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INMIGRACION Y LITERATURA: COSTUMBRES



    1. Los hijos
    2. Contar
    3. Cantar
    4. Festejos
      familiares
    5. Navidad
    6. Carnaval
    7. Funerales
    8. Notas

    En esta monografía
    me refiero a algunas costumbres de los inmigrantes que llegaron a
    la Argentina entre
    1870 y 1950, tomando como fuente conceptos vertidos por
    estudiosos, escritores, actores y descendientes de
    inmigrantes.

    "La Capital
    Federal, en 1936, tenía el 88% de extranjeros o hijos de
    extranjeros –afirma la socióloga Susana Torrado. Es
    decir, entre fines del siglo XIX y las primeras décadas
    del XX era un pedazo de Europa en la
    Argentina" (1).
    Se encontraban inmigrantes procedentes de diversas latitudes.
    "’La creencia en que la Argentina era un crisol de razas
    nunca tuvo el ciento por ciento de adhesión, pero fue una
    creencia eficaz: sirvió para que los extranjeros se
    sintieran argentinos’, asegura el antropólogo Pablo
    Semán, especialista en el tema" (2).

    La actriz Rita Cortese recuerda la presencia inmigrante
    en la sociedad: "Cuando
    yo era chica, los inmigrantes europeos eran algo vivo y cercano.
    Tanos y gallegos, como decíamos, estaban allí, al
    lado nuestro, en la calle, en el barrio. Pesaba su manera de ser
    y de hablar, sus costumbres, comidas, espectáculos.
    Formaban parte de nuestra vida cotidiana" (3).

    De sus países de origen trajeron los inmigrantes
    sus costumbres, las que perduraron en la nueva tierra. La
    crianza de los hijos, la celebración de los
    acontecimientos familiares, la forma de llorar a sus muertos,
    diferenciaban a las colectividades y, aún hoy, se siguen
    observando los mismos lineamientos que hace décadas,
    aunque influenciados por el medio en que se
    desarrollan.

    La ética era
    un valor
    fundamental para los inmigrantes. Lo afirma Eduardo Mignogna,
    autor de La fuga: "Nuestros padres, nuestros abuelos, amaban el
    apellido, la ética, la
    responsabilidad
    civil de tener un trabajo y de hacerse cargo de sus hijos y
    dejarles un apellido. Con su muerte se
    pierde un sentido de la ética y el país es testigo
    de esto. Los nietos saben que no tienen el primer referente a
    quien pedirle explicaciones y aparece la plata dulce, la
    financiera, esos hombres con apellidos en los diarios sin que les
    importen las manchas en una política macabra de
    robos e impunidad" (4).

    La solidaridad era
    otro de los bienes
    espirituales de la inmigración. Nacido en Berisso, Esteban
    Peicovich recuerda la localidad como "una sociedad
    compuesta por treinta y siete etnias diversas que, en medio de la
    crisis,
    hacía de la vida vecinal un acto religioso. No
    piqueteaban. Se defendían con el trueque, la huerta y la
    mano pronta al caído en desgracia mayor. Una red de asistencia que
    permitía preservar la costumbre traída: mantener lo
    genuino y sostener a los hijos en medio de la adversidad" (5).
    Esta condición de los inmigrantes es resaltada por la
    actriz María Rosa Fugazot: "la hija de la legendaria
    actriz de teatro, revista y
    cine
    María Esther Gamas y del músico Antonio Fugazot
    recordó: ‘De chica, mamá vivió en un
    conventillo; decía que era como la casa grande de una gran
    familia.
    Había un matrimonio
    siciliano y otro napolitano cuyas mujeres vivían peleando.
    El marido de una era motorman de tranvía y el de la otra,
    portuario. ¡Ah, Santa Madonna!, que al marido di questa lo
    strafuque il tranvia e que non quede niente di niente!, exclamaba
    la napolitana revolviendo su negra melena. E, que il tuo marito
    se caiga al aqua e se ahogue, contestaba la siciliana. Sin
    embargo, cuando llegaba un momento difícil, cuando un hijo
    se enfermaba o alguno se accidentaba, todos se unían para
    proteger al que lo necesitaba" (6).

    Los
    hijos

    La preocupación por los hijos está ligada
    a la inmigración. Es lógico, si pensamos
    que muchos de los inmigrantes no veían a sus hijos en
    años, como los padres de Jesús Amorín
    Varela: "Mis padres eran gallegos y fueron a Cuba.
    Ahí nací yo. A los dos años me llevaron a
    Galicia y me dejaron al cuidado de mis abuelos maternos. Estuve
    con ellos hasta los diecisiete y en 1929 me vine para la
    Argentina" (7). En Italia deja la
    madre a Syria Poletti y a su hermana mayor, quienes
    llegarán al país mucho después. Otros, no
    llegan a ver nunca a sus hijos, como la italiana de Santo Oficio
    de la Memoria,
    que tanto los echó de menos (8). Pensemos en las penurias
    que pasaron esas familias en sus países de origen, durante
    la travesía y hasta que lograron una mínima
    situación económica. Marcelo A. Moreno considera
    que "En nuestro país el amor hacia
    los chicos constituye una especie de culto nacional. Casi nada
    está tan bendecido en nuestra sociedad como hacer cosas
    –sacrificios incluidos- por nuestros hijos. Desde las
    historias de inmigración el amor a los
    chicos se erige en sentimiento supremo y hasta sirve no
    pocas veces de coartada" (9).

