Monografias.com > Lengua y Literatura
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Crónica de una muerte anunciada




Enviado por romulo



     

    Gabriel García
    Márquez.
    Novela corta
    publicada en 1981, es una de Las obras más conocidas y
    apreciadas de García
    Márquez. Relata en forma de reconstrucción casi
    periodística el asesinato de Santiago Nasar a manos de los
    gemelos Vicario. Desde el comienzo de la narración se
    anuncia que Santiago Nasar va a morir: es el joven hijo de un
    árabe emigrado y parece ser el causante de la deshonra de
    Ángela, hermana de los gemelos, que ha contraído
    matrimonio el
    día anterior y ha sido rechazada por su marido.
    «Nunca hubo una muerte tan
    anunciada», declara quien rememora los hechos veintisiete
    años después: los vengadores, en efecto, no se
    cansan de proclamar sus propósitos por todo el pueblo,
    como si quisieran evitar el mandato del destino, pero un
    cúmulo de casualidades hace que quienes pueden evitar el
    crimen no logren intervenir o se decidan demasiado tarde. El
    propio Santiago Nasar se levanta esa mañana despreocupado,
    ajeno por completo a la muerte que
    le aguarda.
    La fatalidad domina todo el relato: el crimen es tan
    público que se hace inevitable. García
    Márquez se esfuerza en demostrar que la vida, en
    ocasiones, se sirve de tantas casualidades que hacen imposible
    convertirla en literatura. Su prosa
    escueta, precisa y pegada al terreno logra envolver de
    credibilidad lo exageradamente increíble, inventando una
    tensión narrativa donde ya no hay argumento, volviendo del
    revés el tiempo para que
    revele sus verdades, dejando una duda en el aire que
    acabará por destruir a los protagonistas de este drama,
    que fue adaptado a la gran pantalla en 1987, dirigido por
    Francesco Ros¡ e interpretado por Rupert Everett, Ornella
    Muti y Gian Maria Volonté.

    Esta crónica esta basada en la vida real
    El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se
    levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el
    buque en que llegaba el obispo. Había soñado que
    atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna
    tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al
    despertar se sintió por completo salpicado de cagada de
    pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida
    Linero, su madre, evocando 27 años después los
    pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior
    había soñado que iba solo en un avión de
    papel de
    estaño que volaba sin tropezar por entre los
    almendros», me dijo. Tenía una reputación muy
    bien ganada de interprete certera de los sueños ajenos,
    siempre que se los contaran en ayunas, pero no había
    advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños
    de su hijo, ni en los otros sueños con árboles
    que él le había contado en las mañanas que
    precedieron a su muerte.
    Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había
    dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y despertó con
    dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre en el
    paladar, y los interpretó como estragos naturales de la
    parranda de bodas que se había prolongado hasta
    después de la media noche. Más aún: las
    muchas personas que encontró desde que salió de su
    casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora
    después, lo recordaban un poco soñoliento pero de
    buen humor, y a todos les comentó de un modo casual que
    era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se
    refería al estado del
    tiempo. Muchos
    coincidían en el recuerdo de que era una mañana
    radiante con una brisa de mar que llegaba a través de los
    platanales, como era de pensar que lo fuera en un buen febrero de
    aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo en
    que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un
    denso olor de aguas dormidas, y que en el instante de la
    desgracia estaba cayendo una llovizna menuda como la que
    había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño.
    Yo estaba reponiéndome de la parranda de la boda en el
    regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes, y
    apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando
    a rebato, porque pensé que las habían soltado en
    honor del obispo. Santiago Nasar se puso un pantalón y una
    camisa de lino blanco, ambas piezas sin almidón, iguales a
    las que se había puesto el día anterior para la
    boda. Era un atuendo de ocasión. De no haber sido por la
    llegada del obispo se habría puesto el vestido de caqui y
    las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro,
    la hacienda de ganado que heredó de su padre, y que
    él administraba con muy buen juicio aunque sin mucha
    fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Mágnum,
    cuyas balas blindadas, según él decía,
    podían partir un caballo por la cintura. En época
    de perdices llevaba también sus aperos de cetrería.
    En el armario tenía además un rifle 30.06
    Mannlicher-Schönauer, un rifle 300 Holland Magnum, un 22
    Hornet con mira telescópica de dos poderes, y una
    Winchester de repetición. Siempre dormía como
    durmió su padre, con el arma escondida dentro de la funda
    de la almohada, pero antes de abandonar la casa aquel día
    le sacó los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa
    de noche.
    «Nunca la dejaba cargada», me dijo su madre. Yo lo
    sabía, y sabía además que guardaba las
    armas en un
    lugar y -escondía la munición en otro lugar muy
    apartado, de modo que nadie cediera ni por casualidad a la
    tentación de cargarlas dentro de la casa.
    Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una
    mañana en que una sirvienta sacudió la almohada
    para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar
    contra el suelo, y la bala
    desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared
    de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el
    comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a
    un santo de tamaño natural en el altar mayor de la
    iglesia, al
    otro extremo de la plaza.
    Santiago Nasar, que entonces era muy niño, no
    olvidó nunca la lección de aquel percance.
    La última imagen que su
    madre tenía de él era la de su paso fugaz por el
    dormitorio.
    La había despertado cuando trataba de encontrar a tientas
    una aspirina en el botiquín del baño, y ella
    encendió la luz y lo vio
    aparecer en la puerta con el vaso de agua en la
    mano, como había de recordarlo para siempre. Santiago
    Nasar le contó entonces el sueño, pero ella no les
    puso atención a los árboles.
    -Todos los sueños con pájaros son de buena salud -dijo.
    Lo vio desde la misma hamaca y en la misma posición en que
    la encontré postrada por las últimas luces de la
    vejez, cuando
    volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con
    tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria.
    Apenas si distinguía las formas a plena luz, y
    tenía hojas medicinales en las sienes para el dolor de
    cabeza eterno que le dejó su hijo la última vez que
    pasó por el dormitorio. Estaba de costado, agarrada a las
    pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, y
    había en la penumbra el olor de bautisterio que me
    había sorprendido la mañana del crimen.
    Apenas aparecí en el vano. de la puerta me
    confundió con el recuerdo de Santiago Nasar.
    «Ahí estaba», me dijo. «Tenía el
    vestido de lino blanco lavado con agua sola,
    porque era de piel tan
    delicada que no soportaba el ruido del
    almidón.» Estuvo un largo rato sentada en la hamaca,
    masticando pepas de cardamina, hasta que se le pasó la
    ilusión de que el hijo había vuelto. Entonces
    suspiró: «Fue el hombre de
    mi vida».
    Yo lo vi en su memoria.
    Había cumplido 21 años la última semana de
    enero, y era esbelto y pálido, y tenía los
    párpados árabes y los cabellos rizados de su padre.
    Era el hijo único de un matrimonio de
    conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad, pero
    él parecía feliz con su padre hasta que éste
    murió de repente, tres años antes, y siguió
    pareciéndolo con la madre solitaria hasta el lunes de su
    muerte. De ella heredó el instinto. De su padre
    aprendió desde muy niño el dominio de las
    armas de
    fuego, el amor por
    los caballos y la maestranza de las aves de presas
    altas, pero de él aprendió también las
    buenas artes del valor y la
    prudencia. Hablaban en árabe entre ellos, pero no delante
    de Plácida Linero para que no se sintiera excluida. Nunca
    se les vio armados en el pueblo, y la única vez que
    trajeron sus halcones amaestrados fue para hacer una
    demostración de altanería en un bazar de caridad.
    La muerte de
    su padre lo había forzado a abandonar los estudios al
    término de la escuela
    secundaria, para hacerse cargo de la hacienda familiar. Por sus
    méritos propios, Santiago Nasar era alegre y
    pacífico, y de corazón
    fácil.
    El día en que lo iban a matar, su madre creyó que
    él se había equivocado de fecha cuando lo vio
    vestido de blanco. «Le recordé que era lunes»,
    me dijo. Pero él le explicó que se había
    vestido de pontifical por si tenía ocasión de
    besarle el anillo al obispo. Ella no dio ninguna muestra de
    interés. -Ni siquiera se bajará del
    buque -le dijo-. Echará una bendición de
    compromiso, como siempre, y se irá por donde vino. Odia a
    este pueblo.

     

