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Barroco hispánico




Enviado por sharay4



    1. La arquitectura
      barroca.
    2. La escultura
      barroca.
    3. La pintura
      barroca.
    4. Renacimiento
      hispánico.
    5. La plenitud del
      Renacimiento.
    6. El Renacimiento
      portugués.
    7. La
      escultura.
    8. La pintura.

    La arquitectura
    barroca.

    El contexto histórico de la España del
    s. XVII impuso a la arquitectura una evolución distinta a la del modelo
    europeo. Aquí el modelo herreriano, con su austeridad y su
    simplicidad geométrica, pervivió hasta la primera
    mitad del s. XVII, aunque la necesidad de lujo y
    ostentación por parte de las clases dominantes lo
    recubrió de una frondosa ornamentación.

    Las estructuras de
    los edificios son simples (nada que nos recuerde la
    concepción de Borromini), las cúpulas son fingidas,
    de yeso y sostenidas con armazón de madera, pero
    los interiores se recubrían con grandes retablos, dorados
    y pintados. Algunas fachadas, especialmente en Levante y en el
    norte, se conciben casi como retablos y experimentan la misma
    evolución que éstos: desde una ordenación
    casi clásica, derivada del modelo de El Escorial, hasta la
    complicación fantasiosa de los conjuntos de
    J. Churriguera.

    En la segunda mitad del s. XVII, los elementos
    decorativos lo cubren todo y se introducien elementos nuevos,
    como hornacinas, baquetones, quebrados, molduras
    fantásticas, columnas salomónicas. Los Borbones
    acaban imponiendo las normas del
    clasicismo con la creación, en 1754, de la Real Academia
    de Bellas Artes de San Fernando.

    Inicia el barroquismo en la arquitectura española
    el italiano G.B. Crescenzi con la decoración del
    Panteón de El Escorial. Entre los edificios
    representativos de la transición del herreriano al pleno
    barroco cabe
    citar San Isidoro el Real, de Madrid, obra del jesuita F.
    Bautista, y la Clerecía de Salamanca, debida a J.
    Gómez de Mora, autor también del proyecto de la
    plaza Mayor de Madrid. Quien da el paso decisivo hacia el pleno
    barroco es el granadino A. Cano, imaginero y pintor además
    de arquitecto, al que debemos la fachada principal de la catedral
    de Granada. Ya en pleno Barroco se desarrolló el
    churriguerismo, nombre que deriva del arquitecto-escultor J.
    Churriguera, autor del retablo de San Esteban, de Salamanca,
    prototipo de los retablos barrocos españoles;
    también realizó sus obras P. Ribera,
    artífice del Madrid barroco, con la fuente de la Fama y el
    puente de Toledo. En la primera mitad del s. XVIII sobresale N.
    Tomé, con el Transparente de la catedral de Toledo; otras
    obras dieciochescas son la fachada del Obradoiro de la catedral
    de Santiago, el palacio del marqués de Dos Aguas, en
    Valencia, y la fachada de la catedral de Gerona.

    En la arquitectura colonial se pueden distinguir dos
    épocas: la de la conquista (1492-1530) y la de los
    virreinatos (1530-s. XIX). En la primera, predominan los
    edificios de estilos hispanos sin presencia de elementos del
    arte
    indígena (azteca y maya en Nueva España, incaico en
    Perú). En los ss. XVII y XVIII la arquitectura colonial
    sigue los cánones del barroco andaluz, aunque ya incorpora
    una decoración claramente indígena -a modo de
    tapiz- que recuerda los relieves precolombinos, lo que
    dará lugar a la arquitectura criolla. De la primera
    época merece destacarse el palacio de H. Cortés, en
    Cuernavaca, así como su catedral, las catedrales de Puebla
    y de México, y
    la iglesia de San
    Francisco de Tlaxcala. De la segunda, y siguiendo la modalidad
    andaluza, destaca la catedral de Zacatecas o la iglesia de Santo
    Domingo en Oaxaca; de la modalidad criolla, San Francisco, de
    Cholula, la capilla del Pozito, en Guadalajara, o la casa de los
    Azulejos en México.

    La escultura
    barroca.

