En esta monografía
me refiero a algunas costumbres de los inmigrantes que llegaron a
la Argentina entre
1870 y 1950, tomando como fuente conceptos vertidos por
estudiosos, escritores, actores y descendientes de
inmigrantes.
"La Capital
Federal, en 1936, tenía el 88% de extranjeros o hijos de
extranjeros –afirma la socióloga Susana Torrado. Es
decir, entre fines del siglo XIX y las primeras décadas
del XX era un pedazo de Europa en la
Argentina" (1).
Se encontraban inmigrantes procedentes de diversas latitudes.
"’La creencia en que la Argentina era un crisol de razas
nunca tuvo el ciento por ciento de adhesión, pero fue una
creencia eficaz: sirvió para que los extranjeros se
sintieran argentinos’, asegura el antropólogo Pablo
Semán, especialista en el tema" (2).
La actriz Rita Cortese recuerda la presencia inmigrante
en la sociedad: "Cuando
yo era chica, los inmigrantes europeos eran algo vivo y cercano.
Tanos y gallegos, como decíamos, estaban allí, al
lado nuestro, en la calle, en el barrio. Pesaba su manera de ser
y de hablar, sus costumbres, comidas, espectáculos.
Formaban parte de nuestra vida cotidiana" (3).
De sus países de origen trajeron los inmigrantes
sus costumbres, las que perduraron en la nueva tierra. La
crianza de los hijos, la celebración de los
acontecimientos familiares, la forma de llorar a sus muertos,
diferenciaban a las colectividades y, aún hoy, se siguen
observando los mismos lineamientos que hace décadas,
aunque influenciados por el medio en que se
desarrollan.
La ética era
un valor
fundamental para los inmigrantes. Lo afirma Eduardo Mignogna,
autor de La fuga: "Nuestros padres, nuestros abuelos, amaban el
apellido, la ética, la
responsabilidad
civil de tener un trabajo y de hacerse cargo de sus hijos y
dejarles un apellido. Con su muerte se
pierde un sentido de la ética y el país es testigo
de esto. Los nietos saben que no tienen el primer referente a
quien pedirle explicaciones y aparece la plata dulce, la
financiera, esos hombres con apellidos en los diarios sin que les
importen las manchas en una política macabra de
robos e impunidad" (4).
La solidaridad era
otro de los bienes
espirituales de la inmigración. Nacido en Berisso, Esteban
Peicovich recuerda la localidad como "una sociedad
compuesta por treinta y siete etnias diversas que, en medio de la
crisis,
hacía de la vida vecinal un acto religioso. No
piqueteaban. Se defendían con el trueque, la huerta y la
mano pronta al caído en desgracia mayor. Una red de asistencia que
permitía preservar la costumbre traída: mantener lo
genuino y sostener a los hijos en medio de la adversidad" (5).
Esta condición de los inmigrantes es resaltada por la
actriz María Rosa Fugazot: "la hija de la legendaria
actriz de teatro, revista y
cine
María Esther Gamas y del músico Antonio Fugazot
recordó: ‘De chica, mamá vivió en un
conventillo; decía que era como la casa grande de una gran
familia.
Había un matrimonio
siciliano y otro napolitano cuyas mujeres vivían peleando.
El marido de una era motorman de tranvía y el de la otra,
portuario. ¡Ah, Santa Madonna!, que al marido di questa lo
strafuque il tranvia e que non quede niente di niente!, exclamaba
la napolitana revolviendo su negra melena. E, que il tuo marito
se caiga al aqua e se ahogue, contestaba la siciliana. Sin
embargo, cuando llegaba un momento difícil, cuando un hijo
se enfermaba o alguno se accidentaba, todos se unían para
proteger al que lo necesitaba" (6).
La preocupación por los hijos está ligada
a la inmigración. Es lógico, si pensamos
que muchos de los inmigrantes no veían a sus hijos en
años, como los padres de Jesús Amorín
Varela: "Mis padres eran gallegos y fueron a Cuba.
