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INMIGRACION Y LITERATURA:QUE COMIAN



    1. En el barco
    2. Abundancia
      americana
    3. En el
      conventillo
    4. En los
      barrios
    5. En el
      interior
    6. Notas

    En esta monografía
    me ocupo de la alimentación de los
    inmigrantes que llegaron a nuestro país entre 1870 y 1950,
    a partir de testimonios literarios y
    periodísticos.

    Los inmigrantes nos hablan, en sus testimonios, de su
    alimentación en los países de
    origen. Salvo muy contadas excepciones, la idea de la
    exigüidad de las comidas se reitera, habiendo algunos
    – en su mayoría, irlandeses y gallegos- de los que
    sabemos que hasta debieron soportar hambrunas (1).

    La Navidad es una
    ocasión muy especial, que se recuerda, por lo general,
    vinculada a la infancia de
    quienes debieron dejar su país. Así, encontramos
    referencias a las comidas que hacían en esta
    ocasión en su tierra algunas
    colectividades.

    Los manjares navideños croatas son evocados por
    el narrador en El angel del capitán, de Chuny Anzorreguy.
    A poco de iniciada la biografía, el
    capitán Miro Kovacic expresa: "En casa, posiblemente por
    el origen meridional de mi madre, hasta las doce se comía
    sólo pescado, luego pasábamos a la carne de cerdo".
    Se refiere a las medialunitas y transcribe la receta de la "pita
    de manzanas" para que "otras mujeres, en otras Navidades, las
    vuelvan a cocinar" (2.)

    Ennio Carota recuerda la Navidad en
    Italia, en
    relación con la figura protectora de la nona: "Sólo
    esas abuelas de ayer daban a las fiestas un toque tan especial.
    Un mes antes ya estaba haciendo sus galletitas y yo, junto a
    ella, pelando uvas para il vino cotto, un típico dulce de
    su Apulia natal. Eramos pobres, pero había alegría,
    había amor y todo
    ello nos hacía olvidar la pobreza"
    (3).

    Canela recuerda sus Navidades en Italia, durante
    la guerra:
    "Nací en 1942, fui la última de once hermanos y mis
    recuerdos son de finales de la Segunda Guerra
    Mundial. Hacía muchísimo frío y al
    regreso de la Misa de Gallo había un tentempié
    –algo de nueces, almendras-, porque lo importante llegaba
    en el mediodía del 25, alrededor de la mesa familiar.
    (…) Mi madre amasaba fideos y los servía en caldo bien
    colado".

    Cuando el frío desaparecía, eran otras las
    recetas que cocinaba esta madre italiana: "En verano, una sopa de
    harina quemada con pan tostado. Había tortilla de flores
    de zapallo y criábamos caracoles de jardín en
    cajas, que después ella purgaba para hacer unos exquisitos
    guisos. Salíamos al campo en busca de la planta diente de
    león, que se agregaba sin su flor a la polenta con
    panceta".

    ….. Había asimismo pequeños placeres,
    que luego la escritora transmitirá a sus hijos: "Se
    aprendía a sobrevivir con lo que había, tanto para
    comer como para abrigarse, pero nuestra gran alegría eran
    los crostoli, una golosina de pobres hecha con masa bien fina y
    dulce. Cuando mis hijos eran chicos, les hacía algo de mi
    tiempo, unos
    caramelos de azúcar
    quemada con almendras, aunque en mi región se
    hacían con avellanas que se encontraban en los parques. Y
    por supuesto, el pan con chocolate cuando había pan y
    había chocolate" (4).

    La pobreza llega a
    extremos patéticos en la novela
    Stéfano de María Teresa Andruetto. La madre del
    protagonista ha encontrado un ave. Años después, el
    hijo recuerda: "La veo en la cocina: saca agua de la que
    hierve en un latón, echa el agua sobre
    la torcaza muerta y la despluma con dedos diestros, luego la
    chamusca sobre la llama y la desventra. Lava víscera por
    víscera, desechando sólo la hiel amarga. Cuando
    está limpia, la divide en cuatro y dice: Tenemos para
    cuatro días. Yo no digo nada, sólo miro cómo
    separa una de las partes y luego oigo que me envía a
    guardar las tres restantes sobre el techo de la casa, para que el
    sereno las mantenga frescas. Cuando regreso, está sacando
    de la bolsa harina de maíz. Mete
    la mano hasta el fondo y yo escucho el ruido que hace
    el tazón al raspar la tela. ¿Alcanza?, pregunto.
    Para esta vez, dice. ¿Y mañana? Dios dirá"
    (5).

