En esta monografía
me ocupo de la alimentación de los
inmigrantes que llegaron a nuestro país entre 1870 y 1950,
a partir de testimonios literarios y
periodísticos.
Los inmigrantes nos hablan, en sus testimonios, de su
alimentación en los países de
origen. Salvo muy contadas excepciones, la idea de la
exigüidad de las comidas se reitera, habiendo algunos
– en su mayoría, irlandeses y gallegos- de los que
sabemos que hasta debieron soportar hambrunas (1).
La Navidad es una
ocasión muy especial, que se recuerda, por lo general,
vinculada a la infancia de
quienes debieron dejar su país. Así, encontramos
referencias a las comidas que hacían en esta
ocasión en su tierra algunas
colectividades.
Los manjares navideños croatas son evocados por
el narrador en El angel del capitán, de Chuny Anzorreguy.
A poco de iniciada la biografía, el
capitán Miro Kovacic expresa: "En casa, posiblemente por
el origen meridional de mi madre, hasta las doce se comía
sólo pescado, luego pasábamos a la carne de cerdo".
Se refiere a las medialunitas y transcribe la receta de la "pita
de manzanas" para que "otras mujeres, en otras Navidades, las
vuelvan a cocinar" (2.)
Ennio Carota recuerda la Navidad en
Italia, en
relación con la figura protectora de la nona: "Sólo
esas abuelas de ayer daban a las fiestas un toque tan especial.
Un mes antes ya estaba haciendo sus galletitas y yo, junto a
ella, pelando uvas para il vino cotto, un típico dulce de
su Apulia natal. Eramos pobres, pero había alegría,
había amor y todo
ello nos hacía olvidar la pobreza"
(3).
Canela recuerda sus Navidades en Italia, durante
la guerra:
"Nací en 1942, fui la última de once hermanos y mis
recuerdos son de finales de la Segunda Guerra
Mundial. Hacía muchísimo frío y al
regreso de la Misa de Gallo había un tentempié
–algo de nueces, almendras-, porque lo importante llegaba
en el mediodía del 25, alrededor de la mesa familiar.
(…) Mi madre amasaba fideos y los servía en caldo bien
colado".
Cuando el frío desaparecía, eran otras las
recetas que cocinaba esta madre italiana: "En verano, una sopa de
harina quemada con pan tostado. Había tortilla de flores
de zapallo y criábamos caracoles de jardín en
cajas, que después ella purgaba para hacer unos exquisitos
guisos. Salíamos al campo en busca de la planta diente de
león, que se agregaba sin su flor a la polenta con
panceta".
….. Había asimismo pequeños placeres,
que luego la escritora transmitirá a sus hijos: "Se
aprendía a sobrevivir con lo que había, tanto para
comer como para abrigarse, pero nuestra gran alegría eran
los crostoli, una golosina de pobres hecha con masa bien fina y
dulce. Cuando mis hijos eran chicos, les hacía algo de mi
tiempo, unos
caramelos de azúcar
quemada con almendras, aunque en mi región se
hacían con avellanas que se encontraban en los parques. Y
por supuesto, el pan con chocolate cuando había pan y
había chocolate" (4).
La pobreza llega a
extremos patéticos en la novela
Stéfano de María Teresa Andruetto. La madre del
protagonista ha encontrado un ave. Años después, el
hijo recuerda: "La veo en la cocina: saca agua de la que
hierve en un latón, echa el agua sobre
la torcaza muerta y la despluma con dedos diestros, luego la
chamusca sobre la llama y la desventra. Lava víscera por
víscera, desechando sólo la hiel amarga. Cuando
está limpia, la divide en cuatro y dice: Tenemos para
cuatro días. Yo no digo nada, sólo miro cómo
separa una de las partes y luego oigo que me envía a
guardar las tres restantes sobre el techo de la casa, para que el
sereno las mantenga frescas. Cuando regreso, está sacando
de la bolsa harina de maíz. Mete
la mano hasta el fondo y yo escucho el ruido que hace
el tazón al raspar la tela. ¿Alcanza?, pregunto.
Para esta vez, dice. ¿Y mañana? Dios dirá"
(5).