    El papel de los
    hijos en la familia
    inmigrante es analizado por Guillermo Jaim Etcheverry, quien
    afirma que, en esa clase de familia, "los
    niños y
    los jóvenes adquieren un papel
    dominante. Lo hacen al convertirse en el lazo de unión que
    vincula a los mayores con el nuevo entorno que, a menudo, les
    resulta hostil". La función de
    los menores es la intermediación: "Los jóvenes, que
    se adaptan a gran velocidad, son
    los encargados de traducir la nueva cultura a sus
    padres". La familia
    así conformada, cambia su estructura
    original: "Cuando esa tarea de condescendiente
    intermediación se convierte en imprescindible, esos
    jóvenes terminan ejerciendo un poder real
    sobre sus mayores" (10).

    El amor por los
    niños
    se evidencia en el interés
    por hacerles pequeños regalos, por cocinar para ellos, por
    brindarles expresiones de cariño en una comunidad que no
    recurre al dinero para
    los placeres. "Yo siempre había querido un cardenal
    –dice la protagonista de un cuento de
    Márgara Averbach. En ese entonces, había muchos en
    los árboles
    de la casa de las tías, como flores rojas más
    rápidas que las otras. Y el abuelo –que había
    nacido en una ciudad de Europa y
    después se había visto obligado a convertirse en
    gaucho judío, una conjunción inimaginable para
    él, supongo- me había prometido cazar uno para
    mí ese verano" (11).

    En "Mi búho", Elena Guimil recuerda la
    oportunidad en que su padre, "un gallego fornido" le trajo un
    pichón. Cuando el padre volvía de cazar –dice
    la hija- "yo me sentaba en un banquito impaciente, mirando
    fijamente la bolsa cerrada que descansaba olvidada junto a la
    puerta. Adentro había algo que se movía, algo que
    era para mí. Mi padre sólo la abriría
    después de tomar su café
    caliente. Unicamente él podía hacerlo. Pero no
    parecía tener ningún apuro. Me miraba de hito en
    hito y sonreía detrás de su taza. Creo que
    disfrutaba con mi impaciencia. El contenido de la bolsa de
    arpillera era un misterio para mí, aquel que esperaba
    ansiosa todas las semanas. ¿Qué sería esta
    vez? ¿Un tero, un lechuzón o un zorrito? La
    criatura asomó sus gigantescos ojos amarillos y se
    posó en la mano de mi padre. Emitió una especie de
    silbido cuando me acerqué" (12).

    El amor de los padres inmigrantes por sus hijos es
    homenajeado por quienes lo disfrutaron. En "Ochenta" Orlando
    Mario Punzi evoca a su madre: "A Dios, conmigo se le fue la
    mano.// Me dio todo: la mamma de primera,/ los amigos en tanda y
    un hermano,/ y ya de pibe le saqué temprano/ cien sonetos,
    o más de la galera" (13). También Oscar
    González, en "La anunciación", evoca a la madre
    italiana: "Y fue la mamma gringa,/ Querendona y bravía,
    que entregó sus/ cachorros./ A otra tierra y otra
    lengua"
    (14).

    En "Regreso", Rubén Benítez canta a su
    madre española: "Pobre madre,/ portaba en su mirada/
    distante y abatida/ la luz del
    desencanto/ triste flor de su tierra prometida" (15).
    También son españoles los padres de Fernando de
    Querejazu, quien manifiesta haber escrito en su honor El
    pequeño obispo, evocación de la infancia en el
    pueblo cordobés de Canals, fundado por un naviero
    valenciano (16). Y la madre de Jorge y Aída Luz, acerca de
    quien dice el hijo: "Mamá fue muy cobijadora con nosotros.
    Papá nos quería pero no era de hacernos caricias,
    nada. Entonces vos te vas adonde el sol más
    caliente" (17).

    La abuela es una figura muy fuerte en la familia
    inmigrante. De su nona Francesca, dice la actriz Virginia
    Innocenti: "era perfecta. Estaba casada con el abuelo Francesco.
    Era la típica abuela italiana, de pelo blanco, que
    jamás se puso una gota de maquillaje; zurcía la
    ropa, preparaba dulce de uvas y cappelletti. Esa era la
    mamá de mi papá" (18). Otra abuela, la de Fernando
    de la Orden, nacida en Logroño, es homenajeada por medio
    de la muestra
    fotográfica "Pan y manteca" (19).

    No todos los niños tenían quien los
    cuidara tan amorosamente. El Patronato de la Infancia
    surgió vinculado con la inmigración, para proteger
    a los pequeños de los que las familias no podían
    hacerse cargo. Con motivo de conmemorarse los 110 años de
    la fundación de esta institución, dice el diario
    Clarín: "El Patronato se fundó el 23 de mayo de
    1892, en medio de la gran crisis
    económica y política que asolaba
    la Argentina, mientras miles de inmigrantes llegaban al puerto de
    Buenos Aires
    con poco más que sus esperanzas en la valija. Un grupo de
    personas quiso proteger a los niños desamparados que
    desbordaban los inquilinatos y deambulaban por las calles, y
    nació el Patronato para cumplir esa misión:
    desde su creación atendió a más de 1.750.000
    niños en situación de riesgo"
    (20).