    Estos alimentos tan
    significativos para algunos inmigrantes, son mal vistos por otros
    italianos. Cuando viaja a Italia, el protagonista de La noche
    lombarda –novela de Atilio
    Betti-, ve que los descendientes acaudalados de los campesinos
    desprecian las comidas típicas de la región: "A
    mí me apetecían las ranas. Me apetecían
    todos los alimentos que
    nutrieron a mi padre; pero Anna los había proscripto de su
    mesa. No a la ordinariez de la polenta, no a la selvaggina, los
    patos silvestres" (6).

    En el
    barco

    Pedro Fernández, asturiano embarcado ilegalmente
    hacia la Argentina en
    1899, recuerda la comida a bordo: "dieron a cada viajero un plato
    de loza y un tarrito también de la misma materia,
    juntamente con un tenedor y una cuchara. Cada uno iba a buscar su
    comida en el plato, la cual era bastante buena consistiendo en
    carne de buey y de cerdo, patatas, garbanzos, arroz, habas,
    bacalao y algunas otras sustancias alimenticias bien
    condimentadas por un viejo y divertido cocinero español."

    La ansiedad por conseguir alimento provoca
    pequeños accidentes:
    "¡y que apretones llevábamos cuando íbamos a
    buscarla! con dos horas de anticipación ya la mayor parte
    de nosotros provistos del servicio de
    mesa que nos habían dado rodeábamos la cocina
    cuando apenas había principiado a hervir la comida y antes
    de principiar a repartirla cada uno empujaba a los demás
    para llegar primero al caldero que contenía el rancho;
    ¡cuántos con el apuro se quemaban las manos
    viéndose por este motivo a tirar con plato y comida! Los
    que como a mí no les gustaba el pan comíamos el
    primer plato a toda prisa no haciendo caso aunque la comida de
    tan caliente como estaba llevase consigo pedazos de piel del
    paladar o de la garganta pues nada se sentía con tal que
    llegásemos al reenganche, como allí se decía
    cuando se volvía por otro plato de comida".

    La necesidad crea nuevas normas entre los
    inmigrantes: "Por la mañana nos apresurábamos a
    buscar el café
    armados cada uno con su tacita, en la cual nos daban
    también el té al anochecer. Cuando a alguno se le
    rompía alguno de los servicios de
    mesa robaba a otro lo que necesitaba, este hacía lo propio
    con los demás, y así sucesivamente todos de modo
    que todo se volvía robos de platos y tazas,
    viéndose uno obligado a guardarlos con más cuidado
    que si fuesen oro si no quería exponerse a tener que
    esperar a que alguno de sus amigos comiese para luego servirse
    él de sus utensilios y para que le prestasen era menester
    que la amistad fuese
    íntima. Yo también fui víctima de un robo de
    esta clase pues aunque tuve buen cuidado de guardar el plato bajo
    el colchón de mi cama, esto no impidió que me lo
    robaran viéndome por esto obligado a servir la comida y
    bebida en la tacita que a lo sumo tendría capacidad para
    medio cuartillo; en esta situación estuve dos días
    pero luego comprendí la necesidad de hacer como los
    demás y en efecto, fingiendo irme a dormir a mi camarote
    desde él robe un plato de unas alforjas que cerca de
    mí tenían colgadas unos leoneses y con esto
    salvé la situación (7).

    Pura, la protagonista de Diario de ilusiones y
    naufragios, de María Angélica Scotti, narra:
    "Había en ese barco, a la vez, mucho hacinamiento y
    revoltijo. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita contaba que
    era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse porque el
    piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de galletas o
    de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal de mar, y
    que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos, por los
    mitos y porque
    las criaturas orinaban en cualquier rincón. (…)
    (8).

    La alimentación de los pasajeros ha sido
    registrada en una imagen. En
    "Buenos Aires
    1910. Memoria del
    porvenir" (9) pude ver la fotografía
    de inmigrantes comiendo en la cubierta con platos de
    latón, antes de desembarcar.

