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La virtud de la fé (página 2)




Enviado por fichu_2000



Partes: 1, 2

La fe es esencialmente la respuesta de la persona humana
al Dios personal, y por
lo tanto el encuentro de dos personas. El hombre
queda en ella totalmente comprometido. La fe es cierta, no porque
implica la evidencia de una cosa vista, sino porque es la
adhesión a una persona que ve. La transmisión de la
fe se verifica por el testimonio. Un cristiano da testimonio en
la medida en que se entrega totalmente a Dios y a su obra.
Normalmente, la verdad cristiana se hace reconocer a
través de la persona cristiana. El que no tiene fe no
entiende al que la tiene, y sabe estimar los valores
eternos. Es como hablarle a un ciego de colores.

B. Enseñanza
bíblica sobre la fe

En su sentido bíblico la fe puede describirse
como la plena adhesión del intelecto y de la voluntad a la
palabra de Dios. Las dos facetas del verdadero creyente son:
confianza en la persona que revela, y adhesión del
intelecto a sus signos o palabras. En la literatura sapiencial la fe
aparece necesaria e indispensable; la verdadera sabiduría
incluye la fe. Las facultades intelectuales del hombre
están encauzadas en una búsqueda de
Dios.

En los Evangelios, la fe se desenvuelve con la
revelación del Reino de Dios, cuyo fundamento es
Jesús mismo. Este revela la doctrina de su Reino como
quien tiene autoridad (Mt 7,v.7; Mc 1,v.22; Lc 4,v.32), y sus
milagros la confirman. Sin embargo, Cristo deja claro que hace
falta la gracia del Padre para tener esta fe en Él (Mt
11,v.25.v.27par.). Esa gracia y correspondencia de la fe en
Jesús, como Mesías, se refleja perfectamente en la
confesión de San Pedro (Mt 16,v.16-18). La fe del
centurión está considerada por el mismo
Jesús como maravillosa (Mt 8,v.10; Lc 7,v.1-10),
precisamente porque el centurión sabía lo que era
la autoridad del que revela, y sólo tuvo que oír la
palabra de autoridad para creer firmemente en su resultado: "Pero
di sólo una palabra y mi siervo será sano" (Lc
7,v.7). El modelo de la
fe es la Virgen María: ella cree enseguida y deja obrar a
Dios, según su palabra; Isabel le dirá "Dichosa la
que ha creído en la palabra de su Señor" (Lc
1,v.45). Si la Encarnación fue el comienzo, el hecho
central y raíz de la fe evangélica es la
Resurrección de Cristo, que inspirará toda la
presentación de Jesús en otros escritos
neotestamentarios (Hechos, Epístolas,
Apocalipsis).

El libro de los
Hechos proclama aquella realidad de Cristo resucitado, tanto con
obras como con palabras. En el discurso de
San Pedro se manifiesta ese valor
testimonial de la fe: "Nosotros somos testigos de estas cosas,
con el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que son
dóciles" (Act 5,v.32). En repetidas ocasiones los
Apóstoles aparecen como mártires, testigos apoyados
en la verdad de Cristo y su Espíritu (Act 10,v.39-42;
13,v.31; 22,v.15; 23,v.11). La fe que proponen a judíos y
gentiles se confirma con signos y milagros (Act 2,v.22; 5,v.12;
14,v.3), entre los cuales se nota en primer plano la
curación de un cojo por Pedro "en nombre de Jesucristo
Nazareno" (Act 3,v.6). La fe en Jesús lleva a una
transformación de la vida y una comunión entre
creyentes, viviendo juntos y compartiendo todo (Act 2,v.44). Su
fidelidad se manifiesta en su perseverancia en la enseñanza de los Apóstoles, en la
unión, en la fractio panis, y en las oraciones (Act
2,v.42).