    Santiago Nasar sabía que era cierto, pero los
    fastos de la iglesia le
    causaban una fascinación irresistible. «Es como el
    cinc», me había dicho alguna vez. A su madre, en
    cambio , lo
    único que le interesaba de la llegada del obispo era que
    el hijo no se fuera a mojar en la lluvia, pues lo había
    oído
    estornudar mientras dormía. Le aconsejó que llevara
    un paraguas, pero él le hizo un signo de adiós con
    la mano y salió del cuarto. Fue la última vez que
    lo vio.
    Victoria Guzmán, la cocinera, estaba segura de que no
    había llovido aquel día, ni en todo el mes de
    febrero. «Al contrario», me dijo cuando vine a verla,
    poco antes de su muerte. «El sol
    calentó más temprano que en agosto.» Estaba
    descuartizando tres conejos para el almuerzo, rodeada de perros acezantes,
    cuando Santiago Nasar entró en la cocina. «Siempre
    se levantaba con cara de mala noche», recordaba sin
    amor
    Victoria
    Guzmán. Divina Flor, su hija, que apenas empezaba a
    florecer, le sirvió a Santiago Nasar un tazón de
    café
    cerrero con un chorro de alcohol de
    caña, como todos los lunes, para ayudarlo a sobrellevar la
    carga de la noche anterior. La cocina enorme, con el cuchicheo de
    la lumbre y las gallinas dormidas en las perchas, tenía
    una respiración sigilosa.
    Santiago Nasar masticó otra aspirina y se sentó a
    beber a sorbos lentos el tazón de café ,
    pensando despacio, sin apartar la vista de las dos mujeres que
    destripaban los conejos en la hornilla. A pesar de la edad,
    Victoria Guzmán se conservaba entera. La niña,
    todavía un poco montaraz, parecía sofocada por el
    ímpetu de sus glándulas. Santiago Nasar la
    agarró por la muñeca cuando ella iba a recibirle el
    tazón vacío.
    -Ya estás en tiempo de desbravar -le dijo. Victoria
    Guzmán le mostró el cuchillo ensangrentado.
    -Suéltala, blanco -le ordenó en serio-. De esa agua
    no beberás mientras yo esté viva. Había sido
    seducida por Ibrahim Nasar en la plenitud de la adolescencia .
    La había amado en secreto varios años en los
    establos de la hacienda, y la llevó a servir en su casa
    cuando se le acabó el afecto. Divina Flor, que era hija de
    un marido más reciente, se sabía destinada a la
    cama furtiva de Santiago Nasar, y esa idea le causaba una
    ansiedad prematura. «No ha vuelto a nacer otro hombre como
    ése», me dijo, gorda y mustia, y rodeada por los
    hijos de otros amores. «Era idéntico a su padre -le
    replicó
    Victoria Guzmán-. Un mierda.» Pero no pudo eludir
    una rápida ráfaga de espanto al recordar el horror
    de Santiago Nasar cuando ella arrancó de cuajo las
    entrañas de un conejo y les tiró a los perros el tripajo
    humeante.
    -No seas bárbara -le dijo él-. Imagínate que
    fuera un ser humano.
    Victoria Guzmán necesitó casi 20 años para
    entender que un hombre
    acostumbrado a matar animales inermes
    expresara de
    pronto semejante horror. «Dios Santo -exclamó
    asustada-, de modo que todo aquello fue una
    revelación!» Sin embargo, tenía tantas rabias
    atrasadas la mañana del crimen, que siguió cebando
    a los perros con las vísceras de los otros conejos,
    sólo por amargarle el desayuno a Santiago Nasar. En
    ésas estaban cuando el pueblo entero despertó con
    el bramido estremecedor del
    buque de vapor en que llegaba el obispo.
    La casa era un antiguo depósito de dos pisos, con paredes
    de tablones bastos y un techo de cinc de dos aguas, sobre el
    cual
    velaban los gallinazos por los desperdicios del puerto.
    Había sido construido en los tiempos en que el río
    era tan servicial que muchas barcazas de mar, e inclusive algunos
    barcos de altura, se aventuraban hasta aquí a
    través de las ciénagas del estuario. Cuando vino
    Ibrahim Nasar con los últimos árabes, al
    término de las guerras
    civiles, ya no llegaban los barcos de mar debido a las mudanzas
    del río, y el depósito estaba en desuso. Ibrahim
    Nasar lo compró a cualquier precio para
    poner una tienda de importación que nunca puso, y sólo
    cuando se iba a casar lo convirtió en una casa para vivir.
    En la planta baja abrió un salón que servía
    para todo, y construyó en el fondo una caballeriza para
    cuatro animales , los
    cuartos de servicio , y
    tina cocina de hacienda con ventanas hacia el puerto por donde
    entraba a toda hora la pestilencia de las aguas. Lo único
    que dejó intacto en el salón fue la escalera en
    espiral rescatada de algún naufragio. En la planta alta,
    donde antes estuvieron las oficinas de aduana , hizo dos
    dormitorios amplios y cinco camarotes para los muchos hijos que
    pensaba tener, y construyó un balcón de madera sobre
    los almendros de la plaza, donde Plácida Linero se sentaba
    en las tardes de marzo a consolarse de su soledad. En la fachada
    conservó la puerta principal y le hizo dos ventanas de
    cuerpo entero con bolillos torneados. Conservó
    también la puerta posterior, sólo que un poco
    más alzada para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una
    parte del antiguo muelle. Ésa fue siempre la puerta de
    más uso, no sólo porque era el acceso natural a las
    pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del puerto
    nuevo sin pasar por la plaza. La puerta del frente, salvo en
    ocasiones festivas, permanecía cerrada y con tranca. Sin
    embargo, fue por allí, y no por la puerta posterior, por
    donde esperaban a Santiago Nasar los hombres que lo iban a matar,
    y fue por allí por donde él salió a recibir
    al obispo, a pesar de que debía darle una vuelta completa
    a la casa para llegar al puerto.
    Nadie podía entender tantas coincidencias funestas. El
    juez instructor que vino de Riohacha debió sentirlas sin
    atreverse a admitirlas, pues su interés de
    darles una explicación racional era evidente en el
    sumario. La puerta de la plaza estaba citada varias veces con un
    nombre de folletín:
    La puerta fatal. En realidad, la única explicación
    válida parecía ser la de Plácida Linero, que
    contestó a la pregunta con su razón de madre:
    «Mi hijo no salía nunca por la puerta de
    atrás cuando estaba bien vestido».
    Parecía una verdad tan fácil, que el instructor la
    registró en una nota marginal, pero no la sentó en
    el sumario.
    Victoria Guzmán, por su parte, fue terminante en la
    respuesta de que ni ella ni su hija sabían que a Santiago
    Nasar lo estaban esperando para matarlo. Pero en el curso de sus
    años admitió que ambas lo sabían cuando
    él entró en la cocina a tomar el café. Se lo
    había dicho una mujer que
    pasó después de las cinco a pedir un poco de
    leche por
    caridad, y les reveló además los motivos y el lugar
    donde lo estaban esperando. «No la previne porque
    pensé que eran habladas de borracho», me dijo. No
    obstante, Divina Flor me confesó en una visita posterior,
    cuando ya su madre había muerto, que ésta no le
    había dicho nada a Santiago Nasar porque en el fondo de su
    alma quería que lo mataran. En cambio ella no
    lo previno porque entonces no era más que una niña
    asustada, incapaz de una decisión propia, y se
    había asustado mucho más cuando él la
    agarró por la muñeca con una mano que sintió
    helada y pétrea, como una mano de muerto.
    Santiago Nasar atravesó a pasos largos la casa en
    penumbra, perseguido por los bramidos de júbilo del buque
    del obispo. Divina Flor se le adelantó para abrirle la
    puerta, tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de
    pájaros dormidos del comedor, por entre los muebles de
    mimbre y las macetas de helechos colgados de la sala, pero cuando
    quitó la tranca de la puerta no pudo evitar otra vez la
    mano de gavilán carnicero.
    «Me agarró toda la panocha -me dijo Divina Flor-.
    Era lo que hacía siempre cuando me encontraba sola por los
    rincones de la casa, pero aquel día no sentí el
    susto de siempre sino unas ganas horribles de llorar.» Se
    apartó para dejarlo salir, y a través de la puerta
    entreabierta vio los almendros de la plaza, nevados por el
    resplandor del amanecer, pero no tuvo valor para ver
    nada más. «Entonces se acabó el pito del
    buque y empezaron a cantar los gallos -me dijo-. Era un alboroto
    tan grande, que no podía creerse que hubiera tantos gallos
    en el pueblo, y pensé que venían en el buque del
    obispo.» Lo único que ella pudo hacer por el hombre que
    nunca había de ser suyo, fue dejar la puerta sin tranca,
    contra las órdenes de Plácida Linero, para que
    él pudiera entrar otra vez en caso de urgencia. Alguien
    que nunca fue identificado había metido por debajo de la
    puerta un papel dentro
    de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo
    estaban esperando para matarlo, y le revelaban además el
    lugar y los motivos, y otros detalles muy precisos de la
    confabulación. El mensaje estaba en el suelo cuando
    Santiago Nasar salió de su casa, pero él no lo vio,
    ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho después
    de que el crimen fue consumado.
    Habían dado las seis y aún seguían
    encendidas las luces públicas. En las ramas de los
    almendros, y en algunos balcones, estaban todavía las
    guirnaldas de colores de la
    boda, y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en
    honor del obispo. Pero la plaza cubierta de baldosas hasta el
    atrio de la iglesia, donde estaba el tablado de los
    músicos, parecía un muladar de botellas
    vacías y toda clase de desperdicios de la parranda
    pública. Cuando Santiago Nasar salió de su casa,
    varias personas corrían hacia el puerto, apremiadas por
    los bramidos del buque.
    El único lugar abierto en la plaza era una tienda de
    leche a un
    costado de la iglesia, donde estaban los dos hombres que
    esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Clotilde Armenta, la
    dueña del negocio, fue la primera que lo vio en el
    resplandor del alba, y tuvo la impresión de que estaba
    vestido de aluminio .
    «Ya parecía un fantasma», me dijo.
    Los hombres que lo iban a matar se habían dormido en los
    asientos, apretando en el regazo los cuchillos envueltos en
    periódicos, y Clotilde Armenta reprimió el aliento
    para no despertarlos.
    Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Tenían 24
    años, y se parecían tanto que costaba trabajo
    distinguirlos. «Eran de catadura espesa pero de buena
    índole», decía el sumario.
    Yo, que los conocía desde la escuela primaria,
    hubiera escrito lo mismo. Esa mañana llevaban
    todavía los vestidos de paño oscuro de la boda,
    demasiado gruesos y formales para el Caribe, y tenían el
    aspecto devastado por tantas horas de mala vida, pero
    habían cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no
    habían dejado de beber desde la víspera de la
    parranda, ya no estaban borrachos al cabo de tres días,
    sino que parecían sonámbulos desvelados. Se
    habían dormido con las primeras auras del amanecer,
    después de casi tres horas de espera en la tienda de
    Clotilde Armenta, y aquél era su primer sueño desde
    el viernes. Apenas si habían despertado con el primer
    bramido del buque, pero el instinto los despertó por
    completo cuando Santiago Nasar salió de su casa. Ambos
    agarraron entonces el rollo de periódicos, y Pedro Vicario
    empezó a levantarse.
    -Por el amor de
    Dios -murmuró Clotilde Armenta-. Déjenlo para
    después, aunque sea por respeto al
    señor obispo.
    «Fue un soplo del Espíritu Santo»,
    repetía ella a menudo. En efecto, había sido una
    ocurrencia providencial, pero de una virtud momentánea. Al
    oírla, los gemelos Vicario reflexionaron, y el que se
    había levantado volvió a sentarse. Ambos siguieron
    con la mirada a Santiago Nasar cuando empezó a cruzar la
    plaza. «Lo miraban más bien con
    lástima», decía Clotilde Armenta. Las
    niñas de la escuela de monjas atravesaron la plaza en ese
    momento trotando en desorden con sus uniformes de
    huérfanas.
    Plácida Linero tuvo razón: el obispo no se
    bajó del buque. Había mucha gente en el puerto
    además de las autoridades y los niños
    de las escuelas, y por todas partes se veían los huacales
    de gallos bien cebados que le llevaban de regalo al obispo,
    porque la sopa de crestas era su plato predilecto. En el muelle
    de carga había tanta leña arrumada, que el buque
    habría necesitado por lo menos dos horas para cargarla.
    Pero no se detuvo. Apareció en la vuelta del río,
    rezongando como un dragón, y entonces la banda de
    músicos empezó a tocar el himno del obispo, y los
    gallos se pusieron a cantar en los huacales y alborotaron a los
    otros gallos del pueblo.
    Por aquella época, los legendarios buques de rueda
    alimentados con leña estaban a punto de acabarse, y los
    pocos que quedaban en servicio ya no tenían pianola ni
    camarotes para la luna de miel, y apenas si lograban navegar
    contra la corriente. Pero éste era nuevo, y tenía
    dos chimeneas en vez de una con la bandera pintada como un
    brazal, y la rueda de tablones de la popa le daba un
    ímpetu de barco de mar. En la baranda superior, junto al
    camarote del capitán, iba el obispo de sotana blanca con
    su séquito de españoles. «Estaba haciendo un
    tiempo de Navidad
    », ha dicho mi hermana Margot. Lo que pasó,
    según ella, fue que el silbato del buque soltó un
    chorro de vapor a presión al
    pasar frente al puerto, y dejó ensopados a los que estaban
    más cerca de la orilla. Fue una ilusión fugaz: el
    obispo empezó a hacer la señal de la cruz en el
    aire frente a la
    muchedumbre del muelle, y después siguió
    haciéndola de memoria , sin
    malicia ni inspiración, hasta que el buque se
    perdió de vista y sólo quedó el alboroto de
    los gallos. Santiago Nasar tenía motivos para sentirse
    defraudado. Había contribuido con varias cargas de
    leña alas solicitudes públicas del padre Carmen
    Amador, y además había escogido él mismo los
    gallos de crestas más apetitosas. Pero fue una
    contrariedad momentánea. Mi hermana Margot, que estaba con
    él en el muelle, lo encontró de muy buen humor y
    con ánimos de seguir la fiesta, a pesar de que las
    aspirinas no le habían causado ningún alivio.
    «No parecía resfriado, y sólo estaba pensando
    en lo que había costado la boda», me dijo. Cristo
    Bedoya, que estaba con ellos, reveló cifras que aumentaron
    el asombro. Había estado de
    parranda con Santiago Nasar y conmigo hasta un poco antes de las
    cuatro, pero no había ido a dormir donde sus padres, sino
    que se quedó conversando en casa de sus abuelos.
    Allí obtuvo muchos datos que le
    faltaban para calcular los costos de la
    parranda. Contó que se habían sacrificado cuarenta
    pavos y once cerdos para los invitados, y cuatro terneras que el
    novio puso a asar para el pueblo en la plaza pública.
    Contó que se consumieron 205 cajas de alcoholes de
    contrabando y casi 2.000 botellas de ron de caña que
    fueron repartidas entre la muchedumbre. No hubo una sola persona , ni
    pobre ni rica, que no hubiera participado de algún modo en
    la parranda de mayor escándalo que se había visto
    jamás en el pueblo. Santiago Nasar soñó en
    voz alta.
    -Así será mi matrimonio -dijo-. No les
    alcanzará la vida para contarlo.
    Mi hermana sintió pasar el ángel. Pensó una
    vez más en la buena suerte de Flora Miguel, que
    tenía tantas cosas en la vida, y que iba a tener
    además a Santiago Nasar en la Navidad de ese
    año. «Me di cuenta de pronto de que no podía
    haber un partido mejor que él», me dijo.
    «Imagínate: bello, formal, y con una fortuna propia
    a los veintiún años.» Ella solía
    invitarlo a desayunar en nuestra casa cuando había
    caribañolas de yuca, y mi madre las estaba haciendo
    aquella mañana. Santiago Nasar aceptó entusiasmado.
    -Me cambio de ropa y te alcanzo -dijo, y cayó en la cuenta
    de que había olvidado el reloj en la mesa de noche-.
    ¿Qué hora es? Eran las 6.25. Santiago Nasar
    tomó del brazo a Cristo Bedoya y se lo llevó hacia
    la
    plaza.
    -Dentro de un cuarto de hora estoy en tu casa -le dijo a mi
    hermana.
    Ella insistió en que se fueran juntos de inmediato porque
    el desayuno estaba servido.
    «Era una insistencia rara -me dijo Cristo Bedoya-. Tanto,
    que a veces he pensado que Margot ya sabía que lo iban a
    matar y quería esconderlo en tu casa.» Sin
    embargo,
    Santiago Nasar la convenció de que se adelantara mientras
    él se ponía la ropa de montar, pues tenía
    que estar temprano en El Divino Rostro para castrar terneros. Se
    despidió de ella con la misma señal de la mano con
    que se había despedido de su madre, y se alejó
    hacia la plaza llevando del brazo a Cristo Bedoya. Fue la
    última vez que lo vio.
    Muchos de los que estaban en el puerto sabían que a
    Santiago Nasar lo iban a matar.
    Don Lázaro Aponte, coronel de academia en uso de buen
    retiro y alcalde municipal desde hacía once años,
    le hizo un saludo con los dedos. «Yo tenía mis
    razones muy reales para creer que ya no corría
    ningún peligro», me dijo. El padre Carmen Amador
    tampoco se preocupó. «Cuando lo vi sano y salvo
    pensé que todo había sido un infundio», me
    dijo.
    Nadie se preguntó siquiera si Santiago Nasar estaba
    prevenido, porque a todos les pareció imposible que no lo
    estuviera.
    En realidad, mi hermana Margot era una de las pocas personas que
    todavía ignoraban que lo iban a matar. «De haberlo
    sabido, me lo hubiera llevado para la casa aunque fuera
    amarrado», declaró al instructor. Era extraño
    que no lo supiera, pero lo era mucho más que tampoco lo
    supiera mi madre, pues se enteraba de todo antes que nadie en la
    casa, a pesar de que hacía años que no salía
    a la calle, ni siquiera para ir a misa. Yo apreciaba esa virtud
    suya desde que empecé a levantarme temprano para ir a la
    escuela. La encontraba como era en aquellos tiempos,
    lívida y sigilosa, barriendo el patio con una escoba de
    ramas en el resplandor ceniciento del amanecer, y entre cada
    sorbo de café me iba contando lo que había ocurrido
    en el mundo mientras nosotros dormíamos. Parecía
    tener hilos de comunicación secreta con la otra gente del
    pueblo, sobre todo con la de su edad, y a veces nos
    sorprendía con noticias anticipadas que no hubiera podido
    conocer sino por artes de adivinación. Aquella
    mañana, sin embargo, no sintió el pálpito de
    la tragedia que se estaba gestando desde las tres de la
    madrugada.
    Había terminado de barrer el patio, y cuando mi hermana
    Margot salía a recibir al obispo la encontró
    moliendo la yuca para las caribañolas. «Se
    oían gallos», suele decir mi madre recordando aquel
    día. Pero nunca relacionó el alboroto distante con
    la llegada del obispo, sino con los últimos rezagos de la
    boda.
    Nuestra casa estaba lejos de la plaza grande, en un bosque de
    mangos frente al río.
    Mi hermana Margot había ido hasta el puerto caminando por
    la orilla, y la gente estaba demasiado excitada con la visita del
    obispo para ocuparse de otras novedades. Habían puesto a
    los enfermos acostados en los portales para que recibieran la
    medicina de Dios,
    y las mujeres salían corriendo de los patios con pavos y
    lechones y toda clase de cosas de comer, y desde la orilla
    opuesta llegaban canoas adornadas de flores. Pero después
    de que el obispo pasó sin dejar su huella en la tierra , la
    otra noticia reprimida alcanzó su tamaño de
    escándalo. Entonces fue cuando mi hermana Margot la
    conoció completa y de un modo brutal: Ángela
    Vicario, la hermosa muchacha que se había casado el
    día anterior, había sido devuelta a la casa de sus
    padres, porque el esposo encontró que no era virgen.