Ahí nací yo. A los dos años me llevaron a
Galicia y me dejaron al cuidado de mis abuelos maternos. Estuve
con ellos hasta los diecisiete y en 1929 me vine para la
Argentina" (7). En Italia deja la
madre a Syria Poletti y a su hermana mayor, quienes
llegarán al país mucho después. Otros, no
llegan a ver nunca a sus hijos, como la italiana de Santo Oficio
de la Memoria,
que tanto los echó de menos (8). Pensemos en las penurias
que pasaron esas familias en sus países de origen, durante
la travesía y hasta que lograron una mínima
situación económica. Marcelo A. Moreno considera
que "En nuestro país el amor hacia
los chicos constituye una especie de culto nacional. Casi nada
está tan bendecido en nuestra sociedad como hacer cosas
–sacrificios incluidos- por nuestros hijos. Desde las
historias de inmigración el amor a los
chicos se erige en sentimiento supremo y hasta sirve no
pocas veces de coartada" (9).
El papel de los
hijos en la familia
inmigrante es analizado por Guillermo Jaim Etcheverry, quien
afirma que, en esa clase de familia, "los
niños y
los jóvenes adquieren un papel
dominante. Lo hacen al convertirse en el lazo de unión que
vincula a los mayores con el nuevo entorno que, a menudo, les
resulta hostil". La función de
los menores es la intermediación: "Los jóvenes, que
se adaptan a gran velocidad, son
los encargados de traducir la nueva cultura a sus
padres". La familia
así conformada, cambia su estructura
original: "Cuando esa tarea de condescendiente
intermediación se convierte en imprescindible, esos
jóvenes terminan ejerciendo un poder real
sobre sus mayores" (10).
El amor por los
niños
se evidencia en el interés
por hacerles pequeños regalos, por cocinar para ellos, por
brindarles expresiones de cariño en una comunidad que no
recurre al dinero para
los placeres. "Yo siempre había querido un cardenal
–dice la protagonista de un cuento de
Márgara Averbach. En ese entonces, había muchos en
los árboles
de la casa de las tías, como flores rojas más
rápidas que las otras. Y el abuelo –que había
nacido en una ciudad de Europa y
después se había visto obligado a convertirse en
gaucho judío, una conjunción inimaginable para
él, supongo- me había prometido cazar uno para
mí ese verano" (11).
En "Mi búho", Elena Guimil recuerda la
oportunidad en que su padre, "un gallego fornido" le trajo un
pichón. Cuando el padre volvía de cazar –dice
la hija- "yo me sentaba en un banquito impaciente, mirando
fijamente la bolsa cerrada que descansaba olvidada junto a la
puerta. Adentro había algo que se movía, algo que
era para mí. Mi padre sólo la abriría
después de tomar su café
caliente. Unicamente él podía hacerlo. Pero no
parecía tener ningún apuro. Me miraba de hito en
hito y sonreía detrás de su taza. Creo que
disfrutaba con mi impaciencia. El contenido de la bolsa de
arpillera era un misterio para mí, aquel que esperaba
ansiosa todas las semanas. ¿Qué sería esta
vez? ¿Un tero, un lechuzón o un zorrito? La
criatura asomó sus gigantescos ojos amarillos y se
posó en la mano de mi padre. Emitió una especie de
silbido cuando me acerqué" (12).
El amor de los padres inmigrantes por sus hijos es
homenajeado por quienes lo disfrutaron. En "Ochenta" Orlando
Mario Punzi evoca a su madre: "A Dios, conmigo se le fue la
mano.// Me dio todo: la mamma de primera,/ los amigos en tanda y
un hermano,/ y ya de pibe le saqué temprano/ cien sonetos,
o más de la galera" (13). También Oscar
González, en "La anunciación", evoca a la madre
italiana: "Y fue la mamma gringa,/ Querendona y bravía,
que entregó sus/ cachorros./ A otra tierra y otra
lengua"
(14).
En "Regreso", Rubén Benítez canta a su
madre española: "Pobre madre,/ portaba en su mirada/
distante y abatida/ la luz del
desencanto/ triste flor de su tierra prometida" (15).
También son españoles los padres de Fernando de
Querejazu, quien manifiesta haber escrito en su honor El
pequeño obispo, evocación de la infancia en el
pueblo cordobés de Canals, fundado por un naviero
valenciano (16). Y la madre de Jorge y Aída Luz, acerca de
quien dice el hijo: "Mamá fue muy cobijadora con nosotros.