    Abundancia americana

    En un reportaje, el actor Ricardo Darín dijo:
    "Creo que todos somos hijos de una inmigración que pasó por
    circunstancias parecidas en Europa y luego
    acá. La obsesión por la comida, la búsqueda
    de ascenso social y cultural son comunes a todas las
    colectividades. La paradoja es que entonces esa clase de
    preocupaciones nos parecía exagerada y hoy vemos
    cómo esa cultura se
    vuelve otra vez imprescindible, ante la situación del
    país" (10).

    Contrapuestos a la evocación de la pobreza que se
    vivía en el país de origen, encontramos pasajes en
    los que se alude al asombro de los inmigrantes ante la cantidad
    de comida que había en la Argentina.

    En Guido, Andrés Rivera recrea los relatos de
    quienes regresaban a Italia: "Contaban que había
    más vacas en una sola de las provincias argentinas que en
    todas las estrechas lenguas de tierra
    europeas conquistadas por las legiones romanas. Vacas y vacas y
    vacas. Y trigo, y más pan del que hubiera podido comer
    la familia
    desde los bisabuelos para acá. Había pan en esa
    tierra, decían, desde la creación del mundo"
    (11).

    En Tantas voces, otra historia, estudio acerca de
    los judíos italianos emigrantes, Smolensky y Vigevani
    Jarach destacan que "Asombraba la limpieza de las veredas, la
    buena presencia de la gente, la ausencia de mendigos tanto como
    las desproporcionadas porciones de comidas servidas en los
    restaurantes y las ‘yapas’ ofrecidas por los
    carniceros y verduleros. La visión de los tachos de
    basura, repletos
    de restos de comida, suscitaba pruritos moralizadores de respeto por
    ‘los niños
    que no tienen qué comer en el mundo’ y soplar o
    besar el trozo de pan caído al piso antes de comerlo"
    (12).

    La impresión que siente Maggie Pool es similar.
    La autora de Where the devil lost his poncho, llega a la
    Argentina "no bien terminada la guerra" y
    "queda deslumbrada por la riqueza que ve en Buenos Aires, por
    el tamaño de los bifes y los postres de un simple
    restaurant, donde se come lo que ninguna familia inglesa
    veía desde hacía años". (13)

    En sus primeros días en la Argentina, el
    capitán Kovacic se asombra por lo mismo: "Lo que
    más nos llamaba la atención en la Argentina era la abundancia.
    Todo era excesivo. Mirábamos comer a la gente en los
    restaurantes. No lo podíamos creer. Esos bifes enormes.
    Este país, para alguien que venía de la guerra,
    era… ¡un parque de diversiones!" (14)

    La disponibilidad de los alimentos antes negados provoca
    algunos incidentes, como el que relata Jorge Barón Biza.
    Su gobernanta era una refugiada del Este, a quien trajeron de su
    paseo por la ciudad de Río en una camilla. Ella "Nunca
    había probado bananas. Antes de la guerra las había
    visto, en confiterías europeas, envueltas en
    celofán. En las calles de Río, los vendedores le
    ofrecieron docenas de bananitas de oro por centavos" (15).
    Comió tantas que tuvieron que asistirla. Era la
    consecuencia del contraste entre la pobreza europea y
    la realidad americana.

    La alimentación de quienes dejaron su tierra
    -además de ser un tema recurrente en la literatura– ha sido
    estudiada por renombrados especialistas. En "La huella del
    inmigrante", Fernando Devoto se refiere a la cocina nativa como
    un modo de diferenciarse: "Aunque los inmigrantes estuvieron
    inicialmente deslumbrados por la abundancia de carne mantuvieron
    sus hábitos alimentarios. Lo revelaban las estadísticas de comercio exterior
    y el surtido de los almacenes.
    Aspiraban tanto a conservar sus tradiciones como a diferenciarse
    socialmente a través de sus consumos. No se
    producía una fusión o
    ‘crisol’ culinario con la cocina nativa sino
    más bien una yuxtaposición. Los distintos
    componentes coexistían en un menú sin mezclarse en
    un mismo plato"

    La influencia foránea no tardó en hacerse
    sentir: "Algunas de las cocinas de inmigración tuvieron una gran capacidad de
    irradiación. Sobre todo la italiana, que era una
    combinación de cocinas regionales con predominio
    septentrional" (16).