Estos alimentos tan
significativos para algunos inmigrantes, son mal vistos por otros
italianos. Cuando viaja a Italia, el protagonista de La noche
lombarda –novela de Atilio
Betti-, ve que los descendientes acaudalados de los campesinos
desprecian las comidas típicas de la región: "A
mí me apetecían las ranas. Me apetecían
todos los alimentos que
nutrieron a mi padre; pero Anna los había proscripto de su
mesa. No a la ordinariez de la polenta, no a la selvaggina, los
patos silvestres" (6).
Pedro Fernández, asturiano embarcado ilegalmente
hacia la Argentina en
1899, recuerda la comida a bordo: "dieron a cada viajero un plato
de loza y un tarrito también de la misma materia,
juntamente con un tenedor y una cuchara. Cada uno iba a buscar su
comida en el plato, la cual era bastante buena consistiendo en
carne de buey y de cerdo, patatas, garbanzos, arroz, habas,
bacalao y algunas otras sustancias alimenticias bien
condimentadas por un viejo y divertido cocinero español."
La ansiedad por conseguir alimento provoca
pequeños accidentes:
"¡y que apretones llevábamos cuando íbamos a
buscarla! con dos horas de anticipación ya la mayor parte
de nosotros provistos del servicio de
mesa que nos habían dado rodeábamos la cocina
cuando apenas había principiado a hervir la comida y antes
de principiar a repartirla cada uno empujaba a los demás
para llegar primero al caldero que contenía el rancho;
¡cuántos con el apuro se quemaban las manos
viéndose por este motivo a tirar con plato y comida! Los
que como a mí no les gustaba el pan comíamos el
primer plato a toda prisa no haciendo caso aunque la comida de
tan caliente como estaba llevase consigo pedazos de piel del
paladar o de la garganta pues nada se sentía con tal que
llegásemos al reenganche, como allí se decía
cuando se volvía por otro plato de comida".
La necesidad crea nuevas normas entre los
inmigrantes: "Por la mañana nos apresurábamos a
buscar el café
armados cada uno con su tacita, en la cual nos daban
también el té al anochecer. Cuando a alguno se le
rompía alguno de los servicios de
mesa robaba a otro lo que necesitaba, este hacía lo propio
con los demás, y así sucesivamente todos de modo
que todo se volvía robos de platos y tazas,
viéndose uno obligado a guardarlos con más cuidado
que si fuesen oro si no quería exponerse a tener que
esperar a que alguno de sus amigos comiese para luego servirse
él de sus utensilios y para que le prestasen era menester
que la amistad fuese
íntima. Yo también fui víctima de un robo de
esta clase pues aunque tuve buen cuidado de guardar el plato bajo
el colchón de mi cama, esto no impidió que me lo
robaran viéndome por esto obligado a servir la comida y
bebida en la tacita que a lo sumo tendría capacidad para
medio cuartillo; en esta situación estuve dos días
pero luego comprendí la necesidad de hacer como los
demás y en efecto, fingiendo irme a dormir a mi camarote
desde él robe un plato de unas alforjas que cerca de
mí tenían colgadas unos leoneses y con esto
salvé la situación (7).
Pura, la protagonista de Diario de ilusiones y
naufragios, de María Angélica Scotti, narra:
"Había en ese barco, a la vez, mucho hacinamiento y
revoltijo. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita contaba que
era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse porque el
piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de galletas o
de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal de mar, y
que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos, por los
vómitos y porque
las criaturas orinaban en cualquier rincón. (…)
(8).
La alimentación de los pasajeros ha sido
registrada en una imagen. En
"Buenos Aires
1910. Memoria del
porvenir" (9) pude ver la fotografía
de inmigrantes comiendo en la cubierta con platos de
latón, antes de desembarcar.
En un reportaje, el actor Ricardo Darín dijo:
"Creo que todos somos hijos de una inmigración que pasó por
circunstancias parecidas en Europa y luego
acá. La obsesión por la comida, la búsqueda
de ascenso social y cultural son comunes a todas las
colectividades. La paradoja es que entonces esa clase de
preocupaciones nos parecía exagerada y hoy vemos
cómo esa cultura se
vuelve otra vez imprescindible, ante la situación del
país" (10).