    Desde el s. XVI, los imagineros castellanos -Berruguete
    y Juní- prefieron como material de trabajo la madera,
    generalmente estofada y policromada, técnica que consiste
    en dorar la escultura, pintando encima y frotando después
    donde se quería dejar el oro al descubierto.

    A medida que avanza el s. XVI se acentúa el
    sentimiento religioso, que se expresa a través del
    realismo y del
    patetismo. A partir del s. XVII los escultores se inspiran
    directamente del natural: desaparecen los temas bíblicos y
    los santos mártires y aumentan los relativos de la
    Pasión, la Dolorosa, la Inmaculada y los santos
    españoles recientemente canonizados (santa Teresa, san
    Francisco Javier, san Ignacio), y aparecen las imágenes
    procesionales y los pasos de Semana Santa.

    Dos son los grandes núcleos de producción escultórica: la escuela
    castellana, con su centro en Valladolid, y en donde destaca la
    obra de G. Hernández (el «Cristo yacente», de
    los Capuchinos de El Pardo, o el «Cristo de la Luz», de la
    capilla de la Universidad de
    Valladolid), y la escuela andaluza, centrada en Sevilla y en
    Granada, con las obras de J. Martínez
    Montañés (el «Cristo de la Clemencia»,
    de la sacristía de los Cálices de la catedral de
    Sevilla) y del granadino A. Cano (retablo mayor de la iglesia de
    Lebrija, y la «Inmaculada», de la catedral de
    Granada). Sus discípulos fueron P. de Mena («San
    Francisco», de la catedral de Toledo, o la
    «Magdalena», del Museo de Valladolid) y J. Mora (el
    «Cristo de la Misericordia», en San José de
    Granada).

    La pintura
    barroca.

    Ante el rechazo de las imágenes religiosas que
    propugnaban los protestantes, la religión
    católica exalta, como contrapartida, el valor
    religioso de la pintura y la escultura. Además, en el caso
    español,
    exceptuando algunos encargos y programas de
    exaltación real y los géneros del retrato y del
    bodegón, la temática religiosa es la dominante. Las
    características más notables de las
    imágenes religiosas son: verosimilitud y respeto a los
    hechos (puesto que los espectadores tienen que pensar que los
    hechos narrados no pudieron suceder de otra manera), estilo
    teatral (que se traduce en una exageración de actitudes y
    una acumulación de personajes, y que consigue su
    máxima realización con los «pasos» de
    Semana Santa, auténticos escenarios portátiles en
    movimiento) y
    realismo (ya que los sentidos
    constituyen el vehículo de nuestro conocimiento
    religioso).

    Se suele hablar de realismo como algo inherente a la
    pintura española, pero se ignoran a menudo las razones y
    los condicionantes de este realismo. Es cierto que la pintura
    barroca española se apoya en la realidad, en lo que ve,
    pero usa esta realidad para acercarnos a la religión; es,
    pues, un realismo instrumental. Se quiere recuperar un lenguaje
    fácil, intimista, directo, para llevar al fiel por el
    camino de la inmediatez y de la emoción. Donde existe una
    aristocracia culta o una burguesía adinerada, surge un
    arte profano (sería el caso de N. Poussin); pero la
    sociedad
    española es hermética y la Iglesia católica,
    omnipresente. El único cliente es la
    Iglesia, dado que los grandes de España ocupan los cargos
    de virreyes fuera de España. La pintura profana es una
    excepción: es el caso de D. Velázquez, y se da
    porque trabajaba en la corte. La gran limitación del
    barroco español estriba en el hecho de estar al servicio de la
    Iglesia. Se trata, pues, de un naturalismo instrumental al
    servicio de una fe religiosa.

    El mundo de la Contrarreforma arranca del manierismo
    (intelectual, principesco, imaginativo) y desemboca en el
    naturalismo (inmediatez, cotidianeidad, intimismo). Gran parte de
    esta nueva aproximación a la realidad nace en El Escorial:
    los artistas italianos encargados de su decoración (P.
    Leoni, L. Cambiaso, P. Tibaldi, T. Zuccaro, V. Carducci)
    constituyeron una auténtica escuela manierista (al margen
    del Greco y del resto de la pintura castellana).