En la epístola a los Hebreos (cap. 11) se da lo
que podemos llamar una definición de la fe, junto con una
exégesis de cómo la vivían los protagonistas
del Antiguo Testamento. "La fe (pistis) es la garantía
(hypostasis) de lo que se espera, la prueba de las cosas que no
se ven" (11,v.1). Literalmente la palabra griega hypostasis se
traduce mejor por el término latino substancia. En este
sentido la fe es lo que está debajo de (o subyace a) toda
nuestra esperanza; se refiere fundamentalmente a lo que no se
posee, pero que se espera. Siendo el principio de nuestra
esperanza, nos capacita para saber que el mundo ha sido creado
por la Palabra de Dios (11,v.3), y que Dios remunera a quienes le
buscan (11,v.6). También se repite un tema
implícito en todo el Antiguo Testamento, el cual
fundamenta la misma justificación del hombre: sin la fe es
imposible agradar a Dios (11,v.6).

C. La fe, fundamento
de la vida cristiana

Desde el comienzo de su ministerio, Jesús
pedirá a sus oyentes creer en la Buena Nueva (Mc 1,v.15) y
presenta siempre la fe como condición indispensable para
entrar en el reino de los cielos. Ya se trate de la
curación corporal (Mt 9,v.22; Mc 10,v.52; Io 11,v.25-27,
etc.), ya se trate de los milagros que Cristo realiza (cfr. Mt
13,v.28), la fe es la que todo lo obtiene. Por eso, los
Apóstoles ponen esta condición: "cree en el
Señor y serás salvo" (Act 16,v.31).

La fe divide a los hombres en función de
su destino eterno: "el que crea y se bautice se salvará,
el que no crea se condenará" (Mc 16,v.15 ss.; Io 13,v.18);
se trata pues, de una condición indispensable y
radicalmente necesaria para el estado de
gracia: "Sin fe es imposible agradar a Dios" (Heb 11,v.6); "la fe
es fundamento de la salvación" (Heb 11,v.1).

En la enseñanza de San Pablo se ve cómo la
justificación nace de la fe, se realiza por medio de la
fe, reposa en la fe (Rom 1,v.17; 3,v.22 ss.; 5,v.1; Gal 2,v.10;
3,v.11; Philp 3,v.9). La fe es necesaria para la salvación
y así lo ha expresado el Magisterio de la Iglesia. El
Concilio de Trento afirma que la fe es "inicio de la
salvación humana, fundamento y raíz de toda
justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios y
llegar al consorcio de hijos de Dios" (Dz-Sch 1532); y el
Concilio Vaticano I, recogiendo esas mismas palabras,
añade: "de ahí que nadie obtuvo jamás la
justificación sin ella y nadie alcanzará la
salvación eterna si no perseverase en ella hasta el fin"
(Dz-Sch 3012).

La teología, distinguiendo un hábito de fe
(fe habitual) concedido por la gracia santificante
(también a los niños,
por medio del Bautismo), y un acto de fe (fe actual), necesario
para aquellos que son capaces de obrar moralmente (porque tienen
uso de razón), expresa esa radicalidad de la fe en la vida
cristiana con esta tesis: la fe
es necesaria con necesidad de medio para la justificación
y para la salvación eterna, de tal modo que sin ella nadie
puede salvarse; en el caso de todos los hombres en general
(incluidos niños),
se trata de la fe habitual, y en el caso de los que tienen uso de
razón, de la fe actual. De modo que los niños, para
salvarse, necesitan de la fe habitual conferida por la gracia
santificante (de ahí la obligación de administrar
el Bautismo cuanto antes sea posible), y los adultos necesitan el
acto de fe para entrar en el reino de los cielos.

Una dificultad se plantea, sin embargo, con los que
ignoran invenciblemente, sin culpa, el Evangelio, porque a ellos
no ha llegado la predicación o por otras razones. Estos,
¿necesitan también la fe para salvarse?
Ciertamente; lo que ocurre es que no hay que identificar la
necesidad de la fe con la necesidad de aceptar
explícitamente todo el Evangelio. Este tema ha sido
afrontado repetidas veces por el Magisterio, y resuelto: cfr. Dz
1645-1647; Dz-Sch 2865-2867; 2915-2917. El Concilio Vaticano II
ha recogido claramente la doctrina sobre este punto (Lumen
gentium, nn. 14-16; Ad gentes, n. 7).