    Contar

    En los recuerdos de los inmigrantes se reitera la
    alusión al gusto que sus mayores sentían por la
    narración. De estos padres que narran sus historias de
    la tierra
    natal, nacen hijos que las relatan profesionalmente, o que las
    escriben en libros. La
    vocación se transmite; sólo cambian los medios de
    expresión.

    Para Ana Padovani, narradora, "el momento de mayor auge
    de la narración oral tuvo lugar en el siglo pasado y a
    principios del
    presente". Recuerda algo que escuchó: "Mi abuelo me
    contaba que cuando vino en barco a la Argentina, los pasajeros de
    la primera clase bajaban a la bodega para oír los relatos
    de los inmigrantes de tercera clase" (21)

    Cuando se le otorgó a Ernesto
    Sábato la ciudadanía italiana y la Medalla de
    Oro a la Cultura
    Italiana en la Argentina, expresó el escritor con respecto
    a sus padres: "Al igual que tantos hijos de inmigrantes, crecimos
    oyendo sus mitos, sus
    leyendas y sus
    cantos tradicionales, viendo casi sus montañas y sus
    ríos de los cuales mi padre me hablaba por las tardes,
    cuando yo era apenas un niño sentado en sus rodillas"
    (22).

    La tradición oral es cara a los italianos. Lo
    relata Laura Pariani, lombarda nieta de un emigrante: "Mis
    estudios me alejaron de la cultura campesina; sin embargo, esa
    cultura quedó ligada al mundo de mi infancia, de los
    recuerdos, de los afectos, o más bien, de los cuentos.
    Cuando yo era chica, la única diversión era
    escuchar historias. Yo me crié rodeada de mujeres que
    contaban cuentos. Ellas
    eran las herederas de la tradición oral, las que
    transmitían el pasado. Como en todas las zonas pobres, los
    hombres jóvenes se iban solos para encontrar un trabajo
    mejor y luego nunca regresar. Nosotras permanecíamos
    apegadas a los hechos que nos llegaban de boca en boca. Mi pueblo
    estaba diezmado por la partida de los hombres, al menos hasta
    la Segunda Guerra
    Mundial. Las mujeres casadas eran las viudas blancas,
    abandonadas para siempre, como mi abuela, cuyo marido vino de
    joven a este país" (23). Ese gusto por la narración
    llegó a América.

    Rodolfo Alonso dice que nunca olvidará el
    "legítimo entusiasmo" con que su padre gallego les
    relataba "anécdotas para él imborrables de su
    infancia. Anécdotas que no eran sólo de hombres y
    de hechos, como las inefables ocurrencias de Novás, el
    cantero de su pueblo, cachaciento y mordaz, sino también
    el reiterado recuerdo de ese ruiseñor cantando en lo alto
    de un pino o la nutria cazada a escondidas, de noche, sobre el
    lomo del río" (24).

    Cuanto escuchó en su hogar sirvió a Gladys
    Onega para escribir Cuando el tiempo era otro,
    acerca de cuya génesis afirma: "Todo parte de un hecho
    real, pero hay ficción en cuanto hay una creación
    lingüística muy grande. Nunca junté papeles ni
    documentos,
    pero en mi casa todo el tiempo se estaban
    contando cosas. No había otra manera de conectarse con la
    gente de España; no
    los conocíamos. (…) los gallegos siempre contaban
    historias diferentes y muy amenas, y completamente
    extrañas sobre el viento, el frío, la nieve, y las
    contaban en todo el pueblo"(25). Responderían al chamado
    antergo al que aluden Manuel Castro Cambeiro y Eliseo Mauas
    Pinto, en el poema "Soy el llamado ancestral", en el que
    expresan: "Son a voz que pradica, incansabele/ antre os do meu
    pobo/ lonxe da terra,/ a qu’os exhorta/ a non anuzar de si
    mesmos" (26).

    Guillermo Saccomanno, nieto de una gallega,
    también recuerda esa afición de la anciana, a la
    que se sumaba la de su parienta: "A mi abuela le gustaba mucho
    escuchar y contar historias, y me hablaba de una parienta de
    ella, que entonces vivía enfrente de mi casa. En su aldea
    en España,
    esa mujer
    había tenido un hijo con el cura, y el chico se le
    había ahorcado a los treinta y tres años. Cuando yo
    tenía siete u ocho años, a la tardecita me cruzaba
    a la casa de esta otra gallega, que me contaba la historia de San Jorge y el
    dragón mientras me daba pan mojado en vino con azúcar"
    (27).

    Para Dal Masetto, ser hijo de inmigrantes fue un
    conflicto que
    tardó en resolver. Cuando lo logró, se abocó
    a escuchar historias: "La inmigración es un tema. Yo nunca
    había escrito nada sobre eso. Supongo que durante cuarenta
    años estuve tratando de pelear para que no me confundieran
    con un extranjero. Quizás un psicoanalista me hubiera
    resuelto este problema más rápidamente.
    Decidí entonces rendir un homenaje a toda esa gente que
    vino desde tan lejos, y también a mi madre. Un día
    llegué a Salto y le dije que me contara todo lo que
    sabía. Al sacar el grabador, la campesina se
    asustó. Lentamente fue desgranando recuerdos"
    (28).