Contrapuestos a la evocación de la pobreza que se
vivía en el país de origen, encontramos pasajes en
los que se alude al asombro de los inmigrantes ante la cantidad
de comida que había en la Argentina.
En Guido, Andrés Rivera recrea los relatos de
quienes regresaban a Italia: "Contaban que había
más vacas en una sola de las provincias argentinas que en
todas las estrechas lenguas de tierra
europeas conquistadas por las legiones romanas. Vacas y vacas y
vacas. Y trigo, y más pan del que hubiera podido comer
la familia
desde los bisabuelos para acá. Había pan en esa
tierra, decían, desde la creación del mundo"
(11).
En Tantas voces, otra historia, estudio acerca de
los judíos italianos emigrantes, Smolensky y Vigevani
Jarach destacan que "Asombraba la limpieza de las veredas, la
buena presencia de la gente, la ausencia de mendigos tanto como
las desproporcionadas porciones de comidas servidas en los
restaurantes y las ‘yapas’ ofrecidas por los
carniceros y verduleros. La visión de los tachos de
basura, repletos
de restos de comida, suscitaba pruritos moralizadores de respeto por
‘los niños
que no tienen qué comer en el mundo’ y soplar o
besar el trozo de pan caído al piso antes de comerlo"
(12).
La impresión que siente Maggie Pool es similar.
La autora de Where the devil lost his poncho, llega a la
Argentina "no bien terminada la guerra" y
"queda deslumbrada por la riqueza que ve en Buenos Aires, por
el tamaño de los bifes y los postres de un simple
restaurant, donde se come lo que ninguna familia inglesa
veía desde hacía años". (13)
En sus primeros días en la Argentina, el
capitán Kovacic se asombra por lo mismo: "Lo que
más nos llamaba la atención en la Argentina era la abundancia.
Todo era excesivo. Mirábamos comer a la gente en los
restaurantes. No lo podíamos creer. Esos bifes enormes.
Este país, para alguien que venía de la guerra,
era… ¡un parque de diversiones!" (14)
La disponibilidad de los alimentos antes negados provoca
algunos incidentes, como el que relata Jorge Barón Biza.
Su gobernanta era una refugiada del Este, a quien trajeron de su
paseo por la ciudad de Río en una camilla. Ella "Nunca
había probado bananas. Antes de la guerra las había
visto, en confiterías europeas, envueltas en
celofán. En las calles de Río, los vendedores le
ofrecieron docenas de bananitas de oro por centavos" (15).
Comió tantas que tuvieron que asistirla. Era la
consecuencia del contraste entre la pobreza europea y
la realidad americana.
La alimentación de quienes dejaron su tierra
-además de ser un tema recurrente en la literatura– ha sido
estudiada por renombrados especialistas. En "La huella del
inmigrante", Fernando Devoto se refiere a la cocina nativa como
un modo de diferenciarse: "Aunque los inmigrantes estuvieron
inicialmente deslumbrados por la abundancia de carne mantuvieron
sus hábitos alimentarios. Lo revelaban las estadísticas de comercio exterior
y el surtido de los almacenes.
Aspiraban tanto a conservar sus tradiciones como a diferenciarse
socialmente a través de sus consumos. No se
producía una fusión o
‘crisol’ culinario con la cocina nativa sino
más bien una yuxtaposición. Los distintos
componentes coexistían en un menú sin mezclarse en
un mismo plato"
La influencia foránea no tardó en hacerse
sentir: "Algunas de las cocinas de inmigración tuvieron una gran capacidad de
irradiación. Sobre todo la italiana, que era una
combinación de cocinas regionales con predominio
septentrional" (16).
Según lo que comían, Santiago de Estrada
podía reconocer la procedencia de los habitantes de los
conventillos: "Encienden carbón en la puerta de sus
celdillas los que comen pucheros: esos son americanos. Algunos
comen legumbres crudas, queso y pan: esos son los piamonteses y
genoveses. Otros comen tocino y pan: esos son los asturianos y
gallegos. El conventillo es el reino de la ensalada cruda"
(17).