Papá nos quería pero no era de hacernos caricias,
nada. Entonces vos te vas adonde el sol más
caliente" (17).
La abuela es una figura muy fuerte en la familia
inmigrante. De su nona Francesca, dice la actriz Virginia
Innocenti: "era perfecta. Estaba casada con el abuelo Francesco.
Era la típica abuela italiana, de pelo blanco, que
jamás se puso una gota de maquillaje; zurcía la
ropa, preparaba dulce de uvas y cappelletti. Esa era la
mamá de mi papá" (18). Otra abuela, la de Fernando
de la Orden, nacida en Logroño, es homenajeada por medio
de la muestra
fotográfica "Pan y manteca" (19).
No todos los niños tenían quien los
cuidara tan amorosamente. El Patronato de la Infancia
surgió vinculado con la inmigración, para proteger
a los pequeños de los que las familias no podían
hacerse cargo. Con motivo de conmemorarse los 110 años de
la fundación de esta institución, dice el diario
Clarín: "El Patronato se fundó el 23 de mayo de
1892, en medio de la gran crisis
económica y política que asolaba
la Argentina, mientras miles de inmigrantes llegaban al puerto de
Buenos Aires
con poco más que sus esperanzas en la valija. Un grupo de
personas quiso proteger a los niños desamparados que
desbordaban los inquilinatos y deambulaban por las calles, y
nació el Patronato para cumplir esa misión:
desde su creación atendió a más de 1.750.000
niños en situación de riesgo"
(20).
En los recuerdos de los inmigrantes se reitera la
alusión al gusto que sus mayores sentían por la
narración. De estos padres que narran sus historias de
la tierra
natal, nacen hijos que las relatan profesionalmente, o que las
escriben en libros. La
vocación se transmite; sólo cambian los medios de
expresión.
Para Ana Padovani, narradora, "el momento de mayor auge
de la narración oral tuvo lugar en el siglo pasado y a
principios del
presente". Recuerda algo que escuchó: "Mi abuelo me
contaba que cuando vino en barco a la Argentina, los pasajeros de
la primera clase bajaban a la bodega para oír los relatos
de los inmigrantes de tercera clase" (21)
Cuando se le otorgó a Ernesto
Sábato la ciudadanía italiana y la Medalla de
Oro a la Cultura
Italiana en la Argentina, expresó el escritor con respecto
a sus padres: "Al igual que tantos hijos de inmigrantes, crecimos
oyendo sus mitos, sus
leyendas y sus
cantos tradicionales, viendo casi sus montañas y sus
ríos de los cuales mi padre me hablaba por las tardes,
cuando yo era apenas un niño sentado en sus rodillas"
(22).
La tradición oral es cara a los italianos. Lo
relata Laura Pariani, lombarda nieta de un emigrante: "Mis
estudios me alejaron de la cultura campesina; sin embargo, esa
cultura quedó ligada al mundo de mi infancia, de los
recuerdos, de los afectos, o más bien, de los cuentos.
Cuando yo era chica, la única diversión era
escuchar historias. Yo me crié rodeada de mujeres que
contaban cuentos. Ellas
eran las herederas de la tradición oral, las que
transmitían el pasado. Como en todas las zonas pobres, los
hombres jóvenes se iban solos para encontrar un trabajo
mejor y luego nunca regresar. Nosotras permanecíamos
apegadas a los hechos que nos llegaban de boca en boca. Mi pueblo
estaba diezmado por la partida de los hombres, al menos hasta
la Segunda Guerra
Mundial. Las mujeres casadas eran las viudas blancas,
abandonadas para siempre, como mi abuela, cuyo marido vino de
joven a este país" (23). Ese gusto por la narración
llegó a América.
Rodolfo Alonso dice que nunca olvidará el
"legítimo entusiasmo" con que su padre gallego les
relataba "anécdotas para él imborrables de su
infancia. Anécdotas que no eran sólo de hombres y
de hechos, como las inefables ocurrencias de Novás, el
cantero de su pueblo, cachaciento y mordaz, sino también
el reiterado recuerdo de ese ruiseñor cantando en lo alto
de un pino o la nutria cazada a escondidas, de noche, sobre el
lomo del río" (24).