    «Sentí que era yo la que me iba a morir», dijo
    mi hermana. «Pero por más que volteaban el cuento al
    derecho y al revés, nadie podía explicarme
    cómo fue que el pobre Santiago Nasar terminó
    comprometido en semejante enredo.» Lo único que
    sabían con seguridad era que
    los hermanos de Ángela Vicario lo estaban esperando para
    matarlo.
    Mi hermana volvió a casa mordiéndose por dentro
    para no llorar. Encontró a mi madre en el comedor, con un
    traje dominical de flores azules que se había puesto por
    si el obispo pasaba a saludarnos, y estaba cantando el fado del
    amor invisible
    mientras arreglaba la mesa. Mi hermana notó que
    había un puesto más que de costumbre.
    -Es para Santiago Nasar -le dijo mi madre-. Me dijeron que lo
    habías invitado a desayunar.
    -Quítalo -dijo mi hermana.
    Entonces le contó. «Pero fue como si ya lo supiera
    -me dijo-. Fue lo mismo de siempre, que uno empieza a contarle
    algo, y antes de que el cuento llegue
    a la mitad ya ella sabe cómo termina.» Aquella mala
    noticia era un nudo cifrado para mi madre. A Santiago Nasar le
    habían puesto ese nombre por el nombre de ella, y era
    además su madrina de bautismo, pero también
    tenía un parentesco de sangre con Pura
    Vicario, la madre de la novia devuelta. Sin embargo, no
    había acabado de escuchar la noticia cuando ya se
    había puesto los zapatos de tacones y la mantilla de
    iglesia que sólo usaba entonces para las visitas de
    pésame. Mi padre, que había oído todo
    desde la cama, apareció en piyama en el comedor y le
    preguntó alarmado para dónde iba.
    -A prevenir a mi comadre Plácida -contestó ella-.
    No es justo que todo el mundo sepa que le van a matar el hijo, y
    que ella sea la única que no lo sabe.
    -Tenernos tantos vínculos con ella como con los Vicario
    -dijo mi padre.
    -Hay que estar siempre de parte del muerto -dijo ella.
    Mis hermanos menores empezaron a salir de los otros cuartos. Los
    más pequeños, tocados por el soplo de la tragedia,
    rompieron a llorar. Mi madre no les hizo caso, por una vez en la
    vida, ni le prestó atención a su esposo. -Espérate y me
    visto -le dijo él.
    Ella estaba ya en la calle. Mi hermano Jaime, que entonces no
    tenía más de siete años, era el único
    que estaba vestido para la escuela.
    -Acompáñala tú -ordenó mi padre.
    Jaime corrió detrás de ella sin saber qué
    pasaba ni para dónde iban, y se agarró de su mano.
    «Iba hablando sola -me dijo Jaime-. Hombres de mala
    ley ,
    decía en voz muy baja, animales de mierda que no son
    capaces de hacer nada que no sean desgracias.»
    No se daba cuenta ni siquiera de que llevaba al niño de la
    mano. «Debieron pensar que me había vuelto loca -me
    dijo-. Lo único que recuerdo es que se oía a lo
    lejos un ruido de mucha
    gente, como si hubiera vuelto a empezar la fiesta de la boda, y
    que todo el mundo corría en dirección de la plaza.»
    Apresuró el paso, con la determinación de que era
    capaz cuando estaba una vida de por medio, hasta que alguien que
    corría en sentido contrario se compadeció de su
    desvarío.
    -No se moleste, Luisa Santiaga -le gritó al pasar-. Ya lo
    mataron.
    Bayardo San Román, el hombre que devolvió a la
    esposa, había venido por primera vez en agosto del
    año anterior: seis meses antes de la boda. Llegó en
    el buque semanal con unas alforjas guarnecidas de plata que
    hacían juego con las
    hebillas de la correa y las argollas de los botines. Andaba por
    los treinta años, pero muy bien escondidos, pues
    tenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados,
    y la piel cocinada
    a fuego lento por el salitre. Llegó con una chaqueta corta
    y un pantalón muy estrecho, ambos de becerro natural, y
    unos guantes de cabritilla del mismo color . Magdalena
    Oliver había venido con él en el buque y no pudo
    quitarle la vista de encima durante el viaje.
    «Parecía marica -me dijo-. Y era una lástima,
    porque estaba como para embadurnarlo de mantequilla y
    comérselo vivo.» No fue la única que lo
    pensó, ni tampoco la última en darse cuenta de que
    Bayardo San Román no era un hombre de conocer a primera
    vista.
    Mi madre me escribió al colegio a fines de agosto y me
    decía en una nota casual: «Ha venido un hombre muy
    raro». En la carta
    siguiente me decía: «El hombre raro se llama Bayardo
    San Román, y todo el inundo dice que es encantador, pero
    yo no lo he visto».
    Nadie supo nunca a qué vino. A alguien que no
    resistió la tentación de preguntárselo, un
    poco antes de la boda, le contestó: «Andaba de
    pueblo en pueblo buscando con quien casarme». Podía
    haber sido verdad, pero lo mismo hubiera contestado cualquier
    otra cosa, pues tenía una manera de hablar que más
    bien le servía para ocultar que para decir. La noche en
    que llegó dio a entender en el cine que era
    ingeniero de trenes, y habló de la urgencia de construir
    un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a las
    veleidades del río. Al día siguiente tuvo que
    mandar un telegrama, y él mismo lo transmitió con
    el manipulador, y además le enseñó al
    telegrafista una fórmula suya para seguir usando las
    pilas
    agotadas. Con la misma propiedad
    había hablado de enfermedades fronterizas con
    un médico militar que pasó por aquellos meses
    haciendo la leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero
    era de buen beber, separador de pleitos y enemigo de juegos de
    manos. Un domingo después de misa desafió a los
    nadadores más diestros, que eran muchos, y dejó
    rezagados a los mejores con veinte brazadas de ida y vuelta a
    través del río. Mi madre me lo contó en una
    carta , y al
    final me hizo un comentario muy suyo: «Parece que
    también está nadando en oro». Esto
    respondía a la leyenda prematura de que Bayardo San
    Román no sólo era capaz de hacer todo, y de hacerlo
    muy bien, sino que además disponía de recursos
    interminables.
    Mi madre le dio la bendición final en una carta de octubre.
    «La gente lo quiere mucho -me decía-, porque es
    honrado y de buen corazón ,
    y el domingo pasado comulgó de rodillas y ayudó a
    la misa en latín.» En ese tiempo no estaba permitido
    comulgar de pie y sólo se oficiaba en latín, pero
    mi madre suele hacer esa clase de precisiones superfluas cuando
    quiere llegar al fondo de las cosas. Sin embargo, después
    de ese veredicto consagratorio me escribió dos cartas más
    en las que nada me decía sobre Bayardo San Román,
    ni siquiera cuando fue demasiado sabido que quería casarse
    con Ángela Vicario.
    Sólo mucho después de la boda desgraciada me
    confesó que lo había conocido cuando ya era muy
    tarde para corregir la carta de
    octubre, y que sus ojos de oro le habían causado un
    estremecimiento de espanto.
    -Se me pareció al diablo -me dijo-, pero tú mismo
    me habías dicho que esas cosas no se deben decir por
    escrito.
    Lo conocí poco después que ella, cuando vine a las
    vacaciones de Navidad, y no lo encontré tan raro como
    decían. Me pareció atractivo, en efecto, pero muy
    lejos de la visión idílica de Magdalena Oliver. Me
    pareció más serio de lo que hacían creer sus
    travesuras, y de una tensión recóndita apenas
    disimulada por sus gracias excesivas.
    Pero sobre todo, me pareció un hombre muy triste. Ya para
    entonces había formalizado su compromiso de amores con
    Ángela Vicario.
    Nunca se estableció muy bien cómo se conocieron. La
    propietaria de la pensión de hombres solos donde
    vivía Bayardo San Román, contaba que éste
    estaba haciendo la siesta en un mecedor de la sala, a fines de
    setiembre, cuando Ángela Vicario y su madre, atravesaron
    la plaza con dos canastas de flores artificiales. Bayardo San
    Román despertó a medias, vio las dos mujeres
    vestidas de negro inclemente que parecían los
    únicos seres vivos en el marasmo de las dos de la tarde, y
    preguntó quién era la joven.
    La propietaria le contestó que era la hija menor de
    la mujer que la
    acompañaba, y que se llamaba Ángela Vicario.
    Bayardo San
    Román las siguió con la mirada hasta el otro
    extremo de la plaza.
    -Tiene el nombre bien puesto -dijo.
    Luego recostó la cabeza en el espaldar del mecedor, y
    volvió a cerrar los ojos. -Cuando despierte -dijo-,
    recuérdame que me voy a casar con ella.
    Ángela Vicario me contó que la propietaria de la
    pensión le había hablado de este episodio desde
    antes de que Bayardo San Román la requiriera en amores.
    «Me asusté mucho», me dijo. Tres personas que
    estaban en la pensión confirmaron que el episodio
    había ocurrido, pero otras cuatro no lo creyeron cierto.
    En cambio, todas las versiones coincidían en que
    Ángela Vicario y Bayardo San Román se habían
    visto por primera vez en las fiestas patrias de octubre, durante
    una verbena de caridad en la que ella estuvo encargada de cantar
    las rifas. Bayardo San Román llegó a la verbena y
    fue derecho al mostrador atendido por la rifera lánguida
    cerrada de luto hasta la empuñadura, y le preguntó
    cuánto costaba la ortofónica con incrustaciones de
    nácar que había de ser el atractivo mayor de la
    feria. Ella le contestó que no estaba para la venta sino para
    rifar. -Mejor -dijo él-, así será más
    fácil, y además, más barata.
    Ella me confesó que había logrado impresionarla,
    pero por razones contrarias del amor. «Yo detestaba a los
    hombres altaneros, y nunca había visto uno con tantas
    ínfulas
    -me dijo, evocando aquel día-. Además, pensé
    que era un polaco.» Su contrariedad fue mayor cuando
    cantó la rifa de la ortofónica, en medio de la
    ansiedad de todos, y en efecto se la ganó Bayardo San
    Román. No podía imaginarse que él,
    sólo por impresionarla, había comprado todo los
    números de la rifa.
    Esa noche, cuando volvió a su casa, Ángela Vicario
    encontró allí la ortofónica envuelta en
    papel de regalo y adornada con un lazo de organza. «Nunca
    pude saber cómo supo que era mi cumpleaños»,
    me dijo. Le costó trabajo convencer a sus padres de que no
    le había dado ningún motivo a Bayardo San
    Román para que le mandara semejante regalo, y menos de una
    manera tan visible que no pasó inadvertido para nadie. De
    modo que sus hermanos mayores, Pedro y Pablo, llevaron la
    ortofónica al hotel para devolvérsela a su
    dueño, y lo hicieron con tanto revuelo que no hubo nadie
    que la viera venir y no la viera regresar. Con lo único
    que no contó la familia fue
    con los encantos irresistibles de Bayardo San Román. Los
    gemelos no reaparecieron hasta el amanecer del día
    siguiente, turbios de la borrachera, llevando otra vez la
    ortofónica y llevando además a Bayardo San
    Román para seguir la parranda en la casa.
    Ángela Vicario era la hija menor de una familia de
    recursos escasos.
    Su padre, Poncio Vicario, era orfebre de pobres, y la vista se le
    acabó de tanto hacer primores de oro para mantener el
    honor de la casa. Purísima del Carmen, su madre,
    había sido maestra de escuela hasta que se casó
    para siempre. Su aspecto manso y un tanto afligido disimulaba muy
    bien el rigor de su carácter .
    «Parecía una monja», recuerda Mercedes.
    Se consagró con tal espíritu de sacrificio a la
    atención del esposo y a la crianza de los hijos, que a uno
    se le olvidaba a veces que seguía existiendo. Las dos
    hijas mayores se habían casado muy tarde. Además de
    los gemelos, tuvieron una hija intermedia que había muerto
    de fiebres crepusculares, y dos años después
    seguían guardándole un luto aliviado dentro de la
    casa, pero riguroso en la calle. Los hermanos fueron criados para
    ser hombres. Ellas habían sido educadas para casarse.
    Sabían bordar con bastidor, coser a máquina, tejer
    encaje de bolillo, lavar y planchar, hacer flores artificiales y
    dulces de fantasía, y redactar esquelas de compromiso. A
    diferencia de las muchachas de la época, que habían
    descuidado el culto de la muerte, las cuatro eran maestras en
    la ciencia
    antigua de velar a los enfermos, confortar a los moribundos y
    amortajar a los muertos. Lo único que mi madre les
    reprochaba era la costumbre de peinarse antes de dormir.
    «Muchachas -les decía-: no se peinen de noche que se
    retrasan los navegantes.» Salvo por eso, pensaba que no
    había hijas mejor educadas. «Son perfectas -le
    oía decir con frecuencia-. Cualquier hombre será
    feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir.» Sin
    embargo, a los que se casaron con las dos mayores les fue
    difícil romper el cerco, porque siempre iban juntas a
    todas partes, y organizaban bailes de mujeres solas y estaban
    predispuestas a encontrar segundas intenciones en los designios
    de los hombres.
    Ángela Vicario era la más bella de las cuatro, y mi
    madre decía que había nacido como las grandes
    reinas de la historia con el
    cordón umbilical enrollado en el cuello. Pero tenía
    un aire desamparado y una pobreza de
    espíritu que le auguraban un porvenir incierto.
    Yo volvía a verla año tras año, durante mis
    vacaciones de Navidad, y cada vez parecía más
    desvalida en la ventana de su casa, donde se sentaba por la tarde
    a hacer flores de trapo y a cantar valses de solteras con sus
    vecinas. «Ya está de colgar en un alambre
    -me decía Santiago Nasar-: tu prima la boba.» De
    pronto, poco antes del luto de la hermana, la encontré en
    la calle por primera vez, vestida de mujer y con el
    cabello rizado, y apenas si pude creer que fuera la misma. Pero
    fue una visión momentánea: su penuria de
    espíritu se agravaba con los años. Tanto, que
    cuando se supo que Bayardo San Román quería casarse
    con ella, muchos pensaron que era una perfidia de forastero.
    La familia no
    sólo lo tomó en serió, sino con un grande
    alborozo. Salvo Pura Vicario, quien puso como condición
    que Bayardo San Román acreditara su identidad .
    Hasta entonces nadie sabía quién era. Su pasado no
    iba más allá de la tarde en que desembarcó
    con su atuendo de artista, y era tan reservado sobre su origen
    que hasta el engendro más demente podía ser cierto.
    Se llegó a decir que había arrasado pueblos y
    sembrado el terror en Casanare como comandante de tropa, que era
    prófugo de Cayena, que lo habían visto en
    Pernambuco tratando de medrar con una pareja de osos amaestrados,
    y que había rescatado los restos de un galeón
    español
    cargado de oro en el canal de los Vientos. Bayardo San
    Román le puso término a tantas conjeturas con un
    recurso simple: trajo a su familia en pleno.
    Eran cuatro: el padre, la madre y dos hermanas perturbadoras.
    Llegaron en un Ford T con placas oficiales cuya bocina de pato
    alborotó las calles a las once de la mañana. La
    madre, Alberta Simonds, una mulata grande de Curazao que hablaba
    el castellano
    todavía atravesado de papiamento, había sido
    proclamada en su juventud como
    la más bella entre las 200 más bellas de las
    Antillas. Las hermanas, acabadas de florecer, parecían dos
    potrancas sin sosiego. Pero la carta grande era el padre: el
    general
    Petronio San Román, héroe de las guerras
    civiles del siglo anterior, y una de las glorias mayores del
    .régimen conservador por haber puesto en fuga al coronel
    Aureliano Buendía en el desastre de Tucurinca. Mi madre
    fue la única que no fue a saludarlo cuando supo
    quién era. «Me parecía muy bien que se
    casaran -me dijo-. Pero una cosa era eso, y otra muy distinta era
    darle la mano a un hombre que ordenó dispararle por ,la
    espalda a Gerineldo Márquez.» Desde que asomó
    por la ventana del automóvil saludando con el sombrero
    blanco, todos lo reconocieron por la fama de sus retratos.
    Llevaba un traje de lienzo color de trigo,
    botines de cordobán con los cordones cruzados, y unos
    espejuelos de oro prendidos con pinzas en la cruz de la nariz y
    sostenidos con una leontina en el ojal del chaleco. Llevaba la
    medalla del valor en la solapa y un bastón con el escudo
    nacional esculpido en el pomo. Fue el primero que se bajó
    del automóvil, cubierto por completo por el polvo ardiente
    de nuestros malos caminos, y no tuvo más que aparecer en
    el pescante para que todo el mundo se diera cuenta de que Bayardo
    San Román se iba a casar con quien quisiera.
    Era Ángela Vicario quien no quería casarse con
    él. «Me parecía demasiado hombre para
    mí», me dijo. Además, Bayardo San
    Román no había intentado siquiera seducirla a ella,
    sino que hechizó a la familia con sus encantos.
    Ángela Vicario no olvidó nunca el horror de la
    noche en que sus padres y sus hermanas mayores con sus maridos,
    reunidos en la sala de la casa, le impusieron la
    obligación de casarse con un hombre que apenas
    había visto. Los gemelos se mantuvieron al margen.
    «Nos pareció que eran vainas de mujeres», me
    dijo Pablo Vicario. El argumento decisivo de los padres fue que
    una familia dignifica da por la modestia no tenía derecho
    a despreciar aquel premio del destino. Angela Vicario se
    atrevió apenas a insinuar el inconveniente de la falta de
    amor, pero su madre lo demolió con una sola frase:
    -También el amor se aprende.
    A diferencia de los noviazgos de la época, que eran largos
    y vigilados, el de ellos fue de sólo cuatro meses por las
    urgencias de Bayardo San Román. No fue más corto
    porque
    Pura Vicario exigió esperar a que terminara el luto de la
    familia. Pero el tiempo alcanzó sin angustias por la
    manera irresistible con que Bayardo San Román arreglaba
    las cosas.
    «Una noche me preguntó cuál era la casa que
    más me gustaba -me contóÁngela Vicario-. Y
    yo le contesté, sin saber para qué era, que la
    más bonita del pueblo era la quinta del viudo de
    Xius.» Yo hubiera dicho lo mismo. Estaba en una colina
    barrida por los vientos, y desde la terraza se veía el
    paraíso sin límite de las ciénagas cubiertas
    de anémonas moradas, y en los días claros del
    verano se alcanzaba a ver el horizonte nítido del Caribe,
    y los trasatlánticos de turistas de Cartagena de Indias.
    Bayardo San Román fue esa misma noche al Club Social y se
    sentó a la mesa del viudo de Xius a jugar una partida de
    dominó.
    -Viudo -le dijo-: le compro su casa.
    -No está a la venta -dijo el
    viudo.
    -Se la compro con todo lo que tiene dentro.
    El viudo de Xius le explicó con una buena educación a la
    antigua que los objetos de la casa habían sido comprados
    por la esposa en toda una vida de sacrificios, y que para
    él seguían siendo como parte de ella.
    «Hablaba con el alma en la mano -me dijo el doctor Dionisio
    Iguarán, que estaba jugando con ellos-. Yo estaba seguro que
    prefería morirse antes que vender una casa donde
    había sido feliz durante más de treinta
    años.»
    También Bayardo San Román comprendió sus
    razones.
    -De acuerdo -dijo-. Entonces véndame la casa
    vacía.
    Pero el viudo se defendió hasta el final de la partida. Al
    cabo de tres noches, ya mejor preparado, Bayardo San Román
    ,Volvió a la mesa de dominó.
    -Viudo -empezó de nuevo-: ¿Cuánto cuesta la
    casa?
    -No tiene precio .
    -Diga uno cualquiera.
    -Lo siento, Bayardo -dijo el viudo-, pero ustedes los
    jóvenes no entienden los motivos del corazón.
    Bayardo San Román no hizo una pausa para pensar.
    -Digamos cinco mil pesos -dijo.
    Juega limpio -le replicó el viudo con la dignidad alerta-.
    Esa casa no vale tanto. -Diez mil -dijo Bayardo San
    Román-. Ahora mismo, y con un billete encima del otro.
    El viudo lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
    «Lloraba de rabia -me dijo el doctor Dionisio
    Iguarán, que además de médico era hombre de
    letras-. Imagínate: semejante cantidad al alcance de la
