias en que alternan
    la orquesta y el coro, basado en una continuación del
    ritornelo.
    Dado que el héroe estaba identificado tan
    íntimamente con el monarca, era imposible que ahora
    tuviese un final trágico. En consecuencia, un deus ex
    machina aparecía invariablemente en el cuarto acto,
    exactamente cuando todo parecía más sombrío,
    y en el quinto acto siempre la tragedia lírica
    tenía una conclusión triunfal y gloriosa.
    Lully, gracias al aprovechamiento sagaz del éxito de sus
    óperas y por una hábil estrategia
    diplomática, por decreto real fue el fundador y jefe de la
    Académie Royale de Musique. Por la simple
    substitución de la palabra Royale (Real) por Nacional,
    aún es el título oficial de la gran
    compañía de ópera de París. Con
    energía increíble este monopolista musical del
    régimen produjo una ópera cada año y
    además de escribir la partitura, dirigía la
    orquesta, ensayaba el coro, orientaba y dirigía a
    cantantes y bailarines en sus partes y se encargaba de la
    producción y dirección escénica. A sus huestes y
    elementos musicales y dramáticos los gobernó con la
    férrea mano del absolutista y no dejó nada al
    capricho o al azar. Como consecuencia, Lully creó el grupo
    mejor disciplinado de cantantes, bailarines y músicos de
    Europa. Su fama se extendió a todos los países y
    por relatos de esa época sabemos que su orquesta fue
    famosa por la pureza de su afinación, arcadas uniformes en
    los instrumentos de cuerda, exactitud del tiempo y compás,
    la elegancia de sus trinos y ornamentos melódicos, que
    fueron comparados con el "refulgir de piedras preciosas"
    Prácticamente solo y sin ayuda, Lully unificó el
    ballet y fundó la ópera francesa. Su
    unificación de la sucesión de danzas llegó a
    ser conocida como la suite francesa; su forma de la obertura, la
    obertura francesa y su organización de la ópera
    perduró como una norma casi por dos siglos. A pesar de que
    Quinault escribió los textos, las óperas de Lully
    pueden ser consideradas como la versión musical de las
    tragedias de Racine. En ellas se encuentra la misma observancia
    de los valores
    clásicos, la misma declamación digna, la misma
    pulida corrección. Sus limitaciones fueron las inevitables
    consecuencias de las circunstancias de su creación. Al ser
    dirigido exclusivamente a un solo grupo social descuidó la
    inclusión de resonancias más humanas necesarias
    para que sobreviviese en el repertorio de la ópera. A
    semejanza de Poussin, las sentimos distantes, contenidas y
    aristocráticas. La ópera, empero, por su
    combinación de lenguaje
    grandilocuente, atractivo emocional, esplendor sonoro movimiento
    majestuoso y elegancia visual, emerge como una de las creaciones
    de mayor magnificencia de la era barroca.