Cuanto escuchó en su hogar sirvió a Gladys
Onega para escribir Cuando el tiempo era otro,
acerca de cuya génesis afirma: "Todo parte de un hecho
real, pero hay ficción en cuanto hay una creación
lingüística muy grande. Nunca junté papeles ni
documentos,
pero en mi casa todo el tiempo se estaban
contando cosas. No había otra manera de conectarse con la
gente de España; no
los conocíamos. (…) los gallegos siempre contaban
historias diferentes y muy amenas, y completamente
extrañas sobre el viento, el frío, la nieve, y las
contaban en todo el pueblo"(25). Responderían al chamado
antergo al que aluden Manuel Castro Cambeiro y Eliseo Mauas
Pinto, en el poema "Soy el llamado ancestral", en el que
expresan: "Son a voz que pradica, incansabele/ antre os do meu
pobo/ lonxe da terra,/ a qu’os exhorta/ a non anuzar de si
mesmos" (26).
Guillermo Saccomanno, nieto de una gallega,
también recuerda esa afición de la anciana, a la
que se sumaba la de su parienta: "A mi abuela le gustaba mucho
escuchar y contar historias, y me hablaba de una parienta de
ella, que entonces vivía enfrente de mi casa. En su aldea
en España,
esa mujer
había tenido un hijo con el cura, y el chico se le
había ahorcado a los treinta y tres años. Cuando yo
tenía siete u ocho años, a la tardecita me cruzaba
a la casa de esta otra gallega, que me contaba la historia de San Jorge y el
dragón mientras me daba pan mojado en vino con azúcar"
(27).
Para Dal Masetto, ser hijo de inmigrantes fue un
conflicto que
tardó en resolver. Cuando lo logró, se abocó
a escuchar historias: "La inmigración es un tema. Yo nunca
había escrito nada sobre eso. Supongo que durante cuarenta
años estuve tratando de pelear para que no me confundieran
con un extranjero. Quizás un psicoanalista me hubiera
resuelto este problema más rápidamente.
Decidí entonces rendir un homenaje a toda esa gente que
vino desde tan lejos, y también a mi madre. Un día
llegué a Salto y le dije que me contara todo lo que
sabía. Al sacar el grabador, la campesina se
asustó. Lentamente fue desgranando recuerdos"
(28).
Griselda Gambaro se basó en el pasado de sus
mayores para escribir su novela de
inmigración: "Desde hacía unos años
experimentaba el impulso de escribir la historia de mi familia a
partir de su origen, no porque en ella se hubieran producido
hechos resonantes, sino porque esa familia guardaba para
mí el secreto de sus sentimientos. (…) Develar el
secreto, intentar comprender fue mi propósito". Lo
logró, ya que al finalizar la escritura, se
sentía más cercana a ellos: "Cuando concluí
El mar que nos trajo percibí el peso y significado
de esas raíces que todos tenemos y a las que no prestamos
especial atención. En mi caso, los seres borrosos
que estaban en mi origen se tornaron presentes y vivos, y pude
comprenderlos en sus alegrías, desazones y sueños.
Experimenté una especie de gratitud porque de algún
modo sentí que me habían preparado el camino,
alisado las piedras para que yo pudiera recorrerlo más
fácilmente. Agradecí incluso la dura pobreza que
marcó sus vidas porque esa pobreza, al cabo
de años, me permitió identificarme, no sólo
desde el razonamiento sino desde la sangre y su deseo
de justicia, con
los que en esta época sufren parecidos pesares"
(29).
Así como les gusta contar, a los inmigrantes
también les gusta cantar. Cantan en su tierra, en el
barco, y cantarán también en la tierra
nueva.
En el Martín Fierro aparece un italiano que hace
música:
"Allí un gringo con un órgano/ y una mona que
bailaba/ haciéndonos reír estaba/" (30).
También aparecerá en "El alma del suburbio", de
Evaristo Carriego: "Soñoliento, con cara de taciturno,/
cruzando lentamente los arrabales,/ allá va el gringo…
¡Pobre Chopin nocturno/ de las costureritas sentimentales!"