    mano, y tener que decir que no por una simple flaqueza del
    espíritu.» Al viudo de Xius no le salió la
    voz, pero negó sin vacilación con la cabeza.
    -Entonces hágame un último favor -dijo Bayardo San
    Román-. Espéreme aquí cinco minutos. Cinco
    minutos después, en efecto, volvió al Club Social
    con las alforjas enchapadas de plata, y puso sobre la mesa diez
    gavillas de billetes de a mil todavía con las bandas
    impresas del Banco del Estado.
    El viudo de Xius murió dos años después.
    «Se murió de eso -decía el doctor Dionisio
    Iguarán-. Estaba más sano que nosotros, pero cuando
    uno lo auscultaba se le sentían borboritar las
    lágrimas dentro del corazón.» Pues no
    sólo había vendido la casa con todo lo que
    tenía dentro, sino que le pidió a Bayardo San
    Román que le fuera pagando poco a poco porque no le
    quedaba ni un baúl de consolación para guardar
    tanto dinero .
    Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela
    Vicario no fuera virgen. No se le había conocido
    ningún novio anterior y había crecido junto con sus
    hermanas bajo el rigor de una madre de hierro . Aun
    cuando le faltaban menos de dos meses para casarse, Pura Vicario
    no permitió que fuera sola con Bayardo San Román a
    conocer la casa en que iban a vivir, sino que ella y el padre
    ciego la acompañaron para custodiarle la honra.
    « Lo único que le rogaba a Dios es que me diera
    valor para matarme -me dijo Ángela Vicario-. Pero no me lo
    dio.» Tan aturdida estaba que había resuelto
    contarle la verdad a su madre para librarse de aquel martirio,
    cuando sus dos únicas confidentes, que la ayudaban a hacer
    flores de trapo junto a la ventana, la disuadieron de su buena
    intención. «Les obedecí a ciegas -me dijo-
    porque me habían hecho creer que eran expertas en
    chanchullos de hombres.» Le aseguraron que casi todas las
    mujeres perdían la virginidad en accidentes de
    la infancia . Le
    insistieron en que aun los maridos más difíciles se
    resignaban a cualquier cosa siempre que nadie lo supiera. La
    convencieron, en fin, de que la mayoría de los hombres
    llegaban tan asustados a la noche de bodas, que eran incapaces de
    hacer nada sin la ayuda de la mujer , y a la
    hora de la verdad no podían responder de sus propios
    actos. «Lo único que creen es lo que vean en la
    sábana», le dijeron. De modo que le enseñaron
    artimañas de comadronas para fingir sus prendas perdidas,
    y para que pudiera exhibir en su primera mañana de
    recién casada, abierta al sol en el patio de su casa, la
    sábana de hilo con la mancha del honor.
    Se casó con esa ilusión. Bayardo San Román,
    por su parte, debió casarse con la ilusión de
    comprar la felicidad con el peso descomunal de su poder y su
    fortuna, pues cuanto más aumentaban los planes de la
    fiesta, más ideas de delirio se le ocurrían para
    hacerla más grande. Trató de retrasar la boda por
    un día cuando se anunció la visita del obispo, para
    que éste los casara, pero Ángela Vicario se opuso.
    «La verdad -me dijo- es que yo no quería ser
    bendecida por un hombre que sólo cortaba las crestas para
    la sopa y botaba en la basura el resto
    del gallo.» Sin embargo, aun sin la bendición del
    obispo, la fiesta adquirió una fuerza propia
    tan difícil de amaestrar, que al mismo Bayardo San
    Román se le salió de las manos y terminó por
    ser un acontecimiento público.
    El general Petronio San Román y su familia vinieron esta
    vez en el buque de ceremonias del Congreso Nacional, que
    permaneció atracado en el muelle hasta el término
    de la fiesta, y con ellos vinieron muchas gentes ilustres que sin
    embargo pasaron inadvertidas en el tumulto de caras nuevas.
    Trajeron tantos regalos, que fue preciso restaurar el local
    olvidado de la primera planta eléctrica para exhibir los
    más admirables, y el resto los llevaron de una vez a la
    antigua casa del viudo de Mus que ya estaba dispuesta para
    recibir a los recién casados. Al novio le regalaron un
    automóvil convertible con su nombre grabado en letras
    góticas bajo el escudo de la fábrica. A la novia le
    regalaron un estuche de cubiertos de oro puro para veinticuatro
    invitados.
    Trajeron además un espectáculo de bailarines, y dos
    orquestas de valses que desentonaron con las bandas locales, y
    con las muchas papayeras y grupos de
    acordeones que venían alborotados por la bulla de la
    parranda.
    La familia Vicario vivía en una casa modesta, con paredes
    de ladrillos y un, techo de palma rematado por dos buhardas donde
    se metían a empollar las golondrinas en enero.
    Tenía en el frente una terraza ocupada casi por completo
    con macetas de flores, y un patio grande con gallinas sueltas y
    árboles frutales. En el fondo del patio, los gemelos
    tenían un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios
    y su mesa de destazar, que fue una buena fuente de recursos
    domésticos desde que a Poncio Vicario se le acabó
    la vista. El negocio lo había empezado Pedro Vicario, pero
    cuando éste se fue al servicio militar, su hermano gemelo
    aprendió también el oficio de matarife.
    El interior de la casa alcanzaba apenas para vivir. Por eso las
    hermanas mayores trataron de pedir una casa prestada cuando se
    dieron cuenta del tamaño de la fiesta.
    «Imagínate -me dijo Ángela Vicario-:
    habían pensado en la casa de Plácida Linero, pero
    por fortuna mis padres se emperraron con el tema de siempre de
    que nuestras hijas se casan en nuestro chiquero, o no se
    casan.» Así que pintaron la casa de su color
    amarillo original, enderezaron las puertas y compusieron los
    pisos, y la dejaron tan digna como fue posible para una boda de
    tanto estruendo. Los gemelos se llevaron los cerdos para otra
    parte y sanearon la porqueriza con cal viva, pero aun así
    se vio que iba a faltar espacio. Al final, por diligencias de
    Bayardo San. Román, tumbaron las cercas del patio,
    pidieron prestadas para bailar las casas contiguas, y pusieron
    mesones de carpinteros para sentarse a comer bajo la fronda de
    los tamarindos.
    El único sobresalto imprevisto lo causó el novio en
    la mañana de la boda, pues llegó a buscar a
    Ángela Vicario con dos horas de retraso, y ella se
    había negado a vestirse de novia mientras no lo viera en
    la casa. «Imagínate -me dijo-: hasta me hubiera
    alegrado de que no llegara, pero nunca que me dejara
    vestida.» Su cautela pareció natural, porque no
    había un percance público más vergonzoso
    para una mujer que quedarse plantada con el vestido de novia. En
    cambio, el hecho de que Ángela Vicario se atreviera a
    ponerse el velo y los azahares sin ser virgen, había de
    ser interpretado después como una profanación de
    los símbolos de la pureza. Mi madre fue la única
    que apreció como un acto de valor el que hubiera jugado
    sus cartas marcadas
    hasta las últimas consecuencias. «En aquel tiempo
    -me explicó-, Dios entendía esas cosas.» Por
    el contrario, nadie ha sabido todavía con qué
    cartas jugó Bayardo San Román. Desde que
    apareció por fin de levita y chistera, hasta que se
    fugó del baile con la criatura de sus tormentos, fue la
    imagen
    perfecta del novio feliz.
    Tampoco se supo nunca con qué cartas jugó Santiago
    Nasar. Yo estuve con él todo el tiempo, en la iglesia y en
    la fiesta, junto con Cristo Bedoya y mi hermano Luis Enrique, y
    ninguno de nosotros vislumbró el menor cambio en su modo
    de ser. He tenido que repetir esto muchas veces, pues los cuatro
    habíamos crecido juntos en la escuela y luego en la misma
    pandilla de vacaciones, y nadie podía creer que
    tuviéramos un secreto sin compartir, y menos un secreto
    tan grande.
    Santiago Nasar era un hombre de fiestas, y su gozo mayor lo tuvo
    la víspera de su muerte, calculando los costos de la
    boda. En la iglesia estimó que habían puesto
    adornos florales por un valor igual al de catorce entierros de
    primera clase. Esa precisión había de perseguirme
    durante muchos años, pues Santiago Nasar me había
    dicho a menudo que el olor de las flores encerradas tenía
    para él una relación inmediata con la muerte, y
    aquel día me lo repitió al entrar en el templo.
    «No quiero flores en mi entierro», me dijo, sin
    pensar que yo había de ocuparme al día siguiente de
    que no las hubiera. En el trayecto de la iglesia a la casa de los
    Vicario sacó la cuenta de las guirnaldas de colores con que
    adornaron las calles, calculó el precio de la música y los cohetes,
    y hasta de la granizada de arroz crudo con que nos recibieron en
    la fiesta. En el sopor del medio día los recién
    casados hicieron la ronda del patio. Bayardo San Román se
    había hecho muy amigo nuestro, amigo de tragos, como se
    decía entonces, y parecía muy a gusto en nuestra
    mesa. Ángela Vicario, sin el velo y la corona y con el
    vestido de raso ensopado de sudor, había asumido de pronto
    su cara de mujer casada. Santiago Nasar calculaba, y se lo dijo a
    Bayardo San Román, que la boda iba costando hasta ese
    momento unos nueve mil pesos. Fue evidente que ella lo
    entendió como una impertinencia. « Mi madre me
    había enseñado que nunca se debe hablar de plata
    delante de la otra gente», me dijo. Bayardo San
    Román, en cambio, lo recibió de muy buen talante y
    hasta con una cierta jactancia.
    -Casi -dijo-, pero apenas estamos empezando. Al final será
    más o menos el doble.
    Santiago Nasar se propuso comprobarlo hasta el último
    céntimo, y la vida le alcanzó justo. En efecto, con
    los datos finales que
    Cristo Bedoya le dio al día siguiente en el puerto, 45
    minutos antes de morir, comprobó que el pronóstico
    de Bayardo San Román había sido exacto.
    Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que
    hubiera decidido rescatarla a pedazos de la memoria
    ajena. Durante años se siguió hablando en mi casa
    de que mi padre había vuelto a tocar el violín de
    su juventud en
    honor de los recién casados, que mi hermana la monja
    bailó un merengue con su hábito de tornera, y que
    el doctor Dionisio Iguarán, que era primo hermano de mi
    madre, consiguió que se lo llevaran en el buque oficial
    para no estar aquí al día siguiente cuando viniera
    el obispo.
    En el curso de las indagaciones para esta crónica
    recobré numerosas vivencias marginales, y entre ellas el
    recuerdo de gracia de las hermanas de Bayardo San Román,
    cuyos vestidos de terciopelo con grandes alas de mariposas,
    prendidas con pinzas de oro en la espalda, llamaron más la
    atención que el penacho de plumas y la coraza de medallas
    de guerra de su
    padre. Muchos sabían que en la inconsciencia de la
    parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo,
    cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal
    como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce
    años después. La imagen más intensa que
    siempre conservé de aquel domingo indeseable fue la del
    viejo Poncio Vicario sentado solo en un taburete en el centro del
    patio. Lo habían puesto ahí pensando quizás
    que era el sitio de honor, y los invitados tropezaban con
    él, lo confundían con otro, lo cambiaban de lugar
    para que no estorbara, y él movía la cabeza nevada
    hacia todos lados con una expresión errática de
    ciego demasiado reciente, contestando preguntas que no eran para
    él y respondiendo saludos fugaces que nadie le
    hacía, feliz en su cerco de olvido, con la camisa
    acartonada de engrudo y el bastón de guayacán que
    le habían comprado para la fiesta.
    El acto formal terminó a las seis de la tarde cuando se
    despidieron los invitados de honor. El buque se fue con las luces
    encendidas y dejando un reguero de valses de pianola, y por un
    instante quedamos a la deriva sobre un abismo de incertidumbre,
    hasta que volvimos a reconocernos unos a otros y nos hundimos en
    el manglar de la parranda. Los recién casados aparecieron
    poco después en el automóvil descubierto,
    abriéndose paso a duras penas en el tumulto. Bayardo San
    Román reventó cohetes, tomó aguardiente de
    las botellas que le tendía la muchedumbre, y se
    bajó del coche con Ángela Vicario para meterse en
    la rueda de la cumbiamba. Por último ordenó que
    siguiéramos bailando por cuenta suya hasta donde nos
    alcanzara la vida, y se llevó a la esposa aterrorizada
    para la casa de sus sueños donde el viudo de Xius
    había sido feliz.
    La parranda pública se dispersó en fragmentos hacia
    la media noche, y sólo quedó abierto el negocio de
    Clotilde Armenta a un costado de la plaza. Santiago Nasar y yo,
    con mi hermano Luis Enrique y Cristo Bedoya, nos fuimos para la
    casa de misericordias de María Alejandrina Cervantes. Por
    allí pasaron entre muchos otros los hermanos Vicario, y
    estuvieron bebiendo con nosotros y cantando con Santiago Nasar
    cinco horas antes de matarlo. Debían quedar aún
    algunos rescoldos desperdigados de la fiesta original, pues de
    todos lados nos llegaban ráfagas de música y pleitos
    remotos, y nos siguieron llegando, cada vez más tristes,
    hasta muy poco antes de que bramara el buque del obispo. Pura
    Vicario le contó a mi madre que se había acostado a
    las once de la noche después de que las hijas mayores la
    ayudaron a poner un poco de orden en los estragos de la boda.
    Como a las diez, cuando todavía quedaban algunos borrachos
    cantando en el patio, Ángela Vicario había mandado
    a pedir una maletita de cosas personales que estaba en el ropero
    de su dormitorio, y ella quiso mandarle también una maleta
    con ropa de diario, pero el recadero estaba de prisa. Se
    había dormido a fondo cuando tocaron a la puerta.
    «Fueron tres toques muy despacio -le contó a mi
    madre-, pero tenían esa cosa rara de las malas
    noticias.» Le contó que había abierto la
    puerta sin encender la luz para no despertar a nadie, y vio a
    Bayardo San Román en el resplandor del farol
    público, con la camisa de seda sin abotonar y los
    pantalones de fantasía sostenidos con tirantes
    elásticos. «Tenía ese color verde de los
    sueños», le dijo Pura Vicario a mi madre.
    Ángela Vicario estaba en la sombra, de modo que
    sólo la vio cuando Bayardo San Román la
    agarró por el brazo y la puso en la luz. Llevaba el traje
    de raso en piltrafas y estaba envuelta con una toalla hasta la
    cintura. Pura Vicario creyó que se habían
    desbarrancado con el automóvil y estaban muertos en el
    fondo del precipicio.
    Ave María Purísima -dijo aterrada-. Contesten si
    todavía son de este mundo. Bayardo San Román no
    entró, sino que empujó con suavidad a su esposa
    hacia el interior de la casa, sin decir una palabra.
    Después besó a Pura Vicario en la mejilla y le
    habló con una voz de muy hondo desaliento pero con mucha
    ternura. -Gracias por todo, madre -le dijo-. Usted es una
    santa.
    Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas
    siguientes, y se fue a la muerte con su secreto. «Lo
    único que recuerdo es que me sostenía por el pelo
    con una mano y me golpeaba con la otra con tanta rabia que
    pensé que me iba a matar», me
    contóÁngela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con
    tanto sigilo, que su marido y sus hijas mayores, dormidos en los
    otros cuartos, no se enteraron de nada hasta el amanecer cuando
    ya estaba consumado el desastre.
    Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres,
    llamados de urgencia por su madre.
    EncontraronáÁngela Vicario tumbada bocabajo en un
    sofá del comedor y con la cara macerada a golpes, pero
    había terminado de llorar. «Ya no estaba asustada
    -me dijo-. Al contrario: sentía como si por fin me hubiera
    quitado de encima la conduerma de la muerte, y lo único
    que quería era que todo terminara rápido para
    tirarme a dormir.»
    Pedro Vicario, el más resuelto de los hermanos, la
    levantó en vilo por la cintura y la sentó en la
    mesa del comedor.
    -Anda, niña -le dijo temblando de rabia-: dinos
    quién fue.
    Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el
    nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a
    primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de
    este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con
    su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya
    sentencia estaba escrita desde siempre. -Santiago Nasar
    -dijo.
    El abogado sustentó la tesis del
    homicidio en
    legítima defensa del honor, que fue admitida por el
    tribunal de conciencia , y
    los gemelos declararon al final del juicio que hubieran vuelto a
    hacerlo mil veces por los mismos motivos. Fueron ellos quienes
    vislumbraron el recurso de la defensa desde que se rindieron ante
    su iglesia pocos minutos después del crimen. Irrumpieron
    jadeando en la Casa Cural, perseguidos de cerca por un grupo de
    árabes enardecidos, y pusieron los cuchillos con el
    acero limpio en
    la mesa del padre Amador. Ambos estaban exhaustos por el trabajo
    bárbaro de la muerte, y tenían la ropa y los brazos
    empapados y la cara embadurnada de sudor y de sangre
    todavía viva, pero él párroco recordaba la
    rendición como un acto de una gran dignidad.
    -Lo matamos a conciencia -dijo
    Pedro Vicario-, pero somos inocentes.
    -Tal vez ante Dios -dijo el padre Amador.
    -Ante Dios y ante los hombres -dijo Pablo Vicario-. Fue un asunto
    de honor.
    Más aún: en la reconstrucción de los hechos
    fingieron un encarnizamiento mucho más inclemente que el
    de la realidad, hasta el extremo de que fue necesario reparar con
    fondos públicos la puerta principal de la casa de
    Plácida Linero, que quedó desportillada a punta de
    cuchillo. En el panóptico de Riohacha, donde estuvieron
    tres años en espera del juicio porque no tenían con
    que pagar la fianza para la libertad
    condicional, los reclusos más antiguos los recordaban por
    su buen carácter y
    su espíritu social, pero nunca advirtieron en ellos
    ningún indicio de arrepentimiento. Sin embargo, la
    realidad parecía ser que los hermanos Vicario no hicieron
    nada de lo que convenía para matar a Santiago Nasar de
    inmediato y sin espectáculo público, sino que
    hicieron mucho más de lo que era imaginable para que
    alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron.
    Según me dijeron años después, habían
    empezado por buscarlo en la casa de María Alejandrina
    Cervantes, donde estuvieron con él hasta las dos. Este
    dato, como muchos otros, no fue registrado en el sumario. En
    realidad, Santiago Nasar ya no estaba ahí a la hora en que
    los gemelos dicen que fueron a buscarlo, pues habíamos
    salido a hacer una ronda de serenatas, pero en todo caso no era
    cierto que hubieran ido. «Jamás habrían
    vuelto a salir de aquí», me dijo María
    Alejandrina Cervantes, y conociéndola tan bien, nunca lo
    puse en duda. En cambio, lo fueron a esperar en la casa de
    Clotilde Armenta, por donde sabían que iba a pasar medio
    mundo menos Santiago Nasar. «Era el único lugar
    abierto», declararon al instructor. «Tarde o temprano
    tenía que salir por ahí», me dijeron a
    mí, después de que fueron absueltos. Sin embargo,
    cualquiera sabía que la puerta principal de la casa de
    Plácida Linero permanecía trancada por dentro,
    inclusive durante el día, y que Santiago Nasar llevaba
    siempre consigo las llaves de la entrada posterior. Por
    allí entró de regreso a su casa, en efecto, cuando
    hacía más de una hora que los gemelos Vicario lo
    esperaban por el otro lado, y si después salió por
    la puerta de la plaza cuando iba a recibir al obispo fue por una.
    razón tan imprevista que el mismo instructor del sumario
    no acabó de entenderla.