En La isla se expande, de Carolina de Grinbaum, la
pequeña protagonista evoca sus sensaciones ante la comida
de una familia italiana:
"Mi olfato hambriento extendía los tentáculos a fin
de transferir los perfumes de la comida cercana, hasta mi
desabrido plato. Escudriñaba las sopas que
deglutían, el caldo sustancioso rumoreante como las olas
del mar, los enormes fideos dedalito que flotaban como infinidad
de barcos veleros, el abundante queso rallado, que
esparcían como lluvia generosa –esa lluvia que deja
un olor feliz sobre las tierras secas-".
También habla de la judeo-polaca, quien "En un
afán constante por tratar de alimentar y alegrar a
la familia, la
señora Matilde –ése era su nombre- pasaba
largas horas dentro de la cocina, manipulando ollas y sartenes de
las que finalmente extraía los mejores manjares elaborados
a la manera europea" (18).
La arqueología nos ha proporcionado recientemente
datos acerca
de la alimentación de los inmigrantes de clase baja:
"Schavelzon asegura que en una excavación en lo que era un
conventillo, en las calles Defensa y San Lorenzo, descubrieron
una gran diversidad alimentaria que, en teoría,
tenía que ver con los inmigrantes de distinto origen que
lo habitaban. ‘Comían cuises, avestruces y
lagartos’, informa. Y no tanta carne vacuna: muchas de las
vacas eran salvajes y su carne, muy dura" (19).
Ya centenaria, María Luisa Cuccetti, hija de un
músico genovés inmigrante, recordó en una
entrevista la
alimentación de sus primeros años. En La Boca, "los
cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate
caliente. Y todo se hacía en casa, lo que más se
comía era risotto. Eso sí, el mejor paseo era ir de
noche al puerto a comer castañas calentitas…" (20). Su
evocación nos remite al libro La Boca
del Riachuelo, donde Orlando Barone expresa: "Pienso que la Boca
captura parte de la identidad
porteña porque Buenos Aires siempre estuvo más
cercana a la inmigración que a lo nativo" (21).
La hija del gallego Joaquín González
cuenta que a los inmigrantes de esa procedencia "Les gustaba
comer jamón, tomar buenos vinos". De esa tierra
–afirma Claudio Savoia- llegaban manzanillas y bacalao (22)
Como agradecimiento por las encomiendas de ropa que enviaban
durante la Guerra Civil, mis abuelos recibían chorizos da
terra que atravesaban el Atlántico en latas vacías
de dulce de batata.
En la Argentina, quien quiera comer la auténtica
"Torta para el Apóstol", encontrará la receta en
Viajero Celta (23). Sobre la cocina gallega se
podrá leer las notas de Manuel Corral Vide en Galicia
en el mundo (24), quien también la ofrece en su
restorán Morriña, nombre que nos habla sin duda del
sentimiento que aúna a chef y comensales.
Las recetas de la abuela perviven aún hoy. En su
restorán, los hermanos Morales hacen la empanada gallega
tal como la hacía Manuela Eiras en Padrón,
según la receta que trajeron de La Coruña hace
cuarenta y tres años (25). Como contrapartida, en España, un
gallego que retornó sin haber podido "hacer la América" encontró en los manjares
argentinos un medio de vida. Lo cuenta Norma Morandini: "como la
patria es la infancia, el
tiempo se
evoca con los sabores que se perdieron. En una pastelería
de la calle Menéndez y Pelayo, cerca de la plaza Cavia, se
forma una fila para comprar. Un pequeño negocio donde se
pueden conseguir medialunas, tarta de acelga, yerba, vinos
argentinos y esa delicia que se arma como exclusividad nuestra,
los sandwiches de miga. (…) lejos de lo que podría
pensarse, el negocio no pertenece a ningún argentino. Su
dueño, un gallego que vivió veinte años en
la Argentina, al regresar encontró la prosperidad que le
fue esquiva como inmigrante. Gracias a los sabores que se trajo
del Río de la Plata, su negocio crece cada
día"(26).
En La noche que me quieras, Jorge Torres Zavaleta evoca
la intolerancia criolla ante los diferentes paladares. De "los
gringos y los ingleses" afirma el narrador que eran "unos
animales"
porque arrimaban "hacia un costado del plato los restos del dulce
de leche" porque
no les gustaba. Eso era vivido por el hombre como
una verdadera "falta de educación"
(27).