(31). No es muy amable la impresión que tenían
Carlos Gardel sobre los inmigrantes acordeonistas, ya que le dijo
a Astor Piazzolla que tocaba el fueye como un gallego
(32).
Villoldo evoca al gringo que canta: "Sos para el canto,
che, gringo/, como para el bofe el gato/ tomá una grapa
d’Italia/ y
descansemos un rato" (33). En el tango "La
Violeta", de Nicolás Olivari, encontramos al inmigrante
nostálgico que bebe y canta: "Canzoneta de pago lejano/
que idealiza la sucia taberna/ y que brilla en los ojos del
tano/con la perla de algún lagrimón…" (34). En el
poema "Antiguo Almacén
‘A la ciudad de Génova’", evoca al italiano
Miquelín, quien "Mientras le duraba la plata cantaba,/
cantaba las lejanas canciones milanesas de su tierra/ y hombreaba
recuerdos como hombreando cereal…/" (35).
Gustavo Riccio, en el poema "Elogio de los
albañiles italianos", asocia el canto con la realidad
social de los inmigrantes. Ellos cantan mientras trabajan, pues
"en lo alto sienten ellos/ que una canción de Italia se
les viene al encuentro" (…) Más líricos que el
pájaro son estos que yo elogio:/ el nido que construyen no
es para su reposo,/ el lecho que levantan no es para sus
retoños…/ ¡Ellos cantan haciendo las casas de los
otros!" (36).
Los Podestá, conocidos como actores, fueron
también músicos. Lo destaca María Esther
Podestá, en Desde ya y sin interrupciones, su libro de
memorias,
cuando escribe: "como la mayoría de los Podestá, mi
padre era músico, además de autor de comedias"
(37).
Además de cantar y tocar por gusto, algunos hijos
de inmigrantes emprendían estudios formales. María
Luisa Cuccetti recuerda su iniciación musical: "ya cuando
estaba en el primario, una amiga mayor me empezó a
enseñar piano", pero su papá, un clarinetista
profesional genovés que se había instalado en La
Boca, la anotó en el conservatorio: "Ibamos en
tranvía, y como era en el centro, me ponían
sombrero… ¡Bah, capotita! Los sombreros eran para las
señoritas" (38).
Recordemos que también fue un inmigrante, el
italiano Luigi Gusberti, quien tuvo una relevante
actuación en la actividad musical del Chaco, provincia a
la que emigró. Lo mismo sucedió en Tucumán
con Antonino Malvagni, y en Buenos Aires, con
el padre de los Discépolo.
Entre los gallegos emigrantes, la gaita era un
instrumento muy difundido. El gaitero Carlos Núñez,
de paso por nuestro país, dijo en un reportaje que "los
mejores gaiteros no permanecieron en Galicia sino que la
mayoría vino a Buenos Aires, muchas veces exiliada". En la
Argentina y en Cuba, entraron
en contacto con otros ritmos, al punto que "La música gallega se
benefició de estas influencias, de estas tradiciones
más abiertas" (39).
José Cameán Parcero cuenta que su padre"
como buen gallego, era músico, tocaba la gaita y le
enseñó a él a tocar la caja. Como esto
resultó ser de su gusto tocó con Los Celtas de Vigo
y con los Chavales de España. En estos conjuntos
tocaba la tumbadora. Estos instrumentos todavía los
conserva en su taller de autos
antiguos" (40).
No sólo las ocasiones alegres se acompañan
con música. Enrique Novick evoca, en "Balada para un padre
ausente", el efecto que la música de su tierra
tenía en el padre enfermo de Alzheimer:
"Cuando le/ cantaba,/ próximo/ a su lecho,/ canciones/
antiguas/, sin nombre/ ni dueño,/ que hablan/ de una
aldea/ con hornos/ de piedra,/ cerca de las/ casas,/ sus pisos/
de tierra,/ Marc Chagall/ brotando/ de acequias/ y techos;/ que
él/ acompañaba/ con su voz/ pausada,/ rescatando/
estrofas/ tras un gesto/ austero,/ y un temblor/ extraño/
que escurría/ en su cuerpo,/ peces
abismales/ y negros,/ hasta ser un eco/ más/ entre los
ecos,/ que suelen/ merodear/ por mi cerebro"
(41).