    Nunca hubo una muerte más anunciada.
    Después de que la hermana les reveló el nombre, los
    gemelos Vicario pasaron por el depósito de la pocilga,
    donde guardaban los útiles de sacrificio, y escogieron los
    dos cuchillos mejores: uno de descuartizar, de diez pulgadas de
    largo por dos y media de ancho, y otro de limpiar, de siete
    pulgadas de largo por una y media de ancho. Los envolvieron en un
    trapo, y se fueron a afilarlos en el mercado de
    carnes, donde apenas empezaban a abrir algunos expendios. Los
    primeros clientes eran
    escasos, pero veintidós personas declararon haber
    oído cuanto dijeron, y todas coincidían en la
    impresión de que lo habían dicho con el
    único propósito de que los oyeran. Faustino Santos,
    un carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando acababa de
    abrir su mesa de vísceras, y no entendió por
    qué llegaban el lunes y tan temprano, y todavía con
    los vestidos de paño oscuro de la boda. Estaba
    acostumbrado a verlos los viernes, pero un poco más tarde,
    y con los delantales de cuero que se ponían para la
    matanza. «Pensé que estaban tan borrachos -me dijo
    Faustino Santos-, que no sólo se habían equivocado
    de hora sino también de fecha.» Les recordó
    que era lunes.
    -Quién no lo sabe, pendejo -le contestó de buen
    modo Pablo Vicario-. Sólo venimos a afilar los
    cuchillos.
    Los afilaron en la piedra giratoria, y como lo hacían
    siempre: Pedro sosteniendo los dos cuchillos y
    alternándolos en la piedra, y Pablo dándole vuelta
    a la manivela. Al mismo tiempo hablaban del esplendor de la boda
    con los otros carniceros. Algunos se quejaron de no haber
    recibido su ración de pastel, a pesar de ser
    compañeros de oficio, y ellos les prometieron que las
    harían mandar más tarde. Al final, hicieron cantar
    los cuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo junto a la
    lámpara para que destellara el acero:
    -Vamos a matar a Santiago Nasar -dijo.
    Tenían tan bien fundada su reputación de gente
    buena, que nadie les hizo caso.
    «Pensamos que eran vainas de borrachos», declararon
    varios carniceros, lo mismo que Victoria Guzmán y tantos
    otros que los vieron después. Yo había de
    preguntarles alguna vez a los carniceros si el oficio de matarife
    no revelaba un alma predispuesta para matar un ser humano.
    Protestaron: «Cuando uno sacrifica una res no se atreve a
    mirarle los ojos». Uno de ellos me dijo que no podía
    comer la carne del animal que degollaba. Otro me dijo que no
    sería capaz de sacrificar una vaca que hubiera conocido
    antes, y menos si había tomado su leche. Les
    recordé que los hermanos Vicario sacrificaban los mismos
    cerdos que criaban, y les eran tan familiares que los
    distinguían por sus nombres. «Es cierto -me
    replicó uno-, pero fíjese que no les ponían
    nombres de gente sino de flores.»
    Faustino Santos fue el único que percibió una
    lumbre de verdad en la amenaza de Pablo Vicario, y le
    preguntó en broma por qué tenían que matar a
    Santiago Nasar habiendo tantos ricos que merecían morir
    primero.
    -Santiago Nasar sabe por qué -le contestó Pedro
    Vicario.
    Faustino Santos me contó que se había quedado con
    la duda, y se la comunicó a un agente de la policía
    que pasó poco más tarde a comprar una libra de
    hígado para el desayuno del alcalde. El agente, de acuerdo
    con el sumario, se llamaba Leandro Pornoy, y murió el
    año siguiente por una cornada de toro en la yugular
    durante las fiestas patronales. De modo que nunca pude hablar con
    él, pero Clotilde Armenta me confirmó que fue la
    primera persona que
    estuvo en su tienda cuando ya los gemelos Vicario se
    habían sentado a esperar.
    Clotilde Armenta acababa de reemplazar a su marido en el
    mostrador. Era el sistema habitual.
    La tienda vendía leche al amanecer y víveres
    durante el día, y se transformaba en cantina desde las
    seis de la tarde. Clotilde Armenta la abría a las 3.30 de
    la madrugada. Su marido, el buen don Rogelio de la Flor, se
    hacía cargo de la cantina hasta la hora de cerrar. Pero
    aquella noche hubo tantos clientes
    descarriados de la boda, que se acostó pasadas las tres
    sin haber cerrado, y ya Clotilde Armenta estaba levantada
    más temprano que de costumbre, porque quería
    terminar antes de que llegara el obispo.
    Los hermanos Vicario entraron a las 4.10. A esa hora sólo
    se vendían cosas de comer, pero Clotilde Armenta les
    vendió una botella de aguardiente de caña, no
    sólo por el aprecio que les tenía, sino
    también porque estaba muy agradecida por la porción
    de pastel de boda que le habían mandado. Se bebieron la
    botella entera con dos largas tragantadas, pero siguieron
    impávidos. «Estaban pasmados -me dijo Clotilde
    Armenta-, y ya no podían levantar presión ni
    con petróleo
    de lámpara.» Luego se quitaron las chaquetas de
    paño, las colgaron con mucho cuidado en el espaldar de las
    sillas, y pidieron otra botella. Tenían la camisa sucia de
    sudor seco y una barba del día anterior que les daba un
    aspecto montuno. La segunda botella se la tomaron más
    despacio, sentados, mirando con insistencia hacia la casa de
    Plácida Linero, en la acera de enfrente, cuyas ventanas
    estaban apagadas. La más grande del balcón era la
    del dormitorio de Santiago Nasar. Pedro Vicario le
    preguntó a Clotilde Armenta si había visto luz en
    esa ventana, y ella le contestó que no, pero le
    pareció un interés extraño.
    -¿Le pasó algo? -preguntó.
    -Nada -le contestó Pedro Vicario-. No más que lo
    andamos buscando para matarlo.
    Fue una respuesta tan espontánea que ella no pudo creer
    que fuera cierta. Pero se fijó en que los gemelos llevaban
    dos cuchillos de matarife envueltos en trapos de cocina.
    -¿Y se puede saber por qué quieren matarlo tan
    temprano? -preguntó.
    -Él sabe por qué -contestó Pedro
    Vicario.
    Clotilde Armenta los examinó en serio. Los conocía
    tan bien que podía distinguirlos, sobre todo
    después de que Pedro Vicario regresó del cuartel.
    «Parecían dos niños», me dijo. Y esa
    reflexión la asustó, pues siempre había
    pensado que sólo los niños son capaces de todo.
    Así que acabó de preparar los trastos de la leche,
    y se fue a despertar a su marido para contarle lo que estaba
    pasando en la tienda. Don
    Rogelio de la Flor la escuchó medio dormido.
    -No seas pendeja -le dijo-, ésos no matan a nadie, y menos
    a un rico.
    Cuando Clotilde Armenta volvió a la tienda los gemelos
    estaban conversando con el agente Leandro Pornoy, que iba por la
    leche del alcalde. No oyó lo que hablaron, pero supuso que
    algo le habían dicho de sus propósitos, por la
    forma en que observó los cuchillos al salir.
    El coronel Lázaro Aponte se había levantado un poco
    antes de las cuatro. Acababa de afeitarse cuando el agente
    Leandro Pornoy le reveló las intenciones de los hermanos
    Vicario. Había resuelto tantos pleitos de amigos la noche
    anterior, que no se dio ninguna prisa por uno más. Se
    vistió con calma, se hizo varias veces hasta que le
    quedó perfecto el corbatín de mariposa, y se
    colgó en el cuello el escapulario de la
    Congregación de María para recibir al obispo.
    Mientras desayunaba con un guiso de hígado cubierto de
    anillos de cebolla, su esposa le contó muy excitada que
    Bayardo San Román había devuelto a Ángela
    Vicario, pero él no lo tomó con igual
    dramatismo.
    -¡Dios mío! -se burló-, ¿qué va
    a pensar el obispo?
    Sin embargo, antes de terminar el desayuno recordó lo que
    acababa de decirle el ordenanza, juntó las dos noticias y
    descubrió de inmediato que casaban exactas como dos piezas
    de un acertijo. Entonces fue a la plaza por la calle del puerto
    nuevo, cuyas casas empezaban a revivir por la llegada del obispo.
    «Recuerdo con seguridad que
    eran casi las cinco y empezaba a llover», me dijo el
    coronel Lázaro Aponte. En el trayecto, tres personas lo
    detuvieron para contarle en secreto que los hermanos Vicario
    estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, pero sólo
    uno supo decirle dónde.
    Los encontró en la tienda de Clotilde Armenta.
    «Cuando los vi pensé que eran puras bravuconadas -me
    dijo con su lógica
    personal-,
    porque no estaban tan borrachos como yo creía.» Ni
    siquiera los interrogó sobre sus intenciones, sino que les
    quitó los cuchillos y los mandó a dormir. Los
    trataba con la misma complacencia de sí mismo con que
    había sorteado la alarma de la esposa.
    -¡Imagínense -les dijo-: qué va a decir el
    obispo si los encuentra en ese estado!
    Ellos se fueron. Clotilde Armenta sufrió una
    desilusión más con la ligereza del alcalde, pues
    pensaba que debía arrestar a los gemelos hasta esclarecer
    la verdad. El coronel Aponte le mostró los cuchillos como
    un argumento final.
    -Ya no tienen con qué matar a nadie -dijo.
    -No es por eso -dijo Clotilde Armenta-. Es para librar a esos
    pobres muchachos del horrible compromiso que les ha caído
    encima.
    Pues ella lo había intuido. Tenía la certidumbre de
    que los hermanos Vicario no estaban tan ansiosos por cumplir la
    sentencia como por encontrar a alguien que les hiciera el favor
    de impedírselo. Pero el coronel Aponte estaba en paz con
    su alma.
    -No se detiene a nadie por sospechas -dijo-. Ahora es
    cuestión de prevenir a Santiago Nasar, y feliz año
    nuevo.
    Clotilde Armenta recordaría siempre que el talante
    rechoncho del coronel Aponte le causaba una cierta desdicha, y en
    cambio yo lo evocaba como un hombre feliz; aunque un poco
    trastornado por la práctica solitaria del espiritismo
    aprendido por correo. Su comportamiento
    de aquel lunes fue la prueba terminante de su frivolidad. La
    verdad es que no volvió a acordarse de Santiago Nasar
    hasta que lo vio en el puerto, y entonces se felicitó por
    haber tomado la decisión justa.
    Los hermanos Vicario les habían contado sus
    propósitos a más de doce personas que fueron a
    comprar leche, y éstas los habían divulgado por
    todas partes antes de las seis.
    A Clotilde Armenta le parecía imposible que no se supiera
    en la casa de enfrente.
    Pensaba que Santiago Nasar no estaba allí, pues no
    había visto encenderse la luz del dormitorio, y a todo el
    que pudo le pidió prevenirlo donde lo vieran. Se lo
    mandó a decir, inclusive, al padre Amador, con la novicia
    de servicio que fue a comprar la leche para las monjas.
    Después de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la
    casa de Plácida Linero, le mandó el último
    recado urgente a Victoria Guzmán con la pordiosera que iba
    todos los días a pedir un poco de leche por caridad.
    Cuando bramó el buque del obispo casi todo el mundo estaba
    despierto para recibirlo, y éramos muy pocos quienes no
    sabíamos que los gemelos Vicario estaban esperando a
    Santiago Nasar para matarlo, y se conocía además el
    motivo con sus pormenores completos.
    Clotilde Armenta no había acabado de vender la leche
    cuando volvieron los hermanos Vicario con otros dos cuchillos
    envueltos en periódicos. Uno era de descuartizar, con una
    hoja oxidada y dura de doce pulgadas de largo por tres de ancho,
    que había sido fabricado por Pedro Vicario con el metal de
    una segueta, en una época en que no venían
    cuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro era más
    corto, pero ancho y curvo. El juez instructor lo dibujó en
    el sumario, tal vez porque no lo pudo describir, y se
    arriesgó apenas a indicar que parecía un alfanje en
    miniatura. Fue con estos cuchillos que se cometió el
    crimen, y ambos eran rudimentarios y muy usados.
    Faustino Santos no pudo entender lo que había pasado.
    «Vinieron a afilar otra vez los cuchillos -me dijo- y
    volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las
    tripas a Santiago Nasar, así que yo creí que
    estaban mamando gallo, sobre todo porque no me fijé en los
    cuchillos, y pensé que eran los mismos.» Esta vez,
    sin embargo, Clotilde
    Armenta notó desde que los vio entrar que no llevaban la
    misma determinación de antes.
    En realidad, habían tenido la primera discrepancia. No
    sólo eran mucho más distintos por dentro de lo que
    parecían por fuera, sino que en emergencias
    difíciles tenían caracteres contrarios. Sus amigos
    lo habíamos advertido desde la escuela primaria. Pablo
    Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue más
    imaginativo y resuelto hasta la adolescencia.
    Pedro Vicario me pareció siempre más sentimental, y
    por lo mismo más autoritario. Se presentaron juntos para
    el servicio militar a los 20 años, y Pablo Vicario fue
    eximido para que se quedara al frente de la familia. Pedro
    Vicario cumplió el servicio durante once meses en
    patrullas de orden público. El régimen de tropa,
    agravado por el miedo de la muerte, le maduró la
    vocación de mandar y la costumbre de decidir por su
    hermano. Regresó con una blenorragia de sargento que
    resistió a los métodos
    más brutales de la medicina militar,
    y a las inyecciones de arsénico y las purgaciones de
    permanganato del doctor Dionisio Iguarán. Sólo en
    la cárcel lograron sanarlo. Sus amigos estábamos de
    acuerdo en que Pablo Vicario desarrolló de pronto una
    dependencia rara de hermano menor cuando Pedro Vicario
    regresó con un alma cuartelaria y con la novedad de
    levantarse la camisa para mostrarle a quien quisiera verla una
    cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Llegó a
    sentir, inclusive, una especie de fervor ante la blenorragia de
    hombre grande que su hermano exhibía como una
    condecoración de guerra.
    Pedro Vicario, según declaración propia, fue el que
    tomó la decisión de matar a Santiago Nasar, y al
    principio su hermano no hizo más que seguirlo. Pero
    también fue él quien pareció dar por
    cumplido el compromiso cuando los desarmó el alcalde, y
    entonces fue Pablo Vicario quien asumió el mando. Ninguno
    de los dos mencionó este desacuerdo en sus declaraciones
    separadas ante el instructor. Pero Pablo Vicario me
    confirmó varias veces que no le fue fácil convencer
    al hermano de la resolución final. Tal vez no fuera en
    realidad sino una ráfaga de pánico, pero el hecho
    es que Pablo Vicario entró solo en la pocilga a buscar los
    otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a gota
    tratando de orinar bajo los tamarindos. «Mi hermano no supo
    nunca lo que es eso -me dijo Pedro Vicario en nuestra
    única entrevista-.
    Era como orinar vidrio
    molido.» Pablo Vicario lo encontró todavía
    abrazado del árbol cuando volvió con los cuchillos.
    «Estaba sudando frío del dolor -me dijo- y
    trató de decir que me fuera yo solo porque él no
    estaba en condiciones de matar a nadie.» Se sentó en
    uno de los mesones de carpintero que habían puesto bajo
    los árboles para el almuerzo de la boda, y se bajó
    los pantalones hasta las rodillas. «Estuvo como media hora
    cambiándose la gasa con que llevaba envuelta la
    pinga», me dijo Pablo Vicario. En realidad no se
    demoró más de diez minutos, pero fue algo tan
    difícil, y tan enigmático para Pablo Vicario, que
    lo interpretó como una nueva artimaña del hermano
    para perder el tiempo hasta el amanecer. De modo que le puso el
    cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a
    buscar la honra perdida de la hermana.
    -Esto no tiene remedio -le dijo-: es como si ya nos hubiera
    sucedido.
    Salieron por el portón de la porqueriza con los cuchillos
    sin envolver, perseguidos por el alboroto de los perros en los
    patios. Empezaba a aclarar. «No estaba lloviendo»,
    recordaba Pablo Vicario. «Al contrario -recordaba Pedro-:
    había viento de mar y todavía las estrellas se
    podían contar con el dedo.» La noticia estaba
    entonces tan bien repartida, que Hortensia Baute abrió la
    puerta justo cuando ellos pasaban frente a su casa, y fue la,
    primera que lloró por Santiago Nasar. «Pensé
    que ya lo habían matado -me dijo-, porque vi los cuchillos
    con la luz del poste y me pareció que iban chorreando
    sangre.» Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa
    calle extraviada era la de Prudencia Cotes, la novia de Pablo
    Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ahí a esa
    hora, y en especial los viernes cuando iban para el mercado, entraban
    a tomar el primer café. Empujaron la puerta del patio,
    acosados por los perros que los reconocieron en la penumbra del
    alba, y saludaron a la madre de Prudencia Cotes en la cocina.
    Aún no estaba el café.
    -Lo dejamos para después -dijo Pablo Vicario-, ahora vamos
    de prisa.
    -Me lo imagino, hijos -dijo ella-: el honor no espera.
    Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien
    pensó que el hermano estaba perdiendo el tiempo a
    propósito. Mientras tomaban el café, Prudencia
    Cotes salió a la cocina en plena adolescencia con un rollo
    de periódicos viejos para animar la lumbre de la hornilla.
    «Yo sabía en qué andaban -me dijo- y no
    sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado
    con él si no cumplía como hombre.» Antes de
    abandonar la cocina, Pablo Vicario le quitó dos secciones
    de periódicos y le dio una al hermano para envolver los
    cuchillos. Prudencia Cotes se quedó esperando en la cocina
    hasta que los vio salir por la puerta del patio, y siguió
    esperando durante tres años sin un instante de desaliento,
    hasta que Pablo Vicario salió de la cárcel y fue su
    esposo de toda la vida.
    -Cuídense mucho -les dijo.
    De modo que a Clotilde Armenta no le faltaba razón cuando
    le pareció que los gemelos no estaban tan resueltos como
    antes, y les sirvió una botella de gordolobo de vaporino
    con la esperanza de rematarlos. «¡Ese día me
    di cuenta -me dijo- de lo solas que estamos las mujeres en el
    mundo!» Pedro Vicario le pidió prestado los
    utensilios de afeitar de su marido, y ella le llevó la
    brocha, el jabón, el espejo de colgar y la máquina
    con la cuchilla nueva, pero él se afeitó con el
    cuchillo de destazar. Clotilde Armenta pensaba que eso fue el
    colmo del machismo. «Parecía un matón de
    cine»,
    me dijo. Sin embargo, él me explicó después,
    y era cierto, que en el cuartel había aprendido a
    afeitarse con navaja barbera, y nunca más lo pudo hacer de
    otro modo. Su hermano, por su parte, se afeitó del modo
    más humilde con la máquina prestada de don Rogelio
    de la Flor. Por último se bebieron la botella en silencio,
    muy despacio, contemplando con el aire lelo de los amanecidos la
    ventana apagada en la casa de enfrente, mientras pasaban clientes
    fingidos comprando leche sin necesidad y preguntando por cosas de
    comer que no existían, con la intención de ver si
    era cierto que estaban esperando a Santiago Nasar para
    matarlo.
    Los hermanos Vicario no verían encenderse esa ventana.
    Santiago Nasar entró en su casa a las 4.20, pero no tuvo
    que encender ninguna luz para llegar al dormitorio porque el foco
    de la escalera permanecía encendido durante la noche. Se
    tiró sobre la cama en la oscuridad y con la ropa puesta,
    pues sólo le quedaba una hora para dormir, y así lo
    encontró Victoria Guzmán cuando subió a
    despertarlo para que recibiera al obispo.
    Habíamos estado juntos en la casa de María
    Alejandrina Cervantes hasta pasadas las tres, cuando ella misma
    despachó a los músicos y apagó las luces del
    patio de baile para que sus mulatas de placer se acostaran solas
    a descansar. Hacía tres días con sus noches que
    trabajaban sin reposo, primero atendiendo en secreto a los
    invitados de honor, y después destrampadas a puertas
    abiertas con los que nos quedamos incompletos con la parranda de
    la boda. María Alejandrina Cervantes, de quien
    decíamos que sólo había de dormir una vez
    para morir, fue la mujer más elegante y la más
    tierna que conocí jamás, y la más servicial
    en la cama, pero también la más severa.
    Había nacido y crecido aquí, y aquí
    vivía, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos
    de alquiler y un enorme patio de baile con calabazos de luz
    comprados en los bazares chinos de Paramaribo. Fue ella quien
    arrasó con la virginidad de mi generación. Nos
    enseñó mucho más de lo que debíamos
    aprender, pero nos enseñó sobre todo que
    ningún lugar de la vida es más triste que una canea
    vacía. Santiago Nasar perdió el sentido desde que
    la vio por primera vez. Yo lo previne: Halcón que se
    atreve con garza guerrera, peligros espera.
    Pero él no me oyó, aturdido por los silbos
    quiméricos de
    María Alejandrina Cervantes. Ella fue su pasión
    desquiciada, su maestra de lágrimas a los 15 años,
    hasta que Ibrahim Nasar se lo quitó de la cama a correazos
    y lo encerró más de un año en El Divino
    Rostro.
    Desde entonces siguieron vinculados por un afecto serio, pero sin
    el desorden del amor, y ella le tenía tanto respeto que no
    volvió a acostarse con nadie si él estaba presente.
    En aquellas últimas vacaciones nos despachaba temprano con
    el pretexto inverosímil de que estaba cansada, pero dejaba
    la puerta sin tranca y una luz encendida en el corredor para que
    yo volviera a entrar en secreto.
    Santiago Nasar tenía un talento casi mágico para
    los disfraces, y su diversión predilecta era trastocar la
    identidad de
    las mulatas. Saqueaba los roperos de unas para disfrazar a las
    otras, de modo que todas terminaban por sentirse distintas de
    sí mismas e iguales a las que no eran. En cierta
    ocasión, una de ellas se vio repetida en otra con tal
    acierto, que sufrió una crisis de
    llanto. «Sentí que me había salido del
    espejo», dijo. Pero aquella noche, María
    Alejandrina
    Cervantes no permitió que Santiago Nasar se complaciera
    por última vez en sus artificios de transformista, y lo
    hizo con pretextos tan frívolos que el mal sabor de ese
    recuerdo le cambió la vida. Así que nos llevamos a
    los músicos a una ronda de serenatas, y seguirnos la
    fiesta por nuestra cuenta, mientras los gemelos Vicario esperaban
    a Santiago Nasar para matarlo. Fue a él a quien se le
    ocurrió, casi a las cuatro, que subiéramos a la
    colina del viudo de Xius para cantarles a los recién
    casados.
    No sólo les cantamos por las ventanas, sino que tiramos
    cohetes y reventamos petardos en los jardines, pero no percibimos
    ni una señal de vida dentro de la quinta. No se nos
    ocurrió que no hubiera nadie, sobre todo porque el
    automóvil nuevo estaba en la puerta, todavía con la
    capota plegada y con las cintas de raso y los macizos de azahares
    de parafina que les habían colgado en la fiesta. Mi
    hermano Luis Enrique, que entonces tocaba la guitarra como un
    profesional, improvisó en honor de los recién
    casados una canción de equívocos matrimoniales.
    Hasta entonces no había llovido. Al contrario, la luna
    estaba en el centro del cielo, y el aire era diáfano, y en
    el fondo del precipicio se veía el reguero de luz de los
    fuegos fatuos en el cementerio. Del otro lado se divisaban los
    sembrados de plátanos azules bajo la luna, las
    ciénagas tristes y la línea fosforescente del
    Caribe en el horizonte. Santiago Nasar señaló una
    lumbre intermitente en el mar, y nos dijo que era el ánima
    en pena de un barco negrero que se había hundido con un
    cargamento de esclavos del Senegal frente a la boca grande de
    Cartagena de Indias. No era posible pensar que tuviera
    algún malestar de la conciencia, aunque entonces no
    sabía que la efímera vida matrimonial de
    Ángela Vicario había terminado dos horas antes.
    Bayardo San Román la había llevado a pie a casa de
    sus padres para que el ruido del motor no delatara
    su desgracia antes de tiempo, y estaba otra vez solo y con las
    luces apagadas en la quinta feliz del viudo de Xius.
    Cuando bajamos la colina, mi hermano nos invitó a
    desayunar con pescado frito en las fondas del mercado, pero
    Santiago Nasar se opuso porque quería dormir una hora
    hasta que llegara el obispo. Se fue con Cristo Bedoya por la
    orilla del río bordeando los tambos de pobres que
    empezaban a encenderse en el puerto antiguo, y antes de doblar la
    esquina nos hizo una señal de adiós con la mano.
    Fue la última vez que lo vimos.
    Cristo Bedoya, con quien estaba de acuerdo para encontrarse
    más tarde en el puerto, lo despidió en la entrada
    posterior de su casa. Los perros le ladraban por costumbre cuando
    lo sentían entrar, pero él los apaciguaba en la
    penumbra con el campanilleo de las llaves. Victoria Guzmán
    estaba vigilando la cafetera en el fogón cuando él
    pasó por la cocina hacia el interior de la casa.
    -Blanco -lo llamó-: ya va a estar el café.