    Se suele clasificar a los pintores barrocos por
    escuelas, en función de
    sus centros de trabajo, y así se habla de escuela
    valenciana, con F. Ribalta y J. de Ribera, llamado el
    Españoleto; escuela andaluza, con F. Pacheco, F.
    Zurbarán, A. Cano, D. Velázquez; escuela
    madrileña, con A. de Pereda, fray J. Rizzi, J.
    Carreño y C. Coello, y la escuela sevillana, con B.E.
    Murillo y J. Valdés Leal, aunque esta clasificación
    no permite explicar las grandes diferencias dentro de una misma
    escuela, ni la evolución pictórica desde el
    tenebrismo de influencia caravaggiesca hasta los primeros
    indicios del neoclasicismo.

    Renacimiento hispánico.

    El arte plateresco.

    El Renacimiento
    español presenta unas características muy
    peculiares respecto al que se extendió por Europa a fines
    del siglo XV. Algunos autores lo han calificado de estilo poco
    definido y poco canónico, dada la pervivencia de una
    sociedad que tenía muy asimiladas aún las
    características propias de la Edad Media, y
    en la que la ostentación del gótico tardío
    impedía la introducción de los nuevos valores
    procedentes, sobre todo, de Italia. Pero, por
    otro lado, también son notables las influencias que, en
    los primeros momentos, llegaron de Francia,
    Alemania y
    Flandes. De todo ello resultó un Renacimiento que algunos
    comentaristas definen como periférico, y que
    despuntó con fuerza
    desigual por regiones.

    A finales del s. XV, los Reyes Católicos,
    deseosos de establecer su protagonismo político frente a
    la nobleza, se esfuerzan por atraer a artistas, sobre todo
    italianos, y por adquirir obras, algunas de ellas vinculadas con
    talleres florentinos, como los de Donatello y S. Botticelli. Con
    todo, la fuerte tradición gótica no consigue que se
    cambien las directrices, de manera que algunos edificios
    representativos de esta época, como puede ser San Juan de
    los Reyes en Toledo, de fines del s. XV, se caracterizan por
    contener un alto grado de decoración arquitectónica
    a base de blasones y emblemas nobiliarios o monárquicos,
    en consonancia con el espíritu político del
    momento.

    A esta etapa que transcurre entre las últimas
    manifestaciones claramente góticas y la lenta
    implantación de los principios
    renacentistas, se ha convenido en llamar arte plateresco,
    lectura
    localista del Renacimiento italiano, y que tiene como principal
    característica la idea de aplicar a la arquitectura y,
    sobre todo, a las fachadas, la técnica y la
    ornamentación de los orfebres. Una de las primeras obras
    que manifiesta esta tendencia es la fachada del hospital de la
    Santa Cruz en Toledo y la fachada de la Universidad de Salamanca,
    mucho más decorada que la anterior. Hay que tener en
    cuenta, no obstante, que esta tendencia decorativista ya se
    encuentra localizada en la Lombardía, concretamente en
    Milán, a fines del s. XV. Resulta claro, pues, que este
    decorativismo peninsular no se puede entender como una
    ampliación del gótico sino como una
    adaptación del modelo italiano lombardo. En otros
    ejemplos, como pueden ser los hospitales de Santiago de
    Compostela (1501), parece más clara la pervivencia del
    gótico.

    La plenitud del
    Renacimiento.

    El artista que marca el paso a
    las nuevas tendencias es Diego de Siloe con sus intervenciones en
    las catedrales de Granada y Málaga, obras realizadas
    después de una larga estancia en Italia. Pero es en la
    zona castellana, sobre todo en Salamanca y Valladolid, donde
    arraigará con más fuerza el plateresco, con
    ejemplos destacados, como puede ser la casa de las Conchas en
    Salamanca.

    La figura de Carlos V y su nueva concepción
    imperial marcan el verdadero punto de inflexión hacia la
    nueva tendencia, sobre todo a partir del palacio que mandó
    construir al lado de la Alhambra de Granada (1527). El arquitecto
    que dirigió las obras fue P. Machuca, que había
    sido discípulo de Rafael y Bramante en Roma. Su palacio
    consiste en una planta centralizada en base a un cuadrado con un
    patio central circular y abierto con dos pisos de columnas, donde
    predomina el orden dórico. Probablemente, se puede decir
    de él que es el edificio más clásico y con
    más elementos italianizantes de todos los que se
    construyeron en la Península. Al lado de Pedro Machuca
    cabría destacar las figuras de Gil de
    Hontañón, autor de la magnífica fachada de
    la Universidad de Alcalá, y Alonso de Covarrubias, que
    trabajó en el alcázar de Toledo.