    Ideas
    Las muchas manifestaciones del barroco aristocrático
    cristalizaron principalmente en torno de dos
    ideas diferentes pero interrelacionadas: absolutismo y
    academicismo.
    ABSOLUTISMO. El concepto del estado moderno unificado que
    apareció por primera vez en la España de Felipe II,
    fue adaptado a los fines políticos de Francia por el
    cardenal Richelieu y llegó a su perfeccionamiento absoluto
    y triunfal bajo Luis XIV. En su drama heroico El Cid, Corneille
    afirmaba en 1637, estos lineamientos doctrinarios: "Es el
    respeto que
    exige el poder absoluto, que nadie debe poner en tela de juicio
    cuando un Rey ordena". Como exponente principal del absolutismo
    monárquico y el estado centralizado, Luis XIV, el Rey Sol,
    asumió la autoridad para
    sustituir el desorden natural y humano con una copia razonable
    del orden y la ley
    cósmica. Todas las actividades humanas y sociales quedaron
    bajo su patronazgo, y al hacer que las artes quedaran bajo su
    protección paternal procuró que sirviesen como
    complemento para el culto de la majestad. Versalles se
    tornó el símbolo del absolutismo, la sede de la
    monarquía absoluta y la apoteosis personal del Rey.
    Al igual que el absolutismo político significó la
    unificación de todas las instituciones
    sociales y gubernamentales bajo una cabeza, su equivalente en el
    arte entrañó la reunión de todas las artes
    separadas en un solo plan racional. A pesar que el gran siglo
    produjo algunos edificios, estatuas, piezas de literatura y
    música que llaman la atención y tienen vida por
    derecho propio, impresionan mucho más cuando están
    en forma combinada. Es imposible pensar en Versalles excepto como
    combinación de todas las formas del arte entretejidas en
    un conjunto unificado y como reflejo de la vida e instituciones
    de la monarquía absoluta. Parques, jardines, fuentes,
    estatuas, edificios, patios, salas, murales, tapicería,
    muebles y formas de recreo son partes de un solo plan coordinado.
    Versalles, en su forma original, representa la proeza asombrosa
    de unificar todo el espacio visible y las unidades de tiempo en
    un escenario espacial y temporal para la forma
    aristocrática de vida. Los espacios del interior y del
    exterior son inseparables e incluso la música y el
    teatro
    salieron al aire libre. La escultura fue el ornato del paisaje,
    la pintura se puso al servicio del diseño interior, la
    comedia se alió con el ballet, y la tragedia fue refundida
    en la ópera. Todas las artes de hecho se integraron en el
    crisol de la forma operática, con su lirismo literario,
    retórica orquestal, declamación dramática
    interludios instrumentales, danzas estatuarias, decorados
    arquitectónicos, artilugios mecánicos y actitudes
    históricas pintorescas. En manos de Lully, la ópera
    se volvió una especie de microcosmos de la vida cortesana,
    una forma de arte absoluta en que todas las partes guardaban
    relación íntima con el conjunto. No se
    permitió que predominara elemento alguno, nada estaba
    desproporcionado.
    El espíritu de absolutismo también se reveló
    directamente en el drama que rodeaba la vida del monarca. Todas
    las artes siguieron la corriente, se volvieron teatrales y
    buscaron sorprender y deslumbrar. El elemento humano puro fue
    sepultado bajo una avalancha de decorados teatrales, pelucas
    pomposas, utilería y protocolo.
    Sólo en las sátiras de Moliere, las fábulas de
    La Fontaine y las memorias
    secretas del periodo es posible obtener imágenes
    de una versión más fidedigna de la realidad
    detrás de las bambalinas de la vida cortesana. Por lo
    demás, la arquitectura de Versalles, las estatuas de
    Bernini y Coysevox, los triunfales murales de Lebrun, las
    tragedias de Racine y las óperas de Lully fueron creadas
    para dar la ilusión que Luis XIV y sus cortesanos eran
    seres de estatura heroica, poderosa voluntad y posición
    grandiosa.
    ACADEMICISMO. A pesar de que el movimiento académico
    comenzó formalmente con la primera academia francesa
    establecida durante el reinado de Luis XIII, sólo en
    épocas ulteriores del siglo las implicaciones del
    academicismo llegaron a sus últimas consecuencias y su
    fuerza se manifestó en toda su magnitud. Luis XIV y su
    ministro Coibert pensaban que el arte era demasiado importante
    para ser dejado exclusivamente en manos de los artistas. En
    consecuencia, las diversas academias se volvieron ramas del
    gobierno y las artes parte del servicio civil. Se
    instituyó una organización administrativa, en cuya
    cúspide estaba el Rey y director, cuyo poder se
    ejercía a través de profesores, miembros y
    asociados, a los estudiantes. Se enseñaron los principios
    aprobados, y el
    conocimiento teórico y práctico se
    comunicó por conferencias, demostraciones y comentarios.
    Boileau como jefe de la Academia de la Lengua y la
    Literatura, Lebrun de la Academia de Pintura y Escultura, Mansart
    de la Academia de Arquitectura y Lully de la de Música,
    estaban sometidos directamente al Rey y eran dictadores absolutos
    en sus respectivas especialidades. Fueron, en la forma en que
    ejercieron sus funciones, los
    principales consejeros del Rey y sus ministros, y a su vez
    responsables de cumplir en la práctica la voluntad real.
    El control del
    patronazgo estaba en sus manos, y ellos decían la palabra
    final al decidir quién debía recibir encargos,
    títulos, cargos, licencias, grados, pensiones, premios,
    ingreso a escuelas de arte, y el privilegio de exhibir en los
    salones.
    Por lo señalado, las academias fueron los medios de
    transmitir la idea de absolutismo a la esfera del arte. El
    academicismo de modo invariable entrañó un
    principio patriarcal en que los árbitros oficialmente
    constituidos del gusto dejaron su huella de aprobación en
    los productos
    hechos con los diversos materiales
    artísticos. Estos intérpretes del criterio oficial
    invariablemente tendieron a ser eminentemente conservadores. El
    arte del barroco aristocrático fue la expresión
    personalísima de una clase cuyo código
    de conducta se
    basó en la etiqueta, la corrección y el cultivo del
    buen gusto. Todo sentimiento íntimo personal, capricho y
    excentricidad debió ceder ante la autodisciplina,
    urbanidad, corrección y normas aceptadas de buenos modales
    y formas. Las academias, por todo lo señalado, fueron las
    encargadas de establecer las definiciones estéticas,
    códigos artísticos y fórmulas técnicas
    válidas en sus campos respectivos. Actuaban como una
    especie de junta de directores que decidía lo que era
    mejor para los accionistas. Aún más, contaron con
    la fuerza necesaria para imponer y llevar a la práctica
    sus decisiones, lo que significó que en el mejor de los
    casos, el academicismo pudo establecer y conservar un nivel alto
    de calidad creadora
    y en el peor, degenerar en convencionalismos y
    reglamentación absoluta con diversos grados de
    estandarización entre ambos polos.
    Daremos un ejemplo para mostrar la forma en que actuó el
    academicismo. Bajo la dirección de Lebrun, la Academia de
    Pintura y Escultura favoreció el contenido estilo de
    Poussin sobre la exuberancia apasionada de Rubens. Al hacerlo,
    estableció una subdivisión académica del
    estilo barroco, en oposición a la expresión del
    barroco libre. Podemos sugerir muchas razones, por supuesto, para
    dicha elección. El "pinturismo" de Poussin, por ejemplo,
    puede reducirse de manera fácil y demostrable a un sistema
    de valores formales basados en principios geométricos, en
    tanto que el estilo de Rubens es tan personal, impetuoso,
    voluptuoso y con tanta violencia emocional, que casi siempre
    queda fuera del alcance del encajonamiento. El academicismo en
    este caso fue tratar de domeñar la exuberancia barroca y
    reducirla a fórmulas y reglas. No se permitió que
    surgiera cosa excéntrica o impredecible que destruyera la
    impresión general de orden. Siempre en la academia hubo
    escepticismo y desdén por la emoción, al igual que
    por el color, pues uno y
    otro no estaban sujetos a leyes
    científicas. Las normas pictóricas de la academia,
    en consecuencia, se basaron en la pureza formal, relaciones
    matemáticas demostrables, definición
    lógica y análisis racional, características
    que hicieron que el arte académico fuese calificado de
    clásico, término que fue definido en esa
    época como "perteneciente a la clase más alta" y,
    en consecuencia, aprobado como modelo. En la
    antigüedad romana a menudo se encuentran normas semejantes,
    por lo que el arte clásico y el romano se asociaron
    inevitablemente. La adaptación del siglo XVII a los
    modelos
    grecorromanos, empero, fue muy del espíritu de la
    época, y en estos términos no debe ser confundida
    con la exactitud arqueológica que fue establecida como la
    norma del neoclasicismo
    a finales del siglo XVIII y en el periodo napoleónico.
    El academicismo francés tuvo desde sus comienzos un
    éxito práctico descomunal. Bajo las academias, la
    hegemonía artística de Europa cambió de
    Italia a Francia, en donde perduró con eficacia hasta
    fecha reciente. Los cientos de artistas y artesanos
    hábiles que fueron preparados para satisfacer los vastos
    proyectos de
    Luis XIV, con el tiempo fueron los fundadores y maestros de una
    tradición de altísima excelencia técnica.
    Para emplear el ejemplo más a la mano, la pintura francesa
    continuó su supremacía ininterrumpida desde la
    fundación de la Academia hasta el siglo XX. En
    España, a manera de contraste, el único sucesor del
    Greco, de Velázquez y Murillo fue la solitaria figura de
    Goya; en Flandes no hubo continuadores sobresalientes de Rubens
    ni de van Dyck, excepto Watteau, cuyos intereses y fines fueron
    eminentemente franceses; en Holanda no hubo alguien que ocupara
    el vacío dejado por Rembrandt y Vermeer. En Francia,
    empero, la pintura continuó sosteniendo un alto nivel a
    través de los siglos XVIII y XIX, y al establecer altas
    normas técnicas,
    el academicismo fue un factor determinante incluso en
    círculos no académicos. La obra de Perrault y
    Mansart en arquitectura, Boileau en crítica, Moliere en la
    comedia, Racine en la tragedia y Lully en la ópera
    quedó amalgamada en una tradición que con fortuna
    estableció patrones y modelos de simetría, orden,
    regularidad, dignidad, reserva y claridad, que aún en
    nuestros días tienen alguna validez aunque sólo
    como punto de partida.