La confluencia de inmigrantes de distinta procedencia y
de criollos permite que confraternicen y que conozcan sus cocinas
típicas. En una calle porteña vivió
doña Catalina, la madre de Miriam Becker. En una sentida
evocación que escribe poco después de la muerte de
la rumana, comenta que la anciana "De sus vecinos
-españoles, italianos, argentinos del interior-,
había descubierto que el mejor arroz con pollo lo
hacía doña María, la gallega, pero sin
panceta; lo rico que eran el grelo, la nabiza y la achicoria como
los preparaban los Brunetta –los italianos saben comer
verduras-, y que las empanadas con la carne cortada a cuchillo de
doña Pepa eran mejores que con la picada
común".
Como señaló Ennio Carota, cocinar era una
forma de agasajar, de mitigar con el amor la
pobreza. Lo mismo hacía ella: "La cocina fue su
pasión y un modo de dar amor. A mis
nietos no les puedo comprar juguetes como otras abuelas, porque
no me alcanza la jubilación, pero les hago bizcochitos con
jugo de naranja (quilalej) para que conviden a sus amigos"
(28).
En "Corrientes esquina gueto", Manuela Fingueret evoca
las comidas de su colectividad: "Cada quien/ con las voces del
mercado/
recién llegado de Varsovia/ pepinos en vinagre/ o el
buzón de la esquina// Una tierra prometida/ untada sobre
pan Goldstein/ entre pastrom caliente/ y el mar rojo atravesado/
por Corrientes/ o por Serrano/ a la espera de Moisés/ que
no sabe idish/ para descifrar los mandamientos" (29).
Otro tanto hace Luis León, cuando en su cuento
"Chacarita. Vísperas de Pésaj", escribe: "La
matzá no resultó buena y los huevos que
consiguió eran escasos, la vajilla estaba aún
contaminada por la harina de los boios" (30).
Pero no debe pensarse que todos comían bien en
nuestro país. Los colonos, al principio, se alimentaron no
con lo que acostumbraban en sus países de origen, sino con
lo que había. Ya vimos que en el Hotel de Inmigrantes, los
judíos tuvieron que comer carne "impura", y en las
provincias, galleta dura mojada para ablandarla (31). Los polacos
que se dirigieron a la recién fundada Colonia de
Apóstoles –afirma un historiador- "debieron esperar
dos años para poder comer
pan, ya que las hormigas y los carpinchos diezmaban los
plantíos de maíz. Se
alimentaban principalmente con mandioca, porotos, batata y
aprovechaban la abundancia de animales
silvestres que les proveían de carne (32)".
Décadas más tarde, Magdalena, uno de los
personajes chaqueños de Mempo Giardinelli, en Santo Oficio
de la Memoria,
disfruta de la prosperidad. Se interesa por los platos de
diferentes colectividades y, cuando los cocina, es digna de
elogios: "Todas cosas judías, deliciosas, bien
condimentadas. Arenque ahumado, y unos blintzes, madre
mía, para chuparse los dedos. Y no solamente judías
porque también hacía unas paellas que te dejaban de
cama. Y no te cuento las
mermeladas que preparaba: de rosa mosqueta, de grosellas, de
granadas, de higos. O las ravioladas con salsa a la bolognesa o
la Príncipe di Nápoli, mamma mía.
También hacía unos guisos carreros que le
enseñó tu papá, muy delicados, porque
tenían las dosis exactas de hierbas, especias
exótica, pizcas de esto y de lo otro, todo hecho con amor,
el morfi con amor es otra cosa" (33)..
En la provincia de Buenos Aires, también se
encontraban excelentes cocineras. Una de ellas sumaba a su
habilidad culinaria, los dotes para la caza. Nos referimos a otra
anciana centenaria, Margarita Marc de Soto, hija de franceses
afincados en Alberdi, acerca de quien escribe Carolina Muzi: "La
cocina fue una constante en su vida y las perdices en escabeche,
una de las especialidades más celebradas por familiares y
amigos. Pero Margarita no sólo las cocinaba:
también las cazaba" (34).