    En el
    conventillo

    Según lo que comían, Santiago de Estrada
    podía reconocer la procedencia de los habitantes de los
    conventillos: "Encienden carbón en la puerta de sus
    celdillas los que comen pucheros: esos son americanos. Algunos
    comen legumbres crudas, queso y pan: esos son los piamonteses y
    genoveses. Otros comen tocino y pan: esos son los asturianos y
    gallegos. El conventillo es el reino de la ensalada cruda"
    (17).

    En La isla se expande, de Carolina de Grinbaum, la
    pequeña protagonista evoca sus sensaciones ante la comida
    de una familia italiana:
    "Mi olfato hambriento extendía los tentáculos a fin
    de transferir los perfumes de la comida cercana, hasta mi
    desabrido plato. Escudriñaba las sopas que
    deglutían, el caldo sustancioso rumoreante como las olas
    del mar, los enormes fideos dedalito que flotaban como infinidad
    de barcos veleros, el abundante queso rallado, que
    esparcían como lluvia generosa –esa lluvia que deja
    un olor feliz sobre las tierras secas-".

    También habla de la judeo-polaca, quien "En un
    afán constante por tratar de alimentar y alegrar a
    la familia, la
    señora Matilde –ése era su nombre- pasaba
    largas horas dentro de la cocina, manipulando ollas y sartenes de
    las que finalmente extraía los mejores manjares elaborados
    a la manera europea" (18).

    La arqueología nos ha proporcionado recientemente
    datos acerca
    de la alimentación de los inmigrantes de clase baja:
    "Schavelzon asegura que en una excavación en lo que era un
    conventillo, en las calles Defensa y San Lorenzo, descubrieron
    una gran diversidad alimentaria que, en teoría,
    tenía que ver con los inmigrantes de distinto origen que
    lo habitaban. ‘Comían cuises, avestruces y
    lagartos’, informa. Y no tanta carne vacuna: muchas de las
    vacas eran salvajes y su carne, muy dura" (19).

    En
    los barrios

    Ya centenaria, María Luisa Cuccetti, hija de un
    músico genovés inmigrante, recordó en una
    entrevista la
    alimentación de sus primeros años. En La Boca, "los
    cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate
    caliente. Y todo se hacía en casa, lo que más se
    comía era risotto. Eso sí, el mejor paseo era ir de
    noche al puerto a comer castañas calentitas…" (20). Su
    evocación nos remite al libro La Boca
    del Riachuelo, donde Orlando Barone expresa: "Pienso que la Boca
    captura parte de la identidad
    porteña porque Buenos Aires siempre estuvo más
    cercana a la inmigración que a lo nativo" (21).

    La hija del gallego Joaquín González
    cuenta que a los inmigrantes de esa procedencia "Les gustaba
    comer jamón, tomar buenos vinos". De esa tierra
    –afirma Claudio Savoia- llegaban manzanillas y bacalao (22)
    Como agradecimiento por las encomiendas de ropa que enviaban
    durante la Guerra Civil, mis abuelos recibían chorizos da
    terra que atravesaban el Atlántico en latas vacías
    de dulce de batata.

    En la Argentina, quien quiera comer la auténtica
    "Torta para el Apóstol", encontrará la receta en
    Viajero Celta (23). Sobre la cocina gallega se
    podrá leer las notas de Manuel Corral Vide en Galicia
    en el mundo
    (24), quien también la ofrece en su
    restorán Morriña, nombre que nos habla sin duda del
    sentimiento que aúna a chef y comensales.

    Las recetas de la abuela perviven aún hoy. En su
    restorán, los hermanos Morales hacen la empanada gallega
    tal como la hacía Manuela Eiras en Padrón,
    según la receta que trajeron de La Coruña hace
    cuarenta y tres años (25). Como contrapartida, en España, un
    gallego que retornó sin haber podido "hacer la América" encontró en los manjares
    argentinos un medio de vida. Lo cuenta Norma Morandini: "como la
    patria es la infancia, el
    tiempo se
    evoca con los sabores que se perdieron. En una pastelería
    de la calle Menéndez y Pelayo, cerca de la plaza Cavia, se
    forma una fila para comprar. Un pequeño negocio donde se
    pueden conseguir medialunas, tarta de acelga, yerba, vinos
    argentinos y esa delicia que se arma como exclusividad nuestra,
    los sandwiches de miga. (…) lejos de lo que podría
    pensarse, el negocio no pertenece a ningún argentino. Su
    dueño, un gallego que vivió veinte años en
    la Argentina, al regresar encontró la prosperidad que le
    fue esquiva como inmigrante. Gracias a los sabores que se trajo
    del Río de la Plata, su negocio crece cada
    día"(26).