Cuando "Doña Conce", la gallega del cuento de
Jorge Dietsch, ve que se acerca su fin, pide sus zapatos, "e
incorporándose en la cama, comenzó a bailar.
Bailaba para adentro, se veía en la mirada y la sonrisa,
con una gracia joven y movimientos que debían ser de tal
agilidad que en la habitación entró un viento
fresco de montañas, con olores de campo y de menta.
Tarareaba al mismo tiempo una música tan extraña y
bella que quienes escuchaban, a pesar de la gravedad de las
circunstancias, no pudieron evitar acompañarla con
movimientos de pies. Luego, agotada de tanta danza,
apoyó la cabeza en la almohada, respiró profundo
varias veces, y cerró los ojos sin dejar la sonrisa, como
soñando un buen sueño" (42).
Al fallecer su padre, el Chango Spasiuk lo
despidió con lo que el hombre
amaba: la música: ""Cuando todos se fueron, le
pregunté a mamá qué le parecía y ella
me dijo que si quería tocar, que tocara. Entonces le
metí nomás. Le dí duro. Te imaginás
–dice a Leila Guerriero-, a las tres de la mañana,
tocando el acordeón en el velorio de mi papá, es
una imagen loca y se
puede interpretar mal, pero por qué no iba a tocar, si mi
papá amaba la música" (43).
Otra canción es la que evoca, en "Celestes ojos
italianos", el poeta Francisco de Madariaga, quien pregunta a su
madre fallecida: "¿Estarás cantando la
canción que cantaban/ tus celestes ojos italianos?/
¿O estarás escuchando cómo canta mi corazón,/
que fue la única maravilla en tu terror a/ los viejos
gauchos bandoleros y en tu/ fracaso?" (44).
En el cantar se advierte una espontánea
vocación artística, y una memoria que no
quiere fenecer.
Cumpleaños, onomásticos, casamientos, eran
fiestas en las que se evidenciaban las costumbres que los
inmigrantes traían de sus tierras.
Los cumpleaños se festejaban en la colectividad
italiana con manjares caseros. Lo recuerda María Luisa
Cuccetti. Cumplidos ya los cien años, relata: "La Boca era
un lugar muy lindo a principios de
siglo, lleno de inmigrantes y marinos genoveses. Los
cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate
caliente" (45).
Mi abuelo paterno, de Lugo, y el materno, de La
Coruña, festejaban con el mayor lujo posible sus
onomásticos. El primero ponía tablas sobre
caballetes e invitaba a comer puchero a todos sus inquilinos y a
los vecinos. El segundo festejaba en familia; en esa fecha nunca
podían faltar las castañas.
El casamiento es una de las formas en las que el
inmigrante se integra a la nueva sociedad. En un texto de Fray
Mocho vemos a dos argentinas intentando una alianza matrimonial
con un inmigrante, mas la misma no se da porque el italiano
declara estar casado ya en su país (46). Sabemos que
muchos extranjeros regresaron a sus patrias, pero otros dejaron
atrás su pasado y crearon familias con mujeres de nuestra
tierra. Alrededor de esta situación gira la existencia del
protagonista de El mar que nos trajo, de Griselda Gambaro, quien
se ve obligado a regresar a su país de origen.
Haberse casado con alguien con una historia distinta,
puede volver difícil la convivencia. En Cuando el tiempo
era otro, escribe Gladys Onega: "otro dolor eran las peleas entre
mis padres, y que además los chicos magnificábamos.
Estaba el choque de culturas entre un gallego y una criolla que
nunca pudo entender la cultura gallega" (47).
Para iniciar un noviazgo, había que respetar
ciertos códigos, por ejemplo, la difícil
relación entre los italianos del norte y los del sur.
Acerca de la impresión que su pretendiente causó a
su padre, dice esta hija de un genovés: "Era un siciliano,
amigo de mi hermano. Al principio a papá no le
hacía mucha gracia, porque él era de la alta Italia
y decía que los del sur celaban mucho a sus mujeres"
(48).