    5. El estilo barroco
    burgués

    Amsterdam, siglo XVII
    Si alguien que visitase la Amsterdam del siglo XVII o cualquiera
    de los otros rollizos poblados holandeses hubiese buscado arcos
    triunfales, palacios suntuosos o monumentos militares, se hubiese
    llevado una decepción. De hecho, si hubo algo grande en la
    vida de los Países Bajos, fue su absoluta sencillez y
    rusticidad. Después que lograron su anhelada independencia
    al sacudir a su país, poblado por poblado y provincia por
    provincia, del yugo de los déspotas españoles, los
    pueblos se organizaron a sí mismos y a su gobierno con un
    mínimo de unidad y un máximo de diversidad. Los
    holandeses no tuvieron intención alguna de substituir un
    tipo de tiranía por otra, mucho menos de una variedad
    doméstica, y por ello todas esas tierras se organizaron
    como provincias unidas bajo un estatúder o gobernador.
    Qué importa que sus rivales ingleses los llamaran los
    "pantanos unidos"; sus ciénegas y marismas eran poca cosa,
    pero al menos, eran de su propiedad
    absoluta. Sus guerras de
    independencia, aislamiento geográfico, lucha constante
    contra las inundaciones del mar, clima riguroso,
    economía
    marítima, protestantismo calvinista y temperamentos
    individualistas, todo se conjuntó con otras circunstancias
    de la vida holandesa, para hacer que el centro del interés
    fuese el hogar. La morada de un holandés, incluso, no era
    su castillo, sino una casa sólida, cómoda,
    sencilla, de ladrillo. En vez del culto de la majestad, el
    holandés veneró lo doméstico.
    Cuando Jacobo van Ruisdael pintó su Muelle de Amsterdam,
    pintaba algo más que una imagen de la vieja
    pescadería en el extremo del amplio canal conocido como el
    Damrak. En esta variante local del estilo académico
    internacional, Ruisdael de hecho plasmaba en pintura la forma
    burguesa de vida, en una escena en donde ahorrativas amas de casa
    acudían en busca de provisiones para sus mesas, en el
    muelle donde estaba anclada parte de la flota pesquera que dio a
    Holanda el monopolio de
    la industria del
    salmón en salmuera y salado, y en donde anclados en la
    distancia, cabe observar algunos de los barcos mercantes que
    ayudaron a los holandeses a formar un comercio
    moderno y eficaz al surcar los siete mares llevando sus pipas de
    arcilla, azulejos vidriados y alfarería de Delft.
    En esa situación, algunas familias inevitablemente
    acumularon más que otras, y por medio de la riqueza
    concentrada en sus manos se transformaron en una
    oligarquía gobernante. De estas familias llamadas
    "regentes" se seleccionaban entre sus miembros a aquellos que
    constituirían los cabildos y alcaldías. Empero,
    fueron un grupo de clase media superior y no una aristocracia, y
    su número no entrañaba peligro. Su fuerza, aunada
    con la de las agrupaciones profesionales y mercantiles conocidas
    como gremios, dependió de la retención de un
    máximo de autoridad local. Esta descentralización permitió el
    desarrollo de
    las universidades, como las de Leyden y Utrecht que se volvieron
    las más distinguidas de Europa, y estimuló las
    carreras de eminentes humanistas nativos como Constantijn
    Huygens, amigo y mecenas de Rembrandt, y Hugo Grocio, fundador de
    la nueva disciplina del
    derecho
    internacional. La libertad de pensamiento y
    obra atrajo a extranjeros como el filósofo francés
    René Descartes,
    quien residió en Holanda por casi 20 años y los
    padres de Benito (Baruch) de Espinoza, uno de los intelectos
    humanos más profundos de todas las épocas, quienes
    hallaron refugio en Amsterdam cuando la persecución de los
    judíos hizo imposible vivir en su nativa Portugal.
    La expresión arquitectónica de esta forma burguesa
    de vida se advierte en las diversas salas de cabildos, en
    edificios mercantiles como almacenes,
    oficinas, y mercados, que se
    advierten en la parte derecha de la figura 223, y por encima de
    todo, en las largas filas de casas de ladrillo con sus
    piñones a la calle, como las que se aprecian en ambos
    lados del canal en el mismo cuadro, De épocas anteriores
    fueron las iglesias como la Oudekerk o la Iglesia Antigua, cuya
    torre gótica se recorta contra el cielo en la parte
    derecha del plano de fondo; originalmente católica
    romana, después de la Reforma pasó a ser parte de
    la iglesia holandesa reformada. Organizada bajo los preceptos de
    Juan Calvino, la iglesia reformada sostuvo que la verdad
    religiosa no era monopolio de individuo o grupo alguno, y que la
    palabra de Dios pertenecía a todos, sin la
    mediación de la autoridad eclesiástica. Por el
    desarrollo de las artes gráficas y la imprenta, toda familia pudo
    tener su propia Biblia, y por el gran índice de
    alfabetismo que prevaleció, prácticamente todos
    podían leerla. Al igual que en el gobierno, los holandeses
    tomaron con reservas la autoridad en religión, y como
    protestantes convencidos tomaron literalmente las palabras de
    Cristo de "ir a sus habitaciones y rezar". De este modo, por
    medio de los rezos en familia, el canto de himnos y la lectura de
    la Biblia, gran parte de la actividad religiosa importante se
    hizo en el hogar. Según la enseñanza de Calvino, la razón para
    acudir a una iglesia era escuchar un sermón y cantar
    alabanzas a Dios. Ningún ornato escultórico,
    estatuas, pinturas y coros y orquestas profesionales,
    debía distraer la atención de los fieles. Los
    encargos de obras artísticas dejaron de provenir de la
    Iglesia y las clases aristocráticas, y por ello el artista
    tuvo cada vez más que concebir su obra en términos
    de lo doméstico.
    Las prósperas familias holandesas, por fortuna, sintieron
    la necesidad de un arte que reflejase su materialismo sano
    y mostrase su imagen, sus instituciones y su país
    exactamente como eran: sólidos, reales, y sin aires de
    ninguna especie. En este feliz estado de cosas, el patronazgo se
    extendió con bases lo bastante amplias para que casi en
    todos los hogares holandeses hubiese cuando menos una
    pequeña colección de pinturas. A pesar de las
    épocas turbulentas, el arte holandés evitó
    escenas heroicas de batalla, al igual que las grandiosas
    alegorías mitológicas y el simbolismo complejo. Los
    holandeses se sintieron atraídos por el paisaje, pues
    habían luchado por cada pulgada de su suelo y las
    pinturas de sus campos, molinos y casas de campos halagaron su
    sentido de la propiedad. Por
    esa causa fueron muy populares las escenas de "género" o
    costumbristas, pues la informalidad y lo eventual armonizaban con
    su medio doméstico.
    Bajo la austeridad calvinista los únicos músicos
    profesionales que sobrevivieron fueron los organistas de
    iglesias, los grupos profesionales de cantantes e instrumentistas
    que tocaban en bodas, banquetes y desfiles, y los maestros de
    música que enseñaban a los miembros jóvenes
    de la familia a
    cantar y a tocar el laúd, la viola da gamba y los
    instrumentos de teclado como
    los virginales y la espineta. Por todo lo dicho, la
    música, a semejanza de los demás aspectos de la
    vida holandesa, se concentró predominantemente en el
    hogar. Durante el Renacimiento
    los Países Bajos habían dominado la escena musical
    europea con las glorias polifónicas de sus distinguidos
    compositores. En Amsterdam en los comienzos del siglo XVII
    sólo quedaba un genio musical de estatua universal: Jan
    Pieterszoon Sweelinck, cuya carrera cerró con broche de
    oro el capítulo radiante de la música holandesa que
    había imperado en el
    Renacimiento.
    Por lo señalado, todas las artes tuvieron su centro en el
    hogar. La sencilla y modesta morada holandesa con sus pulidos
    pisos de azulejos, albeantes interiores y jardineras para los
    tulipanes, fue el modesto escenario para esta forma burguesa de
    vida. Salvo que incluyamos la cerámica, toda la escultura se
    reducía a algunas figurillas en la repisa, y alguna
    estatuilla ocasional. Las principales concesiones
    estéticas que se hacía el holandés fueron
    sus cuadros y sesiones domésticas de música, en
    tanto que objetos como la cerámica de Delft, manteles, encajes y
    cortinajes, enriquecieron su mundo de valiosos bienes. La
    realidad de la vida diaria estaba hecha del transitar cotidiano
    entre los edificios de la lonja, el mercado y el
    hogar. Fue una realidad de sencillas verdades en que nada era tan
    pequeño como para concederle poca importancia. Todas las
    cosas, incluso las más insignificantes, eran consideradas
    dones de Dios, y como tales, fueron estudiadas en la Holanda del
    siglo XVII en su detalle más minucioso.