    Griselda Gambaro se basó en el pasado de sus
    mayores para escribir su novela de
    inmigración: "Desde hacía unos años
    experimentaba el impulso de escribir la historia de mi familia a
    partir de su origen, no porque en ella se hubieran producido
    hechos resonantes, sino porque esa familia guardaba para
    mí el secreto de sus sentimientos. (…) Develar el
    secreto, intentar comprender fue mi propósito". Lo
    logró, ya que al finalizar la escritura, se
    sentía más cercana a ellos: "Cuando concluí
    El mar que nos trajo percibí el peso y significado
    de esas raíces que todos tenemos y a las que no prestamos
    especial atención. En mi caso, los seres borrosos
    que estaban en mi origen se tornaron presentes y vivos, y pude
    comprenderlos en sus alegrías, desazones y sueños.
    Experimenté una especie de gratitud porque de algún
    modo sentí que me habían preparado el camino,
    alisado las piedras para que yo pudiera recorrerlo más
    fácilmente. Agradecí incluso la dura pobreza que
    marcó sus vidas porque esa pobreza, al cabo
    de años, me permitió identificarme, no sólo
    desde el razonamiento sino desde la sangre y su deseo
    de justicia, con
    los que en esta época sufren parecidos pesares"
    (29).

    Cantar

    Así como les gusta contar, a los inmigrantes
    también les gusta cantar. Cantan en su tierra, en el
    barco, y cantarán también en la tierra
    nueva.

    En el Martín Fierro aparece un italiano que hace
    música:
    "Allí un gringo con un órgano/ y una mona que
    bailaba/ haciéndonos reír estaba/" (30).
    También aparecerá en "El alma del suburbio", de
    Evaristo Carriego: "Soñoliento, con cara de taciturno,/
    cruzando lentamente los arrabales,/ allá va el gringo…
    ¡Pobre Chopin nocturno/ de las costureritas sentimentales!"
    (31). No es muy amable la impresión que tenían
    Carlos Gardel sobre los inmigrantes acordeonistas, ya que le dijo
    a Astor Piazzolla que tocaba el fueye como un gallego
    (32).

    Villoldo evoca al gringo que canta: "Sos para el canto,
    che, gringo/, como para el bofe el gato/ tomá una grapa
    d’Italia/ y
    descansemos un rato" (33). En el tango "La
    Violeta", de Nicolás Olivari, encontramos al inmigrante
    nostálgico que bebe y canta: "Canzoneta de pago lejano/
    que idealiza la sucia taberna/ y que brilla en los ojos del
    tano/con la perla de algún lagrimón…" (34). En el
    poema "Antiguo Almacén
    ‘A la ciudad de Génova’", evoca al italiano
    Miquelín, quien "Mientras le duraba la plata cantaba,/
    cantaba las lejanas canciones milanesas de su tierra/ y hombreaba
    recuerdos como hombreando cereal…/" (35).

    Gustavo Riccio, en el poema "Elogio de los
    albañiles italianos", asocia el canto con la realidad
    social de los inmigrantes. Ellos cantan mientras trabajan, pues
    "en lo alto sienten ellos/ que una canción de Italia se
    les viene al encuentro" (…) Más líricos que el
    pájaro son estos que yo elogio:/ el nido que construyen no
    es para su reposo,/ el lecho que levantan no es para sus
    retoños…/ ¡Ellos cantan haciendo las casas de los
    otros!" (36).

    Los Podestá, conocidos como actores, fueron
    también músicos. Lo destaca María Esther
    Podestá, en Desde ya y sin interrupciones, su libro de
    memorias,
    cuando escribe: "como la mayoría de los Podestá, mi
    padre era músico, además de autor de comedias"
    (37).

    Además de cantar y tocar por gusto, algunos hijos
    de inmigrantes emprendían estudios formales. María
    Luisa Cuccetti recuerda su iniciación musical: "ya cuando
    estaba en el primario, una amiga mayor me empezó a
    enseñar piano", pero su papá, un clarinetista
    profesional genovés que se había instalado en La
    Boca, la anotó en el conservatorio: "Ibamos en
    tranvía, y como era en el centro, me ponían
    sombrero… ¡Bah, capotita! Los sombreros eran para las
    señoritas" (38).

    Recordemos que también fue un inmigrante, el
    italiano Luigi Gusberti, quien tuvo una relevante
    actuación en la actividad musical del Chaco, provincia a
    la que emigró. Lo mismo sucedió en Tucumán
    con Antonino Malvagni, y en Buenos Aires, con
    el padre de los Discépolo.

    Entre los gallegos emigrantes, la gaita era un
    instrumento muy difundido. El gaitero Carlos Núñez,
    de paso por nuestro país, dijo en un reportaje que "los
    mejores gaiteros no permanecieron en Galicia sino que la
    mayoría vino a Buenos Aires, muchas veces exiliada". En la
    Argentina y en Cuba, entraron
    en contacto con otros ritmos, al punto que "La música gallega se
    benefició de estas influencias, de estas tradiciones
    más abiertas" (39).

    José Cameán Parcero cuenta que su padre"
    como buen gallego, era músico, tocaba la gaita y le
    enseñó a él a tocar la caja. Como esto
    resultó ser de su gusto tocó con Los Celtas de Vigo
    y con los Chavales de España. En estos conjuntos
    tocaba la tumbadora. Estos instrumentos todavía los
    conserva en su taller de autos
    antiguos" (40).