Supuesta la necesidad de la fe, la Moral se ha
preguntado cuáles son las verdades que se deben creer,
como absolutamente indispensables, para la salvación.
Explícitamente, hay que creer, al menos que Dios existe y
es remunerador (cfr. Heb 11,v.6) y a esas verdades se
añaden, para los que quieren ser admitidos en el cristianismo,
la fe en la Trinidad y en la Encarnación de Cristo (cfr.
Simbolo Quicumque: Dz-Sch 75-76; 2164; 2380-81). Aunque esta
segunda parte ha sido ocasión de disputas
teológicas, es obvio que tratándose de temas tan
importantes en los que está en juego la
propia salvación, hay que estar por la opción
más segura.

Pero aparte de las verdades necesarias mínimas,
el cristiano tiene el grave deber de conocer todas las verdades
reveladas por Cristo y propuestas por la Iglesia; ésta,
desde el principio, procuró expresar en conceptos el
contenido de la fe y así surgieron los Símbolos. Se
considera deber grave el
conocimiento del Credo, del Decálogo, Sacramentos y
oración dominical. Pero, implícitamente, se debe
creer toda la Revelación, es decir, lo que Dios ha
manifestado a los hombres y ha sido propuesto por la Iglesia para
creer: "Deben creerse con fe divina y católica todas
aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o
tradicional y son propuestas por la Iglesia para ser
creídas como divinamente reveladas, ora por solemne
juicio, ora por su ordinario y universal Magisterio" (Dz-Sch
3011).

La fe, además de la actitud
personal de entrega a Dios, tiene un contenido objetivo, que
reúne un conjunto de verdades, que el hombre debe aceptar:
es un cuerpo de doctrina (verdades sobrenaturales e incluso
naturales), que se deben conocer y vivir. Es lógico que el
grado de conocimiento venga determinado por la capacidad de cada
cristiano, aunque la Iglesia, como se ha visto, considera
necesarias un mínimo de verdades, que deben conocerse para
poder
salvarse. Los laicos necesitan, dice el Concilio Vaticano II,
"una sólida preparación doctrinal,
teológica, moral,
filosófica, según la diversidad de edad,
condición y talento" (Apostolicam actuositatem,
29).

Pues bien, el cristiano, una vez aceptado globalmente
todo el contenido de la fe, ha de procurar conocer y estudiar, a
la luz de la
razón ilustrada por esa misma fe, lo que Dios ha revelado.
De acuerdo con su edad, nivel cultural, etc., tiene el deber de
adquirir una sólida formación doctrinal-religiosa,
de llegar a un conocimiento cada vez más serio y hondo de
las verdades de la fe.

D.
Obligación de profesar, conservar y extender la
fe

El cristiano tiene el deber de dar testimonio de su fe,
como se afirma frecuentemente en el Nuevo Testamento: "el que me
confiese delante de los hombres, yo también le
confesaré delante de mi Padre" (Mt 10,v.32; cfr. Lc 9,v.6;
Rom 10,v.10). La Iglesia siempre lo consideró un deber, y
los mártires (testigos) son demostración palpable
de ese convencimiento.

Este deber tiene dos aspectos: uno negativo, que exige
no renegar de la propia fe; y otro positivo, que obliga a
confesarla públicamente en determinadas circunstancias,
concretamente, "siempre que el silencio, la tergiversación
o la manera de obrar lleven consigo la negación
implícita de la fe, desprecio de la religión o
escándalo del prójimo" (CIC, c. 1325). La
confesión pública es necesaria cuando se es
interrogado por pública autoridad (cfr. Dz-Sch 2118), o
cuando se deben cumplir determinados deberes religiosos (contraer
matrimonio,
por ejemplo); también cuando lo exige el bien de la propia
alma o el bien espiritual del prójimo, en aquellos casos,
sobre todo, en los que el silencio podría poner en peligro
la propia fe o producir escándalo. Existe también
ese deber cuando, por ley
eclesiástica, se manda una profesión de fe en
ciertas circunstancias: conversión a la Iglesia
católica, Bautismo, orden sacerdotal, promoción a la Jerarquía
eclesiástica, etc. (cfr. CIC, c. 1406, 2314). Sólo
cuando haya graves motivos, causa justa y proporcionada, se puede
ocultar la propia fe o la pertenencia a la Iglesia (convertidos
en ambiente
hostil, épocas de persecución, etc.). Y aun en esos
casos, si se hace mediante negación implícita o con
escándalo para el prójimo, esa ocultación
puede ser pecaminosa.