    Pintura
    Por sobre todos los demás pintores holandeses, por el
    aliento y amplitud de su visión, la fuerza con que
    representó sus personajes, y la integridad cabal y
    libérrima de sus ideales, destaca el genio solitario de
    Rembrandt van Rijn. A semejanza de sus contemporáneos,
    Rembrandt pintó retratos, escenas costumbristas, temas
    históricos y paisajes, pero, a diferencia de ellos,
    rechazó especializarse y logró diversificarse de
    modo magnífico en todas. Aun más, dio una nueva
    profundidad psicológica al retrato, una animación
    inusitada a sus escenas de género, una mayor intensidad
    dramática a sus cuadros religiosos, y un alcance
    más amplio a sus paisajes, de lo que se había
    logrado en la tradición septentrional. Sus descubrimientos
    de la capacidad de la luz, en todos sus grados, para iluminar el
    carácter del personaje desde afuera y desde
    dentro, para definir el espacio por la compenetración de
    la luz y animarlo por el movimiento cambiante de sombras, lo
    identifican como uno de los paladines indiscutibles en el
    establecimiento del estilo pictórico barroco del norte de
    Europa. El arte de Rembrandt, de manera global, revela un
    perfeccionamiento implacable e ininterrumpido desde sus
    años mozos hasta su vejez en la
    capacidad de penetrar el mundo de las apariencias, para damos al
    desnudo las fuerzas espirituales que se mueven por debajo de la
    superficie.
    Poco después de establecerse en Amsterdam, el pintor de 26
    años de edad recibió su primer encargo importante
    del gremio local de cirujanos y médicos. El resultado fue
    la Lección de Anatomía del Dr.
    Tulp, una composición que combina el retrato en grupo del
    llamado "tipo corporación", con los cuadros de anatomía inscritos en
    la mejor tradición medieval y renacentista. En este caso
    Rembrandt plasmó a los más prominentes miembros del
    gremio y a otros ciudadanos también importantes, cuyos
    nombres con cuidado están escritos en la hoja de papel que
    sostiene la figura del centro.
    En su pintura, el agrupamiento especial de sus figuras y la
    colocación de las cabezas en distintos niveles, Rembrandt
    imparte cierta libertad e informalidad a la composición.
    Por medio de la luz el artista crea y revela el drama inherente
    de la situación, y por la expresión de cada cara,
    muestra las reacciones que varían desde la
    concentración intensa hasta la indiferencia casual. La luz
    más intensa está enfocada en el cadáver y en
    las manos del Dr. Nicolás Tulp, profesor de
    anatomía que da la clase. El gran libro abierto a los pies
    del cadáver es tal vez una edición reciente de la
    Anatomía de Vesalio, nombre latino del científico
    holandés Andries van Wesel (1514 a 1564), autoridad
    reconocida universalmente que había enseñado y
    efectuado dichas demostraciones en la Universidad de
    Padua. El Dr. Tulp se autotitulaba Vesalius redivivus (Vesalio
    redivivo), y por ello la alusión es adecuada. En suma, la
    dramatización que Rembrandt hizo del espíritu de
    libre investigación es producto
    vivido de un periodo que ha sido calificado como la época
    de la Observación.
    Una década exactamente transcurre entre la Lección
    de Anatomía y la Partida de la Compañía del
    Capitán Banning Cocq, otra obra maestra de Rembrandt del
    tipo de retrato de corporación. Los retratos de dichas
    unidades militares que habían luchado contra los
    españoles fueron bastante comunes en esa época y
    justificaron el título de "cuadro de mosqueteros". Una vez
    lograda la finalidad en su lucha por la independencia, muchas de
    estas compañías continuaron como parte de la
    guardia cívica y como agrupaciones militares, disponibles
    cuando la ocasión lo exigía, desde su
    participación en un estado de urgencia, hasta un desfile.
    Por 1642, muchos de sus miembros se habían vuelto
    prósperos mercaderes que gustaban enormemente de lucir sus
    vistosos uniformes, pulir los hierros de sus armas y posar como
    guerreros en desfiles o celebraciones cívicas. En los
    "cuadros de mosqueteros" solían ser representados en
    situaciones de convivialidad, por ejemplo, reunidos alrededor de
    una mesa en un banquete, pero para dar vida y movimiento a su
    composición, Rembrandt desechó esta pose bastante
    convencional y pomposa y prefirió mostrar a la
    compañía del capitán Cocq en acción,
    como si respondiese a un llamado a las armas. Las figuras de
    tamaño natural son mostradas saliendo de las puertas de la
    ciudad antes de comenzar la formación militar.
    Conocido popularmente como La Ronda Nocturna, el cuadro, gracias
    a su restauración reciente, ha mostrado que en realidad se
    trata de una "ronda diurna". Ahora sabemos que lo oscuro de la
    obra se debe al barniz que se obscureció con el paso del
    tiempo, y al hecho de haber estado originalmente cerca de una
    gran chimenea. Cabe admirar ahora el libre juego de luz que
    baña de manera rítmica toda la composición y
    que llega hasta la más apartada esquina con gradaciones
    dinámicas que van desde lo oscuro hasta lo brillante. La
    luz es más intensa en el centro, en donde el
    capitán Cocq explica sus planes a su lugarteniente, cuyo
    uniforme capta los primeros rayos del sol matinal. Como
    equilibrio, Rembrandt coloca a la derecha del capitán la
    figura extravagante de una jovencita en un esplendente traje de
    satín crema. De su cintura cuelgan un cuerno para
    pólvora y un gallo blanco, tal vez una alegoría
    irónica del nombre del capitán. La sombra de la
    mano del capitán Cocq que se proyecta cruzando la rica
    casaca del uniforme del lugarteniente define el origen de la luz,
    que a su vez los conjunta, y establece la relación precisa
    de las demás figuras con la pareja central, por el grado
    de iluminación que los baña desde lo alto. Dicho
    virtuosismo en el manejo de luces y sombras es uno de los
    triunfos absolutos del arte de Rembrandt.
    El aguafuerte Cristo curando a los enfermos es un ejemplo de los
    cientos de obras en una expresión artística
    bastante extendida en esa época. Desde el punto de vista
    económico, el costo bastante
    modesto de un aguafuerte aseguró a Rembrandt cierto
    ingreso y una distribución bastante amplia de su obra en
    épocas en que sus pinturas se apilaban sin vender en su
    estudio (el precio pagado
    por este aguafuerte fue la excepción y no la regla). En el
    aspecto técnico, el aguafuerte brindó a Rembrandt
    la oportunidad de explorar las características de la luz
    en trazos bastante sencillos, independientes de pigmentos y
    colores. Al grabar con un punzón una placa preparada de
    metal, el artista hace un trazo lineal que perdura en la placa
    después de sumergirla en una solución acida.
    Después se quita la capa y se entinta la placa, y se hace
    la copia al pasar la impresión entintada de la placa
    metálica, al papel. En este ejemplo, las gradaciones de
    luces y sombras van desde zonas totalmente obscuras a la tinta,
    como la que está por detrás de la figura de Cristo,
    hasta la blancura del papel intacto como el de la roca en la
    extrema izquierda. La estatura artística gigantesca de
    Rembrandt se revela en la forma en que su arte escala las alturas
    de la grandeza moral, dentro
    de limitaciones severas. El poder expresivo de este aguafuerte es
    tan grande como modesto es el material.
    Rembrandt creció en el seno de una familia de anabaptistas
    que trataban de vivir según los estrictos preceptos
    bíblicos. Sus temas religiosos son vistos con ojos
    protestantes, y de esta forma, muestran un conocimiento
    íntimo personal de las Sagradas Escrituras. No
    pintó para las iglesias, y por ello no estuvo bajo la
    presión
    de adaptarse a la tradición iconográfica de
    vírgenes y niños,
    crucifixiones y otros temas, y por esa razón tuvo la
    libertad suficiente para desarrollar nuevos temas y nuevos puntos
    de vista. Gran parte de la intimidad y eficacia de este
    trabajo irrestricto se debe al hecho de que no fue concebido como
    pieza para exhibir. Rembrandt también gustó de
    explorar el "ghetto" de Amsterdam y encontró temas y
    sujetos para sus pinturas entre los descendientes del pueblo
    forjador del Viejo Testamento.
    Se sabe que Rembrandt pintó por lo menos 62 autorretratos,
    un número único en los anales de la pintura. El
    motivo para ello, empero, provino más de una tendencia a
    la introspección profunda, que de vanidad personal.
    Además no contaba fácilmente con modelos. Desde los
    comienzos de su juventud hasta el último año de su
    vida, sus autorretratos son algo así como una
    autobiografía pictórica.
    Después de establecerse con fortuna en Amsterdam y casar
    con Saskia van Uyienburch, hija de una próspera familia,
    Rembrandt gozó de un periodo de prosperidad material. En
    traje de caballero y exuberante ánimo, se pinta con su
    joven y atractiva esposa sentada en sus rodillas, en tanto hace
    un brindis.
    De 1640 en adelante, Rembrandt sufrió una serie de
    tragedias que comenzaron con la muerte de su madre, a la que dos
    años después siguió Saskia poco
    después de nacer su hijo Tito. Por 1650, los gustos
    artísticos habían cambiado, pero Rembrandt
    inquebrantablemente siguió los dictados de su propio genio
    sin hacer concesión alguna a las modas veleidosas. La
    mirada penetrante en que brilla una luz interior, penetra en las
    profundidades de su propio carácter y parece preguntar
    "¿A donde?" De esa etapa en adelante, Rembrandt
    advirtió cada vez con mayor nitidez que su misión era
    explorar el mundo de la imaginación y dejar a otros el de
    las apariencias. En consecuencia, su semblante refleja la
    serenidad de un hombre que después de elegir su camino
    sabe que no puede dar marcha atrás. Los problemas
    económicos se intensificaron al acumularse las deudas, y
    de 1656 a 1660 el artista estuvo en bancarrota. Su valiosa casa
    con sus muebles, su colección personal de pinturas,
    grabados, armaduras y material para su arte, fueron subastados
    para pagar a los acreedores. En este punto, la expresión
    inquisitiva de los ojos luminosos comienza a dirigirse hacia
    adentro en una autovaloración al enjuiciar sin concesiones
    y en forma implacable, su evolución moral y artística. Los
    últimos años fueron entristecidos por las muertes
    de su fiel amiga y ama de llaves Hendrickje Stoeffeis (1662) y de
    su hijo Tito (1668). Sin abandonar su actividad por un solo
    momento, Rembrandt en su
    último autorretrato nos muestra el conocido semblante en
    que han dejado su huella las enfermedades y la
    resignación, pero aún lleno de la honda
    compasión humana que marcó su vida y su arte.
    Entre los polos del introspectivo Rembrandt y el ajeno Vermeer se
    extiende toda una gama de temas, sujetos y estados de
    ánimo expresados por sus contemporáneos. En tanto
    Rembrandt buscaba retratar el espíritu del hombre en todo
    su complejo conjunto, Frans Hals se contentó con
    aprehender la individualidad humana en una efímera mirada
    o en un ademán casual. En sus primeras obras se
    interesó más por las apariencias que por las
    esencias. Más tarde, bajo la influencia del enfoque
    rembrandtiano de la búsqueda del alma, sus colores vividos
    y su toque ligero se trocaron en tonos sombríos y temas
    serios. La alegría contagiosa de su Laudista alegre es
    típica del fresco y alborozado periodo temprano. Con
    desgreñada cabellera y gorro ladeado en airoso
    ángulo, su personaje podría ser un músico
    que entretiene en una taberna. La forma en que sostiene el vaso
    de burbujeante vino revela la fuente de la luz, que baria su cara
    y su instrumento. En cuadros semejantes, las gentes de Haarlem,
    poblado nativo de Hals, pendencieras pescaderas, parranderos
    funcionarios y achispados fiesteros, viven de nuevo con toda su
    exuberante vitalidad y capacidad para vivir.
    La Madre e hija de Pedro de Hooch es un tranquilo estudio de la
    vida doméstica en un pacífico hogar. A semejanza de
    sus colegas, de Hooch supo que la luz era el imán que
    atraía la mirada, y que sus vibraciones comunicaban a los
    interiores su dádiva de vida y movimiento. Empero, de
    Hooch maneja una luz atemperada, acorde con la tranquilidad de su
    tema y sus personajes. La luz del sol penetra desde la abierta
    puerta de estilo holandés, en la parte trasera y la
    ventana en el ángulo superior derecho. Valiéndose
    de estos medios, el artista separa sin ambigüedades sus tres
    planos que se escalonan sucesivamente hasta el fondo; explora el
    contraste de contexturas entre el suelo de azulejos, el cristal
    transparente, las barnizadas superficies de madera, las
    telas suaves y el brillo metálico del calentador de
    cobre
    detrás de la cabeza de la mujer sentada
    al igual que nos muestra las figuras de la madre, la hija y el
    perro. El mundo de de Hooch es más estático que el
    de Rembrandt, sus figuras menos animadas que las de Hals, y su
    geometría pictórica más
    imprevisible que la de Vermeer. Sin embargo, cada interior suyo
    tiene la tranquilidad intemporal de una naturaleza muerta, en que
    las figuras y los objetos se juntan en su medio doméstico
    holandés para integrar un conjunto coherente.
    El sombrío estudio que Jacobo van Ruisdael hizo de un
    cementerio, pertenece a la categoría de los paisajes de
    enorme significado para los holandeses que habían luchado
    incansablemente por su país contra los opresores
    españoles. Su Muelle en Amsterdam es un paisaje realista
    de una cara de la ciudad, exacto en su detalle descriptivo, en
    tanto que Ruisdael en el Cementerio judío, parece estar
    buscando valores simbólicos más hondos. El
    escenario fue el cementerio judío en la Oudekerk de
    Amsterdam, pero para realzar el tono y la atmósfera del
    cuadro, el pintor inventa muchos detalles imaginarios
    pintorescos. Las ruinas abandonadas del viejo castillo y los
    esqueléticos troncos de los dos árboles
    muertos que no estaban en el escenario real, se unen con las
    blancas lápidas de las tumbas para impregnar la
    composición con ideas de muerte. Las inscripciones de las
    lápidas, de las cuales algunas todavía existen,
    recuerdan al observador que la tolerancia
    religiosa en los Países Bajos hizo de esa tierra el
    refugio de los judíos acosados por la Inquisición
    de España y Portugal. Ruisdael vuelca una profundidad de
    sentimientos, al igual que de espacio, en este paisaje. En la
    caída de agua y los árboles retorcidos que abren
    sus ramajes al cielo amenazante, capta algo de la sublimidad de
    la Naturaleza, pasmo del hombre y ante la cual palidece su obra.
    Su incansable mirada, amante de lo pintoresco anticipa en forma
    notable algunos aspectos del romanticismo del
    siglo XIX.En su Panorama de Delft, Jan Vermeer de Delft
    pintó el perfil de su ciudad nativa. Desde los paseantes
    que están en la parte izquierda del primer plano, el
    artista conduce la mirada por el canal y la hace seguir la
    línea de los edificios mercantiles y casas por
    detrás del muro de la ciudad, a la izquierda, pasar el
    puente de piedra en el centro, detrás del cual sobresale
    la torre de la iglesia en el fondo, hasta los botes anclados y el
    puente levadizo, en la extrema derecha. La forma en que Vermeer
    trata el espacio se advierte en el recorrido de la
    composición horizontal que no intenta arrastrar la mirada
    hacia el espacio en el fondo del paisaje. La eficacia de la
    representación es reforzada notablemente por el sutil
    tratamiento de la luz y el color. Al filtrarse los rayos del sol
    por las nubes dispersas, la luz se difunde de modo desigual sobre
    el paisaje, y sus tonos van desde el primer plano sombreado y los
    rojos apagados de los edificios de ladrillo, pasando por los
    tonos flamígeros y naranjas en la distancia soleada, hasta
    la brillantez enhiesta de la torre de la iglesia. Más de
    la mitad del cuadro lo ocupa el cambiante cielo holandés,
    en que manchas azules alternan con los grises plateados y
    plúmbeos de las nubes, mientras las aguas tranquilas del
    canal reflejan la imagen de la ciudad.
    Con meticulosidad y economía de medios,
    Jan Vermeer también pintó un grupo de escenas en
    interiores como Oficial y muchacha sonriente. En esta obra, la
    organización lógica que de los rectángulos y
    superficies que se intersectan hizo Vermeer, es suavizada un poco
    por la importancia concedida a las figuras que conversan. La
    audaz perspectiva casi fotográfica hace que resalte hacia
    adelante la figura del oficial y da tamaño mayor a su
    sombrero gacho y a su cabeza, en comparación con la de la
    joven. Su roja casaca y su cinturón también
    contrastan notablemente con los colores más fríos
    de la toca blanca de la joven, el corpino en negro y amarillo y
    el delantal, que hacen a la figura retroceder hacia el fondo. El
    mapa en la pared está limitado con el mayor cuidado, en
    relación con la luz y el ángulo del muro. Su
    inscripción latina es nítida y dice:
    "Nuevo y exacto mapa de Holanda y Frisia occidental". La
    cálida y rica luz natural que penetra por la hoja
    entreabierta de la ventana imparte unidad y vida a la severa
    división de planos; baña cada objeto y penetra en
    todos los rincones de la estancia, comenzando con máxima
    intensidad en la zona junto a la ventana, de donde nace,
    apagándose poco a poco con los tonos fríos azulosos
    de las sombras de la esquina inferior derecha.
    Vermeer, casi siempre satisfecho con dejar hablar por sí
    mismos a objetos y situaciones, en raras ocasiones se
    aventuró en los dominios del simbolismo. El pintor en su
    estudio, es indudablemente un autorretrato y el estudio mostrado
    es el suyo. La dama, empero, personifica la Fama y el artista
    comienza su cuadro con la corona de laurel, como para indicar su
    búsqueda de belleza e inmortalidad. La trompeta, como si
    de ella saliese una fanfarria para un famoso personaje, es uno de
    los atributos de la Fama y el libro bajo su brazo y los
    volúmenes y la mascarilla en la mesa añaden una
    dimensión literaria y escultórica a esta
    alegoría de las artes.
    El contraste entre el espíritu de búsqueda
    incesante de Rembrandt y la sobria objetividad distante e
    impávida de Vermeer es tan grande como la diferencia que
    existe entre El Greco y Velázquez, o entre Rubens y
    Poussin. La luz de Rembrandt es el resplandor del espíritu
    humano en llamas, en tanto que la de Vermeer es la luz que se
    filtra por la puertaventana entreabierta. Rembrandt trata de
    penetrar el mundo de las apariencias y Vermeer se contenta con la
    imagen visual. Con su cálido impulso personal, Rembrandt
    en un abrazo gigante trata de abarcar toda la humanidad, de
    manera tan completa como la fría impersonalidad de Vermeer
    abarca el espacio. Rembrandt en todo momento se preocupa por la
    belleza moral, y Vermeer por la perfección física.
    Los dramas interiores de Rembrandt necesitan sólo el
    crescendo monocromático de un solo color, que va desde el
    pardo obscuro hasta el amarillo dorado, o bien, en un aguafuerte,
    del negro al blanco, en tanto que la ausencia de drama en Vermeer
    exige todo el espectro de colores. A semejanza de un
    filósofo, Rembrandt desnuda el alma en sus retratos
    vividos, en tanto que Vermeer como un joyero, deleita al ojo con
    su percepción única de las
    características y contextura de las cosas. Por lo
    señalado, en Holanda, como en España y Francia, el
    siglo XVII, a manera de un turbulento marzo, había tenido
    como arranque la fiera ráfaga del barroco libre, para
    terminar en una mansa y suave brisa académica.