    No sólo las ocasiones alegres se acompañan
    con música. Enrique Novick evoca, en "Balada para un padre
    ausente", el efecto que la música de su tierra
    tenía en el padre enfermo de Alzheimer:
    "Cuando le/ cantaba,/ próximo/ a su lecho,/ canciones/
    antiguas/, sin nombre/ ni dueño,/ que hablan/ de una
    aldea/ con hornos/ de piedra,/ cerca de las/ casas,/ sus pisos/
    de tierra,/ Marc Chagall/ brotando/ de acequias/ y techos;/ que
    él/ acompañaba/ con su voz/ pausada,/ rescatando/
    estrofas/ tras un gesto/ austero,/ y un temblor/ extraño/
    que escurría/ en su cuerpo,/ peces
    abismales/ y negros,/ hasta ser un eco/ más/ entre los
    ecos,/ que suelen/ merodear/ por mi cerebro"
    (41).

    Cuando "Doña Conce", la gallega del cuento de
    Jorge Dietsch, ve que se acerca su fin, pide sus zapatos, "e
    incorporándose en la cama, comenzó a bailar.
    Bailaba para adentro, se veía en la mirada y la sonrisa,
    con una gracia joven y movimientos que debían ser de tal
    agilidad que en la habitación entró un viento
    fresco de montañas, con olores de campo y de menta.
    Tarareaba al mismo tiempo una música tan extraña y
    bella que quienes escuchaban, a pesar de la gravedad de las
    circunstancias, no pudieron evitar acompañarla con
    movimientos de pies. Luego, agotada de tanta danza,
    apoyó la cabeza en la almohada, respiró profundo
    varias veces, y cerró los ojos sin dejar la sonrisa, como
    soñando un buen sueño" (42).

    Al fallecer su padre, el Chango Spasiuk lo
    despidió con lo que el hombre
    amaba: la música: ""Cuando todos se fueron, le
    pregunté a mamá qué le parecía y ella
    me dijo que si quería tocar, que tocara. Entonces le
    metí nomás. Le dí duro. Te imaginás
    –dice a Leila Guerriero-, a las tres de la mañana,
    tocando el acordeón en el velorio de mi papá, es
    una imagen loca y se
    puede interpretar mal, pero por qué no iba a tocar, si mi
    papá amaba la música" (43).

    Otra canción es la que evoca, en "Celestes ojos
    italianos", el poeta Francisco de Madariaga, quien pregunta a su
    madre fallecida: "¿Estarás cantando la
    canción que cantaban/ tus celestes ojos italianos?/
    ¿O estarás escuchando cómo canta mi corazón,/
    que fue la única maravilla en tu terror a/ los viejos
    gauchos bandoleros y en tu/ fracaso?" (44).

    En el cantar se advierte una espontánea
    vocación artística, y una memoria que no
    quiere fenecer.

    Festejos
    familiares

    Cumpleaños, onomásticos, casamientos, eran
    fiestas en las que se evidenciaban las costumbres que los
    inmigrantes traían de sus tierras.

    Los cumpleaños se festejaban en la colectividad
    italiana con manjares caseros. Lo recuerda María Luisa
    Cuccetti. Cumplidos ya los cien años, relata: "La Boca era
    un lugar muy lindo a principios de
    siglo, lleno de inmigrantes y marinos genoveses. Los
    cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate
    caliente" (45).

    Mi abuelo paterno, de Lugo, y el materno, de La
    Coruña, festejaban con el mayor lujo posible sus
    onomásticos. El primero ponía tablas sobre
    caballetes e invitaba a comer puchero a todos sus inquilinos y a
    los vecinos. El segundo festejaba en familia; en esa fecha nunca
    podían faltar las castañas.

    El casamiento es una de las formas en las que el
    inmigrante se integra a la nueva sociedad. En un texto de Fray
    Mocho vemos a dos argentinas intentando una alianza matrimonial
    con un inmigrante, mas la misma no se da porque el italiano
    declara estar casado ya en su país (46). Sabemos que
    muchos extranjeros regresaron a sus patrias, pero otros dejaron
    atrás su pasado y crearon familias con mujeres de nuestra
    tierra. Alrededor de esta situación gira la existencia del
    protagonista de El mar que nos trajo, de Griselda Gambaro, quien
    se ve obligado a regresar a su país de origen.

    Haberse casado con alguien con una historia distinta,
    puede volver difícil la convivencia. En Cuando el tiempo
    era otro, escribe Gladys Onega: "otro dolor eran las peleas entre
    mis padres, y que además los chicos magnificábamos.
    Estaba el choque de culturas entre un gallego y una criolla que
    nunca pudo entender la cultura gallega" (47).

    Para iniciar un noviazgo, había que respetar
    ciertos códigos, por ejemplo, la difícil
    relación entre los italianos del norte y los del sur.
    Acerca de la impresión que su pretendiente causó a
    su padre, dice esta hija de un genovés: "Era un siciliano,
    amigo de mi hermano. Al principio a papá no le
    hacía mucha gracia, porque él era de la alta Italia
    y decía que los del sur celaban mucho a sus mujeres"
    (48).