El cristiano debe dar constantemente testimonio de su
fe: "Brille así vuestra luz delante de
los hombres para que vean vuestras obras y glorifiquen a vuestro
Padre que está en el cielo" (Mt 5,v.16). "Su fe no
sólo debe crecer, sino manifestarse; debe llegar a ser
ejemplar, comunicativa, informada por la expresión que muy
justamente llamamos testimonio" (Pablo VI, aloc.
14-XII-1966).

E. Actos de
fe

El acto de fe es el asentimiento de la mente a lo que
Dios ha revelado. Un acto de fe sobrenatural requiere gracia
divina. Se da bajo la influencia de la voluntad la cual requiere
la ayuda de la gracia. Si el acto de fe se hace en estado de
gracia, es meritorio ante Dios. Actos explícitos de fe son
necesarios, por ejemplo, cuando la virtud de la fe está
siendo probada por la tentación o cuando nuestra fe es
retada o cuando estamos ante actitudes
mundanas contrarias a la fe. Estas situaciones
debilitarían nuestra fe si no recurrimos a un acto de fe.
Un ejemplo de acto de fe: "Dios mío, yo creo en Ti y todo
lo que nos enseñas en Tu Iglesia, porque Tu los has dicho
y tu palabra es veraz". El acto de fe no siempre se vocaliza. En
muchas situaciones lo hacemos y está siempre latente en
nuestro corazón.

La fe inicia nuestra relación personal con Dios.
Concilio Vaticano I: Por la fe quedamos habilitados para confiar
todo nuestro ser a Dios, le ofrecemos el homenaje total de
nuestro entendimiento y voluntad y asentimos libremente a lo que
Dios revela. La fe es un don permanente los que la han recibido
bajo el magisterio de la Iglesia no pueden tener jamás
causa justa de cambiar o poner en duda esa fe.
Debemos:

  • Tener una fe informada. Para ello es necesario
    estudiar lo que nuestra fe enseña.
  • Retener la Palabra de Dios en su pureza. (sin
    comprometerla o apartarse de ella)
  • Ser testigos incansables de la verdad que Dios nos ha
    revelado.
  • Defender la fe con valentía, especialmente
    cuando esta puesta en duda o cuando callar seria un
    escándalo. (Declaración sobre la libertad
    religiosa Dignitatis Humanae).
  • Creer todo cuanto Dios enseña por medio de la
    Iglesia (No escoger según nos guste).

¿Tienen fe los cristianos que no están en
comunión con la Iglesia? Sí, tienen fe en Dios y
conocen muchas de las verdades que El nos ha revelado. Pero no
tienen fe en todo lo que El ha revelado.

Es muy fácil decir "Creo"; pero nuestras obras
deben ser la prueba irrebatible de la fortaleza de nuestra fe.
Convenzámonos de una vez que la ley de Dios no se
compone de arbitrarios "haz esto" y "no hagas aquello", con el
objeto de fastidiarnos. La ley de Dios es expresión de su
sabiduría y su amor infinitos
dirigidos al hombre para que éste alcance su fin y su
perfección. Cuando adquirimos un aparato doméstico
del tipo que sea, si tenemos sentido común lo utilizaremos
según las instrucciones de su fabricante. Damos por
supuesto que quien lo hizo sabe mejor cómo usarlo para que
funcione bien y dure. También, si tenemos sentido
común, confiaremos en que Dios conoce mejor qué es
lo más apropiado para nuestra felicidad personal y la de
la humanidad.

F. Pecados contra
la fe

Al cristiano nunca le es lícita la
negación de la propia fe, ni directamente, por palabras,
signos, gestos, escritos, ni indirectamente, por aquellas
acciones que,
sin indicar en sí mismas oposición a la fe, sin
embargo, por las circunstancias en que se realizan,
podrían interpretarse así; esto ocurre
también cuando un creyente niega con su conducta
práctica la verdad en la que cree, o cuando con sus
acciones
(indiferencia, pecados personales) está negando la fe que
dice profesar.