    Música
    El único gran músico en la Holanda del siglo XVII
    fue Jan Pieterszoon Sweelinck, quien sucedió a su padre
    como organista de la Oudekerk, que a su vez sería sucedido
    por su hijo en el cargo, y la familia por casi un siglo se
    encargaría de la música en ese sitio. Bajo las
    estrictas normas del calvinismo la música litúrgica
    consistió principalmente en cantos de salmos e himnos por
    la asamblea de fieles, de preferencia "a cappella", sin
    acompañamiento. Por esa causa, el desarrollo de la
    música como arte irremisiblemente se hubiese extinguido si
    no hubiera sido porque la tradición holandesa
    favoreció el empleo del órgano, y se
    permitía al organista ejecutar preludios y posludios sobre
    temas sacros antes y después de los servicios
    religiosos. En ocasiones especiales se ejecutaba música
    coral para los salmos, con cierto grado de elaboración. La
    visión y el criterio de Sweelinck, a semejanza de los de
    otros compositores holandeses de ese siglo, tuvo alcances
    internacionales. Había estudiado en Venecia con Zarlino y
    Andrés Gabrieli y había sido colega del famoso
    sobrino Giovanni. También había visitado Inglaterra y
    estaba ampliamente familiarizado con la escuela inglesa
    de instrumentos de teclado, y su
    tradición coral. Su título oficial era de organista
    de Amsterdam, y entre sus deberes incluía dar conciertos
    en público. La Oudekerk, según relatos
    contemporáneos, siempre estaba pictórica en esas
    ocasiones y los enormes auditorios siempre se deleitaban con las
    improvisaciones y variaciones sobre temas sacros y profanos que
    hacia Sweelinck, los floreos barrocos de las tocatas venecianas,
    sus fantasías "a la manera de eco", la adaptación
    al órgano del estilo veneciano de doble coro, y los
    preludios y fugas corales que desarrollaba sobre temas de himnos
    protestantes.
    La otra música holandesa pública era de tipo
    ocasional, ejecutada por grupos corales y conjuntos
    instrumentales que por una paga modesta complacían al
    auditorio ejecutando desde los madrigales cantados en las fiestas
    nupciales, hasta las danzas en las recepciones. Las pruebas
    existentes señalan al hogar como el centro de la mayor
    parte de la vida musical de la época. Muchas de las
    composiciones que han sobrevivido de ese periodo, están en
    las numerosas copias manuscritas que se hicieron para uso
    doméstico. Las partituras impresas, empero, podían
    obtenerse de Venecia y Londres, y en el comienzo del siglo XVII
    la impresión de partituras musicales comenzó a
    tomar auge en Amberes, Leyden y Amsterdam. Holanda también
    se hizo famosa como centro constructor de instrumentos
    musicales. Las prácticas musicales de la época
    pueden reconstruirse vividamente al combinar las partituras que
    han sobrevivido y los instrumentos
    musicales, con los riquísimos documentos
    visuales que son las pinturas de ese periodo.