    El noviazgo llega a su fin. Se celebra el casamiento.
    También de la colectividad italiana es el festejo que
    recuerda Carlos Ibarguren, en La historia que he vivido. Se ha
    casado Darío Nicodemi: "el casamiento fue celebrado con
    una fiesta en la modesta casa del barrio en que vivía la
    novia. Concurrió allí invitado el elemento gringo
    de la vecindad con sus respectivas familias –algunas con
    hijos argentinos- y varios amigos de Darío, entre los que
    yo me contaba. Se bailó animadamente hasta la madrugada en
    el patio, al compás del acordeón, ocarina y flauta;
    de la cocina, donde se jugaba a la morra, partían
    vociferaciones en italiano, mientras el moscato y el nebiolo
    espumante enardecían los ánimos sin
    distinción de edad, sexo ni
    nacionalidad; y aún recuerdo cómo nos atrajo a los
    muchachos la bella Carlota, hermana del desposado, que
    resultó esa noche, reina indiscutida de aquel regocijo
    meridional" (49).

    También en los casamientos ucranios se tocaba el
    acordeón. Lo recuerda el Chango Spasiuk, quien tocó
    en ellos durante su infancia (50). El amor de María
    Arcuschín por su patria de origen se evidencia en De
    Ucrania a Basavilbaso también en el detalle con que
    recuerda festejos singulares de su cultura, como la
    celebración del matrimonio, el
    Pésaj o el Shabat. El recuerdo de Arcuschín,
    surgido desde la conciencia de su
    pueblo, ilumina y enseña (51).

    Navidad

    La italiana María Cuda escribe: "Desde que vivo
    en la Argentina, mi Navidad es
    distinta, porque a pesar de ser gran parte de la población de Capital y Gran
    Buenos Aires de origen europeo, mantiene sus costumbres en forma
    muy variada. Tal vez por eso y más allá del
    respeto a los
    preceptos religiosos que la gente continúa observando, me
    resulta contradictorio encontrar el clásico pavo, las
    frutas secas y el pan dulce, en un clima netamente
    veraniego. Encuentro la justificación en la nostalgia, la
    tradición y el amor que el inmigrante siente por su tierra
    lejana, pero tan cercana aquí en el corazón.
    Por eso, las Fiestas mantienen, también en este
    país, el espíritu de unidad familiar y son motivo
    de intercambio de presentes. Algunas expresiones cambian y, en
    vez de ser la ‘Befana’ y medias, son los zapatos, el
    pasto, el agua para
    los camellos de los tres Reyes Magos. Finalizando, diría
    que el espíritu común es el deseo de buenos
    augurios y el sentimiento compartido de la creencia en Dios,
    Nuestro Señor" (52).

    En La pradera de los asfódelos, Rubén
    Benítez evoca una Navidad de las
    de antes: "En Navidad la gente parecía distinta. No como
    ahora. Todos estaban alegres, salían a la calle y
    saludaban contentos. Había que pararse en todas las
    puertas. Hasta los turcos que vivían en la esquina
    festejaban la Navidad. Don José, el que hizo el aparador,
    abría una sidra… ‘No es como la de Asturias, pero
    tampoco está mal’ decía siempre
    después de probarla"(53) Una escena semejante narra Miriam
    Becker, quien recuerda cómo sus padres, judíos
    rumanos, agasajaban a sus vecinos de otras nacionalidades y
    creencias (54).

    Carnaval

    Mauricio Kartun, en "El siglo disfrazado", analiza la
    relación del Carnaval con la inmigración: "Fue con
    el vendaval inmigratorio de principio de siglo que la farra
    desbordó todo orden institucional, la mascarita se
    independizó, y el disfraz pasó a ser un atributo de
    fenomenal creatividad
    individual, un orgullo familiar en el que las mujeres de la casa
    lucían su solvencia con el molde y la aguja".

    Una vez disfrazado el niño, debía
    fotografiárselo, para enviar esa imagen al
    país de origen: "Colas de una cuadra en Foto Bixio, o en
    Pascale, bajo el sol calcinante
    de febrero, ese que aseguraba con el resplandor de la primera
    tarde los mejores contrastes en la vidriada galería de
    pose del estudio. ¿Cómo testimoniar sino
    allá en el terruño el prodigio de costura, las
    costumbres, el crecimiento y la belleza de los chicos,
    engalanados y maquillados?"

    El afianzamiento de la inmigración hizo que
    cambiaran los disfraces elegidos por las madres para sus hijos:
    "Viejas fotos.
    Sólo eso queda de aquella magnífica pasión
    por el disfraz. De pierrot, sobre todo, hasta los años 20
    en que las colectividades tomaron peso propio. De allí en
    más predominaron los baturros, toreros y gaiteros
    asturianos, las majas, las gitanas, y los vascos pelotaris con
    sus paletas en miniatura, o su versión lechera con los
    tarros también a escala.
    Napolitanas, damas venecianas, y polichinelas certificaban el
    amor a Italia."

    Fotos que se enviarían a los parientes que tanto
    se extraña: "Atrás unas líneas ya casi
    ilegibles: ‘Cara mamma: le invio una fotografia del mio
    Cesarino. Veda come cresce bello e grasso. Chi manca tanto. Sua
    cara figlia, Renza’. En la foto, un pequeño
    soldadito garibaldino. Un sombrero emplumado, y una descolorida
    mirada melancólica" (55).