El don de la fe permanece en el que no ha pecado
contra ella (cf. Concilio Trento: DS 1545) Pero, "la fe sin obras
está muerta"(St. 2,26): privada de la esperanza y de la
caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de
él un miembro vivo de su Cuerpo. El discípulo de
Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino
también profesarla, testimoniarla con firmeza y
difundirla: "Todos vivan preparados para confesar a Cristo
delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en
medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia" (LG 42;
cf. DH 14). El servicio y el
testimonio de la fe son requeridos para la salvación:
"Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo
también me declararé por él ante mi Padre
que está en los Cielos, pero a quien me niegue ante los
hombres, le negaré yo también ante mi Padre que
está en los Cielos"(Mt 10,32-33)

Es éste un problema que en nuestra época
adquiere vastas dimensiones, cuando "muchedumbres cada vez
más numerosas se alejan prácticamente de la
religión"
(Gaudium et spes, 7) y el ateísmo se convierte en
fenómeno de masas. Ciertamente, el hombre por propia culpa
puede perder la fe, don de Dios condicionado a una actitud humana
de aceptación, de respuesta, de modo que la falta de
correspondencia continuada puede llevar a la pérdida de la
fe. En este proceso
inciden diversas causas, entrecruzándose muchas
situaciones y actitudes: la exageración de la libertad, la
relatividad histórica, el recelo frente al Magisterio de
la Iglesia, los desórdenes morales, las dudas de fe, la
influencia del ambiente,
etc., unidas gran parte de las veces a la ignorancia religiosa.
Entre todas, tal vez la más importante sea el desorden
moral. Al
estar el acto de fe sostenido por la voluntad y en última
instancia por la gracia, es lógico que esté
condicionado por las disposiciones morales del sujeto.

También se ha planteado el problema de si la fe
puede perderse sin propia culpa:

Doctrinalmente, el problema fue resuelto por el Concilio
Vaticano I, que afirma que "los que han recibido la fe bajo el
Magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa
para cambiar o poner en duda esa misma fe" (Dz-Sch 3013; 3036).
Los teólogos posteriores al Concilio interpretaron el
texto
unánimemente así: No existe causa objetivamente
justa, ni subjetivamente justa, es decir, no hay motivo justo
para la persona, que le lleve a abandonar la fe sin
pecado.

Los pecados contra la virtud de la fe son de forma y
gravedad diversa, y se han dado diversas clasificaciones. Se
puede pecar contra la obligación de creer (infidelidad,
apostasía), contra la obligación de confesar la fe
(ocultación, negación de la fe), contra la
obligación de acrecentarla (ignorancia religiosa) y de
preservarla de los peligros. También puede pecarse por
omisión (por no cumplir el deber de confesarla
externamente, por ignorancia de las verdades que deben creerse) y
por actos contrarios a esa virtud (pecados de comisión);
éstos pueden ser por exceso y por defecto. Hablando
propiamente no hay pecados por exceso, ya que no se puede
exagerar en la medida de las virtudes teologales, pero se habla
así cuando se consideran como objeto de la fe cosas que no
caen dentro de él, como ocurre, por ejemplo, en la
credulidad temeraria o en la superstición, cuando se cree
en falsas devociones, en lugares pseudo- milagrosos,
horóscopos, etc.; también entran en este apartado
la adivinación y el espiritismo.

Se consideran pecados por defecto la infidelidad, la
apostasía y la herejía, y a ellos suelen
añadirse el cisma, la indiferencia religiosa, la duda
positiva contra la fe y el ateísmo.

La infidelidad es, en general, la ausencia de fe debida;
en sentido técnico, es la ausencia de fe en aquellos que
todavía no han recibido su hábito mediante el
Bautismo (en el Derecho canónico el infiel es el no
bautizado). Atendiendo a la culpa moral se habla de infidelidad
negativa o material cuando no es culpable por provenir de
ignorancia (paganos, por ejemplo), infidelidad privativa debida a
negligencia consciente y voluntaria, e infidelidad positiva o
formal cuando existe una oposición culpable a la fe. No es
siempre fácil decidir a cuál de estas tres especies
se reduce la infidelidad de un individuo o de un grupo.

BIBLIOGRAFÍA

 

 

AUTOR

Esteban Fresno

Partes: 1, 2
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