    La costumbre difundida de hacer música en casa
    dio por resultado un acúmulo enorme de literatura
    destinada a la ejecución privada y no en público.
    Dicha música tuvo una base amistosa, para fomentar lazos
    sociales, y por ello fue hecha para dos o más
    participantes. Incluso las piezas "a solo" fueron escritas para
    aficionados, y en ellas se evitó deliberadamente incluir
    toda complejidad que entrañara lucimiento personal. La
    actitud es
    resumida adecuadamente en el The Compleat Gentleman (El perfecto
    caballero), publicado en Londres en 1622 por Henry Peacham,
    maestro de escuela inglés:
    "Sólo deseo de vosotros", escribió, "que
    cantéis vuestra parte a primera vista, podéis,
    además, tocar lo mismo con vuestra viola o hacer el
    ejercicio con laúd, absolutamente para vosotros mismos y
    nadie más".
    Un ejemplo del tipo de música que los caballeros a quienes
    aludía Mr. Peacham estaban preparados a ejecutar es "Now
    Peep, Boe Peep" de Francis Pükington, pieza que estaba entre
    el Fírst Booke of Ayres del compositor, publicado en 1605.
    La partitura estaba dispuesta e impresa de modo que los
    participantes pudieran estar sentados cómodamente
    alrededor de una mesa. En el lado izquierdo las palabras y la
    melodía del canto, en este caso la parte de soprano,
    aparecen sobre la cifra del laúd. A la derecha está
    el tenor, frente a él la contralto, y entre ellos el bajo.
    En esta página mostramos una trascripción del
    comienzo de la pieza.
    Uno de los aspectos interesantes acerca de una obra como la que
    señalamos, es el gran número de formas en que
    podría ser ejecutada. En su forma completa es un cuarteto
    vocal con un acompañamiento de laúd que duplica las
    tres voces inferiores. También puede ser ejecutada como un
    solo de soprano con acompañamiento de laúd; "a
    cappella", esto es, para cuatro voces sin laúd; como dueto
    para la soprano y cualquiera de las otras voces; como solo de
    laúd y como una pieza instrumental con viola en vez de
    voces, como una combinación de voces y viola, como una
    pieza instrumental duplicando las partes, o con instrumentos de
    aliento en substitución a las voces y violas, y así
    hasta el infinito. Esta música tenía que ser
    adaptable al tamaño y pericia de los grupos que se
    pudieran reunir para pasar una agradable velada musical en el
    hogar.
    La música de teclado, esto es, para órgano,
    virginales, espinetas, clavicordio o clavicémbalo, tuvo
    carácter netamente septentrional. Sweelinck había
    asimilado las tradiciones veneciana e inglesa y su técnica
    organística atrajo a Amsterdam a estudiantes de toda la
    parte norte de Europa. Por sus discípulos se
    extendió ampliamente su influencia, especialmente en las
    zonas protestantes de Alemania. Su
    discípulo más notable fue Samuel Scheidt, de Halle,
    cuya Tablatura Nova, publicada en 1624, tuvo una importancia
    decisiva en la cristalización del estilo protestante
    alemán en la música organística y coral. En
    esta obra, recopila todas las técnicas aprendidas de
    Sweelinck y las desarrolla de manera concienzuda,
    característica del espíritu germano. Por fortuna,
    empero, lo hizo con un grado considerable de imaginación
    creadora, así como de invención técnica. En
    sus páginas hallamos composiciones para ejecutar en el
    hogar, principalmente en forma de variaciones. Aparecen canciones
    profanas francesas y flamencas, al igual que las danzas como
    allemande, paduan, courant y gaillard (alemanda, padua-na,
    corranda y gallarda) con variantes llenas de complejidades que
    tanto fascinaron al espíritu barroco. Las dos primeras
    partes del libro de Scheidt también contienen fugas,
    fantasías "a manera de eco", y corales, en tanto que la
    tercera se ocupa de armonizaciones de himnos luteranos y corales
    protestantes, con comentarios ornamentales en forma de
    variación. La obra de Scheidt constituyó una piedra
    miliar en la literatura organística, pues asimiló y
    sistematizó el adornado estilo veneciano, el estilo
    inglés
    de variaciones para instrumentos de teclado, y el ingenio
    contrapuntístico de Sweelinck. Por primera vez
    conjuntó una colección de piezas admirablemente
    adaptadas para los fines de la iglesia protestante y diversos
    modelos musicales que otros compositores emularían. En
    esta forma podemos trazar una linea directa que nace de
    Sweelinck, quien amalgamó las escuelas veneciana e
    inglesa, a través de discípulos como Scheidt, quien
    transmitió la tradición a la zona norte de Alemania,
    hasta llegar a la época de Juan Sebastian Bach y Jorge
    Federico Handel, que nacieron en el año de
    1685.