    Santiago Nasar le dijo que lo tomaría más tarde, y
    le pidió decirle a Divina Flor que lo despertara a las
    cinco y media, y que le llevara una muda de ropa limpia igual a
    la que llevaba puesta. Un instante después de que
    él subió a acostarse, Victoria Guzmán
    recibió el recado de Clotilde Armenta con la pordiosera de
    la leche. A las 5.30 cumplió la orden de despertarlo, pero
    no mandó a Divina Flor sino que subió ella misma al
    dormitorio con el vestido de lino, pues no perdía ninguna
    ocasión de preservar a la hija contra las garras del
    boyardo.
    María Alejandrina Cervantes había dejado sin tranca
    la puerta de la casa. Me despedí de mi hermano,
    atravesé el corredor donde dormían los gatos de las
    mulatas amontonados entre los tulipanes, y empujé sin
    tocar la puerta del dormitorio. Las luces estaban apagadas, pero
    tan pronto como entré percibí el olor de mujer
    tibia y vi los ojos de leoparda insomne en la oscuridad, y
    después no volví a saber de mí mismo hasta
    que empezaron a sonar las campanas.
    De paso para nuestra casa, mi hermano entró a comprar
    cigarrillos en la tienda de Clotilde Armenta. Había bebido
    tanto, que sus recuerdos de aquel encuentro fueron siempre muy
    confusos, pero no olvidó nunca el trago mortal que le
    ofreció Pedro Vicario.
    «Era candela pura», me dijo. Pablo Vicario, que
    había empezado a dormirse, despertó sobresaltado
    cuando lo sintió entrar, y le mostró el cuchillo.
    -Vamos a matar a Santiago Nasar -le dijo.
    Mi hermano no lo recordaba. «Pero aunque lo recordara no lo
    hubiera creído -me ha dicho muchas veces-. ¡A
    quién carajo se le podía ocurrir que los gemelos
    iban a matar a nadie, y menos con un cuchillo de puercos!»
    Luego le preguntaron dónde estaba Santiago Nasar, pues los
    habían visto juntos a las dos, y mi hermano no
    recordó tampoco su propia respuesta. Pero Clotilde Armenta
    y los hermanos Vicario se sorprendieron tanto al oírla,
    que la dejaron establecida en el sumario con declaraciones
    separadas. Según ellos, mi hermano dijo: «Santiago
    Nasar está muerto». Después impartió
    una bendición episcopal, tropezó en el pretil de la
    puerta y salió dando tumbos.
    En medio de la plaza se cruzó con el padre Amador. Iba
    para el puerto con sus ropas de oficiar, seguido por un
    acólito que tocaba la campanilla y varios ayudantes con el
    altar para la misa campal del obispo. Al verlos pasar, los
    hermanos Vicario se santiguaron.
    Clotilde Armenta me contó que habían perdido las
    últimas esperanzas cuando el párroco pasó de
    largo frente a su casa. «Pensé que no había
    recibido mi recado», dijo.
    Sin embargo, el padre Amador me confesó muchos años
    después, retirado del mundo en la tenebrosa Casa de
    Salud de
    Calafell, que en efecto había recibido el mensaje de
    Clotilde Armenta, y otros más perentorios, mientras se
    preparaba para ir al puerto. «La verdad es que no supe
    qué hacer -me dijo-. Lo primero que pensé fue que
    no era un asunto mío sino de la autoridad
    civil, pero después resolví decirle algo de pasada
    a Plácida Linero.» Sin embargo, cuando
    atravesó la plaza lo había olvidado por
    completo.
    «Usted tiene que entenderlo -me dijo-: aquel día
    desgraciado llegaba el obispo.» En el momento del crimen se
    sintió tan desesperado, y tan indigno de sí mismo,
    que no se le ocurrió nada más que ordenar que
    tocaran a fuego. Mi hermano Luis Enrique entró en la casa
    por la puerta de la cocina, que mi madre dejaba sin cerrojo para
    que mi padre no nos sintiera entrar. Fue al baño antes de
    acostarse, pero se durmió sentado en el retrete, y cuando
    mi hermano Jaime se levantó para ir a la escuela, lo
    encontró tirado boca abajo en las baldosas, y cantando
    dormido.
    Mi hermana la monja, que no iría a esperar al obispo
    porque tenía una cruda de cuarenta grados, no
    consiguió despertarlo. «Estaban dando las cinco
    cuando fui al baño», me dijo.
    Más tarde, cuando mi hermana Margot entró a
    bañarse para ir al puerto, logró llevarlo a duras
    penas al dormitorio. Desde el otro lado del sueño,
    oyó sin despertar los primeros bramidos del buque del
    obispo. Después se durmió a fondo, rendido por la
    parranda, hasta que mi hermana la monja entró en el
    dormitorio tratando de ponerse el hábito a la carrera, y
    lo despertó con su grito de loca:
    -¡Mataron a Santiago Nasar!
    Los estragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la
    autopsia inclemente que el padre Carmen Amador se vio obligado a
    hacer por ausencia del doctor Dionisio Iguarán. «Fue
    como si hubiéramos vuelto a matarlo después de
    muerto -me dijo el antiguo párroco en su retiro de
    Calafell-. Pero era una orden del alcalde, y las órdenes
    de aquel bárbaro, por estúpidas que fueran,
    había que cumplirlas.» No era del todo justo. En la
    confusión de aquel lunes absurdo, el coronel Aponte
    había sostenido una conversación telegráfica
    urgente con el gobernador de la provincia, y éste lo
    autorizó para que hiciera las diligencias preliminares
    mientras mandaban un juez instructor. El alcalde había
    sido antes oficial de tropa sin ninguna experiencia en asuntos de
    justicia, y
    era demasiado fatuo para preguntarle a alguien que lo supiera por
    dónde tenía que empezar. Lo primero que lo
    inquietó fue la autopsia. Cristo Bedoya, que era
    estudiante de medicina, logró la dispensa por su amistad
    íntima con Santiago Nasar. El alcalde pensó que el
    cuerpo podía mantenerse refrigerado hasta que regresara el
    doctor Dionisio
    Iguarán, pero no encontró nevera de tamaño
    humano, y la única apropiada en el mercado estaba fuera de
    servicio. El cuerpo había sido expuesto a la
    contemplación pública. en el centro de la sala,
    tendido sobre un angosto catre de hierro
    mientras le fabricaban un ataúd de rico. Habían
    llevado los ventiladores de los dormitorios, y algunos de las
    casas vecinas, pero había tanta gente ansiosa de verlo.
    que fue preciso apartar los muebles y descolgar las jaulas y las
    macetas de helechos, y aun así era insoportable el
    calor.
    Además, los perros alborotados por el olor de la muerte
    aumentaban la zozobra. No habían dejado de aullar desde
    que yo entré en la casa, cuando Santiago Nasar agonizaba
    todavía en la cocina, y encontré a Divina Flor
    llorando a gritos y manteniéndolos a raya con una tranca.
    -Ayúdame -me gritó-, que lo que quieren es comerse
    las tripas.
    Los encerramos con candado en las pesebreras. Plácida
    Linero ordenó más tarde que los llevaran a
    algún lugar apartado hasta después del entierro.
    Pero hacia el medio día, nadie supo cómo, se
    escaparon de donde estaban e irrumpieron enloquecidos en la
    casa.
    Plácida Linero, por una vez, perdió los
    estribos.
    -¡Estos perros de mierda! -gritó-. ¡Que los
    maten!
    La orden se cumplió de inmediato, y la casa volvió
    a quedar en silencio. Hasta entonces no había temor alguno
    por el estado del
    cuerpo. La cara había quedado intacta, con la misma
    expresión que tenía cuando cantaba, y Cristo Bedoya
    le había vuelto a colocar las vísceras en su lugar
    y lo había fajado con una banda de lienzo. Sin embargo, en
    la tarde empezaron a manar de las heridas unas aguas color de
    almíbar que atrajeron a las moscas, y una mancha morada le
    apareció en el bozo y se extendió muy despacio como
    la sombra de una nube en el agua hasta
    la raíz del cabello. La cara que siempre fue indulgente
    adquirió una expresión de enemigo, y su madre se la
    cubrió con un pañuelo. El coronel Aponte
    comprendió entonces que ya no era posible esperar, y le
    ordenó al padre Amador que practicara la autopsia.
    «Habría sido peor desenterrarlo después de
    una semana», dijo. El párroco había hecho la
    carrera de medicina y cirugía en Salamanca, pero
    ingresó en el seminario sin
    graduarse, y hasta el alcalde sabía que su autopsia
    carecía de valor legal. Sin embargo, hizo cumplir la
    orden.
    Fue una masacre, consumada en el local de la escuela
    pública con la ayuda del boticario que tomó las
    notas, y un estudiante de primer año de medicina que
    estaba aquí de vacaciones. Sólo dispusieron de
    algunos instrumentos de cirugía menor, y el resto fueron
    hierros de artesanos. Pero al margen de los destrozos en el
    cuerpo, el informe del padre
    Amador parecía correcto, y el instructor lo
    incorporó al sumario como una pieza útil. Siete de
    las numerosas heridas eran mortales. El hígado estaba casi
    seccionado por dos perforaciones profundas en la cara anterior.
    Tenía cuatro incisiones en el estómago, y una de
    ellas tan profunda que lo atravesó por completo y le
    destruyó el páncreas. Tenía otras seis
    perforaciones menores en el colon trasverso, y múltiples
    heridas en el intestino delgado. La única que tenía
    en el dorso, a la altura de la tercera vértebra lumbar, le
    había perforado el riñón derecho. La cavidad
    abdominal estaba ocupada por grandes témpanos de sangre, y
    entre el lodazal de contenido gástrico apareció una
    medalla de oro de la Virgen del Carmen que Santiago Nasar se
    había tragado a la edad de cuatro años. La cavidad
    torácica mostraba dos perforaciones: una en el segundo
    espacio intercostal derecho que le alcanzó a interesar el
    pulmón, y otra muy cerca de la axila izquierda.
    Tenía además seis heridas menores en los brazos y
    las manos, y dos tajos horizontales: uno en el muslo derecho y
    otro en los músculos del abdomen. Unía una punzada
    profunda en la palma de la mano derecha. El informe dice:
    «Parecía un estigma del Crucificado». La masa
    encefálica pesaba sesenta gramos más que 1a de un
    inglés
    normal, y el padre Amador consignó en el informe que
    Santiago Nasar tenía una inteligencia
    superior y un porvenir brillante. Sin embargo, en la nota final
    señalaba una hipertrofia del hígado que
    atribuyó a una hepatitis mal
    curada. «Es decir -me dijo-, que de todos modos le quedaban
    muy pocos años de vida.» El doctor Dionisio
    Iguarán, que en efecto le había tratado una
    hepatitis a
    Santiago Nasar a los doce años, recordaba indignado
    aquella autopsia. «Tenía que ser cura para ser tan
    bruto -me dijo-. No hubo manera de hacerle entender nunca que la
    gente del trópico tenemos el hígado más
    grande que los gallegos.» El informe concluía que la
    causa de la muerte fue una hemorragia masiva ocasionada por
    cualquiera de las siete heridas mayores.
    Nos devolvieron un cuerpo distinto. La mitad del cráneo
    había sido destrozado con la trepanación, y el
    rostro de galán que la muerte había preservado
    acabó de perder su identidad. Además, el
    párroco había arrancado de cuajo las
    vísceras destazadas, pero al final no supo qué
    hacer con ellas, y les impartió una bendición de
    rabia y las tiró en el balde de la basura. A los
    últimos curiosos asomados a las ventanas de la escuela
    pública se les acabó la curiosidad, el ayudante se
    desvaneció, y el coronel Lázaro Aponte, que
    había visto y causado tantas masacres de represión,
    terminó por ser vegetariano además de espiritista.
    El cascarón vacío, embutido de trapos y cal viva, y
    cosido a la machota con bramante basto y agujas de enfardelar,
    estaba a punto de desbaratarse cuando lo pusimos en el
    ataúd nuevo de seda capitonada. «Pensé que
    así se conservaría por más tiempo», me
    dijo el padre Amador. Sucedió lo contrario: tuvimos que
    enterrarlo de prisa al amanecer, porque estaba en tan mal estado
    que ya no era soportable dentro de la casa.
    Despuntaba un martes turbio. No tuve valor para dormir solo al
    término de la jornada opresiva, y empujé la puerta
    de la casa de María Alejandrina Cervantes por si no
    había pasado el cerrojo. Los calabazos de luz estaban
    encendidos en los árboles, y en el patio de baile
    había varios fogones de leña con enormes ollas
    humeantes, donde las mulatas estaban tiñendo de luto sus
    ropas de parranda. Encontré a María Alejandrina
    Cervantes despierta como siempre al amanecer, y desnuda por
    completo como siempre que no había extraños en la
    casa. Estaba sentada a la turca sobre la cama de reina frente a
    un platón
    babilónico de cosas de comer: costillas de ternera, una
    gallina hervida, lomo de cerdo, y una guarnición de
    plátanos y legumbres que hubieran alcanzado para
    cinco.
    Comer sin medida fue siempre su único modo de llorar, y
    nunca la había visto hacerlo con semejante pesadumbre. Me
    acosté a su lado, vestido, sin hablar apenas, y llorando
    yo también a mi modo. Pensaba en la ferocidad del destino
    de Santiago Nasar, que le había cobrado 20 años de
    dicha no sólo con la muerte, sino además con el
    descuartizamiento del cuerpo, y con su dispersión y
    exterminio. Soñé que una mujer entraba en el cuarto
    con una niña en brazos, y que ésta ronzaba sin
    tomar aliento y los granos de maíz a
    medio mascar le caían en el corpiño. La mujer me
    dijo: «Ella mastica a la topa tolondra, un poco al
    desgaire, un poco al desgarriate». De pronto sentí
    los dedos ansiosos que me soltaban los botones de la camisa, y
    sentí el olor peligroso de la bestia de amor acostada a
    mis espaldas, y sentí que me hundía en las delicias
    de las arenas movedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe,
    tosió desde muy lejos y se escurrió de mi vida.
    -No puedo -dijo-: hueles a él.
    No sólo yo. Todo siguió oliendo a Santiago Nasar
    aquel día. Los hermanos Vicario lo sintieron en el
    calabozo donde los encerró el alcalde mientras se le
    ocurría qué hacer con ellos. «Por más
    que me restregaba con jabón y estropajo no podía
    quitarme el olor», me dijo Pedro Vicario. Llevaban tres
    noches sin dormir, pero no podían descansar, porque tan
    pronto como empezaban a dormirse volvían a cometer el
    crimen. Ya casi viejo, tratando de explicarme su estado de aquel
    día interminable, Pablo Vicario me dijo sin ningún
    esfuerzo: «Era como estar despierto dos veces». Esa
    frase me hizo pensar que lo más insoportable para ellos en
    el calabozo debió haber sido la lucidez. El cuarto
    tenía tres metros de lado, una claraboya muy alta con
    barras de hierro, una letrina portátil, un aguamanil con
    su palangana y su jarra, y dos camas de mampostería con
    colchones de estera. El coronel Aponte, bajo cuyo mandato se
    había construido, decía que no hubo nunca un hotel
    más humano. Mi hermano Luis Enrique estaba de acuerdo,
    pues una noche lo encarcelaron por una reyerta de músicos,
    y el alcalde permitió por caridad que una de las mulatas
    lo acompañara. Tal vez los hermanos Vicario hubieran
    pensado lo mismo a las ocho de la mañana, cuando se
    sintieron a salvo de los árabes. En ese momento los
    reconfortaba el prestigio de haber cumplido con su ley, y su
    única inquietud era la persistencia del olor. Pidieron
    agua abundante, jabón de monte y estropajo, y se lavaron
    la sangre de los brazos y la cara, y lavaron además las
    camisas, pero no lograron descansar. Pedro Vicario pidió
    también sus purgaciones y diuréticos, y un rollo de
    gasa estéril para cambiarse la venda, y pudo orinar dos
    veces durante la mañana. Sin embargo, la vida se le fue
    haciendo tan difícil a medida que avanzaba el día,
    que el olor pasó a segundo lugar. A las dos de la tarde,
    cuando hubiera podido fundirlos la modorra del calor, Pedro
    Vicario estaba tan cansado que no podía permanecer tendido
    en la cama, pero el mismo cansancio le impedía mantenerse
    de pie. El dolor de las ingles le llegaba hasta el cuello, se le
    cerró la orina, y padeció la certidumbre espantosa
    de que no volvería a dormir en el resto de su vida.
    «Estuve despierto once meses», me dijo, y yo lo
    conocía bastante bien para saber que era cierto. No pudo
    almorzar. Pablo Vicario, por su parte, comió un poco de
    cada cosa que le llevaron, y un cuarto de hora después se
    desató en una colerina pestilente. A las seis de la tarde,
    mientra le hacían la autopsia al cadáver de
    Santiago Nasar, el alcalde fue llamado de urgencia porque Pedro
    Vicario estaba convencido de que habían envenenado a su
    hermano. «Me estaba yendo en aguas -me dijo Pablo Vicario-,
    y no podíamos quitarnos la idea de que eran vainas de los
    turcos.» Hasta entonces había desbordado dos veces
    la letrina portátil, y el guardián de vista lo
    había llevado otras seis al retrete de la alcaldía.
    Allí lo encontró el coronel Aponte,
    encañonado por la guardia en el excusado sin puertas, y
    desaguándose con tanta fluidez que no era absurdo pensar
    en el veneno. Pero lo descartaron de inmediato, cuando se
    estableció que sólo había bebido el agua y
    comido el almuerzo que les mandó Pura Vicario. No
    obstante, el alcalde quedó tan impresionado, que se
    llevó a los presos para su casa con una custodia especial,
    hasta que vino el juez de instrucción y los
    trasladó al panóptico de Riohacha. El temor de los
    gemelos respondía al estado de ánimo de la calle.
    No se descartaba una represalia de los árabes, pero nadie,
    salvo los hermanos Vicario, habla pensado en el veneno. Se
    suponía más bien que aguardaran la noche para echar
    gasolina por la claraboya e incendiar a los prisioneros dentro
    del calabozo. Pero aun ésa era una suposición
    demasiado fácil. Los árabes constituían una
    comunidad de
    inmigrantes pacíficos que se establecieron a principios del
    siglo en los pueblos del Caribe, aun en los más remotos y
    pobres, y allí se quedaron vendiendo trapos de colores y
    baratijas de feria. Eran unidos, laboriosos y católicos.
    Se casaban entre ellos, importaban su trigo, criaban corderos en
    los patios y cultivaban el orégano y la berenjena, y su
    única pasión tormentosa eran los juegos de
    barajas. Los mayores siguieron hablando el árabe rural que
    trajeron de su tierra, y lo
    conservaron intacto en familia hasta la segunda
    generación, pero los de la tercera, con la
    excepción de Santiago Nasar, les oían a sus padres
    en árabe y les contestaban en castellano. De
    modo que no era concebible que fueran a alterar de pronto su
    espíritu pastoral para vengar una muerte cuyos culpables
    podíamos ser todos. En cambio nadie pensó en una
    represalia de la familia de Plácida Linero, que fueron
    gentes de poder y de
    guerra hasta que se les acabó la fortuna, y que
    habían engendrado más de dos matones de cantina
    preservados por la sal de su nombre.
    El coronel Aponte, preocupado por los rumores, visitó a
    los árabes familia por familia, y al menos por esa vez
    sacó una conclusión correcta. Los encontró
    perplejos y tristes, con insignias de duelo en sus altares, y
    algunos lloraban a gritos sentados en el suelo, pero ninguno
    abrigaba propósitos de venganza. Las reacciones de la
    mañana habían surgido al calor del crimen, y sus
    propios protagonistas admitieron que en ningún caso
    habrían pasado de los golpes. Más aún: fue
    Suseme Abdala, la matriarca centenaria, quien recomendó la
    infusión prodigiosa de flores de pasionaria y ajenjo mayor
    que segó la colerina de Pablo Vicario y desató a la
    vez el manantial florido de su gemelo. Pedro Vicario cayó
    entonces en un sopor insomne, y el hermano restablecido
    concilió su primer sueño sin remordimientos.
    Así los encontró Purísima Vicario a las tres
    de la madrugada del martes, cuando el alcalde la llevó a
    despedirse de ellos.
    Se fue la familia completa, hasta las hijas mayores con sus
    maridos, por iniciativa del coronel Aponte. Se fueron sin que
    nadie se diera cuenta, al amparo del
    agotamiento público, mientras los únicos
    sobrevivientes despiertos de aquel día irreparable
    estábamos enterrando a Santiago Nasar. Se fueron mientras
    se calmaban los ánimos, según la decisión
    del alcalde, pero no regresaron jamás. Pura Vicario le
    envolvió la cara con un trapo a la hija devuelta para que
    nadie le viera los golpes, y la vistió de rojo encendido
    para que no se imaginaran que le iba guardando luto al amante
    secreto.
    Antes de irse le pidió al padre Amador que confesara a los
    hijos en la cárcel, pero Pedro Vicario se negó, y
    convenció al hermano de que no tenían nada de que
    arrepentirse. Se quedaron solos, y el día del traslado a
    Riohacha estaban ten repuestos y convencidos de su razón,
    que no quisieron ser sacados de noche, como hicieron con la
    familia, sino a pleno sol y con su propia cara. Poncio Vicario,
    el padre, murió poco después. «Se lo
    llevó la pena moral»,
    me dijo Ángela Vicario. Cuando los gemelos fueron
    absueltos se quedaron en Riohacha, a sólo un día de
    viaje de Manaure, donde vivía la familia. Allá fue
    Prudencia Cotes a casarse con Pablo Vicario, que aprendió
    el oficio del oro en el taller de su padre y llegó a ser
    un orfebre depurado. Pedro Vicario, sin amor ni empleo, se
    reintegró tres años después a las Fuerzas
    Armadas, mereció las insignias de sargento primero, y una
    mañana espléndida su patrulla se internó en
    territorio de guerrillas cantando canciones de putas, y nunca
    más se supo de ellos.
    Para la inmensa mayoría sólo hubo una
    víctima: Bayardo San Román. Suponían que los
    otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con
    dignidad, y hasta con cierta grandeza, la parte de favor que la
    vida les tenía señalada. Santiago Nasa,
    había expiado la injuria, los hermanos Vicario
    habían probado su condición de hombres, y la
    hermana burlada estaba otra vez en posesión de su honor.
    El único que lo había perdido todo era Bayardo San
    Román. «El pobre Bayardo», como se le
    recordó durante años. Sin embargo, nadie se
    había acordado de él hasta después del
    eclipse de luna, el sábado siguiente, cuando el viudo de
    Mus le contó al alcalde que había visto un
    pájaro fosforescente aleteando sobre su antigua casa, y
    pensaba que era el ánima de su esposa que andaba
    reclamando lo suyo. El alcalde se dio en la frente una palmada
    que no tenía nada que ver con la visión del
    viudo.
    -¡Carajo! -gritó-. ¡Se me había
    olvidado ese pobre hombre!
    Subió a la colina con una patrulla, y encontró el
    automóvil descubierto frente a la quinta, y vio una luz
    solitaria en el dormitorio, pero nadie respondió a sus
    llamados. Así que forzaron una puerta lateral y
    recorrieron los cuartos iluminados por los rescoldos del eclipse.
    «Las cosas parecían debajo del agua», me
    contó el alcalde. Bayardo San Román estaba
    inconsciente en la cama, todavía como lo había
    visto Pura Vicario en la madrugada del lunes con el
    pantalón de fantasía y la camisa de seda, pero sin
    los zapatos. Había botellas vacías por el suelo, y
    muchas más sin abrir junto a la cama, pero ni un rastro de
    comida. «Estaba en el último grado de
    intoxicación etílica», me dijo el doctor
    Dionisio Iguarán, que lo había atendido de
    emergencia. Pero se recuperó en pocas horas, y tan pronto
    como recobró la razón los echó a todos de la
    casa con los mejores modos de que fue capaz.
    -Que nadie me joda -dijo-. Ni mi papá con sus pelotas de
    veterano.
    El alcalde informó del episodio al general Petronio San
    Román, hasta la última frase literal, con un
    telegrama alarmante.
    El general San Román debió tomar al pie de la letra
    la voluntad del hijo, porque no vino a buscarlo, sino que
    mandó a la esposa con las hijas, y a otras dos mujeres
    mayores que parecían ser sus hermanas. Vinieron en un
    buque de carga, cerradas de luto hasta el cuello por la desgracia
    de Bayardo San Román, y con los cabellos sueltos de dolor.
    Antes de pisar tierra firme
    se quitaron los zapatos y atravesaron las calles hasta la colina
    caminando descalzas en el polvo ardiente del medio día,
    arrancándose mechones de raíz y llorando con gritos
    tan desgarradores que parecían de júbilo. Yo las vi
    pasar desde el balcón de Magdalena Oliver, y recuerdo
    haber pensado que un desconsuelo como ése sólo
    podía fingirse para ocultar otras vergüenzas
    mayores.
    El coronel Lázaro Aponte las acompañó a la
    casa de la colina, y luego subió el doctor Dionisio
    Iguarán en su mula de urgencias. Cuando se alivió
    el sol, dos
    hombres del municipio bajaron a Bayardo San Román en una
    hamaca colgada de un palo, tapado hasta la cabeza con una manta y
    con el séquito de plañideras. Magdalena Oliver
    creyó que estaba muerto.
    -¡Collons de déu -exclamó-, qué
    desperdicio!
    Estaba otra vez postrado por el alcohol, pero
    costaba creer que lo llevaran vivo, porque el brazo derecho le
    iba arrastrando por el suelo, y tan pronto como la madre se lo