El noviazgo llega a su fin. Se celebra el casamiento.
También de la colectividad italiana es el festejo que
recuerda Carlos Ibarguren, en La historia que he vivido. Se ha
casado Darío Nicodemi: "el casamiento fue celebrado con
una fiesta en la modesta casa del barrio en que vivía la
novia. Concurrió allí invitado el elemento gringo
de la vecindad con sus respectivas familias –algunas con
hijos argentinos- y varios amigos de Darío, entre los que
yo me contaba. Se bailó animadamente hasta la madrugada en
el patio, al compás del acordeón, ocarina y flauta;
de la cocina, donde se jugaba a la morra, partían
vociferaciones en italiano, mientras el moscato y el nebiolo
espumante enardecían los ánimos sin
distinción de edad, sexo ni
nacionalidad; y aún recuerdo cómo nos atrajo a los
muchachos la bella Carlota, hermana del desposado, que
resultó esa noche, reina indiscutida de aquel regocijo
meridional" (49).
También en los casamientos ucranios se tocaba el
acordeón. Lo recuerda el Chango Spasiuk, quien tocó
en ellos durante su infancia (50). El amor de María
Arcuschín por su patria de origen se evidencia en De
Ucrania a Basavilbaso también en el detalle con que
recuerda festejos singulares de su cultura, como la
celebración del matrimonio, el
Pésaj o el Shabat. El recuerdo de Arcuschín,
surgido desde la conciencia de su
pueblo, ilumina y enseña (51).
La italiana María Cuda escribe: "Desde que vivo
en la Argentina, mi Navidad es
distinta, porque a pesar de ser gran parte de la población de Capital y Gran
Buenos Aires de origen europeo, mantiene sus costumbres en forma
muy variada. Tal vez por eso y más allá del
respeto a los
preceptos religiosos que la gente continúa observando, me
resulta contradictorio encontrar el clásico pavo, las
frutas secas y el pan dulce, en un clima netamente
veraniego. Encuentro la justificación en la nostalgia, la
tradición y el amor que el inmigrante siente por su tierra
lejana, pero tan cercana aquí en el corazón.
Por eso, las Fiestas mantienen, también en este
país, el espíritu de unidad familiar y son motivo
de intercambio de presentes. Algunas expresiones cambian y, en
vez de ser la ‘Befana’ y medias, son los zapatos, el
pasto, el agua para
los camellos de los tres Reyes Magos. Finalizando, diría
que el espíritu común es el deseo de buenos
augurios y el sentimiento compartido de la creencia en Dios,
Nuestro Señor" (52).
En La pradera de los asfódelos, Rubén
Benítez evoca una Navidad de las
de antes: "En Navidad la gente parecía distinta. No como
ahora. Todos estaban alegres, salían a la calle y
saludaban contentos. Había que pararse en todas las
puertas. Hasta los turcos que vivían en la esquina
festejaban la Navidad. Don José, el que hizo el aparador,
abría una sidra… ‘No es como la de Asturias, pero
tampoco está mal’ decía siempre
después de probarla"(53) Una escena semejante narra Miriam
Becker, quien recuerda cómo sus padres, judíos
rumanos, agasajaban a sus vecinos de otras nacionalidades y
creencias (54).
Mauricio Kartun, en "El siglo disfrazado", analiza la
relación del Carnaval con la inmigración: "Fue con
el vendaval inmigratorio de principio de siglo que la farra
desbordó todo orden institucional, la mascarita se
independizó, y el disfraz pasó a ser un atributo de
fenomenal creatividad
individual, un orgullo familiar en el que las mujeres de la casa
lucían su solvencia con el molde y la aguja".
Una vez disfrazado el niño, debía
fotografiárselo, para enviar esa imagen al
país de origen: "Colas de una cuadra en Foto Bixio, o en
Pascale, bajo el sol calcinante
de febrero, ese que aseguraba con el resplandor de la primera
tarde los mejores contrastes en la vidriada galería de
pose del estudio. ¿Cómo testimoniar sino
allá en el terruño el prodigio de costura, las
costumbres, el crecimiento y la belleza de los chicos,
engalanados y maquillados?"