    Ideas: Culto Del Hogar
    Los diversos aspectos del barroco burgués tuvieron un
    denominador común en el concepto del culto del hogar.
    Muchas ideas afines como el mercantilismo,
    el protestantismo, el antiautoritarismo, el nacionalismo,
    el individualismo, la defensa ardiente de los derechos y libertades
    individuales y la aplicación práctica de los
    descubrimientos científicos convergen a ese concepto
    central, pero la unidad reside en el culto al hogar. Las
    comodidades de la casa burguesa, por ejemplo, nunca fueron
    cultivadas con tanta devoción en el sur de Europa, de
    clima más cálido y propicio a los fáciles
    lazos sociales, en donde puede desarrollarse en alto grado el
    recreo y la distracción al aire libre, en tanto que el
    clima de la zona norte obligaba más bien a la
    concentración de los placeres comunales en el hogar.
    El espíritu de comercio condujo a la aventura
    marítima en los océanos y la exploración de
    tierras distantes. Las conquistas del holandés, empero,
    fueron principalmente las del negociante; su imperio se
    basó en una compañía comercial y sus reinos
    personales fueron los de los bancos y
    compañías tenedoras de acciones.
    El trabajo
    tesonero y la industria,
    aunados a la frugalidad, produjeron la amplísima
    acumulación de riqueza en manos de la clase media. No fue
    posible la vida disoluta ni la ostentación del lujo,
    cuando la misma Iglesia no permitía ornato en sus templos
    ni elaboración musical en sus servicios litúrgicos.
    Los movimientos reformistas anglicano y luterano conservaron gran
    parte de la belleza de la liturgia católica romana
    tradicional, en forma modificada, pero el protestantismo
    calvinista se caracterizó por su austeridad
    extraordinaria. Una interpretación estricta del calvinismo
    conduciría directamente a una forma sombría del
    ascetismo, pero el buen sentido innato y el disfrute honesto de
    los placeres materiales salvaron al holandés de los
    aspectos más áridos de su doctrina. Empero, el foco
    principal en el que volcó su prosperidad y que fue el
    centro del goce estético, fue el hogar.