    ponía dentro de la hamaca se le volvía a descolgar,
    de modo que dejó un rastro en la tierra
    desde la cornisa del precipicio hasta la plataforma del buque.
    Eso fue lo último que nos quedó de él: un
    recuerdo de víctima.
    Dejaron la quinta intacta. Mis hermanos y yo subíamos a
    explorarla en noches de parranda cuando volvíamos de
    vacaciones, y cada vez encontrábamos menos cosas de valor
    en los aposentos abandonados. Una vez rescatamos la maletita de
    mano que Ángela Vicario le había pedido a su madre
    la noche de bodas, pero no le dimos ninguna importancia. Lo que
    encontramos dentro parecían ser los afeites naturales para
    la higiene y la
    belleza de una mujer, y sólo conocí su verdadera
    utilidad
    cuando Ángela Vicario me contó muchos años
    más tarde cuáles fueron los artificios de comadrona
    que le habían enseñado para engañar al
    esposo. Fue el único rastro que dejó en el que
    fuera su hogar de casada por cinco horas. Años
    después, cuando volví a buscar los últimos
    testimonios para esta crónica, no quedaban tampoco ni los
    rescoldos de la dicha de Yolanda de Xius. Las cosas habían
    ido desapareciendo poco a poco a pesar de la vigilancia
    empecinada del coronel Lázaro Aponte, inclusive el
    escaparate de seis lunas de cuerpo entero que los maestros
    cantores de Mompox habían tenido que armar dentro de la
    casa, pues no cabía por las puertas. Al principio, el
    viudo de Xius estaba encantado pensando que eran recursos
    póstumos de la esposa para llevarse lo que era suyo. El
    coronel Lázaro Aponte se burlaba de él. Pero una
    noche se le ocurrió oficiar una misa de espiritismo para
    esclarecer el misterio, y el alma de Yolanda de Mus le
    confirmó de su puño y letra que en efecto era ella
    quien estaba recuperando para su casa de la muerte los
    cachivaches de la felicidad. La quinta empezó a
    desmigajarse. El coche de bodas se fue desbaratando en la puerta,
    y al final no quedó sino la carcacha podrida por la
    intemperie. Durante muchos años no se volvió a
    saber nada de su dueño. Hay una declaración suya en
    el sumario, pero es tan breve y convencional, que parece
    remendada a última hora para cumplir con una
    fórmula ineludible. La única vez que traté
    de hablar con él, 23 años más tarde, me
    recibió con una cierta agresividad, y se negó a
    aportar el dato más ínfimo que permitiera
    clarificar un poco su participación en el drama. En todo
    caso, ni siquiera sus padres sabían de él mucho
    más que nosotros, ni tenían la menor idea de
    qué vino a hacer en un pueblo extraviado sin otro
    propósito aparente que el de casarse con una mujer que no
    había visto nunca.
    De Ángela Vicario, en cambio, tuve siempre noticias de
    ráfagas que me inspiraron una imagen idealizada. Mi
    hermana la monja anduvo algún tiempo por la alta Guajira
    tratando de convertir a los últimos idólatras, y
    solía detenerse a conversar con ella en la aldea abrasada
    por la sal del Caribe donde su madre había tratado de
    enterrarla en vida. «Saludos de tu prima», me
    decía siempre. Mi hermana Margot, que también la
    visitaba en los primeros años, me contó que
    habían comprado una casa de material con un patio muy
    grande de vientos cruzados, cuyo único problema eran las
    noches de mareas altas, porque los retretes se desbordaban y los
    pescados amanecían dando saltos en los dormitorios. Todos
    los que la vieron en esa época coincidían en que
    era absorta y diestra en la máquina de bordar, y que a
    través de su industria
    había logrado el olvido.
    Mucho después, en una época incierta en que trataba
    de entender algo de mí mismo vendiendo enciclopedias y
    libros de
    medicina por los pueblos de la Guajira, me llegué por
    casualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una
    casa frente al mar, bordando a máquina en la hora de
    más calor, había una mujer de medio luto con
    antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba
    colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al
    verla así, dentro del marco idílico de la ventana,
    no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía,
    porque me resistía a admitir que la vida terminara por
    parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella:
    Ángela Vicario 23 años después del
    drama.
    Me trató igual que siempre, como un primo remoto, y
    contestó a mis preguntas con muy buen juicio y con sentido
    del humor. Era tan madura e ingeniosa, que costaba trabajo creer
    que fuera la misma. Lo que más me sorprendió fue la
    forma en que había terminado por entender su propia vida.
    Al cabo de pocos minutos ya no me pareció tan envejecida
    como a primera vista, sino casi tan joven como en el recuerdo, y
    no tenía nada en común con la que habían
    obligado a casarse sin amor a los 20 años. Su madre, de
    una vejez mal
    entendida, me recibió como a un fantasma difícil.
    Se negó a hablar del pasado, y tuve que conformarme para
    esta crónica con algunas frases sueltas de sus
    conversaciones con mi madre, y otras pocas rescatadas de mis
    recuerdos. Había hecho más que lo posible para que
    Ángela Vicario se muriera en vida, pero la misma hija le
    malogró los propósitos, porque nunca hizo
    ningún misterio de su desventura. Al contrario: a todo el
    que quiso oírla se la contaba con sus pormenores, salvo el
    que nunca se había de aclarar: quién fue, y
    cómo y cuándo, el verdadero causante de su
    perjuicio, porque nadie creyó que en realidad hubiera sido
    Santiago Nasar. Pertenecían a dos mundos divergentes.
    Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos. Santiago Nasar
    era demasiado altivo para fijarse en ella. «Tu prima la
    boba», me decía, cuando tenía que
    mencionarla. Además, como decíamos entonces,
    él era un gavilán pollero. Andaba solo, igual que
    su padre, cortándole el cogollo a cuanta doncella sin
    rumbo empezaba a despuntar por esos montes, pero nunca se le
    conoció dentro del pueblo otra relación distinta de
    la convencional que mantenía con Flora Miguel, y de la
    tormentosa que lo enloqueció durante catorce meses con
    María Alejandrina Cervantes. La versión más
    corriente, tal vez por ser la más perversa, era que
    Ángela Vicario estaba protegiendo a alguien a quien de
    veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago Nasar
    porque nunca pensó que sus hermanos se atreverían
    contra él. Yo mismo traté de arrancarle esta verdad
    cuando la visité por segunda vez con todos mis argumentos
    en orden, pero ella apenas si levantó la vista del bordado
    para rebatirlos. -Ya no le des más vueltas, primo -me
    dijo-. Fue él.
    Todo lo demás lo contó sin reticencias, hasta el
    desastre de la noche de bodas. Contó que sus amigas la
    habían adiestrado para que emborrachara al esposo en la
    cama hasta que perdiera el sentido, que aparentara más
    vergüenza de la que sintiera para que él apagara la
    luz, que se hiciera un lavado drástico de aguas de alumbre
    para fingir la virginidad, y que manchara la sábana con
    mercurio cromo para que pudiera exhibirla al día siguiente
    en su patio de recién casada. Sólo dos cosas no
    tuvieron en cuenta sus coberteras: la excepcional resistencia de
    bebedor de Bayardo San Román, y la decencia pura que
    Ángela Vicario llevaba escondida dentro de la estolidez
    impuesta por su madre. «No hice nada de lo que me dijeron
    -me dijo-, porque mientras más lo pensaba más me
    daba cuenta de que todo aquello era una porquería que no
    se le podía hacer a nadie, y menos al pobre hombre que
    había tenido la mala suerte de casarse conmigo.» De
    modo que se dejó desnudar sin reservas en el dormitorio
    iluminado, a salvo ya de todos los miedos aprendidos que le
    habían malogrado la vida. «Fue muy fácil -me
    dijo-, porque estaba resuelta a morir.»
    La verdad es que hablaba de su desventura sin ningún pudor
    para disimular la otra desventura, la verdadera, que le abrasaba
    las entrañas. Nadie hubiera sospechado siquiera, hasta que
    ella se decidió a contármelo, que Bayardo San
    Román estaba en su vida para siempre desde que la
    llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia.
    «De pronto, cuando mamá empezó a pegarme,
    empecé a acordarme de él», me dijo. Los
    puñetazos le dolían menos porque sabía que
    eran por él. Siguió pensando en él con un
    cierto asombro de sí misma cuando sollozaba tumbada en el
    sofá del comedor. «No lloraba por los golpes ni por
    nada de lo que había pasado -me dijo-: lloraba por
    él.»
    Seguía pensando en él mientra su madre le
    ponía compresas de árnica en la cara, y más
    aún cuando oyó la gritería en la calle y las
    campanas de incendio en la torre, y su madre entró a
    decirle que ahora podía dormir, pues lo peor había
    pasado. Llevaba mucho tiempo pensando en él sin ninguna
    ilusión cuando tuvo que acompañar a su madre a un
    examen de la vista en el hospital de Riohacha. Entraron de pasada
    en el Hotel del Puerto, a cuyo dueño conocían, y
    Pura Vicario pidió un vaso de agua en la cantina. Se lo
    estaba tomando, de espaldas a la hija, cuando ésta vio su
    propio pensamiento
    reflejado en los espejos repetidos de la sala. Ángela
    Vicario volvió la cabeza con el último aliento, y
    lo vio pasar a su lado sin verla, y lo vio salir del hotel. Luego
    miró otra vez a su madre con el corazón hecho
    trizas. Pura Vicario había acabado de beber, se
    secó los labios con la manga y le sonrió desde el
    mostrador con los lentes nuevos. En esa sonrisa, por primera vez
    desde su nacimiento, Ángela Vicario la vio tal como era:
    una pobre mujer, consagrada al culto de sus defectos.
    «Mierda», se dijo.
    Estaba tan trastornada, que hizo todo el viaje de regreso
    cantando en voz alta, y se tiró en la cama a llorar
    durante tres días.
    Nació de nuevo. «Me volví loca por él
    -me dijo-, loca de remate.» Le bastaba cerrar los ojos para
    verlo, lo oía respirar en el mar, la despertaba a media
    noche el fogaje de su cuerpo en la cama. A fines de esa semana,
    sin haber conseguido un minuto de sosiego, le escribió la
    primera carta. Fue una esquela convencional, en la cual le
    contaba que lo había visto salir del hotel, y que le
    habría gustado que él la hubiera visto.
    Esperó en vano una respuesta. Al cabo de dos meses,
    cansada de esperar, le mandó otra carta en el mismo estilo
    sesgado de la anterior, cuyo único propósito
    parecía ser reprocharle su falta de cortesía. Seis
    meses después había escrito seis cartas sin
    respuestas, pero se conformó con la comprobación de
    que él las estaba recibiendo.
    Dueña por primera vez de su destino, Ángela Vicario
    descubrió entonces que el odio y el amor son pasiones
    recíprocas. Cuantas más cartas mandaba, más
    encendía las brasas de su fiebre, pero más
    calentaba también el rencor feliz que sentía contra
    su madre. «Se me revolvían las tripas de sólo
    verla -me dijo-, pero no podía verla sin acordarme de
    él.»
    Su vida de casada devuelta seguía siendo tan simple corno
    la de soltera, siempre bordando a máquina con sus amigas
    como antes hizo tulipanes de trapo y pájaros de papel,
    pero cuando su madre se acostaba permanecía en el cuarto
    escribiendo cartas sin porvenir hasta la madrugada. Se
    volvió lúcida, imperiosa, maestra de su
    albedrío, y volvió a ser virgen sólo para
    él, y no reconoció otra autoridad que
    la suya ni más servidumbre que la de su
    obsesión.
    Escribió una carta semanal durante media vida. «A
    veces no se me ocurría qué decir -me dijo muerta de
    risa-, pero me bastaba con saber que él las estaba
    recibiendo.» Al principio fueron esquelas de compromiso,
    después fueron papelitos de amante furtiva, billetes
    perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios,
    documentos de
    amor, y por último fueron las cartas indignas de una
    esposa abandonada que se inventaba enfermedades crueles para
    obligarlo a volver. Una noche de buen humor se le derramó
    el tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le
    agregó una posdata: «En prueba de mi amor te
    envío mis lágrimas».
    En ocasiones, cansada de llorar, se burlaba de su propia locura.
    Seis veces cambiaron la empleada del correo, y seis veces
    consiguió su complicidad. Lo único que no se le
    ocurrió fue renunciar. Sin embargo, él
    parecía insensible a su delirio: era como escribirle a
    nadie.
    Una madrugada de vientos, por el año décimo, la
    despertó la certidumbre de que él estaba desnudo en
    su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte
    pliegos en la que soltó sin pudor las verdades amargas que
    llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta. Le
    habló de las lacras eternas que él había
    dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la
    trilla de fuego de su verga africana. Se la entregó a la
    empleada del correo, que iba los viernes en la tarde a bordar con
    ella para llevarse las cartas, y se quedó convencida de
    que aquel desahogo terminal seria el último de su
    agonía. Pero no hubo respuesta. A partir de entonces ya no
    era consciente de lo que escribía, ni a quién le
    escribía a ciencia
    cierta, pero siguió escribiendo sin cuartel durante
    diecisiete años.
    Un medio día de agosto, mientras bordaba con sus amigas,
    sintió que alguien llegaba a la puerta. No tuvo que mirar
    para saber quién era. «Estaba gordo y se le empezaba
    a caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca -me
    dijo-. ¡Pero era él, carajo, era él!»
    Se asustó, porque sabía que él la estaba
    viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a él, y
    no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para
    soportarlo.
    Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había
    visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma correa y las
    mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata. Bayardo
    San Román dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras
    bordadoras atónitas, y puso las alforjas en la
    máquina de coser. -Bueno -dijo-, aquí estoy.
    Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual
    con casi dos mil cartas que ella le había escrito. Estaban
    ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de
    colores, y todas sin abrir.
    Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra
    conducta diaria,
    dominada hasta entonces por tantos hábitos lineales,
    había empezado a girar de golpe en torno de una
    misma ansiedad común. Nos sorprendían los gallos
    del amanecer tratando de ordenar las numerosas casualidades
    encadenadas que habían hecho posible el absurdo, y era
    evidente que no lo hacíamos por un anhelo de esclarecer
    misterios, sino porque ninguno de nosotros podía seguir
    viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y la
    misión
    que le había asignado la fatalidad.
    Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que llegó a
    ser un cirujano notable, no pudo explicarse nunca por qué
    cedió al impulso de esperar dos horas donde sus abuelos
    hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en la
    casa de sus padres, que lo estuvieron esperando hasta el amanecer
    para alertarlo. Pero la mayoría de quienes pudieron hacer
    algo por impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, se
    consolaron con el pretexto de que los asuntos de honor son
    estancos sagrados a los cuales sólo tienen acceso los
    dueños del drama. «La honra es el amor», le
    oía decir a mi madre. Hortensia Baute, cuya única
    participación fue haber visto ensangrentados dos cuchillos
    que todavía no lo estaban, se sintió tan afectada
    por la alucinación que cayó en una crisis de
    penitencia, y un día no pudo soportarla más y se
    echó desnuda a las calles.
    Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fugó por
    despecho con un teniente de fronteras que la prostituyó
    entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la comadrona que
    había ayudado a nacer a tres generaciones, sufrió
    un espasmo de la vejiga cuando conoció la noticia, y hasta
    el día de su muerte necesitó una sonda para orinar.
    Don
    Rogelio de la Flor, el buen marido de Clotilde Armenta, que era
    un prodigio de vitalidad a los 86 años, se levantó
    por última vez para ver cómo desguazaban a Santiago
    Nasar contra la puerta cerrada de su propia casa, y no
    sobrevivió a la conmoción. Plácida Linero
    había cerrado esa puerta en el último instante,
    pero se liberó a tiempo de la culpa. «La
    cerré porque Divina Flor me juró que había
    visto entrar a mi hijo -me contó-, y no era cierto.»
    Por el contrario, nunca se perdonó el haber confundido el
    augurio magnífico de los árboles con el infausto de
    los pájaros, y sucumbió a la perniciosa costumbre
    de su tiempo de masticar semillas de cardamina.
    Doce días después del crimen, el instructor del
    sumario se encontró con un pueblo en carne viva. En la
    sórdida oficina de tablas
    del Palacio Municipal, bebiendo café de olla con ron de
    caña contra los espejismos del calor, tuvo que pedir
    tropas de refuerzo para encauzar a la muchedumbre que se
    precipitaba a declarar sin ser llamada, ansiosa de exhibir su
    propia importancia en el drama. Acababa de graduarse, y llevaba
    todavía el vestido de paño negro de la Escuela
    de
    Leyes, y el
    anillo de oro con el emblema de su promoción, y las ínfulas y el
    lirismo del primíparo feliz. Pero nunca supe su
    nombre.
    Todo lo que sabemos de su carácter es aprendido en el
    sumario, que numerosas personas me ayudaron a buscar veinte
    años después del crimen en el Palacio de justicia de
    Riohacha. No existía clasificación alguna en los
    archivos, y
    más de un siglo de expedientes estaban amontonados en el
    suelo del decrépito edificio colonial que fuera por dos
    días el cuartel general de Francis Drake. La planta baja
    se inundaba con el mar de leva, y los volúmenes descosidos
    flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo exploré
    muchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de
    causas perdidas, y sólo una casualidad me permitió
    rescatar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322
    pliegos salteados de los más de 500 que debió de
    tener el sumario.
    El nombre del juez no apareció en ninguno, pero es
    evidente que era un hombre abrasado por la fiebre de la
    literatura. Sin duda había leído a los
    clásicos españoles, y algunos latinos, y
    conocía muy bien a Nietzsche, que
    era el autor de moda entre los
    magistrados de su tiempo. Las notas marginales, y no sólo
    por el color de la tinta, parecían escritas con sangre.
    Estaba tan perplejo con el enigma que le había tocado en
    suerte, que muchas veces incurrió en distracciones
    líricas contrarias al rigor de su ciencia. Sobre
    todo, nunca le pareció legítimo que la vida se
    sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para
    que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada.
    Sin embargo, lo que más le había alarmado al final
    de su diligencia excesiva fue no haber encontrado un solo
    indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago
    Nasar hubiera sido en realidad el causante del agravio. Las
    amigas de Ángela Vicario que habían sido sus
    cómplices en el engaño siguieron contando durante
    mucho tiempo que ella las había hecho partícipes de
    su secreto desde antes de la boda, pero no les había
    revelado ningún nombre. En el sumario declararon:
    «Nos dijo el milagro pero no el santo». Ángela
    Vicario, por su parte, se mantuvo en su sitio. Cuando el juez
    instructor le preguntó con su estilo lateral si
    sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella
    le contestó impasible:
    -Fue mi autor.
    Así consta en el sumario, pero sin ninguna otra
    precisión de modo ni de lugar.
    Durante el juicio, que sólo duró tres días,
    el representante de la parte civil puso su mayor empeño en
    la debilidad de ese cargo. Era tal la perplejidad del juez
    instructor ante la falta de pruebas contra
    Santiago Nasar, que su buena labor parece por momentos
    desvirtuada por la desilusión. En el folio 416, de su
    puño y letra y con la tinta roja del boticario,
    escribió una nota marginal:
    Dadme un prejuicio y moveré el mundo.
    Debajo de esa paráfrasis de desaliento, con un trazo feliz
    de la misma tinta de sangre, dibujó un corazón
    atravesado por una flecha. Para él, como para los amigos
    más cercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento
    de éste en las últimas horas fue una prueba
    terminante de su inocencia.
    La mañana de su muerte, en efecto, Santiago Nasar no
    había tenido un instante de duda, a pesar de que
    sabía muy bien cuál hubiera sido el precio de la
    injuria que le imputaban. Conocía la índole
    mojigata de su mundo, y debía saber que la naturaleza simple
    de los gemelos no era capaz de resistir al escarnio. Nadie
    conocía muy bien a Bayardo San Román, pero Santiago
    Nasar lo conocía bastante para saber que debajo de sus
    ínfulas mundanas estaba tan subordinado como cualquier
    otro a sus prejuicios de origen. De manera que su
    despreocupación consciente hubiera sido suicida.
    Además, cuando supo por fin en el último instante
    que los hermanos Vicario lo estaban esperando para matarlo, su
    reacción no fue de pánico, como tanto se ha dicho,
    sino que fue más bien el desconcierto de la inocencia.
    Mi impresión personal es que
    murió sin entender su muerte. Después de que le
    prometió a mi hermana Margot que iría a desayunar a
    nuestra casa, Cristo Bedoya se lo llevó del brazo por el
    muelle, y ambos parecían tan desprevenidos que suscitaron
    ilusiones falsas. «Iban tan contentos -me dijo Meme
    Loaiza-, que le di gracias a Dios, porque pensé que el
    asunto se había arreglado.» No todos querían
    tanto a Santiago Nasar, por supuesto. Polo Carrillo, el
    dueño de la planta eléctrica, pensaba que su
    serenidad no era inocencia sino cinismo. «Creía que
    su plata lo hacía intocable», me dijo. Fausta
    López, su mujer, comentó: «Como todos los
    turcos». Indalecio Pardo acababa de pasar por la tienda de
    Clotilde Armenta, y los gemelos le habían dicho que tan
    pronto como se fuera el obispo matarían a Santiago Nasar.
    Pensó, como tantos otros, que eran fantasías de
    amanecidos, pero Clotilde Armenta le hizo ver que era cierto, y
    le pidió que alcanzara a Santiago Nasar para
    prevenirlo.
    -Ni te moleste -le dijo Pedro Vicario-: de todos modos es como si
    ya estuviera muerto.
    Era un desafío demasiado evidente. Los gemelos
    conocían los vínculos de Indalecio Pardo y Santiago
    Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada para impedir
    el crimen sin que ellos quedaran en vergüenza. Pero
    Indalecio Pardo encontró a Santiago Nasar llevado del
    brazo por Cristo Bedoya entre los grupos que
    abandonaban el puerto, y no se atrevió a prevenirlo.
    «Se me aflojó la pasta», me dijo. Le dio una
    palmada en el hombro a cada uno, y los dejó seguir. Ellos
    apenas lo advirtieron, pues continuaban abismados en las cuentas de la
    boda.
    La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que
    ellos. Era una multitud apretada, pero Escolástica
    Cisneros creyó observar que los dos amigos caminaban en el
    centro sin dificultad, dentro de un círculo vacío,
    porque la gente sabía que Santiago
    Nasar iba a morir, y no se atrevían a tocarlo.
    También Cristo Bedoya recordaba una actitud
    distinta hacia ellos. «Nos miraban como si
    lleváramos la cara pintada», me dijo.
    Más aún: Sara Noriega abrió su tienda de
    zapatos en el momento en que ellos pasaban, y se espantó
    con la palidez de
    Santiago Nasar. Pero él la tranquilizó.
    -¡Imagínese, niña Sara -le dijo sin
    detenerse-, con este guayabo!
    Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su casa,
    burlándose de los que se quedaron vestidos para saludar al
    obispo, e invitó a Santiago Nasar a tomar café.
    «Fue para ganar tiempo mientras pensaba», me dijo.
    Pero Santiago Nasar le contestó que iba de prisa a
    cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana. «Me hice
    bolas
    -me explicó Celeste Dangond- pues de pronto me
    pareció que no podían matarlo si estaba tan seguro
    de lo que iba a hacer.» Yamil Shaium fue el único
    que hizo lo que se había propuesto. Tan pronto como
    conoció el rumor salió a la puerta de su tienda de
    géneros y esperó a Santiago Nasar para prevenirlo.
    Era uno de los últimos árabes que llegaron con
    Ibrahim Nasar, fue su socio de barajas hasta la muerte, y
    seguía siendo el consejero hereditario de la familia.