    En La noche que me quieras, Jorge Torres Zavaleta evoca
    la intolerancia criolla ante los diferentes paladares. De "los
    gringos y los ingleses" afirma el narrador que eran "unos
    animales"
    porque arrimaban "hacia un costado del plato los restos del dulce
    de leche" porque
    no les gustaba. Eso era vivido por el hombre como
    una verdadera "falta de educación"
    (27).

    La confluencia de inmigrantes de distinta procedencia y
    de criollos permite que confraternicen y que conozcan sus cocinas
    típicas. En una calle porteña vivió
    doña Catalina, la madre de Miriam Becker. En una sentida
    evocación que escribe poco después de la muerte de
    la rumana, comenta que la anciana "De sus vecinos
    -españoles, italianos, argentinos del interior-,
    había descubierto que el mejor arroz con pollo lo
    hacía doña María, la gallega, pero sin
    panceta; lo rico que eran el grelo, la nabiza y la achicoria como
    los preparaban los Brunetta –los italianos saben comer
    verduras-, y que las empanadas con la carne cortada a cuchillo de
    doña Pepa eran mejores que con la picada
    común".

    Como señaló Ennio Carota, cocinar era una
    forma de agasajar, de mitigar con el amor la
    pobreza. Lo mismo hacía ella: "La cocina fue su
    pasión y un modo de dar amor. A mis
    nietos no les puedo comprar juguetes como otras abuelas, porque
    no me alcanza la jubilación, pero les hago bizcochitos con
    jugo de naranja (quilalej) para que conviden a sus amigos"
    (28).

    En "Corrientes esquina gueto", Manuela Fingueret evoca
    las comidas de su colectividad: "Cada quien/ con las voces del
    mercado/
    recién llegado de Varsovia/ pepinos en vinagre/ o el
    buzón de la esquina// Una tierra prometida/ untada sobre
    pan Goldstein/ entre pastrom caliente/ y el mar rojo atravesado/
    por Corrientes/ o por Serrano/ a la espera de Moisés/ que
    no sabe idish/ para descifrar los mandamientos" (29).

    Otro tanto hace Luis León, cuando en su cuento
    "Chacarita. Vísperas de Pésaj", escribe: "La
    matzá no resultó buena y los huevos que
    consiguió eran escasos, la vajilla estaba aún
    contaminada por la harina de los boios" (30).

    En el
    interior

    Pero no debe pensarse que todos comían bien en
    nuestro país. Los colonos, al principio, se alimentaron no
    con lo que acostumbraban en sus países de origen, sino con
    lo que había. Ya vimos que en el Hotel de Inmigrantes, los
    judíos tuvieron que comer carne "impura", y en las
    provincias, galleta dura mojada para ablandarla (31). Los polacos
    que se dirigieron a la recién fundada Colonia de
    Apóstoles –afirma un historiador- "debieron esperar
    dos años para poder comer
    pan, ya que las hormigas y los carpinchos diezmaban los
    plantíos de maíz. Se
    alimentaban principalmente con mandioca, porotos, batata y
    aprovechaban la abundancia de animales
    silvestres que les proveían de carne (32)".

    Décadas más tarde, Magdalena, uno de los
    personajes chaqueños de Mempo Giardinelli, en Santo Oficio
    de la Memoria,
    disfruta de la prosperidad. Se interesa por los platos de
    diferentes colectividades y, cuando los cocina, es digna de
    elogios: "Todas cosas judías, deliciosas, bien
    condimentadas. Arenque ahumado, y unos blintzes, madre
    mía, para chuparse los dedos. Y no solamente judías
    porque también hacía unas paellas que te dejaban de
    cama. Y no te cuento las
    mermeladas que preparaba: de rosa mosqueta, de grosellas, de
    granadas, de higos. O las ravioladas con salsa a la bolognesa o
    la Príncipe di Nápoli, mamma mía.
    También hacía unos guisos carreros que le
    enseñó tu papá, muy delicados, porque
    tenían las dosis exactas de hierbas, especias
    exótica, pizcas de esto y de lo otro, todo hecho con amor,
    el morfi con amor es otra cosa" (33)..