    No obstante su apellido, Victor Hugo Ghitta evoca el
    carnaval de la colectividad gallega. Recuerda "las largas mesas
    familiares del Centro Lucense, en una Buenos Aires cuyos
    esplendores y apego por las fiestas populares irían
    menguando con los años, en bulliciosas noches de carnaval
    en las que nos peleábamos por una falda con fervor e
    inocencia mientras nuestros padres batían palmas y
    meneaban caderas al ritmo del pasodoble o la muñeira,
    después de haberse atragantado con las sardinas
    españolas y las morcillas vascas y las batatas asadas al
    carbón y los jamones tan perfumados como las
    señoras que atiborraban la pista, atraídas por una
    estridencia de trompetas y por las toreras de luces y las
    fabulosas charreteras y los zapatos y los pantalones blancos de
    los Gavilanes de España, que era el conjunto musical que
    animaba las tertulias y las verbenas" (56).

    Santó Efendi recuerda los carnavales en Villa
    Crespo: "En verano, el carnaval diurno servía para
    refrescarse un poco… a globazos, baldazos y mangueras"
    (57).

    Funerales

    En su novela En la
    sangre,
    Eugenio Cambaceres describe con desprecio el funeral del tachero
    italiano. Dice que los amigos del finado "habiéndose
    pasado la voz para el velatorio, poco a poco fueron llegando de a
    uno, de a dos, en completos de paño negro, con sombreros
    de panza de burro y botas negras recién lustradas". El
    comportamiento
    de los paisanos, afligidos, le merece un comentario despiadado:
    "Zurdamente caminaban, iban y se acomodaban en fila a lo largo de
    la pared, en derredor del catafalco elevado en la trastienda. Uno
    que otro, cabizbajo, en puntas de pie, aproximábase al
    muerto y durante un breve instante lo contemplaba. Algunos daban
    contra el umbral al entrar, levantaban la pierna y volvían
    la cara" (58).

    En "Buenos Aires 1910 – Memoria del
    Porvenir", vimos una foto de un funeral que nos llamó la
    atención. En medio de una familia, sentado
    en una silla está ¡el muerto!. Parece que se sacaban
    así la foto para mandarla a la tierra natal, para que
    vieran que efectivamente el fallecido ya no pertenecía al
    mundo de los vivos (59).

    El funeral judío es evocado por María
    Inés Krimer en La hija de Singer, obra en la que -escribe
    Damián Tabarovsky- "cuenta una historia sencilla pero
    potente: la muerte del
    padre y el duelo de treinta días que según la
    tradición judía deben transcurrir hasta la
    despedida" (60). En "Villa Crespo de mi infancia", José
    Mantel recuerda un midrash, "encuentro para homenajear a un
    difunto" que se organiza al cumplirse un aniversario de la muerte de
    un judío. En esa oportunidad "el ‘arrecibido que le
    sea’ era la infaltable frase para que le llegasen al
    difunto las oraciones, al terminar. Y ‘cafés
    alegres’, el deseo de despedida" (61).

    En la alegría, en la tristeza, siempre
    está presente la tradición ancestral, la misma que
    enlaza el pasado con el presente, y se proyecta hacia el
    futuro.

    NOTAS

    (1)Roffo, Analía: "La familia argentina se
    diseñó contra toda presión", en Clarín, 27 de
    febrero de 2000.

    (2) Rocco-Cuzzi, Renata: "Mitos del
    granero del mundo", en Clarín, Buenos Aires, 26
    de marzo de 2000.

    (3) Gaffoglio, Loreley: "Me acordé de un viejo
    amor", en La Nación, Buenos Aires, 21 de julio de
    2002.

    (4) Boccanera, Jorge: "A dos puntas", en
    Clarín, 26 de septiembre de 1999.

    (5) Peicovich, Esteban: "Volver a Berisso", en La
    Nación Revista
    , Buenos Aires, 24 de
    febrero de 2002.

    (6) Cosentino, Olga: "Cosecharás tu siembra",
    en Clarín, Buenos Aires, 18 de octubre de
    2000.

    (7) S/F: "Pérez Millán", en Revista
    Mayores
    , Año II, N° 11, 1994.

    (8) Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
    Buenos Aires, Seix Barral,

    (9) Moreno, Marcelo A.: "El país de los chicos
    felices", en Clarín, Buenos Aires, 2 de abril de
    1997.

    (10) Jaim Etcheverry, Guillermo: "Los nuevos
    emigrantes", en La Nación, Buenos Aires, 7 de
    abril de 2002.

    (11) Averbach, Márgara: "El cardenal", en
    Aquí donde estoy parada. Alción, 2002.

    (12) Guimil, Elena: "Mi búho", en El
    desafío. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.

    (13) Punzi, Orlando Mario: "Ochenta", en La
    Nación Revista
    , Buenos Aires, 26 de
    octubre de 1997.

    (14) González, Oscar: "La anunciación",
    en El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000.

    (15) Benítez, Rubén: "Regreso", en La
    Nueva Provincia
    , Bahía Blanca, 3 de septiembre de
    1998.

    (16) Querejazu, Fernando de: El pequeño obispo.
    Buenos Aires, Editorial Lumen, 1986.

    (17) Guerriero:

    (18) Guerriero, Leila: " Virginia Innocenti.
    Melodía para actriz y piano", en La Nación
    Revista, 4 de noviembre de 2001.

    (19) Guerriero, Leila: "Pan & Manteca", en La
    Nación Revista
    , 5 de mayo de 2002.