    El burgués acomodado no construyó un
    palacio aunque tenía los medios para hacerlo. Se
    contentó con una casa cómoda, funcionalmente
    adecuada a sus necesidades. Luchar contra la corona
    española por su independencia y resistir la amenaza
    creciente del absolutismo de Luis XIV hicieron al holandés
    mirar con aversión cualquier forma de pompa y
    ostentación cortesanas. El movimiento protestante
    también reforzó su hostilidad hacia la autoridad e
    intensificó su conciencia
    nacionalista. Los mercaderes de clase media, especialmente,
    resintieron la sangría de las riquezas de su provincia
    hacia Roma, y el resentimiento tuvo igual fuerza contra el brazo
    secular de la Iglesia Católica Romana: el Sacro Romano
    Imperio. Por lo señalado, el protestantismo arraigó
    y se identificó en el espíritu holandés, con
    el patriotismo. La protección de sus derechos nacionales y
    provinciales junto con las libertades individuales, hizo que se
    concediera importancia aún mayor al hogar, en donde el
    holandés era amo y señor.
    En las universidades holandesas florecieron la filosofía,
    la filología, la teoría
    social y las ciencias
    naturales. Estas disciplinas intelectuales especulaban
    respecto a la existencia de un universo ordenado
    y regulado, en el que todo pudiese ser medido y comprendido. El
    ciudadano con una cultura
    sólida, de manera instintiva desconfiaba de las fuerzas
    físicas y emocionales que pudiesen hacer de su mundo algo
    caótico, desordenado e impredecible. En consecuencia, un
    universo ideal
    despertaría enorme atractivo entre la burguesía,
    cuya seguridad y comodidades podían ser perpetuadas en ese
    orden de cosas. La cosmología y la psicología
    racionalistas de Descartes y el
    sistema ético, matemáticamente demostrable, de
    Espinoza, tuvieron como equivalente un concepto del arte como
    forma de organización razonada, si bien
    correspondería a Rembrandt la gloria de iluminar esta
    época de la razón con un resplandor interior y
    vivificar este mundo racional con el fuego del sentimiento
    humano.
    La anatomía humana despertó interés
    absorbente y con la Anatomía de Vesalio como punto de
    partida, se emprendieron las disecciones sistemáticas, de
    manera análoga a como se hacía en otros campos.
    Aparecieron libros con
    títulos como: Anatomía de la Melancolía,
    Anatomía del Ingenio, Anatomía de los Abusos y
    Anatomía del Mundo. En esta época de observación, el incansable ojo humano
    ayudado por las lentes pudo explorar diversidad de mundos, y
    pudieron verse en cielo y tierra muchas más cosas de las
    soñadas. Los habilísimos pulidores de lentes
    holandeses, entre cuyas filas estuvo Espinoza, perfeccionaron
    instrumentos ópticos. En la Universidad de
    Leyden se construyó un observatorio astronómico en
    donde se escudriñaron los cielos. En el otro campo, el
    microscopio
    abrió un nuevo mundo en miniatura. A pesar de tener la
    mirada en los cielos, los sabios holandeses no menospreciaron las
    aplicaciones prácticas de sus descubrimientos. Los
    cálculos astronómicos condujeron al descubrimiento
    de la triangulación y la compensación o balance
    espiral, de inmensa utilidad en la
    navegación. Se aplicó el principio del
    péndulo para marcar el tiempo, y el reloj de bolsillo dio
    puntualidad a la vida diaria.
    Las circunstancias espirituales y la prosperidad material de los
    holandeses hicieron que el patronazgo artístico pasase a
    manos de la acomodada clase media. La arquitectura holandesa,
    fuera de edificios públicos necesarios como las salas de
    cabildo, iglesias y construcciones mercantiles, fue en realidad
    arquitectura doméstica. Las casas fueron más o
    menos del mismo tamaño que los hogares de la clase media
    en nuestros días, y por ello en ese orden de cosas no hubo
    sitio para escultura monumental. Las más altas expresiones
    estéticas domésticas, en consecuencia, fueron la
    pintura y la música, junto con todas las artes decorativas
    menores que se sumaron a la comodidad y belleza del hogar. Las
    pinturas se destinaron a adornar las salas de recibo en las
    casas, y por ello su tamaño fue, de manera
    correspondiente, menor que las pintadas para palacios y salas
    públicas. Las obras de caballete y no los murales se
    volvieron la norma en la pintura holandesa. Hubo una demanda
    aparentemente insaciable por cuadros, y la producción fue
    prodigiosa. El número de artistas profesionales se
    multiplicó en razón directa a la demanda, y
    condujo a un grado correspondiente de especialización. En
    el retrato hubo pintores dedicados a las decorosas obras del tipo
    pater familias, y también pintores de bebedores en mesones
    y tabernas, y otros especializados en cuadros de grupo o
    corporaciones. Florecieron paisajistas, marinistas,
    "firmamentistas", e incluso pintores cuya especialidad eran las
    vacas. Los pintores también dieron preferencia a
    determinadas clases
    sociales, y Jan Steen se dedicó a pintar alegres y
    despreocupadas escenas de figón, Frans Hals
    encontró sus personajes entre pescaderas y vendedores de
    fruta; de Hooch y Vermeer pintaron escenas en los dignos y
    decentes hogares de la clase media, y Terborch se
    complació en retratar las expresiones refinadas de la
    clase alta y de la sociedad elegante.
    El tipo de música, de manera semejante, fue moldeado por
    la protección burguesa. En las ciudades libres el
    organista y otros músicos municipales eran escogidos por
    las juntas de los ayuntamientos que supervisaban la vida musical
    de la comunidad con
    tanta diligencia como la que mostraban en otros aspectos. Se
    celebraban conciertos y se estimulaba la competencia. Un
    cargo público, desde el punto de vista del músico,
    significó liberarse de los caprichos arbitrarios de un
    solo mecenas aristocrático, y fue preferido por la
    seguridad que entrañaba. Cuando los gustos de muchos
    tenían que ser tomados en consideración, empero,
    hubo una tendencia a suprimir la experimentación y
    recurrir a la estandarización. Ello fue equilibrado en
    grado considerable por las enormes oportunidades de hacer
    música en el hogar, en donde la expresión musical
    adquirió un
    toque doméstico característico.
    El hogar, por todo lo señalado, fue el factor que
    determinó las formas típicas de arte y les
    impartió un carácter y calidad
    íntimos. La arquitectura doméstica, la pintura y la
    música holandesas fueron creadas para ser vividas y
    gozadas por gentes de la clase media que realmente
    obtenían deleite de todos los medios materiales de
    comodidad y de las artes que alegraban su vida. Los grandes
    lienzos para altares o para cubrir el cielo raso de los palacios,
    las colosales composiciones corales para ejecutar en catedrales y
    las ejecuciones de ópera en palacios generaron una
    expresión grandilocuente y retórica, pero no
    tenían acomodo en el hogar. Las dimensiones más
    modestas de una pintura o de un aguafuerte concebidos para la
    pared de una estancia, o de una sonata de cámara o una
    pieza para instrumentos de teclado para ser ejecutadas en la
    misma sala pequeña, produjeron una forma más
    íntima y personal de comunicación. La elección del
    material y del medio es análoga a la selección
    que un compositor hace al preferir la orquesta sinfónica
    moderna para sus composiciones épicas, y un grupo
    más pequeño de música de cámara o una
    sonata para piano, para expresar su mensaje más
    íntimo y confidencial. El hogar fue la forma
    arquitectónica predominante, al igual que el sitio en
    donde se colgaban los cuadros, se leían los libros y se
    tocaba la música. En Holanda y los países del norte
    de Europa el estilo barroco se adaptó sin escollos al
    protestantismo y a los gustos de la clase media. La faceta
    burguesa del arte barroco encontró su unidad en el culto
    al hogar y en él encontramos la clave para
    comprenderlo.

     

     

     

     

    Autor:

    Iván Torres

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