El afianzamiento de la inmigración hizo que
cambiaran los disfraces elegidos por las madres para sus hijos:
"Viejas fotos.
Sólo eso queda de aquella magnífica pasión
por el disfraz. De pierrot, sobre todo, hasta los años 20
en que las colectividades tomaron peso propio. De allí en
más predominaron los baturros, toreros y gaiteros
asturianos, las majas, las gitanas, y los vascos pelotaris con
sus paletas en miniatura, o su versión lechera con los
tarros también a escala.
Napolitanas, damas venecianas, y polichinelas certificaban el
amor a Italia."
Fotos que se enviarían a los parientes que tanto
se extraña: "Atrás unas líneas ya casi
ilegibles: ‘Cara mamma: le invio una fotografia del mio
Cesarino. Veda come cresce bello e grasso. Chi manca tanto. Sua
cara figlia, Renza’. En la foto, un pequeño
soldadito garibaldino. Un sombrero emplumado, y una descolorida
mirada melancólica" (55).
No obstante su apellido, Victor Hugo Ghitta evoca el
carnaval de la colectividad gallega. Recuerda "las largas mesas
familiares del Centro Lucense, en una Buenos Aires cuyos
esplendores y apego por las fiestas populares irían
menguando con los años, en bulliciosas noches de carnaval
en las que nos peleábamos por una falda con fervor e
inocencia mientras nuestros padres batían palmas y
meneaban caderas al ritmo del pasodoble o la muñeira,
después de haberse atragantado con las sardinas
españolas y las morcillas vascas y las batatas asadas al
carbón y los jamones tan perfumados como las
señoras que atiborraban la pista, atraídas por una
estridencia de trompetas y por las toreras de luces y las
fabulosas charreteras y los zapatos y los pantalones blancos de
los Gavilanes de España, que era el conjunto musical que
animaba las tertulias y las verbenas" (56).
Santó Efendi recuerda los carnavales en Villa
Crespo: "En verano, el carnaval diurno servía para
refrescarse un poco… a globazos, baldazos y mangueras"
(57).
En su novela En la
sangre,
Eugenio Cambaceres describe con desprecio el funeral del tachero
italiano. Dice que los amigos del finado "habiéndose
pasado la voz para el velatorio, poco a poco fueron llegando de a
uno, de a dos, en completos de paño negro, con sombreros
de panza de burro y botas negras recién lustradas". El
comportamiento
de los paisanos, afligidos, le merece un comentario despiadado:
"Zurdamente caminaban, iban y se acomodaban en fila a lo largo de
la pared, en derredor del catafalco elevado en la trastienda. Uno
que otro, cabizbajo, en puntas de pie, aproximábase al
muerto y durante un breve instante lo contemplaba. Algunos daban
contra el umbral al entrar, levantaban la pierna y volvían
la cara" (58).
En "Buenos Aires 1910 – Memoria del
Porvenir", vimos una foto de un funeral que nos llamó la
atención. En medio de una familia, sentado
en una silla está ¡el muerto!. Parece que se sacaban
así la foto para mandarla a la tierra natal, para que
vieran que efectivamente el fallecido ya no pertenecía al
mundo de los vivos (59).
El funeral judío es evocado por María
Inés Krimer en La hija de Singer, obra en la que -escribe
Damián Tabarovsky- "cuenta una historia sencilla pero
potente: la muerte del
padre y el duelo de treinta días que según la
tradición judía deben transcurrir hasta la
despedida" (60). En "Villa Crespo de mi infancia", José
Mantel recuerda un midrash, "encuentro para homenajear a un
difunto" que se organiza al cumplirse un aniversario de la muerte de
un judío. En esa oportunidad "el ‘arrecibido que le
sea’ era la infaltable frase para que le llegasen al
difunto las oraciones, al terminar. Y ‘cafés
alegres’, el deseo de despedida" (61).
En la alegría, en la tristeza, siempre
está presente la tradición ancestral, la misma que
enlaza el pasado con el presente, y se proyecta hacia el
futuro.
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diseñó contra toda presión", en Clarín, 27 de
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Trabajo enviado por
Lic. María González
Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista
Profesional