    (20) S/F: "Más de un siglo por los chicos", en
    Clarín Viva, 23 de mayo de 2002.

    (21) Itzcovich, Mabel: "De profesión,
    contadoras de cuentos", en Clarín, Buenos Aires,
    20 de octubre de 1997.

    (22) Sábato, Ernesto: "La memoria de la
    tierra", en La Nación, Buenos Aires, 5 de
    diciembre de 1999.

    (23) Patat, Alejandro: "El país de los
    sueños perdidos", en La Nación, 28 de
    abril de 2002.

    (24) Alonso, Rodolfo: Entrevista
    en Historia de la Literatura
    Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.

    (25) Duche, Walter: "Todos tenemos derecho a escribir
    nuestra historia", en La Prensa, Buenos Aires, 18 de
    julio de 1999.

    (26) Mauas Pinto, Eliseo y Castro Cambeiro, Manuel:
    "Soy el llamado antiguo", en Legado Celta. Buenos Aires,
    Editorial Tres + Uno, 1993.

    (27) Chiaravalli, Verónica: "Un corazón
    tomado por la memoria", en La Nación, Buenos
    Aires, 15 de agosto de 1999.

    (28) Roca, Agustina: "Historia de vida", en La
    Nación Revista
    , Buenos Aires, 12 de julio de
    1978.

    (29) Gambaro, Griselda: "Crónica de una
    familia", en Clarín, Buenos Aires, 25 de febrero
    de 2001.

    (30) Hernández, José: Martín
    Fierro. Citado en "Bajaron de los barcos. Historia de la
    inmigración en la Argentina", Colegio Schönthal.
    www.monografias.com.

    (31) Carriego, Evaristo: en Historia de la Literatura
    Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.

    (32) Piazzolla, Astor: "Alma de bandoneón", en
    La Capital, Mar del Plata, 25 de mayo de
    2000.

    (33) Villoldo, citado por Colegio
    Schönthal

    (34) Olivari, Nicolás: "La Violeta" citado por
    Gustavo Cirigliano, en "Disquisiciones tangueras", en El
    Tiempo
    , Azul, 30 de septiembre de 2001.

    (35) Olivari, Nicolás: en Historia de la
    literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.

    (36) Riccio, Gustavo: en Historia de la Literatura
    Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.

    (37) Podestá, María Esther: Desde ya y
    sin interrupciones. Buenos Aires, Corregidor,

    (38) Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en
    Clarín Viva, 26 de septiembre de 1999.

    (39) Monjeau, Federico: "Carlos Núñez.
    En la cresta de la ola celta", en Clarín, Buenos
    Aires, 11 de mayo de 1998.

    (40) S/F: "José Cameán Parcero". Un
    vecino de Bembibre, Parroquia de Buxán", en El
    Mensajero Gallego
    , N° 2, Abril de 1998.

    (41) Novick, Enrique: "Balada para un padre ausente",
    en La Prensa, Buenos Aires, 10 de enero de
    1999(

    (42) Dietsch, Jorge: "Doña Conce o la
    despedida", en El Tiempo, Azul, 14 de marzo de
    1999.

    (43) Guerriero, Leila: Chango Spasiuk. Chamamé
    por el mundo", en La Nación Revista, Buenos
    Aires, 14 de enero de 2001.

    (44) Madariaga, Francisco: en La Nación,
    Buenos Aires, 10 de mayo de 1998.

    (45) Muzi, Carolina: op. cit.

    (46) Alvarez, Sixto (Fray Mocho): Cuentos. Buenos
    Aires, Huemul, 1966.

    (47) Duche, Walter: op. cit.

    (48) Muzi, Carolina: op. cit.

    (49) Ibarguren, Carlos: La historia que he vivido.
    Buenos Aires, Biblioteca
    Dictio, 1997.

    (50) Guerriero, Leila: "Chango Spasiuk. Chamamé
    por el mundo", en La Nación Revista, Buenos
    Aires, 14 de enero de 2001.

    (51) Arcuschín, María: De Ucrania a
    Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986.

    (52) Cuda, María: "En Argentina", en DANTE
    Noticias
    , N° 68/ Octubre-Noviembre 1998.

    (53) Benítez, Rubén: La pradera de los
    asfódelos. Bahía Blanca, Siringa,
    1988.

    (54)Becker, Miriam: "La última idische mame",
    en La Nación Revista, Buenos Aires,

    (55) Kartun, Mauricio: "El siglo disfrazado", en
    Clarín Viva, 20 de febrero de 2000.

    (56) Ghitta, Víctor Hugo: "Elegía a Paco
    Rabal dormido en Aguilas", en La Nación, Buenos
    Aires, 2 de septiembre de 2001.

    (57) Efendi, Santó: "Una infancia en Villa
    Crespo", en SEFARaires N° 3, julio 2002.

    (58) Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires,
    Plus Ultra,

    (59) Buenos Aires 1910, Memoria del Porvenir", en
    Shopping Abasto, 1999.

    (60) Tabarovsky, Damián: "La hija de Singer,
    por María Inés Krimer", en Clarín,
    Buenos Aires, 29 de junio de 2002.

    (61) Mantel, José: "Villa Crespo de mi
    infancia", en SEFARaires, N° 3, julio de
    2002.

     

     

     

     

    Trabajo enviado por

    Lic. María González
    Rouco

    Licenciada en Letras UNBA, Periodista
    Profesional

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