En Bahía Blanca se conservan algunas tradiciones
españolas. En La pradera de los asfódelos, de
Rubén Benítez, dice uno de los personajes:
"Doña Lorenza la convidaba con rosquillas fritas. Unas
rosquillas iguales a las que hacía mi madre en mi pueblo,
en España.
Doña Lorenza era de Villar del Ciervo, un pueblito vecino
al nuestro. ¡Qué hermosas rosquillas!
¡Riquísimas!" (35).
…..
En la pobreza o en la abundancia, los inmigrantes
mantuvieron la tradición culinaria como una forma
más de vincularse a la tierra
añorada, de preservar su cultura, y de
transmitirla de generación en generación, al tiempo
que veían en la cocina nativa un medio para diferenciarse
en una sociedad
cosmopolita.
- Delgado, Alicia: "Una morriña harto gallega",
en La Nación Revista, Buenos Aires, 30 de
mayo de 1999. - Anzorreguy, Chuny: El ángel del
capitán. Biografía del capitán croata Miro
Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996. - Becker, Miriam: "Casera e italiana", en La
Nación Revista, 23 de diciembre de
2001. - Becker, Miriam: op. cit.
- Andruetto, María Teresa: Stéfano.
Buenos Aires, Sudamericana, 2000. - Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus
Ultra, 1984. - Méndez Muslera, Luciano: "Asturias en la
emigración", en - Scotti, María Angélica: Diario de
ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé,
1996. - "Buenos Aires 1910. Memoria del
porvenir", en Shopping Abasto, 1999. - Saavedra, Guillermo: "Darín. A cara lavada",
en La Nación Revista, Buenos Aires, 5 de mayo de
2002. - Rivera, Andrés: Guido., en Para ellos, el
Paraíso. Buenos Aires, Alfaguara, 2000. - Smolensky, Eleonora M. y Vigevani Jarach, Vera:
Tantas voces, una historia. Buenos Aires,
Editorial Temas, 1999. - Sopeña, Germán: "Tierra lejana", en
La Nación, Buenos Aires, 13 de julio de
1997. - Anzorreguy, Chuny: op. cit.
- Barón Biza, Jorge: "La historia, un
disparate", en Clarín, Buenos Aires, 25 de abril
de 1999. - Devoto, Fernando: "La huella del inmigrante", en
Clarín, Buneos Aires, 2 de julio de
2000. - Estrada, Santiago: Viajes y
otras páginas literarias. 1889. Citado por Jorge
Páez en El conventillo, Buenos Aires, CEAL,
1970. - Grinbaum, Carolina de: La isla se expande. Buenos
Aires, ig, 1992. - S/F: "Basureros del pasado", en Clarín
Viva, Buenos Aires, 9 de enero de 2000. - Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en
Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de
1999. - Barone, Orlando y Shakespeare,
Raúl: La Boca del Riachuelo. - Savoia, Claudio: "El equipaje de los sueños",
en Clarín, Buenos Aires, 14 de enero de
2000. - S/F: "Torta para el apóstol", en Viajero
Celta, Año I, N° 9. Buenos Aires, Julio de
1996. - Corral Vide, Manuel: "Cocina gallega", en Galicia
en el mundo, Edición Mercosur. - Morandini, Norma: "Tierra de exilio", en
Clarín, Buenos Aires, 25 de febrero de
2001. - Torres Zavaleta, Jorge: El día que me quieras.
Buenos Aires, Planeta, 2000.: - Becker, Miriam: "La última idische mame", en
La Nación Revista, 23 de marzo de
1997. - Fingueret, Manuela: "Corrientes esquina
gueto", en Clarín Viva, Esquinas.
Catálogos. Buenos Aires, 2001. - León, Luis: "Chacarita. Vísperas de
Pésaj", en SEFARaires, N° 2, junio de
2002. - Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos
Aires, Milá, 2001. Citado en González Rouco,
María: "Inmigración y literatura: Primeros
días", en www.monografias.com - Folleto del Establecimiento La Cachuera,
Apóstoles, Misiones. - Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
Buenos Aires, Seix Barral, 1991. - Muzi, Carolina: op. cit.
- Benítez, Rubén: La pradera de los
asfódelos. Bahía Blanca, Siringa,
1989.
Trabajo enviado por
Lic. María González
Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista
Profesional Matriculada