    Estas nuevas tendencias llegan a su punto culminante en
    el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, obra magna de Felipe
    II que se llevó a término en el plazo de veinte
    años. La idea del monarca, que plasmaron los arquitectos
    Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, consistía en
    crear un cuerpo central, la basílica con el Panteón
    de los Reyes, a cuyo alrededor se organizaba todo el complejo
    edificio a base de espacios y volúmenes cúbicos:
    monasterio, palacio, biblioteca y
    patios. El resultado fue la plasmación en piedra desnuda
    de la idea imperial del monarca. El conjunto sorprende por su
    magnificencia a la vez que por su austeridad. La influencia
    política y
    estilística de Herrera y de su más grande obra se
    dejó sentir sobre todo en los nuevos edificios de la
    capital de los
    Austrias, Madrid.

    El Renacimiento
    portugués.

    Mientras en España el plateresco vivía su
    momento más álgido, Portugal experimentaba el paso
    del gótico al Renacimiento con el estilo que se ha
    convenido en llamar «manuelino» y que coincide con el
    largo período de gobierno del rey
    Manuel, de fines del siglo XV y primer cuarto del s. XVI. Es un
    estilo de tradición gótica con injerencias
    decorativistas que expresan el momento de expansión del
    reino portugués y manifiestan la asimilación de
    muchos elementos coloniales, así como una gran
    imaginación creativa. Como ejemplo podemos citar el
    monasterio de Belém. El resto de manifestaciones que
    podrían llamarse renacentistas tienen como denominador
    común el punto de referencia español o
    francés.

    La
    escultura.

    En cuanto a la escultura, se dejó sentir, desde
    un principio, la influencia de artistas foráneos, sobre
    todo holandeses, franceses e italianos que trabajaron por encargo
    de los Reyes Católicos o de la nobleza. Las obras que
    alcanzaron mayor predicamento fueron los sepulcros que responden
    al modelo del clásico túmulo para exponer el
    cadáver. Destacan en todos ellos la representación
    fiel de los rasgos anatómicos y los elementos
    ornamentales.

    El primer artista con una gran personalidad e
    influencia es Alonso de Berruguete, que se formó en Roma
    con Miguel Ángel. Su obra se caracteriza por la gran dosis
    de espiritualidad que transmite y que expresa a través de
    una amanerada gesticulación y de la composición
    atrevida de sus figuras. Otro notable escultor de la época
    es Juan de Juní, de origen francés, que sigue una
    línea espiritualista parecida al anterior y que
    trabajó fundamentalmente en León y Salamanca.
    Dentro de una clara tendencia de exaltación de la monarquía, destacan las figuras de Pompeo
    Leoni en los cenotafios de Carlos V y Felipe II en El
    Escorial.

    La
    pintura.

    En cuanto a la pintura, sólo pueden destacarse la
    escuela valenciana, que sigue los pasos de los grandes maestros
    italianos y que tiene su principal representante en Juan de
    Juanes, y la escuela sevillana, que vive a expensas del auge
    económico que le confiere el comercio con
    América.

    En Castilla debemos destacar el foco de Valladolid con
    la figura de Pedro Berruguete, y en Extremadura el cultivador de
    temas piadosos y dulzones, Luis de Morales, llamado «el
    Divino», que deja traslucir la influencia manierista de F.
    Mazzola, llamado il Parmigianino.

    La figura cumbre de la pintura renacentista
    española y uno de los más grandes pintores de todos
    los tiempos es El Greco. Nacido en Creta en 1541, unió las
    influencias orientales al aprendizaje que
    realizó en Italia, sobre todo asimilando la pintura
    veneciana de Tiziano y Tintoretto. En Toledo supo captar el
    espíritu caballeresco y los efluvios místicos del
    alma castellana, traduciéndolos en sus lienzos a base de
    un cromatismo y una técnica muy personales.

     

     

     

     

    saray garcia

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