    Nadie tenía tanta autoridad como él para hablar con
    Santiago Nasar. Sin embargo, pensaba que si el rumor era
    infundado le iba a causar una alarma inútil, y
    prefirió consultarlo primero con Cristo Bedoya por si
    éste estaba mejor informado. Lo llamó al pasar.
    Cristo Bedoya le dio una palmadita en la espalda a Santiago
    Nasar, ya en la esquina de la plaza, y acudió al llamado
    de Yamil Shaium.
    -Hasta el sábado -le dijo.
    Santiago Nasar no le contestó, sino que se dirigió
    en árabe a Yamil Shaium y éste le replicó
    también en árabe, torciéndose de risa.
    «Era un juego de
    palabras con que nos divertíamos siempre», me dijo
    Yamil Shaium. Sin detenerse, Santiago Nasar les hizo a ambos su
    señal de adiós con la mano y dobló la
    esquina de la plaza. Fue la última vez que lo vieron.
    Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de escuchar la información de Yamil Shaium cuando
    salió corriendo de la tienda para alcanzar a Santiago
    Nasar. Lo había visto doblar la esquina, pero no lo
    encontró entre los grupos que empezaban a dispersarse en
    la plaza. Varias personas a quienes les preguntó por
    él le dieron la misma respuesta: -Acabo de verlo contigo.
    Le pareció imposible que hubiera llegado a su casa en tan
    poco tiempo, pero de todos modos entró a preguntar por
    él, pues encontró sin tranca y entreabierta la
    puerta del frente. Entró sin ver el papel en el suelo, y
    atravesó la sala en penumbra tratando de no hacer ruido,
    porque aún era demasiado temprano para visitas, pero los
    perros se alborotaron en el fondo de la casa y salieron a su
    encuentro. Los calmó con las llaves, como lo había
    aprendido del dueño, y siguió acosado por ellos
    hasta la cocina. En el corredor se cruzó con Divina Flor
    que llevaba un cubo de agua y un trapero para pulir los pisos de
    la sala. Ella le aseguró que Santiago Nasar no
    había vuelto. Victoria Guzmán acababa de poner en
    el fogón el guiso de conejos cuando él entró
    en la cocina. Ella comprendió de inmediato. «El
    corazón se le estaba saliendo por la boca», me dijo.
    Cristo Bedoya le preguntó si Santiago Nasar estaba en
    casa, y ella le contestó con un candor fingido que
    aún no había llegado a dormir. .
    -Es en serio -le dijo Cristo Bedoya-, lo están buscando
    para matarlo.
    A Victoria Guzmán se le olvidó el candor.
    -Esos pobres muchachos no matan a nadie -dijo.
    -Están bebiendo desde el sábado -dijo Cristo
    Bedoya.
    -Por lo mismo -replicó ella-: no hay borracho que se coma
    su propia caca.
    Cristo Bedoya volvió a la sala, donde Divina Flor acababa
    de abrir las ventanas. «Por supuesto que no estaba
    lloviendo -me dijo Cristo Bedoya-. Apenas iban a ser las siete, y
    ya entraba un sol dorado por las ventanas.» Le
    volvió a preguntar a Divina Flor si estaba segura de que
    Santiago Nasar no había entrado por la puerta de la sala.
    Ella no estuvo entonces tan segura como la primera vez. Le
    preguntó por Plácida Linero, y ella le
    contestó que hacía un momento le había
    puesto el café en la mesa de noche, pero no la
    había despertado. Así era siempre:
    despertaría a las siete, se tomaría el café,
    y bajaría a dar las instrucciones para el almuerzo. Cristo
    Bedoya miró el reloj: eran las 6.56.
    Entonces subió al segundo piso para convencerse de que
    Santiago Nasar no había entrado. La puerta del dormitorio
    estaba cerrada por dentro, porque Santiago Nasar había
    salido a través del dormitorio de su madre. Cristo Bedoya
    no sólo conocía la casa tan bien como la suya, sino
    que tenía tanta confianza con la familia que empujó
    la puerta del dormitorio de Plácida Linero para pasar
    desde allí al dormitorio contiguo. Un haz de sol
    polvoriento entraba por la claraboya, y la hermosa mujer dormida
    en la hamaca, de costado, con la mano de novia en la mejilla,
    tenía un aspecto irreal. «Fue como una
    aparición», me dijo Cristo Bedoya. La
    contempló un instante, fascinado por su belleza, y luego
    atravesó el dormitorio en silencio, pasó de largo
    frente al baño, y entró en el dormitorio de
    Santiago Nasar. La cama seguía intacta, y en el
    sillón estaba el sombrero de jinete, y en el suelo estaban
    las botas junto a las espuelas. En la mesa de noche el reloj de
    pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58. «De pronto
    pensé que había vuelto a salir armado», me
    dijo Cristo Bedoya. Pero encontró la magnum en la gaveta
    de la mesa de noche. «Nunca había disparado un arma
    -me dijo Cristo Bedoya-, pero resolví coger el
    revólver para llevárselo a Santiago Nasar.»
    Se lo ajustó en el cinturón, por dentro de la
    camisa, y sólo después del crimen se dio cuenta de
    que estaba descargado.
    Plácida Linero apareció en la puerta con el pocillo
    de café en el momento en que él cerraba la gaveta.
    -¡Santo Dios -exclamó ella-, qué susto me has
    dado! Cristo Bedoya también se asustó. La vio a
    plena luz, con una bata de alondras doradas y el cabello
    revuelto, y el encanto se había desvanecido.
    Explicó un poco confuso que había entrado a buscar
    a Santiago Nasar. -Se fue a recibir al obispo -dijo
    Plácida Linero.
    -Pasó de largo -dijo él.
    -Lo suponía -dijo ella-. Es el hijo de la peor madre.
    No siguió, porque en ese momento se dio cuenta de que
    Cristo Bedoya no sabía dónde poner el cuerpo.
    «Espero que Dios me haya perdonado -me dijo Plácida
    Linero-, pero lo vi tan confundido que de pronto se me
    ocurrió que había entrado a robar.» Le
    preguntó qué le pasaba. Cristo Bedoya era
    consciente de estar en una situación sospechosa, pero no
    tuvo valor para revelarle la verdad.
    -Es que no he dormido ni un minuto -le dijo.
    Se fue sin más explicaciones. «De todos modos -me
    dijo- ella siempre se imaginaba que le estaban robando.» En
    la plaza se encontró con el padre Amador que regresaba a
    la iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le
    pareció que pudiera hacer por Santiago Nasar nada distinto
    de salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando
    sintió que lo llamaban desde la tienda de Clotilde
    Armenta. Pedro Vicario estaba en la puerta, lívido y
    desgreñado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas
    hasta los codos, y con el cuchillo basto que él mismo
    había fabricado con una hoja de segueta. Su actitud era
    demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no fue la
    única ni la más visible que intentó en los
    últimos minutos para que le impidieran cometer el crimen.
    -Cristóbal -gritó-: dile a Santiago Nasar que
    aquí lo estamos esperando para matarlo. Cristo Bedoya le
    habría hecho el favor de impedírselo. «Si yo
    hubiera sabido disparar un revólver, Santiago Nasar
    estaría vivo», me dijo. Pero la sola idea lo
    impresionó, después de todo lo que había
    oído decir sobre la potencia
    devastadora de una bala blindada.
    -Te advierto que está armado con una mágnum capaz
    de atravesar un motor
    -gritó. Pedro Vicario sabía que no era cierto.
    «Nunca estaba armado si no llevaba ropa de montar»,
    me dijo. Pero de todos modos había previsto que lo
    estuviera cuando
    tomó la decisión de lavar la honra de la
    hermana.
    -Los muertos no disparan -gritó.
    Pablo Vicario apareció entonces en la puerta. Estaba tan
    pálido como el hermano, y tenía puesta la chaqueta
    de la boda y el cuchillo envuelto en el
    periódico. «Si no hubiera sido por eso -me dijo
    Cristo Bedoya-, nunca hubiera sabido cuál de los dos era
    cuál.»
    Clotilde Armenta apareció detrás de Pablo Vicario,
    y le gritó a Cristo Bedoya que se diera prisa, porque en
    este pueblo de maricas sólo un hombre como él
    podía impedir la tragedia.
    Todo lo que ocurrió a partir de entonces fue del dominio
    público. La gente que regresaba del puerto, alertada por
    los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para
    presenciar el crimen. Cristo Bedoya les preguntó a varios
    conocidos por Santiago Nasar, pero nadie lo había visto.
    En la puerta del Club Social se encontró con el
    coronel
    Lázaro Aponte y le contó lo que acababa de ocurrir
    frente a la tienda de Clotilde Armenta.
    -No puede ser -dijo el coronel Aponte-, porque yo los
    mandé a dormir.
    Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos -dijo Cristo
    Bedoya.
    -No puede ser, porque yo se los quité antes de mandarlos a
    dormir -dijo el alcalde-. Debe ser que los viste antes de
    eso.
    -Los vi hace dos minutos y cada uno tenía un cuchillo de
    matar puercos -dijo Cristo Bedoya.
    -¡Ah carajo -dijo el alcalde-, entonces debió ser
    que volvieron con otros!
    Prometió ocuparse de eso al instante, pero entró en
    el Club Social a confirmar una cita de dominó para esa
    noche, y cuando volvió a salir ya estaba consumado el
    crimen.
    Cristo Bedoya cometió entonces su único error
    mortal: pensó que Santiago Nasar había resuelto a
    última hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse
    de ropa, y allá se fue a buscarlo. Se apresuró por
    la orilla del río, preguntándole a todo el que
    encontraba si lo habían visto pasar, pero nadie le dio
    razón. No se alarmó, porque había otros
    caminos para nuestra casa. Próspera Arango, la cachaca, le
    suplicó que hiciera algo por su padre que estaba
    agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la
    bendición fugaz del obispo. «Yo lo había
    visto al pasar -me dijo mi hermana Margot-, y ya tenía
    cara de muerto.» Cristo Bedoya demoró cuatro minutos
    en establecer el estado del
    enfermo, y prometió volver más tarde para un
    recurso de urgencia, pero perdió tres minutos más
    ayudando a Próspera Arango a llevarlo hasta el dormitorio.
    Cuando volvió a salir sintió gritos remotos y le
    pareció que estaban reventando cohetes por el rumbo de la
    plaza.
    Trató de correr, pero se lo impidió el
    revólver mal ajustado en la cintura. Al doblar la
    última esquina reconoció de espaldas a mi madre que
    llevaba casi a rastras al hijo menor.
    -Luisa Santiaga -le gritó-: dónde está su
    ahijado.
    Mi madre se volvió apenas con la cara bañada en
    lágrimas.
    -¡Ay, hijo -contestó-, dicen que lo mataron!
    Así era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba, Santiago Nasar
    había entrado en la casa de Flora Miguel, su novia, justo
    a la vuelta de la esquina donde él lo vio por
    última vez. «No se me ocurrió que estuviera
    ahí -me dijo- porque esa gente no se levantaba nunca antes
    de medio día.» Era una versión corriente que
    la familia entera dormía hasta las doce por orden de Nahir
    Miguel, el varón sabio de la comunidad.
    «Por eso Flora Miguel, que ya no se cocinaba en dos aguas,
    se mantenía como una rosa», dice Mercedes. La verdad
    es que dejaban la casa cerrada hasta muy tarde, como tantas
    otras, pero eran gentes tempraneras y laboriosas. Los padres de
    Santiago Nasar y Flora Miguel se habían puesto de acuerdo
    para casarlos. Santiago Nasar aceptó el compromiso en
    plena adolescencia, y estaba resuelto a cumplirlo, tal vez porque
    tenía del matrimonio la misma concepción utilitaria
    que su padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba de una cierta
    condición floral, pero carecía de gracia y de
    juicio y había servido de madrina de bodas a toda su
    generación, de modo que el convenio fue para ella una
    solución providencial. Tenían un noviazgo
    fácil, sin visitas formales ni inquietudes del
    corazón. La boda varias veces diferida estaba fijada por
    fin para la próxima Navidad.
    Flora Miguel despertó aquel lunes con los primeros
    bramidos del buque del obispo, y muy poco después se
    enteró de que los gemelos Vicario estaban esperando a
    Santiago Nasar para matarlo. A mi hermana la monja, la
    única que habló con ella después de la
    desgracia, le dijo que no recordaba siquiera quién se lo
    había dicho. «Sólo sé que a las seis
    de la mañana todo el mundo lo sabía», le
    dijo. Sin embargo, le pareció inconcebible que a Santiago
    Nasar lo fueran a matar, y en cambio se le ocurrió que lo
    iban a casar a la fuerza con Ángela Vicario para que le
    devolviera la honra. Sufrió una crisis de
    humillación. Mientras medio pueblo esperaba al obispo,
    ella estaba en su dormitorio llorando de rabia, y poniendo en
    orden el cofre de las cartas que Santiago Nasar le había
    mandado desde el colegio. Siempre que pasaba por la casa de Flora
    Miguel, aunque no hubiera nadie, Santiago Nasar raspaba con las
    llaves la tela metálica de las ventanas. Aquel lunes, ella
    lo estaba esperando con el cofre de cartas en el regazo. Santiago
    Nasar no podía verla desde la calle, pero en cambio ella
    lo vio acercarse a través de la red metálica desde
    antes de que la raspara con las llaves.
    -Entra -le dijo.
    Nadie, ni siquiera un médico, había entrado en esa
    casa a las 6.45 de la mañana. Santiago Nasar acababa de
    dejar a Cristo Bedoya en la tienda de Yamil Shaium, y
    había tanta gente pendiente de él en la plaza, que
    no era comprensible que nadie lo viera entrar en casa de su
    novia. El juez instructor buscó siquiera una persona que
    lo hubiera visto, y lo hizo con tanta persistencia como yo, pero
    no fue posible encontrarla. En el folio 382 del sumario
    escribió otra sentencia marginal con tinta roja: La
    fatalidad nos hace invisibles.
    El hecho es que Santiago Nasar entró por la puerta
    principal, a la vista de todos, y sin hacer nada por no ser
    visto. Flora Miguel lo esperaba en la sala, verde de
    cólera, con uno de los vestidos de arandelas infortunadas
    que solía llevar en las ocasiones memorables, y le puso el
    cofre en las manos. Aquí tienes -le dijo-. ¡Y
    ojalá te maten!
    Santiago Nasar quedó tan perplejo, que el cofre se le
    cayó de las manos, y sus cartas sin amor se regaron por el
    suelo. Trató de alcanzar a Flora Miguel en el dormitorio,
    pero ella cerró la puerta y puso la aldaba. Tocó
    varias veces, y la llamó con una voz demasiado apremiante
    para la hora, así que toda la familia acudió
    alarmada. Entre consanguíneos y políticos, mayores
    y menores de edad, eran más de catorce. El último
    que salió fue Nahir Miguel, el padre, con la barba
    colorada y la chilaba de beduino que trajo de su tierra, y que
    siempre usó dentro de la casa. Yo lo vi muchas veces, y
    era inmenso y parsimonioso, pero lo que más me
    impresionaba era el fulgor de su autoridad.
    -Flora -llamó en su lengua-. Abre
    la puerta.
    Entró en el dormitorio de la hija, mientras la familia
    contemplaba absorta a Santiago
    Nasar. Estaba arrodillado en la sala, recogiendo las cartas del
    suelo y poniéndolas en el cofre. «Parecía una
    penitencia», me dijeron. Nahir Miguel salió del
    dormitorio al cabo de unos minutos, hizo una señal con la
    mano y la familia entera desapareció.
    Siguió hablando en árabe a Santiago Nasar.
    «Desde el primer momento comprendí que no
    tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo»,
    me dijo. Entonces le preguntó en concreto si
    sabía que los hermanos Vicario lo buscaban para matarlo.
    «Se puso pálido, y perdió de tal modo el
    dominio, que no era posible creer que estaba fingiendo», me
    dijo. Coincidió en que su actitud no era tanto de miedo
    como de turbación. -Tú sabrás si ellos
    tienen razón, o no -le dijo-. Pero en todo caso, ahora no
    te quedan sino dos caminos: o te escondes aquí, que es tu
    casa, o sales con mi rifle. -No entiendo un carajo -dijo Santiago
    Nasar.
    Fue lo único que alcanzó a decir, y lo dijo en
    castellano. «Parecía un pajarito mojado», me
    dijo Nahir Miguel. Tuvo que quitarle el cofre de las manos porque
    él no sabía dónde dejarlo para abrir la
    puerta.
    -Serán dos contra uno -le dijo.
    Santiago Nasar se fue. La gente se había situado en la
    plaza como en los días de desfiles. Todos lo vieron salir,
    y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar, y
    estaba tan azorado que no encontraba el camino de su casa. Dicen
    que alguien gritó desde un balcón: «Por
    ahí no, turco, por el puerto viejo». Santiago Nasar
    buscó la voz. Yamil Shaium le gritó que se metiera
    en su tienda, y entró a buscar su escopeta de caza, pero
    no recordó dónde había escondido los
    cartuchos. De todos lados empezaron a gritarle, y Santiago Nasar
    dio varias vueltas al revés y al derecho, deslumbrado por
    tantas voces a la vez. Era evidente que se dirigía a su
    casa por la puerta de la cocina, pero de pronto debió
    darse cuenta de que estaba abierta la puerta principal.
    Ahí viene -dijo Pedro Vicario.
    Ambos lo habían visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se
    quitó el saco, lo puso en el taburete, y
    desenvolvió el cuchillo en forma de alfanje. Antes de
    abandonar la tienda, sin ponerse de acuerdo, ambos se
    santiguaron. Entonces Clotilde Armenta agarró a Pedro
    Vicario por la camisa y le gritó a Santiago Nasar que
    corriera porque lo iban a matar.
    Fue un grito tan apremiante que apagó a los otros.
    «Al principio se asustó -me dijo Clotilde Armenta-,
    porque no sabía quién le estaba gritando, ni de
    dónde.» Pero cuando la vio a ella vio también
    a Pedro Vicario, que la tiró por tierra con un
    empellón, y alcanzó al hermano. Santiago Nasar
    estaba a menos de 50 metros de su casa, y corrió hacia la
    puerta principal. Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria
    Guzmán le había contado a Plácida Linero lo
    que ya todo el mundo sabía. Plácida Linero era una
    mujer de nervios firmes, así que no dejó traslucir
    ningún signo de alarma. Le preguntó a Victoria
    Guzmán si le había dicho algo a su hijo, y ella le
    mintió a conciencia, pues contestó que
    todavía no sabía nada cuando él bajó
    a tomar el café. En la sala, donde seguía trapeando
    los pisos, Divina Flor vio al mismo tiempo que Santiago Nasar
    entró por la puerta de la plaza y subió por las
    escaleras de buque de los dormitorios. «Fue una
    visión nítida», me contó Divina
    Flor.
    «Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude
    ver bien, pero me pareció un ramo de rosas.» De
    modo que cuando Plácida Linero le preguntó por
    él, Divina Flor la tranquilizó.
    -Subió al cuarto hace un minuto -le dijo.
    Plácida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no
    pensó en recogerlo, y sólo se enteró de lo
    que decía cuando alguien se lo mostró más
    tarde en la confusión de la tragedia. A través de
    la puerta vio a los hermanos Vicario que venían corriendo
    hacia la casa con los cuchillos desnudos. Desde el lugar en que
    ella se encontraba podía verlos a ellos, pero no alcanzaba
    a ver a su hijo que corría desde otro ángulo hacia
    la puerta.
    «Pensé que querían meterse para matarlo
    dentro de la casa», me dijo. Entonces corrió hacia
    la puerta y la cerró de un golpe. Estaba pasando la tranca
    cuando oyó los gritos de Santiago Nasar, y oyó los
    puñetazos de terror en la puerta, pero creyó que
    él estaba arriba, insultando a los hermanos Vicario desde
    el balcón de su dormitorio. Subió a ayudarlo.
    Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar cuando
    se cerró la puerta. Alcanzó a golpear varias veces
    con los puños, y en seguida se volvió para
    enfrentarse a manos limpias con sus enemigos. «Me
    asusté cuando lo vi de frente —me dijo Pablo Vicario-,
    porque me pareció como dos veces más grande de lo
    que era.»
    Santiago Nasar levantó la mano para parar el primer golpe
    de Pedro Vicario, que lo atacó por el flanco derecho con
    el cuchillo recto.
    -¡Hijos de puta! -gritó.
    El cuchillo le atravesó la palma de la mano derecha, y
    luego se le hundió hasta el fondo en el costado. Todos
    oyeron su grito de dolor.
    -¡Ay mi madre!
    Pedro Vicario volvió a retirar el cuchillo con su pulso
    fiero de matarife, y le asestó un segundo golpe casi en el
    mismo lugar. «Lo raro es que el cuchillo volvía a
    salir limpio
    -declaró Pedro Vicario al instructor-. Le había
    dado por lo menos tres veces y no había una gota de
    sangre.» Santiago Nasar se torció con los brazos
    cruzados sobre el vientre después de la tercera
    cuchillada, soltó un quejido de becerro, y trató de
    darles la espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con
    el cuchillo curvo, le asestó entonces la única
    cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre a alta
    presión le empapó la camisa. «Olía
    como él», me dijo. Tres veces herido de muerte,
    Santiago Nasar les dio otra vez el frente, y se apoyó de
    espaldas contra la puerta de su madre, sin la menor resistencia, como
    si sólo quisiera ayudar a que acabaran de matarlo por
    partes iguales.
    «No volvió a gritar –dijo Pedro Vicario al
    instructor-. Al contrario: me pareció que se estaba
    riendo.» Entonces ambos siguieron acuchillándolo
    contra la puerta, con golpes alternos y fáciles, flotando
    en el remanso deslumbrante que encontraron del otro lado del
    miedo.
    No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio
    crimen. «Me sentía como cuando uno va corriendo en
    un caballo», declaró Pablo Vicario. Pero ambos
    despertaron de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y
    sin embargo les parecía que Santiago Nasar no se iba a
    derrumbar nunca. «¡Mierda, primo -me dijo Pablo
    Vicario-, no te imaginas lo difícil que es matar a un
    hombre!» Tratando de acabar para siempre, Pedro Vicario le
    buscó el corazón, pero se lo buscó casi en
    la axila, donde lo tienen los cerdos. En realidad Santiago Nasar
    no caía porque ellos mismos lo estaban sosteniendo a
    cuchilladas contra la puerta. Desesperado, Pablo Vicario le dio
    un tajo horizontal en el vientre, y los intestinos completos
    afloraron con una explosión. Pedro Vicario iba a hacer lo
    mismo, pero el pulso se le torció de horror, y le dio un
    tajo extraviado en el muslo. Santiago Nasar permaneció
    todavía un instante apoyado contra la puerta, hasta que
    vio sus propias vísceras al sol, limpias y azules, y
    cayó de rodillas.
    Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo
    sin saber dónde otros gritos que no eran los suyos,
    Plácida Linero se asomó a la ventana de la plaza y
    vio a los gemelos Vicario que corrían hacia la iglesia.
    Iban perseguidos de cerca por Yamil Shaium, con su escopeta de
    matar tigres, y por otros árabes desarmados y
    Plácida Linero pensó que había pasado el
    peligro. Luego salió al balcón del dormitorio, y
    vio a
    Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando
    de levantarse de su propia sangre. Se incorporó de medio
    lado, y se echó a andar en un estado de
    alucinación, sosteniendo con las manos las vísceras
    colgantes.
    Caminó más de cien metros para darle la vuelta
    completa a la casa y entrar por la puerta de la cocina. Tuvo
    todavía bastante lucidez para no ir por la calle, que era
    el trayecto más largo, sino que entró por la casa
    contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se
    habían enterado de lo que acababa de ocurrir a 20 pasos de
    su puerta.
    «Oímos la gritería -me dijo la esposa-, pero
    pensamos que era la fiesta del obispo.»
    Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar
    empapado de sangre llevando en las manos el racimo de sus
    entrañas. Poncho Lanao me dijo: «Lo que nunca pude
    olvidar fue el terrible olor a mierda». Pero
    Argénida Lanao, la hija mayor, contó que Santiago
    Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los
    pasos, y que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados
    estaba más bello que nunca. Al pasar frente a la mesa les
    sonrió, y siguió a través de los dormitorios
    hasta la salida posterior de la casa. «Nos quedamos
    paralizados de susto», me dijo Argénida Lanao. Mi
    tía Wenefrida Márquez estaba desescamando un
    sábalo en el patio de su casa al otro lado del río,
    y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando
    con paso firme el rumbo de su casa.
    -¡Santiago, hijo –le gritó-, qué te
    pasa!
    Santiago Nasar la reconoció.
    -Que me mataron, niña Wene -dijo.
    Tropezó en el último escalón, pero se
    incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el cuidado de
    sacudir con la mano la tierra que le quedó en las
    tripas», me dijo mi tía Wene.
    Después entró en su casa por la puerta trasera, que
    estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en
    la cocina.

     

     

     

    Autor:

    Rodrigo Muñoz Fuentes
    romulo[arroba]teleupar.net.com

    Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

    Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

    Categorias
    Newsletter