    En la provincia de Buenos Aires, también se
    encontraban excelentes cocineras. Una de ellas sumaba a su
    habilidad culinaria, los dotes para la caza. Nos referimos a otra
    anciana centenaria, Margarita Marc de Soto, hija de franceses
    afincados en Alberdi, acerca de quien escribe Carolina Muzi: "La
    cocina fue una constante en su vida y las perdices en escabeche,
    una de las especialidades más celebradas por familiares y
    amigos. Pero Margarita no sólo las cocinaba:
    también las cazaba" (34).

    En Bahía Blanca se conservan algunas tradiciones
    españolas. En La pradera de los asfódelos, de
    Rubén Benítez, dice uno de los personajes:
    "Doña Lorenza la convidaba con rosquillas fritas. Unas
    rosquillas iguales a las que hacía mi madre en mi pueblo,
    en España.
    Doña Lorenza era de Villar del Ciervo, un pueblito vecino
    al nuestro. ¡Qué hermosas rosquillas!
    ¡Riquísimas!" (35).

    …..

    En la pobreza o en la abundancia, los inmigrantes
    mantuvieron la tradición culinaria como una forma
    más de vincularse a la tierra
    añorada, de preservar su cultura, y de
    transmitirla de generación en generación, al tiempo
    que veían en la cocina nativa un medio para diferenciarse
    en una sociedad
    cosmopolita.

    NOTAS

    1. Delgado, Alicia: "Una morriña harto gallega",
      en La Nación Revista, Buenos Aires, 30 de
      mayo de 1999.
    2. Anzorreguy, Chuny: El ángel del
      capitán. Biografía del capitán croata Miro
      Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.
    3. Becker, Miriam: "Casera e italiana", en La
      Nación Revista
      , 23 de diciembre de
      2001.
    4. Becker, Miriam: op. cit.
    5. Andruetto, María Teresa: Stéfano.
      Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
    6. Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus
      Ultra, 1984.
    7. Méndez Muslera, Luciano: "Asturias en la
      emigración", en
    8. Scotti, María Angélica: Diario de
      ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé,
      1996.
    9. "Buenos Aires 1910. Memoria del
      porvenir", en Shopping Abasto, 1999.
    10. Saavedra, Guillermo: "Darín. A cara lavada",
      en La Nación Revista, Buenos Aires, 5 de mayo de
      2002.
    11. Rivera, Andrés: Guido., en Para ellos, el
      Paraíso. Buenos Aires, Alfaguara, 2000.
    12. Smolensky, Eleonora M. y Vigevani Jarach, Vera:
      Tantas voces, una historia. Buenos Aires,
      Editorial Temas, 1999.
    13. Sopeña, Germán: "Tierra lejana", en
      La Nación, Buenos Aires, 13 de julio de
      1997.
    14. Anzorreguy, Chuny: op. cit.
    15. Barón Biza, Jorge: "La historia, un
      disparate", en Clarín, Buenos Aires, 25 de abril
      de 1999.
    16. Devoto, Fernando: "La huella del inmigrante", en
      Clarín, Buneos Aires, 2 de julio de
      2000.
    17. Estrada, Santiago: Viajes y
      otras páginas literarias. 1889. Citado por Jorge
      Páez en El conventillo, Buenos Aires, CEAL,
      1970.
    18. Grinbaum, Carolina de: La isla se expande. Buenos
      Aires, ig, 1992.
    19. S/F: "Basureros del pasado", en Clarín
      Viva
      , Buenos Aires, 9 de enero de 2000.
    20. Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en
      Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de
      1999.
    21. Barone, Orlando y Shakespeare,
      Raúl: La Boca del Riachuelo.
    22. Savoia, Claudio: "El equipaje de los sueños",
      en Clarín, Buenos Aires, 14 de enero de
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    Trabajo enviado por

    Lic. María González
    Rouco

    Licenciada en Letras UNBA, Periodista
    Profesional Matriculada

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